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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.18 no.1 Mendoza jun. 2016

 

DOSSIER

El cuerpo en despedida: estéticas de la enfermedad y la tortura en el Chile finisecular

The farewell body: aesthetics of sickness and torture in finisecular Chile

 

Marcela Croce

Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina
Facultad de Filosofía y Letras (UBA)

 

Recibido: 13/10/2015
Aceptado: 24/04/2016


Resumen

"El cuerpo es siempre un inconveniente", sostiene Susan Sontag sobre la convicción de que es antes un espacio de sufrimiento que de placer. Los avatares de la enfermedad trazan una taxonomía en la cual la responsabilidad del sujeto parece seleccionar las fallas orgánicas. Sobre la conducta irresponsable y apasionada de los travestis chilenos, Pedro Lemebel establece en Loco afán un catálogo de degradación corporal articulado con un lenguaje barroco. El efecto del SIDA en los años 80 y 90 sobre los cuerpos marginales es una "colonización por el contagio" que traslada a la crónica arrabalera las torturas impuestas desde los 70 por la dictadura militar chilena que Roberto Bolaño convierte en performances gore en el relato descarnado de Estrella distante. Allí los aspectos góticos de la corporeidad decadente encuentran una formulación futurista en que la crueldad resulta alentada. En la complementariedad y la tergiversación de las estéticas, el cuerpo se desintegra en un espectáculo que combina lo grotesco y lo fúnebre.

Palabras clave: Estudios queer; Estética marginal; Performances Gore; Crónicas y nouvelle.

Abstract

"Body is always an inconvenient", writes Susan Sontag on the conviction that it is an space of suffer rather than pleasure. The alternatives of illness trace a taxonomy in which the responsibility of the individual seems choice the organic failures. On the Chilean transvestites' irresponsive and passionate behavior, Pedro Lemebel establishes in Loco afán a catalog of body degradation articulated with baroque language. AIDS' effect in the 80 and 90 on marginal bodies is a "colonization by the contagion" that moves the torture imposed by Chilean military dictatorship since the 70 to the suburban chronicles that Roberto Bolaño makes performances gore in the discarnated narrative Estrella distante. There the gothic aspects of decadent corporality find a futurist formulation in which cruelty is encouraged. In complementarity and distortion of aesthetics, the body is disintegrated in a show combining the grotesque and the funeral.

Keywords: Queer Studies; Marginal Aesthetics; Performances Gore; Chronicles and nouvelle.


 

Fiesta final

"La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio" (Lemebel, P. 2009, 5), pontifica Pedro Lemebel en el inicio de Loco afán (1996), un conjunto de "crónicas de sidario" situadas en la escenografía arrabalera de Santiago, abundante en callejones y otras variantes de la geografía clandestina que fomenta los encuentros furtivos. El SIDA se verifica como método de colonización de Latinoamérica en el siglo XX en este muestrario que acude con la misma prestancia e idéntico desenfado a las provocaciones de las campañas publicitarias de Bennetton y a los anuncios peninsulares "Ponteló-Ponseló» que al catálogo depravado de nombres desplegados por la "complicidad maricueca" (70) que alterna las designaciones metonímicas con las metafóricas, las identidades filtradas por el cine con las que operan por contigüidad estricta con las prácticas de la sexualidad travesti desatada. Si las primeras definen un catálogo sosegado que se superpone al starsystem en que apenas si sobresale el artículo como forma de apropiación plebeya (la Garbo, la Dietrich, la Sara Montiel, la María Félix), las otras exacerban no ya la identidad impostada de las divas de la pantalla sino la provocación brutal en que campea la advertencia: "La María Acetaté», "La Esperanza Rosa", "La Frun-sida", "La Inca-Cola" (48).

