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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.1 Mendoza abr. 2018

 

DOSSIER

Justicia política luego de regímenes criminales. Problemas estructurales, excepcionalidad y legitimidad

Political Justice in the Aftermath of Criminal Regimes. Structural Dilemmas, Exception and Legitimacy

 

Lucas G. Martín

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP)

 

Recibido: 20-09-2017
Aceptado: 16-03-2018

 


Resumen

El presente artículo se propone indagar los problemas que hacen al déficit de legitimidad de lo que ha dado en llamarse la “justicia política”, esto es, las respuestas judiciales frente a herencias de criminalidad política. Sugerimos que se trata de problemas estructurales que están en los límites de lo jurídico y que, por tanto, no constituyen una falla del sistema judicial en sí mismo. Con ese fin, sobre la base de los análisis realizados por Danilo Zolo y Hannah Arendt, examinamos problemas estructurales en tres niveles: en la imparcialidad e independencia del tribunal, en el respeto de los principios, las normas y los procedimientos del derecho, y en el requisito de un elemento subjetivo (la intencionalidad criminal) para atribuir la responsabilidad penal de un crimen.

Palabras clave: Justicia política; Nuremberg; Sociedades Postcriminales.

Abstract

This article examines the problems producing a legitimacy default in what we use to call “political justice” –that is to say, the judicial answers to the political crimes legacy. Our hypothesis is that we deal with structural problems located in the limits of jurisdictional and which, for this reason, do not make a failure in the juridical system itself. With these ideas in mind, and taking into account the analyses of Danilo Zolo and Hannah Arendt, we shall analyze three types of problems: first, that related to impartiality and independence of courts; second, the adherence to principles, norms and legal procedures; and third, the requirement of the subjective element –named, criminal intention– in order to assign criminal responsibility.

Keywords: Political Justice; Nuremberg; Post-criminal societies.

Résumé

Le propos de notre article est celui de s’interroger sur les problèmes qui produisent un déficit de légitimité en ce qu’on a appelé la “ justice politique ”, c’est-à-dire, les réponses judiciaires qu’on donne au legs de criminalité politique. Nous suggérons qu’il s’agit de problèmes structurels qui se situent à la limite du juridique et qui, par conséquent, ne constituent pas une faille du système juridique lui-même. Dans ce but, et sur la base des analyses réalisées par Danilo Zolo et Hannah Arendt, nous examinons trois types des problèmes : ceux qui tiennent à l’impartialité et à l’indépendance du tribunal, ceux concernant le respect des principes, normes et procédures du droit, et celui lié a l’exigence d’un élément subjectif (l’intentionnalité criminelle) dans l’attribution de la responsabilité pénale d’un crime.

Mots clés: Justice politique; Nuremberg; Societes post-Criminelles.


 

¿Cómo hacer justicia frente a crímenes políticos? ¿Cómo evitar la “justicia del vencedor”, la noción de ser a un mismo tiempo juez y parte, allí donde la justicia a secas, la ordinaria, resulta imposibilitada o insuficiente? ¿Cómo asegurar la legitimidad de una justicia que, en el momento de su propia fundación o restauración y en virtud de la condena que prevé a acciones de gobiernos y regímenes precedentes, no puede evitar ser una justicia política? Estas preguntas, que interrogan el problema de legitimidad que parece sufrir toda justicia “política”, serán el objeto de las páginas que siguen.

Los crímenes cometidos por regímenes criminales o en el marco de fuertes conflictos violentos exigen una respuesta de justicia a toda democracia que los suceda. La legitimidad del nuevo régimen depende en buena medida de que se haga justicia. La naturaleza de los crímenes cometidos, su aberrante inhumanidad, y el daño indeleble que produjeron en las víctimas y sus allegados y en la sociedad en su conjunto, tienen como una de sus consecuencias que las respuestas judiciales conocidas se revelen insuficientes para colmar las expectativas de justicia. A ello se añaden las dificultades derivadas del carácter político de los crímenes, que generalmente son recubiertos por razones ideológicas y sostenidos por un régimen, y de los criminales, que han actuado siguiendo motivaciones políticas. Y también las dificultades ligadas a la magnitud y la profundidad de todo lo que deviene político: el extendido número de involucrados, la presencia de muchos victimarios o cómplices en las distintas agencias del estado, incluido el poder judicial, el poder de influencia o extorsión que puedan mantener en el nuevo régimen los responsables del anterior, o la gravitación de una opinión pública y de las voces de distintos sectores sobre el proceso de justicia, entre otras.

En suma, la necesidad de justicia en sociedades post-criminales afronta serias dificultades. Los estudios sobre lo que ha dado en llamarse “justicia transicional” dan cuenta de esos problemas, de la complejidad y la variedad de aspectos que comportan y de las soluciones posibles, y también necesarias. Tratándose de crímenes, una de las respuestas privilegiadas es la de la justicia penal, los juicios a los responsables individuales de los mismos. Pero puesto que esos crímenes son, como dijimos, aberrantes e inhumanos, esa justicia penal, que de ordinario resuelve las violaciones a una convivencia normada, parece insuficiente, desbordada. Por esta razón, a la par de los juicios, se contemplan medidas reparadores, políticas de la memoria, comisiones de verdad, etc. Pero si estas medidas pretenden atender todo aquello para lo cual la justicia penal no fue diseñada (aun cuando haya en ella reparación, verdad, resarcimiento, memoria, etc.), existe una dimensión anterior de ese desborde que sufre la justicia penal y que atañe a su misma estructura, esto es, una dimensión propiamente jurídica en la que puede observarse que se ven sustraídos los elementos básicos con los que se supone de ordinario trabaja. Por ejemplo, una definición legal del crimen previa al acto a juzgar, la intencionalidad criminal del agente, el acuerdo entre el sentido moral de la Justicia y lo que resulta de la aplicación de la ley (que también, puede suponerse, expresa acuerdos morales sobre qué es justo), o el establecimiento de un tribunal con autoridad, son elementos que, según esperamos argumentar suficientemente en estas páginas, pueden faltar en razón del tipo de crímenes que deben tratarse. La falta de alguno de estos elementos genera problemas estructurales. Y pese a ellos, ha de hacerse justicia.

Es ante esta situación definida por problemas estructurales en las respuestas judiciales al Mal político que se habla de justicia política, que la legitimidad de dichas respuestas es puesta en cuestión, al punto tal que dicha expresión, “justicia política”, posee un extendido sentido peyorativo y denota un cierto nivel de injusticia: el “dramático oxímoron de la ‘justicia política’”, escribe sin dudar Danilo Zolo en La justicia de los vencedores, siguiendo a Otto Kirchheimer (Zolo, D. 2007, 162, 174).

En este artículo, nos proponemos dar cuenta de cuáles son los problemas estructurales que conforman lo que podríamos denominar la “justicia política”. Propongo definir al término “justicia política” de una manera distinta de la que caracteriza a su uso habitual1. Por “justicia política” querría hacer referencia a la respuesta de justicia que puede ofrecerse en una situación en la que (1) la aplicación del orden normativo vigente, en el modo en que de manera regular y previsible es interpretado y aplicado por los jueces, resulta insuficiente para “hacer Justicia” y, como consecuencia, (2) el juicio depende de alguna innovación importante en la legalidad, la jurisprudencia o el sistema judicial en su conjunto, y esto a su vez supone (3) una legitimidad nueva, extraordinaria y extra-jurídica. Es, por tanto, la situación (i.e. el desafío de dar respuesta al Mal político) la que expone a problemas estructurales a la institución judicial, y en razón de los cuales debe innovar, y no la institución judicial la que simplemente ofrece una mala respuesta a un problema (como veremos enseguida, nos diferenciamos en este punto del análisis de Zolo).

Para ponerlo en otros términos, “justicia política” es una justicia inhabitual, acaso excepcional, pero que, al igual que la justicia a secas, aunque sobre bases diferentes, puede aspirar razonablemente a responder a las pretensiones de legitimidad en términos de Justicia. Y puede pretender esto porque la “falla”, si puede decirse así sin ceder al sentido peyorativo antes mentado, radica no en el sistema jurídico (la normativa vigente, la organización de la judicatura, las prácticas de los profesionales del derecho, aun cuando pudieren estar fallando como también de ordinario pueden hacerlo) sino en la naturaleza del problema que enfrenta. En otras palabras, es la naturaleza del problema puntual lo que impide que pueda darse una respuesta satisfactoria de justicia dentro del marco ordinario y conocido de interpretación y aplicación del orden normativo vigente, y lo que provoca, consecuentemente, que la habitual tarea de impartir justicia en sede judicial se vea excedida2. En suma, la criminalidad excepcional, política, parece requerir una justicia excepcional, también política.

