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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.16 no.2 Mendoza dic. 2014

 

ARTÍCULOS

Ética, giro experimentalista y naturalismo débil1

Ethics, experimental turn, and weak naturalism

 

Guillermo Lariguet

CONICET-Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales-UNC

 


 Resumen

En este trabajo muestro la existencia de un "giro experimentalista" en ética que pertenece a una tendencia de la filosofía en general hacia la experimentación. Explicito la conexión entre este giro y un tipo de naturalismo que denominaré "débil". En el trabajo reflexiono sobre la manera en que este giro experimental, en tanto forma de un tipo de naturalismo, tiene un doble impacto en la ética como disciplina filosófica. En realidad, examino la manera en que el naturalismo subyacente al experimentalismo afecta la naturaleza del análisis conceptual y el carácter normativo de la ética.

Palabras clave: Experimentalismo; Análisis conceptual; Naturalismo; Normativismo; Racionalidad.

Abstract

In this paper I show the existence of an "experimental turn" in ethics belonging to a trend of general philosophy towards experimentation. I specify the connection between this turn and a type of naturalism that I will name "weak". In this work I reflect on how this experimental turn, shaped as a type of some sort of naturalism, has a double impact on ethics as a philosophical discipline. Actually, I examine how the type of naturalism that underlies experimentalism, affects the nature of the conceptual analysis and the normative character of ethics.

Keywords: Experimentalism; Conceptual analysis; Naturalism; Normativism; Rationality.


 

In efforts to address moral concerns, then, experimentalism demands that people do not treat themselves as the sole sources of truth and moral consideration. Experimentalism involves recognition of the fact of individuals' limitations, the fact that no one person has a complete or flawless understanding of ethical concerns. In this light, we see that experimentalism in ethics, as in other spheres, is a theory that is especially democratic.

It calls for openness of mind for people to try alternate experiments elsewhere. Just as in science, any person has the potential to provide important insights from his or her own point of view, and in ethics all persons have the potential to contribute profitably to debate (Weber, E. T. 2011).

1. Introducción

Los filósofos argentinos Ricardo Maliandi y Oscar Thüer (2008, 23) parecen considerar definitivamente aplastadas todas las aproximaciones empiristas de la ética, rotundamente vencidas por los kantianos que confían en una fundamentación a priori de lo que podríamos rotular de manera genérica como la experiencia moral.

Sin embargo, y en contra de esta afirmación, creo que no resulta escandaloso para los filósofos morales hablar hoy en día de un "giro experimentalista", esto es, un giro que lleva la reflexión filosófica al campo mismo de la filosofía experimental y que, por lo tanto, presupone algo así como "una rama de olivo" al empirismo en ética. Como habré de indicar más adelante, este giro experimentalista presupone un compromiso con el naturalismo. De los diversos tipos de naturalismos de tipo filosófico posibles (Danón, L. 2011a), defenderé uno que llamaré "débil". Anticipo que los vectores de esta defensa se relacionarán con la capacidad de este tipo de naturalismo de retener un lugar para el análisis conceptual y preservar cierta idea de normatividad; "normatividad" que de aquí en adelante entenderé de un modo amplio que incluya o bien la impronta normativa de las teorías morales que se interesan por evaluar la justificación moral de cierto comportamiento, o bien también las justificaciones morales dadas por un agente a su conducta.

Ahora bien, la existencia de la llamada "filosofía experimental" no es sólo un síntoma claro y emergente de la modernidad con autores como Descartes, Spinoza o Diderot, interesados en la fisiología del cerebro y su impacto cognitivo en las emociones o el juicio moral. Como ha indicado Kwane Appiah (2010, cap. 1) ya en Platón o Aristóteles se visualizan preocupaciones empíricas por la carnadura biológica o fisiológica del temperamento moral.

Los datos antes consignados apuntarían a la existencia, para parafrasear a Foucault, de una suerte de arqueología de un saber que se haya hoy en franca expansión. En efecto, son cada vez más crecientes los estudios de psicología moral, neuroética, sociobiología (Zavadivker, N. 2013), antropología moral, etc., que se vienen efectuando y que tienen numerosos impactos conceptuales y normativos en la ética como disciplina filosófica. Un buen ejemplo de esta tendencia es la obra de Daniel Dennett (2004) que plantea un suelo naturalista para la libertad, explicada como un emergente de la evolución humana.

En este trabajo mi objetivo principal consiste en articular un pequeño mapa compuesto por dos implicancias muy significativas que merecen una suerte de explicitación metafilosófica; explicitación que, en mi opinión, tiene un doble impacto directo y sustancial en el modo mismo de concebir la labor de la ética qua disciplina "filosófica".

La primera implicancia, que abordaré en la sección 3, se vincula con el despliegue de una ética analítica y, por ello, se entrelaza con la pregunta sobre cómo concebir el estatus del "análisis conceptual", una vez que admitimos la valía de los experimentos que los filósofos morales diseñan para poner a prueba "tesis filosóficas". Como indicaré, los experimentos arrastran la necesidad de repensar la naturaleza del análisis conceptual desarrollado en la ética, aunque esto podría extenderse, mutatis mutandis, a otros campos como la filosofía de la mente, del lenguaje, la metafísica, la filosofía del derecho, etc. Esto es así por cuanto este experimentalismo conlleva un presupuesto naturalista que podría poner en cuestión el análisis conceptual afrontado a partir de postulados a priori.

La segunda implicancia, que consideraré en la sección 4, se vincula con lo siguiente. Es posible, que hasta cierto punto, la inserción masiva de experimentos en ética, que dan pábulo a lo que podríamos llamar un "giro experimentalista" en metaética, incidan en las credenciales de una enfoque "normativo" o "justificacionista" del comportamiento moral. Desde el punto de vista de este enfoque, los datos empírico-causales arrojados por los experimentos morales podrían poner en crujiente tensión, para no decir en estado de incompatibilidad, dos aspectos de la ética: por un lado los resultados de exámenes empíricos que explican causalmente el comportamiento moral y, por el otro, los rasgos normativos articulados por las teorías morales o los agentes morales preocupados por explicitar exigencias normativas bajo las cuales examinar el grado de justificación moral de un comportamiento. Con este punto quiero poner en evidencia la posible existencia de un hiato entre el naturalismo rezumado por los experimentos y el normativismo que acabo de caracterizar más arriba.

