SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.18 número1Biopolítica y neuroliberalismo: La cacería estudiantil de AyotzinapaEl cuerpo en despedida: estéticas de la enfermedad y la tortura en el Chile finisecular índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.18 no.1 Mendoza jun. 2016

 

DOSSIER

Estética de la comunidad

Aesthetics of community

 

Samuel Manuel Cabanchik

UBA/UNL/CONICET

 

Recibido: 28/09/2015
Aceptado: 22/05/2016


Resumen

Uno de los motivos recurrentes del pensamiento contemporáneo, es la indagación sobre el concepto, la representación y la valoración de la comunidad como una dimensión de la experiencia, en particular en su incidencia política/impolítica. Pero "comunidad" se ha manifestado como un "semantema" elusivo, es decir, una familia de nociones y asociaciones significativas, que abren y complejizan más y más la búsqueda de un concepto preciso, hasta empujarnos hacia las típicas "vías negativas" para la caracterización o definición del mismo.

A modo de hipótesis, sin pretender con ello construir un esquema abarcador, sostendré que hay un núcleo estético en ese semantema, aludiendo con "estética" a la presencia, en el punto pivote de la constelación que delimita "lo comunitario", de términos como sonido/silencio (lenguaje), diferencia, doble, forma, identidad, imagen y semejanza. Se trata mayormente, como es evidente, de significaciones construidas sobre los planos auditivo y visual de lo sensorio.

Como una especificación de dicha hipótesis, ensayaré la elaboración de una noción de comunidad a partir de la pregunta acerca de cuándo hay comunidad. La respuesta a articular, es que hay comunidad cuando hay imagen, esto es, corporización de una semejanza y de un sentido, capaces de conjurar tanto la amenaza de lo informe como la de la forma sin semejanza. El fundamento último de esta hipótesis, es que nuestro ser–en–común originario toma consistencia en el plano de lo sensible porque se vincula a la insuficiencia de toda representación para subordinarlo a un concepto, pues se presenta aquí, entre comunidad y concepto, la misma distancia infranqueable que hay entre la existencia y su teorización.

Palabras clave: Comunidad; Experiencia; Estética; Imagen; Corporización.

Abstract

One of the recurrent motifs of contemporary thought is the inquiry about the concept, representation and valuation of community as a dimension of experience, particularly in its political/impolitic influence. But "community" has proved to be an elusive semanteme, i.e., a family of notions and significant associations that make the search for a precise concept very complex, pushing us to the typical "negative ways" for its characterization or definition.

As a hypothesis, and with no intention of building an all–encompassing frame, I will hold that there is an aesthetic nucleus to this semanteme, understanding "aesthetic" as the presence of terms such as sound/silence (language), difference, double, shape, identity, image and likeness, occurring at the very pivot point of the constellation that defines "the communitarian". It refers mostly to significances related to the hearing and seeing senses.

Following this hypothesis, I will try to define a notion of community answering the question of when a community occurs. The answer to this being that there is a community when there is an image; that is, the embodiment of a likeness and a sense that can thwart the threat of what is shapeless or of a shape with no likeness. The ultimate foundation of this hypothesis is that our original being–in–common becomes consistent to the senses because of its inability to subordinate to a concept, as happens with any representation, being the unbridgeable distance between community and its concept the same there is between existence and its theorization.

Keywords: Community; Experience; Aesthetics; Image; Embodiment.


 

I–

Huidizo, invisible, irrepresentable: así se nos manifiesta nuestro ser–en–común. ¿Cómo habría de ser de otra manera, puesto que la consistencia misma de nuestra existencia nunca vela del todo el vacío que la atraviesa? Esta insuficiencia de la representación promueve la interrogación filosófica, porque evoca la cuestión del comienzo, a la que siempre pueden remontarse los afanes más concretos y ambiciosos de la filosofía como tal. "Dónde comenzamos", nos preguntamos, tomando nota de la heterogeneidad entre el ser y su representación.

Si no podemos hacer coincidir el plano de la representación con el de la existencia, una argumentación explícita mostraría que sólo la imagen puede soportar el peso requerido para cubrir esa brecha. Nuestra hipótesis es que habrá de buscarse en las fuentes de la sensibilidad, el hilo con el que se trama nuestro ser–en–común, no como objeto de un concepto que lo representa, sino como la envoltura de una imagen que encarna una semejanza y que así, la hace existir.

Lo que debemos indagar es acerca de cuáles son las condiciones de la comunidad como imagen. La génesis de las imágenes, en general, comprometen al cuerpo, a las metáforas que lo traducen y a los símbolos que transfiguran ese cuerpo, proyectándolo hacia el vínculo comunitario.

