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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.1 Mendoza abr. 2018

 

DOSSIER

Diálogo y activismo judicial. Una mirada crítica de la imparcialidad a partir de El Federalista

Dialogue and judicial activism. A critical view of impartiality from The Federalist Papers

 

Carlos Ignacio Giuffré *

Gonzalo Scivoletto **

 

* Carlos I. Giuffré
Universidad de Mendoza
Universidad Nacional de Cuyo

** Gonzalo Scivoletto
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA) – Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Universidad Nacional de Cuyo

 

Recibido: 11-09-2017
Aceptado: 16-03-2018

 


Resumen

El siguiente trabajo se propone analizar críticamente la concepción clásica y monológica de la imparcialidad del juez, su respectivo correlato institucional y las consecuencias para interpretar el vínculo que debería tener con los afectados. Para ello se realiza un análisis reconstructivo de El Federalista de Hamilton, Madison y Jay. En primer lugar, se analiza en tal documento el concepto de imparcialidad y sus supuestos teóricos. En segundo lugar, se señala el modelo constitucional derivado. En tercer lugar, se muestra cómo, a pesar de los giros y la distancia teórica del “nuevo constitucionalismo”, algunas de las ideas subyacentes en El Federalista permanecen vigentes. Finalmente, el trabajo intenta poner en práctica el marco teórico-normativo de la democracia deliberativa para el análisis histórico reconstructivo de la teoría constitucional.

Palabras clave: Legitimidad; Democracia deliberativa; Constitucionalismo.

Abstract

The following work intends to critically analyze the classic and monological conception of the Judge´s impartiality, its respective institutional correlate and the consequences to understand the bond that should have with those affected. For this, a reconstructive analysis of The Federalist by Hamilton, Madison, and Jay is made. In the first place, the concept of impartiality and its theoretical assumptions are analyzed in such document. Second, it shows how, despite the turns and transformations of the “new constitutionalism”, some of this assumptions remain applicable. Finally, the paper attempts to put into practice the normative theoretical framework of deliberative democracy for the historical reconstructive analysis of constitutional theory.

Keywords: Legitimation; Deliberative Democracy; Constitutionalism.


 

Introducción

Al analizar uno de los libros más influyentes del constitucionalismo a lo largo y ancho del mundo, El Federalista, es posible hallar un rasgo común e insistente dentro de la noción de imparcialidad judicial, que perdura en los desarrollos teóricos más actuales de la doctrina constitucional y la filosofía jurídica: la idea de que la imparcialidad requiere cierto aislamiento de parte de los operadores jurídicos. Esta perspectiva, a su vez, llevó a la organización de una ingeniería constitucional que desde sus orígenes fue diseñada para alejar a los jueces de las restantes ramas de gobierno, cuanto del pueblo, al que se expulsaría del manejo de los asuntos comunitarios tanto como fuera posible, con el objetivo de que las decisiones sean tomadas solo por una parte selecta de la ciudadanía.

Esta forma de ver la imparcialidad y su respectivo modelo constitucional, aún vigentes, van a contracara de ciertos procesos de activismo y apertura en el ámbito judicial que se vienen generando en el continente desde fines del siglo pasado. En efecto, por un lado, es posible advertir que se deja atrás el paradigma decimonónico de la pasividad del juez, que tantas trabas generó en materia de exigibilidad de los derechos sociales, para dar lugar a la idea de que los procesos judiciales contribuyen a las transformaciones estructurales, pues no se encuentran separados del acontecer social, económico, cultural y político. Por otro lado, se evidencian experiencias tendientes a revertir la clausura y lejanía del Poder Judicial frente a la sociedad, asumiendo un papel más activo en la institucionalización de la “paridad participativa” (Fraser, N. 1997, 120) ineludible para la conformación de procesos deliberativos y públicos en los que todas las partes puedan sostener, con cierto grado de plausibilidad, sus expectativas legítimas de justicia. Sin embargo, las posturas solipsistas o aislacionistas tradicionales no logran explicar con satisfacción la creciente judicialización de las cuestiones políticas ni los nuevos arreglos institucionales en clave dialógica que se experimentan en ese contexto, tales como las audiencias públicas, los amicus curiae, el control deliberativo de constitucionalidad, las acciones con legitimación colectiva, los litigios de reforma estructural, las sentencias exhortativas, los monitores judiciales, las consultas legislativas de constitucionalidad, entre otros.

En tal marco, este trabajo se propone analizar desde el prisma crítico de la democracia deliberativa y la filosofía discursiva1 en general el siguiente asunto: cómo podrían alcanzarse decisiones judiciales dotadas de legitimidad democrática y, por lo tanto, genuinamente imparciales. Para llevar a cabo esta tarea, se realizará una reconstrucción del concepto de imparcialidad en la toma de decisiones implícita en El Federalista (en adelante, EF), junto con el modelo constitucional que deriva de la misma. Esta relectura, a partir del marco teórico-normativo aludido, se propone, además, ensayar un método crítico-reconstructivo que no reclama para sí la asepsia de la dogmática jurídica, sino que, por el contrario, asume explícitamente una idea de justicia a partir de la cual se realiza tal reconstrucción. Así, ese método no oculta su punto de partida normativo (algo que Habermas llamó “cripto-normativismo”), pero tampoco pretende resguardarse en la vigencia “pura” del “hecho normativo”.

