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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.17 no.1 Mendoza jun. 2015

 

ARTÍCULOS

1910 y América Latina
Amauta, Mariátegui y la revolución mexicana

1910 and Latin America
Amauta, Mariátegui and Tthe Mexican Revolution

 

Juan Ignacio Garrido

CONICET

 

Recibido: 08/05/14
Aceptado: 09/03/15

 


Resumen

Intentaremos llevar adelante un ensayo referido a la intervención que la revista Amauta, a través de su director Mariátegui, provocó en la tradición marxista para repensar la acción política colectiva y las distintas figuras que ésta adquiere en un proceso de liberación, en particular, a partir de la reflexión sobre la Revolución Mexicana. Nos interesa analizarlo en base a dos ejes: las formas históricas del poder y la hegemonía política.
Respecto al primero, creemos necesario dar cuenta de la importancia que la Revolución Mexicana tuvo como mito fundacional de América Latina, forjando un espacio abierto a la transformación radical de una larga historia de dominación.
Por otro lado, la Revolución Mexicana, exige una interpretación sobre el segundo eje: hegemonía política. Porque las dificultades históricas que atraviesan los procesos revolucionarios, allí donde se juega su consolidación como un nuevo orden hegemónico, son un capítulo muchas veces salteado por el marxismo.

Palabras clave: Mariátegui; Amauta; Revolución Mexicana; Hegemonía; Mito.

Abstract

We try to carry out an essay referred to the intervention Amauta magazine brought, with Mariátegui as director, to the Marxist tradition. It induced to rethink the "collective political action" and the various figures that may acquire in its liberation process, in particular from the debate of the "Mexican Revolution". We analyze it based on two items: the historical forms of power and the political hegemony.
Regarding the former, we show the arguments of the Mexican revolution importance as founding myth for Latin America, creating a period of radical transformation after a longone of domination.
On the other hand, the Mexican Revolution, requires an interpretation of the second item: political hegemony. Because the historical difficulties crossing the revolutionary processes, where it plays its consolidation as a new hegemonic order, are a chapter often skipped by Marxism.

Keywords: Mariátegui; Amauta; Mexican Revolution; Hegemony; Myth.


 

Los soldados zapatistas ocuparon las mansiones de la aristocracia porfiriana en las colonias Juárez y Roma, en las calles de Berlín o Génova, en el Paseo de la Reforma o la avenida Durango. Penetraron en esos atiborrados palacetes, llenos de mobiliario Victoriano, emplomados, cuadros de Félix, abanicos y pedrería y tapetes persas y candelabros de cristal y parqués de caoba, escaleras monumentales y bustos de Dante y Beatriz. Nada de esto les llamó demasiado la atención. En cambio, les fascinaron los espejos de estas residencias, los enormes espejos con no menos gigantescos marcos de oro, repujados, decorados con acanto y terminados en cuatro grifos áureos. Los guerrilleros de Zapata, con asombro y risa, se acercaban y alejaban de estas fijas y heladas lagunas de azogue en las que, por primera vez en sus vidas, veían sus propias caras. Quizás, solo por esto, la revolución había valido la pena: les había ofrecido un rostro, una identidad.
-Mira: soy yo.
-Mírate: eres tú.
-Mira: somos nosotros.

Carlos Fuentes, Tiempo Mexicano.

 

I

El quiebre, proporcionado fundamentalmente a través de lo que Marx denominó, en La Ideología Alemana, una "crítica a todo lo existente", demarcó el terreno de la emancipación, señaló sus alteridades constitutivas, su necesaria radicalidad; pero quedó por delante imaginar los rostros y figuras de la emancipación misma, una enunciación de su porvenir. Allí, al interior de esa tarea pendiente, es posible referirse a la intervención que la revista Amauta -a través de su director Mariátegui- provocó en la tradición marxista y en las tradiciones libertarias latinoamericanas para repensar la acción política colectiva y las distintas figuras que ésta adquiere en un proceso de liberación1.

Nos interesa analizarlo, en particular a partir de la reflexión que Amauta y Mariátegui realizan sobre la Revolución Mexicana, en base a dos ejes: las formas históricas del poder y hegemonía política. Respecto del primero, creemos necesario dar cuenta de la importancia que la Revolución Mexicana tuvo como mito fundacional de América Latina, forjando un espacio abierto a la transformación radical de una larga historia de dominación; y comprender la relevancia que, como mito, adquirió tanto para el proyecto editorial peruano, como para la cultura de las organizaciones que se gestaban en la tempestuosa década del veinte.

Como afirma Abelardo Ramos, "México muestra un nuevo camino: las victorias y derrotas de su revolución se convierten en la principal fuente de enseñanzas para la generación que en América Latina entra a la lucha alrededor de 1920" (Ramos, J. 2006, 332). Una década de cambios, protestas e impugnaciones en toda la región, con matices de acuerdo con la situación nacional, pero ligadas a un mismo diagnóstico: a nivel internacional, el agotamiento del liberalismo, que se advertía por la crisis coyuntural de la primera posguerra, y a nivel latinoamericano, la búsqueda de la disolución del Estado oligárquico (de manera radical en México y, más tarde, en Bolivia). La crisis, del liberalismo en general y de la dominación oligárquica en particular, creó condiciones que hicieron posible la articulación de las masas bajo nuevos signos ideológicos. Además, la creciente gravitación de Estados Unidos sobre la región se tradujo en una nueva hegemonía imperialista, tanto a nivel económico como político y social. Como contrapartida, a lo largo de los años veinte, se articuló un antiimperialismo que tuvo expresiones diversas en grupos de intelectuales, movimientos sociales y partidos, y una expresión singular en Amauta2.

