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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.1 Mendoza Apr. 2018

 

DOSSIER

 

Nos, los patrocinantes del pueblo. Judicialización de la política y representación democrática en la Argentina del nuevo siglo

We, the Solicitors of the People. Judicialization of Politics and Democratic Representation in XXIst. century’s Argentina

 

Luciano Nosetto

Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Instituto de Investigaciones Gino Germani.
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 

Recibido: 11-09-2017
Aceptado: 16-03-2018

 


Resumen

La judicialización de la política argentina abre un hiato entre el creciente activismo en materia política desarrollado por los tribunales de justicia y la tradicional legitimidad atribuida al judicial en tanto que poder conservador de la constitución. Este déficit de legitimidad del poder judicial ha intentado subsanarse mediante el recurso a instancias participativas, inspiradas en el modelo de la democracia deliberativa. Esto ha dado lugar a una serie de innovaciones institucionales en la corte suprema argentina, como la admisión de amigos del tribunal y la celebración de audiencias públicas. La evaluación de estas experiencias permite, sin embargo, identificar una concepción de la participación ciudadana que apunta a la intervención de especialistas y que privilegia la intermediación de abogados y juristas.

Palabras clave: Judicialización de la política; Audiencias públicas; Participación ciudadana; Argentina; siglo XXI.

Abstract

The judicialization of Argentine politics opens a gap between the activism in political matters developed by the judges and the legitimacy traditionally attributed to the judiciary, as the power in charge of the conservation of the constitution. Recent efforts to supersede this deficit in terms of legitimacy pointed to participatory processes, inspired by the model of deliberative democracy. In this sense, the Argentine supreme court has developed a series of institutional innovations, such as the admission of amici curiae and the holding of public hearings. The evaluation of these experiences allows nonetheless to identify an underlying conception of citizen participation focused on the intervention of specialists and the intermediation of lawyers and legal scholars.

Keywords: Judicialization of Politics; Public Hearings; Citizen Participation; Argentina; 21st. Century.


 

Introducción

La judicialización de la política argentina es un hecho de fácil constatación. No tan fácil resulta ponderar su validez en el marco del régimen democrático.

Con la transición a la democracia y la consolidación del Estado de derecho, la influencia de los tribunales de justicia sobre las prácticas políticas se ha vuelto cada vez más determinante. Esta creciente judicialización constituye un fenómeno complejo y heterogéneo, que afecta la canalización de demandas sociales, el debate público, la producción legislativa y el diseño, ejecución y control de políticas públicas. De este modo, los tribunales de justicia quedan colocados en posiciones especialmente determinantes del curso de la política argentina.

Estos desarrollos han reabierto la pregunta por la legitimidad del poder judicial. Tradicionalmente, se ha entendido que los tribunales de justicia constituyen un contrapeso de las mayorías. Esta comprensión del judicial como poder contra mayoritario resulta compatible con el orden democrático en la medida en que los jueces no disponen de los resortes de poder con que cuentan el legislativo y el ejecutivo. Al ser el departamento más débil del gobierno, se entiende que el poder judicial está en condiciones de contrarrestar el poder de las mayorías sin por ello poner en riesgo el orden democrático.

Ahora bien, en la medida en que los tribunales de justicia avanzan sobre determinaciones clave en relación con la legislación y con las políticas públicas, el equilibrio previsto por el sistema de frenos y contrapesos comienza a desbalancearse en favor del elemento contra mayoritario. De allí que emerjan las dudas respecto de las credenciales democráticas de un poder creciente.

En este marco, jueces y académicos han propuesto subsanar el déficit de legitimidad democrática del poder judicial recurriendo a instancias dialógicas, inspiradas en modelos deliberativos o comunicativos de democracia. Según estos ideales o modelos, una decisión legítima es aquella en la que intervienen en condiciones de igualdad todos los potenciales afectados. En esta línea, la corte suprema argentina ha promovido una serie de innovaciones institucionales que apuntan a la participación de la ciudadanía en las causas tramitadas por el supremo tribunal. Entre ellas, resaltan la incorporación de la figura del amicus curiae –un tercero que puede intervenir en ciertas causas para emitir su opinión respecto del litigio– y la celebración de audiencias públicas en las que los jueces escuchan a las partes y a referentes de la sociedad civil.

Tras analizar estos avances en materia de participación ciudadana, surge la sospecha respecto del modelo o ideal regulativo que inspira a estas innovaciones. Concretamente, interesa señalar que tanto la reglamentación de estas herramientas de participación como su puesta en marcha dan cuenta de una concepción de ciudadanía en la que solo toman parte las organizaciones de la sociedad civil y los poderes intermedios; y que identifica como interlocutores privilegiados a los abogados y juristas. De este modo, más que promover la presencia sin mediaciones de todos los potenciales afectados, estas instancias participativas se describen mejor sosteniendo que la ciudadanía no participa sino a través de sus patrocinantes.

En lo que sigue pretendemos desplegar la línea argumental aquí anticipada. Para ello, comenzaremos caracterizando el fenómeno de la judicialización de la política en la Argentina contemporánea. Seguidamente, argumentaremos de qué modo estas innovaciones ponen en cuestión la legitimidad tradicionalmente atribuida a los jueces. Hecho esto, describiremos cómo jueces y académicos han identificado en las herramientas participativas una respuesta ante los problemas de legitimidad, que apunta a una democratización de la justicia. En este marco, describiremos las innovaciones de la corte suprema argentina en sentido de la promoción de la participación ciudadana. Finalmente, evaluaremos estas innovaciones y postularemos nuestras sospechas respecto de la concepción de ciudadanía y del ideal representativo que las subtiende.

1. La judicialización de la política en Argentina

En tiempo reciente, ha ganado pregnancia la imagen de una progresiva contaminación entre cuestiones políticas y judiciales. Este fenómeno ha concitado la atención del debate público y del saber especializado, dando lugar a una serie de propuestas políticas y disputas académicas en torno al rol que cabe legítimamente desempeñar al poder judicial en el marco de regímenes políticos democráticos. Si bien es habitual referir a la “judicialización de la política”, no resulta del todo evidente cuáles son los fenómenos aludidos por ese sintagma. Es que con este término se remite a diferentes prácticas que involucran una variedad de sujetos, saberes y estrategias. En otro lugar, propusimos analizar esta diversidad remitiéndola a cuatro variantes o manifestaciones del fenómeno (Nosetto, L. 2014, 94-123).