La noción de imparcialidad en El Federalista

En la presente sección se ha de reconstruir la teoría de la toma de decisiones, la noción de imparcialidad –con su respectivo supuesto antropológico– y el modelo constitucional subyacente en El Federalista. Tal documento contiene comentarios formulados por Madison, Hamilton y Jay, de manera contemporánea al proceso de ratificación de la Constitución de Estados Unidos, que rige desde el Siglo XVIII. Ambos textos han influenciado extraordinariamente las ingenierías constitucionales de Argentina, Latinoamérica y el resto del mundo. Es decir, no sólo forman parte de una dimensión histórica del derecho constitucional, esto es, como un momento imprescindible de la génesis del constitucionalismo liberal, sino que aún mantienen su validez para los estudios contemporáneos sobre la materia. Luego de aquellas tareas, se analizarán las reminiscencias de este paradigma tradicional en las propuestas teóricas de la actualidad.

Según Madison, las personas actúan movidas por el autointerés, la ambición o la pasión, por esto es quela ingeniería constitucional se apoya en un supuesto específico: la desconfianza hacia las mayorías que, según presumieron los Padres Fundadores2, tienden hacia la equivocación, la irracionalidad y el apasionamiento (Hamilton et al. 2010, 38 y 220). Se trata de una concepción elitista que parte de la idea de que dentro de la sociedad existe un grupo minoritario de la ciudadanía situado en mejores condiciones o más capacitado que la gran mayoría para entender y dirigir el rumbo general. En tal sentido Rosanvallon expresa que los Padres Fundadores le dieron forma constitucional a la desconfianza, ello porque no edificaron un gobierno fundado en la confianza popular, donde se corone al pueblo, sino en la sospecha frente a él (Rosanvallon, P. 2007, 25). Este pensamiento de los Padres Fundadadores es sintetizado por Hofstadter de la siguiente manera: “They did not believe in man, but they did believe in the power of a good political constitution to control him” (Hofstadter, R. 1948, 3). Allí entonces se gestó el propósito del modelo constitucional: la exclusión política del pueblo. Sin embargo, siguiendo a Dahl, “ni en la Convención Constituyente, ni en los papeles de El Federalista, se demuestra mayor ansiedad acerca de los peligros que puedan provenir de la tiranía de la minoría; en cambio, el riesgo de una tiranía de las mayorías aparece como fuente de agudo temor” (Dahl, R. 1956, 9). Como lo ratifica Gargarella, la Constitución norteamericana no solo resultó sesgada en contra de las mayorías, sino que, además, dicho sesgo tuvo como propósito la particular protección de un cierto grupo minoritario: el de los socialmente más aventajados (Gargarella, R. 2011).

La causa de situar al pueblo en las márgenes de la Constitución encuentra asidero en la idea de que la deliberación colectiva conduce, antes que a decisiones legítimas, a otras que sean el producto de la pasión y la irracionalidad (Gargarella, R. 1996). Precisamente, la pretensión característica del constitucionalismo norteamericano no residía en atender, evaluar ni sopesar la opinión de quienes se hallaban potencialmente afectados por una decisión política, puesto que reconocían en la discusión ciudadana el riesgo de que las pasiones terminaran dominando a la razón (Gargarella, R. 1995, 140).

Pero no solamente la deliberación, también la concurrencia de personases proclive a producir ese efecto indeseado. Por eso, en EF Nº 10 Madison va a decir que: “La falta de fijeza, la injusticia y la confusión a que abre la puerta en las asambleas públicas, han sido realmente las enfermedades mortales que han hecho perecer a todo gobierno popular” (Hamilton et al. 2010, 36), luego insiste en “la confusión que produce la multitud” (Ibídem, 40). Más adelante en EF Nº 37, reitera: “La historia de casi todas las grandes asambleas… es una historia de facciones, contiendas y desengaños, y puede clasificarse entre los espectáculos más tristes y deshonrosos que descubren la depravación y las taras del carácter humano” (Ibídem, 151-152). Continúa en EF Nº 55:

Lo cierto es que determinado número mínimo parece indispensable en todos los casos para asegurar los beneficios de la libre deliberación y consulta y para precaverse contra fáciles combinaciones para propósitos indebidos, en tanto que, por otra parte, dicho número debe mantenerse dentro de cierto límite con el objeto de impedir la confusión y los excesos de la multitud. En todas las asambleas muy numerosas cualquiera sea la índole de su composición la pasión siempre arrebata su centro a la razón. (Hamilton et al. 2010, 236)

En rigor, con esas expresiones presentes, es posible inferir que el aislamiento, según se pensaba, antes que la discusión con carácter inclusivo –que contemple todos los intereses– o pública –donde se hagan valer las razones de las resoluciones políticas–, era la garantía que aseguraba la imparcialidad. De acuerdo con esta concepción, cuanto mayor era el grado de discusión colectiva que precedía a una medida, tanto mayores eran los riesgos de que se tomaran decisiones parciales o facciosas. En tal sentido, Madison define la noción de “facciones”, que tanto le preocupaba y que tantas energías destinaba para evitarlas, en EF Nº 10: “Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto” (Ibídem, 36).