La primera de las crónicas exhibe la continuidad entre el golpe de Estado y el acoso sidoso como persecuciones igualmente virulentas contra los cuerpos maltratados del pobreterío homosexual. Se trata de "La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)", cuya voluntad celebratoria responde al énfasis en el gasto y el despilfarro que cumple Georges Bataille en La parte maldita. Las "locas" –que por metátesis se convierten en "colas" para derivar en "colizas" y que componen un conglomerado que no alcanza estatuto comunitario ni siquiera cuando accede a la designación "coliseo"– copian los modelos de Hollywood y se asoman así a la fascinación de un vestuario fastuoso que parece arrojarlas en las novelas de Manuel Puig, en la serie que transita desde la traicionera Rita Hayworth hacia la ambigüedad sinuosa de la Mujer Araña. La cofradía en la que se empecinan no logra desbaratar la amenaza dictatorial contra esos cuerpos soliviantados que ejercen la provocación en su mismo atuendo y la acción directa en las desfachatadas ofertas que prometen detrás del atavío pretencioso. El robo de los visones que se cumple en la celebración del último Año Nuevo bajo la Unidad Popular ejerce una justicia de clase que resulta desplazada por los códigos subvertidos en que se escenifica el fraude de "una última cena de apóstoles colizas" (17) que otorga equivalencia religiosa a la muerte por SIDA.

Artista de la performance, Lemebel acude a la combinación de gótico y barroco en la versión latinoamericana del "cuero opaco" que revela la presencia indígena, reproduciendo en el color tierra el cromatismo turbio de las aguas del río de la Plata en las que se sumergió Néstor Perlongher para lanzar sus "preámbulos barrosos" y arraigar el alambicamiento del neobarroso. Acaso porque la figura de Perlongher, tanto en la militancia homosexual y trotskista como en la denuncia de la prostitución masculina explotada por el miché –por no abundar en la profusión poética que dio relieve aristocrático a materiales como el hule y desacomodó la prolijidad con la chorreadura–, representaba una tentación demasiado próxima y desalentaba con un modelo capaz de sepultar a su descendencia, Lemebel optó por una combinación novedosa que agregara una torsión al neobarroso, connotando el frenesí perlongheriano en el loco afán, en sintonía con un goticismo cuya manifestación más acabada recala en la figura de las travestis asoladas por la peste.

Junto al barroco en que se excede el lenguaje de Lemebel y el gótico que campea en la imaginería sidosa extasiada en la equívoca modelo de Vogue a la que apunta la marginalia del Mapocho, cuya flacura y palidez promueven la atracción del cuerpo consumido adicionando al destino contagiado de las travestis "la economía aristocrática de su mezquina muerte" (16), estas reinas del arrabal instalan una perspectiva en anamorfosis para el catálogo refinado del modernismo latinoamericano. Al imaginario hollywoodense apropiado desde la pobreza aldeana que evoca las coincidencias de Lemebel con Puig se añade así la referencia sofisticada en clave irónica con que las "regias Pompadour" (12) trastornan las apelaciones que les dedicaba Rubén Darío entre esfuerzos eufónicos y versos aliterantes para lanzarles en el Chile setentista antes un baldón que el reconocimiento admirativo condensado en el verso dariano "la regia y pomposa rosa Pompadour".

Atravesar estéticas es una alternativa eficaz para otorgarle estatuto artístico a algo que no lo tiene o que se ha representado mediante codificaciones machaconas e incluso morbosas. En las crónicas de Lemebel –las que componen esa trama enhebrada por La esquina es mi corazón (1995), Loco afán (1996), De perlas y cicatrices (1996), Zanjón de la Aguada (2003), Adiós, mariquita linda (2004), Serenata cafiola (2008) y Háblame de amores (2013)– la pobreza suele asociarse al kitsch o, para decirlo en la alternancia de Edgar Allan Poe, reviste el aspecto visual del grotesco y la formulación verbal del arabesco. El gótico es en Lemebel la resistencia estilizada al sentido común. Por eso el requisito que exige de sus escenarios y sus sujetos es la intensidad. Haciendo de la tensión y la incomodidad una exhibición –al fin y al cabo, su iniciación fue en el colectivo de arte Las Yeguas del Apocalipsis, donde junto con Francisco Casas se entregó a la provocación directa–, trueca la tradición del gótico europeo que encuentra su arraigo en la fijación pétrea de la arquitectura palaciega para especializarse en la fugacidad del maquillaje que promueve un trastorno efímero y asegura una metamorfosis momentánea. Disfrazados y travestidos, los homosexuales y los queer circulan por su escritura esquivando la fijación de una identidad prestablecida, adaptándose a la condición cambiante de lo urbano, abordados por un cronista-vampiro que disimula su profunda melancolía en la irreverencia que salta de lo procaz a lo emotivo.

