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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.16 no.2 Mendoza Dec. 2014

 

ARTÍCULOS

Repatriando al desterrado que nunca se marchó. ¿Un Habermas conflictivista?

Bringing back the exiled who never left. Habermas as a conflictivist?

 

Julián González

CONICET - CEA/UNC

 


Resumen

Chantal Mouffe ha criticado con vehemencia la propuesta deliberativa de Jürgen Habermas por lo que interpreta como una negación del conflicto político. El objetivo de este trabajo es reconsiderar esta objeción. Para ello se reconstruye la crítica mouffeana a partir de cuatro diferentes planos analíticos en lo que refiere a las posibilidades de comprensión y aceptación del antagonismo. En contra de lo sostenido por Mouffe, afirmamos que a pesar de que el modelo deliberativo coloca un énfasis prioritario en la dimensión consensual de la práctica comunicativa, el conflicto constituye un supuesto necesario e irreductible que está presente en la base del edificio teórico de la propuesta habermasiana.

Palabras clave: Democracia deliberativa; Consenso político; Antagonismo político; Pragmática universal.

Abstract

Chantal Mouffe has strongly criticized the Jürgen Habermas' deliberative proposal for what she asserts is the negation of political conflict. In this paper we reconsider this objection by rebuilding this critique through four different dimensions which consider the possibilities of comprehension and acceptation of antagonism. Thus, in opposition to what Mouffe supports, we assert that even though his deliberative model emphasizes the consensual dimension of the communicative practice, conflict lays on the basis of the Habermas' theoretical structure as a necessary and unavoidable concept.

Keywords: Deliberative Democracy; Political Consensus; Political Antagonism; Universal Pragmatics.  


 

Introducción

El pensamiento teórico-político parece exhibir actualmente un rasgo paradigmático: lo político, en tanto su objeto de estudio, es concebido como un dominio esencialmente conflictivo o bien se define desde de una arista prioritariamente consensual. Siguiendo a Eduardo Rinesi (2005), dicha dicotomía puede rastrearse a partir de lo que constituye una suerte de "lucha eterna" entablada entre una consideración teórica o filosófica y una consideración trágica de las cosas. Mientras que el pensamiento trágico parte de la aceptación del carácter irreductible del conflicto en la vida de los hombres y de las relaciones que se establecen entre ellos, la filosofía política -en tanto filosofía racionalista que intenta representar el conflicto, es decir, ordenarlo- sólo puede establecer su estructura conceptual pagando el alto precio que implica suprimir aquella irreductibilidad trágica. Frente a este panorama, un interrogante decanta de manera automática: "¿Estaremos obligados a tomar partido en esa antigua querella?" (Ibíd., 16). En consonancia con Rinesi, la respuesta intuitiva que aquí proponemos resulta decididamente negativa. De allí que las ideas de consenso y de conflicto deban ser comprendidas más bien como "las dos partes de una unidad inseparable, y que no puedan pensarse, en consecuencia, sino en su mutua relación" (Ibíd., 23).

No obstante, y en contra de esta visión, la tendencia mayoritaria de la literatura política parece insinuar una respuesta afirmativa al interrogante antedicho. Así, la elección excluyente entre una concepción conflictivista, por una parte, o una concepción consensualista y obstinada en la búsqueda de un completo orden, por otra, constituye un aspecto característico del pensamiento político contemporáneo. El ámbito de las teorías sobre la democracia, en tanto que una de las parcelas centrales de dicha indagación, no puede escapar a esta dominante disyuntiva conceptual. De allí que las perspectivas maniqueas también en este rubro sean más bien la norma antes que la excepción. Uno de estos planteos dicotómicos, que constituye el objeto de este trabajo, es el que contrapone de manera mecánica las concepciones democráticas de Jürgen Habermas y de Chantal Mouffe. Esta mirada, que aparece como sedimentada y presupuesta en la mayor parte de la reflexión democrática contemporánea, enfrenta el consensualismo del primer enfoque al conflictivismo del segundo.

Sugestivamente, es la propia Chantal Mouffe una de las autoras que más insistentemente ha promovido esta descripción dicotómica. La politóloga belga ha criticado enfáticamente al enfoque deliberativo por lo que concibe como un abandono de la dimensión conflictiva del dominio político. Así, impugna este enfoque por su "negación de la dimensión de lo político, y la idea de que el objetivo de la política es establecer consenso" (Mouffe, C. 2007, 89). Si bien otros autores también han insinuado este tipo de objeciones al modelo deliberativo, la agudeza de la posición mouffeana radica en la reapropiación de ciertas concepciones schmittianas sobre lo político. Será a partir de este acento prioritario en la dimensión antagónica que la politóloga belga postule su esquema democrático agonístico.

La crítica que Mouffe apunta contra la concepción democrática habermasiana encuentra en Facticidad y Validez -cuya primera edición alemana data del año 1992- su desarrollo más acabado. En esta obra, Habermas expone sistemáticamente las consecuencias que a partir de su Teoría de la Acción Comunicativa se siguen para una concepción jurídico-política que, asociada a la ética discursiva, configura una teoría normativa de la democracia. (Velasco, J. C. 2013) Es en este marco que el presente trabajo propone un abordaje diferente respecto del que plantea la lectura crítica de la democracia deliberativa planteada por Mouffe. Por tanto, cabe aclarar -ya desde este momento preliminar- que nos ceñimos aquí estrictamente a los escritos publicados por Habermas hasta la década del noventa en donde, sobre la base de su teoría comunicativa, el autor ha estructurado los pilares fundamentales de su propuesta democrático-deliberativa. En tal sentido, se dejan de lado las obras más recientes en las que las reflexiones del alemán se encaminan más bien hacia otros dominios del pensamiento social.