Ahora bien, el problema teórico en torno a la noción de imparcialidad conduce a uno mayor: el del diseño institucional, vale decir, el de los arreglos a través de los cuales han de lograrse decisiones imparciales. Como se vio, el sistema constitucional tenía como objetivo desalentar la deliberación entre la ciudadanía y los representantes, pues se pensaba que conducía al tumulto y al predominio de las pasiones sobre las razones3. El tema relativo a los rasgos estructurales de las maquinarias constitucionales adoptadas por Estados Unidos y replicadas en mayor o menor medida por Latinoamérica, demanda particular atención por la brecha o distanciamiento que aspiran a generar entre la ciudadanía y los mandatarios (Pitkin, H. 2004). En esta línea, Madison suscribe la noción de distancia o lejanía en EF N° 49, sobre el cual se ha de volver más adelante, cuando defiende la inconveniencia de someter con frecuencia las cuestiones políticas a consideración de la sociedad, advirtiendo “(e)l peligro de alterar la tranquilidad general interesando demasiado las pasiones públicas”, pues en tales casos “sería no la razón, sino las pasiones públicas quienes juzgarían”(Hamilton et al. 2010, 215).

El modelo constitucional en El Federalista

Sobre el punto de partida que se ha intentado describir hasta aquí, se monta un particular modelo de Estado, con sus correlativas propuestas institucionales e implicancias políticas: el deseo de impedir la reforma de la Constitución como instrumento de política ordinaria, mediante su estabilidad y rigidez; el desaliento de la participación cívica, de la mano de la ausencia de foros públicos de discusión; el propósito de contener las tendencias expansivas del cuerpo Legislativo, mediante el establecimiento de un bicameralismo y la subordinación al veto del Órgano Ejecutivo, como al control Judicial; la presencia de controles al poder del Estado, puramente endógenos, en vez de populares; la proposición de un sistema de checks and balances, marcado por instrumentos de ataque y defensa, antes que por canales comunicativos entre sus ramas y la ciudadanía; un Poder Judicial de acceso limitado, que extendió su poder hasta obtener la potestad de invalidar leyes, como así también de monopolizar la interpretación constitucional y de pronunciar la “última palabra”; la presencia de institutos contramayoritarios; las elecciones indirectas; los mandatos con períodos largos o vitalicios; un Órgano Ejecutivo unipersonal y fuerte; un gobierno representativo, que limita la intervención política de la ciudadanía al mero sufragio.   

El sistema representativo exige especial detenimiento. Se identifica con uno de los pilares fundamentales –conjuntamente con la vigencia de una Constitución, la declaración de derechos y la división de poderes– del constitucionalismo occidental y del moderno Estado de Derecho4. Alude a un ordenamiento político a través del cual un grupo de personas –llamadas representantes– lleva adelante la tarea cotidiana de organizar los asuntos políticos mediante el dictado de normas en nombre y representación de quienes los eligieron (Manin, B. 1997). Un Estado representativo es aquel en el que las principales deliberaciones políticas, es decir, las discusiones que involucran a toda la colectividad, no son tomadas directamente por quienes forman parte de ella, sino por personas elegidas para este fin (Hamilton et al. 2010, 149), donde la ciudadanía cuenta únicamente con la solitaria e impotente herramienta para el premio o el castigo que ofrece el voto.

Algunos teóricos consideran que este modelo surgió como la mejor alternativa posible a la democracia directa, que con el paso de los años y el crecimiento a gran escala de las sociedades devino en imposible, pues sería inimaginable que un Estado pueda ser gobernado mediante el llamado continuo al pueblo, ya que los habitantes dejarían de ser tales para convertirse en ciudadanos totales, privados de tiempo para sus asuntos domésticos y su esfera privada (Pitikin, H. 2004, 9; Bobbio, N. 1986, 41; Habermas, J. 2008, 239 y 251). Sin embargo, otros defienden la tesis de que el objetivo del sistema no fue el de valer como sustituto “segundo mejor” de la democracia directa, sino que, en cambio, era un bien superior, pues –teñido de un ánimo contramayoritario– tuvo en miras impedir lisa y llanamente la participación de la ciudadanía en la toma de decisiones. Es decir que, la intención estribó en excluirla del manejo de los asuntos públicos y en separar a los mandatarios de los representados (Bessette, J. 1980; Gargarella, R. 1995; Rosanvallon, P. 2007).

En definitiva, el origen histórico de la democracia representativa estuvo signado no por el propósito de hallar un sustituto “second best” a la democracia directa, sino por el cometido de diseñar una ingeniería que consiga apartar al pueblo de la toma de decisiones. Esto se constata en EF Nº 63, donde Hamilton dice: “La verdadera diferencia entre estos gobiernos [democráticos de la antigua Grecia] y el americano reside en la exclusión total del pueblo, en su carácter colectivo, de toda participación en éste, no en la exclusión total de los representantes del pueblo de la administración de aquéllos” (Hamilton et al. 2010, 270). En otro pasaje (EF Nº 10), Madison aclara que las democracias directas “han dado siempre el espectáculo de su turbulencia y sus pugnas”, en cambio, asume que “el sistema de la representación… promete el remedio” (Ibídem, 39).