"Por la letra nacemos, por la letra estamos ya en nueva vida" afirma José Lezama Lima, evocando el Libro de los Proverbios (Lezama Lima, 1969, p. 47). La instancia de la letra no es escindible del campo de la imagen, cuando aquella se entrega a su arte metafórico: "va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola", afirma el mismo Lezama en "Las imágenes posibles» (Lezama Lima,2007, p. 166).

En la germinación de la palabra en la imagen, nuestro ser–en–común se propicia. Para descifrarlo aporta su clave el concepto de semejanza, porque, como dice con agudeza Julio Ortega, "la frase metafórica es un delta de las semejanzas" (Ortega, 2010, p. 159).

Atendamos a la cuestión del significado de la condición de semejantes que mantienen entre sí el ego y el alter ego o, mejor dicho, la relación de semejanza que constituye a los distintos existentes en semejantes los unos para los otros. Toda relación de semejanza es determinada por "un respecto de qué". En este caso, el respecto de qué no puede ser ninguna uniformidad en la naturaleza, que en la instancia de la constitución de la relación "ser semejante de" es irrelevante para los protagonistas, ni podría tampoco ser una cualidad perceptible, como un parecido físico y demás.

La semejanza en cuestión es de otro orden. Aquello en que los semejantes se asemejan es que todos tienen un origen en común. Para empezar, todos son seres hablantes que comparten un lenguaje. Ese lenguaje proviene de quien respondió al grito originario. El lenguaje nace cada vez que se articula ese grito, instituyendo la condición necesaria para que el existente se vuelva un semejante. Al integrarse al sentido, todos y cada uno de quienes se conforman semejantes por la vía del lenguaje, participan también de lo visible y en esa mutua visibilidad se refleja la semejanza.

En la situación normalizada del ser–en–común, no vemos un algo que luego interpretamos como un semejante, sino que la semejanza misma se manifiesta en cada semejante, desde un comienzo. Lo que nos hace semejantes los uno de los otros, es la mirada que nos atraviesa, nos envuelve y nos refleja. Así, cada quien se reconoce en esa mirada que es de todos y es de nadie, pero que es siempre singular, porque nos concierne en el ser: lo que hace al otro un semejante, es lo que me hace semejante.

Si bien el despliegue de la constitución estética de la comunidad requiere que evitemos el sesgo de una dimensión de la sensibilidad descuidando las otras, por lo que, en lo que sigue, transitaremos dos caminos en los que el recurso a los sentidos de nuestra percepción, pretende ser alegórico en relación a los de  la idea de comunidad. Andaremos primero por pabellones en los que se recoge y amplifica el sonido de la comunidad, para luego encontrar en la esquicia del ojo y la mirada nuevas luces para esas sombras.

II–

En su interpretación de la condición americana como producto de lo que denominó, en el libro homónimo, el pecado original de América, H.A. Murena repara en una curiosa anécdota referida a Florencio Sánchez. Según relata, el gran dramaturgo uruguayo, para escribir sus obras de teatro requería que a su alrededor hablaran en voz alta mientras lo hacía. Murena interpreta la escena como un síntoma, no sólo individual sino comunitario. La hipótesis que formula es que Sánchez pugnaba contra el silencio, y con ello, mostraba que su comunidad de pertenencia, nosotros, nos encontramos cara a cara, sin el abrigo de la cultura que dispensa una comunidad humana, con el horror del silencio del mundo, con el silencio de Dios.

Lo que nos hace auténticamente humanos, conjetura Murena, es una voz comunitaria que puebla el silencio originario. Cuando la palabra del ser humano no ha comenzado o cesa, nos dice, el silencio originario adquiere una presencia demoníaca, el demonio que Florencio Sánchez conjuraba para poder entrar en el silencio creativo, desde el cual pronunciar la palabra humanizadora, a la vez solitaria y comunitaria, cual es la palabra del escritor. El resumen, el sonido de la comunidad, amortiguando el silencio inhumano, habilita la fecundación y la fecundidad de una palabra propia.

En un pasaje especialmente propicio para nuestras cavilaciones, escribe Murena: …una lengua, no obstante cristalizarse en formas, es primariamente sonido, es el ruido que el hombre emite para atenuar la insoportable tensión con el silencio en que se halla en la soledad terrestre; en la intensidad, la intención y el matiz peculiarísimos con que dicho sonido es lanzado hacia el mundo circundante va implícita una insustituible idea del mundo… (Murena, 1965, p. 139)

Esta poderosa imagen puede interpretarse como el resultado de una extrapolación del contexto ontogenético. En efecto, que todo hablante tenga una infancia indica nuestra mudez originaria, de la que somos arrancados por las voces de la comunidad que nos llaman al lenguaje. La comunicación en el seno de una comunidad de lenguaje, es así  el origen a partir del cual adquirimos la condición de hablantes/intérpretes.

