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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.1 Mendoza abr. 2018

 

DOSSIER

Neoliberalismo y judicialización de la política: una genealogía posible

Neoliberalism and judicialization of politics: a possible genealogy

 

Pablo Martín Méndez

Universidad Nacional de Lanús
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 

Recibido: 09-09-2017
Aceptado: 16-03-2018

 


Resumen

La “judicialización” es un fenómeno amplio, que resulta de la confluencia de innumerables tendencias históricas y que produce diversos efectos en las prácticas económicas, sociales y políticas. Algunos analistas contemporáneos han advertido que la judicialización implica una profunda transformación sobre las prácticas de gobierno. Este artículo sostiene quela judicialización, especialmente la denominada “judicialización de la política”, tienen estrechos vínculos con el neoliberalismo. El problema consiste en que, al día de hoy, son escasos los estudios capaces de corroborar tal relación. ¿Cómo y hasta qué punto la judicialización fue promovida por el neoliberalismo? Para contestar esta pregunta, se procederá al análisis genealógico de una serie de documentos redactados a mediados del siglo XX, siguiendo la hipótesis de que allí emerge un programa de gobierno donde la judicialización no sólo es admitida e incluso promovida, sino además propuesta como una práctica privilegiada de intervención estatal sobre la sociedad.

Palabras clave: Práctica; Programa gubernamental; Sociedad de la empresa; Intervencionismo judicial; Democracia.

Abstract

“Judicialization” is a broad phenomenon, which is the result of the confluence of innumerable historical trends and that produces diverse effects on economic, social and political practices. Some contemporary analysts have observed that the judicialization implies a profound transformation in government practices. This article argues that judicialization, especially the so-called “judicialization of politics”, has close relations with neoliberalism. The problem is that, at present, there are few studies capable of corroborating this relationship. How and to what extent was the judicialization promoted by neoliberalism? To answer this question, we make a genealogical analysis on a set of documents written in the mid-twentieth century. According to our hypothesis, these documents emerge a program of government where the judicialization is not only admitted and even promoted, but also proposed as a privileged practice of state intervention on society.

Keywords: Practice; Governmental Program; Enterprise Society; Judicial Interventionism; Democracy.


 

 

Introducción

El término “judicialización” es usado actualmente para señalar la creciente intervención de los tribunales–creciente si la comparamos con otros momentos históricos– en un amplio espectro de prácticas y relaciones sociales. Esto quiere decir que gran parte de las diferencias y asperezas antaño resueltas por la costumbre olas instituciones de distinto tipo, desde la familia y la Iglesia hasta los sindicatos y los partidos políticos, devienen ahora en materia judicializable (Nosetto, L. 2014; O’Donnell, G. 2008; Smulovitz, C. 2008). A diferencia de lo que podríamos suponer, la judicialización no sólo se refiere a la simple expansión del poder judicial sobre otros ámbitos decisorios; además de eso, habría que ver allí una novedosa forma de regulación social. Así lo advierte la mayoría de los análisis recientes. Hasta cierto punto, son los tribunales los que regulan y encauzan las relaciones sociales, interviniendo en la resolución de los diversos conflictos que pudieren darse entre los individuos y las organizaciones. Las prácticas vinculadas con la judicialización tienen probablemente mayor incidencia en algunos lugares del mundo que en otros. Lo indudable es que cada vez más académicos, periodistas y políticos hacen de ellas un objeto de estudio y de intenso debate. Tanto en los países centrales como en los periféricos, se reivindica o cuestiona una creciente intervención judicial en asuntos que anteriormente eran resueltos por otros cauces (Álvarez, L. 2015; Commaille, J. y Dumoulin, L. 2009). Para algunos observadores contemporáneos, la judicialización no sólo desborda los límites geográficos, sino que aparece en sí misma como un fenómeno de imprecisos contornos, una tendencia que avanza sobre las sociedades sin distinguir los niveles económicos, las ideologías o los planes de vida de las partes involucradas. Sin importar de dónde provengan o qué objetivos persigan, muchos ciudadanos optarían por canalizar sus distintas demandas en la forma de los tribunales, incluso cuando éstas no obtengan una solución favorable.

Como práctica general y difusa, la judicialización afecta también a la política. Los jueces ya no sólo ejercen el control constitucional de las leyes sancionadas por el poder legislativo, sino que demás intervienen en la resolución de distintos conflictos de interés público1. La “judicialización de la política” abarca una gran variedad de prácticas, desde la canalización de las demandas y las protestas sociales, otrora articuladas por los partidos políticos y los sindicatos, hasta la definición y ejecución de las políticas públicas (Ibídem). La consecuencia es que el poder judicial, considerado antaño como el más débil de los tres poderes, desarrolla una inusitada injerencia en las acciones y los asuntos de gobierno. Sin haber sido elegidos por la ciudadanía, los jueces de hoy en día co-gobiernan; vale decir, intervienen activamente en la configuración de distintas prácticas gubernamentales, ya sea permitiendo o impidiendo ciertas acciones concretas, o bien definiendo la orientación de las posibles acciones implementadas por el Estado.

No ha de sorprendernos entonces que varios analistas de distintas partes del mundo coincidan en denunciar al “activismo judicial”como una grave alteración para los regímenes democráticos. En el límite, la “política”, y todo lo que ésta conlleva al menos en su forma moderna –como el debate de proyectos comunes de vida, la construcción de mayorías populares, la puesta en marcha de grandes procesos de transformación social, etcétera–, es relegada a un segundo plano: “la política queda excluida de la definición de los fines, y limitada al rol técnico de establecer los medios administrativos, presupuestarios y logísticos para conducir las decisiones tomadas por el poder judicial” (Nosetto, L. 2014, 112). Mientras tanto, las demandas y las movilizaciones sociales se subdividen y canalizan en reclamos judiciales cuyo éxito depende más de los recursos puestos en juego –no sólo los recursos monetarios, sino también las posibilidades de acceso ala información, las redes de patrocinio o las complejas estrategias ideadas por los abogados–,que de la invocación de principios y criterios universalmente reconocidos. Incluso el Estado, que hasta no hace mucho era interpelado como un mecanismo de igualación de derechos frente a las inequidades generadas por el mercado, es invocado ahora como el prestador y garante del marco jurídico-institucional donde los individuos podrán competir y litigar libremente.

La judicialización contempla realidades de distinto alcance, con diversas procedencias históricas e innumerables efectos observables sobre las prácticas sociales, económicas y políticas. Por eso su tratamiento y problematización han de ser siempre parciales e inacabados. No es posible elaborar una explicación unidireccional sobre la judicialización, sin considerar las particularidades de cada contexto o las múltiples corrientes históricas que confluyen en dicho fenómeno. Con esto queremos indicar también que la judicialización sólo puede abordarse desde un ángulo de análisis concreto, en función de interrogantes e inquietudes específicas. Tal es el camino que seguiremos en el presente artículo, indagando primero una de las tantas procedencias históricas de la judicialización, y preguntando luego por sus posibles formas de regulación sobre las distintas prácticas. Si pudiésemos resumir en una sola palabra de qué trata este escrito, mencionaríamos entonces al “neoliberalismo” como el eje articulador de todo nuestro análisis, aunque aclarando que en él no encontraremos una explicación completa para el complejo fenómeno de la judicialización, sino de algunas de las innumerables líneas que lo atraviesan.

