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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.20 no.2 Mendoza jul. 2018

 

ARTÍCULOS

“Annales, Birmingham, Konstanz”. Materialidad, mercado y una discusión teórica para la historia de la lectura en Argentina

"Annales, Birmingham, Konstanz". Materality, market and theoretical discussion on the history of reading in Argentina

 

Diego Labra

Universidad Nacional de La Plata
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 

Recibido: 08-09-2017
Aceptado: 30-05-2018

 


Resumen

La historia de la lectura se ha abierto paso en la academia argentina en las últimas décadas, ganando terreno sobre todo para el siglo XIX. El fruto ha sido una bibliografía que siembra el estudio de los lectores como sujetos históricos. Esta construcción, proponemos, se hizo a partir de una serie de consensos teóricos y metodológicos, a pesar que el punto de partida han sido diferentes tradiciones disciplinares dentro de las ciencias sociales. A partir del camino recorrido, y teniendo presente lo que falta por recorrer, en este artículo proponemos un dialogo teórico que reflexione acerca de cómo ha sido practicada historia de la lectura en nuestro país. Para ello partiremos de un breve estado de la cuestión, apuntado a identificar la adscripción teórica de lo producido, para luego sugerir otras tradiciones de trabajo que podrían abrir el campo de estudio e iluminar desde otro lugar los problemas a enfrentar.

Palabras clave: Historia de la lectura; Teoría de la recepción; Escuela de Annales; Estudios culturales; Argentina.

Abstract

The history of reading is a tradition that has proliferated in Argentine academia in the last few decades, especially for the studies about the nineteenth century. The product has been a bibliography that sows the study of readers as historical subjects. This construction, we propose, has been made upon a series of theoretical and methodological consensus, in spite of the fact that the starting point was among different disciplinary traditions within the social sciences. Pondering on what has been done, and keeping in mind what is to be done yet, in this article we propose a theoretical dialogue that reflects on the manner that the history of reading has been practiced in our country. We will star with a brief state of the art, dedicated to identify the theoretical underpinnings of the work produce, to then suggest other traditions that may benefit the field of study and enlighten the problems at hand from a different perspective.

Key words: History of reading; Theory of reception; School of Annales; Cultural studies; Argentina.


 

La corriente de la historia de la lectura se ha abierto paso en la Argentina en las últimas décadas, ganando terreno en los estudios culturales, sobre todo para el siglo XIX (Parada, 2007; Sorá, [2009], 2011). El fruto ha sido una bibliografía que siembra el estudio de los lectores como sujetos históricos, partiendo desde diferentes tradiciones disciplinares. Pero como veremos a continuación, construyendo conocimiento a partir de una serie de consensos teórico metodológicos que concentran la atención en ciertos aspectos del problema, y no en otros. A partir del camino recorrido, y teniendo presente lo que falta por recorrer, en este artículo nos proponemos abrir un dialogo teórico que reflexione acerca de cómo ha sido practicada historia de la lectura en nuestro país.

En la primera parte revisaremos brevemente la producción en historia de la lectura local sobre el siglo XIX. Sobre todo atento a las deudas que tiene con respecto a la bibliografía de tradición francesa que abrió el campo en nuestra academia con su difusión. En una segunda parte, exploraremos otras tradiciones, sus conceptos y cómo ellos podrían abrir nuevas avenidas en el estudio de la lectura en nuestro país. A saber, los autores Raymond Williams y Hans Robert Jauss. Finalmente, a modo de conclusión ensayaremos una propuesta teórica que aúne lo producido con nuestras lecturas sugeridas. La naturaleza inquisitiva de este trabajo manda que los resultados de estas inquisiciones no sean tanto afirmaciones como preguntas abiertas.     

1. ¿Cómo leemos al lector? Breve repaso a través de la historia del libro, la lectura y afines sobre el siglo XIX en Argentina

La bibliografía de factura nacional acerca de la historia del libro y la lectura decimonónica se ha sedimentado a través del tiempo, asemejándose a vetas geológicas compactadas una encima de la otra. A los tempranos textos de curiosidad bibliófila escritos por Antonio Zinny y José Toribio Medina en el siglo XIX, le sucedieron acercamientos más modernos hacia mediados del siglo pasado. Entre estos estudios pueden contarse aquellos emprendidos por los historiadores Ricardo Levene, Guillermo Furlong Cardiff, José Miguel Torre Revello y Domingo Buonocore. A fines de los setenta y comienzos de los ochentas, tras la recepción de los llamados “estudios culturales” en nuestro país, intelectuales diversos pero sobre todo formados en la crítica literaria comenzaron a producir esfuerzos apuntados a conciliar la producción libresca con la formación de lectorados. Fueron los primeros que interpelaron explícitamente al lector como sujeto propio, contándose entre esta generación a Beatriz Sarlo (1985), Adolfo Prieto (1989), Jorge Rivera (1968) y Daisy Rípodas Ardanaz (1999).