Dado que las dos implicancias que explicitaré, la referida al análisis conceptual y la referida a la normatividad, exponen un posiblemente angustiante abismo entre lo conceptual y lo experimental, por un lado; entre lo natural y lo normativo, por el otro, intentaré proponer una "cura" para esta angustia. Pero, antes de transitar el viaje por estas dos implicancias, quizás sea conveniente, en la sección 2 del trabajo, generar un ambiente en el que se muestren problemas típicos investigados por la filosofía experimental con impactos algo sorprendentes en el campo conceptual de la filosofía.

2. Problemas típicos de la filosofía experimental

Ante todo es preciso trazar una distinción terminológica. Aquí me referiré a filósofos "experimentales" como aquellos que, ante la falta de interés de los científicos, llevan a cabo ellos mismos experimentos controlados2. No se trata de filósofos sólo contentos con una "armchair reflection". A diferencia de ellos hay otros filósofos, como sería mi caso ahora, que podrían considerarse moderada o entusiastamente "empíricos", en el sentido que utilizan para sus cavilaciones conceptuales ciertos insumos de las investigaciones empíricas. Y estos insumos, así como los instrumentos experimentales que se puedan poner en práctica en una investigación, trasuntan un tipo de naturalismo cuyo talante es necesario identificar.

Pues bien, los filósofos experimentalistas han efectuado estudios empíricos diversos que han provocado impactantes resultados para las teorías filosóficas. Un ejemplo paradigmático, al respecto, es el que parte del experimento mental propuesto por Saul Kripke en el sentido de imaginar qué pasaría si el teorema de la incompletitud no hubiera sido realmente descubierto por Kurt Gödel sino por un Sr. Schmidt al que Gödel le birló el trabajo. Para la teoría filosófica "descriptivista" sería verdadero que Gödel referiría a Schmidt. Sin embargo, para los lectores de filosofía anglo americana sólo sería plausible asertar que Gödel no refiere a Schmidt, el genuino descubridor del teorema. Edouard Machery, Ron Mallon, Shaun Nichols y Stephen P. Stich realizaron un estudio empírico comparativo entre estudiantes norteamericanos y chinos. A diferencia de los primeros que sostenían que Gödel no refiere a Schmidt, los chinos admitieron lo inverso, es decir, que es plausible afirmar que Gödel refiere a Schmidt. (véase Knobe, Joshua. 2004, 37-39).

Empero, para lo que aquí me interesa, existen otros tres ejemplos elocuentes de cómo los experimentos impactan, ahora, en la ética. El primero de ellos, realizado por Knobe (2004), parte de poner a prueba la conocida tesis de filosofía moral que distingue en la responsabilidad por acciones intencionales, pero la mitiga o descarta para acciones inintencionales. En un estudio empírico se le presentó a la gente dos opciones. En la primera se ponía el ejemplo de un empresario que decide llevar adelante un proyecto que sabe que puede tener el efecto de dañar al ambiente. En el segundo caso, este mismo empresario decide llevar adelante un proyecto cuyo efecto puede ser beneficioso para el ambiente. Estas dos situaciones, que los éticos encastrarían probablemente dentro de alguna versión del "doble efecto", tuvo dos respuestas, en cierta medida, sorprendentes para la ética. La gente consultada consideró mayoritariamente que la acción de daño sí que fue intencional, mientras que la acción que terminaba beneficiando al ambiente, no lo era. El experimento, parece sugerir, que nuestras distinciones entre lo intencional y lo no-intencional están empapadas ya de una carga moral densa, en el sentido que la categoría de "daño" preside nuestra consideración de un mal moral que es preciso atribuir a una acción intencional, mientras que las acciones benevolentes caen fuera de este perímetro.

Otro experimento apuntaba a evaluar el grado de compromiso conceptual con el problema del "libre albedrío". Los estudios, realizados por Eddy Nahmias, Stephen G. Morris, Thomas Nadelhoffer y Jason Turner (también en Knobe, J. 2004), indicaban que la mayoría de las personas suscribían naturalmente un "incompatibilismo" entre lo causal y la libertad. Cuando se le presentaba, sin embargo, un ejemplo en el que se hipotetizaba sobre una posible supercomputadora capaz de deducir todas las leyes físicas de la naturaleza hasta el máximo detalle y, en consecuencia, con capacidad para predecir todo comportamiento futuro, lo cual incluía el robo que Jeremy Hall haría al banco de la Fidelidad el 26 de enero de 2195 a las 6 pm, la mayoría contestó que Jeremy era moralmente responsable, no obstante este mobiliario causal subyacente. Con lo cual, su respuesta era de tipo compatibilista.

Por último, en un experimento se trató de mostrar cuáles eran los resortes de una acción amable o de una compasiva. Por ejemplo, se trató de mostrar que gente que salía de una panadería, envuelta de olores deliciosos emergentes de la panificación, se mostraba más proclive a dar unas monedas a un mendigo que aquellas que salían de sitios con olores repugnantes (cloacales por ejemplo). Si a esta gente se le preguntase cómo darían cuenta de lo que hicieron, podrían apelar a motivos basados en una presunta virtud moral (una respuesta aristotélica) o bien que ése era su deber como personas morales (una respuesta kantiana). Sin embargo, en estas dos justificaciones ex post facto, claramente normativas, que brinda el agente moral, y que luego recogen teorías morales normativas, no se cuelan los genuinos resortes causales de la acción (por ejemplo cierto tipo de olor).

¿Cuál es el interés filosófico o metafilosófico que puede tener hacer un racconto por estos clásicos experimentos? Como alguien filosóficamente sensible habrá notado, los resultados de los experimentos pueden tener una doble implicancia. Una a nivel del análisis conceptual, otra a nivel de la normatividad de ciertas teorías morales. A continuación examino estas dos cuestiones.

3. Análisis conceptual y naturalismo

He intentado sugerir que los experimentos pueden abrir dos boquetes en la filosofía moral, por un lado uno referido al estatus del análisis conceptual, por el otro, respecto de la plausibilidad de articular teorías normativas en el dominio de la ética.

En general, se podría decir que el espíritu de los experimentos manifiesta una lealtad a cierta forma de "naturalismo"; lealtad que impregna, con distintos matices, disciplinas no sólo como la filosofía moral (Thomas Weber, E. 2011), sino también, para poner pocos ejemplos, la epistemología (Feldman, R. 2001) o el derecho (Leiter, B. 2012). Con todo, la expresión "naturalismo" es polisémica y conviene puntualizar lo que tengo en mente. Básicamente, la idea que intento transmitir es que el naturalismo subyacente a los experimentos apunta al hecho de que no se puede hacer filosofía seriamente sin apelar a los inputs de las ciencias naturales, por una parte, ni tampoco obviar los métodos empíricos empleados por ciencias naturales, por la otra. Sin embargo, esta pretensión puede entrañar una doble dimensión. Como ha mostrado David Papineau (2007) éstas pueden ser "ontológicas", por ejemplo sosteniendo que en el mundo natural no hay propiedades súper naturales (con lo cual se derriba la presuposición metafísica de Dios), o bien ser "metodológicas", sugiriendo que el método de la filosofía es -o debería ser- idéntico al de las ciencias naturales.