I. La procedencia neoliberal de la judicialización

El intento de vincular a la judicialización con el neoliberalismo no es nuevo. Por el contrario, existen ciertas consecuencias o efectos prácticos que parecerían comunes a ambos fenómenos y que de hecho resaltan los críticos contemporáneos, como la promoción de los intereses económicos de clase, la desmovilización y despolitización de la protesta social o la reaparición de los gobiernos de élites por sobre las mayorías populares (García Delgado, D. y Gradin, A. 2016; Harvey, D. 2007). Hay sin duda un estrecho vínculo entre el neoliberalismo y la judicialización en general, así como también entre los proyectos neoliberales de gobierno y la judicialización de la política en particular. Ahora bien, ¿cómo contrastamos esta relación a primera vista incuestionable?, ¿vamos a deducirla simplemente a partir de sus efectos?, ¿o vamos a suponer sin más que todos los fenómenos de judicialización llevan indefectiblemente una marca neoliberal, incluso cuando parezcan combatir los proyectos neoliberales mismos? La cuestión no es fácil de resolver, y nos lleva a discutir primero qué entendemos por neoliberalismo. También aquí se abre un enorme abanico de respuestas posibles, que va desde las concepciones más monolíticas y reduccionistas, donde el neoliberalismo es presentado como una postura económica ortodoxa o una ideología creada en favor de la dominación de clase, hasta la hipótesis algo fatalista según la cual el mundo entero ha devenido neoliberal, afectando todas y cada una de nuestras posibles prácticas (Clarke, J. 2008; Wacquant, L. 2012).

A través de un contrapunto con el problema de la judicialización, nosotros veremos que el neoliberalismo es más que una postura estrictamente económica, pero también menos que un fenómeno omnicomprensivo y totalizante, comparable en este sentido con conceptos tales como la globalización o el imperialismo. Desde nuestra perspectiva, que tomamos en parte de Michel Foucault y de algunos pensadores afines, el neoliberalismo funciona como una “racionalidad de gobierno”. Nos referimos con ello al modo en que las prácticas de gobierno o de dirección de las conductas se tornan pensables y realizables tanto para quienes gobiernan como también para aquellos que son gobernados2. Dado un conjunto determinado de prácticas, ¿cómo ser gobernados, por quiénes, hasta dónde, bajo qué fines y mediante cuáles métodos? He aquí algunas de las cuestiones que, según Foucault (2004b), viene a responder y articular de manera coherente una racionalidad de gobierno.

La racionalidad de gobierno se expresa por lo general en una suerte de”programa” o proyecto de reforma. No hablamos de una secuencia de acciones perfectamente pautada y detallada en todos sus puntos, sino del marco general donde cada acción y objeto de intervención adquiere un sentido y un lugar preciso. La noción de programa que intentamos introducir aquí se refiere al modo en que los individuos perciben ciertas situaciones como problemáticas y a los procedimientos mediante los cuales intentan resolver tales situaciones, definiendo para ello las realidades a intervenir y las metas a conseguir. Además de brindar ciertas pautas de acción, lo programas contienen una forma de apreciar y de valorar las cosas –es decir, de estimar algo como problema o como solución, como objeto de intervención o como finalidad de las prácticas. Puesto en ese nivel, todo programa gubernamental sólo resulta accesible a través de un análisis paciente y riguroso, dedicado a reponer los problemas, los procedimientos y los objetos de intervención que emergen en determinadas coyunturas históricas. Así nos proponemos encarar entonces al neoliberalismo, reconstruyéndolo como uno de los posibles programas de gobierno –sólo uno entre otros tantos– que fomentaron la difusión y la generalización de la judicialización.

La judicialización ha sido en parte programada por el neoliberalismo. Muchos coincidirían con esta hipótesis, aunque no todos la podrían corroborar con datos y documentos concretos. ¿Y cómo hacerlo actualmente cuando la judicialización adquiere una preponderancia tal que sus matices y sus distintas líneas de convergencia se pierden en la historia? Para reponer la procedencia neoliberal de la judicialización, hay que alejarse un poco de la actualidad; ir allí donde el fenómeno no era tan común ni estaba tan difundido como hoy día. Nuestro trabajo se remonta hasta la Europa de mediados del siglo XX; más específicamente, a la democracia alemana renacida tras la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese preciso momento histórico, marcado por el recuerdo reciente de las experiencias totalitarias y por la necesidad de reconstruir al Estado desde sus mismas bases, que un grupo de economistas, sociólogos y juristas programó otro orden social y político para la Europa de posguerra. Lo que se buscaba resolver eran las tensiones y conflictos de las democracias modernas; conflictos que, conforme a la percepción de aquel entonces, estaban relacionados con la industrialización, la intensa movilización popular y la creciente intervención del Estado en la economía. Parte de la respuesta ante ese problema fue la judicialización, que en la incipiente racionalidad neoliberal aparecía como un modo de canalizar la conflictividad social evitando el intervencionismo de Estado3. En el horizonte último del programa neoliberal de posguerra, volveremos a encontrar algunos de los grandes tópicos que advierten las críticas contemporáneas. El primero es que la judicialización, tal y como fue programada por el neoliberalismo, desempeña ciertamente una nueva función de regulación social; los demás indican que esa nueva función está profundamente vinculada con la trasformación del Estado, la actividad política y la democracia.

No se equivocan quienes sostienen que el neoliberalismo alberga profundas “sospechas” contra la democracia moderna, especialmente contra la forma que ésta adquirió en varios países occidentales entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Allí se incuba también la sospecha hacia la “política” entendida en términos convencionales, esto es, como la práctica encargada de articular y canalizar las distintas demandas sociales. El objetivo del neoliberalismo consiste en que los sindicatos, los partidos políticos, los dirigentes y funcionarios de Estado intervengan cada vez menos en la resolución de los conflictos y tensiones generadas por la economía. Esos conflictos deben quedar ahora en manos de los tribunales: “Given that neoliberal theory centres on the rule of law and a strict interpretation of constitutionality, it follows that conflict and opposition must be mediated through the courts.Solutions andremedies to any problems have to be sought by individuals through the legal system” (Harvey, D. 2007, 66-67)4.¿Pero de dónde proviene esta suerte de “programa gubernamental”?, ¿cómo y bajo qué condiciones se formula? Exceptuando algunas menciones a Friedrich Hayek, casi no hay referencias concretas de neoliberales que promuevan la judicialización. Nosotros diremos que esas referencias están, aunque no son sencillas de encontrar a primera vista. Para ello se requiere en todo caso de una “genealogía”.

La genealogía es gris, meticulosa y pacientemente documental. Así es como Foucault (1971) definía a este método de análisis histórico y como también nosotros intentaremos llevarlo adelante. Los análisis vigentes sobre el neoliberalismo no han centrado suficientemente la atención en los lugares y las partes grises de la historia; no han visto que el neoliberalismo puede extenderse mucho más allá de la tradicional dicotomía entre el Estado y el mercado, la política y la economía, la democracia y los gobiernos de elite. Tampoco han revisado meticulosamente los archivos y documentos de intelectuales que desde el comienzo se identificaron con el neoliberalismo o bien se mantuvieron próximos a éste. En su lugar, nos hemos conformado con algunos slogans o puntos comunes, como aquellos donde el neoliberalismo es reducido a un programa estrictamente económico, sin ningún contenido o variable social. Sólo un análisis pacientemente documental, capaz de remontarse hasta los oscuros comienzos del neoliberalismo, vería que allí se jugaba algo más que el tratamiento de variables económicas.

El neoliberalismo programa toda una reforma para las sociedades capitalistas de mediados del siglo XX, caracterizadas por sus grandes monopolios industriales, sus organizaciones de masa y sus Estados fuertemente intervencionistas. Ello no implica sin embargo que el programa neoliberal haya determinado la realidad entera. Una cosa son los programas gubernamentales, y otra la realidad como campo heterogéneo de prácticas. Ningún programa se aplica en forma completa sobre la realidad; antes bien, siempre hay desvíos, readaptaciones u omisiones más o menos grandes, así como también efectos contrarios a los esperados. Los programas, desde este punto de vista, son “fragmentos” de realidad que inducen efectos concretos en nuestros modos de gobernarnos y de ser gobernados, en nuestras formas de distinguir entre lo verdadero y lo falso, o en las realidades que consideramos como deseables y rechazables (Foucault, M. 1994a). ¿Para qué reconstruir entonces el programa neoliberal de reforma?, ¿cuál sería su utilidad al momento de comprender el fenómeno de la judicialización? A estas preguntas sólo podemos responder con la aclaración de que nuestro objetivo no consiste en lograr una explicación acabada sobre la judicialización, sino en comprender tan solo algunos de sus fragmentos. El resto queda para otras investigaciones ya hechas o por hacer.