El punto de llegada de ese proceso a cuyo través nos instalamos en la normatividad del significado, es la capacidad para sostenernos en el diálogo interior:

El lenguaje interior, dice Vygotsky, es un lenguaje casi sin palabras (…) no es el aspecto interior del lenguaje externo, es una función en sí (…) Mientras en el lenguaje externo el pensamiento se encarna en palabras, en el interno las palabras mueren al formar el pensamiento. El pensamiento interior es en gran medida pensaren significados puros (citado en Sacks, 2012, p. l20)

Este lenguaje interior es lo que cabe llamar conciencia.  Como dice Volóshinov:

…la conciencia en cuanto expresión material organizada (mediante el material ideológico de la palabra, del sonido, del signo, del dibujo, del color, de la música), es un hecho objetivo y una enorme fuerza social. Es verdad que la conciencia no se encuentra por encima de la existencia ni la puede determinar constitutivamente, pero en cambio es una parte de la existencia, una de sus fuerzas y por lo mismo posee una eficacia, juega un papel en la arena de la existencia (Voloschinov, 2009, p. 144).

No se trata de afirmar ninguna autonomía de la conciencia en relación al lenguaje, ya que por fuera de la materialidad del signo, aquella se desintegraría, subsistiendo solamente el proceso vital del organismo. Para éste, volverse signo y expresarse en la conciencia son una y la misma cosa. Más allá o más acá de esa expresión, nos reencontraríamos con la vida sin lenguaje, como en el animal o en el niño no socializado, con ambiente más que mundo, como se ha dicho desde hace tiempo, y por otro lado, con una estructura abstracta fantasmagórica, a la que sólo imaginariamente podría representársela como un lenguaje. (En este punto, deberíamos discutir con el posestructuralismo pero no hay posibilidades de hacerlo aquí y ahora).

En resumen, para Volóshinov el lenguaje no es una estructura normativa abstracta desvinculada de la faz intersubjetiva en la que se manifiesta, pero tampoco es engendrada en la intimidad de sujetos constituidos como tales fuera del lenguaje. Por el contrario, el desafío para una filosofía del lenguaje consiste en dar cuenta de la comprensión como centro generador del signo en tanto vínculo social entre conciencias.

Por otra parte, a mayor inserción de la espontaneidad subjetiva en la significación social, –ideológica en los términos del autor–, mayor creatividad y libertad en relación a las fuerzas alienantes de los dispositivos ideológicos. Es decir que la pertinencia de la conciencia,– eliminada, por ejemplo, en una estrategia descriptiva neutra e impersonal como la wittgensteiniana –, radica en ser la instancia dinámica en la que la realidad de la lengua como forma normativa, alcanza su concreción y su capacidad de renovar la expresión de la vida colectiva, tanto en su articulación con el organismo como con el mundo material que lo circunda.

En efecto, y para terminar con esta serie de referencias, afirmaremos con Sartre que el lenguaje…

…no puede ser separado del mundo, de los otros y de nosotros mismos: no es un enclave extraño que me puede cercar o desviarme de mi propósito; soy yo, en tanto que estoy más cerca de ser yo mismo cuanto más lejos estoy, con los otros, y entre las cosas. Es la indisoluble reciprocidad de los hombres y sus luchas, puestas de manifiesto, conjuntamente, por las relaciones de ese todo lingüístico sin puertas ni ventanas, en el que no podemos entrar, del que no podemos salir y en el que estamos (…) nada precede al lenguaje… hemos pasado sin esfuerzo, merced a nuestra simple afirmación práctica de nosotros mismos, del alma hablada al alma hablante" (Sartre,1975, p. 23, 24 y 51).

Lo que se nos presenta ahora es la argamasa de nuestro ser–en–común: el silencio de la conciencia – expresión sartreana – constitutivo del soliloquio en el que resuena el sonido, las voces, de la comunidad. Pero, claro está, no podemos pretender situar el origen del sentido en un lenguaje cuya referencia se determine en el puro medio sonoro, pues como argumentó Peter Strawson en Individuos, una experiencia puramente auditiva no cumpliría las condiciones para una conciencia no solipsista, esto es, una conciencia capaz de hacer referencia, de tener un mundo –incluso, hemos de agregar, de tener un sí mismo– (Strawson, 1989, p. 72).

Lo que el argumento de Strawson nos permite apreciar, es que, si la condición de habitar un mundo y de ser parte de una comunidad, requiere la constitución de ese punto de invaginación que es la conciencia, no es menos cierto que su condición de posibilidad radica en la donación del lenguaje.

Ahora bien, es necesario prestar atención a una dimensión complementaria de toda la cuestión. Para comprenderlo, debemos atender, por paradójico y sorprendente que nos resulte, al drama de la meditación cartesiana. En el texto cartesiano se nos presenta una lucha con el demonio, no menos intensa que la de Florencio Sánchez, pero inversa a o complementaria de ésta, veámoslo.