En especial, en sus últimos escritos Habermas ha dedicado gran atención al rol de la religión como una fuente de lazos de solidaridad que no debería ser menospreciada en la función de integración de las sociedades contemporáneas. (Habermas, J. 2006, 2008) Una interesantísima discusión, que excede los propósitos de este trabajo, es si este giro religioso que Habermas ha venido imprimiendo a sus reflexiones implica un abandono del proyecto ilustrado (López de Lizaga, J. L. 2011) o una inversión de la modernidad (Flores d'Arcais, P. 2008) y, consecuentemente, una declaración de fracaso de su pensamiento previo; o si, en cambio, debe entenderse en continuidad con sus trabajos anteriores ramificados ahora hacia ámbitos que hasta entonces habían estado más bien marginalizados en su obra1.

Ponderando estos últimos escritos de Habermas, podría reputarse como extemporáneo o inocuo remitir, tal como aquí se hace, al debate entre las concepciones democráticas de Habermas y de Mouffe en los términos de las coordenadas de una abstracta disyuntiva entre consenso y conflicto. No obstante, la irresuelta disputa que tiene lugar entre los defensores de uno y otro modelo continúa siendo todavía hoy foco de numerosas intervenciones teóricas2. De la mano de este debate, la interrogación acerca de la comprensión democrática que mejor pudiera adecuarse a nuestras realidades sociopolíticas sigue resonando con fuerza: ¿Debe concebirse a la democracia como aquel sistema que se incardina hacia la búsqueda intempestiva del consenso y el orden político -tal y como la lectura de Mouffe describe la democracia deliberativa-? ¿Debe, por el contrario, entenderse como el campo de batalla que demarca los límites de la disputa entre las ideas y los intereses que fulguran al calor de una confrontación permanente e inagotable? ¿O debe, más bien, asumirse como una remisión simultánea y dialéctica entre las figuras del consenso y del conflicto?

Consideramos que el tipo de indagación aquí propuesta, respecto de la manera en que el enfoque habermasiano asume la conflictividad y la incertidumbre social, constituye una referencia ineludible a la hora de desentrañar la amplitud de la discusión que tiene lugar entre demócratas deliberativos y agonísticos. Frente al contexto delineado, el propósito específico de este trabajo es reconsiderar las objeciones que Mouffe presenta ante el modelo deliberativo por el supuesto destierro de la dimensión conflictual del ámbito político. A tal fin, desmenuzaremos esta crítica mediante la identificación de diferentes planos analíticos en lo que respecta a las posibilidades de comprensión y aceptación del antagonismo. De la mano de cada una de estas disecciones conceptuales sostendremos que, en contra de la interpretación mouffeana, el conflicto constituye un supuesto irreductible que está presente en la base de todo el edificio teórico de la democracia deliberativa habermasiana.

La disposición de la argumentación que aquí presentamos adquiere la forma de una exploración geológica de diferentes horizontes de reconocimiento del antagonismo. Ellos van desde el nivel más visible, representado por una corteza superficial de asimilación del pluralismo ético-político, hasta llegar al profundo núcleo rocoso de la aceptación de la imposibilidad de contar con un fundamento último e infalible en el cual anclar la objetividad de lo social. En el corrimiento de estas diferentes capas de reconocimiento del conflicto, descubrimos que existen buenos argumentos para suponer que el enfoque habermasiano reconoce al antagonismo, aún en el sentido más fundamental y profundo, como un elemento necesario e inerradicable.

Primer horizonte: El conflicto como pluralismo

A los ojos de Mouffe, uno de los efectos más perniciosos del modelo democrático consensualista de Habermas es que su distinción entre cuestiones éticas y morales impondría un límite infranqueable para que cierto tipo de reclamos referidos a aspectos ético-existenciales puedan ser expresados en la esfera pública. El afán de alcanzar un consenso completamente inclusivo, implicaría la virtual eliminación del pluralismo de dicha esfera. Si el consenso sólo puede alcanzarse sobre la base de principios abstractos, el potencial conflictivo de las diferentes visiones sobre la vida buena debe quedar encorsetado dentro de una anémica ingeniería institucional justificada por principios morales universales, tales como los que propone Habermas: "Debido a que postula la posibilidad de disponer de un consenso sin exclusiones, el modelo de la democracia deliberativa es incapaz de representarse adecuadamente el pluralismo liberal democrático. De hecho, (...) la condición misma para la creación de un consenso es la eliminación del pluralismo de la esfera pública" (Mouffe, C. 2003, 65).

Sin embargo, la interpretación sobre este primer velo de ignorancia respecto del conflicto que Mouffe imputa a Habermas parece dejar de lado algunos aspectos que resultan esenciales para el diagrama teórico de la democracia deliberativa. Precisamente una de las preocupaciones centrales del autor alemán es la de cómo resulta posible lograr una convivencia exitosa en términos de legitimidad, en un mundo atravesado por el pluralismo de perspectivas éticas. En efecto, uno de los principales problemas que se plantea en las sociedades modernas es el de cómo juzgar la validez de las normas y enunciados que tenemos por verdaderos o correctos y cuyos criterios de justificación han de poder mantenerse sin garantías metasociales: "El pluralismo de las perspectivas del mundo implica que las doctrinas comprensivas (...) entran en conflicto en lo concerniente a la verdad de sus proclamaciones, la justicia de sus preceptos y la credibilidad de sus promesas" (Habermas, J. 2001, 42).

Desde la mirada de Habermas, son las condiciones intrínsecas del habla argumentativa las que ahora ocupan el lugar de las certezas que anteriormente poseían las grandes religiones: "Así, el peso de la integración social se desplaza cada vez más a las operaciones de entendimiento intersubjetivo (...), entonces la sociedad habrá de quedar integrada en última instancia a través de la acción comunicativa" (Ibíd., 1998, 88). En este sentido, la democracia deliberativa habermasiana encuentra en el programa de la pragmática universal del lenguaje su piedra angular de justificación, de la cual se deriva el presupuesto normativo de reconocimiento de igual respeto y de inclusión irrestricta de los afectados.