Esta dimensión metodológica, a su vez, podría tener una variante fuerte consistente en rechazar cualquier presunta peculiaridad en el método filosófico, o bien una débil que admite que la investigación conceptual y la empírica son complementarias (Danón, L. 2011a). El tipo de complementariedad que tengo en mente -que estaría dispuesto a defender- es el de que la experiencia ofrece combustible para el análisis conceptual pero está por verse qué significa que la misma tenga la virtual capacidad de derrotar tesis filosóficas o conceptuales.

Por lo pronto voy a favorecer esta segunda versión porque considero que ella permite saludablemente satisfacer un principio de armonía entre componentes diversos que conforman nuestro cuadro intelectual completo. Más adelante regresaré a esta propuesta. Pero, mientras tanto, ¿qué impacto produce el naturalismo metodológico en su variante fuerte? Para responder este interrogante, es necesario antes, explicitar -aunque sea brevemente- algo sobre el estatus del análisis conceptual con independencia del naturalismo que he caracterizado.

No es un dato esotérico que los que decimos que practicamos análisis conceptual, por representar alguna variante de filósofo analítico, no tenemos un acuerdo diáfano sobre qué cosas distinguen nuestro trabajo de otras tradiciones filosóficas. Porque, por lo pronto, parece que los compromisos con el ideal de ocuparse de conceptos, ofrecer argumentaciones estructuradas y consistentes o el afán por la claridad, no son atributos exclusivos de esta tradición, ni tampoco niegan el hecho de que estos ideales formen parte de otras prácticas teóricas humanas.

Sin embargo, sí que podría plantearse, cuando menos, dos líneas divergentes a la hora de encarar el análisis filosófico. Una primera línea, canónica, defendida en la ética y la metafísica por ejemplo por autores como Frank Jackson (1998), consiste en afirmar que el análisis se aparea fuertemente con la postulación de conceptos "a priori" que permiten regimentar y volver inteligibles las condiciones modales de necesidad, posibilidad o imposibilidad que anclan el mundo fenoménico. Para esta línea, el embate quineano a la distinción analítico-sintético no sería una seria amenaza. Pero, si es así, el naturalismo metodológico fuerte quedaría recusado pues habría una línea clara de discernibilidad entre el método filosófico y el método científico. Una segunda línea, podría sugerir que los filósofos nos encargamos de ensamblar conceptos o teorías científico-empíricas, por lo tanto, nuestra labor, aunque no se confunde con lo empírico, trama la arquitectura de los conceptos de manera muy próxima a las investigaciones empíricas. Desde este punto de vista, un naturalismo metodológico débil engarzaría menos tormentosamente con esta línea de análisis conceptual.

Con relativa independencia de lo que acabo de señalar en el párrafo anterior, una inquietud filosófica parece consistir en determinar la legitimidad que tenemos los filósofos de hacernos "preguntas conceptuales", de formular "problemas conceptuales", y de proponer "teorías conceptuales", en tanto equivalentes estas últimas con teorías "filosóficas". Aunque tiendo a favorecer una línea del análisis que se pueda aliar armónicamente con un naturalismo de tipo débil, ello no significa que esté sentando una tesis para descartar toto genere la valía de postulados a priori. Esto es así porque una intuición -que aquí no defenderé y sólo enunciaré- es que posiblemente todavía sigamos necesitando de ciertos presupuestos a priori para regimentar de forma clara y consistente nociones fundamentales de nuestro escenario fenoménico; por ejemplo y por ello sin agotar la palestra de opciones, las que tienen que ver con la intersección de variables físicas de espacio-tiempo. Pero iría más allá. A modo de una conjetura filosófica más general que debería elaborar mucho más hacia futuro señalaría lo siguiente. El hecho de admitir la viabilidad de un naturalismo débil, en el sentido de que la filosofía -sin confundirse con- aproveche resultados experimentales guiados por métodos científicos, no clausura per se la valía del análisis conceptual tradicional o canónico. Cada vez que esclarecemos la naturaleza de los conceptos -en este caso proporcionados por la ciencia empírica- y sus relaciones, probablemente estemos haciendo análisis conceptual en el sentido tradicional. Con lo cual, queda pendiente de respuesta por parte de los filósofos "naturalistas" en sentido fuerte qué significaría decir que el análisis conceptual tradicional ha sido abandonado. Una posible respuesta por parte del filósofo naturalista podría ser que si "tomamos en serio" los datos empíricos junto con la idea de cierto continuo entre el método filosófico y el científico, entonces los resultados experimentales que cuestionaran las reconstrucciones filosóficas tendrían la virtud de derrotar tesis filosóficas. Así, las teorías filosóficas serían tan falsificables como las teorías científicas. Pero, si esto es así, el análisis conceptual no puede concebirse como compendio de postulados aprioristas ya que, éstos por definición, serían inderrotables por datos de la experiencia. Aquí nos encontramos en un punto de tormenta. Porque, por una parte, tenemos la intuición de que el análisis filosófico tiene una fijeza y universalidad que no pueden ser desmentidas empíricamente. Pero, por otra parte, tendemos a pensar que los filósofos no podemos construir conceptos que desconozcan la realidad del mundo empírico. Aquí no dispongo, de momento, de una teoría metacriteriológica que nos indique en caso de "conflicto" entre filosofía y experiencia cómo decidir en cada caso la contienda. Pero sí me atrevería a decir que el aparente conflicto podría disolverse si admitimos que la cuestión no es que el filósofo deba recular frente a datos empíricos en contrario; más bien, se podría pensar que el filósofo que ha errado en cuestiones empíricas no es tanto un mal filósofo cuanto un mal científico3.

