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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.16 no.1 Mendoza June 2014

 

DOSSIER

Entre universalismos y particularismos. Notas sobre “Teorías de lo común”. A propósito de la Etnopolítica contemporánea

Among Universalisms and Particularisms: Notes about “The Common” Theories Concerning Contemporary Ethnopolitics

 

Leticia Katzer

CONICET

 


Resumen

En la teoría etnológica y política contemporánea, la conceptualización de las acciones de adscriptos étnicos en términos de acciones orientadas por intereses constituye el núcleo conceptual de la definición  de lo político. Comunalizaciones, movimientos culturales, democracia plural radical, reivindicaciones de derechos colectivos diferenciados, son todas ellas nociones que refieren a acciones colectivas y a la producción de identidades sobre la base de orientaciones culturales o ethos comunes en el ámbito de la esfera pública. La interpretación de tales expresiones como formas institucionalizadas y públicas de acción colectiva se funda en un concepto de vida política como “vida común”, como “acción colectiva pública”. La siguiente presentación se propone interrogar los márgenes categoriales sobre los que se construye y fundamenta la teoría etnopolítica contemporánea, analizando las nociones de “común” que ponen en circulación como así también la tensión entre universalismo y particularismo que hacen emerger.

Palabras clave: Etnopolítica; Dominio de saber; Teoría de la comunidad; Indígenas.

Abstract

In the contemporary political and ethnological theory, the conceptualization of the ethnic ascribed people actions in terms of “interest actions” is the conceptual core of the definition of politics. Communalizations, cultural movements, radical pluralist democracy, differentiated collective rights claims, are all notions that refer to collective action and the production of identities based on cultural orientations or common ethos in the field of public sphere. The interpretation of such expressions, as institutionalized and public forms of collective action, is based on a concept of political life as “common life”, as “public collective action”. The following article proposes to inquire the categorical margins on which the contemporary ethno–political theory is built and founded, analyzing not only the notions of “common” put into circulation but also the tension between universalism and particularism that do emerge themselves.

Key words: Ethnopolitics; Knowledge field; Community theory; Indigenous people.


 

Presentación

Las caracterizaciones analíticas del universo configurado a partir de las reivindicaciones étnicas y sus comunalizaciones jurídicas en Latinoamérica, confluyen en el núcleo semántico del nexo entre identidad, política y ciudadanía. En la teoría etnológica y política contemporánea, la conceptualización de las acciones de adscriptos étnicos en términos de acciones orientadas por intereses constituye el núcleo conceptual de la definición de lo político. Comunalizaciones, movimientos culturales, democracia plural radical, reivindicaciones de derechos colectivos diferenciados, son todas ellas nociones que refieren a acciones colectivas y a la producción de identidades sobre la base de orientaciones culturales o ethos comunes en el ámbito de la esfera pública. La interpretación de tales expresiones como formas institucionalizadas y públicas de acción colectiva se funda en un concepto de vida política como “vida común”, como “acción colectiva pública”.

La siguiente presentación se propone interrogar los márgenes categoriales sobre los que se construye y fundamenta la teoría etnopolítica contemporánea, explorando las nociones de “común” que ponen en circulación como las expresiones de la tensión entre universalismo y particularismo que hacen emerger.

Las teorías sobre lo común constituyen un dominio histórico, como tal una articulación de prácticas y saberes específicos que se hallan regulados por una trama particular. Nuestra exploración busca identificar dicha trama y sus efectos de poder, por cuanto se trata de las teorías que acompañan y otorgan fundamento y legitimidad a la configuración y devenir de las contemporáneas movilizaciones étnicas. Para ello hemos seleccionado un conjunto de referencias que focalizan la reflexión en torno a la idea de sujeto cultural y pluralidad cultural, en los ámbitos de la teoría sociológica, de la filosofía política y de la teoría etnológica latinoamericana: James Brow, Alain Touraine, Chantal Mouffe, Will Kymlicka, Cardoso de Oliveira, Pacheco de Oliveira y Miguel Bartolomé.