En las páginas que siguen nos proponemos caracterizar los problemas estructurales que vuelven insuficiente a una respuesta de la justicia ordinaria frente a graves violaciones de derechos humanos cometidas por regímenes precedentes. Para ello, en primer lugar, haremos una breve y genérica descripción de aquello que entendemos por la justicia a secas y del modo en que, habitual y ordinariamente, entendemos su legitimidad (sección 1). Luego, exploraremos algunas formulaciones que, en un sentido semejante al de nuestra propuesta, se han hecho sobre los problemas de la justicia política a partir de la experiencia de los juicios de Nuremberg (sección 2). Del análisis que allí haremos particularmente de sendos trabajos de Danilo Zolo y Hannah Arendt, distinguiremos tres tipos de problemas estructurales y que serán analizados en las secciones subsiguientes: la imparcialidad y la independencia del tribunal que debe juzgar (sección 3), el respeto de los principios, las normas y los procedimientos (sección 4) y el elemento subjetivo como condición para la atribución de un crimen y su pena (sección 5). En nuestra argumentación sobre cada uno de estos tres elementos esperamos poder establecer su carácter estructural. Nuestro argumento presupone algo que no podrá ser desarrollado en los límites de este trabajo, a saber, que una mejor comprensión de los problemas de la justicia política ofrece mejores herramientas para pensar su legitimidad.

1. Justicia y legitimidad

Con el fin de hallar una definición de los problemas que dan lugar a una “justicia política”, no podríamos sin embargo ofrecer una caracterización positiva y genérica de cada uno de ellos, puesto que tal cosa supondría, por su misma generalidad descriptiva, que dichos problemas serían pasibles de una traducción típica legal, y es justamente esta imposibilidad, la de su formulación legal ordinaria, lo que aparece puesto en cuestión en los casos donde se produce una justicia política. En cambio, creo que es posible realizar una caracterización negativa da manera tal que al trazar los elementos estructurales con los que suele trabajar sin mayores inconvenientes la justicia ordinaria podríamos inferir, por contraste (aunque sin la precisión de las definiciones taxonómicas), que habrá un problema estructural que vuelve insuficiente la justicia a secas allí donde no se observan uno o varios de dichos elementos estructurales. Veamos en qué consiste entonces la justicia penal a secas, habitual u ordinaria, para ver, por contraste, en la ausencia de alguno de sus elementos definitorios, cómo podemos definir a la justicia política y sus problemas.

De manera general, puede decirse que la justicia se ocupa de zanjar conflictos relativos a actos y sucesos puntuales en torno de los cuales existe un desacuerdo entre particulares, o entre un particular y el Estado, respecto de sus consecuencias en términos de derecho, y en ese desacuerdo al menos una de las partes se percibe como damnificada. Juzgar significa entonces dar respuesta a ese desacuerdo jurídico por medio de la aplicación interpretada del orden normativo vigente (sea como fuere entendida esta tarea de “aplicación”), en la que se comprende también un modo específico de establecer (jurídicamente) los hechos –actos y sucesos–, es decir, la verdad jurídica, mediante un sistema probatorio regido por procedimientos normados. El tipo de respuesta que ofrece la institución judicial posee en consecuencia una legitimidad particular: debe respetar el principio de legalidad en su sentido más exigente y amplio (no sólo atenerse a la ley, sino a los principios generales del derecho y la jurisprudencia, y a las exigencias procedimentales en el trámite judicial), debe ser imparcial e independiente y debe fundamentar argumentativamente la interpretación de la norma en que se basa la decisión, esto es, debe respetar el principio de reflexividad que implica que no basta con la positividad de la ley sino que requiere una remisión argumentada a los acuerdos morales y los proyectos políticos que han querido plasmarse, volviéndolos vinculantes, en la ley (Rosanvallon, P. 2009; Habermas, J. 1998)3.

De este modo, la institución de la justicia se diferencia de otras instituciones que también son escenas de conflictos, que en el lenguaje ordinario solemos denominar “políticas” y que, sin ser ajenas a la legalidad establecida, mantienen con ella una relación menos directa y menos pautada. El Poder Legislativo, por ejemplo, es escena, en el debate parlamentario, de conflictos o competencias entre representantes de distintos partidos (de allí que no se espere de ellos imparcialidad), ungidos por el voto, en torno a la transformación del orden normativo, a la generación de leyes. Similarmente, el Poder Ejecutivo, lleva adelante el gobierno del conjunto de la sociedad a partir de una investidura producto de una ficción democrática por la cual es la mayoría electoral la que expresa la voluntad general o la soberanía del pueblo (Rosanvallon, P. 2009, 21-23, 201-215). Sobre esa base de legitimidad orienta políticas públicas, dentro de la ley pero con un amplio margen de maniobras, ante el desafío de la oposición partidaria (parlamentaria o no) y en una relación potencialmente conflictiva con los otros poderes.

El contraste sirve aquí a la claridad: la legitimidad de la respuesta judicial a los conflictos no recurre al principio mayoritario como expresión de la soberanía política y debe mantenerse al margen de los vaivenes de la opinión pública pues se supone aquí que está en juego la garantía del respeto de los acuerdos básicos de la comunidad, expresados en leyes que han sido creadas por los representantes (constituyentes, legisladores),y que el momento de su aplicación no puede ser el momento de su modificación. Su legitimidad proviene, por tanto, del modo imparcial e independiente en que interpreta esas leyes comunes en vistas de su aplicación ante un litigio entre miembros de la comunidad. Es, para decirlo con P. Rosanvallon, una legitimidad de generalidad (2009, 24 y ss): si algo se representa en la escena judicial es la comunidad como un todo, en su momento de no división y que, en tal condición, debe resolver la división particular que enfrenta a algunos de sus miembros y produce daños. De allí que se ha llamado principio contra-mayoritario al que rige las decisiones de la Justicia, aunque esa denominación por la negatividad (es decir, por la ausencia de un criterio particular) no ilumine suficientemente la concepción de su legitimidad, y al cual en todo caso convendría mejor llamar a-mayoritario o extra-mayoritario.

Sin dudas, muchos matices, críticas y salvedades podrían añadirse a la caracterización anterior. Por ejemplo, que la interpretación de la ley muchas veces (si no siempre) supone creación o innovación legal, el contenido elitista y sin sustento de la prevención contra mayoritaria, el avance funcional sobre las tareas tradicionalmente exclusivas de los otros poderes que supone la judicialización, entre otras4. Aunque no podemos detenernos aquí en ellos, estos y otros aspectos podrían ser agregados sin necesidad de modificar nuestro argumento, pues se trata de dimensiones y transformaciones que o bien no modifican el esquema inicial (en todo caso, lo precisan conceptualmente), o bien –en el caso de los cambios históricos como la judicialización– son tramitados o absorbidos por el sistema jurídico de un modo más o menos semejante a cómo lo hace cualquier institución no clausurada a su propia historicidad. De manera que la caracterización inicial que hemos hecho sirve, a nuestro entender, y aún en su esquematismo, para avanzar en el objetivo de nuestro artículo.

Es esa justicia, tal como la hemos caracterizado someramente, la que se ve excedida por los problemas que debe afrontar en regímenes post-criminales. Como veremos en las páginas que siguen, alguno de los elementos que hacen a su caracterización se encontrará obturado o en entredicho frente a los mencionados problemas. No se trata, por último, de deficiencias puntuales en el sistema jurídico, muchas de ellas ya previstas en su marco. Para ellas, que van del error de procedimiento a la parcialidad de un fallo, pasando por la violación de garantías y un largo etcétera, existen recursos de revisión, recusación, denuncia, etc. Se trata, más precisamente, de problemas estructurales impuestos por una situación histórico-política particular que no hallan –no pueden hallar– una solución en el sistema y éste debe abrirse a instancias extra-judiciales y/o revisar sus propios fundamentos. Veamos ahora algunos análisis que se han hecho de esos problemas.

2. Los problemas estructurales de la justicia en sociedades post-criminales

Aunque desde el punto de vista retrospectivo puedan rastrearse respuestas de justicia a regímenes criminales hasta los orígenes mismos de la historia registrada (Detienne 2005; Elster 2006), existe un amplio consenso, tanto en los ámbitos académicos como en la opinión, en que el hecho que sirve como precedente de los problemas y discusiones contemporáneos en torno al tema lo constituyen los juicios de Nuremberg (Fernández García y Rodríguez Giménez 1996; Zolo 2007; Sikkink 2013). Nuremberg debió enfrentar el tipo de problemas de tipo estructural como los que examinamos aquí, es decir, problemas que atañen a la constitución misma de un juicio ajustado a derecho, que no pueden ser resueltos por los propios procedimientos judiciales sin violar principios establecidos ni pueden tampoco ser ignorados sin evitar que se frustre la idea de justicia, y que han dado lugar a la idea de “justicia de los vencedores”, idea que ha acompañado desde entonces a ese ineludible precedente. De hecho, varios de los problemas que se debió enfrentar en los juicios de Nuremberg reaparecieron cada vez que hubo que dar respuestas de justicia a la salida de regímenes criminales –con las diferencias propias de cada caso, según se tratara de tribunales internacionales, como el de Nuremberg, o de tribunales nacionales o mixtos.