Pasaría un lustro o dos antes que el libro, el lector y la lectura volvieran a recibir atención amplia de la academia argentina, producto de la recepción de otra corriente analítica europea, la producción de Roger Chartier y Robert Darnton. El libro insignia de Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, se tradujo tempranamente en 1987, pero Fondo de Cultura Económica sólo editó el resto de su obra a partir del 2003. En cambio Chartier sería traducido en forma sostenida desde 1991. En los noventa aparecen algunos trabajos señeros como el breve libro de Leandro De Sagastizabal (1995), La edición de libros en la Argentina. Una empresa de cultura, pero la producción comenzó a ser más notoria durante la década siguiente. Se destacan en esta nueva generación Graciela Batticuore, Alejandro Parada, José Luis De Diego, Fabio Espósito, Claudia Román, Hernán Pas, Julio Schvarztman entre otros.

Ubicado en el centro de un diagrama de Venn, el lector y la lectura resultan objetos de estudios atractivos para los estudiosos de las letras, la bibliotecología y la historia. De ahí que los autores listados provengan de distintas disciplinas, aunque mayoritariamente de las primeras dos. Esta multidisciplinariedad introduce distintos objetivos y perspectivas en el corpus, generando a su vez diversidad en los resultados obtenidos. Distintos autores hacen usos de conceptos y aproximaciones propias de la historia de la lectura para fortalecer estudios sobre, por ejemplo, la edición (De Sagastizabal, 1995; De Diego, 2006), la prensa (Román, C. 2010) o el género gauchesco (Adolfo Prieto, A. 1989).

De los autores con una producción más extendida, sólo Graciela Batticuore y Alejandro Parada se han concentrado en el lector como un fin en sí mismo en sus investigaciones. Lo que no significa que cada uno de ellos no mire con un sesgo propio. Batticuore (2005) introduce en su mayor obra una mirada de género, pensando a las mujeres en calidad de lectoras pero también de escritoras, persiguiendo reconstruir su agencia en la naciente esfera pública argentina del siglo XIX.  Por otro lado, Parada (2007) llega a la figura del lector como un sujeto histórico a través de su amplia labor acerca de la historia de las bibliotecas, informando esta perspectiva su producción.

Mas a pesar de esta diversidad en formación y objetivos de la producción contemporánea creemos que existen ciertos consensos en el campo. A saber, todos recurren a la tradición francesa de la historia de la lectura para hacerse con definiciones conceptuales de lector y lectura, principalmente los trabajos de Roger Chartier (Parada, 2007; Sorá, 2011). Sobre trabajos anteriores y sus elecciones metodológicas, especialmente Sarlo y Prieto, regresaremos en apartados posteriores.

1. a. Nuestro lector francés: Chartier y Darnton en la historia de la lectura local

“La nueva tendencia se desarrolló durante la década de 1960 en Francia”, donde “los nuevos historiadores del libro llevaron el asunto a los confines de los temas que estudiaba la ‘escuela de la revista Annales’ de historia socioeconómica”. Así narra Robert Darnton (2010, 118) el origen de los estudios contemporáneos sobre lectores y lecturas, poniendo en el lugar de piedra basal a La Aparición del Libro de los historiadores Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, editado originalmente en 1958.            Continua aclarando que el campo de estudios “surgió de la convergencia de varias disciplinas en un conjunto de problemas comunes, todos ligados al proceso de la comunicación” (Ibid., 117). A diferencia de la preocupación más bibliófila de los anteriores escritores de la historia del libro, su interés no eran ya los volúmenes raros sino “los libros más comunes y corrientes”, que esperaban, permitieran acceder al mundo de los “lectores comunes y corrientes” (Ibid., 119). Ejemplo paradigmático de ello fue el estudio de la hoy célebre bibliothéque bleue, la colección de impresos baratos “de cordel” que tuvo circulación popular entre los sectores medios y populares franceses. Este modelo analítico francés se propagó rápidamente, “reforzando las tradiciones locales, como los estudios sobre la recepción en Alemania y la historia de la imprenta en Inglaterra” (Ibid., 119). Las reuniones derivaron en congresos y publicaciones especializadas, al punto que “en el breve lapso de dos décadas, la historia del libro se volvió un campo de estudios rico y variado” (Ibid., 120).