II. Sociedad de la empresa y sociedad judicial: las dos caras de un programa de gobierno

Puede que Foucault haya sido uno de los primeros en advertir el estrecho vínculo entre el neoliberalismo y el fenómeno general de la judicialización. Basta consultar la trascripción del curso Naissance de la biopolitique (2004a), cuyos pasajes más interesantes, aunque poco profundizados hasta el momento, definen a la judicialización como el reverso de los programas neoliberales de gobierno. El punto de partida es el análisis de un puñado de propuestas formuladas en la Europa de posguerra, sobre todo en Alemania y Francia5. En este contexto histórico tan particular, los así llamados “primeros neoliberales” coincidieron de diferentes maneras en la proyección de una ambiciosa política de reforma: extender la “empresa”hacia todos los ámbitos posibles de la sociedad, incluso hacia el comportamiento de los individuos mismos. Sin lugar a duda, lo que aquí se ponía en juego era mucho más que una simple política económica. Según Foucault, la empresa programada por los neoliberales no sólo hace referencia a una instancia de coordinación y explotación de los factores de producción, sino a una singular forma de ordenamiento:

il s’agit bien de généraliser, en les diffusant et en les multipliant autant que possible, les formes ‘entreprise’ qui ne doivent pas justement être concentrées sous la forme ou des grandes entreprises à l’échelon national ou international ou encore des grandes entreprises du type de l’État”. (...) Il s’agit de faire du marché, de la concurrence, et par conséquent de l’entreprise, ce qu’on pourrait appeler la puissance informante de la société (Foucault, M. 2004a, 154)6.

Ese es el criterio con el cual se debe organizar los espacios y las relaciones sociales, estimulando en cada individuo o grupo de individuos la elaboración de tácticas, planes y evaluaciones en función de las exigencias planteadas por la competencia de mercado. La empresa adquiere entonces una dimensión social; vale decir, informa al tejido de las relaciones sociales con una lógica o racionalidad común.

Del neoliberalismo de posguerra emerge un programa bien específico, que no se compara en casi nada con otros programas gubernamentales existentes. Foucault lo denomina como el programa de una “sociedad de la empresa”. Basándonos en los documentos consultados, nosotros podríamos hablar también sobre la multiplicación de las prácticas y estrategias empresariales en detrimento de otras prácticas de gobierno, particularmente la regulación y la planificación centralizada de la economía7. A la planificación como respuesta ante los eventuales conflictos y demandas sociales, se le contrapone una política apoyada en la responsabilidad e iniciativa de individuos y pequeños grupos ordenados según la forma de la empresa. El objetivo no consiste simplemente en favorecer la competencia anárquica entre los agentes económicos. Lo que se busca más bien es dar otra forma al conflicto, fragmentándolo y regulándolo a través de nuevas vías. Para un entramado social donde la empresa funciona como modo de organización y de comportamiento, nada más “razonable” que una paralela multiplicación de las instancias judiciales como forma de canalizar y regular los eventuales conflictos:

Plus vous multipliez l’entreprise, plus vous multipliez les centres de formation de quelque chose comme une entreprise, plus vous forcez l’action gouvernementale à laisser jouer ces entreprises, plus bien entendu vous multipliez les surfaces de friction entre chacune de ces entreprises, plus vous multipliez les occasions de contentieux, plus vous multipliez aussi la nécessité d’un arbitrage juridique. Société d’entreprise et société judiciaire, société indexée à l’entreprise et société encadrée par une multiplicité d’institutions judiciaires, ce sont les deux faces d’un même phénomène (Foucault, M. 2004a, 155)8.

Multiplicar las empresas e incrementar el arbitraje judicial; en el programa neoliberal de posguerra, una cosa resulta subsidiaria a la otra, tanto que en algún punto la acción judicial se yuxtapone y confunde con las políticas de Estado. Al momento de analizar los posibles vínculos entre el neoliberalismo y la judicialización de la política, debemos considerar ciertamente esa cuestión crucial, observando que el neoliberalismo propone la transformación casi completa de las prácticas y las funciones estales.

II. 1. El Estado árbitro

Varios analistas contemporáneos coinciden en señalar que el neoliberalismo no implica una mera reducción o “minimización” del Estado, sino más bien una trasformación profunda de sus funciones históricas9. Será necesario analizar la particularidad de cada contexto o campo de prácticas, sin extraer conclusiones demasiado generales. Aquí nos mantendremos en el nivel específico del programa neoliberal de una sociedad de la empresa, formulado en la Europa de posguerra y escasamente problematizado hasta hoy día. A nivel de ese programa, ¿qué funciones debería adquirir el Estado?, ¿cuáles, en cambio, debería abandonar o dejar de lado?

Los documentos consultados son bastante categóricos al respecto; de hecho, se parecen en parte a cualquier programa neoliberal calificado de “ortodoxo”. El Estado ya no debe desempeñar las funciones asignadas por las lógicas de estilo keynesiano y welfarista; no debe dirigir los procesos económicos ni tampoco intervenir directamente sobre ellos. Desde la perspectiva del programa neoliberal de posguerra, esta clase de injerencias implican necesariamente una “politización” de la economía: “cuanto más nos alejamos de la economía de mercado, más politizamos la vida económica; cuanto más introducimos la política en la vida económica, más hacemos depender la vida económica del gobierno, de la burocracia” (Röpke, W. 1960a, 33). De ahí no se deduce sin embargo la abstención de toda intervención estatal posible. En los términos de Röpke, Eucken o Müller-Armack, el Estado debe funcionar más bien como una “fuerza influyente”, vale decir, como un aparato que actúa de manera indirecta y descentralizada, interviniendo en ámbitos aparentemente alejados de la economía. Antes que intervenir sobre la economía, lo que se busca es influir sobre sus condiciones ambientales o contextuales:

el Estado debe, a medida que renuncia a las tareas de ordenación económica, preocuparse por las tareas específicas sobre la ordenación concreta del mundo circundante. Estas son indispensables para articular las fuerzas de la economía y del tráfico –en estado de dinamismo permanente– en la unidad de una forma de vida general llena de sentido. (Müller-Armack, A. 1962, 209).

Ordenar el ambiente o el mundo circundante significa, bajo este singular programa gubernamental, construir las condiciones extra-económicas para la existencia y el buen funcionamiento de la economía propiamente dicha.

Las condiciones extra-económicas resultan sumamente variadas, aunque de algún modo estarían conectadas entre sí. Los primeros neoliberales dirán que la economía depende en su existencia y funcionamiento de diferentes “ordenes vitales”, como son los recursos naturales, las costumbres y la cultura de la población, además de las leyes o el ordenamiento jurídico (Bilger, F. 1964; Eucken, W. 1947, 89). En el programa neoliberal de una sociedad de la empresa, ninguno de esos órdenes permanece exento de la influencia gubernamental, incluyendo por supuesto el orden jurídico:

La organización de la competencia auténtica, justa, de juego limpio y que funcione bien no puede existir en realidad sin un límite jurídico-moral bien meditado y sin una vigilancia permanente de las condiciones en que debe realizarse, para ser una verdadera competencia de eficiencia (Röpke, W. 1949, 33).

El marco jurídico establecido por el Estado no sólo protege la propiedad privada y las libertades individuales, sino que también fomenta la competencia empresarial en todos los niveles socioeconómicos posibles: “debe haber garantía de que todo el mundo, se trate de un corredor de bolsa o de un empleado, de un banquero o de un industrial, de un tendero, un agricultor o un artesano, rinda lo mejor de sí” (Röpke W. 1960a, 31). Este plus de funciones asignadas al Estado, que puede parecernos insignificante o apenas perceptible, tiene enormes consecuencias y efectos gubernamentales. En el límite, abre la brecha que separa al programa neoliberal de cualquier otro programa previo o posterior. No se trata simplemente de un Estado que respeta y hace cumplir las leyes; lo que se busca más bien es que el Estado desarrolle, a través de la ley misma, una función performativa sobre el tejido social.