A partir de lo anterior, Habermas postula la existencia de una conexión interna entre la formación procedimental del derecho propia del Estado constitucional moderno y el principio de la autolegislación democrática. Dicha defensa del Estado de derecho despierta un sinnúmero de reparos desde el punto de vista de las capacidades de autoafirmación que pueden disponer las identidades colectivas que conviven en su interior. (Ibíd., 1999b, 189) En este sentido, la objeción de Mouffe se dirige contra la eliminación del pluralismo que implicaría dicha priorización de lo justo sobre lo bueno. Sin embargo, a favor de la postura habermasiana es posible afirmar que el hecho del pluralismo es una de las condiciones para la existencia de la política deliberativa. (Martí, J. 2006, 28) En palabras del propio Habermas, "tan pronto como tomemos en serio la conexión interna entre el Estado de derecho y la democracia se ve claramente que el sistema de los derechos no sólo no es ciego frente a las desiguales condiciones sociales de vida, sino que tampoco lo es frente a las diferencias culturales" (Habermas, J. 1999b, 194).

Efectivamente, tal como lo resalta Mouffe, Habermas pretende un tipo de neutralidad ética para su propuesta democrática que permita una coexistencia procedimental no inclinada hacia ninguna concepción particular de la vida buena. De allí que la teoría de los derechos defendida por Habermas "mantiene en realidad una absoluta prioridad de los derechos frente a los bienes colectivos" (Ibíd., 204). Sin embargo, como el autor se apura en aclarar, el Estado de derecho entendido en su concepción internamente democrática viene ya impregnado de todas aquellas perspectivas éticas que quedan abarcadas por su regulación.

En este sentido, "todo ordenamiento jurídico es también, la expresión de una forma de vida particular y no sólo el reflejo especular del contenido universal de los derechos fundamentales" (Ibíd., 205). Puede afirmarse entonces que de ninguna manera se requiere un vaciamiento identitario de las diferentes perspectivas sobre la vida buena para formar parte de una eticidad superior revestida de la forma estatal. Por el contrario, son precisamente los contenidos y elementos que aportan las identidades colectivas los que determinan la materialidad del derecho. Sin dichos recursos la norma jurídica quedaría constituida por una pura formalidad carente en absoluto de contenido.

Desde una arista diferente, la crítica mouffeana podría ser reconducida hacia otro terreno. Como queda insinuado, la democracia deliberativa lleva en su propio seno los presupuestos inevitables del habla que Habermas reconstruye en su pragmática universal, uno de cuyos elementos cardinales es la noción de discurso: "El discurso puede entenderse como aquella forma de comunicación emancipada de la experiencia y despreocupada del actuar cuya estructura garantiza que sólo pueden ser objeto de la discusión pretensiones de validez problematizadas (...); que no habrá limitación alguna respecto de participantes, temas y contribuciones (...); que no se ejercerá coacción alguna, como no sea la del mejor argumento, y que, por consiguiente, queda excluido todo otro motivo que no consista en la búsqueda cooperativa de la verdad" (Ibíd., 1999c, 180).

En este punto, la crítica de Mouffe puede adquirir ribetes ligeramente diferentes. En efecto, el cuadro de un foro de sujetos ilimitadamente inclusivo que, sin ningún tipo de presión, debate sobre el valor de los argumentos que se presentan, puede ser tildado de utopía impracticable que termina por eludir las disputas fácticas que acaecen cotidianamente en nuestras sociedades. Así, bien pueden levantarse reparos sobre la capacidad de que gozaría el dispositivo discursivo para dar cabida a aquellas voces que pujan por el reconocimiento de sus identidades colectivas. En efecto, la autora considera que Habermas "elimina" el pluralismo "de la esfera pública mediante los procedimientos de la argumentación" (Mouffe, C. 2003, 65). Dicho de otro modo, el discurso como mecanismo de integración social queda admitido sólo al alto precio de asumir una imagen consensual irreal de lo social; imagen que, a la postre, aniquila la diferencia.

Ciertamente el enfoque habermasiano supone que existe una base consensual en que se desarrolla habitualmente la comunicación. En este plano, Habermas distingue entre dos formas diferentes de comunicación: la acción comunicativa (interacción) y el discurso. La primera de ellas viene garantizada por un masivo consenso de fondo que asegura su normal reproducción. Este supuesto encuentra su núcleo en concepto de "mundo de la vida" (Lebenswelt) que constituye el horizonte en el que los agentes comunicativos se mueven "ya siempre". En dicha forma de comunicación el entendimiento se asegura por la aceptación rutinaria y más o menos ingenua de las pretensiones de validez vinculadas a cada acto de habla.

Ahora bien, desde el momento en que alguna de esas pretensiones de validez es puesta en cuestión el consenso ingenuo de la acción comunicativa desaparece y da paso al discurso. En este caso, la validez de la enunciación queda problematizada y se vuelve hipotética. De allí que pueda decirse que el discurso "representa una cierta ruptura con el contexto normal de la interacción" (McCarthy, T. 1992, 339). A la luz de esto, puede destacarse que el aspecto que se pone en juego al momento de la iniciación de un discurso es siempre la disputa sobre una determinada pretensión de validez.

Enfocado desde este ángulo la puesta en marcha del mecanismo discursivo tiene su punto de iniciación necesario en los innumerables focos de conflictividad existentes en las sociedades modernas y plurales. Justamente será a partir de la manifestación de una situación de conflicto que se dé inicio a la argumentación. Concretamente, sin la irrupción de algún tipo de desacuerdo no existiría materia sobre la que deliberar: "Sin el horizonte de un mundo vital de un grupo social determinado y si no hubiera conflictos de acción en una situación determinada en las que los participantes consideren que su tarea sea la regulación consensual de una materia social conflictiva, carecería de sentido querer realizar un discurso práctico" (Habermas, J. 1985, 128-129).