El demonio que amenaza a Descartes no es el del silencio primordial, como diría Murena, sino el de la indistinción entre la voz propia y la del Maligno. Cada vez que la autoconciencia pretende hacer pie y establecerse en una experiencia del mundo y de sí misma, podría ocurrir, según la duda metódica que es tributaria del "Gran Fallor", – como sugiriera Lezama Lima en su memorable Introducción a un  sistema poético –, que el equívoco del significado y de la verdad nos despoje del mundo y de nosotros mismos.

Cabe interrogar entonces, ¿cómo, en virtud de qué, se realiza esta operación? La respuesta se insinúa de inmediato: porque el hablante no logra instituirse en el lenguaje, quedándose sumergido en ese otro sueño que es el "lenguaje del Otro" cuando permanecemos fuera del lenguaje. Ocurre como si un pensamiento no pudiera presentarse, al ser capturado una y otra vez por el diálogo incesante que la conciencia no puede dejar de oír.

No podrá negarse que el meditador cartesiano requiere del lenguaje para emprender y proseguir su búsqueda impenitente de una primera certeza. El cogito cartesiano, como señalara Merleau–Ponty en su Fenomenología de la percepción, es un cogito hablado. El lugar del pensamiento comienza por ser un espacio de escucha de una voz, como también desarrollara bellamente Peter Sloterdijk en un texto al que nos referiremos en un momento. ¿Pero cómo saber si esa voz expresa un pensamiento verdadero, esto es, uno que cuente como experiencia y conocimiento del ser?

He aquí el punto en el que se produce la genial reorientación cartesiana, que la contemporaneidad filosófica ha denostado injusta y apresuradamente, probablemente inducida por el propio Descartes, que no alcanza a ver claramente, que el pasaje del pensamiento a la existencia, punto pivote de la certeza perseguida, contiene a Dios en tanto silencio primordial. (Pero más allá de que la respuesta fuera o no advertida en estos términos por Descartes, su nouvelle filosófica puede ser leída con este sentido).

La razón de esta lectura, es que extraer del pensamiento que se piensa la certeza de la propia existencia, implica no ser el sueño de otro, pues un personaje onírico no piensa, sino que es pensado. Pero ese es el efecto "dialéctico" de la duda metódica, que no puede sacarse de encima la sombra del Maligno. Dicho de otro modo, si la voz de éste no pudiera ser silenciada, mi certeza de existir mientras pienso sería un pensamiento suyo, no mío.

La bondad de Dios radica en esto: que no nos sueña, que se calla, que hace silencio para que podamos existir. Por ello dijimos antes que este acento inverso al entrevisto por Murena, lo complementa. Verdad es que si comenzáramos por Dios, sólo tendríamos un pavor, un silencio inhumano y cruel. El Maligno nos es necesario para tener lenguaje, pues su naturaleza es confundirnos con su cháchara. Incluso, tal vez nos diga la verdad, lo que sería el colmo de la perversión mientras no alojemos una voz propia entre las voces fantasmáticas que profiere.

Si algo parece seguro, es que Dios no puede ser una voz sino un silencio, para que poblemos ese silencio con nuestra palabra. Pero esta palabra no dejaría de ser un fantasma si se pretendiera originaria de la conciencia solitaria, que no podría ser otra cosa que la otra cara del Maligno. La comunidad es constituyente de la condición de hablante para cada quien: sólo en ella accedemos a nuestra soledad, que es solidaria de nuestro ser–en–común.

El meditador existe para sí mismo, recién cuando afirma que puede concebirse no nato, sin cuerpo y sin padres, pues el mundo encarnado y los padres, como los maestros escolásticos o los libros, bien podrían ser una actuación más del Maligno. Así es que la propia existencia individual y colectiva, comienza por la aceptación del riesgo de una palabra al viento, a la intemperie. Por una apuesta sin garantías.

Descartes se equivoca, en todo caso, al atribuir a Dios el papel de "Gran Fiador" frente al del "Gran Fallor". Su bondad, como dijimos, su caridad, es aceptar que nuestra propia palabra se aloje en su silencio. Pero ese silencio de Dios es, precisamente, el lugar en el que pensamos, en el que existimos.

Peter Sloterdijk (2008), ensaya un esclarecedor desarrollo a partir de una pregunta formulada por Hannah Arendt: "¿dónde estamos cuando pensamos? Estamos escuchándonos, indica Sloterdijk, como se escucha el meditador cartesiano hasta despertar del embrujo del Maligno. "Escucho algo en mí, luego existo" es la verdad del cogito cartesiano, podemos afirmar con  este autor (Sloterdijk, 2008, p. 301).

Sloterdijk pretende erigir este cogito contra el cartesiano, al apuntar que el mismo nada fundamenta, pues

…el sujeto sólo puede estar en sí cuando se ha dado algo en él que se puede oír también en él – sin sonido no hay oído, sin otro no hay propio Yo –. Su propio Yo sólo es conocido como un ser pensante y viviente en tanto es un medio que se hace vibrar por sonidos, voces, sentimientos, pensamientos. (…)Existencialidad en lugar de sustancialidad, resonancia en lugar de autonomía; percusión en lugar de fundamento (Sloterdijk, 2008, p. 303).