Dilucidado lo anterior, es turno de abordar los rasgos del Poder Judicial. Al respecto, Hamilton, en EF Nº 78 manifiesta “…la libertad general del pueblo no ha de temer amenazas... mientras el departamento judicial se mantenga realmente aislado tanto de la Legislatura como del Ejecutivo” (Ibídem, 331). Hace hincapié en que, en el sistema resultante de la Constitución, el Poder Judicial aparece como “el menos peligroso” en comparación con el Ejecutivo y el Legislativo. Esta creencia, con el paso del tiempo, llevó al desarrollo del concepto de “supremacía judicial”, que convirtió a tal rama en “la mejor posicionada” para que haga prevalecer su voluntad en caso de conflicto sobre una decisión política. Necesariamente, se erigió entonces como el órgano mejor legitimado para hacer prevalecer su “última palabra”. Según Hamilton, la decisión de anular una ley reafirma la voluntad popular, pues el Poder Judicial al impedir la aplicación de una norma ratifica la supremacía de la Constitución, que es el documento que refleja la voluntad soberana del pueblo. En sus palabras:

[mi razonamiento] no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Solo significa que el poder del pueblo es superior a ambos, y que donde la voluntad de la Legislatura, declarada en sus leyes, se encuentra en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por esta última antes que por las primeras. Deberán regular sus decisiones por las normas fundamentales antes que por las que no lo son. (Hamilton et al. 2010, 331)

Al respecto, Gargarella interpreta que con estos argumentos, que luego retomara el juez Marshall en el caso “Marbury y Madison”, Hamilton invierte las eventuales críticas a la capacidad revisora del Poder Judicial diciendo que, justamente, dicha capacidad resultaba defendible y valiosa como un medio para asegurar la voluntad de las mayorías. La verdadera amenaza a la autoridad suprema del pueblo surgiría si se negara tal potestad judicial o si se autorizara la promulgación de leyes contrarias a la Constitución. (Gargarella, R. 2011).

Otra de las derivas del pensamiento imperante en EF es la organización de un Órgano Judicial con determinados rasgos (R) destinados a asegurar la lejanía e imparcialidad de las resoluciones: R1) elecciones indirectas de sus miembros; R2) mandatos vitalicios; R3) número reducido de integrantes; R4) aislamiento y ausencia de vínculos dialógicos con las restantes ramas de poder, como con la ciudadanía, que permitan la justificación pública o la exposición y desafío de las razones; R4) “capacitación”y “competencia” de sus miembros; R5) jueces pasivos e inertes, limitados a ser la boca de la ley, que “no influyen sobre la riqueza” ni “la sociedad”, que tampoco “pueden tomar ninguna resolución activa”, pues”no poseen fuerza ni voluntad”; R6) procedimientos rigurosos, complejos y costosos, que dificultan el acceso a la justicia y agravan la lejanía aludida.

Reminiscencias actuales

Esta perspectiva en torno a la imparcialidad y al sistema constitucional emanado de ella, en gran medida perduran en la teoría constitucional5 y la filosofía jurídica actual, que frecuentemente aluden a la “equidistancia” (Talavera, P. 2006), cuanto a la lejanía de la sociedad y de los asuntos políticos que los jueces debieran mantener si pretenden actuar con imparcialidad. A su lado, proponen rigurosos procedimientos de argumentación a los cuales tienen que atenerse los operadores jurídicos. En tal sentido, resulta gráfica una aproximación mínima a los desarrollos teóricos de autores que siguen la senda del neoconstitucionalismo6, tales como Ronald Dworkin, Robert Alexy y Manuel Atienza. En el caso del primero, por ejemplo, el hecho de que los jueces, a diferencia de los legisladores, permanezcan institucionalmente “aislados”, hace que puedan tomar decisiones independientes e imparciales. Contra tal perspectiva monológica del proceso judicial valen las críticas de Habermas, quien concibe a la interpretación del juez como “una empresa común”, que se sostiene por la comunicación pública de los ciudadanos (Habermas, J. 2008, 295). Al respecto, cita las palabras de Michelman, “Lo que falta es diálogo. Hércules… es un solitario. Es demasiado heroico. Sus construcciones narrativas son monológicas. No conversa con nadie, si no es a través de libros. No se entrevista con otros. No se tropieza con la otroidad [sic]. Nada le conmociona. Ningún interlocutor viola la inevitable insularidad de la experiencia y perspectiva. Hércules no es más que un hombre después de todo. Y ningún hombre ni ninguna mujer podrían ser así. Dworkin ha construido una apoteosis del juez juzgando, pero sin prestar atención a lo que parece ser la característica institucional más universal y llamativa de la clase judicial, su pluralidad” (Habermas, J. 2008, 295).

