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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.1 Mendoza Apr. 2018

 

RESEÑAS

Sara Leticia Molina. El cuerpo y el devenir de las fuerzas en Nietzsche

Buenos Aires, Biblos, 2017, 428 páginas. ISBN 9-789876-915533

Adriana María Arpini

Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo

 

Se trata de un libro de cuyo valor es imposible dudar, no sólo porque su contenido fue sometido a una instancia de evaluación como tesis doctoral aprobada con la máxima calificación, sino –y esto es lo importante– porque es el resultado de una detenida, minuciosa y rigurosa investigación llevada adelante durante varios años de reposada lectura y meditación de la obra de Nietzsche con el propósito de encontrar claves de interpretación y transformación de los problemas de nuestro tiempo.

El libro fue construido desde un posicionamiento epistemológico que rechaza la fijeza de las identidades y apela a recursos metodológicos coherentes con el asunto de que trata: la vida. Si como sugiere Foucault, nuestra época se caracteriza por un pliegue en el orden de los saberes, de modo que las miradas ya no se concentran tanto en el hombre como sujeto de conocimiento y objeto de estudio, sino que asistimos a un desplazamiento que focaliza sobre la vida, toda la vida, incluso la vida de los hombres; entonces el libro que ahora estamos presentando se ubica en el centro de las preocupaciones de nuestro tiempo. Los recursos metodológicos utilizados, hermenéutica y genealogía, son coherentes con esta cuestión en la medida que, por una parte la hermenéutica, como “apertura ilimitada de interpretación” (p. 14) requiere un encuentro, entre lector y texto. Tal encuentro, que se produce en tiempo presente, puede convertirse en un verdadero acontecimiento si en él se posibilita un diálogo que trae del pasado un texto, o mejor dicho una textualidad, esto es, hace presente una experiencia del pasado, no con vana curiosidad o mero afán contemplativo, sino movido por una inquietud que favorece la producción de un texto nuevo, de una textualidad inédita, una experiencia única en que se renueva la escritura y toma cuerpo en la materialidad de un texto original.

Vale traer, como lo hace Leticia, la cita de otra de nuestras filósofas, Lucía Piosessek Prebisch, cuando se pregunta:

“¿Con qué sentido (…) se presentaría en un Nietzsche y en un Gadamer la vieja idea del libro del mundo? En un sentido histórico-cultural. Libro, o texto, escrito por las experiencias de los hombres a través del tiempo, no ya por el dedo de Dios, ni en lenguaje matemático, sino por las experiencias histórico-culturales, en un lenguaje ni cifrado, ni matemático sino básicamente común. Sobre el cual, eventualmente, pueden poner por cierto también su cuota la ciencia y la filosofía con sus especiales jergas” (Piossek Prebisch, 2005: 100-101) (citado en p. 15)

Por otra parte, la genealogía como “procedimiento de rastreo de las huellas ocultas o invisibilizadas” (p. 15), invierte el movimiento y va desde el final hacia los comienzos para “pesquisar en lo que yace detrás o por debajo y que se resiste y que cede no sólo a través del ejercicio intelectual, sino también desde el cuerpo mismo” con sus necesidades, padecimientos, deseos y valores (p. 16), a sabiendas de que no hay origen puro ni esencias, sino acontecimientos llenos de paradojas y oscuridades, en los que el genealogista ha de contentarse con abrir repliegues en el devenir histórico.

No menos importante es el recurso a la filología, por cuanto los juegos de lenguaje, la transmutación de sentido, la transformación del significado de las palabras, la invención de nuevos significados operan en el marco del ejercicio del poder. La autora practica “el ejercicio de rumiar conceptos” para apartarse de la concepción de las esencias inmutables. Actividad que en muchos casos obliga a la utilización de metáforas, como también lo hace Nietzsche. Entre los conceptos rumiados aparecen algunos términos claves: consciencia, conciencia (sin s), inconsciente, cuerpo, organismo o máquina, instinto, pulsión, todos los cuales atraviesan la vida corporal sensible y la vida anímico-intelectual con anclaje histórico-terrenal. (p. 21)

El libro consta de dos partes, en la primera se desarrolla la idea de la diferencia interna de las fuerzas, asunto que evidencia una toma de postura interpretativa acerca del movimiento de todo lo que existe. Según la autora, ésta idea constituye es el núcleo en torno del cual gira todo el pensamiento nietzscheano, pues tal diferencia habilita una perspectiva de comprensión de la vida y de lo humano que considera la pugna y el conflicto, la oposición y la resistencia como su motor: voluntad de poder –en términos de Nietzsche–, voluntad de crecimiento, liberación de la potencia vital, que permite la caracterización del hombre como “animal artístico”. Es decir como un ser no definido de antemano, un ser siendo y haciéndose en el continuum de la vida, pugna entre conservación y crecimiento de la vida. Ahora bien, la contradicción revela las limitaciones de la estructura lógico-gramatical del lenguaje y del edificio conceptual de la tradición occidental para la comprensión del hombre y de la vida. Lo cual empaña la transparencia de la consciencia y reclama una consideración que vuelve la mirada sobre la corporalidad.