En este apartado, nos detendremos a examinar los problemas que han sido señalados en ese precedente fundacional. En primer lugar, veremos la crítica que dirige Danilo Zolo a lo que ha llamado el “modelo de Nuremberg”; luego, en segundo lugar, examinaremos los problemas que Arendt releva del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, y que ella misma inscribe en la línea iniciada por el precedente de Nuremberg5. Como veremos, los problemas detectados por ambos autores se superponen en buena medida. Sin embargo, mientras que Zolo parece señalar problemas graves atribuibles al “modelo” y que lo llevan a hablar de una “justicia política” en sentido peyorativo, es decir, carente de legitimidad, Arendt parece dar un paso más –pese a haber escrito el texto que analizamos cuarenta años antes del de Zolo, y pese a que éste cita la obra de la autora– en un sentido que va en línea con nuestra hipótesis, esto es: parece señalar que los problemas de la respuesta de justicia se deben a la naturaleza de los crímenes a los que se debe juzgar, de manera que serían los problemas que debe enfrentar la justicia (el tipo de crímenes, el contexto, el nuevo tipo de criminal) y no problemas propios de la esfera judicial lo que está en juego y, por lo tanto, sería posible pensar una legitimidad para la respuesta de justicia que allí se ofrezca, aun cuando esa legitimidad no se condiga con la tradicionalmente establecida.

En La justicia de los vencedores, un trabajo dedicado a analizar las transformaciones del derecho internacional y del sistema de relaciones internacionales, y en particular, en lo que nos interesa aquí, los fundamentos y los efectos de una justicia penal internacional, Danilo Zolo resume los tres principales “límites estructurales y funcionales” de lo que llamará el “modelo Nuremberg” (2007, 162).En primer lugar, señala la falta de imparcialidad e independencia (que el autor denomina autonomía) tanto en el tribunal de Nuremberg como en el de Tokio. Si bien, admite Zolo, es inevitable una contaminación entre justicia y política, ambas deben mantenerse separadas (funcionalmente), i. e., la justicia debe asegurar un espacio de neutralidad ajeno a las partes en conflicto (imparcial). Pero en Nuremberg, como en Tokio, la propia conformación del tribunal y las limitaciones a los procedimientos y facultades impuestas ad hoc por mandato político permiten hablar, en opinión de Zolo, del juicio como un ritual o una teatralización, de penas expiatorias y de estigmatización del enemigo acusado, en una palabra, de “justicia política” en un sentido peyorativo (Zolo, D. 2007, 162-163). Esta idea de una justicia de los vencedores se dejaba ver de la forma más escandalosa en las limitaciones que impedían al tribunal juzgar los crímenes cometidos en los bombardeos aéreos de los aliados sobre ciudades, los cometidos por el ejército ruso y los de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki (Ibídem, 13, 45, 164)6.

En segundo lugar, Zolo sostiene que se producen violaciones de los derechos y garantías subjetivos de los imputados. La más destacada entre ellas es la violación del principio de legalidad e irretroactividad de la ley penal, es decir, el respeto del principio nullum crimen, nulla poena sine lege, en particular para los crímenes contra la paz (o de agresión) y los crímenes contra la humanidad. (El tercer tipo de crímenes que se juzgaban en Nuremberg, pero justamente el que habilitaba el argumento tu quo que, el de crímenes de guerra, ya estaba contemplado en el derecho internacional). Nuremberg debió juzgar conductas criminales para la que no había una ley previa que tipificara el delito y definiera una pena. De manera que uno de los aspectos distintivos del “modelo Nuremberg”, según Zolo, es que las potencias vencedoras impusieron una ley penal retroactiva donde no la había, y los propios jueces –ungidos, a su turno, por dichas potencias–, pasaron a cumplir funciones judiciales y legislativas. En el mismo sentido pudo argüirse que la jurisdicción del tribunal había sido establecida con posterioridad a los crímenes; con ello se violaba, además, la prohibición de establecer tribunales especiales (Zolo, D. 2007,163-164). Asimismo, era avasallado el principio de igualdad ante la ley en la medida en que, de un lado, era juzgado sólo un puñado de jerarcas y altos dirigentes del régimen y, por otro, como se señaló antes, no eran objeto de investigación y sanción penal crímenes abominables cometidos por parte de las potencias que habían constituido el tribunal (Ibídem, 163-164, 169).

En tercer y último lugar, afirma Zolo, las penas no parecen tener otro fundamento que la retribución expiatoria. Zolo encuentra sustento para esta afirmación, por un lado, en el uso reiterado de la pena de muerte sumado a la imposibilidad de apelar la sanción y a su ejecución inmediata, y, por otro, en la ausencia de toda consideración de los “elementos subjetivos” del delito (la intencionalidad, la conciencia de las consecuencias de la propia acción, consideraciones sobre el contexto social y político, etc.). Consecuencia de ello es que el problema de la finalidad de la pena –y, por ende, el de la filosofía que debiera darle fundamento- estuvo, a los ojos de Zolo, ausente en todos los actores involucrados en los juicios de Nuremberg (Zolo, D. 2007, 164-165)7.

En suma, la ausencia de la imparcialidad y la independencia que hacen a la autoridad del tribunal, la violación de principios, derechos y garantías que hacen a un juicio justo y la falta de consideración de las cuestiones más elementales requeridas para dar fundamento a la imposición de un castigo sobre un individuo, constituyen las fallas elementales del “modelo de Nuremberg”. Zolo presenta de este modo una crítica lapidaria y sin atenuantes salvo en ocasionales excepciones (acepta, por caso, en referencia al Irak post Husseim, la eventual necesidad de tribunales especiales), y rechaza la idea de que Nuremberg, puesto que escenificó una justicia política, de vencedores, pudiera constituir un precedente válido para la justicia penal internacional. Con todo, puede apreciarse que en su análisis se da por sentado la validez de lo que nosotros describimos antes como una justicia ordinaria o a secas y que los problemas que encuentra pueden ser descriptos como problemas propios de la respuesta de justicia –remediables, por tanto, mejorando jurídicamente dicha respuesta- y no como problemas extra-jurídicos (históricos, políticos, morales) que impiden estructuralmente la instauración de una respuesta jurídica ordinaria. El análisis de Hannah Arendt, que examinaremos enseguida, da cuenta de esta diferencia entre problemas internos a la respuesta de justicia y problemas estructurales o fundamentales, es decir, problemas que están en sus límites.

Cuando Hannah Arendt reconstruye, en el Epílogo de su crónica del juicio contra Adolf Eichmann llevado a cabo en Jerusalén en 1961, las dificultades que debió enfrentar el juicio, estableció una distinción entre dos tipos de problemas: por un lado, las “irregularidades y anormalidades”, principalmente legales, del juicio; por otro, los “problemas fundamentales” (Arendt, H. 1994, 274) de orden moral, político y jurídico, que el juicio planteaba de manera inevitable:

Las irregularidades y anormalidades del juicio en Jerusalén fueron tantas, tan variadas y de una complejidad legal tal que eclipsaron durante el juicio, como lo hicieron en la sorprendentemente escasa literatura post-juicio, los problemas morales, políticos e incluso legales centrales que el juicio inevitablemente planteaba. (Arendt, H. 1994, 253)

Esta distinción–para formularlo en otros términos– entre los problemas del juicio y los “problemas fundamentales” que se presentaron en la escena del juicio- nos permite dar un nuevo paso en el camino que queremos transitar hacia la noción de problemas estructurales y que, a nuestro entender, no se dejan ver en la formulación de Zolo8. Del primer grupo, apenas enumeremos las “irregularidades y anormalidades del juicio”, para luego detenernos en el segundo grupo: en primer lugar, aquellas objeciones que, aparecidas ya en Nuremberg, se dirigían ahora al juicio a Eichmann, en particular, el hecho de que Eichmann fuera juzgado en base a una ley penal retroactiva y por un tribunal de vencedores; en segundo lugar, el problema de la competencia del tribunal y el de la detención ilegal por medio de un secuestro de A. Eichmann en Argentina; en tercer y último lugar, el problema de los delitos imputados, a saber, que Eichmann era juzgado por crímenes contra el pueblo judío y no contra la humanidad, lo que ponía en entredicho la ley en base a la cual juzgarlo y, por añadidura, la jurisdicción del tribunal.

Una vez analizados estos problemas u objeciones del juicio de Jerusalén, Arendt reformulará lo que entiende son los “problemas fundamentales” que el juicio a Eichmann no supo asumir, problemas que son conocidos y discutidos, añade, desde el establecimiento del tribunal de Nuremberg: el problema del tribunal de vencedores, el problema de la definición del crimen contra la humanidad y el problema del nuevo tipo de criminal (Arendt, H. 1994, 274)9.