Mientras que de una apretada explicación del pensamiento de Alexy (2013; 2014), aparece la noción de “representación argumentativa”, que –según él– llevan adelante los jueces al encarnar los “argumentos compartidos por el pueblo”. Para esto, es necesario que “un número de personas racionales”estén dispuestas y sean capaces de aceptar esos argumentos como correctos y razonables. Con lo cual, al no haber un vínculo volitivo-decisional entre los jueces y representados, la convalidación de las resoluciones surge mediante una aceptación ex post facto, que sustituye a la elección. Pero no existe control social –sea mediante el voto, la revocatoria de mandatos o cualquier otra vía–, potestad inseparable del concepto de representación. En lo atinente a la supuesta “corrección moral” de las razones que supone en manos de los jueces, soslaya que los tribunales también deliberan y terminan decidiendo según la regla de la mayoría (Waldron, J. 2005). Así pues, sitúa a los jueces como agentes principales dentro de un Estado para decidir sobre los derechos, minimiza el problema del desacuerdo7 y no justifica por qué ellos son los que deben detentar la última palabra en la interpretación constitucional.

Por último, desde la posición de Atienza, independiente e imparcial va a ser “el juez que aplica el Derecho (actúa conforme al deber…) y que lo hace por las razones que el Derecho le suministra (motivado, movido por el deber)”. “El ideal de un juez independiente e imparcial designa a un juez que no tiene más motivos para decidir que el cumplimiento del deber” (Atienza, M. 2013, 151). A su criterio, el cumplimiento del deber es tanto la explicación como la justificación de las decisiones judiciales. Pero cabe preguntarse si el operador jurídico puede desprenderse de sus orientaciones ideológicas, del bagaje cultural, social y científico con que carga al momento de adoptar una u otra razón a fin de atenerse al procedimiento argumentativo que Atienza propone en aras de localizar “la única respuesta correcta”8.

En suma, desde El Federalista hasta las propuestas actuales, con matices o profundizaciones, la mejor garantía para la toma de decisiones de manera imparcial consiste, ora en un sistema que asegure la reflexión aislada de las personas “bien instruidas”9, ora en el empleo de un riguroso proceso de argumentación individual, entendiendo a este proceso no como inclusivo, intersubjetivo o dialógico, sino como una dogmática jurídica o procedimiento deductivo conforme a principios y reglas lógicas.

Sin embargo, frente a las aporías de esas posiciones, propias de un “elitismo epistémico”10, se erigen los postulados de la teoría del discurso y de la democracia deliberativa. Desde esta perspectiva las decisiones son a menudo “parciales” a causa de la ignorancia de los intereses o preferencias de quienes se encuentran involucrados y cuando un decisor supone aceptable una opción de manera universal que en verdad para algunos no lo era (Gargarella, R. 1998). En palabras de Gargarella,

La concepción “deliberativa” de la democracia parte de la idea de que un sistema político valioso es aquel que promueve la toma de decisiones imparciales, esto es, decisiones que no resultan sesgadas indebidamente en beneficio de alguna persona o grupo, sino que tratan a todos con igual consideración. En este sentido, afirma que la democracia resulta defendible porque favorece, mejor que cualquier otro sistema, la toma de decisiones imparciales. (Gargarella, R. 1998, 177).

O, en términos de Habermas,

La expectativa de legitimidad –según la cual sólo pueden merecer reconocimiento aquellas normas que “son buenas para todos en la misma medida”– se puede satisfacer hoy solamente con la ayuda de un procedimiento que, bajo condiciones de inclusión de todos los potencialmente afectados, asegure la imparcialidad en el sentido de atender en la misma medida todos los intereses implicados. (Habermas, J. 2002, 292)

A lo que se apunta, entonces, es a incorporar al discurso jurídico, y eventualmente a la teoría de la decisión judicial, una dimensión pragmática que vaya más allá de la meramente lógico-semántica, y que incluya o tenga en cuenta la estructura del proceso de argumentación, además de su contenido (Habermas, J. 2008, 297)11. Esta es una perspectiva que puede ser retrotraída a Kant, donde la imparcialidad se encuentra ligada al principio de universabilidad de las máximas. En la filosofía discursiva, sin embargo, la universabilidad viene asegurada no por la conciencia solipsista, sino por la participación efectiva de todos los afectados, que expresan sus intereses en forma de pretensiones de validez normativa, y que presuponen expectativas legítimas de resolución de tales pretensiones. Sin ingresar aquí en el difícil problema de la articulación entre el discurso práctico, moral y jurídico12, sí es importante mencionar que, desde la visión discursiva, entonces, las partes (frente a las que según la concepción clásica corresponde permanecer “equidistante”) concurren argumentativamente al proceso con manifestaciones de intereses que entrañan pretensiones de validez normativa. Las consideraciones éticas y pragmáticas, además de las morales, conforman ese núcleo argumentativo a partir del cual las decisiones jurídicas pueden considerarse racionales. De tal modo, la decisión del juez no es el resultado de un proceso monológico, interior a su conciencia individual, sino un procedimiento intersubjetivo que tiene su punto de fuga, como certeramente recuerda Habermas, en la final opinión –tal como la concibiera Peirce–. En este sentido, como se intentará sugerir en el próximo punto, la acción del juez no puede ser ya entendida, como en la representación arquetípica de la justicia, esto es, como ciega y distante, sino que debería ser representada con los ojos bien abiertos –a las asimetrías reales del poder–, y con una espada dispuesta a caer con todo su peso sobre las inequidades discursivas.