Y más adelante agrega:

Desligado de la esclavitud semántica, el sonido sale de la sombra y se hace oír a sí mismo con una frescura y pureza inauditas (p. 305).

Este es el lugar de la poesía, no del puro ruido en el que consiste la barrera protectora de Florencio Sánchez, sino más bien una música del verbo. Precisamente, y para volver una vez más a Murena, veamos el tema en el que probablemente sea su ensayo más logrado: La metáfora y lo sagrado. Allí comienza con un texto que se llama precisamente ser música, en el que en contraste con aquel que referimos al comienzo, Dios se asocia al nombre entendido como onda sonora.

Más de veinte años antes que Sloterdijk, en la obra de Murena asistimos a la imagen de la condición humana a partir de una observación que coincide literalmente con su equivalente en el texto del filósofo alemán:

Tampoco ignoramos, (dice Murena), que el primer contacto de un ser humano con el mundo es la voz de la madre oída en el vientre, y que el oído es el último sentido que el agonizante pierde. (…) Pensé alguna vez que acaso somos un gran oído… (Murena, 2002, p. 431).

Prosigue el texto refiriendo una experiencia personal: la de escuchar en una grabación un recitado de unos versos del Corán en árabe, lengua que no comprendía. Poseído por "el grano de esa voz" Murena dice haber escuchado una y otra vez el silencio, reencontrando en ese rezo a Dios el silencio de Dios que todos compartimos, al que Murena termina asociando el origen del arte –otra proximidad entre ambos textos, el de Murena y el de Sloterdijk.

¿Cuál es la diferencia esencial entre lo que nos ha hecho ser "un gran oído" desde antes de nacer y un mero ruido? Que ese sonido puro de nuestro originario ser–en–otro o ser–en–común, es el resto de una voz articulada. Es equivalente a una música porque ésta también se diferencia, por la articulación de su propia normativa inmanente, del mero ruido.

Por este camino, en el desprendimiento mutuo del sonido y el sentido, en la diferencia que hace lugar al silencio en el que podemos  habitar con nuestra propia voz, recuperamos nuestra potencia lingüística creativa por la que comenzamos, pero enriquecida por la receptividad para las voces del mundo, a riesgo de que sean las del Maligno. La promesa de una vida colectiva realizada, coincide con este acto de riesgo y de entrega, en el cual se cifra la suerte de nuestra existencia humana, la del sonido de la comunidad.

Extraigamos un esquema general del origen sensible de nuestro ser–en–común. Si forjamos la imagen de lo humano por contraste con la del animal, advertimos que mientras en éste la vida permanece dentro de un círculo cerrado, la condición humana se instaura en la apertura, que es a la vez negatividad, conciencia de dicha negatividad y de la muerte, lingüisticidad y, como extremo esencial de este "ente–de–palabra" que somos, "seres de plegaria, seres para Dios", podríamos decir con Murena (Idem, p. 238).

Estamos frente a una dialéctica que discurre entre tres términos: lo originario, la defensa frente a lo originario y, como opción integradora, la aceptación humanizante de lo originario. El origen es el dominio de la vida animal. En el seno de ese dominio al que alguna vez pertenecimos se abrió el abismo, desde el cual proviene lo humano. Pero lo humano no puede sobrevivir y desarrollarse contra el abismo del que proviene, porque cuando lo hace intenta reproducir su propio circuito cerrado, sea en nombre de un humanismo secular, sea en nombre de un deísmo mortífero.

Este abismo es el silencio de Dios, ante el que sólo nos resta un camino redentor: aceptar el sonido de la comunidad, aún si conlleva el pecado plural de Babel o la confusión inducida por las voces del Maligno. En la incertidumbre y el peligro, nos es dado el mayor de los dones: la construcción metafórica del mundo. "Somos metáfora", nos dice Murena, dado que provenimos de un desplazamiento desde un mundo no sensible a uno sensible, y al celebrar nuestro ser lingüístico volvemos a traer ese "Otro Mundo" a este mundo. Particularmente en el arte se logra traspasar lo sensible en beneficio de la evocación o simbolización de esa otra dimensión no capturable enteramente en la visibilidad de lo literal.

Desde un punto de vista estructural, lo que dice Murena es que una ausencia irreductible hace posible a la vez la eficacia de Dios, el arte, la comunicación y, en fin, la vida humana como tal en su dimensión esencial, que es la de su ser–en–común. Pero es una ausencia operante en su movimiento, su capacidad de metamorfosis, su flexibilidad.