Por ello, "lejos de ser un obstáculo para el desarrollo de la deliberación, la existencia de desacuerdos es su propia condición de posibilidad. No existe deliberación si no hay preferencias divergentes y desacuerdos que resolver" (Martí, J. 2006, 28). De esta manera, al contrario del argumento delineado por Mouffe, el discurso aparece como el terreno de operaciones en el que las unidades de sentido se ponen en disputa. Así, "no sólo garantiza sino que fomenta y acelera la pluralización de formas de vida y la individualización de estilos de vida. Cuanto más discurso, tanta más contradicción y diferencia" (Habermas, J. 1990, 181). La estructura discursiva no sólo que no niega el antagonismo sino que, ciertamente, encuentra en él su punto desencadenante. Con ello, la primera franja del suelo del reconocimiento del conflicto, en tanto que pluralismo, queda ya traspasada.

Segundo horizonte: El conflicto como elemento empírico

Otra versión de la crítica mouffeana aparece como una variante de la anterior. Según ella, la negación del antagonismo aparecería asociado a una visión que concibe al discurso como un mecanismo suficientemente apto para la resolución de todo tipo de disputa. Dicha perspectiva omnidiscursiva resultaría ciega frente a los elementos de desigualdades y exclusiones que impregnan de punta a punta las tramas de las interacciones habituales en las sociedades contemporáneas. El foco del análisis colocado exclusivamente sobre un tipo de lenguaje orientado al entendimiento, tal como el que se presupone para todo discurso, conduce a una distorsión de las rutinas habituales de la comunicación, que transcurren más bien por los canales de una acción estratégica orientada por el egocentrismo de los sujetos.

En este sentido, Mouffe afirma que el "modelo de consenso" que informa a la democracia deliberativa se muestra como "incapaz de aprehender la dinámica de la política democrática moderna (...) y es lo que se encuentra en el origen de su equivocado énfasis en el consenso y lo que sostiene su creencia de que el antagonismo puede ser erradicado" (Mouffe, C. 2003, 24-25). El cuadro de una sociedad signada por el consenso reaparece como el exceso de confianza que se coloca sobre las estructuras de la deliberación en tanto aquel terreno fértil que asegura la obtención de acuerdos justos y racionales para todo tipo de conflicto.

A primera vista, queda claro que la perspectiva general del modelo habermasiano coloca un énfasis especial en el tipo de interacción en donde el lenguaje se utiliza para establecer vínculos entre individuos y en el que queda eximida toda forma de acción egocéntrica o cortada a la medida del éxito subjetivo. Será sobre este tipo de acción comunicativa en donde se asiente el peso de la integración social; es decir, en una forma de interacción en la que "las fuerzas generadoras de consenso del entendimiento lingüístico (...) se tornan eficaces para la coordinación de la acción" (Habermas, J. 1990, 73). La traducción de estos presupuestos al plano de la práctica comunicativa cotidiana y, específicamente, al modelo democrático defendido por Habermas conlleva la admisión de que la búsqueda del acuerdo es la premisa que motiva a la democracia deliberativa. De nuevo, el rasgo prioritario asignado al consenso parece imponerse en detrimento de una consideración más realista del conflicto.

En lo que sigue, sin embargo, haremos foco sobre algunos argumentos que hablan sobre el carácter inerradicable de los elementos conflictivos que surcan todo el proceso de la comunicación, aun cuando ésta se desarrolle en el contexto más racional posible. Fundamentalmente, la respuesta al tipo de crítica de tinte empirista recién esbozada adquiere la forma de una doble negación: por un lado, la del rol exclusivo asignado al discurso en tanto instancia mediadora de conflictos; por otro, la de la garantía de obtención de resultados consensuales para todos los casos en los que interviene dicho procedimiento.

En cuanto a la primera cuestión, cabe decir que los presupuestos pragmáticos de la comunicación no gozan de una fuerza determinante para enmarcar toda acción concreta bajo sus estándares. Esto implicaría, en la práctica, anular la libertad del sujeto para entrar o salir del discurso y fusionar, en un mismo horizonte, la acción comunicativa y el discurso. En efecto, el discurso se presenta sólo como una de las posibles salidas a una situación de ruptura de ese entendimiento acrítico propio del mundo de la vida. Así, ante la conflictividad que implica la puesta en cuestión de aquello tenido por válido hasta el momento, se abre un abanico de varias alternativas. Entre ellas, Habermas enumera "el recurrir a operaciones sencillas de reparación; el dejar a un lado las pretensiones de validez controvertidas (...); el tránsito a discursos costosos con resultado incierto y perturbadores efectos de problematización; la ruptura de la comunicación y el 'abandono del campo'; y finalmente, el paso a la acción estratégica" (Ibíd., 1998, 83; cfr. 1997, 301).

El discurso, por tanto, se postula como una de las opciones para dirimir el conflicto, pero de ninguna manera como la única alternativa. De hecho, en reiteradas oportunidades Habermas ha sostenido que el dispositivo discursivo, en tanto mecanismo de resolución de los conflictos, constituye la excepción y no la regla de las rutinas comunicativas cotidianas: "Los discursos prácticos, como todas las argumentaciones, se parecen a las islas amenazadas de inundaciones en el mar de una praxis en el que no domina en absoluto el modelo de la resolución consensual de los conflictos de acción" (Ibíd., 1985, 131). Desde la perspectiva deliberativa sería un absurdo pretender que el discurso sea aplicado sin mediación a todos los tipos de desacuerdos que emergen en la práctica cotidiana.