En nuestro país el caso fue el mismo, y best sellers académicos como La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, editado por Robert Darnton en 1984, o El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI publicado en 1976 por Carlo Ginzburg, hicieron mucho por la difusión de la nueva historia cultural en los claustros argentinos. De tener que señalar dos puntos de contacto que favorecieron la recepción y difusión de estas ideas, uno sería su afiliación a la tradición historiográfica de Annales, de gran aceptación en la academia historiográfica local. El nexo vivo entre ambos es Roger Chartier, discípulo de Henri Martin, y a través de él, heredero del trabajo iniciado por Le Febre. El otro, como mencionamos arriba, es que las obras del francés y otros interesados en la lectura no llegaron solas, sino como parte de una nueva tendencia en los estudios culturales apodado el “giro antropológico”.

En el caso de Chartier y Darnton, el adjetivo “antropológico” no es usado en vano, aunque más para uno que el otro. En el corazón de un trabajo firmemente afianzado en la tradición de la historia social de Annales, Chartier deposita su interpretación de Leer: una cacería furtiva, obra de su maestro Michel De Certau (2000). En ella, se imagina al lector como un sobreviviente en los desolados páramos del texto, quien se encuentra con la realidad de lo que se haya impreso, lo que el texto es. Pero sobre esta base tiene libertad de diagramar estrategias, construir sentidos en la lectura en una dialéctica de la construcción mutua.

De la misma manera, en el análisis de Darnton (2002) nace una vocación antropológica a partir de la guía de su maestro Clifford Geertz. Cultor de la “antropología simbólica”, el autor de La interpretación de las culturas define la cultura como una serie de expresiones simbólicas de un sistema de concepciones subyacente a cada acto de comunicación. La cultura debe dotar al mundo de sentido, y el antropólogo debe interpretar esa cultura mediante un método que llama “descripción densa”. Los ejemplos más célebres del uso de esta forma de narración analítica para desentrañar el mundo de los lectores y la lectura por parte de Darnton puede encontrarse en La gran matanza de gatos, en el recuento del evento titular en la imprenta del señor Contat, o en el capítulo “Los lectores le responden a Rousseau. El nacimiento de la sensibilidad romántica”.

Como parte de este método, Geertz rechazaba la teorización dura o la enunciación de leyes. En forma correspondiente con este enunciado, el trabajo de Darnton es difícil de sistematizar. Todo lo contrario puede decirse acerca de la obra de Chartier. Su trabajo ofrece conceptualizaciones que poseen tanto poder analítico como facilidad de importación para el uso en otro caso o investigación, empezando por el “lector como cazador furtivo”, que establece un punto negociado entre las interpretaciones clásicas del acto de la lectura y concepciones más radicales como aquella del teórico literario Stanley Fish.

Allí una tercera razón a la gran difusión que gozó el autor dentro de la producción local. Entre otros conceptos popularizados, aunque no necesariamente creadas por, Roger Chartier (1992) se encuentran algunos pares de conceptos dicotómicos. Primero, la oposición entre un régimen dominante de lectura intensiva y uno de lectura extensiva. Por el primero se refiere a un modo predominantemente antiguo de lectura, donde el lector se concentra en uno o unos pocos textos en forma concisa. El ejemplo clásico sería el monje repasando una y otra vez los textos sagrados de su religión. Pero el desarrollo de medios productivos mecánicos y posteriormente industriales que posibilitaron la multiplicación exponencial de textos propició un cambio de hábito, hacia una lectura extensiva. Muchos textos, y poco tiempo dedicado a cada uno.

De la misma manera se pasa de una lectura hacia afuera, en voz alta y apuntada a la interacción con otros, a la lectura interna, para uno mismo. Pero esto no significa que los cortes entre estos modos de lectura sean limpios. Tanto Chartier como Darnton se encargan de remarcar la gran escala de grises entre analfabeto y alfabetizado, en las que la capacidad de leer, la oralidad y la escucha de otros lectores posibilitan una variada gama de experiencias textuales.