Vale la pena detenernos en este otro punto, puesto que así comprenderemos mejor las cuestiones de fondo. Más allá de los matices y las diversidad de corrientes históricas, el neoliberalismo ha sido habitualmente identificado con una premisa de gobierno bastante básica, y es la necesidad de que el Estado brinde “reglas de juego claras” para los distintos agentes económicos. La premisa, como bien se advierte, transforma al Estado en una suerte de árbitro o juez que se encarga de aplicar el reglamento y se abstiene de intervenir en el resultado final de la competencia. Es algo que volveremos a encontrar en varios de los documentos consultados:

El Estado que requiere nuestra economía de mercado y nuestro programa económico es este: un enérgico árbitro cuya misión no es ni la de jugar con los demás, ni la de indicar a los jugadores todos los movimientos que deben hacer en el juego.

El Estado, en cambio, procura con absoluta imparcialidad y sin dejarse sobornar que se observen estrictamente las reglas de juego y se juegue limpiamente (Röpke, W. 1956, 246).

La función fundamental del Estado consiste entonces en prestar reglas de juego que resulten iguales para todos, sin importar los intereses, los puntos de partida y las aspiraciones. Desde los lobistas financieros, los cárteles industriales y las diversas formas de monopolios u oligopolios, hasta los sindicatos, los gremios y las asociaciones civiles: todos y cada uno deben plegarse ante las reglas de la competencia, evitando la concesión de ventajas o privilegios que los ubiquen por sobre los demás competidores (Böhm, F. 2013)10. Con ello se garantiza algo más que la supuesta “independencia” del Estado ante los llamados grupos de presión. La retórica del Estado árbitro no es aquí sinónimo de Estado soberano; al menos no en los términos comúnmente utilizados durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX. Lo que se programa, en todo caso, es un sistema de equilibrios y contrapesos en favor de la competencia de mercado. Frente a la presencia de cualquier distorsión externa, llámense privilegios, protecciones o concesiones, se espera que el Estado despliegue las intervenciones necesarias para restablecer las reglas de juego. La intervención, así pensada y programada, produce un efecto de igualación o neutralización sobre los elementos ambientales considerados como “anti-competitivos”, incluyendo las fuerzas políticas y sociales que demanden protecciones y garantías al Estado11.

II. 2. El intervencionismo judicial

Como señalábamos anteriormente, la idea neoliberal del Estado árbitro tiene enormes consecuencias gubernamentales. En primer lugar, porque el Estado ya no gobierna individuos ni “ciudadanos” en el sentido habitual de la palabra, sino más bien “jugadores” que toman decisiones y afrontan determinados riesgos. A esos jugadores se les dará precisamente un marco de juego, un espacio donde puedan descifrar los posibles efectos de sus acciones12. Si miramos desde el horizonte de la política pública, veremos que cambia la concepción misma sobre la ley y la justicia. Antes que regular las acciones individuales en función de un bien común previamente establecido, la ley se piensa como otro de los tantos instrumentos destinados a favorecer la iniciativa y las tácticas de juego. No es una ley sancionada para el pueblo ni para la sociedad en su conjunto; es más bien un elemento medioambiental pensado para las empresas y la dinámica empresarial. Podemos decir algo similar sobre las funciones judiciales, que en lugar de intervenir en defensa de los derechos sociales y políticos, actúan más bien como instancias encargadas de regular los conflictos entre grupos e individuos que persiguen diferentes planes de vida13.  Así pues, la idea de la ley como elemento de información para la competencia –vale decir, como aquello que da una forma o un marco a la competencia– está acompañada por la programación de un intenso “intervencionismo judicial”:

plus la loi deviant formelle, plus l’intervention judiciaire deviant nombreuse. Et à mesure que les interventions gouvernementales de la puissance publique se formalisent davantage, à mesure que l’intervention administrative recule, dans cette même mesure la justice tend à devenir, et doit devenir, un service public omniprésent (Foucault, M. 2004a, 181)14.

El intervencionismo judicial, denominado por algunos neoliberales como “política económica judicial”, muestra muy pocos puntos de comparación con lo que habitualmente entendemos por intervención de Estado. No se trata evidentemente de intervenir en la economía, contrarrestando sus efectos negativos mediante protecciones y seguridades de distinta índole, ni de restituir tampoco los derechos puestos en peligro por la dinámica de la competencia, sea el derecho al empleo, a un sueldo digno, etcétera. En el programa neoliberal de una sociedad de la empresa, el intervencionismo persigue un objetivo novedoso y ciertamente impensado para cualquier otro programa gubernamental. La cuestión consiste en quela sociedad entera se readapte ante las constantes transformaciones producidas por la economía: “The purpose of liberal reform is to accommodate the social order to the new economy; that end can be achieved only by continual and far-reaching reform of the social order” (Lippman, M. 1937, 237)15. Se trata de programar una sociedad más flexible pero también más sólida en cuanto a criterios de ordenamiento, que pueda acomodarse al cambio sin perder ni modificar sus principios más esenciales. Utilizando los términos de Walter Lippmann, diríamos que los neoliberales de hace medio siglo programaban una suerte de”conservadurismo radical”: “Liberalismis radical in relation to the social order but conservative in relation to the division of labor in a market economy” (Ibídem, 236)16. Hay que reformar cuanto sea necesario, incluyendo las leyes vigentes en una sociedad, para garantizar la supervivencia de la economía de mercado. El activismo judicial tiene aquí un papel fundamental; en el límite, aparecerá como una forma no sólo posible, sino además perfectamente legítima de intervención estatal.

Debemos poner la mirada en los propios documentos. La realidad económica de mediados del siglo XX, signada por los monopolios industriales, las grandes organizaciones sindicales y la activa mediación estatal, “proviene –según Müller-Armack– de fuerzas que se proponían un fin muy diferente del que nos proponemos hoy y que, por lo tanto, no podían dar a lo económico una forma satisfactoria para nosotros” (Müller Armack, A. 1967, 335). Ello equivale a decir también que los principios ordenadores de la economía ideados en el pasado pueden derivar, y de hecho han derivado, en una realidad económica completamente diferente a la esperada. A fines del siglo XVIII, el liberalismo clásico habría concebido un orden económico basado en la propiedad privada, la libertad de contrato y la libre competencia:

Pero los órdenes económicos efectivos que se edificaron sobre esta base jurídica y constitucional-económica se fueron alejando cada vez más de los principios de las constituciones económicas. En la industria alemana, por ejemplo, se fue introduciendo cada vez más la libertad de contrato para eliminar, mediante acuerdos de cárteles, la competencia existente. El principio ordenador de la competencia, que antes funcionaba, fue suprimido casi totalmente en importantes campos económicos (Eucken, W. 1956, 79).

Así pues, hace falta todo un esfuerzo de readaptación de las leyes y las instituciones ante los constantes cambios de la economía. Sólo de esta forma se podrían morigerar las tensiones y contradicciones que la competencia genera desde su propia dinámica. El neoliberalismo, a este nivel, es conservador y al mismo tiempo reformista, especialmente cuando proyecta, como sugieren las palabras de Röpke, una renovación continua del marco jurídico-institucional donde se desenvuelve la competencia: “Siempre deberán existir determinadas normas de derecho e instituciones dentro de cuyo marco se desarrolle el proceso económico. Gran parte de la reforma que hemos de llevar a cabo nosotros consiste precisamente en modificar, ampliar y reforzar ese marco permanente” (Röpke, W. 1956, 238).

¿Cómo adecuar las leyes a las cambiantes necesidades de la competencia sin romper el andamiaje jurídico-institucional que la competencia misma necesita para funcionar?, ¿cómo es posible, retomando las palabras de Röpke, modificar y ampliar un “marco permanente”? Para muchos de los primeros neoliberales, lo que debe prevalecer es un determinado criterio de intervención estatal, un sentido o “fuerza moral” que garantice la estabilidad en el cambio. En el programa de una sociedad de la empresa, ese lugar queda reservado en gran parte a los jueces, cuya “integridad” e “imparcialidad” los ubicaría por encima de los distintos grupos de presión. De hecho, son los jueces quienes deben encabezar el Estado, fijando con cada dictamen el criterio a seguir para toda posible intervención gubernamental sobre la sociedad:

siempre que se trate de reforzar el peso propio del Estado habrá que colocar a su cabeza un cuerpo de funcionarios especializados imbuidos de la más alta ética profesional y de un determinado espíritu de cuerpo. (...) La integridad y la imparcialidad de los funcionarios no suele acusarse en ningún sector tanto como en los círculos judiciales. Por eso mismo en nadie se deposita más confianza que en ellos, ni se está tan dispuesto a aceptar sus resoluciones con carácter definitivo (Ibídem, 247).