Consideramos que dicho dominio requiere ser revisado. Y más allá de los alcances y limitaciones de este corpus, lo interesante es que se reinstala espectralmente el tema de la comunidad, el cual requiere ser leído bajo nuevos léxicos. Se trata de la producción de nuevas formas de sujeto, de nuevos procesos de subjetivación cultural que reinscriben nuevas tensiones en torno a la existencia comunitaria y a la cuestión de la comunidad, de la vida–en–común (existen diversos modos de entender lo comunitario los que, a su vez, exponen distintos modelos de subjetividad). Estimamos destacable que la emergencia de estos procesos y teorizaciones reinstala el problema político–teórico de la comunidad, el cual evoca ser leído bajo nuevos léxicos y semánticas, por fuera de la lógica de las oposiciones fantasmáticas liberal/comunitaria e individuo/comunidad. Los intersticios de tales oposiciones nos advierten de una precaución de orden epistemológico–metodológico: las tramas y dinámicas que caracterizan la etnocomunalización son irreductibles a la communitas1 étnica.

En este sentido, la filosofía impersonal y el “pensamiento de la comunidad” en las líneas francesas e italianas, conforman una matriz desde la cual es posible examinar críticamente el campo teórico–político del pluralismo en el mundo contemporáneo. El léxico conceptual deconstruccionista permite considerar problemáticas y/o aspectos y dimensiones de problemáticas ignoradas o poco consideradas en el análisis social contemporáneo y abrir nuevos horizontes de indagación y sentido. Las preguntas centrales que propician son ¿de qué hablamos cuando hablamos de vida–en–común? ¿hay algo en común, un bien en común, un interés como propiedad colectiva?

“Teorías de lo común” en tanto dominio: registros a propósito de la etnopolítica

Frente a la crisis del universalismo abstracto de la Ilustración referido a un sujeto indiferenciado que ha marcado la multiplicación y diversificación  de derechos que dan cuanta de diferencias cada vez menos universalizables en categorías jurídicas totalizadoras, las reivindicaciones, iniciativas y demandas étnicas como las teorías que las acompañan, no son una excepción.

Partimos de la premisa que la etnopolítica y las teorías de lo común que designa constituye un “dominio de historia”, en el sentido de Levi–Strauss (2009 [1962], 376), es decir, un sistema de códigos particulares resultado de la abstracción/totalización por parte del agente del devenir histórico que decodifica los “hechos históricos”. Es un dominio de saber, en el sentido de Foucault, un campo regulado por fórmulas bien específicas. Se trata de un conjunto de prácticas que, lejos de reducirse a postulados teóricos, articulan además instituciones, normas y roles.

Si recorremos los itinerarios de las referencias respecto a diversidad cultural y el pluralismo vemos que hay una trama que anuda los presupuestos y reflexiones. La trama epistémica que gobierna, que regula los saberes sobre la diversidad cultural y el pluralismo, las caracterizaciones de dichas dinámicas confluyen en referencias a acciones colectivas y a la producción de identidades sobre la base de orientaciones culturales o ethos comunes en el ámbito de la esfera pública. La interpretación de tales expresiones como formas institucionalizadas y públicas de acción colectiva se funda en un concepto de vida política como “vida común”, como “acción colectiva pública”.

Un antecedente relevante han sido los planteos de Brow (1990) quien propuso la categoría de “comunalización” para referirse  a la producción de sentidos de pertenencia sobre la base de algún patrón de acción compartido o común (códigos, valores, prácticas, saberes) –como sería el de la etnicidad–. Frente al universalismo implicado en la idea de construcción de ciudadanía sobre la base de un bien común, Mouffe (1999[1993]) plantea la construcción de una ciudadanía democrática, radical y plural como un esquema de articulación de distintas concepciones de bien común. Sobre la base de equiparar comunidad política y asociación, la autora alude a la construcción de una ciudadanía plural radical, como una forma política que articula las bases del liberalismo y la democracia, en el sentido de que no se fundamenta en la existencia de un bien común sustancial (como postulan los comunitarios) sino como un modo de asociación política que implica la idea de comunalidad en el sentido de un vínculo ético “que crea un lazo entre los participantes en la asociación” (Mouffe, Ch. 1993 [1999], 96) a través de la identificación con un conjunto de reglas de intercambio civil. Según la autora esta forma moderna de comunidad política no se mantiene unida por medio de la idea sustancial de bien común sino por un vínculo ético–político común, por una misma preocupación pública: la identificación con reglas de prescripción de la pluralidad. Por tanto, en esta lectura, la forma moderna de comunidad política plural y radical es interpretada en términos de societas. Para la autora la societas –es decir, conjunto de personas cuyo lazo es la lealtad recíproca y no el compromiso con una empresa para perseguir una finalidad sustancial común, como es la universitas, es la forma adecuada para describir la asociación política en las condiciones de la democracia moderna, puesto que se trata de una articulación entre distintas nociones/interpretaciones de bien común– posible por la presencia de un lenguaje de intercambio civil– la respublica–.