Quizás el más relevante de los pares dicotómicos difundidos por los autores sea la imagen del libro como una dualidad, anticipada por Pierre Bourdieu (1984). Al mismo tiempo símbolo y objeto, artefacto cultural y mercancía. Como sintetiza Parada, “el libro antes de ser un bien espiritual y cultural es, ante todo, una mercancía”, pues “la economía regula al libro aún antes que la lectura misma” (Parada, A. 2007, 88). Chartier le dedica suficiente atención a ambas características, siendo uno de sus aportes mejor construidos lo que él llama los “regímenes tipográficos”. Allí despoja el pasaje de la cultura manuscrita a la cultura impresa de su impronta revolucionaria, poniendo las herencias, la forma, la organización interna, etc., por sobre las rupturas y constituyendo periodos históricos definidos.

 La recepción de las obras de Chartier y Darnton, en particular las primeras editadas en español, ha generado una tendencia a imitar sus miras. Por ejemplo, su corte histórico en las inmediaciones del siglo XIX, o su búsqueda por la relación entre lectura y política, más presente en Darnton y sus investigaciones sobre lectura, modernidad y Revolución Francesa. En la importación, estos marcadores temáticos devienen en interés por la ola revolucionaria de 1810 y las transformaciones de la generación del ’80, periodos que atraen la atención por ser momentos clave en la creación de una esfera pública. La existencia de una nutrida tradición de historia intelectual y de las ideas lindera a estas preocupaciones culturales fomenta la asociación, en la que se destacan autores de la talla de Halperín Donghi, Chiaramonte, Terán, entre otros.

En parte resultado de estas tendencias, y en parte por lo aún preliminar del campo de estudios, también encontramos que ha sido configurado mayormente en los textos producidos a un el lector “ilustrado”, alfabetizado y de los sectores altos, predominantemente porteño. Un lector que interviene en la naciente esfera pública escribiendo, publicado y leyendo en el puñado de periódicos y otras publicaciones periódicas, por lo menos hasta 1880 e inclusive en el siglo XX. Los lectores populares aparecen prefigurados en la mención a modos mixturados de consumo de impresos mediante oralidad y semialfabetismo, pero aún falta una investigación que realmente los haga presentes en los estudios históricos del siglo XIX y que renueve la labor de Prieto (1989). Un aspecto del lectorado que ha sido crecientemente iluminado son sus matices de género, gracias a la labor de la citada Batticuore, o más recientemente de María Vincens (2014). Sin embargo, mucho queda por explorar en ese respecto también.

Por un lado, estos límites de la producción obedecen a cuestiones pragmáticas. Encontrar a los lectores provenientes de sectores populares resulta difícil porque ellos tienden al consumo pasivo, y no dejan marcas de sus lecturas. Como si lo hacen las clases ilustradas mediante correspondencia, memorias, diarios de lectura u otros géneros biográficos. El mismo argumento podría blandirse para explicar el extravío en la traducción de los conceptos de Chartier de una vocación por el aspecto material. Esta es una dimensión muy presente en la obra del francés como hemos visto, que no ha sido enfatizado por los autores locales con la misma fuerza.

Por otro lado, nuestra opinión es que ha prevalecido una lectura específica de los textos de Chartier y Darnton, una que se plegó sobre lecturas anteriores de la historia intelectual y de la opinión pública (como Benedict Anderson o Jurgen Habermas). Esta vocación ha tendido a sesgar el análisis del mundo lector decimonónico porteño, minimizando el peso de algunas aristas del problema, especialmente lo referido a la realidad material que sostiene la práctica de la lectura. Es en base a este diagnóstico que proponemos a continuación entablar un dialogo con otras tradiciones analíticas que por su concepción y desarrollo pueden orientar en una dirección que enriquezca la investigación autóctona.

2. Otros lectores: Posibles aportes para la historia de la lectura argentina

Hacía las décadas de 1870 y 1880, públicos lectores más amplios aparecen en escena, volcándose a la lectura de periódicos y folletines del género gauchesco. Estos hicieron sendos éxitos editoriales de las obras de José Hernández y Eduardo Gutiérrez (Prieto 1989; De Diego 2007). Sin embargo, esta transformación sustantiva no ha sido explorada en profundidad en la bibliografía existente, sólo siendo tocada de manera tangencial por textos que refieren al fenómeno editorial del Martín Fierro ¿De dónde salió este público? ¿Fue realmente un corte abrupto entre dos tipos de público lector en 1870, surgiendo raudamente lectores que antes no eran identificables para el historiador? ¿O existió una transición que no se ha trabajado aún?