Los altos costos que implica la entrada en un procedimiento de este tipo no pueden ser amortizados en cualquier caso, sobre todo, en un sinfín de situaciones en las que las coerciones situacionales y los contextos de violencia estructural, impiden arribar siquiera aproximativamente a los ideales de una comunicación no distorsionada. En este sentido, la alternativa que disponen los afectados de optar o no por una resolución discursiva para dirimir sus disputas, incorpora ya un elemento de contingencia: "El punto concreto de partida de un entendimiento (...) lo determinan objetos y problemas que 'se prestan' a negociación. (...) En su apertura, el discurso depende de que estén 'dados' los contenidos contingentes" (Ibíd., 129).

Incluso cuando los afectados tuvieran dicha predisposición, cabe considerar que las circunstancias fácticas en las que surgen las disputas pueden no ser las propicias para la entrada en un discurso. En algunos casos los "obstáculos son tan altos (...) que no resulta factible la vía de embarcarse en una deliberación" (Fung, A. 2005, 411). Relacionado con esta cuestión, un capítulo aparte merecería el análisis de los efectos que los imperativos de los subsistemas económico y administrativo, con las respectivas coacciones que ellos tienen sobre el mundo de la vida, ejercen sobre las posibilidades de generación del entendimiento3. Por el momento, basta con decir que un contexto manifiestamente inadecuado actúa como otro factor de contingencia para el desarrollo de un proceso discursivo.

Ahora bien, todavía podría pensarse que, más allá del reconocimiento de los impedimentos y las contingencias que determinan el ingreso a un discurso, una vez se ha dado inicio a este tipo de procedimiento su resultado inevitable es el de la formación de un consenso. La segunda negación de la que habláramos antes, tiene que ver con esta premisa. En efecto, no hay ninguna garantía de que el acuerdo constituya el producto necesario de una deliberación. Tal como lo apunta Albrecht Wellmer "en ningún caso particular se puede determinar a priori si se va a alcanzar o no un estado de reconocimiento mutuo acerca de interpretaciones compartidas. No existen reglas o procedimientos que permitan garantizar el logro de acuerdos en cuestiones de orden práctico" (Wellmer, A. 1994, 226).

Asimismo, existen temas extremadamente sensibles que hacen a la identidad misma del sujeto o de su comunidad, sobre los cuales los implicados difícilmente podrían arribar a consensos. (Waldron, J. 1999) En tales contextos, los acuerdos discursivos son especialmente excepcionales y raramente pueden esperarse como resultado. El propio Habermas afirma que "en el caso de controversias sobre temas existenciales surgidas a partir de distintas visiones del mundo ni siquiera la más racional conducta discursiva conducirá al consenso. En el caso de esas disputas sobre autocompresión ética, en los que se inscribe la perspectiva de la primera persona singular o plural, es razonable esperar un desacuerdo continuo" (Habermas, J. 2001, 43).

Tercer horizonte: El conflicto como brecha entre lo real y lo ideal

A partir de lo expuesto en el apartado anterior, puede decirse entonces que en el planteo de Habermas ciertamente se reconoce la existencia de impedimentos contextuales que imposibilitan la realización de consensos racionales. Sin embargo, desde una mirada crítica, se podría sostener todavía que existe un tercer velo que impide un registro adecuado del conflicto. Esta miopía deriva de considerar al antagonismo como un factor meramente empírico y no como un elemento fundamental e inerradicable presente de manera constitutiva en la realidad social. Según esta interpretación, los defensores del planteo deliberativo vienen a negar la conflictividad en su rasgo ontológico4. Tomando prestado el lenguaje geológico, la aceptación de este supuesto como instancia ineludible implicaría descender a un horizonte de suelo aún más profundo en el reconocimiento del antagonismo, descenso que los teóricos deliberativos no estarían en condiciones de realizar.

Desde esta perspectiva, el tipo de inconvenientes circunstanciales que aplazan la obtención de consensos racionales son incorporados por Habermas como obstáculos fácticos y accidentales que, mediante una consistente práctica deliberativa, podrían eliminarse progresivamente hasta alcanzar el horizonte de un estado ideal que haga lugar a la formación de acuerdos plenamente legítimos. El punto ciego de la perspectiva de Habermas aparecería así en la forma de esa búsqueda intempestiva del ideal comunicativo que, mediante la supresión paulatina de los impedimentos que surgen en la práctica, se postula como un horizonte realizable en el corto o en el largo plazo.

A los ojos de Mouffe, en cambio, dicho estado ideal constituye una imposibilidad conceptual: "Considerar posible que pueda llegar a existir una resolución final de los conflictos, incluso en el caso de que la veamos como una aproximación asintótica a la idea regulativa de un consenso racional, lejos de proporcionarnos el horizonte necesario para el proyecto democrático es algo que lo pone en riesgo. De hecho, esa ilusión conlleva implícitamente el deseo de una sociedad reconciliada" (Mouffe, C. 2003, 48). Precisamente es este nivel analítico el que quedaría invisibilizado en el planteo de Habermas. Pues, según la interpretación mouffeana del programa deliberativo, la superposición entre el plano ideal y el plano real del discurso "es poco probable, dadas las limitaciones prácticas y empíricas de la vida social"5 (Ibíd., 102). La brecha entre la idealidad de la práctica comunicativa y la comunicación fáctica aparece como eventual o probabilística pero no como un horizonte lógico ineludible.