Algunos críticos contemporáneos han advertido que los jueces intervienen cada vez más en el diseño, la ejecución e incluso la evaluación de las políticas públicas. El resultado de todo ello es la conformación de una suerte de “gobierno judicial”, donde los jueces asumen funciones directivas mientras que el resto de las autoridades políticas queda relegada a un rol meramente administrativo (Commaille, J. 2010; Nosetto, L. 2014). Esta práctica gubernamental, que sin duda tiene innumerables procedencias históricas, se encuentra ya programada en los documentos neoliberales de hace más de medio siglo. Si fuese llevada al extremo, el gobierno judicial implicaría no sólo la reconversión casi completa de las intervenciones estatales, sino además del personal encargado de diseñarlas y ejecutarlas.

Menos dirigencia política y más jueces. Tal parece ser el resultado último del programa neoliberal de una sociedad de la empresa: “Moins de fonctionnaires, ou plutôt défonctionnarisation de cette action économique que les plans portaient avec eux, démultiplication de la dynamique des entreprises, et du même coup nécessité d’instances judiciaires ou en tout cas d’instances d’arbitrage de plus en plus nombreuses” (Foucault, M. 2004a, 181)17. Afuera quedan los grandes interventores y planificadores, los que toman decisiones en base a proyectos globales, dirigiendo la economía con una finalidad declaradamente política. La sociedad de la empresa, que al fin y al cabo es también un proyecto político, hace de la competencia de mercado un valor supremo e intocable, un criterio gubernamental que debe persistir más allá de las ideologías, los cambios de gobierno y la historia misma.

Y así retornamos al principio de nuestro análisis. ¿Con qué nos encontramos ahora? Pues bien, con una concepción específica no sólo de la ley y la justicia, el Estado y las intervenciones estatales, sino además de la ciudadanía y la política. En el límite, ello equivale a decir también que el programa neoliberal de una sociedad de la empresa, de estilo conservador y a la vez reformista, cambia la idea misma sobre la democracia.

II. 3. Un gobierno de elite contra la democracia de masas

Basta consultar los textos de pensadores tan diversos como Montesquieu, Hamilton y Madison, Tocqueville u Ortega y Gasset, para constatar que, ya desde su nacimiento, el pensamiento jurídico-político moderno está atravesado por una profunda y persistente sospecha hacia la democracia. Con las particularidades y matices de cada contexto, esa sospecha se traduce frecuentemente en la necesidad de contener y limitar la fuerza de las”mayorías populares”, evitando que sus ideas y pasiones favorezcan la concentración del poder y la uniformización de las leyes (Tocqueville, A. 1992, 810). Para contener los efectos centralizadores de las mayorías, los regímenes democráticos deben robustecer las instancias que funcionen como un poder moderador o contramayoritario18. Ciertamente, el activismo judicial encuentra allí uno de sus más importantes fundamentos. Ahora bien, ¿cómo se traduce todo esto en el neoliberalismo?, ¿cuáles son las continuidades y las discontinuidades en relación a la larga tradición de sospecha contra las mayorías populares?

La primera cuestión a considerar es que los neoliberales aquí citados no hablan tanto de contener a las mayorías populares como a la influencia de las “masas”19. Se trata de algo más que una simple diferencia terminológica. La masa puede ser una marea de personas arrebatada por ciertas pasiones e ideas; también puede concebirse, siguiendo los términos de Tocqueville, como el resultado de un progresivo movimiento de las sociedades hacia la igualdad material y espiritual. Los neoliberales de mediados del siglo XX no niegan todas esas acepciones, aunque sí van un poco más lejos. Desde su perspectiva, la masa es una suerte de “patología social”; la enfermedad crónica producida por el capitalismo industrial y la intervención del Estado en la economía20. La masa, puesta en estos términos, es exactamente lo opuesto al programa neoliberal de una sociedad de la empresa.

De donde se desprende un segundo punto importante, relacionado con las funciones que debería asumir el intervencionismo judicial programado por los neoliberales. No sólo hay que contener o refrenar las pasiones de las masas, gobernándolas rectamente a través de interpretaciones técnico-legales y controles constitucionales. En el programa de una sociedad de la empresa, los jueces desempeñan una función mucho más positiva e incluso más pretensiosa. Lo que se busca es “desmasificar”a la sociedad, como si con ello se estuviese contribuyendo al tratamiento de una patología específica. Müller-Armack y otros economistas afines señalarán la necesidad de actuar en favor de las “clases medias”, vale decir, de aquellos estratos sociales cuya porción de propiedad garantice un determinado grado de independencia y responsabilidad ante los grandes poderes económicos: “La política a favor de la clase media no aspira a fomentar una estructura manejada por las clases altas con privilegios y exclusividad de grupos, sino una sociedad abierta en la que existen tantos centros de decisión que ninguno de ellos domina la vida económica” (Erhard, L. y Müller-Armack, A. 1981, 188). Fomentar las capacidades de decisión sobre la vida económica no implica necesariamente actuar contra los privilegios de las denominadas clases altas; antes bien, la política de clase media actúa contra los efectos centralizadores de las masas desposeídas, reemplazando a estas últimas por propietarios independientes o por pequeños emprendedores capaces de tomar parte en las decisiones de la vida económica. Más que la redistribución del ingreso, es la desmasificación; más que las mayorías populares, son las leyes y los derechos de las clases medias como garantía de una “verdadera democracia”: “la existencia de una amplia clase media consciente de su responsabilidad es una de las condiciones principales para el funcionamiento de una democracia sana. La verdadera democracia no se desarrolla bien en países donde falta una clase media consciente de sus responsabilidad, que equilibra al Estado con su peso específico” (Röpke, W. 1949, 148).

Por eso los neoliberales de hace medio siglo podían hablar tan abiertamente de un gobierno judicial, sin temer nunca las posteriores acusaciones de restricción a la democracia. No es que ignorasen las contradicciones de su propio programa. Ocurre algo que tal vez nos resulte más sorprendente, y es que, para la racionalidad de ese mismo programa, no hay contradicción posible entre el gobierno judicial y la democracia. Los jueces son sin duda una elite o una minoría gobernante, pero con una amplia vocación de “reforma”: la de convertir a la democracia de masas, rebajada ahora al nivel de una patología, en una democracia de clases medias.

III. La judicialización y sus efectos ambivalentes

Podemos imaginar aquí dos modos distintos, aunque no necesariamente excluyentes, de criticar al intervencionismo judicial. El primero, por así decirlo, procedería desde afuera, marcando las contradicciones entre la judicialización y otras formas de tratar las tensiones y conflictos propios de las democracias contemporáneas, en particular aquellas que privilegian la participación popular21. El segundo modo de criticar al intervencionismo judicial procedería en cambio desde dentro, tomándolo allí donde fue programado y racionalizado, donde se lo presume como una práctica de gobierno no sólo legítima o deseable, sino además perfectamente coherente y realizable en el tiempo. Tal es el camino que hemos intentado seguir hasta aquí. A través del programa neoliberal de una sociedad de la empresa, formulado en Europa entre las décadas de 1940 y 1960, hemos visto cómo la judicialización se convierte en una práctica pensable, que pueden comprender tanto los gobernantes como los gobernados. Ello no supone sin embargo que el programa permanezca exento de contradicciones. Basta preguntar cuáles son sus efectos específicos, su manera de cristalizarse en las instituciones y en los comportamientos cotidianos, su repercusión sobre las diferentes prácticas, para detectar innumerables lagunas y cortocircuitos. Es a partir de este punto que nuestra crítica va desde dentro hacia afuera, cruzándose con las demás críticas planteadas al fenómeno de la judicialización.