Respecto del primero, Arendt afirma que el problema era mayor en Jerusalén que en Nuremberg puesto que no se aceptaban testigos por parte de la defensa, algo que iba en contra del ideal de un juicio equitativo ajustado a derecho. A ello se añadía el contraste histórico con Nuremberg: si a la salida de la Segunda Guerra podía entenderse el sentimiento de rechazo, de parte de quienes “habían arriesgado todo”, a admitir “neutrales” (las palabras son del juez Jackson, fiscal por parte de EEUU ante el tribunal de Nuremberg), dieciséis años más tarde y en otras circunstancias el argumento se volvía más débil (Arendt, H. 1994, 274-275). Sin embargo, restaba importancia a las críticas de la parcialidad que recaen sobre un tribunal del estado judío juzgando crímenes contra judíos puesto que la misma situación se dio en otros juicios nacionales que sucedieron al de Nuremberg (menciona los ejemplos de Polonia y Checoslovaquia) (Ibídem, 259, 270-271).

En cuanto a la definición de “crímenes contra la humanidad”, el segundo de los problemas fundamentales, el tribunal de Jerusalén, siempre según Arendt, habría ido más allá que el de Nuremberg aunque no lo suficientemente lejos. En efecto, aquel supo diferenciar el nuevo tipo de crímenes de los crímenes de guerra y reconocer que el propósito era el exterminio de una parte de la población sin ninguna finalidad o propósito utilitario (como conquistar nuevos territorios o asesinar oponentes, por ejemplo). Pero al establecer que se trataba de un crimen contra el pueblo judío sin concebir que en ello era la humanidad toda la que podía sentirse agraviada y, por tanto, que debía señalarse allí un caso de crímenes contra la humanidad perpetrados sobre el pueblo judío en particular (Arendt, H. 1994, 275-276), el tribunal se había quedado, entiende Arendt, aún a mitad de camino10. En todo caso, el problema fundamental no residía en faltar al principio de irretroactividad de la ley penal pues entendía que dicho principio era válido sólo cuando se trata de una conducta conocida que pasa de ser tolerada a ser sancionada penalmente, y no de conductas desconocidas, como lo eran los crímenes sin precedentes tipificados como genocidio y crimen contra la humanidad por el Acuerdo de Londres para el caso de Nuremberg y la Ley de 1950 para el caso de Israel (Ibídem, 254). El problema que estaba detrás de la cuestión de la retroactividad era el problema de la definición, y la comprensión, del crimen, lo que llevaba a que la monstruosidad del crimen fuera “minimizada” (las comillas pertenecen a Arendt) al ser juzgada por el tribunal de una sola nación –su enmienda, por ende, habría exigido un tribunal internacional (Ibídem, 267-274).

El tercero de los problemas fundamentales, el del nuevo tipo de criminal, remite al descubrimiento singular que Arendt asienta en su crónica del juicio a Eichmann, a saber, la banalidad del agente del Mal. Pese a la monstruosidad de los crímenes, no se estaba frente un monstruo, un pervertido o un sádico, sino ante un hombre normal, promedio, parecido a cualquier otro individuo (Arendt, H. 1994, 25-26,30, 146- 149). Pero ese hombre común y corriente se negaba a reconocer la criminalidad de sus actos, aun cuando reconociera haber sido el autor de los mismos, por la simple razón de que era incapaz de distinguir lo bueno de lo malo (Ibídem, 26,52-53) En tanto y en cuanto se había convertido en alguien incapaz de pensar, y por eso carecía de toda conciencia moral (y por ende, de todo mal de conciencia), Eichmann “simplemente (…) nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo” (Ibídem,47-49, 287-288). En consecuencia, lo que el nuevo tipo de criminal sustraía a la respuesta tradicional de justicia era el “elemento subjetivo” (“subjective factor”), la intencionalidad criminal o la mens rea, esto es, “el supuesto vigente en todos los sistemas jurídicos modernos de que la intención de causar un mal es necesaria para la comisión de un crimen” (Ibídem, 277). Aquí Arendt da un paso más que Zolo (pese a que éste, insistimos, toma la obra de la autora como referencia) al encontrar que el déficit en la consideración del elemento subjetivo se debe no a una simple falla de los juicios sino al tipo de problema inédito que deben enfrentar. Sin embargo, la respuesta que ofrecerá Arendt a ese problema será –acaso a los ojos de Zolo– poco satisfactoria: la culpabilidad queda reducida a su elemento objetivo, por tanto, afirma Arendt en el alegato con el que cierra el epílogo, Eichmann debe pender en la horca11.

Del recorrido realizado hasta aquí por los análisis de Danilo Zolo y Hannah Arendt se desprende que las respuestas de justicia, al menos aquellas que han seguido el “modelo de Nuremberg”, carecen de uno o varios de los elementos definitorios con los cuales solemos reconocer a nuestros sistemas jurídicos y, con ellos, a nuestra idea de justicia. Asimismo, la crítica sin concesiones que Zolo dirige a los problemas “estructurales” que observa los juicios que siguen ese modelo pudo ser complejizada al diferenciar, a partir del análisis de Hannah Arendt, los “problemas fundamentales” que esos juicios debían enfrentar. De manera que, sin negar que dichos problemas fueran atribuibles a esas respuestas de justicia –los juicios–, nos fue posible argüir que el aspecto “estructural” o “fundamental” de los mismos podía deberse a la naturaleza de los problemas a los cuales la Justicia debía ofrecer una respuesta. En otros términos, pasamos de examinar los problemas a analizar los problemas detrás de los problemas. Por esa vía hemos puesto en cuestión la naturaleza “estructural” de los problemas de Zolo. No en un sentido de colocar unos problemas en lugar de otros, ni de rechazar a priori las críticas tantas veces reiteradas que señalan en Nuremberg una respuesta jurídica mala, o insuficiente. Complementando y complejizando los problemas observados por Zolo, veremos si es posible torcer el significado peyorativo que dicho autor asigna a la expresión “justicia política”.

En los apartados siguientes indagaremos más detenidamente en este último punto, el referido a los problemas que se le plantean a nuestra justicia habitual u ordinaria cuando debe enfrentar crímenes políticos, y por añadidura y en la medida de lo posible, buscaremos algunas pistas para pensar la legitimidad de una justicia política. Con este fin, analizaremos separadamente los tres tipos de problemas que hemos podido diferenciar siguiendo a Zolo y a Arendt: el problema de la imparcialidad y la independencia del tribunal; el problema del respeto de los principios, los derechos y los procedimientos; y el problema del elemento subjetivo en el derecho penal.

3. Imparcialidad e independencia del tribunal

Consideremos el primer problema. Parece incontestable el aserto de que los juicios de Nuremberg fueron realizados por un tribunal constituido por los vencedores, más aún, por las más poderosas potencias entre los vencedores, y que tanto los países vencidos como los neutrales no tuvieron representación en el tribunal. El problema que describe la fórmula “justicia de vencedores” es el de una justicia parcial. Para evaluar este problema, debemos examinar, por un lado, si puede constituir un problema estructural e inevitable la conformación de un tribunal de vencedores y, por otro lado, si este puede, pese a su falla, hacer justicia de manera imparcial e independiente, es decir, legítima, o bien, formulado inversamente, si un tribunal de vencedores supone necesariamente una ‘justicia a medida’, esto es, una ‘justicia’ para los vencedores y una injusticia para los vencidos.

La idea de imparcialidad expresa la neutralidad que ha de tener el juez respecto de las partes en conflicto, la situación de un tercero excluido en el litigio jurídico. Esta idea, que como vimos describe uno de los aspectos que hacen a la legitimidad de toda institución judicial, y no es exclusiva por tanto del derecho penal, encuentra su expresión más corriente en la fórmula de que no se puede ser juez de su propia causa, es decir, es inadmisible, en la medida en que hablamos el lenguaje de la justicia, ser juez y parte. Ahora bien, el problema cambia su naturaleza cuando los actos criminales que se juzgan fueron perpetrados por un régimen diferente de aquel que los juzga o por actores que desafían el sistema político del cual la magistratura judicial resulta una emanación.

Cuando los crímenes bajo examen fueron cometidos bajo un régimen criminal y cuando ello, como suele ser el caso, supone que el crimen devino ley o un mandato moral, o ambos, entonces el régimen que los juzgue estará por definición en un lugar de juez y parte y la situación traerá a la escena judicial un problema estructural. Antes de que Nuremberg expusiera este problema en términos de una justicia internacional ejercida por las potencias vencedoras, los regicidios de Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia lo habían hecho en términos de una justicia nacional: se juzgaba a un mismo tiempo a un individuo y a un régimen (Walzer, M. 1989). Como se sostuvo en la Francia revolucionaria, la Convención constituyente juzgaba a un mismo tiempo al rey y a la monarquía de modo que la nueva República que debía juzgar sentaba en el banquillo a su enemigo. La figura del tercero excluido, en circunstancias como esa, quedaba obturada: no podía haber un justo medio entre dos principios opuestos, el de un régimen de injusticia y opresión, la monarquía, y el del único régimen justo, la República. Como subraya Miguel Abensour, habría sido un escándalo impensable poner en pie de igualdad al rey y al pueblo (Abensour, M. 2004, 56-59).