Diálogo y activismo judicial en la revisión de las políticas públicas

Recientes desarrollos teóricos evidencian que desde los últimos años se viene desarrollando en la región una creciente judicialización de las políticas públicas orientada hacia la justicia social (Abramovich, V. y Pautassi, L. 2009; Rodríguez Garavito, C. y Rodríguez Franco, D. 2015; Gargarella, R. 2006; Bergallo, P. 2005), vale decir, de cuestiones que históricamente se hallaban reservadas a los órganos Legislativo y Ejecutivo, dando lugar así a fallos emblemáticos13. En tiempos donde se advierte una relevante transferencia de poder hacia los jueces que, frente a la inacción de otras instituciones, ahora están llamados a resolver asuntos de trascendencia colectiva (Abramovich, 2007), cobra utilidad repensar la distinción entre las resoluciones monológicas y las precedidas de deliberación pública, para evaluar la imparcialidad de las decisiones judiciales que surten efectos extendidos y estructurales.

Este giro novedoso, marcado por el mayor involucramiento de los jueces en los asuntos comunitarios, viene a contracara de la concepción tradicional de la labor de los jueces. En efecto, Hamilton (EF Nº 78) sostenía que “El [Poder] Judicial… no influye… sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad y no puede tomar ninguna resolución activa… no posee FUERZA ni VOLUNTAD” (Hamilton et al. 2010, 331) (las mayúsculas son del original). En sintonía, Montesquieu describía la potestad de juzgar como nula o como simple boca de la ley (Montesquieu, Ch. 1984, 145). Paralelamente, en ese escenario, surgen múltiples reformas, experiencias e instrumentos jurídicos que dan cuenta de la aparición de una concepción dialógica y aperturista del Poder Judicial. Entre las modificaciones constitucionales significativas cabe mencionar, a modo de ejemplo, las realizadas en países como Canadá (1982), Reino Unido (1998), Nueva Zelanda (1990), Australia (2004) y Bolivia (2009). A su vez, nuevas prácticas de litigio que van en este sentido son las llevadas adelante por la Corte de Sudáfrica, de Colombia y de Costa Rica, como así también por algunos tribunales argentinos. Por último, los arreglos institucionales aludidos están dados por las audiencias públicas14, los amicus curiae15, el control deliberativo de constitucionalidad16, las acciones con legitimación colectiva17, los litigios de reforma estructural (Linares, S. 2008), las sentencias exhortativas (Sagüés, N. 2006), las consultas legislativas de constitucionalidad18, la elección popular de los jueces19, entre otros. En tal cuadro, las críticas que se le pueden efectuar al primer fenómeno, consistentes en la objeción democrática, la violación de la separación de poderes, la falta de legitimidad o la carencia de capacidad de los jueces para intervenir con eficacia en los asuntos socioeconómicos complejos, pueden ser moderadas por el segundo fenómeno, esto es, la apertura al pueblo y rol dialógico del Poder Judicial (Alterio, M. y Niembro Ortega, R. 2011)Estos nuevos arreglos institucionales contribuyen a que la toma de decisiones por parte de los jueces sea más inclusiva y deliberativa, por lo tanto, imparcial y legítima.

Superado el debate sobre si hay que dar cumplimiento a la exigibilidad judicial de los derechos económicos, sociales y culturales, el foco se sitúa en cómo hacerlo (Tushnet, M. 2012, 147). Al respecto, existen distintas posiciones respecto del papel que los jueces deben jugar en las demandas atinentes a la justicia distributiva. Ellas van desde una juristocracia, en la cual los jueces deben detallar la política pública y adoptar todas las medidas para solucionar los problemas, sin importar las competencias de los otros poderes; hasta un Poder Judicial consecuente, que no debe intervenir en el diseño de políticas públicas, si es que no pretende ofender la democracia y la separación de poderes20. Como alternativa intermedia, es posible pensar en un Órgano Judicial comprometido con los derechos sociales, deferente frente a instituciones implicadas, y promotor de la acción comunicativa entre el Estado y el pueblo destinada a solucionar problemas estructurales (Gauri, V. y Brinks, D. 2012; Gargarella, R. 2014). Este fenómeno, orientado a oír todas las voces, representa una contribución en orden a lograr decisiones imparciales y, por lo tanto, también un aumento de su cuota de legitimidad, a través de la convocatoria a los múltiples actores involucrados y del reconocimiento de los problemas estructurales (carcelarios, ambientales, desigualdad, etc.),que no se resuelven con un “si” o con un “no” pronunciado en una sentencia, sino con un largo proceso de toma de decisiones (Gargarella, R. 2008, 972) y en diálogo continuo con la ciudadanía y las instituciones gubernamentales.

En suma, la revisión judicial de las políticas públicas va atada a la cuestión de la legitimidad. Frente a esto, resulta relevante que se desarrollen andamiajes institucionales y se lleven adelante prácticas orientadas a la participación de la ciudadanía en la deliberación y en la toma de decisiones. Adicionalmente, surge la necesidad de reestructurar la dinámica de los procesos, históricamente diseñados en clave civilista e individualista, y de que los jueces asuman un rol constante cuanto protagónico en la promoción de la deliberación democrática entre las distintas ramas de gobierno.