Se ha señalado con insistencia que la judicialización fragmenta la demanda y la protesta social22.  Ahora convendría preguntar hasta qué punto esa fragmentación adquiere una lógica o racionalidad empresarial. Si miramos de cerca al programa neoliberal de una sociedad de la empresa, encontraremos que allí hay un modo específico de canalizar y de dar respuesta a los conflictos propios de las democracias modernas. Ya no se trata evidentemente del viejo conflicto capital-trabajo, ni de las formas de negociación implementadas en varios países occidentales durante gran parte del siglo XX, donde las corporaciones obreras e industriales resolvían sus diferencias con el auspicio y la mediación estatal. En una sociedad donde todos los individuos deben comportarse como emprendedores, la división capital-trabajo queda en gran parte invisibilizada o relegada en el mejor de los casos a una suerte de arcaísmo. De ahí que los conflictos socio-económicos tampoco sean objeto de articulación y de movilización política; por el contrario, ahora estos quedarán en manos de innumerables y enérgicos “gestores”. Son los individuos y los grupos, con sus recursos, sus estrategias y sus capacidades, los que en adelante deben gestionar los conflictos y las diferencias que pudieren suscitarse23. Esta forma de canalizar los conflictos supone también la emergencia de una nueva relación entre los aparatos estatales y la sociedad civil. No hay un Estado presente, que prevenga las eventuales demandas sociales mediante el desarrollo de políticas universales e inclusivas. Lo que hay en todo caso es un Estado que sólo interviene cuando existe una demanda o reclamo previo, capaz de hacerse oír y persistir en el tiempo.

Puesto en perspectiva, el programa neoliberal admite y hasta cierto punto fomenta el fenómeno que algunos analistas contemporáneos denominan como “judicialización desde abajo”. Con ello se pretende indicar la forma en que diversos sectores de la sociedad civil, ya sean las ONGs locales y globales, los movimientos de protesta social e incluso los ciudadanos comunes, utilizan a los tribunales para hacer oír y legitimar sus reclamos (García Delgado, D. y Gradin, A. 2016; Nosetto, L. 2014; Sieder et al. 2008). La judicialización desde abajo tiene algunos efectos ambivalentes: por un lado, abre a cualquier individuo o grupo de individuos la posibilidad de plantear demandas de distinta envergadura social o política; por el otro, hace que el éxito o el fracaso de cada reivindicación dependa en gran parte de la iniciativa y los recursos disponibles al momento de litigar. Ahora bien, ¿qué les espera a quienes no cuenten con los suficientes recursos para defenderse, quienes ni siquiera sapan cómo litigar correctamente o quienes, por desconocimiento o falta de tiempo, dejen pasar el momento justo para plantear sus demandas? La judicialización desde abajo puede traducirse entonces, y de hecho se traduce con bastante frecuencia, en nuevas formas desigualdad respecto a la satisfacción y el cumplimiento de derechos.

Lo cual no quiere decir de ningún modo que las actuales demandas judiciales impulsadas desde abajo resulten en última instancia “funcionales” al neoliberalismo, incluso cuando son admitidas y hasta cierto punto fomentadas por este último. Basta consultar la experiencia de países como Argentina para advertir la diversidad histórica y los efectos impredecibles de las prácticas. Según señalan los analistas contemporáneos, en Argentina la judicialización desde abajo procede mayormente del activismo que las organizaciones de derechos humanos llevaron adelante durante la última dictadura cívico-militar. Fue precisamente a partir de allí, con la presentación de recursos de amparo como respuesta a la desaparición sistemática de personas, que se inició la larga tradición de movilización legal extendida hasta nuestros días (Nosetto, L. 2014; Smulovitz, C. 2008). La judicialización no puede entenderse sin considerar esas capas de la memoria24. sobre todo cuando se yuxtaponen y entran en contradicción con otras líneas históricas igualmente presentes, como son los programas neoliberales de gobierno.

Las prácticas siempre están abiertas en sus efectos o resultados, tanto como para resquebrajar a veces las racionalidades que pretenden ordenarlas y articularlas. Basándose en algunas experiencias contemporáneas, la literatura vislumbra la posibilidad de una ruptura producida desde dentro, a través de las consecuencias extra-legales que en ciertas ocasiones acarrea el fenómeno propio de la judicialización. Así ha ocurrido con experiencias tales como la lucha por el reconocimiento de las sociedades y las uniones de hecho, con las asociaciones de usuarios y consumidores que exigen la protección de sus derechos, con las denuncias contra la mala praxis profesional, el abuso sexual, la violencia marital o la discriminación de género (Smulovitz, C. 2008)25. Más allá de que las demandas hayan sido o no satisfechas, la intervención de los tribunales sirvió en un caso y otro para obtener legitimidad y reconocimiento público.

Podemos finalizar este artículo retomando una de las advertencias que introducíamos más arriba, y es que ningún programa gubernamental se aplica en forma completa y acabada sobre la realidad. En sus distintos intentos de aplicación, los programas no solo sufren desvíos, readaptaciones u omisiones, sino que también suelen producir efectos contrarios a los esperados. El programa neoliberal de una sociedad de la empresa tiene sin duda mucho de ello, aunque quizá los desvíos y los efectos más impredecibles se observen en los distintos usos de la ley. En un campo de prácticas marcado por el cruce de diferentes fuerzas y corrientes históricas, la ley no sólo funciona según la manera programada –esto es, como un instrumento para garantizar la competencia de mercado–, sino además como una fuente de resistencia y transformación de los órdenes reales o ideados26. No hablamos de una simple dicotomía entre usos conservadores y progresistas; hablamos más bien de una tensión inherente a la judicialización misma. Los efectos de la judicialización nunca caben en un programa gubernamental determinado; por el contrario, hay momentos y lugares concretos en que parecen servir a otros programas o proyectos políticos. El interés, en todo caso, consiste en saber cuáles son las distintas líneas de fuerza que atraviesan esa posibilidad práctica.

A ello debe contribuir precisamente una genealogía sobre la judicialización, mostrando al mismo tiempo sus coherencias y sus contradicciones, sus puntos de cierre y de apertura, su modo de responder a ciertos problemas y de abrir situaciones impensadas. Los neoliberales de mediados del siglo XX fomentaron la judicialización como una manera de resolver los problemas de las sociedades capitalistas de masas, en particular aquellos que, conforme al marco de su racionalidad de gobierno, estaban relacionados con la intervención estatal en la economía. El desafío de hoy día pasa en gran parte por formular una racionalidad distinta para la judicialización, donde ésta se articule con nuevas ideas sobre la sociedad, la economía y, muy especialmente, la política.

Notas

1. Los análisis contemporáneos son en este punto unánimes: “La judicialización de la política no se presenta únicamente en el control judicial. Una definición más amplia de judicialización incluye la presencia cada vez mayor de los procesos judiciales y de los fallos de los tribunales en la vida política y social, y la creciente resolución en los tribunales de los conflictos políticos, sociales o entre el Estado y la sociedad. Esto, a su vez, está ligado a un proceso mediante el cual una gama diversa de actores políticos y sociales percibe cada vez más la ventaja de invocar estrategias legales y recurrir a los tribunales para hacer valer sus intereses” (Sieder et al. 2008, 15).

2. Aunque exista una cierta terminología común, el concepto de racionalidad propuesto por Foucault difiere en gran medida de lo que Max Weber primero, y los teóricos pertenecientes a la Escuela de Frankfurt después, denominaban “racionalización” o “instrumentalización” de la cultura y la sociedad (Foucault, M. 1994b). En primer lugar, porque la racionalidad remite a un conjunto de prácticas, antes que a un proceso general u omnicomprensivo capaz de comprometer a la sociedad entera. Y además, porque no se trata exclusivamente de una racionalidad “técnica” –con la cual, dicho sea de paso, se asocia comúnmente al neoliberalismo–, sino de unas formas históricas de organizar las prácticas de dirección de las conductas. Ya sean las formas de educar, de curar, de castigar o de gobernar a una población: en todas estas prácticas siempre hay una racionalidad que las torna comprensibles para los diferentes actores involucrados en ellas.  