También podría ser objeto de la crítica de parcialidad la “justicia de los vencidos” como la que, en la Grecia del 403 a.C., los demócratas vencedores impulsaron otorgando amnistías a los oligarcas vencidos y prohibiendo al demos el recuerdo de los males sufridos (Elster 2006; Loraux 2008), o la que aparecía en la Argentina de 1984 cuando se había dejado en manos del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas –por cierto, era una primera instancia apelable en la justicia civil– el juzgamiento de los principales responsables de las violaciones a los derechos humanos de la dictadura (Nino, C. 1997). Una justicia así, aún cuando fuera ejercida o diseñada por los vencedores en favor de los vencidos, no resolvería el problema por dos razones al menos: por un lado, porque no podríamos juzgar la imparcialidad del tribunal –al menos no con los elementos con los que disponemos hasta aquí- por el resultado de la decisión; por otra, porque, si nos atenemos al notable análisis de Loraux, la respuesta de justicia de los demócratas griegos dio fundamento al triunfo de un régimen particular, la politeia (lo que, a su vez, podría poner en entredicho las bondades antes señaladas en favor de los oligarcas), y lo mismo podría decirse del valor fundacional para la República francesa del juicio a Louis XVI, y acaso también del lugar fundacional que en Argentina, en el contexto de la recuperación de la democracia, tuvo el juicio a las Juntas.

En suma, puede decirse que tanto la división entre vencedores y vencidos como la diferencia entre regímenes oponen un obstáculo ineludible al establecimiento de un tribunal imparcial, un obstáculo que no parece hallar solución en el repertorio jurídico tradicional (de hecho, suele tratarse de momentos fundacionales en los cuales la tradición es objeto de disputa). A ello puede añadirse, en línea con lo señalado por Abensour que, en un contexto así, la inclusión de los ‘neutrales’ no aparece tampoco como una respuesta plausible y justa. O bien, para retomar las palabras del fiscal Jackson evocadas por Arendt, ¿cómo confiar en quienes no han asumido ningún riesgo en la defensa de un régimen que por fin habrá de establecer Justicia? ¿cómo esperar una sentencia justa de quienes no han creído oportuno enfrentar o denunciar crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad mientras estaban siendo cometidos?12

En cuanto a la independencia, ésta supone, además de la garantía de la estabilidad de las condiciones mínimas e iniciales para la realización de un juicio ajustado a derecho –por ejemplo, la prohibición del traslado o la remoción de jueces sin causa sustanciada por procedimiento especial, que evitan la influencia del poder político–, que no existe un mandato que guíe o determine un único resultado al final del proceso. No puede haber voluntades extrajudiciales, especialmente la voluntad política, con injerencia sobre procedimiento judicial13. En este sentido, el principio de independencia indica que el tipo de respuesta que se da al litigio debe ser legítima en un sentido particular: además de atenerse de manera imparcial a la tarea de la aplicación interpretada de la ley vigente (de manera que su única dependencia sería respecto de la ley), el juez o el tribunal debe mantenerse al margen de los principios que legitiman los otros poderes del estado, en particular, de los vaivenes de la opinión pública y de la mayorías electorales (el ya mencionado principio contra-mayoritario). Tal como lo señalamos antes, el supuesto aquí es que están en juego acuerdos previos de la comunidad, expresados en leyes y respaldados por los acuerdos básicos constitucionales, en los que en última instancia, se sustenta la tarea judicial.

Pero si la legitimidad de independencia que le es propia sustrae a la justicia de la división social expresada en la competencia partidaria y el principio de mayoría electoral, también es cierto que existen casos en los cuales la división social –y no ya un simple litigio entre particulares- encuentra su escena de representación en los tribunales de justicia, la opinión pública se divide en dos fracciones irreconciliables y las certezas sobre las que se asentaba el trabajo de la justicia, incluido entre ellas el sentido de justicia14, son puestas en entredicho. Como consecuencia, cualquiera sea el dispositivo institucional establecido para asegurar la independencia y la imparcialidad, la autoridad del tribunal también está puesta en cuestión (Malamud Goti, J. 2016). En estos casos, un tribunal que se muestre completamente “independiente” de la opinión ciudadana difícilmente podrá ver a su fallo ser recibido como justo por una parte relevante de la opinión pública y su autoridad se verá socavada; y en caso de que abra la deliberación jurídica a la opinión pública habrá perdido la independencia supuesta. De manera que existen situaciones en las que la legitimidad de un tribunal en términos de independencia se encontrará estructuralmente imposibilitada de realizarse en los términos habituales.

En suma, la imparcialidad y la independencia se encuentran obturadas estructuralmente15 allí donde ha de juzgarse crímenes políticos de un régimen previo y, más generalmente, allí donde las finalidades y los valores esenciales de la comunidad (la paz, la tolerancia, la democracia, los derechos humanos, etc.) han sido puestos en la mesa de discusión y, donde, como consecuencia, la opinión pública expresa una división que llega a trastocar el sentido de justicia de la comunidad.

Ahora bien, tal como fue señalado al comienzo de este apartado, una cuestión es la de establecer si existen casos en los que estructuralmente un tribunal se ve imposibilitado de asegurarse a priori la independencia y la imparcialidad que hacen a su legitimidad (y, tal como hemos argumentado, esos casos existen), y otra muy distinta es la de afirmar que el tribunal procederá necesariamente de manera parcial y dependiente en virtud de su origen y constitución. Distinguimos aquí la conformación del desempeño. Este último podría ser asegurado, aun por parte de tribunales “de vencedores”, por medio de arreglos institucionales que controlasen, impidiesen y sancionasen, y eventualmente permitieran revertir, las posibles derivas de un tribunal marcado por la dependencia y la parcialidad en su origen.  Una parte de estos arreglos institucionales están comprendidos en los principios, derechos y procedimientos que conforman la idea de un juicio justo, ajustado a derecho (la otra parte, que excede a nuestro análisis, corresponde a las cualidades personales y a la idoneidad profesionales de los magistrados).

4. El respeto de los principios, las normas y los procedimientos

Si, como afirma M. Walzer (1989, 138-140), pese a que un tribunal pueda aparecer, y acaso reconocerse, como enemigo del acusado cuando juzga crímenes de un régimen precedente, la constitución de una escena litigiosa respetuosa de los procedimientos y la igualdad de trato de los contendientes restringen los alcances de la enemistad y el dominio que pueda ejercer el tribunal –que por ejercer la jurisdicción, es soberano- sobre el enemigo derrotado –que ya no es soberano, aunque pueda ser poderoso aún–, y produce además legitimidad para lo que de otro modo podría ser una justicia de vencedores, o acaso, una simple venganza de quien obtuvo la victoria. El respeto de los principios, derechos y procedimientos son, por tanto, elemento esencial del ejercicio de la jurisdicción16.

Ahora bien, así como antes encontrábamos un problema estructural en la conformación de un tribunal independiente e imparcial, es posible hallar ahora un problema estructural en la posibilidad de asegurar dicho respeto de principios, normas y procedimientos. Este quizás sea el tema más sensible porque si por un lado la justicia penal está normalmente orientada a brindar las mayores garantías para acusados, de los que se presume inocencia, por el otro, en los delitos políticos con los que tratamos muchas veces la responsabilidad criminal es de público conocimiento o imposible de negar en virtud de las funciones cumplidas bajo un régimen dictatorial (piénsese presuponer la inocencia de Videla o Pinochet, la de Eichmann, o la de un capitán que hubiere revistado en 1976-1977 en la ESMA en Argentina). Ante este tipo de situaciones, acaso sea atendible el argumento de que, a la hora de restituir la igual dignidad de las víctimas de crímenes inhumanos y atroces, de hacer justicia y batirse con las remanencias de un régimen criminal, detenerse en “sutilezas”, “detalles” o “formalidades”17 pueda parecer más un gesto hacia la injusticia fundado, en el mejor de los casos, por un positivismo jurídico ciego a cualquier exigencia moral, que la puesta en marcha de los instrumentos institucionales para la consecución de la justicia.

Pero sucede que, puesto que se ha optado por la realización de un juicio, la opción ha sido la de legitimar la decisión que se tome respecto de los crímenes y los criminales del pasado por el tipo de institución que justamente cifra la legitimidad de su función en el respeto de un conjunto de principios, derechos y garantías y procedimientos (en el regicidio de Louis XVI y en los juicios de Nuremberg, la opción por la ejecución sumaria fue contemplada y descartada y, hasta donde he podido averiguar, ninguna respuesta de justicia democrática consideró seriamente esa opción después de 1946).

El conjunto de principios, normas y procedimientos que han de respetarse es amplio, de manera que muy variadas pueden ser las fallas en su cumplimiento que podríamos caracterizar de estructurales.  Uno de los principios que suele aparecer desafiado en momentos de ofrecer respuestas de justicia frente a crímenes políticos es el de irretroactividad de la ley penal.