Así, en tal perspectiva la idea de ciudadanía se entiende como la identidad política creada a través de la identificación con la respublica.

“Es una identidad política común de personas que podrían comprometerse en muchas empresas diferentes de finalidad y que mantengan distintas concepciones del bien, pero que en la busca de sus satisfacciones y en la promoción de sus acciones aceptan el sometimiento a las reglas que prescribe la respublica. Lo que los mantiene unidos es su reconocimiento común de un conjunto de valores ético–políticos” (Mouffe, Ch. 1999 [1993], 101).

El reconocimiento común de un lenguaje de intercambio civil implica la articulación de exigencias democráticas halladas en toda una gama plural de movimientos sociales y posiciones subjetivas, sea de género, clase, profesión, etnicidad, orientación sexual, cada uno con nociones/interpretaciones particulares de bien común (en la lectura de Mouffe, a cada “movimiento social” corresponde una noción de bien común), lo cual hace que haya variadas formas de ciudadanía.

En esta misma línea de pensamiento, Will Kymlicka (1996 [1995]) plantea la existencia de “democracias multiculturales”, cuya condición estructural es el pluralismo cultural, siendo demarcado sobre la base de derechos diferenciados en función del grupo2 y en dos modalidades: “multinacional” y “poliétnico”. Estos derechos resultan de pactos o acuerdos históricos, asignan derechos individuales y poderes políticos diferencialmente en función de la pertenencia de grupo y son descriptos a partir de la lectura de Young (1989) como “formas de ciudadanía diferenciada”. Las ciudadanías diferenciadas que caracterizan las contemporáneas democracias multiculturales implican la incorporación a la “comunidad nacional” no sólo en calidad de individuo sino también a través del grupo. Se trata de derechos colectivos reivindicados y reconocidos por los grupos étnicos, como es el reconocimiento de territorios indígenas, son derechos reconocidos en función de la pertenencia a un grupo3.

Del mismo modo, Touraine (1997 [1996]) se ha referido a las reivindicaciones de derechos culturales en términos de “movimientos culturales”, caracterizándolos como acciones colectivas que movilizan categorías definidas más por un origen o pertenencia. En su lectura, se trata de movimientos morales, dado que lo que se halla en cuestión son recursos, modelos, valores y orientaciones culturales, “figuras de sujeto”4.

En el ámbito latinoamericano, las nociones de pluralismo, ciudadanía diferenciada y “comunidad de argumentación intercultural” (Cardoso de Oliveira, R. 1996; Pacheco de Oliveira, J. 2006; Bartolomé, M. 2006, 2009) ha tomado gran relevancia en las producciones de las dos últimas décadas. En esta línea se caracteriza a la creciente multiplicación de manifestaciones etno–políticas que disputan un espacio propio dentro del ámbito de los estados–nacionales en el cual fueron incluidas, como federaciones, movimientos, organizaciones en el sentido moderno de los términos cuyo objetivo es el reconocimiento como singularidad, como expresión existencial alterna dentro del aparato jurídico–político estatal. Bartolomé (2009) sostiene que el pluralismo refiere a un contexto regional, estatal o mundial de presencia simultánea de diferentes configuraciones culturales y que asume la multiculturalidad como un componente estructural de las sociedades estatales. Toda esta línea que nuclea a antropólogos brasileros y mexicanos, reflexiona sobre las actuales condiciones interculturales de los estados nacionales recuperando y articulando postulados de Karl Apel (1990) y Kymlicka (1996 [1995]) acerca de la “comunidad de comunicación” y la “ciudadanía diferenciada”. Así han llamado a la construcción de una “comunidad de argumentación intercultural” entendida como acuerdos o consensos intersubjetivos, mediante los cuales se supone es construido el conocimiento etnográfico y donde se piensa que cada sujeto tiene una moralidad, eticidad, y propio modelo de desenvolvimiento con un potencial de autonomía y autogestión.