A primera vista, la acusación de Mouffe parece legítima si uno considera que el aspecto descollante de la concepción habermasiana sigue apuntado a la obtención de acuerdos racionales. Sin embargo, creemos que una vez más existen argumentos de peso para emprender una defensa del planteo de Habermas. En este horizonte, nuevamente la naturaleza de la deliberación y la centralidad que esta concepción le concede al propósito de llegar a resultados consensuales aparece como un elemento controversial. No obstante, podemos sostener que para la perspectiva de democracia defendida por Habermas, la idea de un acuerdo definitivo y pleno como punto final de una sociedad reconciliada es inadecuada. Pues "al contrario de postular la meta de encontrar una sociedad racional, transparente y libre de coerciones y violencia, Habermas insiste en la imposibilidad conceptual de erradicar el conflicto de las interacciones entre los hombres" (Trucco, O. 2010, 134). Según Habermas, "las presuposiciones idealizantes que la acción comunicativa comporta no pueden hipostatizarse convirtiéndolas en un ideal de un estado futuro caracterizado por un acuerdo definitivo" (Habermas, J. 1990, 185).

Sin duda la naturaleza misma del propósito teórico habermasiano se presta a confusión. El foco cardinal del análisis de Habermas lo constituye la pregunta de por qué todo sujeto que ingresa en un diálogo argumentativo presupone que podrá entenderse con otro. Como respuesta a dicha cuestión, Habermas propone la tesis de que entre los sujetos opera el presupuesto de una situación ideal de habla que determina que el consenso que pudiera alcanzarse bajo dichas condiciones ideales, sería considerado per se como un consenso racional. (Ibíd., 1997, 105, 153; 1999a, 46; 2000, 168).

La característica primordial de la situación ideal de habla estipula que la comunicación no puede verse impedida por ningún tipo de coacción externa a la propia estructura de la comunicación. De allí que nos orientamos por esta idea cada vez que en la práctica comunicativa real nos esforzamos porque: "a) se escuchen todas las voces relevantes, b) puedan hacerse valer los mejores de todos los argumentos disponibles habida cuenta del estado presente de nuestro saber y c) sólo la coerción sin coerciones que ejercen los buenos argumentos determine las posturas de afirmación o negación de los participantes" (Ibíd., 1991, 189).

En este terreno de análisis, el propósito emprendido por la pragmática universal de reconstruir conscientemente esas idealizaciones inevitables de los sujetos que argumentan, muchas veces es confundido por los críticos con la postulación de un estado ideal futuro para el ámbito social6. De allí que una de las cuestiones que más polémica ha generado entre los defensores y los detractores de la concepción habermasiana es la referida al status de dicha situación ideal de habla. Pues, incluso dentro de los defensores del modelo deliberativo algunos lo han definido como un ideal alcanzable y otros como un ideal inalcanzable. (Martí, J. 2006, 26) Lo que nos importa resaltar aquí es que Habermas claramente se encuentra dentro del segundo grupo.

Por supuesto existen fuertes connotaciones normativas que se derivan de la introducción de la figura de tal situación ideal de habla. Sin embargo, lo anterior no implica hipostasiar esa proyección intuitiva del sujeto argumentante hasta convertirla en un modelo programático de sociedad. En este sentido, sostiene Habermas: "No hay nada que me ponga más nervioso que esa suposición, reiterada en tantas versiones y en los más sospechosos contextos, de que la teoría de la acción comunicativa, al llamar la atención sobre la facticidad social de pretensiones de validez reconocidas como tales, proyecta o a lo menos sugiere una utopía racionalista de la sociedad. Ni considero un ideal una sociedad que se haya vuelto del todo transparente, ni pretendo sugerir ideal alguno" (Habermas, J. 1997, 419).

De esta manera, el tipo de objeciones que imputan al modelo deliberativo su pretensión de concretizar un tipo de sociedad final, transparente y reconciliada, pierden plausibilidad. Ni siquiera cabe hablar ya de un inexorable y progresivo mejoramiento de las estructuras sociales concretas que, en un sentido teleológico unidireccional, se acerquen a un modelo previamente determinado. Pues la normatividad de las presuposiciones idealizantes del habla no contienen ninguna promesa de este tipo: "Tales formas de vida, aquende doctrinas proféticas, ni siquiera nos han sido prometidas, tampoco en abstracto" (Ibíd., 1990, 186).

Cabe en este punto todavía agregar el presupuesto de falibilismo que, desde la mirada habermasiana, permea todo tipo de enunciado. La precariedad y provincialidad de nuestra condición mundana, sujeta a limitantes temporales y espaciales, choca contra la posibilidad de arribar a consensos racionales en el sentido fuerte de una idealidad plenamente racional y definitiva: "Ningún proceso deliberativo real alcanza por definición el ideal deliberativo" (Martí, J. 2006, 30). Inexorablemente, en tanto agentes que actuamos en un tiempo y en un espacio finito quedaremos ya siempre en un más acá de aquel horizonte normativo ideal que sólo podemos reconstruir hipotéticamente.

Lo dicho hasta aquí explica suficientemente la cuestión de "por qué un consenso final nunca pueda ser alcanzado y por qué, asimismo, la brecha entre todo consenso actual y el ideal de un consenso plenamente razonable es ontológicamente irreductible" (Rummens, S. 2008, 403). Pues, desde el enfoque de Habermas, los pliegos de esa rasgadura resultan irreconciliables. A partir de lo profundo de ese abismo que separa la idealidad de la realidad comunicativa emerge una conflictividad y una contingencia que atraviesa a toda configuración social y política.

Cuarto horizonte: El conflicto como ausencia de un fundamento último

Una última dimensión debe ser abordada. En efecto, aún cuando una situación ideal de habla se repute como un estado lógicamente imposible debido al falibilismo de toda vida humana, todavía puede sostenerse críticamente que las idealizaciones reconstruidas de aquella situación ideal quedan ellas mismas eximidas de la posibilidad de ser puestas en cuestión. Por más delgado que sea ese campo de conocimiento reconstructivo, recaería sobre él la sospecha de ser el fundamento del sentido de la validez de la crítica. Según esta mirada, puede sospecharse que dichas idealizaciones pragmáticas funcionan como el último dique de contención frente al océano de la contingencia. En este sentido, si el fundamento de las reconstrucciones universales del habla se acepta como infalible y trascendental, en tanto exento de una posterior constatación discursiva, entonces vendría a ocupar el lugar primordial de reaseguro último de la transparencia de lo social.