El camino es volvernos seres metafóricos, abrirnos al infinito de la traducción –que es como la metáfora un traer "el Otro Mundo" a este mundo– sin violentar los sentidos ni tampoco detener su desplazamiento incontenible. Esto equivale a asumir plenamente nuestro ser–en–común, a poblar el silencio del origen con el sonido de las voces que nos traspasan pero en las que habitamos.

El hecho de que en el centro de esta muchedumbre humanizante se encuentre el silencio del origen, nos da la ocasión permanentemente renovada de evocar ese silencio, de reencontrarnos allende el mundo en la soledad de un diálogo con nosotros mismos, que es el diálogo de la sensibilidad tanto como del pensamiento. En ese diálogo ingresamos a la singularidad del silencio, el de cada quien, como hacía Florencio Sánchez cada vez que imaginaba la escenificación del mundo en medio del ruido. En ese silencio singular, por un camino paradójico, encontramos el sonido de nuestro ser–en–común, como por primera vez.

III–

La dialéctica de la apertura de nuestro ser–en–común que nos ha abierto la vía del sonido y del silencio, se reencuentra, aunque según sus propias condiciones, cuando el punto pivote de esa apertura es lo que al comienzo referimos como "esquicia del ojo y la mirada". No se trata de utilizar las analogías de la sensibilidad como equivalencia metódica para acuñar un concepto, sino explorar diversas superficies de lo sensible –el sonido, la visión– para encontrar en ellas, con sus idiosincrasias respectivas, dimensiones irreductibles pero convergentes en una suerte de sinestesia de la vida en común.

La sección 420 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein es un buen lugar para comenzar. He aquí el texto (he agregado números para identificar las articulaciones que retomaré en mi comentario):

(1) ¿Pero acaso no puedo imaginarme que los hombres a mi alrededor son autómatas, carentes de conciencia, aun cuando se conduzcan como lo hacen usualmente? – (2) Cuando me lo imagino ahora –solo en mi habitación–, veo que la gente atiende sus cosas con una mirada fija (como en un trance)– (3) la idea es quizás un poco siniestra. (4) Pero ahora trata de mantener esta idea en tu contacto corriente con la gente, digamos, en la calle. Te dices a ti mismo, por ejemplo: "Esos niños ahí son meros autómatas; toda su vitalidad es meramente automática". (5) O bien encontrarás estas palabras carentes de todo sentido, o bien producirán en ti una especie de sentimiento siniestro, o algo parecido. (6) Ver a un ser humano vivo como autómata es análogo a ver una figura como caso límite o variación de otra, por ejemplo, la cruz de una ventana como esvástica (Wittgenstein, 1993, p. 105).

En (1) se introduce un contraste entre humano/autómata que se hace posible cuando, desde el punto de vista de la primera persona, los otros parecen tener conciencia pero no la tienen, es decir, parecen ser mis semejantes pero no lo son. Para lograr una imagen de esto, Wittgenstein recurre en (2) a la mirada: los no humanos no tienen mirada, eso es lo que los vuelve desemejantes. Esto puede reforzarse con ciertas asociaciones: un rostro humano pintado no deja de mirarme cuando lo miro, pero por lo general no vemos en los ojos de un animal una mirada. No es entonces la vida lo que allí sostiene el contraste sino la semejanza realizada por el circuito ver–sentirse visto.

(3) Califica al efecto que produce la ausencia de mirada como siniestro. Debemos reflexionar sobre esta aparición de lo siniestro. No sé si Wittgenstein conoció la disertación de E. Jentsch o el artículo de Freud sobre lo siniestro. En cualquier caso, es interesante recordar que, de acuerdo a la referencia de Freud, Jentsch destacó como caso paradigmático de lo siniestro "la duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado".

La contraposición animado/inanimado se refleja en la situación imaginada por Wittgenstein en términos de "ojos que miran sin mirar, sin reflejar una mirada". Aprovechando el vínculo gramatical –en sentido wittgensteiniano– establecido por Freud entre lo siniestro y lo familiar, podemos decir que el sentimiento de siniestro que evoca Wittgenstein se produce porque en lo semejante se manifiesta lo desemejante, no en el sentido de lo diferente, que es siempre solidario de lo semejante, sino de lo radicalmente desemejante. Lo siniestro es ver un ojo que mira sin mirada, una mirada en la que no puedo verme, que no me mira, pero que no es el ojo sin vida, el ojo de un muerto.

Lo que en (3) podría proyectarse como una imagen fantaseada por el niño, es considerada en (4) desde el punto de vista inverso, pues ahora se trata de no ver al niño como a un semejante. Lo ominoso de esta imagen de niños sin mirada, nos remite directamente al citado texto de Freud, en el que tiene especial importancia el cuento de Hoffmann "El hombre de arena". En el relato, el estudiante Nathaniel es asediado por lo siniestro debido a una imagen de su infancia: precisamente la del hombre de arena, una especie de ogro que arranca los ojos a los niños cuando estos no quieren irse a dormir, según el relato de su nodriza. El niño identifica al hombre de arena con un frecuente visitante de su padre y luego, más adelante en su vida, éste se le reaparece en diversos personajes. A propósito de esto, Freud acierta al mostrar que lo ominoso no se refleja sólo en la imagen del autómata, como también aparece en el texto de Wittgenstein, sino en la proliferación de los dobles (volveremos más adelante sobre este punto). 