Ahora bien: ¿qué noción de “vida en común” arrastran estas teorías? ¿cuáles son sus implicancias epistemológicas y políticas? Las particulares construcciones de bien común: ¿no terminan delimitando nuevos absolutos? Estas emergentes figuras de particularismo ¿ no terminan reconfigurando viejas formas de universalismo? Cuando la colonialidad es la condición estructural de las configuraciones ético–políticas: ¿de qué se trata el reconocimiento común de un conjunto de valores ético–políticos?

Nuestra hipótesis es que estas teorías, que apuntan a instalar y legitimar los particularismos al interior de los contemporáneos estados nacionales moderno/occidentales, reabren nuevas formas de universalismos, en la medida en que la pluralidad de identificaciones queda subsumida en nuevas figuras absolutas y capturada en la operación de totalización, como la expresión molecular del estriaje del sujeto civil indiferenciado, de la ciudadanía común. En cualquiera de todas estas configuraciones sobre lo común, al igual que en la definición de un sujeto universal indiferenciado, “lo común” termina instituyéndose como propiedad de una individualidad más vasta. Las formas alternas de vida–en–común quedan capturadas y subsumidas en una persona –la persona del sujeto étnico–; en un sujeto, una posición subjetiva definida por la propiedad disponible para los individuos (la cultura étnica), por la pertenencia a una referencia absoluta.

Derivaciones epistemológicas y políticas del pluralismo

Orientaciones, códigos, saberes y valores culturales remiten todos ellos, para usar terminología de Hall (2003 [1994]), a formaciones discursivas que definen posiciones subjetivas con las que los individuos concretos se identifican selectivamente. Cuando se hace referencia a la pluralidad de posiciones subjetivas que delimitan se hace describiéndolas con referencia a “pertenencias comunes” por portación de alguna  propiedad común. En esta lectura, cada posición subjetiva, por cuanto constituye un patrón de acción moral y cognitivo, delimita un dominio.

En una sociedad plural, que articula jurídica y socialmente diversos dominios hay todo un juego de relaciones de poder entre aquellos y en el seno de cada uno de ellos. Los dominios son las totalizaciones legítimas, aquellas que realizan los agentes que se encuentran en las posiciones subjetivas capaces de instalar públicamente sus decodificaciones. Ahí resta una espectralidad no capturada, que hace a la vida común. En la operación de “totalización”, de “captura” quedan restos, espacios, dinámicas no representadas.

Nutriéndonos del pensamiento de la comunidad, registramos al menos cinco nodos en la trama de lo común que delimita al dominio hegemónico de la etnopolítica contemporánea: asociación, individualidad presente, propiedad, inmunidad protectora y negación por neutralización. En principio se sostiene una idea de comunidad política como asociación, como propiedad común que reúne a un conjunto de personas en una posición subjetiva específica: “común”, ciudadanía común aparece como el opuesto de “diferente”, de ciudadanía diferenciada.

En la lectura de Roberto Esposito (2005 [2002]), la comunidad termina por ser inmunizada y engullida por completo en la forma de su opuesto. La inmunización arriba a un resultado anticomunitario. Las dos modalidades, según el autor, mediante las que el paradigma inmunitario se vincula con la dimensión colectiva de la vida es la mediación institucional y la biopolítica. La comunidad es esterilizada preventivamente contra su inherente contenido relacional, entrópico; paradójicamente, lo que pretende preservar es lo común, el munus; inmunizada contra el munus que la expone al contagio en su propio interior. A este fin inmunitario se trama la regulación jurídica de lo común, se ordenan las formas, los roles, normas e instituciones. La regulación jurídica es inmunitaria y anticomunitaria. Conserva la comunidad mediante su destitución. En la medida en que procura protegerla del riesgo de la expropiación, y reforzar su identidad, asegurar su dominio, reconducirla a “lo propio” de ella, al neutralizar la conflictividad, la alteridad que la acecha,  termina por hacerla menos común.