"El último beso de Loba Lamar" conduce de la estética cristiana de la Última Cena que se imponía en "La noche de los visones" a la imagen nefasta de los cuerpos carcomidos en el campo de concentración. La liquidación física de la travesti infectada se expande ahora a su degradación mental. La obsesión de ser una estrella de cine –la heroína que pretendía Molina en El beso de la Mujer Araña– nunca se recorta a los interiores sino que aspira a la superproducción: Loba Lamar no se contenta con el apodo que la asocia a Hedy Lamarr (la figura convocada por Puig en Pubis angelical, 1979) sino que arrastra pretensiones de Reina del Nilo, una Faraona definida con los rasgos de Elizabeth Taylor antes de que la célebre Cleopatra de la pantalla resulte desmitificada por su tendencia a exhibirse con sidosos a modo de "perritos regalones. Como si los maricas fueran adornos de uso coqueto" (42). Empleando la metáfora para conjurar el terror, Lemebel muestra el esfuerzo del séquito travesti de la consumida Loba por mantenerla como una diva constante, eludiendo los modelos opacos para alzarla hasta los brillos de las esmeraldas de la Taylor traficadas para los antirretrovirales y elevarla a "reina babilónica" cuya apariencia coincide con la de una Mona Lisa desbaratada en "la macabra risa post-mortem" que tanto puede ser "risa de vampiro" como "carcajada siniestra" (32).

Las imágenes se postulan como un modo adicional de inscribir la diferencia que mediante las similitudes convocadas se transmuta en exotismo. La Cleopatra/Nefertiti "preñada de naufragio" (29) que es la Loba con el vientre hinchado en su tránsito feroz por la infección insiste en la condición de faraona que, al tiempo que hace resonar el nombre mítico de Lola Flores, se asoma al espacio oriental de las huríes para lanzarse desde allí a la aliteración arábiga en la "algarabía de plaza andaluza" (33) que el modernismo solamente practicó en su variante más lateral y probablemente más resistida, no ya la de la poesía alambicada de Darío sino la de la novela de anticuario que pergeñó Enrique Larreta en La gloria de don Ramiro. Una vez más, el modernismo resulta abordado desde la anamorfosis, como una estética que apenas si puede rescatarse mediante la mirada oblicua que se plasma como parodia y que, del mismo modo en que rebaja la aristocracia a comadreo ramplón, hace mutar las armonías sonoras en el chirrido provocativo de las "rameras del remo" (28), las "maracas del mambo" (Íbid.) o la más melodramática "lágrima de lamé negro" (25).

Pero si en la crónica de los visones y en la de la Loba se postula una solidaridad de humillados e infectados, en la que reseña el incendio intencional de la discoteca gay se revela la brutalidad descargada sobre los cuerpos más allá de los descuidos en la prevención y de los riesgos de la prostitución callejera. "Nalgas lycra, Sodoma disco" expone la ruptura de isotopía urbana en la circunstancia de que el local pecaminoso esté "casi topándose" (37) con la iglesia colonial de San Francisco, replicando la vecindad escandalosa aunque plenamente turística que sitúa el borde del Barrio Rojo de Amsterdam frente a la OudeKerk o Iglesia Antigua. Los azules y verdes violentos de las luces de neón de la discoteca desafían los blancos y amarillos de la arquitectura colonial y de los cirios eclesiásticos. El juego de palabras que trueca el pisco-soda de la barra por el pisco-sida del contagio inminente sofoca el esplendor psicodélico de los tubos fluorescentes, abandona las recaídas barrocas del estilo y las imágenes góticas de las travestis liquidadas por la enfermedad y se enfoca en el lenguaje gay anticipado por el "'ay' que encabeza y decapita cada frase" (39). La discoteca gay de Santiago es la versión lumpen del bar Stonewall y la antesala de la "sodomía turística" que ejercerán los norteamericanos desde los años 80 esparciendo la plaga del SIDA como si se tratara de una consecuencia sanitaria de la Doctrina Monroe.