La primera manifestación de la judicialización de la política está vinculada a las prácticas de activismo y movilización legal, que permiten canalizar las demandas sociales a través de los tribunales de justicia. La teoría política contemporánea identifica que, en los regímenes democráticos, son los partidos políticos los que canalizan las demandas sociales, agregándolas en plataformas políticas y conduciéndolas a los espacios institucionales de deliberación y toma de decisiones (Alcántara Sáenz, M. y Freidenberg, F. 2001, 17-35). Ahora bien, la crisis de representación del sistema de partidos ha sido concomitante a la emergencia de nuevos movimientos sociales y acciones de protesta que apuntan a obtener respuesta de los poderes públicos, prescindiendo de toda mediación partidaria. En esta línea, adquieren progresiva importancia las estrategias de “movilización legal” promovidas por organizaciones de la sociedad civil integradas principalmente por abogados y dedicadas a litigar en favor de la resolución de situaciones de conculcación de derechos de ciudadanía (De Piero, S. 2005, 81). Este activismo legal va de la mano de la postulación del carácter judiciable de los derechos sociales. Esto cuestiona la doctrina tradicional, que sostiene que los derechos sociales contenidos en el texto constitucional son meramente declarativos, indicando aspiraciones que solo pueden perseguirse por vía política y que, por ende, no pueden reclamarse en sede judicial. Contra esta doctrina de la no judiciabilidad de los derechos sociales, diversas organizaciones de la sociedad civil y tribunales de justicia comprenden que estos derechos constituyen obligaciones irrenunciables del poder público, que deben garantizarse en igual medida que los derechos civiles y políticos. En esta línea, se ha desarrollado en tiempo reciente una robusta jurisprudencia relativa a la judicialización del derecho a la salud, a la vivienda y a un ambiente saludable entre otros (Arcidiácono y Gamallo 2011, 76-77; Bergallo 2017, 1-2; CELS 2008, 30-31; Fairstein et al. 2010, 25-29; Kletzel y Royo 2013, 111-125).

La segunda manifestación de la judicialización de la política atañe a la cifra crecientemente judicial del debate público (Martín, L. 2012, 210-238). En el marco del pretendido fin de las ideologías, el debate público contemporáneo consiste cada vez menos en la expresión de posicionamientos político-ideológicos y el debate sobre reformas legislativas y lineamientos de políticas públicas. Más que articularse a lo largo del eje izquierda-derecha, el debate público se articula cada vez con mayor frecuencia en el eje transparencia-corrupción. De este modo, un repertorio cada vez más habitual de la compulsa política y del debate mediático consiste en la descalificación moral del adversario. En sociedades fuertemente marcadas por el imperativo de la transparencia, los medios de comunicación priorizan la gramática de las denuncias y los escándalos, que responde a la exigencia de brindar un entretenimiento que pueda cautivar a las audiencias, más que a la de brindar información que pueda ilustrar al público (Bourdieu 1997, 127, 132; Han 2013, 11). De allí que los tribunales de justicia reciban cotidianamente denuncias en las que se acusa a gobernantes, funcionarios y referentes políticos de participar en la comisión de ilícitos. Estas denuncias, muchas veces insostenibles, apuntan a obtener resonancia mediática mucho más que a lograr la efectiva condena del acusado. Estas causas constituyen, a su vez, prendas de negociación política en manos de los funcionarios judiciales. El manejo de los tiempos procesales se pone muchas veces al servicio de estrategias de preservación o ampliación de los márgenes de poder de los operadores de justicia (Delgado F. y De Elía, C. 2016, 48-49). De este modo, la proliferación de acusaciones de corrupción coexiste con la exigua cantidad de condenas, lo que contribuye a una generalizada sensación de impunidad.

La tercera manifestación de la judicialización de la política está vinculada a la tradicional atribución de control de constitucionalidad de las leyes. Al respecto, Argentina adoptó el modelo norteamericano de control de constitucionalidad, en virtud del cual los jueces pueden declarar en casos puntuales el carácter inconstitucional de leyes de jerarquía inferior. En tiempo reciente, esto ha constituido una vía privilegiada para vetar leyes emanadas del congreso. Concretamente, en varios casos resonantes, cuando los legisladores que se oponen a un proyecto de ley no logran frustrar su trámite parlamentario, recurren a los tribunales de justicia, denunciando su inconstitucionalidad. Esta práctica da lugar en muchos casos a medidas cautelares que se prorrogan indefinidamente sin resolver sobre el fondo de la cuestión, impidiendo la puesta en vigencia de la normativa emanada del poder legislativo. De este modo, se produce una novedosa judicialización del proceso legislativo, producto muchas veces de expresiones políticas minoritarias o intensas, que prefieren ejercer el poder de veto ofrecido por instancias judiciales a entrar en las negociaciones que implica la actividad parlamentaria (Smulovitz, C. 2008, 289).

Finalmente, la cuarta manifestación de la judicialización de la política viene dada por los llamados “litigios estructurales” mediante los que se procura que los tribunales de justicia intervengan en la redefinición de las políticas públicas (Böhmer, M. y Salem, T. 2010, 1-15). Estas demandas, presentadas muchas veces por organizaciones de la sociedad civil o por “clínicas jurídicas” de las facultades de derecho, apuntan a obtener resoluciones judiciales que insten al poder ejecutivo a modificar ciertas políticas. De la mano de estos litigios surge el desafío de que los poderes públicos respondan efectivamente a las disposiciones judiciales. Ante esto, los tribunales de justicia han comenzado a recurrir a estrategias novedosas, que combinan el comando y control directo de la repartición pública concernida con instancias de diálogo, en las que se convoca a los funcionarios y a los afectados para que encuentren soluciones negociadas (Bergallo, P. 2017). Este conjunto de prácticas da lugar a un novedoso involucramiento directo de los tribunales de justicia en el diseño, ejecución y control de las políticas públicas.

En vista de la caracterización precedente, resulta posible alcanzar una definición mínima del fenómeno. Proponemos en esta línea comprender la judicialización de la política como el efecto estratégico de la captura de las prácticas políticas por la forma tribunal (Nosetto, L. 2014, 95).