A modo de conclusión

El análisis de El Federalista, ha permitido revisar dos aspectos ligados al concepto de imparcialidad, y que de algún modo permanecen vigentes tanto en parte de los desarrollos teóricos, como en la práctica de los operadores jurídicos. En primer lugar, una cuestionable visión antropológica binaria, la del supuesto enfrentamiento entre “pasiones” o “sentimientos” y la razón. En segundo lugar, la idea de que la imparcialidad de los jueces viene garantizada mediante un proceso racional puro y aislado delas facciones-pasiones, asociadas a “la masa”. Esta visión de un proceso racional monológico es lo que el giro lingüístico viene intentado desmitificar desde hace más de cincuenta años. Para la filosofía discursiva, la imparcialidad no se consigue a través del distanciamiento de los sentimientos, filiaciones y particularidades que configuran la vida de las personas –elementos que siguen inevitablemente presentes–. La democracia deliberativa no prioriza o enfatiza -como una lectura demasiado rápida parece favorecer- la “dimensión racional” de las personas, sino que trata de contemplar las expectativas reales de los involucrados. Por lo tanto, los intereses asumen todo aquello ligado a necesidad, el deseo, las “pasiones”, etc. En definitiva, la legitimidad solamente puede satisfacerse con la ayuda de un procedimiento que, bajo condiciones de inclusión de todos los potencialmente afectados, asegure la imparcialidad en el sentido de atender en la misma medida todos los intereses implicados. La imparcialidad discursiva-deliberativa debe ser entendida como pauta procedimental en la ética comunicativa. La única base para sostener que una medida es legítima consiste en que haya sido tomada en un ámbito público donde se haya propiciado la libre expresión de todas las necesidades y puntos de vista. Así pues, en estos procedimientos hay mayores posibilidades de: introducir información, incorporar múltiples criterios de justicia, considerar seriamente los argumentos de los otros, trascender los puntos de vista personales e incorporar a los silenciados o marginados. En suma, se rechaza el concepto sustancialista o subjetivista de racionalidad, para defender otro procedimental, intersubjetivo, plural, inclusivo, argumentativo y comunicativo (García, I. 2012).

En el espacio judicial, ya público y democrático, la sociedad civil puede hacer manifiestos sus problemas y demandas para incidir en la formación institucionalizada de la voluntad del tribunal, pues lo que asegura la justicia de una resolución judicial es su génesis democrática y no principios a priori a los que el juez puede acceder monológicamente. Desde tal óptica, la justicia de la sentencia viene garantizada por el peculiar procedimiento de su producción. Incluso más, de esa manera no solo se obtiene legitimidad e imparcialidad, estos andamiajes también contribuyen a la eficacia del servicio de justicia. En tal sentido,Tushnet, por ejemplo, advierte que los estudios sobre las audiencias públicas en la Corte Suprema de Brasil ofrecen razones para pensar que ellas han mejorado la calidad de su jurisprudencia (Tushnet, M. 2012). La propia Acordada Nº 30 del año 2007 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que regula las audiencias públicas, expresa que además de “la participación ciudadana” y “la difusión” del modo en que el Tribunal conoce los asuntos relativos a la jurisdicción más eminente que le confiere la Constitución Nacional, “permitirá poner a prueba directamente ante los ojos del país, la eficacia y objetividad de la administración de justicia”.

Notas

1 La democracia deliberativa es una teoría de la toma de decisiones en la que se pone el énfasis en los procedimientos de conformación de la voluntad política, a través de diálogos argumentativos o deliberaciones públicas, más que en los resultados de tales procesos o en el voto. Una de las preocupaciones fundamentales aquí es que todos los afectados participen de manera real en la adopción de las medidas políticas. Algunos de los principales teóricos –por supuesto con diferencias internas– son: Jon Elster, Amy Gutmann, Dennis F. Thomson, Carlos S. Nino, Jürgen Habermas, James Fishkin, Joshua Cohen, entre otros.

2 En sentido similar, Montesquieu señala: “en el pueblo... cuya característica es obrar con pasión” (Montesquieu, Ch. 1984, 39 y 146).

3 Algunos desarrollos teóricos posteriores en torno a la democracia representativa coinciden con la idea de que la ciudadanía no se encuentra capacitada para articular los asuntos comunitarios, al respecto ver: (Schumpeter, J. 1983; Sartori, G. 1999).

4 La definición que Sieyès daba en respuesta al interrogante “¿Qué es una Nación?”, reunía los elementos aludidos: Nación, Constitución, Órgano Legislativo y mecanismo representativo. En concreto decía: “Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por una misma legislatura” (Sieyès, E. 1973, 61). También resulta elocuente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en su artículo 16 dictaminaba: “Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos y determinada la separación de los poderes no tiene constitución”.

5 Es justo rescatar algunas excepciones, como las siguientes: el principio de independencia no exige del juez que se mantenga “al margen de las directrices que por diversas vías imparta la sociedad civil” o “de cualquier acentuación de los controles democráticos” (Bielsa, R. y Lozano, L. 1994, 1033); o la independencia del Poder Judicial no ha de entenderse “como separación de la sociedad civil ni como cuerpo separado de toda forma de control democrático y popular” (Bergalli, R. 1984, 101).