Por eso el inglés es una de las formas de distanciamiento que Lemebel introduce en sus crónicas, que junto con el humor que opera como conjuro contra cualquier mirada complaciente con la piedad o la lástima, definen el estilo funambulesco de los textos. "El SIDA habla inglés [...] Tú dices Darling, I must die, y no lo sientes, no sientes lo que dices, no te duele, repites la propaganda gringa. A ellos les duele" (65). La enfermedad se vuelve ajena cuando se la encara en otra lengua; a su vez, el idioma del imperio exige la reciprocidad del desdén. Un Cupido con jeringas trueca la mitología clásica en un folklore kitsch en cuyo ámbito estilístico se vuelve admisible la frase sentenciosa según la cual a los sidosos "cada minuto se les escapa como una cañería rota" (65). El SIDA iguala en la muerte; o mejor, solo iguala cuando es incurable. De lo contrario, segrega entre ricos y pobres, determinando la evolución previsible de cada uno. Los remedios son apenas paliativos, simulación de una salud que ha huido del cuerpo: "el AZT es como la silicona: te alarga, te agranda, te engorda, te pone unos tiempos más de duración" (66).

En La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag establece una taxonomía de males que repercuten sobre el cuerpo que siempre se comporta como "un inconveniente". Suspendido en su capacidad de goce, el organismo enfermo emite señales del mal y establece la responsabilidad del sujeto en tales manifestaciones. El cáncer es una dolencia provocada por quien la padece, como todas las que implican la descomposición corporal; las enfermedades respiratorias, en cambio, espiritualizan a quien las sufre. Las vías aéreas convocan una elevación del sujeto que se desprende de lo orgánico; el cuerpo en abandono melancólico comienza a consumirse sin dejar más rastro de la causa que una tos persistente. El SIDA, como se empecinan en demostrar todas las campañas preventivas, es una enfermedad a la que se le ofrece un permiso de tránsito, se le otorga un pasaporte de ingreso al propio cuerpo y luego se la aloja como un huésped indeseable que ha tergiversado los datos en la solicitud de su visa.

La enfermedad que azota los cuerpos cumple en las crónicas de Lemebel un recorrido del brillo a la opacidad, del esplendor del lamé y las luces estridentes a la degradación de la piel y el aspecto esquelético. "Frívolas, cadavéricas y ambulantes" es la conjugación de adjetivos que define a las travestis infectadas y desata una sociabilidad fúnebre confirmada en los funerales de las víctimas sucesivas del mal implacable que la ironía filosa del cronista convierte en "una exhibición de modelos Calvin AIDS" (69). La sobrecarga barroca de la travesti con su maquillaje empastado se trueca rigidez neogótica en el cadáver consumido. Frente a ese futuro inexorable, cuya inmediatez es menos amenazadora que el desgaste que trasunta su llegada, se comprende la preferencia de Lemebel por la crónica, esa escritura de puro presente que se detiene en los destellos irisados de lo momentáneo antes de que la palidez letal impregne con su uniformidad desesperante el sudario/sidario de las víctimas. La crónica condensa en un pantallazo la experiencia inmediata, ofrece un testimonio de lo fugaz que replica la condición efímera por la cual "la marica relampaguea siempre en presente" (78).

El puro presente se ofrece como síntoma de la memoria marginal, esa que desde la actitud queer que elige andar "vadeando los géneros binarios […] escamoteando la vigilancia del discurso" (95) se sitúa en un espacio intermedio que elude las confrontaciones tradicionales y va adquiriendo la forma del memorial de agravios. A su vez, el síntoma de la enfermedad como padecimiento es aquel aspecto que presentifica no ya el cuadro clínico completo sino también la responsabilidad de haber contraído el mal. En el recorrido puntual por el SIDA en que se especializa la crónica de sidario cuando indaga el ominoso destino de minoría de sus personajes, esa situación queda condensada en la "ronca risa loca" por la cual al cuerpo que se apaga le ha quedado adherida la desfachatez desde la que operó la seducción mortal. Lemebel regresa así el cuerpo al orden de la exposición: si en el momento del contagio quedó expuesto por imprevisión y desborde, en el registro que provee la crónica se expone en tanto figura descarnada que antes que ingresar en una inédita competencia con la modelo de Vogue adquiere la fisonomía siniestra del memento morique no logra conjurar el deseo sino apenas conferirle una estética mortuoria.