Con la noción de “forma tribunal” remitimos al dispositivo que erige ante dos partes en disputa una posición de sujeto a la que se atribuye el rol imparcial de decir el derecho. En este punto, nos apoyamos en las reflexiones de Michel Foucault sobre las formas jurídicas y, en particular, sobre los tribunales de justicia (Foucault, M. 2001, 1208 y ss.). En esta línea, la idea de “forma tribunal” remite a una disposición técnica de prácticas discursivas y no discursivas, que puede ser puesta en marcha en una diversidad de agenciamientos concretos. Por caso, cuando las organizaciones de la sociedad civil judicializan un reclamo por vivienda, esto tiene por efecto colocar a la repartición pública denunciada al interior de un dispositivo que la subordina a un tercero que se pretende imparcial. De igual modo, cuando un referente político denuncia penalmente a su adversario, esto permite someterlo a un dispositivo tribunal, que lo recoloca como parte acusada. La forma tribunal se constituye así en un repertorio del juego político, que permite neutralizar al adversario capturándolo al interior de un dispositivo que lo subordina a la determinaciónde un tercero.

Ahora bien, la judicialización de la política implica que el recurso a la forma tribunal se expande sobre las prácticas políticas. Al hablar de “prácticas políticas” aludimos a aquellas prácticas mencionadas en nuestras cuatro manifestaciones del fenómeno, a saber: la canalización de demandas sociales, el debate público-político, la producción de leyes y el diseño, ejecución y control de políticas públicas.

Finalmente, al hablar de “efecto estratégico” pretendemos dar cuenta de que la judicialización de la política no puede reducirse al imperialismo de los jueces ni describirse como una fagocitación de “la política” por “la justicia”. Más bien, se trata de una configuración general del juego político que surge gracias a la intervención de una multiplicidad de actores de diversa índole: movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil, clínicas jurídicas de las universidades, referentes políticos, legisladores y también, claro está, fiscales y jueces. Creer que la judicialización es producto de la voluntad e iniciativa de los operadores de justicia impide apreciar la complejidad y diversidad de los fenómenos aludidos.

2. El déficit de legitimidad democrática del poder judicial

Lo cierto es que, en virtud de este fenómeno, los jueces quedan colocados en una posición inédita, lo que lleva a replantear la pregunta por su legitimidad. Si los jueces han de asumir funciones decididamente políticas, resulta necesario preguntarse cuál es la legitimidad política que respalda su accionar. El sistema político argentino ha abordado la cuestión de la legitimidad de los jueces a partir de la concepción del poder judicial como poder contra mayoritario. Para ello, se ha encontrado inspiración en el orden constitucional norteamericano y, en particular, en las reflexiones contenidas en los célebres ensayos de los llamados federalistas (Abdo Ferez, C. 2014, 52-53).

Entre ellos, ha sido James Madison quien postuló con la mayor claridad los principios del orden representativo, republicano y federal emergente. Su punto de partida es la constatación de la inevitabilidad de facciones al interior de toda comunidad política y del peligro que implica la exposición directa de los poderes públicos al espíritu faccioso que de ellas emerge. Al hablar de facciones, Madison no refiere exclusivamente a minorías, sino a “cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en su conjunto” (Madison, J. 2012, 36). Dado que las facciones constituyen un dato permanente de la coexistencia humana, propone Madison operar sobre sus efectos, para evitar que cualquiera de ellas se haga de los poderes públicos y oprima a las restantes. En esta línea, la propuesta de un orden representativo apunta a la conformación de un gobierno integrado por un número reducido de representantes que mantengan márgenes de autonomía e independencia respecto de sus electores, de modo tal que les sea posible filtrar y tamizar las pasiones populares. Esto, en el marco de un sistema republicano de división de poderes, en el que los diversos departamentos de gobierno se traban en un juego de frenos y contrapesos que impide la hegemonía de cualquiera de ellos sobre los restantes. Al mismo tiempo, el orden federal permite la incorporación de enormes extensiones territoriales y de un gran número de ciudadanos. Al multiplicarse la cantidad de grupos intervinientes, se vuelve más difícil que una facción prevalezca sobre todas las restantes.

A este orden representativo, republicano y federal descrito por James Madison, Alexander Hamilton incorpora un departamento judicial sustraído de la regla mayoritaria y encargado de conservar el orden constitucional (Hamilton, A. 2012, 330-336). Según el argumento de Hamilton, los jueces deben erigirse en guardianes de la constitución precisamente porque están sustraídos de todo control de parte del electorado. Los fundamentos de este postulado hamiltoniano pueden esquematizarse a partir de las siguientes tres premisas:

En primer lugar, Hamilton sostiene que la constitución contiene la declaración directa de la voluntad e intención del pueblo. De este axioma jurídico-político se colige que todo poder público que verdaderamente represente al pueblo debe emitir resoluciones conformes a la constitución. Esto es decir que, en un orden republicano, tanto las leyes del congreso como las disposiciones del presidente deberían expresar la misma voluntad e intención popular que está plasmada en el texto constitucional. Sin embargo, la experiencia demuestra que es recurrente que los poderes políticos promuevan decisiones reñidas con el espíritu de la constitución. De alguna manera, debe explicarse esta discontinuidad entre la voluntad del pueblo expresada en la constitución y la voluntad del pueblo expresada en las leyes que dictan sus representantes.

La segunda premisa, de índole socio-psicológica, apunta a despejar esta confusión. Concretamente, Hamilton sostiene que, si los representantes del pueblo toman decisiones reñidas con la voluntad popular, es porque allí prima el espíritu de facción. La premisa socio-psicológica sostiene que las mayorías son propensas a dejarse llevar por intrigas y coyunturas especiales, dando apoyo a innovaciones peligrosas y opresivas de las minorías. Estos “malos humores” pueden llevar al pueblo y a sus representantes legislativos a promover leyes reñidas con la verdadera voluntad popular.

Finalmente, la tercera premisa, de índole político-institucional, postula que el poder judicial constituye el menos peligroso de los poderes públicos. Esto, en virtud de que el judicial no controla ni la fuerza pública (a disposición del poder ejecutivo) ni los recursos económicos (presupuestados por el poder legislativo). El judicial “no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa”. Por consiguiente, el poder judicial constituye “el más débil de los tres departamentos del poder” (Hamilton, A. 2012, 331).