En esta línea y a partir del rasgo ontológico que Mouffe imputa al antagonismo, viene a definirlo como "experiencia' del límite de toda objetividad" (Laclau, E. y Ch. Mouffe. 1987, 142). Según el argumento crítico que aquí podemos edificar, el problema con la concepción de Habermas es que permanece apegada a una forma de razonamiento propio de la metafísica, es decir, a la búsqueda de un fundamento último que, en tanto anclaje estable o sustancia, se constituya en el fundamento de todos los seres ónticos. Pues la metafísica "es y siempre ha sido la búsqueda de ese fundamento, que puede asumir diferentes nombres: logos, idea, causa, sustancia, objetividad, subjetividad, voluntad o, en términos más teológicos, el ser supremo o Dios" (Marchart, O. 2009, 40).

Desde el planteo de Mouffe, en cambio, el reconocimiento explícito que se hace de la imposibilidad de contar con un fundamento de tal tipo constituye otra manera de nombrar la especificidad de lo político, esto es, el antagonismo: "es necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia en todo orden de un fundamento final, así como la indecidibilidad que lo impregna" (Mouffe, C. 2011, 83). Admitir la imposibilidad de contar con un fundamento de lo social implicaría descender al último horizonte de reconocimiento del conflicto, ahora revestido por la forma de una contingencia que, paradójicamente, se hace necesaria. Desde este ángulo, y valiéndonos una vez más del lenguaje geológico, la pragmática universal habermasiana todavía podría ser imputada por el consecuente desconocimiento de ese magma del antagonismo en su horizonte más profundo.

Sin embargo, todavía en esta dimensión nuclear del problema del conflicto, existen algunos argumentos que permiten pensar en una absolución del enfoque de Habermas. El debate suscitado entre este autor y Karl-Otto Apel sobre la posibilidad y la necesidad de una fundamentación filosófica última nos sirve como base para sostener la carga de la prueba. Precisamente, una de las aristas más interesantes de la disputa entre estos autores surge en lo que refiere a la posibilidad o no de alcanzar una fundamentación filosófica última o a priori, a partir de las reglas pragmáticas del lenguaje.

Apel acusa a Habermas de haber reducido todos los recursos normativos al trasfondo empírico del mundo de la vida, lo que implica una apoyatura de toda su teoría crítica en  patrones contextuales, históricos y contingentes. (Apel, K. 2004, 40) El problema, desde esta perspectiva, aparece al momento en que se cuestionan las posibilidades de salvar la cesura que se abre entre una forma de argumentación quasi-sociológica y una pragmático-trascendental. Así, "las intenciones crítico-normativas (...)de la filosofía de Habermas van a realizarse sustituyendo los argumentos de fundamentación auténticamente normativos, por argumentos de la sociología, en apariencia meramente empíricos y por eso aproblemáticos, pero que insinúan normatividad" (Ibíd., 145). De allí que Apel critique las direcciones que los trabajos de Habermas han venido tomado hacia una reflexión de orientación situacional e histórica. Según la mirada apeliana, con ello Habermas está cediendo amplios campos de su proyecto racionalista original a posturas relativistas y contextualistas. (Michelini, D. 1998, 114)

Para evitar estas derivaciones, Apel se propone acentuar explícitamente el carácter trascendental de los presupuestos pragmáticos del habla. Esto se patentiza en la denominación de su proyecto semiótico-filosófico como pragmático-trascendental. Este enfoque sostiene la tesis de que las reglas y normas del juego de lenguaje de la argumentación filosófica constituyen los fundamentos irrebasables de la razón crítica y que, por lo tanto, no puede pensarse como un juego entre otros, histórico y contingente, sino que debe ser presupuesto a priori cada vez que se pretenda validez universal para los actos de habla. (Ibíd., 111) Por ello, postula que la irrebasabilidad de los presupuestos de la argumentación constituye el terreno firme sobre el cual es posible edificar una fundamentación filosófica última.

Sin embargo, este propósito resulta excesivamente ambicioso a los ojos de Habermas. El problema reside, precisamente, en que para poder aspirar a un tipo de fundamentación filosófica última la reconstrucción pragmática del lenguaje debe contarse como un saber cierto y seguro que se autoexcluya de la falibilidad a la que queda sometido todo tipo de conocimiento. Al contrario de Apel, Habermas sostiene que el conocimiento reconstructivo que desarrolla su pragmática universal no puede abstraerse a sí mismo de la posibilidad de ser validado empíricamente.

Así, aun cuando Habermas no niega que sea posible una forma debilitada de reflexión trascendental sobre los procesos de entendimiento, dicha reflexión tiene su punto de partida necesario en la consideración de estos procesos como aspectos de la experiencia. (Habermas, J. 1997, 322) Si, por un lado, la regla de los hablantes competentes es para ellos un saber a priori y trascendental, en tanto que saber preteórico inevitable (know how); por otro lado, la reconstrucción de ese saber en términos de una teoría pragmática del lenguaje (know that) exige constataciones respecto de las conductas empíricas de los sujetos.

De allí que, desde una arista teórico-reflexiva el campo de saber conformado por esas normas argumentativas inevitables se postule como una reconstrucción hipotética que debe ser constatada con los mismos medios que disponemos para validar cualquier otro tipo de conocimiento. Con ello, queda claro que esta hipótesis reconstructiva "no puede aspirar al status de una fundamentación última, y (...) ni siquiera cabe alimentar una pretensión tan ambiciosa" (Ibíd., 1985, 61). Desde esta perspectiva, cualquier intento teórico por dar con un tipo de fundamento semejante resulta inconducente. Pues todos los intentos de fundamentación última, en los que sobreviven las intenciones de la Filosofía Primera, tienen el destino del fracaso (Ibíd., 1999a, 17). En los epitafios de estas derrotas filosóficas "se manifiesta del poder de la historia frente a la pretensión trascendental y los intereses de la razón" (Ibíd., 1985, 132).