Dos figuras sobresalen en su singularidad de caso. Una de ellas es la de Miguel Ángel, referida en un texto en el que su "transfiguración" recibe la asociación humorística con la frase popular "la fe mueve montañas". El niño santo a quien la mirada lemebeliana despoja de la epifanía para lanzarlo a la performance es "el púber medium que de un día a otro cambió su aporreada vida de orfanato por la fama de milagrero que hablaba con la virgen de tú a tú» (147). El codeo con la divinidad es un salvoconducto que le permite ir de pueblo en pueblo desplegando sus poderes. A su regreso trae una proclama novedosa que es difícil adjudicar a la intervención divina: "La virgen me hizo mujer" (152) por obra de un "relámpago transexual" (153) que le cambió la anatomía al tiempo que exacerbó su fe y la de sus adeptos hasta transformar el presunto santuario de la Villa Alemana en destino de un "peregrinaje travesti" (154). La simbología cristiana es desplazada por el primitivismo devoto que trueca el camino de Santiago por una ruta sesgada y equívoca, más propicia al kitsch local que a la iconografía clerical.

El otro caso presenta al cuerpo tal vez más castigado de todos los que ingresan en el catálogo anómalo que traza Lemebel. Lorenzo, feminizado ya desde el título de la crónica "Lorenza (Las alas de la manca)" es una criatura que perdió los brazos al aferrarse a un alambrado electrificado y que, aunque descubrió la plasticidad de sus pies, optó por metamorfosear los miembros superiores ausentes en alas de mariposa para dar rienda suelta a su sensibilidad homosexual mediante una "cosmética travesti" que parece próxima –aunque liberada de los barroquismos que oscurecen su sentido– a la del poema "Devenir Marta" de Perlongher. El travestismo es en Lorenza una transformación corporal completa: ofrecido como intervención artística en las grandes capitales, plegado a la instalación que convierte el cuerpo mutilado en presentación estética –una versión estrictamente moderna de la Victoria de Samotracia– es el modelo de Robert Mapplethorpe, el fotógrafo homosexual que murió de SIDA. Recuperando el cuerpo a partir de la falla, Lorenza no teme la experiencia de cyborg que le ofrecen sus prótesis adquiridas en Alemania, aunque prefiere la imagen impactante de la "amputada y puta del Partenón" que la asocia a la Venus de Milo y al carácter entre artístico y arqueológico de tantas esculturas grecolatinas. La nota de cierre exime de detalles sobre el deterioro que la peste agregó a su corporalidad extrañada: "La sombra del SIDA la pilló volando bajo, y calcinó en el aire su aleteo imaginario" (137).

Patria y nación

La imagen del cuerpo mutilado de Lorenza ofreciéndose a la prostitución de categoría, relampagueando como ícono de los Juegos Paralímpicos y fantaseando con los brazos biónicos pero siempre exiliada del Chile natal habilita la intersección de los ejercicios de Lemebel con un texto de Roberto Bolaño que, al igual que las crónicas, opta por esa forma poco convencional, teóricamente inestable y prácticamente inquietante que por lo mismo se presta a todas las situaciones ominosas: la de la nouvelle1. La hipótesis que sostienen Deleuze y Guattari (1994) sobre esta forma narrativa prescinde de las precisiones de extensión que la sitúan a mitad de camino entre el cuento y la novela y renuncian a definirla por el impacto de un efecto inmediato o la mayor complejidad de la trama para desestabilizar esos afanes estructurales postulando que el rasgo propio de la nouvelle es erigirse en torno a un secreto. Los ejemplos de novela corta a los que se entregan para fundamentar el riesgo teórico ilustran la pregunta que orienta el capítulo: ¿qué ha pasado? Cuando la pregunta adquiere formulación de interrogante sin respuesta inmediata –y probablemente sin respuesta posible–, cuando la narración deja de apoyarse en hechos para lanzarse a especulaciones, cuando el relato admite la indecidibilidad desde una primera persona fraudulenta, el orden del relato corresponde a la nouvelle.