Compongamos estas tres premisas. La constitución expresa la verdadera voluntad e intención de pueblo (premisa jurídico-política), pero esa voluntad popular se encuentra constantemente amenazada por el espíritu de facción, que confunde a las mayorías y que alcanza a sus representantes (premisa socio-psicológica). De allí que sea necesario establecer un dique de contención, que impida que las corrientes facciosas ahoguen la constitución. Ante esta exigencia, el hecho de que el poder judicial sea el más débil de los poderes (premisa político-institucional) permite depositar en él la función de garantizar la preservación de la constitución. Para ello, es necesario que este departamento de gobierno se constituya en un poder contra mayoritario, alejado de los malos humores y de las presiones de las mayorías. De allí que los jueces no deben someterse a la elección por el pueblo, garantizando así la estabilidad de sus cargos y poniendo en el centro su competencia en el conocimiento del derecho. Solo así podrán defender la voluntad del pueblo (esto es, la constitución) ante los arrebatos de las mayorías (manifiestos en leyes y estatutos sancionados por el poder de turno).

Esta argumentación canónica respecto de la legitimidad del departamento judicial como poder contra mayoritario encargado del conservar el espíritu de la constitución se ve puesta en cuestión a partir del fenómeno de la judicialización de la política. Concretamente, las transformaciones recientes relativizan la caracterización político-institucional del poder judicial como un departamento débil, que no legisla ni gobierna, que no asigna los recursos públicos ni dispone de los medios administrativos. A medida que los tribunales de justicia intervienen de manera decisiva en el curso de las leyes y de las políticas públicas, su poder se ve progresivamente acrecentado y reforzado por el hecho de tener la última palabra en términos de control de constitucionalidad. De este modo, la democracia argentina ve emerger en su seno un poder público sustraído de la regla mayoritaria, que actúa como árbitro de los poderes democráticos, determinando la vigencia de las leyes y comandando las políticas públicas; todo esto, sustraído del control vertical que ejerce la ciudadanía con su voto.

3. El diálogo como forma de democratización del poder judicial

El fenómeno de la judicialización de la política reabre así la pregunta por la legitimidad del poder judicial. Es que la asunción de roles decididamente políticos por parte de los jueces excede las previsiones del sistema tradicional de frenos y contrapesos, desequilibrando la balanza en favor del elemento contra mayoritario. El hiato entre las funciones desempeñadas y la legitimidad atribuida obliga a replantear la legitimidad de los jueces en el marco de regímenes políticos democráticos.

Ante esto, una de las propuestas más innovadoras en términos institucionales ha sido la de promover instancias de diálogo en el interior del poder judicial. Estas propuestas se inspiran en los modelos comunicativos y deliberativos de democracia, que postulan que la legitimidad de una decisión depende de la participación igualitaria de todos los potencialmente afectados por ella (Elster, J. 2001, 21; Gargarella, R. 2014a, 124). Esta concepción de la democracia reconoce uno de sus antecedentes en los debates contra los privilegios sostenidos por los miembros del Nuevo Ejército Modelo durante la Revolución inglesa, en los que ganó protagonismo la perspectiva igualitaria promovida por los llamados niveladores o levellers (Gargarella, R. 2010, 27-40). De igual modo, esta amplia participación popular se identifica con las prácticas de deliberación pública sostenidas en las ciudades y condados norteamericanos con anterioridad a la Revolución americana (Arendt, H. 2004, 268). Se trata de la práctica extendida de las asambleas comunales o town meetings que, en principio, estaban reservadas a los propietarios, pero que fueron incorporando progresivamente a diferentes sectores de la sociedad civil (Gargarella, R. 2010, 47-48, 143-146).

Esta particular concepción de la legitimidad democrática permite imaginar formas de democratización de la justicia vinculadas a la incorporación de instancias de diálogo entre los operadores judiciales y los potenciales afectados por sus decisiones. De este modo, “las soluciones dialógicas prometen terminar con las tradicionales objeciones democráticas a la revisión judicial basadas en las débiles credenciales democráticas del poder judicial” (Gargarella, R. 2014a, 122).

Estas propuestas de justicia dialógica han dado lugar en Argentina a toda una serie de innovaciones institucionales, promovidas con especial interés por la corte suprema. Desde el año 2004, el supremo tribunal desplegó un conjunto de medidas de superintendencia conocidas como “acordadas de transparencia”, que establecieron novedosas pautas de publicidad y participación ciudadana (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 37-48). Por un lado, en lo que constituyen pasos elementales en dirección a los principios de transparencia y gobierno abierto, se facilitó la publicidad de los fallos emanados de la corte suprema y se puso en marcha una agencia de noticias del supremo tribunal, accesible desde la plataforma web del Centro de Información Judicial. Por otro lado, se autorizó la participación de amigos del tribunal (amici curiae) en causas tramitadas por la corte suprema y se estableció un reglamento para la celebración de audiencias públicas a efectos de permitir que las partes y sus amigos tomen la palabra en instancias dialógicas.

Cabe, en este marco, preguntarse en qué medida la incorporación de estas innovaciones participativas implicó dar pasos hacia una verdadera democratización de la justicia. De ser así, los problemas de legitimidad emergentes de la judicialización de la política podrían subsanarse mediante el progresivo despliegue de instancias de justicia dialógica. Veamos entonces en qué consisten estas innovaciones en clave participativa.

Durante la última década del siglo XX, la corte suprema argentina acumuló un profundo descrédito, debido en gran medida al alineamiento automático de su mayoría con los intereses del poder ejecutivo. Tras la crisis política, económica y social de 2001, varios ministros de la corte intentaron conservar su poder, amenazando con la emisión de fallos masivos que pusieran en jaque el precario orden financiero y fiscal logrado tras el colapso. Este era el panorama en que Néstor Kirchner asumió en 2003 la presidencia. Desde entonces, se propuso renovar la composición del supremo tribunal. Para ello, el flamante presidente decretó un nuevo procedimiento de selección de los ministros de la corte, que involucraba a la sociedad civil en la evaluación de los candidatos postulados por el poder ejecutivo, previo a la resolución final de parte del senado. En el marco de esta autolimitación del poder ejecutivo, emergió una renovada composición de la corte suprema, integrada por prestigiosos juristas, que expresaban una amplia diversidad en términos de género, edad, especialización e ideología (Barrera, L. 2012, 60 y ss.; Hauser, I. 2016, 35-50, 57-66).