3. Para los neoliberales de mediados del siglo XX, la intervención estatal en la economía no era otra cosa que un “germen” de totalitarismo, más allá de la ideología o la orientación política que siguiesen eventualmente los distintos interventores. Se trata de una extraña “relación de parentesco” –extraña al menos para ese momento– donde las ideas keynesianas, socialistas o comunistas quedan inmediatamente vinculadas con el fascismo o el nazismo. Así lo dejaba entrever Wilhelm Röpke (economista y sociólogo alemán) durante una conferencia brindada en Buenos Aires: “la política económica nacionalsocialista que imperó desde 1936 en adelante es la que estuvo en boga después de la segunda guerra mundial. No resulta exagerado decir que el nacionalsocialismo como ejemplo en materia de política económica tuvo un gran éxito y triunfó en todo el mundo” (Röpke, W. 1960a, 47). El punto de partida estaría en el intento de resolver los desequilibrios económicos mediante una intervención directa del Estado en los mercados; mientras que el resultado, dirán los neoliberales al unísono, sería la “colectivización” de la producción, el comercio y el trabajo, lo cual no sólo intensifica la crisis económica, sino que además genera una profunda crisis en el Estado mismo: “La crisis del Estado y la crisis del sistema económico son dos facetas de un solo fenómeno. (...) Si la crisis del sistema económico termina con la victoria del colectivismo, invariablemente terminará la crisis del sistema estatal con la victoria del Estado totalitario” (Röpke, W. 1949, 26-27).

4. "Dado que la teoría neoliberal se centra en el imperio de la ley y de una interpretación estricta de la constitucionalidad, se deduce que el conflicto y la oposición deben mediarse a través de los tribunales.Las soluciones y los remedios a cualquier problema tienen que ser buscados por los individuos a través del sistema legal”.

5. Algunas de esas propuestas han sido vinculadas al anuario alemán Ordo: Jahrbuch für die Ordnung von Wirtschaft und Gesellschaft [Ordo: Anuario para el Orden de la Economía y la Sociedad], fundado en 1948 por un grupo de economistas y juristas provenientes de la Escuela de Friburgo, como Franz Böhm, Leonhard Miksch, Hans Grossmann-Doerth y Walter Eucken. Además de los denominados “ordoliberales”, estaban los intelectuales y funcionarios relacionados con la “Economía social de mercado” [Soziale Marktwirtschaft], principalmente Alfred Müller-Armack y Ludwig Erhard, quienes tenían una presencia importante en los debates de aquel entonces. Entre otros intelectuales cercanos al ordoliberalismo y la Economía social de mercado, aparecían el publicista norteamericano Walter Lippman, el epistemólogo francés Louis Rougier, el sociólogo y economista Alexander Rüstow y el ya mencionado Wilhelm Röpke, todos ellos muy conocidos en su momento y traducidos a distintos idiomas. Para una aproximación al Ordoliberalismo alemán y la Economía social de mercado, véase Bilger (1964), Peck (2008) y el más reciente estudio de Laval y Dardot (2013). Durante la década de 1960, muchos de los intelectuales mencionados fueron leídos por economistas y funcionarios argentinos declaradamente contrarios al intervencionismo de Estado y más aún al “peronismo”. Se encontrará un estudio sobre la recepción y los intentos de adaptación local de los programas neoliberales en Grondona (2013).  

6. "Se trata de generalizar, mediante su mayor difusión y multiplicación posible, las formas ‘empresa’, que no deben estar precisamente concentradas en la forma de las grandes empresas a nivel nacional o internacional o en las grandes empresas de tipo estatal. Se trata de hacer del mercado, de la competencia, y por lo tanto de la empresa, lo que podríamos llamar el poder informante de la sociedad”.

7. Los ataques de los primeros neoliberales contra la planificación económica o el “dirigismo” oscilan desde las argumentaciones técnicas hasta los fundamentos filosóficos y políticos. Así por ejemplo, Eucken señala que el dirigismo no podría resolver los desequilibrios económicos porque “no dispone de suficientes métodos para determinar exactamente la escasez de los diferentes productos y medios de producción. Por lo tanto, el organismo rector no puede dirigir la mano de obra disponible y los medios de producción reales, de acuerdo con la escasez efectiva” (Eucken, W. 1947, 177). Ropke dirá por su parte que la planificación central conduce directamente hacia una economía “autoritaria” o “burocrática”, donde las decisiones, las responsabilidades y los riesgos que deberían asumir productores y consumidores son sustituidos por el plan de una sola autoridad (Röpke, W. 1956).

8.  “Cuanto más multiplicamos las empresas, cuanto más multiplicamos los centros de formación de algo así como una empresa, cuanto más forzamos a que la acción gubernamental deje jugar a esas empresas, más multiplicamos por cierto las superficies de fricción entre las mismas, más multiplicamos las ocasiones de litigio, y más multiplicamos también la necesidad de un arbitraje jurídico. Sociedad de la empresa y sociedad judicial, sociedad ajustada a la empresa y sociedad encuadrada por una multiplicidad de instituciones judiciales: estas son las dos caras de un mismo fenómeno”. 

9.  Podemos tomar como referencia a los análisis de Loïc Wacquant: “Neoliberalism is not an economic but a political project; it entails not the dismantling but the reengineering of the state. (...)markets everywhere are and have always been political creations: they are price-based systems of exchange that follow rules that must be set up and refereed by robust political authorities and supported by extensive legal and administrative machineries, which in the modern era equates with state institutions(Wacquant, L. 2012, 71) [El neoliberalismo no es un proyecto económico, sino político; no implica el desmantelamiento del Estado, sino una reingeniería del mismo. (...) los mercados son y siempre han sido en todas partes creaciones políticas: son sistemas de intercambio basados en los precios que siguen reglas establecidas y arbitradas por sólidas autoridades políticas y apoyadas por una extensa maquinaria legal y administrativa, que en la era moderna se equipara con las instituciones del Estado]. La cuestión consiste justamente en averiguar cuáles son las acciones políticas programadas por el neoliberalismo para crear el mercado. Como veremos, la judicialización juega en este punto un papel fundamental.

10. Las reglas de juego se aplican con el objetivo de contrarrestar los monopolios, así como también contra los movimientos y organizaciones que enarbolan el famoso lema de la “justicia social”. Para muchos neoliberales, por no decir casi todos, una cosa y otra quedan ubicadas en el mismo nivel de análisis: son elementos que sencillamente distorsionan la competencia. Sin lugar a duda, la reconstrucción y problematización de las críticas contra el concepto de justicia social requerirían de un trabajo aparte. Aquí nos limitamos a mencionar las críticas de Hayek, que son una referencia obligada en este asunto: “El orden de mercado ha sido distorsionado por los esfuerzos practicados para proteger a ciertos grupos de una declinación desde su posición anterior. Cuando se solicita la intervención del gobierno en nombre de la ‘justicia social’, esto significa ahora, en la mayoría de los casos, la exigencia de protección en beneficio de la posición relativa existente de algún grupo. De esta manera, la ‘justicia social’ se ha convertido en poco más que una demanda de protección de intereses creados y en la creación de nuevos privilegios” (Hayek, F. 1982, 195). Desde una postura aparentemente más suave, Röpke señala que la justicia social es cuanto menos un término vago, utilizado con frecuencia para legitimar toda clase de abusos. De ahí que se lo deba redefinir completamente: “Siempre que se medite acerca de este concepto se llegará a la conclusión de que su contenido esencial está representado por una especie de igualdad social como aquella que L. Walras denomina “égalité des conditions” (...). A la luz de este ideal nos parece igualmente justo que las condiciones de salida de los corredores sean las mismas (...), como que después se valore de modo distinto cada esfuerzo realizado (Röpke, W. 1956, 292). 

11. En base a los escritos de Luis Rougier –un epistemólogo francés asociado con el neoliberalismo de mediados del siglo XX–, Laval y Dardot describen el criterio de intervención propuesto de la siguiente manera: “si se constata que hay fuerzas políticas y sociales que empujan para desajustar la máquina, es preciso aceptar que una contra fuerza apunte a devolver todo a su lugar y su fuerza al “gusto por el riesgo y por las responsabilidades”” (Laval, Ch. y Dardot, P. 2013, 83).