El pasaje de Wittgenstein continúa señalando la aparición de lo siniestro en esta representación, esto es, la pérdida de mirada que deja al ojo en su desnudez de órgano, provocando ese sentimiento ominoso. Finalmente, la sección de Investigaciones citada, interpreta lo siniestro como una deformación de una buena forma. En el ejemplo, una cruz, símbolo redentor por antonomasia, metamorfoseándose en el signo de la ignominia por excelencia: la esvástica.

El texto citado muestra con fuerza retórica un supuesto sobre el que nos interesa detenernos y que ahora explicitamos: lo semejante y lo humano se sostienen o caen conjuntamente. Los niños de Wittgenstein no se asemejan a nadie porque en ellos no hay mirada. La mirada, como sugerimos, es una condición necesaria para que haya semejantes – y sin semejanza no hay humanidad –. Del existente al semejante y de éste al humano vamos desde lo condicionado a su condición: es lo humano lo que funda al existente, aunque sin individuos que devengan existentes no habría con qué hacer lo humano. Los existentes actuales hacen lo humano a partir de lo humano anterior que los humanizó a ellos. Es crucial entonces "la transmisión de humanidad por semejanza", por así decir. En esto la bisagra central es la sensibilidad; en el presente énfasis, la mirada, pero ¿qué es una mirada?

Por lo que llevamos dicho, hemos de responder que la mirada realiza el milagro de que un sentido me toque en mi propia carne. Porque la mirada no es el ojo ni ningún otro dato perceptual. Siendo un sentido no es sin embargo una estructura abstracta, ya que constituye una presencia inmediata que envuelve al existente por doquier. Desde que la mirada me toca, todo un conjunto de significaciones se despliega para mí: es lo que Sartre llamó "ser para–otro".

Ahora bien, esa mirada que porta y transmite humanidad, como ya afirmamos, no es originalmente de nadie. Nadie puede saber desde dónde mira y desde dónde es mirado. Podríamos decir que cada rostro tiene una mirada que ha hecho presa de él, a condición de reconocer que el existente ha debido determinarse a sí mismo de un modo singular frente a la mirada que lo ha tocado.

Si buscáramos una esencia de la que emanara el sentido encarnado en la imagen, ésta se disiparía, dejándonos frente a frente con el abismo o con lo que toma su lugar: lo siniestro, lo patológico o lo inhumano. Conjurando ambos peligros, se abre la posibilidad de la libertad, enraizada en nuestro ser–en–común. El existente es libertad porque puede determinar el sentido de la mirada que lo vuelve humano. Nuestra mejor oportunidad es construir mirada para adquirir humanidad. Sin humanidad no lograríamos integrarnos en una estructura significante y por ende, no habitaríamos un mundo, pues sólo hay mundo humano; un mundo inhumano no es un mundo.

Nuestro acceso a una mirada que se encuentre en la dimensión comunitaria, está rodeado de peligros. Si comenzamos por la letra es porque nuestra condición pende de una red de metáforas cuyo destino es la imagen. Pero este periplo hacia la imagen puede truncarse de diversas maneras.

En el citado ensayo sobre lo ominoso, Freud interpreta el fracaso de Nathaniel, que lo llevará al suicidio, como un avatar narcisista, producto de que la imago–padre se escinde y se duplica en un padre bueno y un padre malo, producto de una ambivalencia definitiva. La consecuencia "estética" de este camino sin salida, –que Freud atribuye a la irresolución del complejo de castración– es que Nathaniel tropieza con los dobles del padre y con sus propios dobles reiteradamente y por doquier. Este tropiezo es síntoma de la imposibilidad de constituir esa primera imagen que debía poblar su propio vacío operante como sujeto. Ocurre entonces que se condena a la impotencia, carente de una visión propia dentro la comunidad de lo visible.

Este avatar narcisista gravita mucho más allá de la trayectoria de un individuo dentro de un drama familiar. La extrapolación de conclusiones de ese ámbito al plano de la vida colectiva, reconoce las diversas significaciones como figuraciones de semejanzas estructurales que han sido ya y desde hace tiempo, motivo de vastas elaboraciones teóricas dentro y fuera del campo psicoanalítico. Aquí asumimos sin más la pertinencia de esa extrapolación.