Como señalamos antes, en ocasión de los juicios de Nuremberg el principio de irretroactividad de la ley penal supuso un problema, en particular porque los crímenes contra la paz y los crímenes contra la humanidad no habían sido establecidos en ley positiva previamente a los hechos que debían juzgarse. En la lectura que Hans Kelsen propone del problema, el Acuerdo de Londres sancionaba actos individuales que hasta el momento habían sido ilegales pero no punibles, pues hasta allí la responsabilidad había recaído sobre los estados, no sobre individuos, y la respuesta podía ser una sanción diplomática económica o la legítima declaración de guerra –era, pues, una responsabilidad colectiva, comunitaria, no individualizable. El Acuerdo regía retroactivamente y por ende violaba, entiende Kelsen, el principio de la irretroactividad de la ley penal. Pero si bien había allí, añade el autor, una violación a un principio de justicia por la aplicación ex post facto de una ley penal, también podía afirmarse que el establecimiento de responsabilidades individuales en lugar de colectivas constituía a la vez un avance en la justicia. El renombrado padre del positivismo jurídico, abría así la puerta para introducir consideraciones morales en la evaluación de los principios del derecho penal y, luego de exponer las excepciones legales que relativizaban los alcances del principio de irretroactividad de la ley penal18, afirmaba:

Desde que los actos ilegales intencionales para los cuales el Acuerdo de Londres dispuso la responsabilidad penal individual eran ciertamente también de los más condenables [objectionable], y las personas que cometieron esos actos estaban al tanto de su carácter inmoral, la retroactividad de la ley aplicada a ellos difícilmente pueda ser considerada absolutamente incompatible con la justicia. La justicia requería el castigo de esos hombres, a pesar del hecho de que no eran punibles bajo la ley positiva en el momento en el que realizaron los actos convertidos en punibles por fuerza retroactiva. En el caso de que dos postulados de justicia entran mutuamente en conflicto, el más alto debe prevalecer; y punir a aquellos que fueron moralmente responsables por el crimen internacional de la Segunda Guerra Mundial puede ciertamente ser considerado más importante que cumplir con la bastante relativa regla contra las leyes ex post facto, abierta a tantas excepciones (Kelsen, H. 1946, 165).

De manera que el creador de una teoría pura del derecho, máxima expresión conceptual de la separación entre derecho y moral y, por tanto, de una de las mayores argumentaciones en torno al respeto incondicional los principios, las normas y los procedimientos, en suma, del gobierno de la ley, podía argumentar, en el contexto de los juicios a los crímenes del nazismo, que el carácter inmoral de los actos debía ser tenido en cuenta, que la conciencia de ese carácter debía ser supuesta en los acusados (volveremos sobre este tema en la sección siguiente), y que, aunque no hubiera ley positiva previa a los actos sometidos a juicio, los responsables debían ser castigados por ley retroactiva. A ello añadía por cierto que el principio de irretroactividad no era absoluto (lo cual, si bien era cierto, no constituía, con toda evidencia, un argumento suficiente, de allí que Kelsen se viera en situación de tener que argumentar al respecto) y que punir a los criminales era un principio de justicia “ciertamente más importante”, pero de ser ello evidente, de haber una jerarquía tan clara, tampoco se habría planteado problema alguno. Esta jerarquía, en todo caso, ponía el acento no tanto en la punición como en la responsabilidad individual que, en palabras de Kelsen, representaba sin dudas un “grado superior de justicia” respecto de la responsabilidad colectiva que había sido la norma hasta el momento19.

El problema de la irretroactividad de la ley penal también había aparecido de manera semejante durante la Revolución francesa cuando la Convención decidió juzgar a Luis XVI. No eran las conductas delictivas que se le imputaban las que representaban una novedad legal sino el hecho de que el rey pudiera ser juzgado por dichos actos. Los revolucionarios no inventaban el crimen sino la posible criminalidad de un rey. En ese sentido se trataba también de un derecho ex post facto (Walzer, M. 1989, 135). En efecto, la Constitución de 1791 establecía que el rey era inviolable y sagrado, y que sólo en caso de que actuara contra la propia nación resultaría, por efecto legal, su abdicación, y sólo a partir de ésta podría ser juzgado como ciudadano común respecto de los actos posteriores a su destitución20.

. A ello se añadía el hecho de que la Asamblea era a la vez parte acusadora y tribunal, que el rey no tenía derecho a recusar a sus jueces, y que se acusaba al rey de hechos inciertos o amnistiados por la Constitución de 1791, o difíciles de probar, o cuya responsabilidad sólo podía ser indirecta (Walzer, M. 1989, 136; Michelet, J. 1992, 4-5,11).M. Walzer entiende que hay allí sin duda una injusticia hacia Luis XVI pero que esa injusticia encuentra justificativo en dos argumentos que remiten al ideal de justicia: por un lado, puesto que ninguna institución de la monarquía habría podido juzgar al rey, sólo el enemigo, la República, erigido en tribunal, podía hacerlo instaurando un nuevo Derecho y haciendo que el juicio se pareciera lo más posible a un juicio ordinario; por otro lado, porque la sola transformación del rey en ciudadano, el hecho de volverlo un igual ante la ley, hacía progresar a la causa de la justicia (Walzer, M. 1989,135-140).

En este ejemplo de la suspensión del principio de irretroactividad de la ley penal (o, para el caso, el de la aplicación de la ley penal más benigna), como en la invención de nuevos principios como el de la inamnistiabilidad y la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad (también retroactivos en muchos casos), se presenta un problema irresoluble dentro del marco del derecho establecido. El crimen excepcional parece obligar a una justicia extraordinaria. Tanto Walzer como Kelsen entienden sin embargo que esa justicia puede ser legítima (Kelsen, sin embargo, hallará otros motivos para afirmar que el juicio de Nuremberg no puede sentar un precedente válido): la legitimidad de un juicio establecido sobre nuevas bases depende de que esas bases, que para el caso son excepcionales, puedan ser establecidas, en adelante, como fundamento de la justicia ordinaria, y esto depende en primer lugar de que esa innovación suponga un avance, o un paso a un grado superior, en el ideal de Justicia.

5. El elemento subjetivo como condición del derecho penal

De los problemas que debe enfrentar el derecho penal frente a la necesidad de dar respuesta a crímenes políticos, el referido al elemento subjetivo como condición para la atribución de un crimen y, consecuentemente, de una pena, ocupa un lugar privilegiado (dejaremos en suspenso otros problemas importantes, como el de la finalidad y el de la proporcionalidad de la pena, el de la prescripción, entre otros).Se trata de un requisito esencial para el derecho penal ordinario, la intencionalidad criminal o mens rea, es decir, la intención de hacer un mal, de causar un daño, y que muchas veces está ausente en los crímenes políticos (Nino, C. 1997, 114-222; Arendt, H. 1994, 277). En efecto, las sociedades post-criminales deben habérselas, en su pretensión de hacer justicia, con individuos las más de las veces respetuosos del orden legal y con un alto apego a principios morales. Son, como ha sido dicho, individuos “convencidos” de la legitimidad o la moralidad de sus acciones, criminales “altruistas” o “principistas”, sin inclinaciones ni disposiciones hacia el odio, la crueldad, el sadismo, etc. (Nino 1997, 175-176, 208; Elster 2006, 162-168; Arendt 1994; Malamud Goti 2016). De allí que históricamente se haya distinguido a los crímenes políticos de los que no lo son, y se haya dado un tratamiento especial para los primeros –la amnistía, el asilo político, por ejemplo- y no para los segundos.

Este problema, que Nino atribuye al retributivismo penal (que supone un individuo autónomo que puede distinguir lo correcto de lo incorrecto y que por tanto recibiría el castigo que ‘merece’) también es extensible al prevencionismo, pues puede esperarse que cada vez que un individuo semejante se vea confrontado ante la alternativa entre defender los valores sustantivos que lo conducen al crimen y calcular interesadamente la pena que puede llegar a sufrir como consecuencia de ello, optará, desde su altruismo y su convicción, por la defensa de sus valores, los cuales, por otra parte, comportan la pretensión de cambiar el mundo en el que sus acciones son castigadas fundando en su lugar uno nuevo en el cual podrá gozar de reconocimiento por los servicios prestados y acaso ser un héroe21. La finalidad de la pena pierde el punto de referencia sobre el cual se apoya: el castigo no parece ‘devolver’ el mal por mal como la consecuencia de una acción autónoma, querida, ni servir de medio para evitar la reincidencia o la repetición.