Más allá de lo anterior, la cuestión de cómo concebir el análisis conceptual a partir de reconocer la importancia de la experimentación es sumamente compleja, entre varias razones, por lo siguiente. Una alternativa adicional a la idea de esclarecer los postulados a posteriori que subyacen al manejo de conceptos por parte de los científicos, no obliteraría necesariamente el análisis  apoyado en presupuestos a priori. Esto es así por dos posibilidades. La primera es que el filósofo y los conceptos analíticos están presupuestos en la labor experimental del científico o del mismo filósofo. Por ejemplo, si uno piensa en el célebre test empírico de Turiel usado por psicólogos morales para distinguir violación de normas morales respecto de la violación de normas convencionales, podría advertir la presuposición, en dicho trabajo empírico, de categorías conceptuales -no empíricas- construidas sobre las nociones de daño a terceros, violación de derechos o criterios de justicia no satisfechos para hablar de violación de normas morales. La segunda es que el filósofo naturalista, aun si trabaja como orfebre que ayuda a cincelar mejor conceptos empíricos, podría descubrir tesis filosóficas a posteriori pero no por ello "meramente contingentes", es decir, meramente episódicas. Tales conceptos presupondrían, por ejemplo, patrones de conducta moral más o menos estables y universales, con lo cual el "salto" a postulados filosóficos sobre dichas conductas nos situaría prácticamente en enunciados "cuasi analíticos" o, para usar la vieja jerga kantiana, enunciados sintéticos a priori. Otra posibilidad sería decir que detrás de los cursos empíricos del mundo hay unas leyes que sólo adquieren pleno sentido dentro de categorías o conceptos a priori, aun si partimos de "abajo-arriba", es decir, de la experiencia a la filosofía y no desde la filosofía a la experiencia.

En la versión débil que intento propiciar, el análisis conceptual, entonces, no es reemplazado por una investigación exclusivamente empírico-causal. El filósofo que practica el análisis conceptual, desde el punto de vista del naturalismo débil, no puede ser desterrado. En rigor, puede colaborar con las ciencias naturales aportando, por ejemplo, su saber de experto sobre cierto campo especializado, adelantar hipótesis novedosas que luego el científico puede testear y, más característicamente, esclarecer los conceptos presupuestos en la labor científica, eliminado inconsistencias, ambigüedades, etc. (Danón, L. 2011a). Y este esclarecimiento posiblemente pueda seguir siendo parte del análisis conceptual canónico o tradicional.

Por otra parte, y dicho esto de modo general, la metodología del análisis conceptual puede mantenerse sobre la base de la defensa de presupuestos ontológicos concretos, esto es, de presupuestos desde los cuales se afirma, por caso, qué espacio ocupan la racionalidad o la consciencia en el reino natural. Como se verá enseguida, estos presupuestos inciden en el plano del análisis conceptual.

En efecto, los trabajos de Jürgen Habermas (2006, 159-187) y John Searle (2004)4 se podrían inscribir en esta versión débil que tiendo a favorecer. Por caso, Habermas (2006, 161) defiende un naturalismo que denomina "blando" (muy semejante a lo que aquí llamo "débil") en el sentido de que admite el encastramiento de nuestros patrones de comportamiento en la naturaleza, pero sin reducir el papel de la racionalidad y la autoconsciencia a meros "epifenómenos", es decir, a factores irrelevantes en la explicación de la agencia humana. En una vena familiarmente similar, se encuentra la obra ya referida de John Searle (2004, 77) cuando plantea lo que denomina la hipótesis 2, aquella que buscar compatibilizar causalidad con procesos conscientes de deliberación, elección y acción racional, se pregunta cómo podría funcionar el cerebro para satisfacer todas estas condiciones (la cursiva es mía). Searle refiere a las condiciones bajo las cuales la hipótesis 2 sería plausible. Él aclara la naturaleza filosófica de su pregunta cuando señala: "nótese que no pregunto cómo funciona el cerebro para satisfacer todas estas condiciones...". Es decir, el filósofo en este caso no se formula una pregunta empírica sino una conceptual vinculada a la cuestión de establecer las condiciones bajo las cuales la mentada hipótesis resultaría verdadera. En este tramo de las cosas, se podría pensar que, aun si el filósofo hace descansar su trabajo en datos empíricos, por ejemplo de la neurobiología acerca el funcionamiento del cerebro y su intervención en la judicación moral, esto no precluye una tarea conceptual, propiamente filosófica. Tarea que, inclusive, y para ir más allá de un crudo empirismo podría sazonarse con algunas dosis de argumentos de tipo trascendental en el sentido de argumentos que buscan modalizar condiciones teóricas bajo las cuales sería inteligible, o normativamente aceptable, o verdadera, cierta tesis conceptual sobre cómo actuamos como criaturas racionales preocupadas por cuestiones como el significado, la transparencia del lenguaje, la inferencia de datos de otras mentes o, más específicamente para lo que aquí nos atañe, criaturas preocupadas por la evaluación moral de situaciones, acciones o temperamentos humanos.

4. ¿Un hiato entre normativismo y naturalismo?

Como he sugerido antes, la tendencia de los experimentos en ética puja claramente hacia un horizonte naturalista. Pero para calibrar el impacto de los experimentos, es preciso ante todo recordar que nuestro ambiente metaético ha estado tramado sobre una dicotomía entre internalistas, subjetivistas o humeanos, por un lado, y externalistas o normativistas o kantianos, por el otro (Wallace, J. 2006). Mientras los primeros, de forma característica, centran la motivación moral en los deseos (sea como fuere que se los defina) y en el modo en que una peculiar psicología moral causa ciertas acciones, los segundos ponen el acento en la racionalidad práctica entendida de un modo no instrumental5. Así planteadas estas dicotomías, pareciera que las cosas nos empujan a admitir que los internalistas son naturalistas y los externalistas, normativistas. A la dicotomía internalismo-externalismo se le podrían sumar otras no menos recurrentes entre, por caso, emoción y razón, cognición y razón, etc. Mientras los internalistas tienden a ver los juicios morales como la proyección de emociones que son reluctantes a consideraciones cognitivas y objetivas, los segundos apuestan al apoyo de los juicios morales en una infraestructura racional y normativa. Estas dicotomías estarían mostrando una herida traumática en la filosofía moral contemporánea, un hiato irreconciliable entre el naturalismo y el normativismo. Como se mencionó párrafos atrás, este hiato se evidenciaría en el abismo que existe entre explicaciones naturalistas de tipo causal sobre la textura del juicio, la percepción o la acción moral, y las justificaciones normativas que urden los agentes morales o los filósofos morales en sus teorías. Este abismo, por ejemplo, es denunciado por Natalia Zavadivker (2013) cuando señala, entre otras cosas, que las investigaciones sociobiológicas o de psicología evolutiva mostrarían un panorama donde somos rehenes de nuestros genes y de que la moral vendría a querer establecer unos principios "artificiosos" a nuestra naturaleza. O, en otra formulación, que a veces la moral conllevaría una suerte de consciencia de segundo orden que revertiría sobre nosotros mismos con el propósito de rebelarnos de nuestra naturaleza, buscando mecanismos -diría yo culturales o institucionales- que lleven a modificar la estructura empírica de la que estamos hechos.