Como ya enumeramos, hay una serie de factores explicativos de esta vacancia historiográfica. Sin embargo, este trabajo está preocupado principalmente con la teórica, por lo que nos concentraremos en esta arista del problema ¿Podría la introducción de elementos conceptuales de otras tradiciones abrir nuevas perspectivas? Como disparador proponemos dejar Francia, dirigiéndonos primero a la ciudad de Konstanz, Alemania, hogar de la “estética de la recepción” y de uno de sus padres, el teórico literario Hans-Robert Jauss. La segunda parada será Birmingham, donde Raymond Williams y sus colegas marxistas británicos cambiaron para siempre renovando los “estudios culturales”.

Vale aclarar que un primer esfuerzo por difundir el pensamiento de estos autores fue hecho desde la página de la influyente revista Punto de Vista a comienzos de la década de los ochenta. En sus primeros números se incluyen traducciones, entrevistas, dossiers y constante referencias a estos autores. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna de Adolfo Prieto (1989), y El Imperio de los Sentimientos de Beatriz Sarlo (1985), directora de la revista, son saldos de esa campaña.

2. a. Konstanz, Alemania

Antaño, a la hora de analizar un trabajo de literatura los críticos adherían al modelo llamado “vida y obra”, que pensaba la narrativa a partir de detalles biográficos del autor. Pero para mediados del siglo XX ese método estaba agotado, haciendo evidente que había más aristas de las ya exploradas para comprender el impacto de una obra literaria en la sociedad. En este contexto, en la Universidad de Konstanz se forjó la llamada “teoría de la estética de la recepción”. Contribuyeron académicos reconocidos como Wolfgang Iser, y quien nos interesa aquí, Hans Robert Jauss. Contemporáneos al trabajo de colegas como Umberto Eco entre otros, su preocupación por la recepción lectora resultaba ser propia de la época.

Profundamente dialéctica, la estética de la recepción según Jauss se preocupa por comprender el “hecho literario” como un evento ante todo social, una negociación entre las intenciones del autor y la recepción de los lectores. A las primeras las llama el “horizonte de expectativas”, describiendo por ello la suma de intencionalidades que el autor invierta en la obra, apuntadas a un lector modélico que interpretaría exactamente lo que el autor dispone (este lector es, presuntamente, el mismo autor). Sin embargo, los públicos lectores no son el autor, por lo que su lectura esta mediada por un “horizonte de experiencias” determinado por una gran serie de factores interrelacionados que van desde el bagaje cultural, la educación y la trayectoria biográfica a la clase social, el poder adquisitivos, etc.

Sin bien esta es una teoría concebida para complejizar análisis literarios, la vigilancia sociológica e histórica de sus conceptos puede probar ser una adición valedera al arsenal de la historia del libro y la lectura en Argentina. Así como los teóricos de la literatura desandan el camino desde los lectores hasta las lecturas e interpretaciones específicas que los ayudan a comprender la recepción particular de una obra, aquel preocupado por la historia de la lectura puede seguir la ruta inversa. Reconstruir el “horizonte de expectativas” codificado en las obras impresas, e inferir el “horizonte de experiencias” a partir de reacciones publicadas o históricamente preservadas, nos ayudaría a forjar una imagen más acaba del público lector sin perder el rigor histórico.

Ante la problemática de un sujeto de análisis que no deja un rastro documental en primera persona debemos responder con mayor densidad analítica y rigor de búsqueda. Estas herramientas pueden convivir en forma complementaria con conceptos como la “representación” de lectores en los textos según Chartier. Cuando en 1881 Alberto Navarro Viola canaliza el descontento epocal en su Anuario Bibliográfico contra las obras de mal gusto que circulan en Buenos Aires (De Sagastizabal, L. 1995), o cuando se difunde la preocupación social y médica por las posibles secuelas que podría producir en las mujeres la “mala lectura” (Espósito, F. 2006), estamos ante fenómenos sociales documentados que pueden ayudarnos a reconstruir posibles “horizontes de experiencia”, y a través de ellos, a los mismos lectores.

En los textos de Jauss también existe una preocupación por la materialidad de la lectura que no es evidente a primera vista. A la hora de plantear una controversia entre la “estética de la recepción burguesa” y aquella “materialista” (Jauss, H. 1989), el autor se autodenomina neomarxista y se preocupa por la interacción entre lector y texto más allá de lo puramente literario. Comprendiendo junto con Neumman que “...la obra de arte necesita del lector para ser obra”, Jauss profundiza en esa relación necesaria dialéctica entre los dos términos llegando a conclusiones que coquetean con el materialismo (Ibid., 211).