En Estrella distante (1996), un relato que se inicia en los momentos previos al golpe militar de 1973 (la misma situación escogida por "La noche de los visones") y cubre veinte años de historia chilena, los cuerpos mutilados no se reducen a la excepcionalidad de un caso y, aunque también son objeto de una performance, esta manifestación no responde a la voluntad de sus portadores sino a una forma del horror practicada por un militar con veleidades artísticas en quien agitan los sueños más inquietantes de la vanguardia histórica. La idea codificada por Filippo Marinetti en el Primer Manifiesto Futurista según la cual "la guerra es la única higiene del mundo" excede las previsiones filofascistas y, no conforme con exterminar al enemigo en pos de la limpieza universal proclamada con tal desenfado, se empeña en la producción de dolor mediante la tortura de las víctimas y convierte esa práctica en una intervención que pervierte el mandato vanguardista de unir arte y vida.

La historia ficcional comienza en otro libro de Bolaño, La literatura nazi en América (1996), una colección de "biografías infames" cuyo colofón ocupa la vida de Ramírez Hoffman, oficial de la Fuerza Aérea Chilena que se presenta como Elio Stevens. La historia que se le adosa en ese libro contiene episodios que van organizando su prontuario: miembro de un grupo operativo acusado de participar en torturas y secuestros, corona esa trayectoria con un ensayo sobre revistas fascistas aparecidas en Chile y Argentina entre 1972 y 1992, entre cuyos colaboradores "la estrella más brillante y enigmática es sin duda Ramírez Hoffman". Con el nombre de Alberto Ruiz-Tagle reaparece en un taller literario al que acuden también el narrador innominado de Estrella distante, su amigo Bibiano O'Ryan y las mellizas Garmendia, además de la Gorda Posada, estudiante de medicina que revelará la verdadera identidad de este presunto miembro de la clase alta trasandina.

En verdad, la formulación del prontuario siniestro en La literatura nazi en América y la asistencia al taller literario participan de una misma inclinación ominosa en la obra de Bolaño. Los detectives salvajes y Nocturno de Chile –novela que debería leerse en gemelidad con Estrella distante por compartir la situación si bien variando el punto de vista, trasladando las vehemencias creativas del taller hacia los énfasis valorativos de la crítica— incurren en establecer al taller literario como una alternativa del infierno. Mejor aún: el infierno comienza bajo la forma del taller literario, encuentra su origen en una reunión que insta a la creatividad y se solaza en explorar sus potencialidades. Bolaño diseña en el recorrido textual que constituyen sus narraciones, apuntalado en la formación de escritores, una indagación reiterada de las manifestaciones que componen lo infernal: en Nocturno de Chile, la que encarna la figura grotesca del cura Sebastián Urrutia-Lacroix, pregonero del Opus Dei que se codeó con el canon chileno del siglo XX (amigo de Neruda, corresponsal de la Mistral, blanco de Pablo de Rokha y pretendido descubridor de Nicanor Parra); en Estrella distante la que representa Alberto Ruiz-Tagle con ese perfil sobrecogedor que corresponde tanto a un faraón egipcio como a un desequilibrado miembro de las Fuerzas Armadas. Si en esta nouvelle la desolada reconstrucción del infierno adquiere el aspecto irreductible del desierto es porque Estrella distante configura una multiplicación del mal en la que las prácticas escriturarias se combinan con las performances para verificar que el arte puede ser productor de horror.

Contra la creatividad proliferante y desbordada que promete ambiguamente el taller literario, el personaje de Alberto Ruiz-Tagle arrastra una formación en la cual las libertades fueron canceladas en pos de una disciplina férrea. La Gorda Posada, personaje errático que acude a esa iniciación en la escritura desde la extrañeza de su condición de estudiante de medicina, es la primera que llama la atención sobre el inefable compañero que tolera todas las críticas a sus textos y, tras pontificar que revolucionará la poesía chilena, es quien descubre su identidad en la foto borrosa que publica el periódico. Pese a la dificultad de reconocer los rasgos en el bochornoso pixelado que impregnaba las imágenes en el papel prensa de los años 70, ella insiste en que Ruiz-Tagle es en verdad Carlos Wieder, oficial de la aeronáutica que protagoniza una exhibición de vuelo en la que escribe frases sentenciosas –muchas de ellas en latín y extraídas de la Biblia—en el cielo austral. El anticipo de su proeza admonitoria sobre la dictadura de la que efectivamente participa es la presentación de su departamento como un espacio siniestro, despojado de muebles y decoración, imprimiendo en su austeridad extrema la sensación de tierra arrasada que corresponde a lo que ha sido expulsado de la vida.