Quiero defender ahora la idea de que las dicotomías que he presentado son simplificaciones o exageraciones. Como el trabajo de Natalia Zavadivker parece sugerir, o como trabajos como los de Michael Tomasello (2011) o Pierre Changeaux insinúan (2011), no estamos obligados a soportar un cuadro en el que naturalismo y normativismo estén en flagrante incompatibilidad. Guiado por cierto principio -leibniziano- de armonía, me siento empujado a buscar una cura para la angustia que puede surgir de ver nuestro cuadro intelectual tensionado por un conjunto de aspectos aparentemente inconciliables pero que quisiéramos preservar juntos porque intuimos que hay un grano de verdad en ambos. Me arriesgo a pensar que ciertas cosas del naturalismo y del normativismo son verdaderas y lo que tenemos que hacer es entablar un equilibrio reflexivo entre ideas aparentemente contrapuestas, de modo de curar la angustia y traer reposo al filósofo. En lo que sigue, procuraré simplemente bocetar algunos presupuestos que debería tomar en cuenta esta cura.

En primer lugar, creo que muchos experimentos en ética, por ejemplo los que escanean regiones del cerebro para determinar cuáles de ellas se activan frente a razonamientos morales, (Tovar, J. 2011) están indicando que, por caso, emoción y razón, cognición y razón, no son esferas absolutamente divorciadas. Más allá de la discusión fina de si las emociones solas o las razones solas intervienen en la base de la percepción y el juicio moral o, si primero hay un análisis computacional de la acción al que suceden luego las emociones, etc., creo que el mensaje de muchos experimentos, repito, es que emocionalidad y razón no responden a una esquizofrenia moral. Generalmente, salvo casos como por ejemplo el de psicópatas o personas con lesiones, por caso en la corteza cerebral prefrontal ventromedial, las personas "normales" despliegan frente a situaciones morales, un conjunto de respuestas que muestran un entretejido entre emocionalidad y racionalidad, entendida esta última como competencia deliberativa. Es más, filósofos como por ejemplo Martha Nussbaum (2003) argumentan, en clave aristotélica, de manera bastante convincente sobre el rasgo cognitivo de las emociones, que no son vistas siempre como ramalazos irracionales y cognitivamente distorsivos, sino como respuestas apropiadas a un problema moral. Aunque éste no es el lugar, quisiera señalar que este tipo de consideraciones, disolventes del hiato entre emoción y razón, no dejan incólumes tesis no cognitivas o subjetivistas del juicio moral (Nicolás Zavadivker. 2011) que sustentan que los juicios morales, o de valor en general, son proyecciones de emociones subjetivadas o respuestas no cognitivas. Soy de la idea de que existen serias objeciones conceptuales y normativas al no cognitivismo, que no tengo espacio para formular, pero aquí me contento con sostener que las investigaciones empíricas sobre, por ejemplo, cómo establecemos distinciones entre la violación de normas morales y convencionales, o cómo juzgamos o percibimos la significación moral de un evento, o de cómo ciertas acciones que, aun si no producen daño, suscitan un asco moral, etc., sugieren la existencia de patrones naturales, recurrentes, y de cierta extensión universal, que por lo menos obligan a matizar, mitigar, cuando no a negar, las tesis puramente subjetivistas y, eventualmente, relativistas, del juicio moral con las que se embanderan algunos no cognitivistas. De hecho, tengo la impresión de que el no-cognitivismo contemporáneo seguido por Allan Gibbard o Simon Blackburn admite ya la existencia de estos patrones naturales y, más aun, en autores como Shaun Nichols (2004), que preconizan unas "sentimental rules" ya hay la presuposición de que ciertos sentimientos morales responden a patrones que, combinados con teorías normativas, podrían codificarse en un cierto sistema moral. Más aún, si por un momento nos detenemos en la idea de "superveniencia" la idea es que el salto a propiedades morales no puede ser episódico sino que tiene que apoyarse en patrones naturales recurrentes, generalizables y más o menos estables.

En segundo lugar tenemos el problema de la "falacia naturalista". ¿Cómo ligar armónicamente los datos a veces divergentes de experimentación y teoría moral normativa sin incurrir en una falacia a la que haya que pasarle la navaja? Por ejemplo, Natalia Zavadivker (2013) cree que lo que nos queda es asumir cierta inevitabilidad de la falacia si prestamos atención a los insumos experimentales6. Además tenemos el problema del lugar que deban ocupar no sólo ciertas tesis conceptuales, dentro del análisis, y ciertas teorías normativas a la luz de resultados experimentales. ¿Hasta qué punto los experimentos no deberían sino refutar, al menos modificar ciertas tesis conceptuales y normativas? Por lo pronto, aquí hay que indicar que no hay completa convergencia en los experimentos mismos. Mientras algunos sugieren, por caso, que tenemos una respuesta "innata" a cooperar (Tomasello, Michael. 2011), otros estudios terminan explicando que la fuente, incluso de la cooperación, es un egoísmo psicológico (Rachels, J. 2007) subyacente. Aunque asumamos que las tesis conceptuales, no son aprióricas, sino sintéticas parece obvio que tendríamos que reajustarlas normativamente a la luz de los resultados empíricos.

De todas maneras, parece un dato del mundo el hecho de que el naturalismo no puede escindirse del hecho de que somos criaturas culturales y, por tanto, criaturas normativas e inclusive institucionales. Todo el tiempo estamos fraguando criterios normativos, e instituciones con las que regulamos conductas, establecemos sanciones o constituimos lo que Searle llama "funciones de status". También es un aspecto verificable que urdimos estos criterios normativos y los dotamos de una independencia o autonomía conceptual al punto que consideramos que, por caso, las obligaciones morales son objetivas en el sentido de que son independientes y van incluso en contra de nuestras inclinaciones naturales. O, enfocado en términos de George Moore, se podría pensar que la "open question" indica que lo "bueno" no es absolutamente reductible a lo natural. Desde este punto de vista, lo normativo pareciera discretamente representar un tipo de mundo platónico o mundo tres popperiano relativamente autónomo.