Al hablar de la lectura en concepto de “necesidad” y de “creación de necesidad” está refiriendo, sin hacerlo explicito, a una sociología del consumo del texto. “Si el objeto bello de arte solicita una necesidad nueva, todavía no dada, difícilmente puede ser representación de cosas materiales dadas” (Ibid., 211). Por supuesto que su vocación, y particularmente el contexto histórico que lo llevó a producir en una Alemania dividida en dos, lo obligaban a una vigilancia contra cualquier tipo de determinismo. Por eso en lugar de describir “autonomías”, piensa la “concreción” como la unión de los horizontes, una categoría intersubjetiva (Ibid., 213).

Se levanta también la pregunta por la “especificidad de la experiencia estética” (Ibid., 215). Dentro del marco de la discusión que aquí estamos sosteniendo, esto nos llevaría a volver a la dualidad del libro como objeto simbólico, y a la vez material, para repreguntar acerca de la especificidad del consumo cultural o “estético” ¿Qué lleva a un sujeto que ocupa los extractos bajos o medios de una sociedad a cambiar sus métodos probados de ocio y divertimento por un impreso? Porque probar que una persona o un grupo social consigue los medios para consumir no significa que por ello vaya a hacerlo. De la misma manera, estas mutaciones en los hábitos se encuentran enmarcadas por otras transformaciones o continuidades, que potencian o prescriben la lectura.

Al introducir el concepto de “horizonte de expectativas”, concebido como “enclave de sentido rodeado por la realidad cotidiana” (Ibid., 248), y llevándolo más allá al introducir el factor del consumo del texto, ponemos un poco más peso sobre el aspecto material de la dualidad del libro e iluminamos a los públicos lectores bajo una luz necesaria para entender por completo su relación con la lectura. De poder configurar los “horizontes” y sus cruces (que se editaba, que se vendía más, que se citaba más en los periódicos y otras formas de comentario social impreso), a lo largo del crucial periodo transformativo de la industria editorial Argentina podríamos darnos una mejor idea del público que con su consumo posibilito su desarrollo y crecimiento.

2. b. Birmingham, Inglaterra

La forma de la teoría está dada por la necesidad del caso estudiado. Si los franceses llegaron a trabajar sobre el problema de la lectura y el público lector partiendo desde la preocupación por el libro, los marxistas ingleses de la llamada “Escuela de Birmingham” recorrieron el camino opuesto. Preocupados por entender a las clases obreras de Inglaterra en toda su complejidad, pensaron sus aspectos culturales, y para nuestro interés, sus consumos.

La línea inglesa encuentra masa crítica en 1964 con la fundación del “Centre for Contemporary Cultural Studies” en la Universidad de Birmingham, con Richard Hoggart en la dirección. Aunque ya desde la década anterior él, junto con Stuart Hall, Raymond Williams y otro cultivaron sus estudios de la cultura popular y obrera. Eventualmente la alineación marxista será renegada a la luz de los horrores del régimen estalinista y la Revolución Húngara de 1956 (Hall, S. 1992), pero más como una posición política que como un giro en su producción teórica.

En una negociación constante entre sus raíces teóricas y los problemas culturales que analiza en su obra, Williams reflexionó sobre el influjo de las relaciones de producción en la cultura, así como la importancia en su análisis de la tecnología que es su requisito de existencia. Pero, estuviese subrayando lo material o lo simbólico, el galés siempre mantenía un norte: la cultura es una cosa viva, un “modo de vida”, una “experiencia” (Williams, R. 2003, 57), usando un término que lo emparienta con Jauss.

Sus estudios fueron amplios tanto en espectro como cronología, abarcando desde Charles Dickens hasta la era de la televisión. Pero a nuestros efectos, nos importa más el Williams historiador, el autor de Solos en la ciudad: La novela inglesa de Dickens a D.H. Lawrence ([1970], 1997), de El campo y la ciudad ([1973], 2011), y de La larga revolución ([1961], 2003). Allí al impreso cobra un rol central dentro del desarrollo de la cultura popular para el siglo XIX. Justamente este desarrollo es al que refiere el título La larga revolución. “Me parece que estamos atravesando una larga revolución, que nuestras mejores exposiciones sólo interpretan en parte. Es una auténtica revolución, trasformadora de hombres e instituciones; constantemente extendida y profundizada por los actos de millones de personas, continua y diversamente enfrentada por la reacción explícita y la presión de las formas e ideas habituales” (Williams, R. 2003, 12).