12. En este punto vale incluir también la distinción de Hayek entre la justicia social y las “normas formales”. Mientras que la primera conlleva una concepción de justica donde el Estado se atribuye la potestad de decidir los fines para cada persona en particular, haciendo que el orden de mercado se transforme gradualmente en un orden totalitario (Hayek, F. 1982, 193), las segundas “Pueden casi describirse como un tipo de instrumento de la producción que permite a cualquiera prever la conducta de las gentes con quienes tiene que colaborar, más que como esfuerzos para la satisfacción de necesidades particulares” (Hayek, F. 2011, 134).

13. Cabe recordar que nuestro análisis se mantiene siempre en el nivel específico del programa neoliberal de una sociedad de la empresa y que, sólo a partir de allí, realiza determinados diagnósticos sobre las prácticas de gobierno, sin suponer que esas prácticas tengan un poder total sobre la realidad social y política. Siendo así, no conviene decir sin más que la judicialización implica un retroceso efectivo en materia de derechos sociales y políticos. Por el contrario, los estudios recientes señalan que también en este ámbito se ha registrado un significativo avance de la actividad judicial: “en muchas ocasiones se recurre a la justicia como forma de garantizar el ejercicio de determinados derechos –que aun cuando sean planteados de manera individual– extienden sus efectos a nivel colectivo, y ello ha llevado a que uno de los ejes de la judicialización pase por la política de derechos humanos” (Álvarez, L. 2015, 5). La pregunta que queda abierta, y que de hecho plantean varios de los estudios aquí citados, es si tales estrategias promueven, con o sin intención, la fragmentación y desarticulación de las demandas sociales (Álvarez, L. 2015; Nosetto, L. 2014). Volveremos sobre esta cuestión al final de nuestro trabajo.  

14. “Mientras más formal se torna la ley, más abundante se vuelve la intervención judicial. Y a medida que las intervenciones del poder público se formalizan cada vez más, a medida que la intervención administrativa retrocede, la justicia tiende a convertirse, y debe convertirse, en un servicio público omnipresente”.

15. “El propósito de la reforma liberal es acomodar el orden social a la nueva economía; ese fin sólo se logra mediante la continua y profunda reforma del orden social”.

16. "El liberalismo es radical en relación con el orden social, pero conservador en relación con la división del trabajo en una economía de mercado”.

17. “Menos funcionarios, o más bien desfuncionarización de la acción económica que los planes llevaban consigo, multiplicación de la dinámica de las empresas y, al mismo tiempo, necesidad de instancias judiciales o en cualquier caso de instancias judiciales cada vez más numerosas”. Conviene tener siempre de fondo las propuestas de intelectuales como Röpke, que son la base desde la cual partirá después Foucault para formular sus propias conclusiones: “Hay que convertir los tribunales de justicia en órganos de la política económica del Estado en mucho mayor medida de lo que se ha hecho hasta ahora, poniendo en sus manos las decisiones en materias que han venido siendo de la incumbencia de los organismos administrativos” (Röpke, W. 1956, 248).

18. Véanse al respecto los textos de Alexander Hamilton y los “federalistas” norteamericanos, donde se encontrará uno de los argumentos más conocidos sobre la necesidad de colocar al poder judicial en el lugar de defensor e intérprete último de la Constitución ante los posibles arrebatos de las mayorías: “the courts were designed to be an intermédiate body between the people and the legislature, in order, among other things, to keep the latter within he limits assigned to their authority. The interpretation of the laws is the proper and peculiar province of the courts. A constitution is in fact, and must be, regarded by the judges as a fundamental law. It there for ebelongs to them to as certain its meaning as well as themeaning of any particular act proceeding from the legislative body” [los tribunales fueron diseñados para ser un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con el fin de, entre otras cosas, conservar esta última dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes es propia y de peculiar incumbencia de los tribunales. Una constitución es de hecho una ley fundamental, y así debe ser considerada por los jueces. Por lo tanto, a ellos pertenece determinar su significado, como el de cualquier ley procedente del cuerpo legislativo] (Hamilton, A., Jay, J. y Madison, J. 2001, 404). 

19. Hay que remitirse en este punto a Ortega y Gasset, cuyos ensayos fueron leídos e reinterpretados por muchos neoliberales de mediados del siglo XX: “Cuando la masa siente alguna desventura o simplemente algún fuerte apetito, es una fuerte tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguirlo todo –sin esfuerzo, lucha, duda ni riesgo– sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: ‘El Estado soy yo’, lo cual es un perfecto error” (Ortega y Gasset, J. 1983, 121).

20. Ha sido Alexander Rüstow uno de los primeros neoliberales en definir a la masificación como la gran enfermedad de occidente. Sus causas más profundas estarían en el avance de la industrialización, el debilitamiento de las tradiciones y la destrucción de las antiguas jerarquías sociales, mientras que su resultado sería la reintegración de los individuos en los grandes aparatos burocráticos de las corporaciones, los sindicatos, los partidos políticos y el Estado (Rüstow, A. 1961). En conformidad con esa línea interpretativa, Röpke hablará sobre “una igualación de todos los individuos a un nivel común; una creciente convulsión del alcance de las posibilidades individuales de acción y decisión, de la responsabilidad individual y el planteamiento individual de la vida, en favor de la planificación y de la determinación colectivista; una masificación de la existencia total con su ‘uniformidad’, ‘estandarización’, ‘politización’, ‘nacionalización’ y ‘socialización’” (Röpke, W. 1960b, 81-82).

21. Esta es la crítica propuesta por el “constitucionalismo popular”, emergido hace algunas décadas en los Estados Unidos y centrado principalmente en las disputas sobre la autoridad interpretativa de la Constitución. Consúltese al respecto Kramer (2004).

22. Según Luciano Nosetto, “la canalización de las demandas por vía judicial, cuando resulta exitosa, da respuesta al conjunto de los demandantes, produciendo una segmentación arbitraria al interior de la población de los afectados por el mismo problema. De este modo, se da lugar a una especie de “Estado de bienestar a pedido”, que provee derechos solo a aquellos “clientes” que logren exigirlos por vía judicial, alejándose de principios y criterios de universalidad” (Nosetto, L. 2014, 102). 

23. La literatura resalta en este punto al caso argentino, deteniéndose sobre todo en los efectos de las reformas neoliberales practicadas en la década de 1990: “En los años noventa, las reformas económicas orientadas al mercado debilitaron la capacidad de las organizaciones colectivas para proteger los intereses de sus miembros, y la privatización de las empresas de servicios públicos reforzó su transformación en clientes individuales. En este contexto, los individuos, ciudadanos y clientes, utilizaron la ley y los reclamos cuasi-legales para exigir y tratar aquellos problemas y disputas que los nuevos arreglos sociales dejaban sin atender” (Smulovitz, C. 2008, 214).

24. Utilizamos la expresión “capas de la memoria” en el sentido que le concede Susana Murillo (2008), esto es, como una fuerza histórica que habita de manera viva en nuestras actuales prácticas. 

25. Respecto a la experiencia Argentina, se ha observado que los procedimientos judiciales “dotaron a los individuos no organizados de una identidad social y colectiva, les aportaron aliados sociales e institucionales inesperados, y crearon instituciones externas a su reivindicaciones” (Smulovitz, C. 2008, 215). En tiempos recientes –más específicamente desde que la alianza Cambiemos asumió el gobierno–, la judicialización viene siendo promovida por los movimientos sociales y las asociaciones de consumidores como una forma de contrarrestar las medidas gubernamentales que se consideran perjudiciales para la población. El caso paradigmático son las acciones cautelares contra el aumento indiscriminado en las tarifas de servicios públicos (García Delgado, D. y Gradin, A. 2016).

26. Existe actualmente toda una serie de análisis sobre la judicialización que remarcan este tipo de usos. Las referencias más citadas son los trabajos de McCann (1994) y Epp (1998).

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