Mariátegui sostenía que la guerra en Europa había abierto una gran crisis histórica, donde se podía observar la decadencia y disgregación del capitalismo en términos económicos y políticos. Aunque la lente del peruano no se detenía allí, observaba en este hecho histórico una gran crisis de la cultura, la decadencia del historicismo, del racionalismo, del cientifismo, de las bases ideológicas de la sociedad burguesa. En este contexto, Mariátegui en Perú está ligado a lo que se ha dado en llamar la reacción antipositivista de las primeras décadas del siglo XX y, en este sentido, su acercamiento al marxismo, ha sido a través del tamiz de distintas corrientes filosóficas y literarias ajenas a la órbita cultural de las tradiciones predominantes en la II Internacional. Este hecho significó en última instancia: menos una ruptura con el marxismo que una crítica a su reducción a un pensamiento de las fuerzas productivas (López, M. 2010, 139). Mariátegui tenía bien claro que el marxismo no era un itinerario sino una brújula en el viaje y que tenía la utilidad de un derrotero, de una carta geográfica. Y brújula en mano, decide recorrer el camino que surcaron quienes entendieron la lucha contra el capital, más allá de las reglas, tiempos y espacios que la razón moderna (y el marxismo dentro de ella) habían delimitado para el curso de la historia, más aún, para un continente como el Latinoamericano que ni siquiera contaba entre los capítulos de la evolución capitalista. Lo que no supone abandonar la racionalidad sino el racionalismo que es en definitiva quién ha abandonado la razón para el peruano. La Revolución Mexicana lo demostraba y abría la posibilidad -de allí su condición de mito fundacional- de comprender la lucha contra la explotación como una hazaña colectiva, ubicando la voluntad política en el centro de la escena y tomando su fuerza de la potencia creadora de las clases subalternas de nuestro continente.

Por otro lado, la interpretación de la Revolución Mexicana por la revista Amauta, exige abordar el segundo eje: hegemonía política, porque las dificultades históricas que atraviesan los procesos revolucionarios, allí donde se juega su consolidación como un nuevo orden hegemónico, son un capítulo muchas veces salteado por el marxismo. Y como advierte José Aricó, el movimiento comunista ha pecado por un enorme retraso en el desarrollo de un pensamiento estratégico en lo que respecta, por un lado, al proceso de trasformación de la sociedad y, por el otro, a la concepción sobre el contenido y las formas que asumen las sociedades socialistas, (.) el significado de este proceso de tránsito, su posibilidad, sus mediaciones, no se explicitan, es decir, no hay una teoría de la conquista del poder  (Aricó, J. 1979, 34).

Mariátegui abordaba esta problemática con claridad: primero, para una transformación radical de las sociedades contemporáneas no basta la decadencia o agotamiento del capitalismo y segundo, el socialismo no puede ser la consecuencia automática de una bancarrota; sino que tiene que ser el resultado de un tenaz y esforzado trabajo de ascensión. En palabras que resuenen en nuestros contemporáneos: tiene que ser el resultado de ajustadas prácticas constituyentes de las masas y de una reflexión sobre la conquista del poder cuya comprensión y complejidad no podemos soslayar. El atento seguimiento, que entre 1926 y 1930 realizan Amauta y su director de la Revolución Mexicana, constituye un documento inédito de la problemática, donde se puede reconstruir una polémica sobre el contenido y las formas que asumen o deben asumir las sociedades socialistas en territorio azteca3.

II

Mariátegui, desde el rincón rojo en su casa limeña de la calle Washington Izquierda, sacaba cuentas:

Un pueblo de cuatro millones de habitantes, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico (Mariátegui, J. 1994 [1928], 23).

En el territorio peruano el resultado de estas cuentas trazaba una cruda cartografía de la realidad, un país escindido, sin proyecto de nación. Similar a lo que describía Gramsci cuando hablaba de los italianos como un "pueblo disperso y pulverizado" en el que había que suscitar y organizar una voluntad colectiva. Gramsci en esto era contundente: todo individuo que prescinda de una voluntad colectiva y no trate de crearla, suscitarla, extenderla, reforzarla, organizarla, es simplemente un parásito, un "profeta desarmado", un fuego fatuo (Gramsci, A. 2000, 102). Mariátegui, bajo la misma inquietud, indaga el lenguaje en que se suscita una voluntad colectiva, practica una vieja mecánica para reconocer los motores de la acción social y rastrea -entre los más variados rincones de la cultura y la política- aquello que le permita soldar esa muchedumbre dispersa, volverla orgánica y lograr su principal preocupación: que el pueblo peruano decida su rumbo histórico.

Del núcleo más duro de aquél diagnóstico, que no sólo se refería a Perú sino que se podía extender a todo el continente, surgía la consigna más conocida de la primera editorial de su revista: Amauta no tiene necesidad de un programa; tiene necesidad tan solo de un destino (Mariátegui, J. 1926, 13). Un destino que ponga en jaque el "ocaso de las revoluciones" que pregonaba Ortega y Gasset por los distintos auditorios de América Latina. Un destino que resurja tras los escombros de la Primera Guerra Mundial, mientras Occidente atravesaba una de sus mayores crisis y la civilización burguesa entraba en un periodo de decadencia. Un destino que revitalice la crítica al capitalismo, que el marxismo había llevado a una de sus máximas expresiones en el periodo abierto por la Revolución Rusa, pero que por fuera de ella, no había sino reproducido una derrota por toda Europa. Un destino para una nación inconclusa y fragmentada, con una clase obrera no desarrollada y una gran mayoría de campesinado indígena sumido en la pobreza extrema. Un destino para crear un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo.

María Pía López, ensayista argentina, que en diversos escritos auscultó el corazón vitalista de aquella experiencia editorial y de su fundador, sugiere que hay un interrogante que atraviesa y sostiene los distintos números de la revista ya desde su primer editorial:  

Lo que hace de Amauta un caso excepcional es que todos [sus] esfuerzos sean incorporados en una voluntad común, creando mediante la fusión lo que Fernanda Beigel ha señalado como una "instancia nueva, que no puede identificarse ni con la vanguardia política ni con la vanguardia estética". Es decir, que no den lugar a una revista indigenista, a una marxista o a una vanguardista, sino a una publicación en la que se hilan esas cuestiones. Insisto: colocándolas bajo una luz peculiar, la que tiñe el horizonte de la revista, su director y su época, la luz de la pregunta por la revolución. Y vuelvo a insistir: eso no significa que las obras sean sujetas a un único criterio de valoraciones, sino que son tensadas alrededor de la pregunta por sus vínculos con las fuerzas capaces de crear futuro (López, M. 2005, 47). 