Recurrir al pensamiento de Williams no sólo permite observar el problema desde un punto de vista que podríamos adjetivar macro, atento a la realidad material de la vida cultural y como se conecta con otros aspectos sociales, sino que brinda herramientas útiles a la hora de pensar la cultura popular. En el diccionario de las ciencias sociales el más citado de estos conceptos es “estructura del sentimiento”. “Es tan sólida y definida como lo sugiere el término estructura, pero actúa en las partes más delicadas y menos tangibles de nuestra actividad. En cierto sentido, esa estructura del sentimiento es la cultura del período: el resultado vital específico de todos los elementos de la organización general” (Williams, R. 2003, 57). De nuevo, la cultura es una experiencia vivida, y de allí lo difícil de hacerse con ella.

La naturaleza dialéctica de la cultura en el pensamiento de Williams, se evidencia en la negociación constante entre tres facetas: la cultura vivida, cultura registrada y cultura de la tradición. Esta fluctuación y negociación le imprime de un irrevocable “carácter social" y epocal a la cultura. Por ejemplo, para la Inglaterra de 1840, el sentido común de la cultura, su “carácter social” dominante, son las ideas de la ética protestante con respecto al trabajo y la pobreza como fruto del esfuerzo personal, o su falta.

Pero esto no significa que existan corrientes y contracorrientes por debajo, ancladas en ideas diferentes, o incluso antagónicas. “Ése es un nivel de cambio, y el análisis es necesario si pretendemos explorar la realidad del carácter social. En algunos aspectos, la estructura de sentimiento corresponde al carácter social dominante, por también es una expresión de las interacción descrita. Insistamos, sin embargo, que la estructura del sentimiento no es uniforme en toda la sociedad; tiene una presencia primordial en los grupos productivos dominantes” (Williams, R. 2003, 70). Comprender la cultura (impresa) como un todo vivo y en conflicto consigo misma en sus diferentes vertientes, es un modo del análisis williamsiano particularmente apto para pensar el estado del mercado editorial argentino durante sus años de desarrollo a mediados del siglo XIX.

En las décadas de 1860 y 1870 el mundo editorial en nuestro país comenzó a albergar en su interior mayor diversidad de productos, desde los periódicos oficiales o ilustrados que existían desde antes de la Revolución de Mayo a una lenta proliferación de folletines e impresos satíricos. Como lo evidencia la cita de Navarro Viola presentada en el apartado anterior, o la muy bien documentada controversia a su alrededor del Martín Fierro de José Hernández (Rivera, J. 1979), la coexistencia no fue pacífica ni desapareció sin dejar marcas impresas. Precisamente el trabajo de Prieto (1989) sobre la gauchesca, acaso el ejemplo más cercano que tengamos a un análisis de corte williamsiano sobre un aspecto de la cultura impresa argentina del siglo XIX, es una muestra de la potencialidad de estas herramientas y la necesidad de volver a ellas con una mirada actual.

3. Un dialogo teórico

Como hemos esperado quede claro a lo largo de este artículo, nuestra propuesta para comenzar a ver con otra mirada a la historia del libro y la lectura en el siglo XIX sugiere reconsiderar la dimensión material del análisis. Es decir, ir desde una concepción del impreso como objeto material sobre todo simbólico mediante el cual se construye la esfera de la opinión pública y el desarrollo de la política nacional, a otra que lo entiende como un objeto simbólico sobre todo material cuyo crecimiento en el consumo privado posibilita los primeros de pasos de una industria cultural vernácula.

Para ello no es necesario descartar el camino andado por la senda francesa, sino todo lo contrario. Se debe procurar mantener el rigor historiográfico heredado de los Annales y canalizado por Roger Chartier, y montar sobre él otro despliegue teórico. Al invertir la carga en la dualidad presente en el objeto impreso no buscamos anular su irrevocable naturaleza simbólica, sino emanciparla en su análisis de otros intereses disciplinares que lo hacen subsidiario a estudios literarios, de cultura pública y política, etc. Contra la suntuosidad de la diatriba partidaria y la formación de la arena pública oponemos “…el placer que estas narraciones proporcionan” en “la relación lisa y llana con el lector”, del cual deriva “una felicidad construida” (Sarlo, B. 1985, 14). Un calle de dos carriles, esperemos, donde podamos encontrar “huellas de la literatura en sus lectores y también marcas de los lectores en la literatura” (Ibid., 23).  Este es el eje del debate acerca de la lectura que proponemos abrir, y el cual defendemos aquí.