La cuestión del cuerpo ocupa la segunda parte del libro. Allí se explora la idea nietzscheana del cuerpo como hilo conductor que atraviesa la historia. La corporalidad se constituye en la intersección de fuerzas temporales y espaciales en la imbricación superadora del dualismo entre vida sensible y vida espiritual. El carácter terrenal e histórico del sí mismo requiere renovar el enfoque sobre la historia a través de la crítica de la cultura y de la misma ciencia histórica. En este marco surgen las nociones de superhombre y de eterno retorno, las que emergen de la tensión y coimplicancia de memoria y olvido.

La autora llama la atención acerca de que “[l]a caída de los fundamentos, el descentramiento del sujeto, la revalorización de la animalidad del hombre desembocan en la constatación del desamparo de la condición humana” (p. 25), de ahí que siendo el hombre el animal más débil, tiene la necesidad de ajustarse a algún tipo de ley para conservarse y cohesionar el gregarismo fuera del cual la vida resulta imposible. Emerge así una nueva tensión entre la desacralización de la ley y la necesidad de esta para la vida, asunto que ocupa el último capítulo del libro. En el cual, a nuestro juicio, decantan y maduran todos los recorridos que lo constituyen. Nos demoraremos en algunos comentarios sobre este asunto, que por otra parte es de la mayor actualidad.

Dado que la coerción es inevitable en la conformación de todos y cada uno de los ámbitos de la vida, desde las formas más simples hasta las más complejas, manifestándose en el ordenamiento social, en la configuración de las culturas y hasta en las formas del conocimiento, entonces la conquista de la libertad se juega en el incremento del poderío. Pero si además, siguiendo la prédica de Zaratustra, Dios ha muerto, es decir que no es posible admitir un principio metafísico fundante, cabe la pregunta que hace la autora:

“¿Resulta plausible la hipótesis que sugiere una lucha totalmente azarosa entre las fuerzas y una coerción ciega operante en la acción de resistencia u oposición? … La ausencia de ley se condice con el absoluto azar; sin embargo si el devenir está sujeto al azar, no tiene sentido hablar de dominio esclavizador como lo que se opone a la autosuperación de la vida. ¿cómo se resuelve esta aparente aporía? “ (p. 355) 

El enunciado que Dostoievski pone en boca de Iván en Los hermanos Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”, abre un diálogo reflexivo en el que se citan Mijaíl Bajtín y Paul Ricoeur, entre otros. Este último sostiene que borrar todo límite entre lo permitido y lo prohibido, en ausencia de ley divina, configura el mito que sostiene el totalitarismo para levantar los diques de la censura y dar cauce al proyecto de fabricar seres humanos sometidos al poder de unos pocos. Si bien la autora acepta en parte esta observación, se pregunta si acaso las sociedades que reconocen el poder de Dios han impedido el sometimiento.  En la búsqueda de respuesta se vislumbra que en la sumisión a la ley según la cual se deslindan lo permitido y lo prohibido se cruzan lo racional y lo irracional. El residuo irracional es estudiado apelando a los aportes del psicoanálisis.

Es sabido que para Freud el origen y sentido de la ley se establecen en el momento en que se produce el pasaje de la horda a la sociedad civil, entonces la ley adquiere carácter sagrado, es venerada y su transgresión se castiga hasta con la muerte. La frontera que separa lo permitido de lo prohibido deviene moral en el curso de la historia. El siglo XX asistió a un debilitamiento o desvanecimiento del carácter sagrado, tanto como de la fundamentación metafísica de la ley. Pero la tensión entre lo racional y lo irracional se instala en el seno de una de las estructuras más consistentes surgidas de la modernidad: el Estado. A medida que se multiplica la población, bajo el dominio capitalista, la estructura del Estado se complejiza hasta convertir el aparato burocrático en un laberinto inabordable, crudamente descripto  por la literatura kafkiana, que confiere a sus organismos y oficinas la forma de una maquinaria que aniquila a los seres humanos provocando encerronas, encrucijadas, situaciones sin salida.

Frente al exceso de racionalidad que produce irracionalidad en el funcionamiento de las instituciones, vale la apelación a los sueños, en la medida que estos son fuente de sabiduría. La hipótesis nietzscheana sostiene que en los pueblos donde la ciencia es una realidad extraña, los sueños son fuente de sabiduría (p. 374), porque la experiencia onírica es un nexo con la vida inconsciente y pulsional, un puente entre el cuerpo y el alma, entre lo racional y lo irracional. Lugar usurpado por la metafísica al imposibilitar el movimiento de flexión sobre sí mismo que el sueño habilita.