Muy pronto, esta renovada corte suprema puso en marcha una serie de innovaciones orientadas a recuperar el prestigio de la institución, promoviendo la publicidad de sus actos y la participación de la ciudadanía. Identificamos seguidamente cuatro pasos en esta dirección.

En primer lugar, en el año 2004, bajo la presidencia del ministro Enrique Petracci, la corte suprema incorporó la figura de los amigos del tribunal1. Para aquellos casos tramitados por la corte suprema que revistieran trascendencia institucional o resultaran de interés público, se previó la participación de terceros ajenos a las partes que contaran con una reconocida competencia sobre la cuestión debatida, de modo tal que pudieran enriquecer el debate e ilustrar a los jueces. La primera acordada en regular la participación de los amigos del tribunal estableció que sus opiniones podrían ser comunicadas en escritos de una extensión no mayor a las veinte carillas, que serían incorporados al expediente. Los ministros sostenían que, de este modo, se perseguían los objetivos de estimular la participación ciudadana, promover el más amplio debate como garantía esencial del sistema republicano democrático y garantizar la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno.

Paralelamente, el supremo tribunal comenzó a celebrar audiencias públicas en casos de interés público, vinculados a problemáticas resonantes como la situación de superpoblación de las comisarías y prisiones de la provincia de Buenos Aires (causa Verbistsky), la contaminación de la cuenca hídrica Matanza-Riachuelo (causa Mendoza) y la emergencia humanitaria que azotaba a comunidades indígenas quom asentadas en la provincia del Chaco (causa Defensor del Pueblo c. Chaco) (CELS, 2008, 39-40; Bergallo 2014, 245-292; Fairstein et al. 2010, 58-61). En este marco, los ministros Ricardo Lorenzetti y Juan Carlos Maqueda viajaron a Estados Unidos para conocer de primera mano la práctica de audiencias públicas desarrollada por el supremo tribunal norteamericano y entrevistarse con el presidente de esa corte (Hauser, I. 2016, 145).

En tercer lugar, ya bajo la presidencia de Ricardo Lorenzetti, el cuerpo estableció en 2007 un reglamento de audiencias públicas, que retomaba la experiencia acumulada, previendo la celebración de instancias dialógicas que incluyeran a las partes tanto como a los amigos del tribunal2. Con esto, los ministros se propusieron elevar la calidad institucional del poder judicial, poniendo a prueba la eficacia y objetividad de la administración de justicia, y profundizar el Estado constitucional de derecho. El reglamento estableció que, ante causas de relevancia institucional o de interés público, la corte pudiera disponer la celebración de audiencias públicas. Para ello, bastaría con el voto de tres de sus miembros. Según esta acordada, las audiencias podrían ser de tres tipos: informativas (orientadas a escuchar e interrogar a las partes), conciliatorias (destinadas a explorar soluciones no adversariales entre las partes) y ordenatorias (dedicadas a tomar las medidas que permitieran encauzar el procedimiento)3. El reglamento consignó también que las partes podrían designar un abogado que debería presentar un resumen de su alegato cuarenta y ocho horas antes de la celebración de la instancia, hacer la presentación oral durante la audiencia y responder a las preguntas de los jueces. Se previó igualmente la participación de amigos del tribunal, que también deberían anticipar por escrito el resumen de sus intervenciones.

Finalmente, en 2013, un nuevo reglamento de la figura del amicus curiae incorporó una serie de precisiones relativas a la participación de terceros4. Con vistas a ordenar la intervención de los amigos del tribunal, se explicitó una serie de requisitos: los amigos del tribunal deben estar inscriptos en un registro de personas habilitadas a tal efecto; deben contar con la firma de un letrado autorizado para litigar ante la corte suprema; deben postularse en causas que la corte haya considerado aptas para recibir aportes de los amigos; caso contrario, deben solicitar que la causa sea declarada apta para la participación de terceros; y deben aclarar a cuál de las partes apoyan. Es de la discreción de la corte suprema determinar qué causas admiten la participación de amici curiae; qué postulantes pueden inscribirse en el registro de amigos de tribunal; cuáles pueden participar de las causas aptas para recibir aportes de terceros; y cuáles son las presentaciones que habrán de sumarse al expediente.

Miguel Ángel Benedetti y María Jimena Sáenz han conducido un minucioso estudio sobre las instancias de participación habilitadas por la corte suprema en el período 2004-2014. Durante ese período se celebraron veinte audiencias públicas vinculadas a causas muy variadas y de gran resonancia (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 93 y ss.). A las audiencias ya referidas, celebradas con anterioridad a la reglamentación de 2007, se sumaron a partir de entonces otras nuevas, vinculadas por ejemplo a la desmonopolización de los servicios de comunicación audiovisual (causa Grupo Clarín), a la difusión de imágenes personales en buscadores de Internet (Belén Rodríguez c. Google), a reivindicaciones de comunidades indígenas en lo relativo al uso de la tierra y los recursos naturales (causas Dino Salas, La Primavera-Navogoh y Santuario Tres Pozos) y al derecho a la vivienda de personas en situación de emergencia (causa Quisbeth). A primera vista, resulta evidente el activismo del tribunal en términos de la promoción de la participación de la sociedad civil y la profunda innovación institucional implicada en la incorporación de estas prácticas. Al respecto, el ministro Lorenzetti describe:

...estuvieron en la corte suprema personas que estaban desnutridas (...) miembros de las comunidades originarias más postergadas (…) sectores rurales y pueblos originarios también postergados (…) y personas que vivían en la calle (...) En todos estos casos, es posible reconocer la emoción de la persona que está ahí, frente a la corte suprema, que reconoce lo que implica el acceso a la justicia: alguien que siempre ha estado olvidado, que ve la justicia como algo tan lejano y, de pronto, tiene la oportunidad de pararse en un tribunal, el principal tribunal del país, la cabeza de un poder del Estado, para decir su verdad. (Lorenzetti, R. 2014, 348-349)

Estas experiencias constituyen una innovación institucional difícilmente subestimable. Colige al respecto Lorenzetti que “la justicia progresa, se expande y llega a la sociedad cuando todos tienen la misma oportunidad de acceder a decir su verdad” (Lorenzetti, R. 2014, 349).