Se trata de un nuevo tipo de criminal, y su figura paradigmática fue la del Adolf Eichmann retratado por Hannah Arendt en la crónica del juicio de Jerusalén en 1961 (Arendt, H. 1994). Eichmann, cuenta Arendt, no era ni un sádico ni un fanático y no tenía interés alguno en causarles mal a sus víctimas, muy por el contrario, lo que hacía (y esto es, mandar a millones de hombres, mujeres y niños a una muerte segura) lo hacía desinteresadamente, siguiendo las leyes de su país y obedeciendo a sus superiores (Ibídem. 24). Sólo que había acallado su capacidad de juicio moral y por tanto era incapaz de distinguir lo bueno de lo malo y, consecuentemente, carecía del malestar de conciencia ligado al reconocimiento de la criminalidad de sus actos22.

No se trata, conviene aclarar, de burócratas ciegos o autómatas (Martín, L. 2017b); es un problema previo al de la obediencia debida, que supone una conciencia culpable23. Como señala Arendt, Eichmann entendía, como lo hace en términos generales cualquier ciudadano, que en la obediencia de la ley se juega algo más que el seguimiento de una letra escrita, a saber, la aceptación de acuerdos básicos de la sociedad, principios morales trascendentes expresados en la ley, sólo que había aceptado que ese precepto moral podía ser cambiado de la noche a la mañana (Arendt, H. 1994, 136-137, 150, 293; 2003, 43-44, 50). Su nuevo imperativo categórico de la moral era: “Actúa de manera tal que el Führer, si conociera tu acción, la aprobaría” (Ibídem, 136). Se trata, por tanto, de individuos apegados a la ley, con sentido del deber y con criterio moral, aunque incapaces de reflexión moral24.

Jules Michelet da cuenta de la que quizá pueda considerarse la versión extrema de este problema cuando, al examinar el juicio a Louis XVI, señala que el rey era culpable pero, añade, lo era menos que la monarquía en sí –pues se juzgaba, a un mismo tiempo, a un individuo y a un régimen–,y que aquel lo era en base a una “ignorancia invencible” debida a la fatalidad de su raza, su educación y su entorno, de manera que él mismo se creía inocente (Michelet, J. 1992, 1). La idea misma de que pudiera ser considerado criminal y juzgado había sido inconcebible hasta el momento, de allí que la justicia revolucionaria (política), a diferencia de la ordinaria, no se apoyara tanto en la motivación criminal del individuo como en los móviles del cuerpo político objetivo, la monarquía (Walzer, M. 1989, 135-136, 148-150)25.

La alternativa frente a criminales así parece no ser otra que la de, o bien tratarlos como insanos porque han “traspasado los límites de lo humano” sin sufrir la culpa que ello debería suscitar(sin mens rea) (Nino, C. 1997, 221), o bien ignorar el requisito del elemento subjetivo para el juicio y la pena, atenerse solo al elemento objetivo y afirmar, con Arendt, “la culpabilidad y la inocencia ante la ley son de una naturaleza objetiva (…). Sólo estamos interesados aquí en lo que usted hizo, y no en la posible naturaleza no criminal de su vida interior y de sus motivos”, por eso, “usted [Adolf Eichmann] debe ser ahorcado” (Arendt, H. 1994, 278-279)26.

6. Conclusiones: la legitimidad de la justicia política

En el recorrido propuesto en estas páginas, nos propusimos indagar aquello que denominamos los “problemas estructurales” de la justicia post-regímenes criminales. Estos problemas, según dijimos, proyectaban ilegitimidad sobre la idea de “justicia política”. Pero en la medida en que se reconociera los problemas detrás de esos problemas, es decir, en la medida en que se viera que, en lugar de fallas internas a la justicia, eran problemas situados en los límites de la justicia que se (ex)ponían en la escena de un juicio, podía ser pensado sobre nuevas bases el déficit de legitimidad que parecía aquejar a esa forma de justicia.

Observamos que la imparcialidad y la independencia que hacen a la legitimidad de un tribunal podía resultar estructuralmente imposible allí donde a la par de juzgarse a un individuo se estuviera juzgando un régimen y allí donde la escena hubiere quedado dividida en vencedores y vencidos (los neutrales, según argüimos, no podían presentar una mejor opción en ciertas circunstancias). A esto se añadía que el juicio, a contracorriente de lo que es habitual, podía convertirse en la escena en la que se representara la división de la sociedad, con las consecuencias que ello acarrearía: la división de la opinión pública, la pérdida de autoridad del tribunal, la puesta en discusión del sentido de la justicia y de otros principios organizativos de la sociedad expresados en las leyes. Esta situación también implicaba un déficit estructural.

Asimismo, señalamos que los principios, las normas y los procedimientos, solían ser estructuralmente insuficientes o imposibles en las experiencias de justicia política, que tanto su respeto ciego como su modificación dejaban un sabor a injusticia. Pudimos ver también que tanto la minimización del respeto de las “formalidades” como “detalles” o “sutilezas”, como el establecimiento ad hoc de una jerarquía de principios morales parecían resolver poco el problema de legitimidad.

Por último, el hecho de tratar con un nuevo tipo de criminales, que actúan por deber, con pretensiones morales, sin intencionalidad delictiva, sustraía el suelo sobre el que solía asentarse nuestra comprensión de la justicia penal. No parecía poder suponerse aquello que H. Kelsen, en la cita ofrecida arriba, daba por hecho: que “las personas que cometieron esos actos estaban al tanto de su carácter inmoral”.

Aunque no nos será posible ahondar en el tema, señalemos aquí que para al menos dos de los tres problemas estructurales descritos podían aparecer algunas pistas en el sentido de producir legitimidad para la justicia política. Así, ante la inevitabilidad de un tribunal conformado por los vencedores, era posible aún, y a priori, depositar una expectativa en un desempeño apegado a los principios, las normas y los procedimientos. A su turno, ante la imposibilidad de respetar a rajatabla a estos últimos, es decir, frente a la excepcionalidad, la legitimidad podía provenir del hecho de que ésta pudiera ser un precedente válido en el futuro, es decir, una regla. Las respuestas que podrían ofrecer legitimidad, sin embargo, como pueden verse, están por fuera de cada elemento. Y la falencia en el respeto irrestricto de la legalidad establecida arroja una sombra sobre la solución parcial que podía ofrecerse a la constitución de un tribunal de vencedores.

Por último, el problema de la ausencia del elemento subjetivo en la atribución de un crimen y de sus consecuencias penales, no parecía tener otra respuesta que la de fundar el castigo en la objetividad de los hechos y de la ley, y por cierto en la necesidad de justicia que, según señalábamos al comienzo, aparece ligada a todo régimen de legitimidad en sociedades post-criminales.

Digamos, para concluir, que acaso sea este último problema, el que en apariencia no halla remedio alguno, el que pueda allanar el camino para pensar sobre nuevas bases el problema de legitimidad de la justicia política. Si la conformación del tribunal no puede ser de otro modo, si los principios, las normas y los procedimientos vigentes no alcanzan a ser los que necesitamos, y si en ambos niveles parece necesaria la innovación (y el déficit de legitimidad), acaso pueda entonces pensarse en una innovación semejante en el elemento subjetivo, el “elemento” humano, en todo este asunto. Por supuesto, no es lo mismo cambiar la conformación de un tribunal o una ley que pretender un cambio, una transformación, en una persona. Pero podría pensarse en el establecimiento de las condiciones para una escena de justicia en la que pudiera favorecerse dicha transformación (nunca asegurada, por cierto, tratándose de algo humano). Una escena en la que tal vez el perpetrador pudiera tener un rol activo, en la que tuviera a la vez que presenciar los relatos de las víctimas, no meramente como evidencia probatoria sino en tanto verdad subjetiva de la experiencia del daño sufrido, y en la que debiera entablar también un diálogo con la comunidad en torno a los valores políticos que habían sido puestos en juego y las consecuencias que el conflicto violento en torno de ellos generó para el mundo en común.

No se trata de una confianza en la transformación que pueda ejercer la racionalidad deliberativa o la empatía emocional, sino de admitir que la prohibición normativa y la moral ya han fallado y que todas las herramientas deben ser puestas en juego porque hay indudablemente un enigma sobre lo humano en este tipo de respuestas de justicia. La ausencia de un sujeto capaz de reflexión moral exige una revisión de los fundamentos del derecho penal y, también, de nuestra concepción de la política, o más precisamente, de nuestra política de justicia y, en particular, de nuestra política de justicia penal y de los presupuestos filosóficos sobre los que se apoya.

Notas

1 En esta caracterización del concepto se acerca en al menos un aspecto a la definición “en un sentido moralmente neutral” que propone Jaime Malamud Goti (2016, 46-47) “Con pocas palabras, califico de políticos en el sentido moralmente neutro a aquellos juicios que dividen al público radicalmente respecto de aspectos políticamente sensibles. Las pasiones que desata el juicio y la decisión dividen al público en dos facciones irreconciliables, que ponen en riesgo la autoridad del tribunal: cualquiera que sea el resultado, los miembros de por lo menos uno de los segmentos representados por las partes negará la imparcialidad del veredicto y, por lo tanto, su justicia.” (Malamud Goti, J. 2016, 47) Como veremos, nuestra definición de la justicia política incluye otros elementos y no sólo el de la división de la opinión pública que pone en riesgo a la autoridad judicial, en particular, en su pretensión de legitimidad de imparcialidad.