En esta lectura, las normas, roles e instituciones se presentan no en términos de acción sino de reacción. Se trata de una contrafuerza que impide que otra fuerza, precisamente la fuerza de lo común, se manifieste. El principio inmunitario ubica en el centro a la persona como única titular de derechos. Se trata de la individualidad de un sujeto –en este caso, la persona/comunidad– al que sólo se le atribuye determinados derechos. El derecho, en su función inmunizadora –de la comunidad y desde la comunidad– es propio –no común–, en el sentido de que pertenece al sujeto que se declara portador de él. Ello constituye la forma jurídica, el derecho siempre es particular, personal. Se refiere precisamente a una persona jurídica. Configura como común lo que por esencia es privado, y en esto ejerce su rol inmunitario. La forma jurídica asegura a la comunidad del riesgo de conflicto mediante la norma fundamental de la absoluta disponibilidad de las cosas para ser usadas, consumidas o destruidas por quien puede reivindicar legítimamente su posesión sin que nadie más pueda interferir (ídem). La sociedad jurídicamente regulada es unificada por el principio de común separación: sólo es común la reivindicación de lo individual. Lo que subyace a esta concepción es el presupuesto de que la comunidad es una “propiedad” de los sujetos que une, un atributo que los une, que los hace pertenecer al mismo conjunto; como “propiedad”, valor, esencia, puede apropiarse, perderse y reapropiarse. Así, comunidad se perfila aquí como lo más “propio”, ya sea que uno deba hacer propio lo común, o que haga de lo propio lo común. La paradoja radica en que lo común aparece identificado con su más opuesto: es común lo que une en una misma identidad a la propiedad –étnica, territorial, espiritual– de cada uno de sus miembros. Ellos tienen en común lo que les es propio y son propietarios de lo que les es común.

Lo común, en estas operaciones y definiciones termina por ser, en palabras de Guilles Deleuze y Félix Guattari (1980), englobado por un espacio estriado, convertido en un espacio atomizado excluyente de la posibilidad de una “vida común”. Es una forma de trasladar la trama, la episteme y el ethos de la ciudadanía nacional, al espacio de los diversos “internos”; es desplazar a porciones más moleculares, el espacio de la ciudadanía común. Es decir que se coloca lo colectivo como atributo subjetivo, lo colectivo no se opone a lo individual, sino que aparece como una expresión de éste. La sociedad, la colectividad, la comunidad, la asociación, aparecen como una individualidad más vasta. Precisamente en esta conceptualización de sujeto se ha fundamentado la idea de portación, pérdida y “recuperación” de identidades. En la medida en que lo colectivo se define como propiedad del sujeto, y a la inversa, el sujeto se define por asociación o sumatoria de propiedades, cuando dichas propiedades desaparecen dicho sujeto queda vacío, vacío de identidad.

Estas conceptualizaciones generan en los espacios concretos de sociabilidad, nuevas tensiones, puesto que múltiples identificaciones y configuraciones ético–políticas no se hallan contenidas, y por tanto no legitimadas en las formas jurídico–políticas. Constituyen, en tanto institucionalizaciones de nuevas figuras de universalismos, un registro parcial de las identificaciones políticas. En la medida en que lo común es lo propio del sujeto colectivo, se exige en términos teóricos o ideales una voluntad general, expresada en un punto de vista general, único y homogéneo a sí mismo. La noción comunitaria de sujeto étnico como sujeto colectivo, es indisociable del mito de la comunidad política, que termina por ser negadora de la communitas: los adscriptos étnicos se hacen “Uno”, en la trascendencia representativa de la persona jurídica, como expresión de una ficticia voluntad general y una ficticia unidad conceptual del bien común.

De este modo, a través de esta forma jurídico–política, las cuestiones conflictivas quedan relegadas y enterradas en el espacio privado y se instala la creencia de que existe una esfera pública de argumentación racional no excluyente resultado de un consenso no coercitivo. Por tanto, es una forma de ordenamiento de lo comunitario despolitizadora, como un individuo más vasto, que destituye la communitas, unificando, neutralizando el ser–entre diverso.

Aún desde la perspectiva llamada “comunitaria”, la teoría política contemporánea termina siendo negadora de la comunidad. Contrario al universo epistémico moderno–gubernamental que construye una noción de sujeto colectivo sobre la base de la propiedad común y la fijación a un origen –espacial e identitario–puro e igualitario– lo que emerge del devenir de la vida étnica es la existencia de una communitas, que negada, oculta, invisibilizada por los horizontes semánticos de la espacialidad pública, deviene, vive y se expresa en los confines de la modernidad, por fuera de sus muros.