6 Para una revisión crítica de esta corriente, véase Alterio, A. 2015.

7 Waldron apunta que, en toda sociedad democrática de ciudadanos libres e iguales, existen inexorables, inerradicables, permanentes y profundos “desacuerdos”, aun de buena fe, en torno al contenido, límite y alcance de los derechos (Waldron, J. 2005). Si bien desde una perspectiva deliberativa o discursiva otorgarle al desacuerdo tal grado de irresolubilidad a priori es un supuesto injustificado, o un contrasentido, lo cierto es que tampoco se puede desestimar el carácter abierto e interpretable de los derechos.

8 Desde el punto de vista de la teoría del discurso, la idea de una respuesta correcta sólo puede tener sentido como presupuesto contrafáctico e idealizante. Al respecto, ver Habermas, J. 2008, 298.

9 En este sentido, Madison remarcó que el “El propósito de toda constitución política es… obtener como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público” (Hamilton et al. 2010, 242). Esta constituye una expresión del “principio de distinción” entre gobernados y gobernantes, pues se requiere que el poder sea confiado a quienes posean “mayor sabiduría” y “más virtud”, a personas superiores y diferentes de sus conciudadanos.

10 La expresión pertenece a: Nino (1996, 188).

11 De acuerdo con la propuesta habermasiana, el lugar tradicional de la “razón práctica subjetiva”, como capacidad que orienta al actor en la acción o que le dicta qué es lo que se debe hacer, pasa a ocuparlo la “razón comunicativa”, consistente más bien en el medio lingüístico a través del cual se concatenan las interacciones a fin de lograr el reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez. Precisamente, porque ella no da orientaciones de contenido determinado, no es informativa (Habermas, J. 2008, 65). Dicho de otro modo, el concepto de “racionalidad procedimental-comunicativa”, se sustenta en que las propiedades de validez de un juicio lógico no sólo han de buscarse en la dimensión individual o de la lógica-semántica de los argumentos, sino también en la dimensión del proceso colectivo de fundamentación del mismo (Ibídem, 297). Así, los resultados obtenidos conforme a ese procedimiento habrían de fundar su presunción de racionalidad. Esta teoría del derecho, entonces, hace depender la aceptabilidad racional de las resoluciones judiciales no sólo de la calidad de los argumentos, sino también de la estructura del proceso de argumentación.

12 Esto se refiere a la discusión entre Habermas y Alexy sobre el llamado “caso especial” (Habermas, J. 2008, 301-309).

13 Entre los multiples casos judiciales significativos, pueden mencionarse: “The Government of the Republic of South Africa and Others vs. Grootboom, Irene and others”, Tribunal Constitucional de Sudáfrica, 04-10-2000; id., “Occupiers of 51 Olivia Road, Berea Township and Or. vs. City of Johannesburg and others”; “Verbitsky”, CSJN, 03-05-2005; “Mendoza Beatriz”, CSJN, 20-06-2006; “T-025”, Corte Constitucional Colombiana, 22-01-2004.

14 Ellas encuentran regulación específica dentro del Poder Judicial en la Acordada Nº 30 del año 2007 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

15 Según el Reglamento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la expresión “amicus curiae” significa “persona o institución ajena al litigio y al proceso que presenta a la Corte razonamientos en torno a los hechos contenidos en el sometimiento del caso o formula consideraciones jurídicas sobre la materia del proceso, a través de un documento o de un alegato en la audiencia”. Por su parte, la Acordada que regula la participación de los “amigos del tribunal” en las causas radicadas ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación es la Nº 7/2007.

16 Para una descripción de los autores que proponen diseños democráticos deliberativos de control de constitucionalidad, ora con supremacía judicial, ora con supremacía legislativa, o con un jurado ciudadano, véase: Olivares, N. 2015.

17 A través de la Acordada 12/2016, la Corte Suprema de Justicia de la Nación aprobó el “Reglamento de Actuación en Procesos Colectivos”, que fija las reglas que ordenan el trámite de este tipo de procesos en los tribunales nacionales y federales de todo el país, a fin de asegurar la eficiencia práctica del Registro Público de Procesos Colectivos, creado en 2014 por el Máximo Tribunal, mediante la Acordada 32/2014. En Colombia, se destaca la acción de tutela, que permite a cualquier persona ocurrir ante la Corte en procura de justicia, sin formalidades, sin gastos, sin patrocinante y sin tener que acreditar interés procesal. Ella fue acompañada por la acción popular y la acción de incumplimiento.

18 De acuerdo a la Constitución de Costa Rica (art. 10 inc. b), la Asamblea Legislativa realiza consultas de constitucionalidad a la Corte Suprema, sobre proyectos de reforma constitucional, de aprobación de convenios o tratados internacionales y de otros proyectos de ley.

19 La Constitución que más avanzó en este sentido fue la de Bolivia, que contempló la elección por parte del pueblo de los miembros del Tribunal Supremo de Justicia (art. 182), el Tribunal Agroambiental (art. 188), el Consejo de la Magistratura (art. 194) y el Tribunal Constitucional (art. 198).

20 Bickel, por caso, invita a los jueces a asumir un rol no activo, sino más bien pasivo (1986).

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