Sin embargo, desde el punto de vista de cierta sospecha naturalista, se podría pensar que lo que llamamos normas morales objetivas no son más que "ficciones" al estilo de Superman o Batman (Nolan, D y C. West. 2005, 307-330). Empero, aun si fuesen ficciones, e incluso aun si fuese cierto que el arraigo último de nuestras ficciones fuese explicable en sede naturalista, este "actuar como si" lo adoptamos muchas veces (y este es un dato empírico constatable) como "categórico" y no como "hipotético" y por tanto cancelable por nuestro solo deseo o volición. De hecho, así concebimos las obligaciones morales: su "autoridad categórica" o su categoricidad, a diferencia de normas hipotéticas, reposa en que son asumidas como inderogables por los deseos humanos. Este rasgo categórico, sumado al dato de la autoconsciencia, a la que haré referencia más adelante siguiendo pautas de Searle, hablaría de una relativa autonomía conceptual de la normatividad moral respecto del entramado causal de la naturaleza de la que formamos parte. Ahora bien, como criaturas culturales y normativas, deberíamos convenir que lo biológico y lo cultural confluyen en el juicio moral. Esta confluencia se explica, en parte, por la importancia que le asignamos al "aprendizaje moral"; aprendizaje que repercute en nuestro equipamiento y juicio moral, el cual es "plástico" en el sentido de que podemos alterarlo a la luz de nuevos aprendizajes. En este sentido, un síntoma de nuestra dimensión cultural de aprendizaje moral está constituido por la vinculación entre literatura y filosofía moral. Por ejemplo, Martha Nussbaum (2005) ha mostrado el modo en que la literatura puede contribuir a la educación de las emociones morales de los lectores, desarrollando en ellos capacidades para la imaginación, la empatía o agudizando su percepción de ejemplos concretos de moralidad (Fesmire, S. 2003, 55 y ss). Es verdad que lo normativo puede ser un emergente de la evolución natural, pero a su vez la evolución es receptora de las irradiaciones normativas que surgen de criterios normativos a los que les reconocemos una relativa autonomía y categoricidad. En algún sentido, lo que estoy sugiriendo es que evolución o naturaleza y normatividad cooperan o son conceptualmente cooriginarios y que se influyen mutuamente, por lo cual no podemos aislar lo natural y lo normativo. Es más, me atrevería a decir que somos criaturas naturalmente normativas. En el sentido que un buen relato evolutivista tendría que incluir el modo en que, insistentemente, tejemos un tapiz de normatividad enhebrado con nuestras vidas. Así pues, disparamos criterios para evaluar las condiciones de uso competente de nuestros lenguajes, articulamos nuestras proposiciones según pautas de inferencia lógica confiables, buscamos criterios intersubjetivos para leer nuestras mentes, dotamos de hacedores de verdad a nuestros enunciados, discutimos maneras compartidas e ilustradas de valorar las obras de arte y establecemos una batería de instrumentos de evaluación moral de nuestros comportamientos hacia nosotros mismos y hacia los demás.

Considerando entonces que ambos aspectos (lo natural y lo normativo) deben ser contemplados, al mismo tiempo, como independientes y como correlacionados, voy a suponer en este trabajo que ambos aspectos pueden ser domesticados dentro de un equilibrio reflexivo cuyo propósito sea la "corrección mutua", evitando así la falacia naturalista7. Esta corrección mutua propendería a un naturalismo débil y no fuerte y también a un normativismo débil, en el sentido de uno sensible a los eventuales reajustes justificatorios que haya que elaborar a la luz de ciertos resultados experimentales. Con esto último quiero indicar algo muy importante para mi modo de ver el asunto, a saber: las teorías normativas interesadas en las posibilidades de su aplicación al mundo, no pueden darle completamente la espalda a aquellos datos empíricos que fungen como condiciones de viabilidad o posibilidad de dichas teorías8. De esta forma, no necesito conjurar el riesgo de violar la prohibición de Hume de pasar ingenuamente del "es" al "debe" ni enfrentar los clásicos problemas lógicos y semánticos que surgen en torno a la falacia naturalista. Lo que intento sugerir es más modesto, aun si trivial y es que las teorías normativas de la ética sí necesitan de la experiencia para modelar las condiciones de aplicación posibles de las mismas (en algún sentido creo que esta preocupación de posibilidad empírica está planteada en la filosofía política de Rawls cuando formula las condiciones empíricas para la "estabilidad" de la teoría de la justicia, lo que es diferenciable de su "validez"). Pero esto es diferente de pensar que los experimentos cuestionen la validez de las teorías normativas; lo que yo señalo es que los experimentos sirven para delinear condiciones posibles (en el sentido de "realistas") de aplicación de teorías normativas. Me parece que no estoy solo en esta empresa de armonizar lo empírico con lo normativo. Por ejemplo, en su conjura de una recaída en el mito de lo dado, se encuentra la búsqueda de Donald Davidson (1995, 17 y ss) de conectar explicación causal con atribución de racionalidad a las voliciones humanas, la explicación naturalista del papel de la consciencia en la dotación de razones para actuar (Searle, J. 2000) o, por caso, la búsqueda de John McDowell (2003), inspirado en Wilfrid Sellars, de un naturalismo "no crudo", sujeto al espacio de las razones, nos deslizan a la necesidad simultánea de, si se me permite la expresión, naturalizar a Kant9 y de kantianizar parte de nuestros esquemas naturalistas.