La dura realidad nacional, continental y mundial de la década del veinte, no indicaba nada que pudiera ser analizado con un optimismo ingenuo y panglosiano como empezaba a marcar la oficialidad comunista, ni mucho menos con un cuerpo teórico hermético como el que sostenía el positivismo hegemónico de la época. Sin embargo, tampoco revelaba nada que impidiera a Amauta preguntarse por las fuerzas capaces de crear futuro, de dilatar el horizonte de lo posible, y comprender desde allí el carácter abierto a todos los esfuerzos que describe María Pía López.

Uno de estos "esfuerzos" que Mariátegui más valorará, porque lo considera la verdadera revisión del marxismo, porque resulta un acicate frente a la decadencia de la sociedad burguesa y sobretodo porque entrega pistas fundamentales alrededor de la pregunta por la revolución, era el realizado por Georges Sorel. En palabras de Mariátegui uno de los motivos fundamentales de su rescate:

Desde que el alto espíritu de Sorel, reaccionando contra el mediocre positivismo de que estaban contagiados los socialistas de su tiempo, descubrió el valor perenne del Mito en la formación de los grandes movimientos populares, sabemos muy bien que éste es un aspecto de la lucha que, dentro del más perfecto realismo, no debemos negligir ni subestimar (Mariátegui, J. 1994 [1970], 341).

Lo dirá de diversas formas: el realismo jamás implica la renuncia a la fantasía, la crítica a las ideologías no exige la renuncia a la vieja taumaturgia social que rescataba Sorel. Reflexiones sobre la violencia del filósofo francés, cruzó el océano sin perder en absoluto la radicalidad de sus argumentos que ponían en vilo las lecturas más ortodoxas del marxismo y aplicaban al movimiento socialista la experiencia de los movimientos religiosos:

Debemos abandonar la idea de que el alma es comparable a un móvil que se desplaza, según una ley más o menos mecánica. Cuando obramos, es porque hemos creado un mundo totalmente artificial situado por delante del presente, y formado por movimientos que dependen de nosotros. (.) Esos mundos artificiales desaparecen por lo general de nuestra mente sin dejar recuerdos; pero cuando las masas se apasionan, entonces cabe describir un cuadro, que constituye un mito social (Sorel, G. 2005, 89).

El mito social para Sorel es una organización de imágenes capaces de provocar una ruptura en el orden de lo "real", inaugurar otro tiempo, romper el entumecimiento conservador, inaugurar la batalla por la vida; y "es capaz" porque revela potencialidades hasta entonces invisibles del pasado y del presente remitiéndolas a un artificio del futuro. El mito soreliano es una fuerza motriz que cumple la función de agrupar las energías creativas de los hombres e inspirar la acción, algo que el marxismo, basado sólo en una doctrina exclusivamente expuesta en palabras, no lograba producir y convertía así a la revolución en una consigna estéril.

Así lo expresa Sorel: "puede hablarse indefinidamente acerca de rebeliones sin provocar nunca el menor movimiento revolucionario, mientras no haya mitos aceptados por las masas" (Ibid., 90). Entre otras fuentes, de allí se cobija la idea primigenia de destino con el que se presentaba el primer número de Amauta.  Mariátegui lo venía esbozando años atrás. Allá por 1925, con un claro registro soreliano, el futuro director de Amauta escribe en su ensayo El hombre y el mito una frase simétrica a la del filósofo francés: los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario (Mariátegui, J. (1994 [1950], 498).

La decadencia, el desencantamiento del mundo, y la crisis del liberalismo, que a principios del siglo XX venían de la mano, exigen, para Mariátegui, de un combustible mítico que provoque la conformación de una subjetividad política revolucionaria y logre la transformación de la realidad, que no son sino dos elementos de un mismo proceso histórico. Amauta sale en busca de este combustible fundamental. Y lo encuentra, allí, atropellando la historia positivista en las calles: la Revolución Rusa, la Reforma Universitaria en Argentina y, la que más nos interesa desentrañar aquí, la Revolución Mexicana4. Pues si bien la Revolución Rusa aparece, en los años veinte, como el mito activo y afirmativo por excelencia, el acontecimiento dominante del socialismo contemporáneo (Mariátegui, J. 1994 [1959], 1292), Mariátegui advierte de diversas formas que, a pesar de las grandes semejanzas entre ambos países, aquello que provocó un sismo en la estepa rusa no puede ser traducido a toda realidad nacional de nuestro continente. Hay un paradigma filosófico y político que se sostiene: ni calco, ni copia, creación heroica. José Aricó saca una conclusión precisa sobre este paradigma: la universalidad del marxismo no residiría en su "aplicabilidad", sino en su capacidad de emerger como expresión "propia" de la totalidad de la vida de una sociedad determinada (Aricó, J. 1980, XXII). En ese sentido, con la experiencia de México como faro, la revolución y la doctrina marxista fueron vistas por los fundadores de Amauta, más en términos de caminos nacionales a recorrer que de modelos a aplicar.

Mariátegui señala explícitamente que la revolución del país azteca cobra una gravitación especial como mito fundacional, desde y para América Latina, porque permite reconstruir un sentido de emancipación y establece un núcleo compartido de certidumbre desde el cual entrever un porvenir más justo:

México tiene la clave del porvenir de la América India. Por esta posesión, el pueblo azteca ha pagado, sin sicatería ni parsimonia, el tributo de su sangre. (.) En México se exaltan y se agrandan prodigiosamente las posibilidades creadoras de nuestra América (Mariátegui, J. 1994 [1959], 451).

Insistimos, la Revolución Mexicana -comparable en esto a la influencia que la Revolución Cubana provoca en la segunda mitad del siglo XX- surge como mito fundacional. Porque el campesinado mestizo en armas, provoca una ruptura en el orden de lo "real" de toda América India y revela potencialidades hasta entonces invisibles de su pasado y presente; porque 3 millones de peones rurales frente a 840 grandes hacendados provocará contradicciones impostergables, cuyo estallido abrirá para las grandes mayorías, una de las más heroicas batallas por la vida y por la tierra (que aquí -como en Perú- coincidirán existencialmente) de la cual será testigo el continente.

La revolución en México iniciada como una lucha democrática contra la dictadura de Porfirio Díaz, bajo la "bandera contingente" del antireeleccionismo, se transformó en la revolución agraria más importante de la historia latinoamericana. Puso en jaque el régimen feudal y a través de la Reforma Constitucional de Querétaro de 1917 declaró, principalmente, la nacionalización de la propiedad de la tierra y el reconocimiento de los derechos del trabajo. Cuando Mariátegui afirma que México tiene la clave del porvenir de la América India, no está lanzando una consigna retórica, la Reforma Constitucional de Querétaro de 1917 está en la base de su concepción, de allí surgen puntos esenciales de sus ensayos El problema del indio y El problema de la tierra. En estos ensayos afirmará entre otras cosas, que la política liberal del laisser faire, dio frutos amargos en Perú y que debe ser remplazada por una política social de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza. Dirá también que no se contentan con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comienzan por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra.

Gerardo Murillo pintor y escritor mexicano que introdujo y organizó el muralismo revolucionario del que participarían Orozco, Siqueiros y Rivera, arrima a Amauta una de las primeras impresiones del sacudimiento azteca:

Ella fue el primer relámpago de la gran tormenta internacional que indicaba una desorganización mundial, México apareció ante la crítica de las naciones del Antiguo y del Nuevo Continente como un extraño fenómeno social, y fue, durante varios años, al mismo tiempo, el vituperio y la admiración del mundo (Murillo, G., 1926, 27).

Tempestades de acero asolarían Europa, pero la gran tormenta internacional se fue armando en diversas e inesperadas coordenadas del mundo. Y si bien en muchas reconstrucciones teóricas, incluidas las del marxismo, la coordenada mexicana fue eclipsada por la Revolución Rusa u omitida deliberadamente, sólo basta observar que la revista Amauta, le dedicó a México y su Revolución, un espacio en veintiséis de sus treinta y dos números, donde publicó sobre sus figuras políticas, sus problemáticas sociales, sus obras literarias, sus artes plásticas y donde albergó una pasión singular por figuras como Diego Rivera, José Vasconcelos o Mariano Azuela. Ya en su primer número Ramiro Pérez Reinoso, no sólo remarca su apoyo y entusiasmo por la Revolución Mexicana diciendo que América admiró y admira el hermoso espectáculo de la patria azteca, cuya nueva mañana se hace ejemplo de realidades fecundas (Pérez Reinoso, R. 1926, 27), sino que se introduce en el barro de sus contradicciones más medulares como significó el conflicto "religioso" que suscitó la Constitución de 19175.

Carlos Astrada, filósofo argentino, que compartió no pocas preocupaciones de la época con Mariátegui y tiró sobre la mesa del continente una réplica rioplatense del mito inca peruano, el mito gaucho argentino, decía que para un pueblo, toda posibilidad de grandeza surge de un impulso inicial, de la tensión de un esfuerzo heroico, de una promoción humana ejemplar que infunde un día aliento de eternidad en una creación colectiva, y vuelca en el molde del tiempo un programa de vida, una plenitud anímica, en definitiva, un mito. Para Astrada, los hombres de la revolución de mayo argentina representaron aquel impulso inicial, cuyo programa de vida, iba a reaparecer en pleno siglo XX con la experiencia histórica del primer peronismo6. Para Mariátegui, de la misma manera, en territorio azteca volvía a encenderse el mito emancipatorio que la guerra de la independencia había desplegado por todo el continente:

Esta comunicación [la de la Revolución Mexicana] recuerda la que se concertó a la generación de la independencia. Ahora como entonces, la emoción revolucionaria da unidad a la América indo-española. Con la Revolución Mexicana, con su suerte, con su ideario, con sus hombres, se sienten solidarios todos los hombres nuevos de América (Mariátegui, J., 1994 [1959], 415).

Cierto es que esta comunicación no se realizaba por canales trascendententales, sino a través de hombres, mujeres, organizaciones que trabajaban cotidianamente por quebrar una larga historia de dominación. Uno de los principales promotores de esta comunicación fue Vasconcelos, quien, pese a las disidencias políticas e intelectuales que lo enfrentaron con distintos sectores de la Revolución (algunas de las cuales iba a remarcar el propio Mariátegui), en su primera etapa, cumplió un papel diplomático que lo instaló como embajador cultural de la Revolución. Amauta reproduciendo sus intervenciones en los distintos auditorios del continente europeo y americano, acompañaba el respaldo político que Vasconcelos buscaba para su país, para evitar así su aislamiento y propagar su experiencia nacional, su programa de vida, su mito: 

Mi voz tendrá que esforzarse y mi ánimo habrá de ensancharse, para recoger impresiones, para comunicaros un esbozo de lo que son, lo que hacen y lo que piensan ochenta millones de almas. Almas, todavía en formación y que se empeñan en llenar y en integrar todo un continente y un continente que es la esperanza y la ilusión postrera de todas las razas de la tierra. Si amáis la fortuna un tanto incierta, preñada quizás de riesgos, pero rica de maravillosas perspectivas, id a México. Ninguna otra zona del mundo merece con más propiedad el título de país del futuro (Vasconcelos, J. 1926, 14).

Rescatamos dos elementos centrales de la época que se expresan en la disertación del autor de La Raza Cósmica, uno -que venimos desarrollando- el de la esperanza que abría la experiencia mexicana como país del futuro, el de su capacidad como mito de inspirar la acción y el otro -con el que queremos analizar el segundo de los ejes propuestos para completar este escrito- la idea de que el país está preñado de riesgos, sin que esto signifique la infusión de miedo sino, por el contrario, la consumación, diría Mariátegui, de una idea que se adueña con facilidad de los espíritus en esta edad revolucionaria: "vivir peligrosamente".

III

Lo que pone en evidencia la lectura en Amauta de los distintos artículos sobre la Revolución Mexicana es la relevancia que cobra no sólo la fundación de un nuevo Estado sino también, la gran problemática de la continuidad del poder popular, la permanencia de la revolución, el interrogante de cómo transformar el acontecimiento del mito en duración. Problemática crucial -no podemos dejar de señalarlo- que vive hoy gran parte de nuestro continente. Como asevera otra editorial clave en la historia de Amauta, en su revista número 17 publicada en septiembre de 1928:

La historia es duración. No vale el grito aislado, por muy largo que sea su eco; vale la predica constante, continua, persistente. No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento (Mariátegui, J. 1928 1).

Para un pensamiento que se desvive por trastocar las estructuras de dominación y se sostiene sobre la búsqueda del cambio, resulta paradójicamente relevante detenerse sobre la duración de la historia. Mas allá de las tempranas influencias del anarquismo de González Prada, la generación que se organizó a la par de esta experiencia editorial, no deseó sólo estremecer una sociedad sino también edificarla. Edificar no sobre la idea de la perpetuación de un orden sino sobre la necesidad de ordenar un cambio. Opera la idea de una construcción capaz de movimiento; desafío vital para toda empresa liberacionista, que no siempre fue atendido. Así lo expresaba en Amauta Gerardo Murillo en relación a la Revolución Mexicana:

El país está como un enfermo convaleciente después de una grave enfermedad, debilitado pero ansioso de vida. He recorrido las comarcas de México y en todas partes he encontrado un ardiente deseo de renovación. Cada mexicano es ahora un factor de violencia constructiva, como lo fue anteriormente de violencia destructora. Lo indispensable para que el fenómeno se produzca, es organizar la voluntad (Murillo, G. 1926, 29).

Es poderosa y difícil de reconstruir la imagen de una violencia constructora, requiere la reunión de términos políticos que no han producido sino desencuentros. México se anticipa, hay que convertir la tarea, reubicar el lugar y los términos de la resistencia. Esa es la renovación que intuye Murillo y la que había afirmado Mariátegui cuando declaraba que el socialismo no puede ser la consecuencia automática de una bancarrota; sino que tiene que ser el resultado de un tenaz y esforzado trabajo de ascensión. Donde la tenacidad y el esfuerzo no son elementos retóricos sino que brotan de un realismo profundo sobre las convalecencias que asolan los inicios de una Revolución.

Es recurrente la imagen de México como un país atravesado por una crisis, comprendida hacia su interior como un riesgo y, al mismo tiempo, como una oportunidad de redención. En particular la lectura de los artículos periodísticos que Mariátegui publica en Variedades, Mundial y Amauta transmiten -de menor a mayor medida- la amenaza que sufre la prosecución de una política revolucionaria en aquel país y la relevancia que tiene el análisis de la etapa que transcurre para todos los países de Nuestra América: La Revolución afronta su más grave prueba. Y México es hoy, más que nunca, el campo de una experiencia revolucionaria (Mariátegui, J. 1994 [1959], 432).

Ahora bien, la radicalización de la Revolución Mexicana no fue creciendo de manera sostenida. Por un lado, atravesó grandes etapas de institucionalización, como en los periodos de Calles y Obregón, que han sido leídos -entre ellos por Mariátegui- como complejos procesos de una revolución pasiva7. Y por otro lado, la política mexicana dio giros directamente reaccionarios, como el provocado bajo las presidencias de Portes Gil, Ortiz Rubio y Rodríguez entre 1928 y 1934 o por las insurrecciones contrarrevolucionarias, entre otros de Gómez y Serrano, al grito de "Viva Cristo Rey"8. Cada una de estas transformaciones de la realidad histórica de México y para algunos -como veremos- las tensiones que Mariátegui tendrá con los giros estratégicos de la Internacional Comunista, producen en Amauta el paso de una primera etapa de fuerte apoyo a la Revolución Mexicana y al gobierno de Obregón, a un progresivo análisis crítico de lo que se entendía como un freno del proceso político más radicalizado9.

Uno de los pasajes periodísticos donde ya se evidencia una crisis hegemónica de la Revolución Mexicana y comienza su puesta en cuestión, es en marzo de 1929, cuando a un año del asesinato de uno de sus máximos representantes, Mariátegui escribe:

Probablemente Obregón habría logrado mantener la difícil unidad, bastante minada ya, del frente revolucionario, durante su mandato presidencial. Asesinado por la bala de un fanático, quedó abierta otra vez, con la sucesión presidencial, la etapa de las revueltas armadas. El frente revolucionario —alianza variopinta—, conglomerado heterogéneo, dentro del cual el crecimiento de un capitalismo brioso, agudizando el contraste de los diversos intereses sociales y políticos, rompía un equilibrio y una unidad contingentes, creados por la lucha contra la feudalidad y el porfirismo entró en una crisis que preparaba un cisma más extenso que los anteriores (Mariátegui, J. 1994 [1959], 433).

Utiliza distintas metáforas, "alianza variopinta", "conglomerado heterogéneo", "equilibrio y unidad contingentes" para una misma dificultad histórica: la construcción de una nueva hegemonía. En esto, el dato central no sólo eran las masas populares como protagonistas de una sublevación histórica, sino también quienes se pusieron a su cabeza, sus dirigentes, y las formas históricas del poder elegidas para lograr su estabilidad, su duración; reconociendo la complejidad que impone el uso de medios que no dejan de acordarse inmediatamente con los fines de la revolución pero advirtiendo la imposibilidad de su definitivo distanciamiento. La nación, como la revolución, cuyos destinos en este continente para Mariátegui deben ir de la mano, no se configuran a partir de esencias previas sino a través de una proyección transformadora, minada de peligros y sin más garantías para su salvaguarda que la participación de sus protagonistas. Ese México agitado e incierto es su dura constatación.

En sus últimos artículos sobre el tema, Mariátegui escribe la crónica de una "crisis insurreccional" y en ella sigue con detalle una problemática crucial de la época: la vitalidad del Frente Único como opción política para lograr una densa organización de masas, para lograr la construcción de una nueva hegemonía. No era menor su suerte en México, porque la Internacional Comunista, ya desde 1928 en su VI Congreso, impugnó los Frentes Únicos y optó por una política sectaria bajo la conocida estrategia de "clase contra clase"10, que Mariátegui había desechado para la realidad peruana y del continente, pero que gravitaba fuertemente sobre los Partidos Comunistas en Latinoamérica, con los cuales Mariátegui a pesar de sus diferencias nunca eligió romper definitivamente.

Pocos meses después del último artículo citado, ya convencido de la declinación de las fuerzas revolucionarias, Mariátegui terminará escribiendo en el número 24 de Amauta un escrito determinante: El thermidor mexicano. Su título es el mismo que llevaba un escrito publicado meses antes por la misma revista,redactado por Eudocio Rabines, personaje controvertido de esta historia editorial, que no podremos desentrañar aquí, pero que compone un capítulo clave de nuestra problemática, ya que desde un marxismo-leninismo ortodoxo realiza unas de las críticas más radicales a la Revolución que registra la historia de Amauta. Aquí algunas de sus posiciones:

El proletariado se fusionó con las fuerzas de la burguesía y de la pequeña burguesía insurrecta y marchó a la vanguardia en la lucha, a la retaguardia en las conquistas. A pesar de que muchos de sus episodios se hallan aureolados por el ensueño y el fraseario del socialismo utópico, este gran movimiento utópico, si bien puede ser clasificado como una Revolución Social, no tiene ni los caracteres específicos de una Revolución Socialista. El verdadero socialismo, socialismo científico, socialismo marxista-leninista, no tiene nada que ver con la utopía, ni con los anhelos sentimentales de la Ciudad-Futuro y la Sociedad Mejor. Negación histórica del capitalismo, el hogar del socialismo fue la urbe, hogar proletario (.). El agro puede ser teñido o influenciado por el socialismo, pero no puede gestarlo ni construirlo (Rabines, E. 1929, 77-78).

Parece el reverso de la concepción y el lenguaje mariateguiano. Sin embargo, Mariátegui reconoce su diagnóstico y acepta la consigna de que el proletariado en México marchó a la vanguardia en la lucha, pero a la retaguardia en las conquistas. En Amauta y por la misma época, posición similar iba a adoptar también Esteban Pavletich, escritor y militante que radiografía la vida del país azteca y declara allí, la caída del destino socialista. Y si bien, ninguno de los dos -ni Mariátegui ni Pavletich- cae en ese mostrenco cientificismo que expresa Rabines, ni en su desprecio por el protagonismo que puede asumir el campesinado, ambos pronuncian conclusiones similares a la suya. Lo que no implica que marquen la irreversibilidad de un proceso, sino que Mariátegui -bajo la certeza de que las lecciones políticas son suministradas más nítidamente por los tiempos de "reflujo reaccionario" que por los de "flujo revolucionario"- prosigue en la tarea de distinguir en México indicaciones para la reconstrucción del poder popular en Nuestra América, prosigue en desentrañar la dificultades que atraviesa toda transformación social y política, más que en dictaminar su incorrección en nombre de una visión evolucionista y fatalista como la de Rabines:

Desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien, que -sin hacerse ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado sus principios y faltado a sus compromisos (Mariátegui, J. 1994 [1959], 437).

Silvana G. Ferreyra sostiene la hipótesis, de que las modificaciones en la caracterización de Mariátegui sobre el proceso mexicano tienen una correspondencia bastante directa con los giros de la Internacional Comunista y consigna para su constatación una brevísima reseña sobre las estrategias de la Internacional en esos años:

En 1921 se imponían los frentes únicos, ligados a los períodos de avance contrarrevolucionario como el inaugurado tras la derrota de la revolución en Alemania. Los mismos implicaban una alianza entre las distintas tendencias políticas vinculada a las masas trabajadoras, sin perjudicar la independencia de las organizaciones respectivas. A partir del Quinto Congreso Mundial en 1924, y a raíz de la experiencia china, esta política se extendió en los países coloniales hacia la constitución de "frentes unidos antiimperialistas" que incluían a la burguesía y pequeña burguesía nacional. Al respecto, no existe un acuerdo completo sobre la fecha exacta del abandono de esta táctica y el consiguiente giro hacia la izquierda en la estrategia del Comintern. Algunos autores marcan 1927 como momento clave, a partir de la sangrienta derrota del Kuomintang en la Revolución China. Otros especialistas lo ubican en 1928, durante el VI Congreso, señalando como evidencia el tono de sus resoluciones: la caracterización de la situación mundial del capitalismo como de "estabilización precaria", la identificación de la socialdemocracia con uno de los peores enemigos de la clase obrera y la descripción de su ala izquierda como la fracción más perniciosa, limitándose el frente único a la colaboración con las bases (Ferreyra, S. 2011, 41-59).

Sin embargo, un seguimiento más atento de las posiciones sostenidas por Mariátegui sobre el final de su vida, entre ellas la fundamental de mantener el nombre de "Socialista" para su Partido (contradiciendo las "21 condiciones" que habían sido determinadas para poder ser miembro de la Internacional Comunista) y la presentación de las Tesis Ideológicas. El problema de las razas en la América Latina frente a la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana realizada en Buenos Aires en junio de 1929, cuyos planteos fueron rechazados por sus principales dirigentes como Codovilla y Rabinovich, no permiten sostener la idea de una obediencia mariateguiana a las directivas del Bureau Sudamericano y los agentes soviéticos ni una correspondencia directa entre su lectura de la Revolución Mexicana y los giros de la Internacional Comunista. Por el contrario, lo que se vislumbra es una fuerte tensión respecto a sus principales lineamientos, que pueden verse detallada y documentada por Alberto Filippi (2011) en "Los siete ensayos en su tiempo y en el nuestro.". Donde Filippi remarca que quien sí iba a seguir los lineamientos de la Internacional era Rabines, "normalizando" -después de la muerte de Mariátegui- al Partido Socialista, cambiándole su nombre por el de Partido Comunista, alineándolo a los objetivos del PCUS y a los intereses prioritarios de la URSS, y luchando contra el "grupo Amauta" para erradicar lo que pasó a objetarse como "mariateguismo", por supuestas vacilaciones sobre la cuestión de la creación del Partido Comunista como el partido de clase del proletariado, las ilusiones sobre el papel revolucionario de la burguesía nacional peruana y la estimación de la cuestión nacional indígena, motivos que ya se traslucen en el texto citado del propio Rabines.

Además, las duras críticas de Mariátegui al devenir de la Revolución Mexicana no permiten deducir un abandono del Frente Único como opción política, ni un rechazo absoluto de la experiencia popular iniciada en 1910, sino que más bien se reprueba la participación de las clases populares en una alianza de clases cuando las mismas no son autoras del cambio que se proponen. Así lo muestra el último artículo que Mariátegui escribe sobre México pocos meses antes de su muerte:

Ninguna de estas constataciones discute a la Revolución Mexicana su fondo social, ni disminuye su significación histórica. El movimiento político que en México ha abatido el porfirismo, se ha nutrido, en todo lo que ha importado avance y victoria sobre la feudalidad y sus oligarquías, del sentimiento de las masas, se ha apoyado en sus fuerzas y ha estado impulsado por un indiscutible espíritu revolucionario. Es, bajo estos aspectos, una extraordinaria y aleccionadora experiencia. Pero el carácter y los objetivos de esta revolución, por los hombres que la acaudillaron, por los factores económicos a que obedeció y por la naturaleza de su proceso son los de una revolución democrático-burguesa. El socialismo no puede ser actuado sino por un partido de clase; no puede ser sino el resultado de una teoría y práctica socialista (Mariátegui, J. 1994 [1959], 439).

Más allá de la especificidad de la deriva revolucionaria (que es imposible desplegar en tan pocas líneas), queríamos remarcar los desafíos que afronta una experiencia cultural, del temple militante como representaba Amauta,cuando se abordan las crecientes dificultades que atraviesa una revolución. Observar la persistencia del conflicto político en todo proceso revolucionario y al mismo tiempo sostener su fuerza colectiva como indeclinable, exige de una gran lucidez por parte de las clases populares. Mariátegui identifica esta lucidez con el nombre de "realismo proletario", afirmando que los grandes movimientos populares deben crear una expresión de heroísmo revolucionario -de lo que Sorel llamaría "lo sublime proletario", de lo que nosotros llamamos mito fundacional- sin omitir ninguno de los fracasos, de las desilusiones, de los desgarramientos espirituales sobre los que ese heroísmo prevalece, sin omitir un severo realismo sobre nosotros mismos, pues, la revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo (Mariátegui, J. 1994 [1950], 696). Señala así Mariátegui, que nuestro destino -aquél marcará para siempre la primer editorial de Amauta- no es otro que la lucha, que tuvo un capítulo tremendo y doloroso que abrió la patria azteca y se propagó no sin heroísmo ni tragedia por todo el continente.

Notas

1. Amauta constituye una la de las mayores experiencias editoriales de vanguardia del siglo XX en América Latina. Con la particularidad de constituir más que una revista, a través de ella, un proyecto político y social, una praxis colectiva. Uno de cuyos pilares principales fue, como sostiene Fernanda Beigel -intérprete fundamental de la obra mariateguiana- "la creación de una cultura alternativa a la oficial", un Perú Nuevo a través de la apertura de un espacio de debate capaz de canalizar la diversidad y fragmentación de las expresiones artísticas y políticas del momento y "materializar su encuentro en una polémica tendiente a generar un programa socialista" (Beigel, F. 2003, 56) Como sintetiza Alberto Tauro: su director fue José Carlos Mariátegui. Desde la organización de la Sociedad Editora Amauta figuró a su lado Ricardo Martínez Torre, como gerente. Amauta lanzaba dos ediciones: una en papel de periódico, que era absorbida por "algunos millares de personas": y otra en papel "Snov", para los Amigos de Amauta que sólo alcanzaba a cien ejemplares. La carátula aparecía siempre ilustrada con dibujos de José Sabogal  (Tauro, A. 1994 [1960], 1404). Es imposible en esta nota al pie, enumerar a sus colaboradores desde su primer número en febrero de 1926 hasta sus últimos tres números, con Mariátegui sin vida en el año 1930, porque los colaboradores eran de diferentes países de América Latina, Estados Unidos y Europa, además del núcleo duro del propio Perú. Su distribución fue realmente importante, llegó a diversos países del mundo a través de una gran red editorial y accedió a la mayoría de los rincones de su país. Para un mayor detalle de su estructura y desarrollo interno ver Goicochea, M. (1933).

2. Para este señalamiento histórico y uno más extensivo, ver Ansaldi, W. y Giordano, V. (2012).

3. Un índice pormenorizado de los artículos que Amauta le dedica a México y su Revolución puede encontrarse en: Falcón, J. (1980). Después de realizar una lectura de cada uno de los artículos señalados en el índice, realizamos una selección de aquellos que ocupaban un lugar central dentro de nuestra problemática a lo largo de todo el periodo que duró Amauta. Además  seleccionamos algunas Editoriales que consideramos claves, para comprender las lecturas de la Revolución Mexicana sobre la mirada integral de la revista. Para la selección, fue de suma importancia la lectura de la Tesis Doctoral de Padilla Moreno, R. (2008) donde se puede encontrar en detalle el "estado de la cuestión" de la problemática que acá pretendemos tomar en una de sus aristas.

4. Es necesario aclarar que estos tres sucesos, si bien son vertebrales de la constitución del pensamiento mariateguiano, de ningún modo componen una fuente única de las fuerzas que lo inspiran. Dentro de lo que queda afuera, está la necesaria reflexión sobre el lugar que ocupan las culturas incaicas en la constitución del mito de la nación peruana y de la revolución socialista.    

5. Vale aclarar que la revista Amauta no era una tribuna libre abierta a todos los vientos del espíritu, se definía como una fuerza beligerante, polémica y Mariátegui no fue ajeno a la dura discusión sobre el conflicto "religioso" en México. Dejó sentada su posición, que es reveladora por un lado, del peculiar marxismo que iba a sostener en su vida y por otro lado, permite observar la valoración de la cultura popular como soporte de una política libertaria. Aun cuando los soviets pegaran afiches en Rusia con la consigna: "la religión es el opio de los pueblos", Mariátegui sostenía: "El Estado mexicano, pretende ser, por el momento, un estado neutro laico. Yo, por mi parte, he insistido demasiado respecto a la decadencia del Estado liberal y al fracaso de su agnosticismo para que se me crea entusiasta de una política meramente laicista. Pero el laicismo en México -aunque subsistan en muchos hombres del régimen residuos de una mentalidad radicaloide y anticlerical- no tiene ya el mismo sentido que en los viejos Estados burgueses. Las formas políticas y sociales vigentes en México no representan una estación del liberalismo sino del socialismo. Cuando el proceso de la Revolución se haya cumplido plenamente, el Estado mexicano no se llamará neutral y laico sino socialista. Y entonces no será posible considerarlo anti-religioso. Pues el socialismo es, también, una religión, una mística. Y esta gran palabra religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia" (Mariátegui, J. 1994 [1959], 426). No es menor la complejidad que adquiere la discusión, Mariátegui retoma dos elementos centrales de la contra-ilustración, la religión y el mito, y nos advierte que no pueden ser cooptados por la Iglesia, que deben ser reevaluados como fuerzas gravitacionales de la historia humana a favor de una revolución social, deben ser reevaluados como aquellas narraciones tan indispensables para proyectar la esperanza en medio de la desolación. Porque los imaginarios sociales no cumplen tan sólo un rol ideológico conservador como se predicó bajo un duro prejuicio iluminista.

6. El desarrollo del mito gaucho puede verse en Astrada, C. (2006)

7. José Arico en su libro La cola del diablo cita a Enrique Montalvo para afirmar que No puede negarse que la Revolución Mexicana es, durante su primera etapa, una revolución jacobina, en la que participan con demandas radicales amplias masas sociales. Por otra parte también es, en buena medida, una revolución pasiva o desde arriba, cuando las élites dirigentes se apropian de ella y sustituyen las modificaciones radicales por las reformas. De esta manera liquidan a los reductos radicales que permanecieron activos después de finalizar el movimiento armado (Aricó, J. 1988, 104). Y en el mismo sentido Mariátegui arremete: Durante los gobiernos de Obregón y Calles, la estabilización del régimen revolucionario había sido obtenida en virtud de un pacto tácito entre la pequeña burguesía insurgente y la organización obrera y campesina para colaborar en un terreno estrictamente reformista. Podía seguirse usando contra los ataques reaccionarios, una fraseología radical, destinada a mantener vivo el entusiasmo de las masas. Pero todo radicalismo debía, en realidad, ser sacrificado a una política normalizadora, reconstructiva. (.) El Estado Mexicano no era, ni en la teoría ni en la práctica, un Estado socialista. La Revolución había respetado los principios y las formas del capitalismo. Lo que este Estado tenía de socialista consistía en su base política obrera (Mariátegui, J. 1994 [1959] 432).

8. Consigna que en algún momento habrá que seguir atentamente su rastro ya que aparece también en Francia con los realistas, en España con los franquistas y en Argentina, inscripta en las alas de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo dando un golpe de Estado a Perón en 1955

9. Efectivamente, desde septiembre de 1926 hasta enero de 1929, a lo largo de 20 números de la revista, los diferentes autores presentan la Revolución con profundo optimismo, se destaca lo positivo, el triunfo de los campesinos y obreros de México bajo la dirección de sus líderes y los desafíos que provocan los enemigos de la Revolución. No hay una sombra de crítica y se percibe la Revolución casi con un fervor religioso. En este primer grupo los que escriben son: Pérez Reinoso (filósofo peruano), el Dr. Atl (mexicano, socialista, pintor), Hurwitz (peruano, vinculado a las Universidades Populares, periodista) y Terreros; Mayer de Zulen (indigenista peruana, escritora), Martínez de la Torre (peruano, socialista, gerente de Amauta), Ramos Pedrueza (mexicano, socialista e historiador), Cox (peruano, aprista, economista), Silva Herzog (mexicano, socialista, economista) y Araquistain (español, socialista, político y escritor). Desde mayo de 1929 a mayo de 1930, de los números 23 a 30, sus autores son: Ravines -en Amauta aparece siempre como Rabines- (peruano, "comunista", espía al servicio de Estados Unidos, periodista), Bustamante, Pavletich (peruano, socialista), Modotti (italiana, comunista, fotógrafa) y circulares y manifiestos que denuncian la persecución de los comunistas en México a manos de los órganos represores del gobierno mexicano. Rabines y Pavletich presentan amplios ensayos en donde hacen un concienzudo análisis que explica la imposibilidad de que la Revolución mexicana pueda llegar a ser una revolución socialista. A pesar de la complejidad ideológica del gobierno revolucionario, estos autores presentan una visión objetiva, cruda, crítica de lo que México está viviendo. Portes Gil está en el poder y la derechización de la Revolución es cada vez más evidente y brutal. Los demás comunicados que aparecen durante el último año de Amauta son alarmantes y hablan de cómo se va cayendo el sueño mexicano, en cuanto que cada vez más se aleja de su, en otro momento, marcada tendencia popular. Ni Mariátegui, ni Amauta alcanzaron a vivir para ver que la Revolución Mexicana todavía daría un último y temporal viraje hacia la izquierda con el presidente Lázaro Cárdenas (Padilla Moreno, R. 2008, 24).

10. La consigna de "clase contra clase" concluía en la individualización de las corrientes socialistas y socialdemócratas de la clase obrera y de los movimientos nacionalistas revolucionarios y reformistas de los países dependientes y coloniales como los enemigos fundamentales del proletariado (Aricó, J. 1980, XXVII).

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