2 En este sentido, aunque las llamadas “lagunas del derecho” pueden ofrecer una ilustración evocativa, no son un ejemplo del caso, no sólo porque el derecho penal se caracteriza por no aceptar ningún “relleno” de esas lagunas sino porque, además, como la propia metáfora permite inferir, esas lagunas pueden ser adaptadas al paisaje recurriendo, por ejemplo, a principios generales del derecho o a la analogía, de manera que no podrían dar cuenta de un problema estructural.

3 La revisión judicial, dice Rosanvallon, cumple la función de “hacer presente permanentemente los principios organizativos del orden social” (2009, 207-208) que trascienden las expresiones mayoritarias del electorado o la opinión pública en un momento dado (2009, 21-23, 201-215).

4 Los supuestos sobre los que descansa el principio contra-mayoritario, básicamente una desconfianza respecto de la racionalidad de la voluntad popular y una auto-imagen contrastante sobreestimada de la magistratura, pueden ser puestos en discusión. Y una discusión de esta naturaleza supondría una revisión de la estructura y los fundamentos del sistema judicial en su conjunto, por tanto va más allá de los fines del presente artículo (al respecto, ver Gargarella, R. 2016). Sin embargo, habrá de notarse que el tipo de problemas estructurales a los que nos referimos aquí producen un idéntico desafío a la estructura y los fundamentos, si no del sistema judicial in toto, sí al menos, de la legitimidad de la respuesta que éste puede ofrecer en el caso particular.

5“The Eichmann trial, then, was in actual fact no more, but also no less, tan the last of the numerous successor trials which followed the Nuremberg Trials.” (Arendt, H. 1994, 263, ver también 274)

6 El modo en que Zolo plantea aquí este aspecto de la justicia de vencedores y de la crítica del tipo tu quo que que puede dirigírsele a estos sigue, a nuestro entender, muy de cerca, el planteo de Arendt (1994, 255-256).

7 Este tema en particular, el de la teoría de la pena, requiere un tratamiento que excede los fines de este artículo, y de él retendremos luego solamente el “elemento subjetivo” del criminal.

8 Sin embargo, debemos enseguida añadir que Arendt no desarrolla parejamente, y por momentos tampoco con una demarcación clara y sistemática, esta distinción inicial. Su análisis parece detenerse en los problemas fundamentales, problemas muy similares a los que, según ella, habían estado presentes en Nuremberg quince años atrás, pero la manera expeditiva en que despeja algunos de esos problemas nos da a entender que no son éstos los fundamentales y que, en verdad, los problemas fundamentales se reducirían en última instancia al nuevo tipo de crimen y al nuevo tipo de criminal que debió enfrentar el tribunal. Por otra parte, como veremos, pese a que su análisis nos ofrece una vía para comprender los problemas estructurales, una dimensión de esos problemas queda fuera de su análisis al excluir, por considerarlos ajenos al juicio (y, en este sentido, Arendt preserva una noción ordinaria de juicio y de justicia), el “gran número de objetivos que el juicio debía supuestamente lograr” (Arendt, H. 1994, 253). No nos será posible detenernos aquí en este asunto (me permito remitir a mi texto Lucas Martín (2014), pero indiquemos que en la medida en que hablamos de problemas fundamentales o estructurales, el juicio no podía ceñirse, como parece pretender Arendt, a los objetivos ordinarios de un juicio, a saber, determinar la responsabilidad individual por un delito.

9 Como dijimos, los dos primeros problemas habían sido ya tratados por Arendt en el primer conjunto de problemas. Retomaremos los argumentos en cada caso.

10¿Camino hacia qué fin? El de ofrecer una respuesta de justicia a la altura del juicio sin minimizarlo y el de sentar un precedente que diera las bases para un derecho internacional y una corte penal internacional que sirvieran para prevenir y juzgar dichos crímenes (Arendt, H. 1994, 272 et passim).

11 Sobre las aporías de este problema en Arendt ver Hilb, C. 2015a y 2015b.

12 En este sentido, Elster subraya la ley de Solón en el 594 a.C. que acusaba de infamia a aquel ciudadano que, en una sedición, no tomara partido por ninguno de los dos bandos en disputa. Abrazar una causa y asumir los riesgos de ello podía ser así más valorado que esperar tranquilamente el resultado del conflicto. (Elster, J. 2006, 18).

13 Por supuesto, la idea de independencia no puede hacer diferencias ni salvedades, de manera que toda voluntad extra-judicial queda vedada, por este principio, en la concepción de un juicio justo. El acento puesto aquí en la exclusión de la voluntad política se debe a que, por un lado, ya la idea de imparcialidad excluye voluntades particulares no político-institucionales y, por otro, puesto que la idea de imparcialidad como neutralidad está presente en la noción misma de Estado moderno (incluidas sus agencias, instituciones, poderes), la idea de independencia añade algo aquí al remitir a la noción de división de poderes, en particular, la tan mentada, y siempre puesta en riesgo en primer lugar en derivas autoritarias, independencia del poder judicial.

14 Y también otros acuerdos básicos de la comunidad, como por ejemplo, el valor de la paz, o el de la reconciliación, el sentido de la democracia, los alcances de la tolerancia, etc.

15 Subrayemos, llegados a este punto, la conexión estrecha entre la imparcialidad y la independencia: prácticamente no podría darse una sin la otra. Así, por ejemplo, un juez cuya estabilidad dependiera de una autoridad política no podría ser imparcial, lo mismo que uno que expresara un sesgo por un interés personal o partidario tampoco podría dar muestras de independencia.

16 En Argentina esto ha sido expresado pública y reiteradamente, y desde los más variados sectores de la opinión política y académica, por medio de la afirmación de que los represores gozaron de juicios ajustados a derecho de los que habían carecido las víctimas de estos.

17 Este argumento lo he encontrado en debates académicos especialmente de parte de las miradas más acríticas a los juicios por crímenes de lesa humanidad reiniciados a partir de 2005 en Argentina; en términos históricos generales, la formulación más radical, que por cierto reniega de la realización de un juicio, es la del jacobino Saint-Just, quien se quejaba en 1792 de que la Convención hubiera “caído en las formas sin principios” (Walzer, M. 1989, 202). Ver también Zolo, D. 2007, 165.

18 Entre ellas, señala, por ejemplo, que de ser la nueva ley favorable al acusado es ésta, y no la ley previa, la que debe aplicarse, por tanto, de manera retroactiva; o también, que la presunción universal del conocimiento de la ley no toma en consideración el elemento subjetivo de un actor que desconociera el carácter legalmente punible de su conducta, en cuyo caso particular la ley tiene un efecto retroactivo (Kelsen; H. 1946, 164-165). Ver también Fernández García, A. y Rodríguez Giménez, J. 1996, 10-11.

19“Individual criminal responsibility represents certainly a higher degree of justice tan collective responsibility, the typical technique of primitive law” (Kelsen, H. 1946, 165).

20"La persona del rey es inviolable y sagrada. Si el rey se pone a la cabeza de un ejército y dirige sus fuerzas contra la nación, o si él no se opone por un acto formal a una empresa así realizada en su nombre, será considerado que ha abdicado a la realeza. Luego de la abdicación expresa o legal, el rey estará en la clase de los ciudadanos, y podrá ser acusado y juzgado como ellos por los actos posteriores a su abdicación.” (Walzer, M. 1989, 190).

21 Al respecto, he trabajado la perspectiva de los perpetradores en Martín, L. 2010, 2017a y 2017b; ver también Malamud Goti 2016. Al analizar el fundamento de la pena en el juicio a Luis XVI, M. Walzer señala lo equivocada que sería la noción preventiva de la pena: imaginar un rey realizando el cálculo costos-beneficios que supone la disuasión penal es bastante menos razonable que admitir que creerá que, como en otras ocasiones semejantes en la historia, su ejecución se deberá simplemente a la derrota (Walzer, M. 1989, 147).

22 Para un análisis más profundo, ver Hilb, C. 2016, 9-10, 12-13; 2015a, 92-93.

23 Ver al respecto Arendt, H. 1994, 148, 292-293; Arendt, H. 2003, 39-44.

24 Arendt afirma que Eichmann sólo habría tenido un malestar de conciencia si no hubiera hecho lo que se le ordenaba, a saber, enviar millones de personas a morir; y de allí también que asumiera la responsabilidad por las acciones pero no la culpabilidad criminal (Arendt, H. 1994).

25 Walzer no termina de afirmar una sustitución completa del elemento subjetivo de la intención criminal por el elemento objetivo de un régimen en adelante considerado criminal, aunque creo que ella se deduce de su argumento pese a que es más bien equívoco en este asunto, acaso porque no se ha detenido particularmente en su análisis.

26 Ver también Hilb 2015a, 2015b, 2016.

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