La continuidad de ese acto de valentía y demencia es una muestra fotográfica desarrollada en un departamento de Concepción que provoca vómitos a una asistente y su propia expulsión de la Fuerza Aérea. El relato de los detalles de esa exhibición es admitido por el mismo narrador como especulativo, menos por voluntad propia que por solidaridad perturbada con los testigos alucinados de semejante happening. Presentada como una muestra elitista, Wieder no permite que a la sala de exposiciones improvisada en un cuarto del departamento ingrese más de un espectador a la vez. La más impresionada fue la primera asistente, una dama de la oligarquía que impuso su capricho de ser la inauguradora; el menos afectado fue el teniente Muñoz Cano, quien dio la versión que se inscribe en la nouvelle respecto de las imágenes, antes de que la Inteligencia militar desmontara el espectáculo necrofílico que comprometía al gobierno exterminador:

La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea [...] Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. En otros grupos de fotos predomina un tono elegíaco" (Bolaño, R., 1996b, 46)

El mismo testigo cree reconocer a las hermanas Garmendia, cuyo asesinato también se revela a través de las especulaciones sobre cómo pudieron haber ocurrido los hechos, ya que la reconstrucción del horror resulta más tremenda que la imaginación de lo que pudo haber sido. Una narración plagada de suposiciones intenta recomponer ese atardecer del sur en el cual Wieder acudió a la casa de Nacimiento que las Garmendia habían heredado de sus padres, figuras oscuras y permanentemente ausentes excepto por la foto que revelaba en el hombre la mirada desprovista de esperanza de quienes vivieron al sur del Bío-Bío. En esa siembra perversa a la que se entrega el oficial chileno, el nombre de ciudades como Nacimiento y Concepción parece oponer a lo siniestro la somera infracción que ofrece el grotesco. Invitado a cenar y a pasar la noche en la casa familiar, Wieder se levanta "con la seguridad de un sonámbulo" para liquidar a la tía y luego a las mellizas, pero cuando entra al cuarto de la empleada lo encuentra vacío. Ese testigo que el asesino no ha logrado borrar de la escena no revestirá utilidad alguna a los fines de la investigación, ya que se encierra en una lengua incomprensible que tributa intensamente al mapuche y renuncia al español en que avanzará, muchos años después, el proceso judicial.

A partir de la muestra fotográfica escandalosa y de su baja de la aeronáutica, Wieder no dejará de ejercitarse en un arte cruel que se afilia a los "escritores  bárbaros", quienes dejan sus desechos corporales sobre las obras, y que vuelve a ahondar en el principio futurista del exterminio como limpieza. Ocultándose bajo una multitud de seudónimos, este autor ominoso en quien resuena el Céline de Bagatelas para una masacre en su desdén absoluto por la vida y la integridad de los cuerpos, se esparce en revistas filonazis y delirantes. Su obra estética no se detiene en la mutilación y las transformaciones a causa de la tortura y el dolor infligidos, sino que incurre en un grotesco salvaje y apunta a la producción constante de pesadillas hasta que su leyenda se desvanece, en parte por la piedad del olvido, acaso en competencia con las otras leyendas que surgen alrededor del mismo momento: la de Juan Stein, director del taller literario al que acudían los personajes de la nouvelle, y la de Diego Soto, orientador del otro taller, por el cual circulaban exclusivamente el narrador y Bibiano. Estos dos personajes establecen entre sí una pareja perversa en tanto ingresan en una oposición tajante que presenta a Stein como un guerrillero que se inclina por la poesía política en su versión latinoamericana mientras Soto se entregaba a la traducción de libros franceses refinados y se pronunciaba por la literatura europea.