Una indagación que busca superar el dualismo antropológico y que al mismo tiempo es consciente de las consecuencias deshumanizadoras del sistema capitalista como forma de dominio vigente desde la Modernidad, se enfrenta a la pregunta de si es posible legitimar algún tipo de mandato. La autora no pretende alcanzar una respuesta categórica, entiende que sólo es posible acercar elementos para una respuesta posible si se considera, por una parte, que si el deseo es el móvil de la acción –como ya lo señalaba Aristóteles– no es lícito sustraer el elemento irracional; pero, al mismo tiempo el no atenerse a algún tipo de norma orientadora del obrar abona la posibilidad de instrumentalizar, esclavizar o aniquilar la fuerza vital.  La cuestión es advertida también por Marx, cuando devela la forma en que el obrero es reducido a fuerza de trabajo, a un mero cuerpo (Körper) que ha de conservarse sólo en la medida que sirve a la producción, excluyendo necesidades verdaderamente humanas, produciendo el debilitamiento de la fuerza corporal, nerviosa, y creando las condiciones para la sumisión incondicional y al adaptación servil. Horkheimer y Adorno arriban a conclusión semejante cuando reflexionan sobre el empobrecimiento del hombre por la instrumentalización de la razón y la reducción de las cualidades humanas a meras funciones vitales. Por su parte Foucault muestra cómo el disciplinamiento opera sobre los cuerpos.

Ya Nietzsche tuvo la convicción de que las argumentaciones y definiciones lógico-científicas son insuficientes para la movilización de la sensibilidad. El temor a lo nuevo o al quiebre del orden es común entre los humanos. La moral procede de la lucha por la supervivencia no de una presunta dimensión superior que separa al hombre del resto de los seres vivientes. En este sentido, la “sublimación” de la que habla Freud, no es más que otra máscara, que habilita manifestaciones elevadas de lo que en su origen no es más que lucha por la conservación –conatus spinoziano–. Pero si es cierto que la voluntad de poder es voluntad de vivir, no se trata de querer la vida sin más, sino que es al mismo tiempo voluntad de autosuperación de la vida.

“¿Es posible –se pregunta la autora– pensar en una puntuación de la fuerza tal que libere el potencial creador? Ese punto constituye una zona brumosa, también peligrosa; porque si el dique de contención pulsional no existe, la fuerza se diluye, sobreviene el caos (en el plano psicológico, desorden mental o síntomas patológicos diversos), ninguna forma (Bildung) es posible. Pero el acto creativo y la aparición de la novedad conllevan desplazamientos, derrumbamientos, quiebres, desestructuración, destrucción” (p. 390).

La lógica dionisíaca coloca al animal humano en una dura contradicción: necesidad de la ley y necesidad del desmoronamiento de la ley.  Normalidad y locura. Cabe reflexionar, junto a Canguilhem, la relación entre normalidad y normatividad. Para el filósofo francés El valor que confiere sentido a la norma no es inmanente a ella, sino algo previo, supone la preferencia de un orden y el rechazo o aversión hacia otros órdenes posibles. Sin embargo el rechazo de un orden no supone el desprecio de la idea misma de orden. La vida pugna por su autosuperación, por ello cuando los marcos normativos la sofocan es preciso rechazarlos. En esa tensión, en ese juego entre adaptación a un orden normativo afianzado y la posibilidad de impugnar la norma mediante la creación de valores nuevos, es que el hombre deviene sujeto. Se trata de romper el cerco de la lógica de la identidad y apresar la contradicción, reunir en un gesto dionisíaco la Ley y la transgresión, de modo que las transgresiones dan la pista de la reinvensión. Mas sin olvidar los riesgos de “vivir junto a los abismos”, pues la desviación también pude producir depotenciación o debilitamiento de la vida. En este marco, la fortaleza o bondad de una norma se ponen a prueba en el efecto potenciador de la vida. La calidad de la norma rinde sus frutos en los procesos sociales. La experiencia de los sujetos testimonia su fecundidad y señala la necesidad de conservarla o de subvertirla.

Una vez removido el presunto carácter divino de la Ley, sobreviene la duda y la búsqueda de la propia máxima en el cruce de fuerzas en que se constituye tanto el yo como el nosotros, no como resultado de una ficción conceptual, sino desde la dimensión material de la propia corporalidad.

“(…) para que el hombre siga siendo una esperanza del mañana –dice la autora en la parte conclusiva del libro–, será preciso recuperar el vigor necesario, es decir, tratar de que las pulsiones vitales sientan hambre. La nutrición habrá de venir, entre otros factores, a través del redescubrimiento del valor del cuerpo, del valor de la naturaleza y de la tierra toda (…). El incremento del poder así obtenido repele el instinto de rebaño (…). Es crucial, entonces, descubrir el sentido y la dirección de las valoraciones que propugnan la transvaloración de todos los valores, guiados por la única ley que es incondicionalmente acatada en esta perspectiva: la ley de la autosuperación de la vida” (p. 413-414).

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