4. La participación ciudadana en las audiencias públicas de la corte suprema

Dicho esto, resulta del interés de este artículo preguntarse en qué medida la apertura de la corte suprema a la participación de la sociedad civil implica un cambio en dirección a la democratización del poder judicial; y en qué medida este cambio puede subsanar los déficits de legitimidad de un poder judicial que asume determinaciones eminentemente políticas.

Comencemos identificando quiénes toman la palabra en estas instancias dialógicas o qué palabra es la que cuenta. En la reglamentación arriba descrita es posible identificar el privilegio que la corte asigna a los abogados en estas instancias participativas. Es cierto que el reglamento de audiencias indica que las partes “podrán” designar un abogado para que haga el alegato, lo que deja abierta la posibilidad de los afectados tomen la palabra por propia cuenta5. Pero también es cierto que el reglamento establece que “los jueces interrogarán libremente a los abogados”: aquí las referencias a las partes directamente afectadas desaparecen6. Estos matices del reglamento se corresponden con la práctica desplegada en las audiencias celebradas por la corte, en las que, salvo contadas excepciones, las partes no toman la palabra sino a través de sus abogados (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 144-145). En la mayoría de los casos, los damnificados participaron como espectadores atentos pero silenciosos.

Una de las excepciones más salientes estuvo dada por la intervención de representantes de las comunidades aborígenes. Reseñar estas intervenciones permite una evaluación más cabal de estas experiencias participativas. La primera intervención sucedió durante la audiencia pública en el marco de la causa Defensor del Pueblo c. Chaco, vinculada a la situación de emergencia humanitaria de comunidades indígenas quom. En esa oportunidad, el representante quom Osvaldo Charole tomó la palabra como parte denunciante e intentó hablar en su propia lengua. Pero, a poco de comenzar, fue interrumpido por la jueza Elena Hilton de Nolasco, que protestó por el empleo del idioma aborigen, se rehusó a admitir la intervención de un intérprete y solicitó que se prosiguiera en castellano. Posteriormente, las audiencias por las causas “Dino Salas”, “La Primavera-Navogoh” y “Santuario Tres Pozos” también dieron lugar a la participación de referentes de las comunidades aborígenes, que en muchos casos combinaron el uso del castellano con saludos y giros en lengua aborigen. En su análisis de estas intervenciones, señalan Beneditti y Sáenz que los jueces de la corte no interactuaron con las partes; más bien, se limitaron a escucharlas sin dirigirles preguntas. Las intervenciones de los referentes de las comunidades aborígenes afectadas tampoco fueron recogidas por las sentencias que sucedieron a las audiencias (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 175, 234, 257). De este modo, las intervenciones de las partes resultaron episodios de valor ilustrativo y ornamental, cuidadosamente dispuestas en la apertura o el cierre de las sesiones, pero encapsuladas por un silencio rayano en la indiferencia.

Los intercambios más animados se dieron entre los jueces y los abogados de las partes. Tal como prevé el reglamento, en muchas ocasiones los jueces intervinieron durante las exposiciones de los abogados de las partes para hacerles preguntas, despejar equívocos y exigirles aclaraciones. La dinámica emergente de estos intercambios resultó más cercana a la de un interrogatorio que a la un diálogo. Benedetti y Sáenz resaltan algunos episodios en los que los jueces de la corte, en ejercicio de su eminencia como doctrinarios del derecho, inquirían a los abogados de las partes como si fuesen profesores conduciendo un examen oral (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 161). Resulta igualmente significativo que, en muchas ocasiones, los jueces mostraran su impaciencia ante los intentos de los abogados de discutir puntos de vista teóricos, estándares generales o principios de justicia; y les exigieran con insistencia que se limitaran en sus alocuciones a discutir el caso concreto (Ibídem, 144-167). Esto brinda una medida de claridad respecto de aquello que los jueces esperaban conseguir con la intervención de las partes: más que abrir un debate respecto de los principios generales que deben informar las decisiones públicas, se esperaba que los patrocinantes pudieran expresar con toda claridad la reivindicación del particular que representaban7.

Ahora bien, ¿cuál es el rol que desempeñan los amigos del tribunal durante las audiencias? Tal como señalan los sucesivos reglamentos, los amici curiae son especialistas con reconocida competencia sobre la cuestión debatida, que deben contar con el aval de un abogado8. Si bien los amigos del tribunal son ajenos a las partes, su intervención debe indicar explícitamente por cuál de las partes en litigio abogan. De ellos se espera que expresen una opinión fundada, de carácter jurídico, técnico o científico. Por el resto, la reglamentación de las audiencias públicas no señala que los jueces puedan interrogar a los amigos del tribunal. Esto se vio reflejado en las audiencias celebradas por la corte, en las que los amici se limitaron a exponer sus argumentos, sin ser interrumpidos ni interrogados por los ministros. Se presentaron como amigos del tribunal organizaciones de la sociedad civil especializadas en litigios de interés público, agencias estatales, colegios de abogados, universidades nacionales, centros de estudios, científicos, académicos y profesores de derecho. En la mayoría de los casos, quienes tomaron la palabra en tanto que amigos del tribunal fueron abogados y juristas, que se dirigieron a los jueces empleando un discurso predominantemente formalista, jurídico-técnico (Puga 17, 20; Benedetti y Sáenz 2016, 243).

De este modo, salvo contadas excepciones, las audiencias públicas celebradas por la corte suprema pueden caracterizarse en sus rasgos más generales como la comparecencia de abogados y juristas, que exponen argumentos de índole jurídico-técnica ante los jueces. Por su parte, los jueces combinan el interrogatorio a los abogados de parte con la escucha silenciosa a los amigos del tribunal. En vista de esta caracterización, resulta posible evaluar en qué medida estas innovaciones equivalen a una democratización del poder judicial.