Así, si bien Habermas considera que el tema fundamental del pensamiento filosófico sigue siendo la razón y, consecuentemente, realice tantos esfuerzos para rescatarla desde las huellas del entendimiento lingüístico no menguado, ésta ha de hacerse valer sin las garantías de un fundamento último y en las condiciones de su origen accidental y prosaico. De allí que defina su concepto de razón comunicativa como un concepto "demasiado débil porque destierra todo contenido al ámbito de lo contingente e incluso permite pensar a la razón misma como contingentemente surgida" (Ibíd., 1990, 156).

De esta manera, Habermas queda liberado de las últimas amarras que atan su programa filosófico a la certidumbre de un saber concluyente o fundamental. Bien puede pensarse entonces que disponemos de indicios suficientes como para suponer que hemos descendido junto con este autor hasta el más profundo de los horizontes en los que el antagonismo puede reconocerse.

Conclusiones

A lo largo de este trabajo hemos ensayado una relectura de las objeciones que Chantal Mouffe esgrime frente al modelo deliberativo por lo que ella supone como una exclusión de la dimensión conflictiva del dominio político. Dicha crítica fue diseccionada en cuatro cortes analíticos diferentes y, para cada uno de esos niveles, hemos encontrado argumentos que permiten sostener que la concepción habermasiana antes que negar el antagonismo lo presupone como un elemento constitutivo e inerradicable. El propósito de repatriar el conflicto al interior del enfoque deliberativo puede pensarse como el intento de hacer presente al desterrado que, paradójicamente, estuvo ya siempre en su patria.

Por supuesto que todo lo dicho hasta aquí no implica desacreditar sin más las objeciones mouffeanas. Por el contrario, bien puede aceptarse que el enfoque deliberativo coloca un énfasis preponderante en la búsqueda de una racionalidad consensual derivada de la reconstrucción de aquellas idealizaciones comunicativas que, para los sujetos implicados, resultan inevitables. Desde esta arista, el conflicto aparece en esta propuesta como un componente sub-tematizado que requeriría de una indagación más amplia. Sin embargo, tal como hemos procurado mostrar, el antagonismo no emerge como un factor externo que impugna o vuelve inconsistente al enfoque habermasiano sino más bien como el disparador de todo el mecanismo deliberativo.

En todo caso, y volviendo una vez más sobre el interrogante que se planteara al inicio de este trabajo, aquí se ha apostado por aplazar el tipo de elección excluyente entre una compresión conflictivista o trágica de la política democrática y una concepción consensualista y obstinada en la búsqueda de un orden pleno. ¿Estamos obligados a tomar partido en esa antigua querella? Definitivamente no. Pues, por más refinado que sea, ningún proyecto teórico podrá hacer justicia con la praxis política si no urde en la misma trama analítica los hilos del consenso y del conflicto.

Notas

1. Para una interesante reconstrucción de este panorama véase Velazco, J. C. 2013, Cap. 7.

2. Entre otras, véase: Norval, A. 2007; Jezierska, K. 2011; Erman, E. 2009; Gürsözlü, F. 2009; Brady, J. 2004; Knops, A. 2007; Shaap, A. 2006; Hiller, J. 2003; Purcell, M. 2009.

3. Respecto de la premisa del "continuo disenso en las sociedades modernas" que acarrean los imperativos de la regulación sistémica sobre los pliegos de la acción comunicativa, Habermas sostiene que es uno de los aspectos que habitualmente es desconocido en el tipo de objeciones que venimos trabajando. Conforme a este trasfondo de autorregulación sistémica, sobre todo económica -regulación que, por otra parte, resulta imprescindible para la reproducción de las sociedades modernas-, "la creciente necesidad de integración habrá irremediablemente de exceder las posibilidades de la capacidad de integración del mecanismo que representa el entendimiento [...dejando] liberada y suelta una creciente multitud de interacciones estratégicas" (Habermas, J. 1998, 88).

4. El componente "ontológico" constituye una categoría fundamental del entramado teórico mouffeano. Lo político -el nivel ontológico- es concebido por Mouffe como la dimensión de antagonismos constitutivos de las sociedades, mientras que la política -el nivel óntico- se entiende como el conjunto de las prácticas e instituciones a través de las cuales se crea y se desarrolla un determinado orden. (Mouffe, C. 2003; 2007)

5. Cursivas agregadas.

6. En esta misma línea, aunque refiriendo a la brecha existente entre legalidad -como plano de facticidad de las normas jurídicas- y legitimidad -como condición de validez del derecho- dentro del Estado democrático de derecho propuesto por Habermas, Lasse Thomassen plantea la posibilidad o no de clausurar dicha cesura. En efecto, para Habermas la conjunción entre facticidad y validez se presenta como un proceso de aprendizaje hoy no concluido. Sostiene Thomassen al respecto: "La cuestión decisiva, creo yo, es (...) si la brecha entre legitimidad y legalidad puede en algún momento ser cerrada, aunque sea sólo en teoría. Es determinante, entonces, qué quiere decir Habermas con 'hoy': ¿Significa que el proceso de aprendizaje es interminable [open-ended] y que los principios democráticos constitucionales nunca pueden ser alcanzados? ¿O quiere decir que ellos todavía no han sido alcanzados, pero que tal vez se alcancen mañana o en algún punto en el futuro?" (Thomassen, L. 2007, 205).

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