Nuevas exploraciones a propósito de la comunidad

En una dirección completamente diferente tanto de los comunitarios como de los liberales pluralistas, el pensamiento de la comunidad apunta por un lado a desnaturalizar y deconstruir esta idea  de “común” de comunidad política como asociación, como por otro, por repliegue, a desactivar los dispositivos inmunitarios que la delimitan. El pensamiento de la comunidad, la filosofía de lo impersonal y la espectrología buscan explorar los dominios de lo común en los intersticios, los huecos, los restos. En esta semántica Común no es el opuesto de diferenciado, como tampoco coincide ni con propiedad disponible/habitable ni con individualidad presente. Todo lo contrario. Es lo perfectamente diferente/diverso al acecho.

Communitas refiere a la condición humana de alteridad de vida que, siendo capturadas en formas de institucionalización moderna, o excluidas de las mismas quedan, en lenguaje de Jaques Derrida (1993), “espectrales”. Tal reconocimiento señala la idea de representatividad como expresión de una voluntad general o de un punto de vista universal, ya sea en un Estado–nación, ya sea en una “comunidad indígena”, como ficticia. En este sentido, retomamos la categoría propuesta Jean L. Nancy (2003 [1998]) de sociación para distinguirla de “asociación” (contrato, agrupamiento conjunto de individuos unidos por una “propiedad común”) y definirla como nuestra condición de ser–en–común, como communitas. La comunidad es condición humana, una condición que precisamente las prescripciones del lenguaje civil busca anular.

Con “communitas”, Esposito (2003 [1998]) se refiere al conjunto de personas a las que une no una propiedad, sino justamente un deber, una deuda. Es decir, una reunión de sujetos ligados por una falta. Lo que tienen en común, lo que los hace comunidad, es una carencia, una ausencia: el no pertenecer a la referencia, el no asimilarla como una propiedad constitutiva. Lo común estaría dado por lo impropio, por la des–apropiación. Y lo impropio no es otra cosa que “lo otro”. Lo que los hace común es su común no– pertenecerse. De este modo, afirma Espósito, no debe entenderse a la comunidad como un cuerpo, una fusión de individuos que de como resultado un individuo más grande; tampoco un lazo colectivo que une a individuos previamente separados. La comunidad no es la multiplicación del sujeto individual sino más bien su disolución, su exposición al exterior, al otro, la conexión del sujeto con lo que no es. El sujeto como Otro, expone y es exposición de una figura de comunidad no ya como propiedad común de un agregado de sujetos –propietarios de sí mismos a su vez–, sino como exteriorización de los mismos. Esta figura de comunidad aparece como el resultado de la deconstrucción de la noción moderna de sujeto: la comunidad como sujeto en su ser común con el otro, como subjetividad exteriorizada.

La irrepresentabilidad histórica de la comunidad se halla desde el inicio en el centro de la perspectiva impersonal. Lo que delimita lo político de la comunidad es su carácter de irrepresentabilidad. Con ceder sólo alguna de sus partes a la representación, la comunidad desaparece, por inmanencia o trascendencia. Desde tal perspectiva, comunidad no es poner en relación lo que es sino el ser mismo como relación. La comunidad antecede a toda forma de categorización adscriptiva, a toda forma de comunalización. La existencia humana es comunitaria, es comunal. La comunidad lejos de ser el opuesto del sujeto constituye su condición y efecto. Es decir, la etnocomunalización es irreductible a la communitas; la otredad es irreductible a la mismidad: no hay “sí mismo” que no sea “otro de si”, que no esté asediado por otredades espectrales.

Así, la espectralidad, constitutiva de la communitas étnica, no es apolítica o antipolítica sino lo político sustraído de su plenitud mítico–operativa; es enunciación de esa irrepresentabilidad. Espectral, porque es irreductible a símbolo unitario y a singularidad/individualidad presente. Es lo que no se deja ver por la política, en su operatividad y trascendencia representativa. Es decir, el espacio liso de asedio de todas aquellas formas de vida y acción mantenidas y/o reelaboradas por los adscriptos étnicos, tales como el rastreo, el nomadismo, el liderazgo familiar5 que, no identificadas a las posiciones subjetivas producidas dentro del dominio étnico, se hallan por fuera del orden de la representatividad soberana de lo públicamente legítimo, de lo autorizado por la ley (la “comunidad indígena” como persona jurídica) con la legitimidad y la autoridad para visibilizarse.