Cuando Chartier enuncia la máxima que afirma que “un libro comprado no es un libro leído” está buscando separar la naturaleza material del libro del acto de lectura, pero al mismo tiempo reafirma la primera. Aunque esa persona no lea el libro, eligió consumirlo, y este es un acto que quizás diga más de la industria editorial que el recorrido del lector efectivo. Por supuesto que hablar de consumo en el siglo XIX, y particularmente antes de 1870 o 1880, resulta problemático. Sobre todo porque el concepto está demasiado anclado al siglo XX y al consumo con las características específicas que adquirió en esa práctica sobre todo luego de los años cincuenta.

Sin embargo, mientras evitamos ese término si hablamos de mercado (editorial), más no sea luego del tan mentado año bisagra 1880 (en realidad la fecha 1880 como parte aguas tiene más que ver con la profesionalización de los escritores que con el estado de la industria de imprenta). De hecho, el desarrollo industrial asociado a la publicación era tal que fue la asociación que nucleaba a los imprenteros la principal impulsora detrás de la fundación de la UIA en 1875 (Román, C. 2010). Otro hito asociado al consumo, la publicidad en su acepción moderna, sería introducida en Buenos Aires en la década de 1860 (Rocchi, F. 1999).

Sugerimos las categorías de Jauss y Williams como un marco que propicia pensar la naturaleza dialéctica del consumo de impresos y de los públicos lectores. Ensayando una instrumentalización a los conceptos de “horizonte de expectativas” y el “horizonte de experiencias” podemos prepararnos para rastrear en las fuentes primarias y secundarias pistas sobre la relación dialéctica entre el autor (y el editor y el impresor) y los lectores (y críticos y comentaristas). Empujando este dialogo más allá de lo literario, esperamos encontrar tendencias acerca de lo que los editores esperan del mercado, y aquello que los lectores prefieren.

De la misma manera, proponemos adaptar las categorías en juego en la lucha entre la “cultura vivida”, “cultura registrada” y “cultura de la tradición”, y su configuración en una “estructura del sentimiento” dominante tal como preocupa a Williams. Por ello esperamos dar con las líneas de conflicto, literarias y políticas en la superficie pero también económicas, comerciales y sociales, que operaban en la pujante y controversial escena impresa del siglo XIX, sobre todo hacia 1860.  

Esta adaptación de conceptos debe señalizarse bajo la más estricta vigilancia epistemológica, para que sean los conceptos que se adapten a la evidencia de las fuentes y no viceversa. Esto es particularmente cierto si observamos que por toda la potencialidad que encierran las herramientas conceptuales de Chartier, Jauss, Williams, et. al., el desarrollo del mercado editorial y de los públicos lectores en nuestro país no puede asimilarse a aquellos de Francia, Inglaterra o Alemania. Por lo tanto existe una especificidad en el proceso que debe ser reconocida en los análisis.

Aquí no existieron gremios medievales, ni la bibliotheque bleue. Sino que hubo en el comienzo un sostenido comercio legal (e ilegal) de libros importados sin traducir desde el Viejo Mundo, complementado por poca impresión local con apoyo estatal, que debían ser consumidos por una ciudad lejos de los volúmenes demográficos europeos y sin sus instituciones civiles para difundir la lectoescritura. Eventualmente, gracias entre otros factores a la difusión de la educación financiada por el Estado, se nutre un público lector más diverso y popular sobre el cual se comienza lentamente a montar una producción local autosostenida. Esto llevo a un desarrollo paralelo de dos públicos lectores bien diferentes, y dos circuitos comerciales en un comienzo diferenciados. Configurando potencialmente un mercado editorial y “culturas” impresoras diferentes, en pugna o aliadas pero necesariamente en relación dialéctica.

Ante este panorama, líneas analíticas como las aquí presentadas podrían ser potencialmente reveladoras. Tanto las herramientas provistas por Jauss como por Williams apuntan a complejizar nuestro panorama de la cultura impresa, identificando líneas de fuga y puntos de choque entre las diferentes tradiciones e intereses. Sea entre autores, impresores y lectores, o dentro mismo del mundo editorial. Si este ejercicio puede realizarse manteniendo el rigor heurístico que supieron introducir Chartier y Darnton, junto con una vigilancia firme por la especificidad del desarrollo propio del mercado editorial, estaríamos abriendo la puerta a una mejor compresión del mundo de los libros, la lectura, y sobre, los lectores en nuestra historia.

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