El tipo de reflexión que estoy proponiendo tiene debajo un lecho más extenso y profundo de ideas filosóficas. Ante todo hay que recalcar en el dato de que el abismo conceptual que suele instaurarse entre, por ejemplo, naturaleza y razón, causalidad y racionalidad, y más propiamente en el dominio ético entre determinismo y libre albedrío, suele tener como telón de fondo un dualismo cartesiano entre mente y cuerpo. Cuando, por el contrario, trascendemos este dualismo para aceptar que los procesos racionales de la mente están ya inscriptos orgánica y materialmente en un cerebro. Cuando, además, admitimos que las neuronas y sus diversas conexiones tienen como propiedad emergente o sobreviniente (una especie de superveniencia mental) lo que llamamos "autoconsciencia" y que ésta es una propiedad sistémica superior (Searle, J. 2004, 66); superioridad sistémica que, a su vez, ejerce influencias que revierten en los procesos neuronales mismos, entonces el dualismo se reconvierte en un manojo de problemas superables. En efecto, el hecho de que la actividad judicativa, deliberativa y electiva de una agencia racional tenga como substractum el funcionamiento del cerebro, no implica la reducción ontológica (Searle, J. 2004, 67) de la racionalidad humana a la materialidad del cerebro10. El punto de que el cerebro esté compuesto de procesos biológicos analizables con instrumentos de medición causal, no significa que la consciencia se deba reducir a estas características, so pena de incurrir en una falacia de composición que atribuye al todo la identidad completa de las propiedades de las partes. John Searle (2004, 43) ilustra este punto con el ejemplo de la rueda que se desliza por una montaña. La rueda está compuesta por pequeñas moléculas; la propiedad sistémica superior que sobreviene a estas moléculas es la solidez; propiedad que revierte a su vez sobre las moléculas. La solidez es a la consciencia, lo que las moléculas son a las neuronas. Pues bien, los procesos de normatividad, por ejemplo del significado a secas, o del significado y su articulación lingüística y proposicional en la elaboración de juicios y normas morales (Gibbard, A. 2012), no son reductibles metafísicamente a los procesos puramente causales o neuronales. En ética, por lo pronto, parte de esta normatividad, que nos permite por ejemplo diseñar pautas de responsabilización moral, demanda que dicha normatividad tenga una cierta autonomía respecto del naturalismo. Si no establecemos esta relativa autonomía, no podríamos ubicar en un espacio de inteligibilidad ni siquiera movimientos corporales humanos conscientes. Si todo se redujera absolutamente a un plano causal, resultaría una perplejidad intentar diferenciar el movimiento de la pata de un conejo, del movimiento del brazo de un hombre. Necesitamos, por paradójico que parezca, establecer una cuña, que no es lo mismo que un "hiato", entre lo natural y normativo, entre lo causal y racional. Esta cuña permitiría deslindar de manera lógica un enunciado del tipo "A causó B", del enunciado, "A actuó sobre la base de la razón R, produciendo el resultado B". Por supuesto, que los filósofos no construimos las mismas cuñas. Por ejemplo, algunos se apartan completamente del fantasma del determinismo, mientras que otros no. En el primer caso tenemos a Roderick Chisholm (citado por Frankfurt, H. 2006, 41) para quien la doctrina de la libertad humana implica una ausencia plena de determinismo causal. En tal sentido, cuando alguien realiza una acción, estamos frente a un milagro, en el sentido de que cierto acontecimiento fue creado por el propio agente y por ningún otro acontecimiento explicable en términos deterministas. A contrapelo de este desvío de los rieles causales, John Searle (2004, 60) mantiene el tren de la acción en el mundo causal, sólo que tiene una versión compleja que apela a la idea de "intervalo" entre la deliberación y la acción  de un agente. Por ejemplo, de la acción de Paris, consistente en decidir a quién le daría la manzana de oro dedicada a la más bella, frente a las tres propuestas de recompensa diferentes que le declaran las diosas Afrodita, Hera y Palas. Este mentado intervalo no existe a nivel microbiológico o microneuronal o cerebral. A nivel cerebral vemos las cosas con las lentes de la causalidad, y por tanto hay inmediatez entre un impulso causal y su resultado. En cambio, a nivel de la decisión racional de un agente -Paris en el ejemplo de Searle- vemos las cosas con las lentes de una suerte de "libertarismo psicológico" (Searle, J. 2004, 63), de un intervalo entre deliberación y acción; un espacio que, por ende, se halla librado del agobio absoluto del determinismo causal11.

Sea como fuere, y sin entrar ahora de lleno en un debate que por su estructura exige un espacio de análisis cuidadoso y detallado, se podría todavía ir más lejos y señalar que, si a nivel minúsculo, el mundo empírico se gobierna por la física cuántica, entonces la regla no sería el determinismo sino el indeterminismo cuántico. Justamente Searle (2004, 82 y ss), en consonancia con lo anterior, asume que los procesos de la consciencia podrían ser descriptos con los esquemas del indeterminismo cuántico. Claro que el tema del indeterminismo introduce por la ventana un problema adicional complicado: la cuestión de la aleatoriedad. Si la aleatoriedad es la pauta de estudio de la consciencia, nos deslizamos por un terreno donde la explicación del libre albedrío se descarrilaría en el problema de dar cuenta de acciones aleatorias y, por tanto, imprevisibles12. Con todo, Searle mantiene que el hecho de administrar un indeterminismo cuántico a nivel de las neuronas no replica necesariamente en una aleatoriedad a nivel del sistema superior (la consciencia), so pena, nuevamente, de incurrir en una falacia de composición.

Ahora bien, mi invocación, quizá algo obsesiva de ideas de Searle, se explica en que creo él, entre otros filósofos que he mencionado antes como McDowell o Davidson, comparte la idea de que es preciso amalgamar naturaleza y normatividad, causalidad y racional a fin de mantener nuestro cuadro filosófico completo y armónico. La presentación de un cuadro armónico, sin embargo, no es una tarea sencilla porque, por lo general, estos pares de ideas (naturaleza-normatividad, causalidad-racionalidad) se presentan como ideas contradictorias, con el agravante dilemático de que ambas cuentan con credenciales de plausibilidad filosófica a su favor. Creo que la idea de Searle, pero también, mutatis mutandis, de Davidson, McDowell y otros, es que necesitamos una suerte de naturalismo-normativismo débil para que resulten inteligibles y coherentes ideas aparentemente dispares que tenemos sobre el locus de la consciencia, la razón y la normatividad semántica, ética, epistémica, etc. que jalonan los días de los hombres en su historia evolutiva. Creo que Bernard Williams ha captado brillantemente esta necesidad de equilibrio entre estos pares de ideas ya mencionados. Me permito realizar una cita algo extensa de reflexiones del filósofo que presuponen el tipo de equilibrio al que aludo. Dice Williams (2012, 347):

Hay algún grado de acuerdo de que necesitamos una psicología moral naturalista, donde esto significa algo al efecto de que nuestra concepción de las capacidades morales debiera ser consistente con (quizá de hecho en el espíritu de) nuestro entendimiento de los seres humanos como parte de la naturaleza... Pero esta posición elimina demasiado si trata reductivamente de ignorar la cultura y la convención; esto está mal dirigido incluso sobre una base científica, en el sentido de que vivir bajo la cultura es una parte básica de la etología de la especie...La dificultad es sistemática. Si una psicología moral naturalista tiene que caracterizar a la actividad moral mediante un vocabulario que pueda ser aplicado igualmente a toda otra parte de la naturaleza, entonces está comprometida con un reduccionismo fisicalista que es claramente carente de esperanza.

El dictum de Williams coincide, en parte, con el mismo Searle (2004, 45) cuando señala que nos "resistimos a concebir la consciencia como una característica meramente biológica (la cursiva es mía). 