Entre universalismos y particularismos. Consideraciones finales.

La ciudadanía común e indiferenciada, la ciudadanía nacional, fue creada como un dispositivo de comunalización sobre la base de la nacionalidad–nacimiento que tienda a superar, a neutralizar, subsumir las diferencias y neutralizar asi su potencial conflictividad, despolitizando al sujeto civil.

El contemporáneo reconocimiento de la diversidad cultural y la institucionalización que han implicado las etnocomunalizaciones, ha venido a mostrarse como una instancia de valoración de los particularismos frente a las tendencias universalizantes canalizadas en las figuras de los modernos estados–nación. Sin embargo, estos particularismos, las más de la veces terminan constituyendo e instituyendo nuevas figuras de universalismo. A la Persona comunidad–nación se le anexan ahora las personas–comunidades–étnicas, como la expresión molecular del estriaje de la ciudadanía común.

El problema más radical reside en los criterios de totalización, de universalismo y sus efectos: la totalización es inmunitaria, inmunitaria frente a lo común: mientras lo común es el espacio liso expuesto a la amenaza de conflictividad y destrucción, la respuesta converge en los engranajes de un dispositivo compacto de lo inmune. Al criterio protector de la inmunidad corresponde el efecto de la negación de la comunidad por medio de la neutralización. La figura dialéctica que se bosqueja de este modo es la de una exclusión (de la vida en común en su inherente/inmanente pluralidad conflictiva) mediante inclusión –por regulación jurídica (de lo común como propiedad de un individuo), porque precisamente siguiendo a Esposito ([2002] 2005, 18) “la lógica inmunitaria incluye excluyendo y afirma negando”.

No se trata de recortar un supuesto “universo étnico” expresión de una voluntad general y un sistema de representación unívoco sino más bien se trata de diseminar sus sentidos diversos, exponer y mantener los diversos esquemas de pensamiento y acción de manera agonística, vale decir, en su permanente conflictividad.

Con todo, se hace cada vez más necesario reconsiderar la teoría política moderna, que es en definitiva, la que establece el horizonte semántico, el léxico a través del cual se canalizan acciones y se definen formas jurídicas de corporalización en el espacio público. El indigenismo, como campo político, articula diversas políticas y modos de concepción de lo político: se ensambla tensamente una política moderna y una impolítica. Si pensamos, siguiendo a Boaventura de Souza Santos (2010), en términos de “epistemologías del mundo o ecología de saberes”, la hegemonía de la axiomática instrumental es la que universaliza un modo particular de intervención sobre lo real e impide la realización del devenir de los modos indígenas de vida.

Notas

1. Tomamos el sentido desarrollado en Espósito, R. (2003 [1998]).

2. Con derechos diferenciados en función del grupo son clasificados en derechos poliétnicos, derechos de representación y derechos de autogobierno (Kymlicka, W. 1996 [1995]).

3. Kymlicka postula que la dicotomía planteada por los liberales entre derechos individuales y derechos en función del grupo es falsa. Si bien lo que define a los derechos diferenciados es el grupo, son otorgados y ejercidos por los individuos. Para los liberales, estos derechos diferenciados van en contra del sentimiento de identidad compartida (común) de la sociedad liberal y el compromiso con la libertad individual impide la aceptación de los derechos colectivos. En esta perspectiva, lo que garantiza el desarrollo de una identidad cívica compartida es el estatus de ciudadanía común e indiferenciada, es decir, la reunión de todos los ciudadanos por una única idea de bien común Aluden a que las pertenencias culturales no tienen relevancia, estatus político (en el sentido de acción pública): se realizan como identidades no públicas (Mill, J. S.); son comunitarios en la vida privada, y, liberales en la vida pública (Rawls).

4. El autor reconoce en estos movimientos la ruptura y liberación del sujeto respecto de la comunidad.

5. Nos referimos a registros de prácticas de adscriptos étnicos con los que trabajamos etnográficamente –los Huarpes–. (Katzer, L. 2012, 2013a, 2013b).

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