5. Concepciones subyacentes de la ciudadanía y la participación

Descrito el fenómeno argentino de la judicialización de la política, nos preguntamos en qué medida las innovaciones dialógicas están en condiciones de subsanar el déficit de legitimidad del poder judicial al momento de involucrarse con decisiones políticas eminentes. Esto nos llevó a reseñar los avances de la corte suprema en materia de participación ciudadana, vinculados a la admisión de amigos del tribunal y a la celebración de audiencias públicas. Los jueces de la corte impulsaron estas innovaciones en el convencimiento de que contribuirían al objetivo de promover el debate, que es garantía esencial de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno. De este modo, inspirados en los principios constitucionales de la democracia y la república, el máximo tribunal argentino puso en marcha un proceso inédito de apertura a la sociedad civil, que involucró la participación de decenas de ciudadanos en una variedad de causas de trascendencia institucional y gran interés público.

Estas innovaciones parecieron inspirarse en una concepción deliberativa de democracia, basada en el igual regulativo que postula que la legitimidad de las decisiones públicas depende de la participación en igualdad de condiciones de todos los potencialmente afectados. Dos de los abogados patrocinantes de amici curiae en la causa por la contaminación de Riachuelo evaluaron su experiencia de participación en las audiencias:

El paradigma se ha transformado. Han sido una serie de actividades (amicus curiae, audiencias públicas, acceso a la información, ampliación de la legitimación, reconocimiento de bienes de incidencia colectiva, etc.) desplegadas en pleno diálogo republicano con los otros dos poderes –que son los que más consideran los intereses de las mayorías– las que han permitido forjar esta novel y muy fuerte legitimacióndemocrática de la nueva Corte de consenso. (Napoli, A. y Esain, J. 2008, 104-105)

El entusiasmo de los abogados intervinientes resulta comprensible en el marco de una causa que se propuso subsanar décadas de inacción de los poderes públicos ante la calamitosa contaminación ambiental de la cuenca hídrica y sus graves consecuencias en términos de la calidad de vida de los sectores más vulnerables y más expuestos. Así y todo, resulta necesario ponderar cuán robusta es esta legitimación democrática consensual que ha subtendido al novedoso actuar de la corte.

En vista de lo descrito en el apartado anterior, puede sostenerse que la práctica desplegada por la corte suprema se aleja en varios puntos esenciales del ideal regulatorio de la justicia dialógica. Si bien se han dado pasos significativos en dirección a una mayor apertura y participación en el trámite de las causas judiciales que tienen lugar en la corte suprema, lo cierto es que esta participación ha quedado mayormente reservada a abogados y juristas, que optaron por dirigirse al supremo tribunal en un lenguaje técnico-jurídico estricto. Las contadas excepciones estuvieron a cargo de referentes indígenas que tomaron la palabra en nombre de las partes y de algunos especialistas ajenos al campo del derecho, que intervinieron en virtud de un saber especializado relativo a la cuestión en litigio. En esta línea, podría esperarse que estas contadas excepciones vayan multiplicándose con el tiempo, dando lugar a una creciente intervención de la ciudadanía, que permita enriquecer el debate, en línea con las exigencias del ideal dialógico.

Ante esta expectativa de una gradual aproximación al ideal de justicia dialógica, cabe preguntase si las audiencias públicas de la corte suprema están efectivamente inspiradas en ese modelo deliberativo o si responden a otro tipo de concepción en lo relativo a la participación ciudadana. Es que, si el modelo de la justicia dialógica apunta a la participación en condiciones de igualdad de todos los posibles afectados, resulta difícil reconocer en la reglamentación y en la práctica de las audiencias públicas el intento de aproximación a ese ideal. Por un lado, la participación de aquellos directamente afectados se da por la intermediación privilegiada de sus abogados; por otro lado, la participación de los posiblemente afectados no está siquiera prevista. Sí se espera, en cambio, que participen amigos del tribunal: estos se definen como terceros con reconocida competencia jurídica, técnica o científica. Esta concepción de los amigos del tribunal no apunta al ideal de participación igualitaria, sino al ideal contrario, de participación de quienes se distinguen como especialistas.

De este modo, se da a ver la concepción de ciudadanía que está a la base de las innovaciones promovidas por la corte. Tras apelaciones genéricas a la presencia sin intermediaciones y a la participación directa de la ciudadanía, lo que se observa es una interpelación privilegiada a organizaciones de la sociedad civil, colegios de abogados, corporaciones económicas, instituciones académicas, referentes comunitarios y personalidades destacadas que, evidentemente, forman parte de la ciudadanía. Lo que no resulta evidente es que estos poderes intermedios puedan hablar en nombre de toda la ciudadanía ni presentarse como portavoces de la soberanía del pueblo. De este modo, bajo la intención de una apertura del poder judicial a la participación ciudadana, se asume una concepción restrictiva, que hace foco en referentes de organizaciones de la sociedad civil cuya representatividad popular y cuya legitimidad democrática deben ser, cuanto menos, problematizadas. Caso contrario, se corre el riesgo de confundir la manifestación de la soberanía del pueblo con el patrocinio de los poderes intermedios.

En vista de lo antedicho, cabe preguntarse a qué genealogía responden estas innovaciones en clave participativa. Sugerimos que, más que inspirarse en el modelo de democracia de consejos, basado en las experiencias de los levellers ingleses o las town meetings norteamericanas, estas experiencias parecen responder a concepciones de la representación política más afines a las sostenidas por los monarcómacos calvinistas o los pactistas neoescolásticos (Duso, G. 2015, 73-82). Según las ideas vertidas por el francés François Hotman o por el alemán Johannes Althusius, el poder político surge de la soberanía del pueblo y el monarca solo es legítimo en la medida en que se aviene al consejo popular. Sobre esta base, los escritos monarcómacos de los siglos XVI y XVII constituirán un antecedente de gran importancia para el desarrollo del republicanismo moderno. Ahora bien, para esta perspectiva, el pueblo soberano no consiste en la mera agregación aritmética de todos los ciudadanos. Sostener esto implicaría exponer el poder público a la influencia de una multitud ignorante e irresponsable. Al contrario, el pueblo solo se manifiesta por medio de sus magistrados y representantes estamentales. En este sentido, el influyente panfleto anónimo Vindiciae contra tyrannos consigna: “La república no está encomendada a los individuos o particulares, sino que, por el contrario, estos –como si fueran sus pupilos– están confiados al cuidado de los notables y magistrados. En consecuencia, no están obligados a proteger la república quienes no pueden protegerse a sí mismos” (Brutus, S. 2008, 189). En esta línea, recuerda Giuseppe Duso que para la perspectiva monarcómaca “los miembros del cuerpo político no son los individuos, sino las asociaciones, públicas y privadas”; de allí se sigue que “la participación de los hombres individuales en la vida política ocurre a través de la mediación del estamento del cual forman parte” (Ibídem, 2015, 78).