En cualquier caso, esta mención que hago a filósofos contemporáneos no implica un rechazo al valor del pasado. Creo que ya en Aristóteles (véase Boeri, M. 2006) se encuentra in nuce la búsqueda sistemática de un camino de armonía prometedor sensible, a la vez, a lo natural (por ejemplo en la idea de alma vegetativa y apetitiva) y a lo normativo (con su idea de alma racional). Aunque somos seres naturales que compartimos nuestro hogar biológico con otras especies animales y somos movidos por los engranajes de un alma vegetativa y apetitiva también somos un zoon racional y normativo13. A esta afirmación hay que añadir, en clave aristotélica, la idea de virtud, como entrenamiento y aprendizaje constante de respuestas normativas apropiadas para situaciones morales desafiantes; entrenamiento que se amolda a lo que dije párrafos atrás en cuanto a la "plasticidad" del juicio moral. Si, por otra parte, agregamos que estas virtudes presuponen una atención, una consciencia de la consciencia del agente, atención que puede derivar en una abstención o modificación de respuestas normativas, entonces ya en el filósofo de Estagira, tenemos la cimiente para un equilibrio, mutuamente correctivo entre lo natural y lo normativo. De este modo podríamos superar, probablemente, la incomodidad que nos genera el experimento que presenté al comienzo del trabajo según el cual la compasión no es una virtud autoconsciente sino un impulso causado por elementos opacos al agente, tales como el aroma delicioso que sale de una panadería. Un agente que tenga la virtud de la compasión dispondría de una autoconsciencia que le permitiría reflexionar sobre los resortes causales de sus acciones, así como modificar eventualmente creencias o deseos incompatibles con dicha virtud.

Notas

1 Estoy muy agradecido con las críticas que Hugo Seleme, Ricardo Maliandi, Mariela Aguilera, Natalia Zavadivker, dirigieron a versiones previas de este trabajo. A su vez, Claudio Viale me ayudó con comentarios sobre el naturalismo y Andrés Crelier con alguna matización sobre Kant.

2. El espíritu de los experimentos, muchos de ellos basados en encuestas, entrevistas, etc., se encaminan a recolectar las opiniones morales folk, lo que en cierto sentido parece suponer una reedición de la filosofía analítica del sentido común.

3. Por ejemplo, si este filósofo alegara la existencia de un mundo sublunar al estilo de Aristóteles o sostuviera la validez empírica del concepto de "flogisto" para explicar la combustión.

4. Hay una versión posterior en inglés de 2007 donde Searle modifica algunas cuestiones sobre el lenguaje y el poder político; cuestiones a las que aquí no haré referencia.

5. Aunque los conceptos de racionalidad y normatividad se pueden discernir, en este trabajo voy a usar los términos "racionalidad" y "normatividad" de un modo cuasi-equivalente. Esto porque en un punto considerable ambos términos se solapan conceptualmente: toda racionalidad es normativa en tanto se emplea como justificación o evaluación de la adecuación normativa de un comportamiento o cierto estado de cosas del mundo. La diferencia está puesta, sin embargo, en que los humeanos o internalistas tienen una versión restringida a la racionalidad instrumental de deseos humanos, mientras que los kantianos o externalistas evocan una noción de racionalidad de tipo categórico que sirva para cribar qué deseos fungen como auténticos motivadores -no meramente causales o psicológicos- de la conducta moral.

6. No obstante, la filósofa tucumana matiza su afirmación cuando señala lo siguiente: "Propongo un tipo de razonamiento encubierto, propio de los biólogos evolucionistas, que incluiría entre sus premisas no sólo descripciones objetivas de ciertos estados de cosas, sino también valoraciones implícitas acerca de lo que es "deseable" desde el punto de vista evolutivo, e incluso ciertas prescripciones respecto de las estrategias conductuales "óptimas", formalizadas desde la Teoría de Juegos". En rigor, la interposición -más o menos encubierta- de valoraciones implícitas, postulación de estado de cosas deseables, etc., ya suponen una base normativa minimalista que, por lo menos, atenuaría, si no eliminaría, la inevitabilidad de la falacia que apuntaba al inicio Natalia Zavadivker.

7. Que, como sabemos, surge de un razonamiento ilícito que consiste en derivar una conclusión normativa a partir de meros datos empíricos crudos.

8. Lo que señalo es una resonancia, después de todo, del principio kantiano "debe implica puede".

9. Cuando hablamos de Kant, empero, es preciso una matización. Aunque el filósofo de Könisberg es por lo general asociado a una filosofía fuertemente racionalista y apriorista, también es cierto que, si concebimos su obra filosófica como un todo más complejo, no podemos, por caso, desconocer que en su Antropología Kant se interesó por datos -que  bien podríamos llamar naturales- sobre psicología moral. Al mismo tiempo, tampoco se puede evadir el punto de que Kant intentó una aproximación filosófica a la moralidad atenta al factum de que sostenemos como agentes racionales la posibilidad de universalizar el juicio moral.

10. Aunque tengo como trasfondo del trabajo un naturalismo metodológico débil creo que no se puede prescindir completamente del presupuesto de Searle que nos conmina a dejar a un lado una reducción -ontológica en este caso y no metodológica- de la racionalidad humana a la materia cerebral.

11. Esto es así, si, adicionalmente, aceptamos, cierto valor normativo del principio de "opciones alternativas" para dar cuenta de un curso consciente o intencional de acción -en este caso moral- de un agente en tanto que criatura sensible al espacio de las razones. La idea, por lo menos tradicional (por otra parte cuestionada por Frankfurt, H. 2006, 11 y ss), es que el principio de opciones alternativas es la vía adecuada para la evaluación moral de acciones de un agente en términos de merecimiento o castigo. Si, al contrario, el agente no pudo de ningún modo evitar lo que hizo, no abriéndosele cursos alternativos de acción, tenemos cuando menos un escollo a superar para responsabilizarlo por lo que "hizo".

12. En parte esto es un problema general de la explicación de comportamientos de agentes humanos en las ciencias sociales. Por esto es que Jon Elster (2002, 17) propone la idea de "mecanismo", a medio camino entre las descripciones y las leyes, para caracterizar patrones de explicación -no necesariamente de predicción, de "pautas causales de ocurrencia frecuente y fácilmente reconocibles que son provocadas en condiciones generalmente desconocidas o con consecuencias indeterminadas".

13. Cuando digo "racional" voy más allá de Aristóteles porque, podríamos considerar que otras especies animales también tienen dosis de racionalidad en tanto aplican razonamientos, inferencias y hasta cierto tipo de deliberación que oficia de preámbulo para cierto comportamiento (por ejemplo MacIntyre, A. 2001).

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