En otro orden, Stein es una figura simétrica a la de Wieder, solo que en lugar de la devoción por las máquinas mortuorias que fomentaba Marinetti desde el futurismo italiano practica la afinidad con el futurismo ruso de Maiakovski que se postuló como el arte oficial de la Revolución Rusa hasta que las imposiciones políticas del Kremlin sumergieron al poeta en la desesperación que lo arrojó al suicidio. El fascismo de Wieder tiene así su contrapartida en el bolchevismo de Stein que lo empuja a una vida igualmente errática tras su salida de Chile: en vez de colaborar en revistas de un vanguardismo letal circulaba la versión de que había militado en las guerrillas latinoamericanas, iniciándose en el ERP argentino para recalar luego en el sandinismo, sin eludir el paso por El Salvador donde se decía que había matado a los asesinos del poeta Roque Dalton. Stein siempre había sido un latinoamericanista; eso explica que su incierto final haya ocurrido en algún país latinoamericano en erupción (aunque persiste una lápida en el cementerio de Valdivia que nadie logra ubicar y que sepulta a un sujeto a quien las versiones locales identifican con la apostura de Stein pero atribuyéndole un sedentarismo por el cual nunca salió de Chile), en tanto la muerte de Soto fue un acto de neonazis que comenzaron pateando a una vagabunda en una estación francesa y terminaron acuchillando al chileno que los insultó.

Si Stein contiene su propio doble en la profusión de versiones que lo asisten, a Soto hay que atribuirle una figura con desventajas parejas a la de su condición de hombre moreno que debe marchar al exilio, a fin de mantener el paradigma simétrico. Y esa figura es la de Lorenza, que Bolaño recupera en su designación masculina desafiando la estrategia de género de Lemebel aunque conservando su valor emblemático de resistencia. Lorenzo "creció en el Chile de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada, pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable" (38). El artista del Tercer Mundo pobre, mutilado y gay trató de suicidarse tirándose al Pacífico pero no lo logró y convirtió su destino funesto en una estética: "Matarse, dijo, en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta secreto" (39). Víctimas de represión y de segregación, Stein, Soto y Lorenzo forman una unidad, aunque "creo que Lorenzo fue mejor poeta que Stein y Soto" (40), tal vez por la misma razón que Wieder "revoluciona" la poesía chilena en la palabra profética de la Gorda Posadas: porque pone el cuerpo en la obra, uno arriesgándolo en los vuelos escriturarios y el otro exponiéndolo a una mostración que apenas si sustrae las imágenes del final bajo la infección del SIDA.

De Lemebel a Bolaño los cuerpos siguen un recorrido en el que el loco afán de la dragqueen se trastorna en el frenesí siniestro de la performancegore; en el que el travestismo como forma de insubordinación, provocación y riesgo muta en la crueldad como estrategia de disciplinamiento y restitución de un orden imaginario; en el que la desregulación textual de la crónica se convierte en la libertad de la nouvelle, si bien acosada por un misterio que –aunque irreductible– acude momentáneamente a la voluntad explicativa del policial con que se cierra la investigación sobre Wieder. El Santiago prostibulario y lumpen que se desarrolla como escenografía y condición de las crónicas de Loco afán se expande al "país pasillo" del que procura huir el narrador de Estrella distante después de que el teniente intentara dibujar en el cielo la bandera chilena e incurriera en su primer fracaso notorio sobre el cielo tormentoso del sur. La estrella torcida que intenta desafiar los relámpagos despiadados evidencia que el cuerpo de la patria se estaba deformando definitivamente.

Notas

1. Es posible encontrar otro punto de enlace, pero lo soslayo porque no reviste en Lemebel más que el carácter de referencia puntual a un hecho histórico (contenida en la crónica "Loco afán») y en las indagaciones de Bolaño —aunque no se menciona— no alcanzaría sino el estatuto de antecedente feroz de las prácticas dictatoriales de los 70. Se trata del Crucero del Horror que el presidente chileno Carlos Ibáñez del Campo empleó para eliminar a los homosexuales capturados durante las razzias cumplidas en Santiago. Desde allí fueron trasladados a Valparaíso e Iquique, donde se los embarcó para arrojar al mar con contrapesos. La práctica, conocida como fondeo, es la antesala de la que escogió la dictadura militar argentina de 1976-1983 para arrojar al río de la Plata a los presos políticos.

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