De manera similar corren las reflexiones neoescolásticas relativas al pacto político. Por caso, al justificar la resistencia popular contra la tiranía, el jesuita español Juan de Mariana se pregunta a quién compete determinar cuándo se está ante una tirano: “tal facultad, ni la dejamos al arbitrio de cualquier particular, ni aun al de muchos; a no ser que la voz pública lo declare, y además emitan su parecer con este motivo varones graves y de erudición” (De Mariana, J. 1845, 77). Esto es decir que el pueblo no interviene sino a través de sus portavoces autorizados, esto es, de los varones graves y eruditos. Francisco Suárez ofrece, en esta línea, un aporte doctrinario decisivo a la discusión americana sobre el sentido de la soberanía popular. A diferencia de la solución ilustrada proveniente de Francia, que deposita la soberanía en individuos abstractamente iguales, la alternativa provista por Suárez atribuye la soberanía a las diferentes partes de que está compuesto el todo orgánico del cuerpo político9.

Con estas consideraciones en mente, cabe preguntarse en qué medida las experiencias de justicia deliberativa promovidas recientemente por jueces y académicos argentinos se inscriben en la tradición del republicanismo radical de los revolucionarios anglosajones o franceses y en qué medida responden a la tradición política del pactismo monarcómaco y neoescolástico.

Recapitulación y corolarios

Nuestro punto de partida estuvo marcado por la constatación de un hiato entre las funciones políticas asumidas por el poder judicial argentino y la legitimidad atribuida en el marco de un sistema de frenos y contrapesos. La progresiva judicialización de la política argentina cuestiona la imagen del poder judicial como una autoridad sin poder, garante en última instancia de la Constitución. Los procesos recientes dan cuenta, más bien, de una influencia creciente de los tribunales de justicia en términos de la canalización de las demandas sociales, el debate público, la producción legislativa y el diseño, ejecución y control de políticas públicas. El avance del poder judicial sobre ámbitos de determinación eminentemente políticos no parece haber sido acompañado por un correlativo reforzamiento de su legitimidad democrática.

En este marco, hemos observado una serie de notables esfuerzos por democratizar el poder judicial, promoviendo innovaciones institucionales en línea con los principios de transparencia y participación ciudadana. Estas innovaciones apelan a modelos comunicativos y deliberativos de democracia, basados en la idea de que las mejores decisiones son aquellas en las que participan en condiciones de igualdad todos los posibles afectados. Inspirados en este modelo, los jueces de la corte suprema argentina han abierto canales inéditos de participación ciudadana, habilitados por dos innovaciones clave: la admisión de amigos del tribunal y la celebración de audiencias públicas. Estas innovaciones han dado lugar a discusiones sobre temas de gran interés público, caracterizadas por la pluralidad de los participantes y por la publicidad de las sesiones.

En este marco, el análisis de la reglamentación y de la puesta en práctica de estas innovaciones permite evaluar en qué medida el poder judicial argentino se ha aproximado a los estándares postulados por el modelo deliberativo. Más allá de los innegables avances en materia de transparencia y participación, postulamos en este punto que la concepción de democratización que subtiende a estas innovaciones no responde a la idea de una participación igualitaria y directa de los ciudadanos. Al contrario, el diseño y desarrollo de estas experiencias apunta a una participación reservada a especialistas y mediada por abogados. El principio que pareciera subtender las innovaciones democratizantes de la corte no parece ser el de la participación igualitaria de todos los afectados, sino el de la participación calificada a través de patrocinantes.

Sugerimos que este modelo de participación ciudadana a través de sus “fuerzas vivas” parece inscribirse en una tradición del republicanismo que puede reconocerse en las elaboraciones de los monarcómacos calvinistas y los pactistas neoescolásticos. Según esta tradición, la soberanía del pueblo, que es anterior y superior al poder del monarca, se expresa mediante la participación de los magistrados y notables que representan las diferentes consociaciones en que se distribuyen los ciudadanos.

Resulta relevante en este punto preguntarse por los límites de las estrategias de implantación de teorías, normas y prácticas propias de otros sistemas jurídico-políticos (Benedetti, M. y Sáenz, M. 2016, 56). En el caso puntual de las audiencias públicas argentinas, la emulación de la experiencia norteamericana pareciera quedar difractada por una tradición de largo alcance, que remite a las versiones más elitistas del republicanismo. Esto debería servir de advertencia ante las propuestas contemporáneas de reformas constitucionales orgánicas que den lugar a una mayor participación de la ciudadanía en el poder (Gargarella, R. 2014b, 297, 358-359, 364-365). Cualquier innovación en este sentido debería problematizar de qué hablamos cuando hablamos de ciudadanía y quiénes pueden legítimamente tomar la palabra en su nombre.

Notas

1 Acordada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, nro. 28/2004.

2 Acordada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, nro. 30/2007.

3 Benedetti y Sáenz (2016, 74) identificaron que, en la práctica, los jueces de la corte incorporaron un cuarto tipo de audiencia, dedicada a la supervisión de las sentencias.

4 Acordada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, nro. 07/2013.

5 Acordada CSJN nro. 30/2007, art. 6.

6 Acordada CSJN nro. 30/2007, art. 9.

7 Esta dinámica monológica quiebra la dialéctica democrática que Nancy Fraser (2006, 48-49) identifica a la base de las instancias de paridad participativa.

8 Acordada CSJN, nro. 28/2004, art. 2; Acordada CSJN, nro. 07/2013, art. 2, 10.

9 Esta concepción de la soberanía popular tuvo especial relevancia en el marco de las discusiones abiertas en Iberoamérica por la vacancia real producida a partir de 1808. Ante la acefalía, la retroversión de la soberanía del pueblo introdujo el problema ingente de definir cuál es ese pueblo y quiénes pueden erigirse como sus portavoces autorizados (Halperín Donghi 2009, 52 y ss.; Palti 2007, 76 y ss.; Chiaramonte 1993, 89; Molina 2008, 61-74).

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