Nos habilitamos entonces a preguntar qué consecuencias tiene para la comunidad el fracaso del camino hacia la imago. Una vez más en referencia al Libro de los Proverbios, Lezama Lima afirma: "cuando faltare la visión, el pueblo será disipado» (Lezama Lima, 1969, p. 47). Y la visión falta cuando la mirada  muere en el avatar narcisista, es decir, cuando la metáfora no impulsa su flecha hacia su corporización imaginaria.

Esto ocurre entre Padre e Hijo, pero también entre el Poder, quien lo encarna para el Pueblo y ese Pueblo mismo. Vale la pena reparar en un pasaje de "Las imágenes posibles", no exento quizá de elementos polémicos:

El momento de la metáfora se puede cumplir en un símbolo que encarne la misma persona: la relación entre el monarca y la imagen de la suerte de su poder llegaba a ser de tipo metafórico. (…) El hombre y los pueblos pueden alcanzar su vivir de metáfora y la imagen … puede trazar el encantamiento que reviste la unanimidad (Lezama Lima, 2007, p. 166).

Precisamente porque Padre y Monarca son funciones y no seres reales, es que su consistencia requiere del símbolo y, a fortiori, de la imagen. Por las sendas de Sartre, Lezama y otros, podemos decir que la imagen es una nada, una irrealidad cuya efectividad radica en permitir a la conciencia alcanzar la corporalidad de una imagen que se sabe imagen.

Pero esta conciencia toma forma a través de una experiencia y un saber participados, anclada a la vez en el pasado y en el porvenir. Porque la comunidad es tiempo, espacio y símbolo compartidos. Es esa segunda naturaleza que llamamos cultura: sobreabundancia de dones forjados por una sensibilidad que nos constituye en nuestra singularidad, indivisa y múltiple, precisamente porque nos encontramos en la identificación con un sentido que no nos pertenece.

Hacer la experiencia estética de la comunidad es auspiciar que se muestre en imagen. La distinción decir/mostrar formulada por Wittgenstein en su Tractatus, puede aplicarse con buena fortuna en este terreno. Hay una analogía parcial: lo que en esa obra del filósofo vienés se desarrolla, es que la filosofía, en tanto ética y estética, nos permite hacer la experiencia del lenguaje. Podríamos decir que esta experiencia consiste en la puesta en imagen del lenguaje, a diferencia de meramente operar con él. Cada articulación de sentido muestra la posibilidad de esta experiencia, que se decide y efectiviza, cuando aceptamos corrernos hacia el borde del lenguaje en el que éste ya no puede decir, porque si pudiera tendría que decirse a sí mismo. Pero lo paradójico del lenguaje, es que puede decir muchas cosas menos a sí mismo como tal.

En paralelo, propongo entender que nuestro ser–en–común no puede ser dicho sino sólo mostrado en las imágenes que lo evocan. Cuáles son estas imágenes no puede determinarse a priori. Serán las apuestas concretas en la expresión y en la acción las que, contenidas en su apertura histórica, lo manifestarán. La política, por caso, intentará anticiparse y capturar en la praxis lo siempre naciente de ese ser–en–común; el pensamiento y el arte, en cambio, forjarán los instrumentos perceptuales y conceptuales para que las imágenes advengan a las formas, que es otra vía por la que la historia finalmente se realiza.

Bibliografía

1. Freud, Sigmund. 1919. Lo ominoso. En Freud, Sigmund. Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu.         [ Links ]

2. Lezama Lima, José. 1969. Tratados en la Habana. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.         [ Links ]

3. Lezama Lima, José. 2007. Las imágenes posibles. En Confluencias (Ensayos sobre Poesía). Madrid: Dilema.         [ Links ]

4. Murena, Héctor A. 1965. El pecado original de América. Buenos Aires: Sudamericana.         [ Links ]

5. Murena, Héctor A. 2002. La metáfora y lo sagrado. Reproducido en Héctor A. Murena, Visiones de Babel. Buenos Aires: F.C.E.         [ Links ]

6. Ortega, Julio. 2010. El reino de la imagen. En Valoración múltiple. José Lezama Lima. Cuba: Casa de Las Américas.         [ Links ]

7. Sacks, Oliver. 2012. Veo una voz. Buenos Aires: La Página.         [ Links ]

8. Sartre, Jean–Paul. 1975. El idiota de la familia. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo.

9. Sloterdijk, Peter. 2008. Extrañamiento del mundo, Valencia: Pre–textos.

10. Strawson, Peter. 1989. Individuos. Madrid: Taurus.         [ Links ]

11. Volóshinov, Valentín N. 2009. El marxismo y la filosofía del lenguaje. Buenos Aires: Ediciones Godot.         [ Links ]

12. Wittgenstein, Ludwig. 1999. Investigaciones filosóficas. Barcelona: Altaya.         [ Links ]

13. Wittgenstein, Ludwig.1973. Tractatus Lógico–Philosophicus. Madrid: Alianza Universidad.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons