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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.22 no.1 Mendoza jun. 2020

 

DOSIER

El peso de la escritura: crítica feminista y ficciones del cuerpo

The weight of writing: feminist critique and fictions of the body

 

Mario Federico David Cabrera

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Universidad Nacional de San Juan

 

Recibido: 19/02/2019
Aceptado: 12/07/2019


Resumen

En este artículo me propongo ensayar un acercamiento a una serie de textos narrativos aparecidos en Argentina y en Chile en los últimos años a partir de la pregunta por los vínculos entre crítica feminista y prácticas literarias. El corpus está integrado por: Chicas muertas (2014) de Selva Almada, Aparecida (2015) de Marta Dillon, Impuesto a la carne (2009) de Diamela Eltit, “Conservas” (2016) de Samantha Scweblim, Las infantas (2010) de Lina Meruane y Las aventuras de la China Iron (2018) de Gabriela Cabezón Cámara. Sostengo, a modo de hipótesis, que los textos del corpus intervienen sobre distintas configuraciones socio-culturales de género e instalan la problemática del cuerpo como extensión metafórica de la noción de comunidad. En las conclusiones se presentan una serie de argumentos orientados a pensar la relación entre escritura y crítica feminista como una perspectiva metodológica y como un dispositivo político.

Palabras clave: Escritura; Crítica feminista; Ficciones del cuerpo.

Abstract

In this article I will present an approach to a series of narrative texts that in recent years came out in Argentina and Chile as responses to the questions about the links between feminist critique and literary practices. The corpus includes: Chicas muertas (Dead Girls) (2014) by Selva Almada; Aparecida (Appeared) (2015) by Marta Dillon; Impuesto a la carne (Tax on Flesh) (2009) by Diamela Eltit; Conservas (Conserves) (2016) by Samantha Scweblim; Las infantas (The Infants) (2010) by Lina Meruane; and Las aventuras de la China Iron (The Adventures of China Iron) (2018) by Gabriela Cabezón Cámara. As a hypothesis, I hold that the texts from the corpus intervene in different sociocultural configurations of gender, and install the problem of the body as a metaphorical extension of the community notion. In the conclusions, there is a series of arguments that are oriented towards understanding the relation between writing and feminist critique as a methodological perspective and a political device.

Keywords: Writing; Feminist critique; Fictions of the body.


 

Introducción

A veces las imágenes presionan de tal forma la escritura que parecen romperla.

Camila Sosa Villada, El viaje inútil.

Como práctica de autoerotismo, la escritura capitanea una búsqueda en los bordes, en los intersticios donde las prácticas y saberes se confunden, para encontrar ahí, donde todavía todo está por inventar, la fuerza para desencantarnos de este paisaje de mundo y desacomodar lo que está solidificado, silenciado e invisibilizado.

Valeria Flores, Escribir contra sí misma: una micro-tecnología de subjetivación política.

 

En este artículo me propongo ensayar un acercamiento a un corpus de textos narrativos aparecidos en Argentina y Chile en los últimos años –Impuesto a la carne (2009) de Diamela Eltit, Las infantas (2010)de Lina Meruane (2010), Chicas muertas (2014) de Selva Almada, Aparecida (2015) de Marta Dillon, “Conservas” (2016) de Samantha Schweblim y Las aventuras de la China Iron (2018) de Gabriela Cabezón Cámara–  a partir de la pregunta por los vínculos entre crítica feminista y las representaciones del cuerpo.

Para ello, desde una perspectiva teórico-metodológica que recupera los aportes de Mijaíl Bajtín (1995) y Raymond Williams (2009), asumo como presupuesto de investigación la intersección entre literatura y sociedad, entendidos como campos de disputa por las prácticas de sentidos en los que resuenan y se refractan las tensiones y los límites de las esferas política, cultural, económica y social de una determinada coyuntura. En consecuencia, conceptualizo a la literatura como una práctica social en un proceso dialógico de transmisión de una memoria que vehiculiza asignaciones simbólicas que ordenan y legitiman las distintas esferas de la vida humana. Precisamente, desde la perspectiva de los estudios feministas Laura Arnés afirma que la escritura constituye:

[…] un dispositivo político donde se modulan múltiples distribuciones de lo que afecta a nuestros mundos sensibles, un espacio privilegiado en el cual se ensayan formas posibles (probables e improbables) de la vida en común y en donde, como consecuencia, se estrenan constantemente nuevas relaciones entre los cuerpos. (Arnés, L. 2016, 9-10)

Por otra parte, junto con Nelly Richard, entiendo al amplio universo de la crítica feminista como un tipo particular de crítica cultural (2009) que disputa sistemas de representación de los cuerpos feminizados y desgarra las estructuras epistemológicas y socio-culturales que dan fundamento a la opresión patriarcal. Sin desconocer las disputas en torno a la dimensión política del género, Richard advierte la emergencia de un “giro cultural feminista” que interviene en “las luchas por la significación que acompañan las transformaciones sociales” (2009, 75). Esta idea retoma la tesis de Giulia Colaizzi, para quien las sociedades patriarcales no sólo implican un régimen de propiedad privada sino también de propiedad lingüística y cultural por cuanto el signo masculino se instituye como el logos que regula la producción de sentidos y determina la naturaleza de las relaciones entre los sujetos (Colaizzi, G. 1990, 113). La crítica feminista asume, así, un uso político del análisis del discurso para desmontar los significados que se inscriben sobre el cuerpo y, especialmente, sobre la “mujer” (Richard, N. 2009, 76; Cabrera, M. 2019, 161). Esto se traduce en una exploración estética que punza en la escritura y tuerce las leyes de la gramática para dar lugar a cuerpos y experiencias diversas (Cixous, H. 1995; Richard, N. 2009).

En el campo de los estudios literarios, más específicamente, a partir de la segunda mitad del siglo XX es posible advertir el funcionamiento de una etiqueta que agrupa una amplia gama de producciones narrativas bajo el nombre de “literatura de mujeres”. Esto ha dado lugar a un sinnúmero de polémicas y debates referidos no solo al esencialismo de género que opera en esta etiqueta sino también al régimen de visibilidad/ invisibilidad que otorga a las escrituras de mujeres como un subgénero dentro del canon literario: “La literatura como campo exploratorio con los signos le pertenece a los hombres. En los extramuros está aglomerada la escritura de mujeres como subproducto, como decoración” (Eltit, D. 2007, 274-275). Más allá de estos debates, desde una perspectiva que atienda a los aportes de la crítica feminista y al protagonismo que ciertas producciones de mujeres, lesbianas y disidentes sexuales han adquirido dentro del campo cultural contemporáneo, se hace necesario conceptualizar las prácticas literarias como una zona de problematización permanente que trasciende las identidades genérico-sexuales y, de ese modo, pensar la escritura como un fenómeno amplio de desterritorialización de regímenes de poder y captura de la subjetividad en una sociedad que responde a una matriz capitalista y heteropatriarcal (Arnés, L. 2015; Cabrera, M. 2019; Cabrera et al. 2019).

Atendiendo a lo señalado, organizo este trabajo como una exploración de un conjunto de textos ficcionales que, desde mi punto de vista, ejecutan intervenciones críticas1 que interpelan distintas configuraciones socio-culturales de género e instalan la problemática del cuerpo como una extensión metafórica de la noción de comunidad. En primer lugar, analizo las modulaciones del testimonio y la construcción de memorias femeninas en Chicas muertas de Selva Almada y Aparecida de Marta Dillon. En segundo lugar, focalizo mi atención en la configuración metafórica de los cuerpos femeninos en Impuesto a la carne de Diamela Eltit y en el cuento “Conservas” de Samanta Schweblim.  En tercer lugar, me interrogo acerca de los procesos de reescritura que se ejecutan en las novelas Las infantas de Lina Meruane y Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara en relación con el amplio repertorio de los cuentos infantiles y el canon de la Literatura Argentina. Por último, en las conclusiones presento una serie de argumentos orientados a pensar estas escrituras como prácticas políticas y epistémicas que batallan contra las omisiones de la historia y la neutralización (masculina) del conocimiento y las experiencias.

Modulaciones del testimonio

Escrita en un registro que oscila entre la crónica periodística y el testimonio, Chicas muertas (2014) de Selva Almada recupera la historia de tres mujeres asesinadas en distintas ciudades del interior de la Argentina en la década del ochenta: Andrea Danne, una joven de diecinueve años apuñalada mientras dormía en su casa en el Pueblo de San José (Entre Ríos); María Luisa Quevedo, una adolescente de quince años secuestrada, violada y estrangulada en la ciudad de Roque Sáenz Peña (Chaco); y Sarita Mundín, una muchacha de veinte años asesinada a golpes y quemada en Villa Nueva (Córdoba). Estos nombres se integran en una amplia constelación de crímenes en las que la noción de mujer e impunidad aparecen como ejes estructurales:

Durante más de veinte años Andrea estuvo cerca. Volvía cada tanto con la noticia de otra mujer muerta. Los nombres que, en cuentagotas, llegaban a la primera plana de los diarios de circulación nacional se iban sumando: María Soledad Morales, Gladys Mc Donald, Elena Arreche, Adriana y Sandra Reiter, Carolina Aló, Natalia Melman, Fabiana Gandiaga, María Marta García Belsunce, Marela Martínez, Paulina Lebbos, Nora Dalmasso, Rosana Galiano. Cada una de ellas me hacía pensar en Andrea y su asesinato (Almada, S. 2014, 17).

En el contexto de una Argentina que festeja la restauración democrática, la impunidad de estos crímenes se presenta como un recordatorio no sólo de la precariedad de la vida de las mujeres sino también de la matriz de poder patriarcal que regula nuestras sociedades (Segato, R. 2013)2:

No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que si habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio. (Almada, S. 2014, 18)

Precisamente, la actividad enunciadora se presenta a sí misma como un acto de exhumación de relatos, de huellas e imágenes que disputan un espacio de representación para los cuerpos vulnerados y arrasados por la violencia del patriarcado. En este proceso de nombrar a las víctimas y de reconstruir sus historias, la narradora se hace protagonista y se autoidentifica como una sobreviviente: “Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte” (Almada, S. 2014, 182). En este sentido, la narradora/ cronista se construye como un agente de memoria que asume un compromiso con sus muertas y para con la justicia. Recuperando la paradoja fundacional de la tradición testimonial, a través de sus palabras hace hablar a los cuerpos que no pudieron hacerlo por sí mismos (Agamben, G. 2019)3. El texto expresa esta función a través de la historia de La Huesera, un relato incluido que, de manera alegórica, constituye un paralelo de la actividad escritural:

Es una vieja muy vieja que vive en algún escondite del alma. Una vieja chúcara que cacarea como las gallinas, canta como los pájaros y emite sonidos más animales que humanos. Junta y guarda todo lo que corre el peligro de perderse. Tiene su choza llena de huesos de todo tipo de animales. Pero sobre todos prefiere los huesos de los lobos […] De vuelta en su choza, con la brazada de huesos, arma el esqueleto. Cuando la última pieza está en su sitio y la figura del lobo resplandece frente a ella, La Huesera se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar […] A medida que canta, los huesos se van cubriendo de carne y la carne de cuero y el cuero de pelos. Ella sigue cantando y la criatura cobra vida, comienza a respirar, su cola se tensa, abre los ojos, pega un salto y sale corriendo de la choza. En algún momento de su vertiginosa carrera […] el lobo se transforma en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas. (Almada, S. 2014, 50)

Como ya ha señalado Elizondo, en clave alegórica, el relato de la Huesera expone de manera sintética los propósitos fundamentales que vertebran la escritura de Almada: exhumar cuerpos violentados y recuperar las historias del olvido (Elizondo, M. 2015, 4).

Por otro lado, Aparecida (2015) de Marta Dillon reinstala la pregunta por los restos de los desaparecidos durante la última Dictadura Cívico-militar en Argentina (1976-1983) en un trabajo que tensiona los protocolos de enunciación del discurso testimonial y pone de relieve la dimensión sexuada de la militancia. La autora deviene en testimoniante, por un lado, del proceso búsqueda y reencuentro con los restos de su madre, Marta Taboada, y de su propia constitución como madre, amante, militante por los derechos humanos y feminista, por otro.

El relato comienza con el llamado del Equipo Argentino de Antropología Forense anunciando el hallazgo de los restos de Taboada. A partir de allí, la narración inicia un proceso de restitución simbólica de la materialidad de la figura de la madre: “Chasquido de huesos, bolsa de huesos, huesos descarnados sin nada que sostener ni un olor que albergar. Como si me debieran un abrazo. Como si fueran míos. Los había buscado, los había esperado. Los quería” (Dillon, M. 2015, 33).

La madre aparecida, en la tensión entre el resto y el olvido, constituye una zona de problematización acerca de los modos en que se ejecuta el duelo y que se transita la memoria. Lejos de la tranquilidad, de la sutura de la herida del cuerpo sin duelo, este cuerpo es un llamado a recordar la indisoluble contingencia de la violencia:

[…] Los huesos no me trajeron alivio.

Yo tampoco podría usar esa palabra. Me trajeron un montón de preguntas, un dolor de muerte reciente, la sensación de haber sido tocada por una varita mágica, elegida para oficiar una ceremonia de adiós a quien no estaba y nunca se había ido, elegida para poner sobre la mesa algo de sustancia sobre la que derramar el color colectivo, el mío, el de mis hermanos, el de mis hermanas (Dillon, M. 2015, 86).

Es importante destacar, como señala Nofal (2018), que este texto ensaya una serie de desplazamientos en torno a los protocolos de enunciación propios de las narrativas de militancia en Argentina:

Dillon suma la divergencia del género sexual al canon testimonial. Las narrativas de los hijos operan la ruptura del esquema patriarcal del familismo inscripto en las regulaciones de la familia nuclear de los primeros relatos testimoniales. Entre las madres y las abuelas, las compañeras de los desaparecidos no encontraron el punto de inflexión para articular sus búsquedas y sus duelos. Las fronteras del género se mueven para incorporar lo múltiple y lo diverso en una poética que se inscribe entre el cero, entendido como la ley y el padre y su transgresión: las movilizaciones con la bandera continental “ni una menos” en la lógica de Dillon y su militancia contemporánea. (Nofal, R. 2018, 465)

En efecto, una de las primeras cosas que llama la atención al leer este testimonio es la intersección de un tono poético y un repertorio de imágenes propias de los cuentos de hadas: “Veníamos de ser reinas con nuestro pequeño príncipe arrugando el protocolo” (Dillon, M. 2015, 13). A su vez, el relato del ritual fúnebre establece una relación de amorosa vecindad con la celebración del matrimonio entre Dillon y Albertina Carri:

La abracé entre risas como iba abrazarla toda la semana, rota de amor, recompuesta entre sus brazos. Había hecho bien mi mamá en llegar para la boda […] debe haber bailado en su cajita de cartón, la pierna quebrada, la mandíbula loca, el brazo que resta y el coxal que no existe, ahí está mi hija enamorada y su compañera permítame una pieza de ese vals que no comprendo. Y nosotras la recibimos pero no dejamos de ceñirnos, hay lugar para tanto en nuestro abrazo (Dillon, M. 2015, 193).

Así, el texto de Dillon puede ser leído como una modulación singular en el campo de las memorias de militancia que focaliza en el proceso de reapropiación del cuerpo desaparecido desde un registro que se desmarca de la retórica militante para pensar los vínculos en clave del amor, la poesía y el erotismo.

Atendiendo a lo señalado, es importante destacar que tanto Chicas muertas como Aparecida dan testimonio de una serie de muertes ocurridas en momentos en los que aún no se había generado un léxico para nombrar los asesinatos de mujeres (femicidio/ feminicidio) y visibilizar sus vínculos con el patriarcado. La práctica del testimonio, en este sentido, se significa como un gesto de exhumación y reconstrucción genealógica de las tramas sociales e históricas de la violencia. La escritura, desde este punto de vista, ejecuta una coreografía de memorias, discursos e interrogaciones políticas que entrelazan la performance del cuerpo que aparece y los cuerpos que recuerdan en un contrapunteo permanente entre pasado y presente.

Las metáforas del cuerpo

Impuesto a la carne (2010) de Diamela Eltit se construye como un relato en primera persona de una hija que cuenta las distintas peripecias hospitalarias que debe transitar junto con su madre. Ambas son mujeres bicentenarias que permanentemente hacen referencia a los malestares físicos que padecen y al hecho de que son un testimonio vivo de los diversos avatares históricos de la patria4.

Desde el comienzo, el acto de la escritura por parte de la protagonista asume el deber de testimoniar cada uno de los sufrimientos que tanto ella como su madre han experimentado en lo que denominan “su gesta hospitalaria”. Además, la narración opera a través de una serie de combinaciones léxicas que insisten en asociar espacios sociales y simbólicos aparentemente diferenciados: desde elementos referidos al ámbito de la guerra (gesta, defensa, colonización, exterminio, saqueo), al espacio de la medicina (enfermedad, operación, infección) o a la idea de nación chilena (patria, país, historia, doscientos años, mar) hasta los cuerpos de las mujeres (sangre, órganos, voz).  La yuxtaposición de estos elementos ensayan una imagen del cuerpo como “[…] resultado de historias específicas y de tecnologías políticas que constantemente problematizan su estatuto y su lugar en el mundo social, en el orden cultural y en el dominio de lo natural” (Giorgi, G. 2009, 67-71). Cito:

Pero ninguno de nuestros parientes, como tampoco nuestras amigas muertas, se vieron enfrentados a una existencia tan solitaria y amenazante como nosotras, solas en este mundo, vigiladas atrozmente por una serie de médicos, escudriñadas por una multitud ominosa de fans que nos han estudiado como si fuéramos una infección incandescente o un titilante y fraudulento desecho.

Esa actitud ha tenido la historia de la medicina, los médicos y sus fans.

Todo el territorio. La nación. La patria (Eltit, D. 2010, 20).

No sé vivir sin experimentar el castigo de la patria o del país. Este país que no devuelve el mar, que no devuelve el mar, que se traga, que se traga, se traga las olas del mar, se traga el mar. Se traga todo y por eso en cada uno de estos y en la percepción que me provocan las horas comprendo cómo funciona el castigo de la nación o de la patria.

El castigo interminable de un territorio que me saca sangre, me saca sangre, me saca sangre, me saca sangre.

Que me saca sangre (Eltit, D. 2010, 81).

El cuerpo de las mujeres entrega copiosamente su sangre. Llena los tubos de una industria que se desconoce. El cuerpo de la hija duplica el cuerpo de la madre en una simbiosis que violenta y determina (en algunos momentos la figura de la madre acompaña a la hija en su tránsito por los pasillos del hospital como dos personas diferentes pero en otros momentos la narradora afirma que su madre se aloja en sus pulmones o en su cabeza). Los médicos o, mejor dicho, la junta médica5 que gobierna el espacio del hospital secuestran y administran la vida de acuerdo con los mandatos de su campo de conocimiento. Atendiendo a esta particular conjunción de discursos referidos al cuerpo femenino y a la medicina, conviene recordar el clásico ensayo de Susan Sontag La enfermedad y sus metáforas (2013) para señalar de qué manera la idea de enfermedad deviene en un acontecimiento que disputa y configura representaciones en torno a lo comunitario. Así, es posible afirmar que los cuerpos que construye Eltit en Impuesto a la carne se manifiestan como efectos de múltiples violencias históricas, políticas, culturales y epistémicas. Frente a una práctica histórica y sistemática de despojo de sus órganos vitales y frente al silenciamiento institucionalizado, la narradora exhibe los archivos de su tragedia y se obliga a contar, a dejar testimonio6.

Por otra parte, el cuento “Conservas” de Samanta Schweblin (2016, 21-33) trabaja la maternidad haciendo foco en la (no) gestación: la narradora cuenta el proceso que lleva a cabo para retrasar por algunos años el nacimiento de su hija. Como en una reminiscencia carpenteriana, al comienzo del relato la narradora transita los últimos meses de su embarazo pero, con ayuda de un tratamiento médico y de sus familiares, inicia un movimiento de desembarazamiento por etapas. Esto no implica una interrupción del embarazo sino un aplazamiento:

No puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas –se puede alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de la casa– no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos (Schweblin, S. 2016, 25).

A través de la inversión de los ciclos vitales el relato genera un efecto de extrañamiento y, a su vez, instala un diálogo implícito con distintos discursos sociales referidos a los derechos reproductivos de los cuerpos gestantes. En este caso, el cuerpo de la narradora se hace protagonista de una gesta familiar y hospitalaria que instala una pregunta no resuelta respecto a la autonomía de los cuerpos y a la administración de la vida por parte de las corporaciones biomédicas.

Así las cosas, es posible afirmar que tanto el texto de Eltit como el de Schweblin tiene lugar un “pensamiento del cuerpo” (Yelin, J. 2019)7 que se manifiesta como un espacio que, reconociendo la dimensión socio-histórica de los cuerpos, activa creativamente la capacidad de afectación a la vez que desplaza las fronteras interior-exterior. En otras palabras, estos textos parecen señalar que: “Para escribir la vida, se podría decir, es necesario poner el cuerpo; y esto implica no solo tematizarlo, examinarlo, interrogarlo, sino también hacerlo actuar, pensar, imaginar, producir sentido y sinsentido en la escritura” (Yelin, J. 2019, 98).

Reescrituras en clave de género

Al repasar las adaptaciones de los cuentos tradicionales (la Cenicienta, Blancanieves o la bella durmiente, entre otros) que circulan actualmente para el público masivo es posible advertir que las producciones culturales dirigidas a las infancias tienden a alimentar y reproducir estereotipos de género que circunscriben el cuerpo femenino al espacio doméstico y de la moral burguesa8. En este marco, Las infantas (2010) de Lina Meruane se apropia de un estilo, de un tipo de personajes (generalmente femeninos) y de ciertas historias para reescribirlas en una clave que explora los vínculos entre representaciones de género, erotismo e infancia. Es interesante, en este sentido, el modo en que una de las protagonistas, Hildeblanca, reescribe el encuentro entre Caperucita y el lobo:

Él me alcanza por detrás y me olisca entre las piernas y me lame el cuello sugiriendo que no me apure.
Muerde suavemente y se me levantan los vellos de todo el cuerpo, como si sus dientes fueran eléctricos […]
Tú deberías ir con la abuelita, a morderle los ronquidos, a comértela, le explico. Pero entonces un resplandor ilumina sus dientes delanteros y el cristalino fluido comienza brotar en abundancia. […]
Le tomo la punta del dedo con mi manito húmeda y comienzo a acariciarlo, a morderlo, a sacarle punta con mis dientes de leche, insistiendo cada vez con más fuerza hacia adelante, hacia atrás […] (Meruane, L. 2010, 45)

El libro despliega una doble trama narrativa en la que convergen (y se distancian) la historia central de dos infantas –Hildegreta e Hildeblanca– que huyen del palacio donde viven antes de que su padre las entregue como premio de un partido de cartas y distintos relatos incluidos en los que, sin relaciones manifiestas entre sí, diversos seres (especialmente niñas y ancianos, además de muñecas y bailarinas a cuerda) recrean escenas de abandono, celos y rivalidades en el seno privado de la casa familiar (Cánovas, R. 1998).

En el ejercicio de la reescritura –en el que se convoca a un amplio repertorio de relatos entre los que se destaca la voz de Charles Perrault– gravita una pregunta no explicitada: “¿Qué pasaría si un día las heroínas de los cuentos decidieran fugarse de las historias que protagonizan porque estuvieran hartas del precio que pagan por figurar?” (Navarro, E. 2011, s/p). Las protagonistas de la novela inician su programa narrativo escapando de las leyes del padre que las intercambia como objetos para asumir una serie de aventuras en las que reclaman el protagonismo y desconfían de todo lo que implique obediencia. Este gesto de huida se traduce en una subversión semiótica que descree de la imagen que la modernidad construyó de la infancia y de lo femenino como territorio de la pureza, la castidad, la pasividad y la inocencia.

Por otra parte, Las aventuras de la China Iron (2018) de Gabriela Cabezón Cámara reescribe e interviene sobre uno de los libros que se ha cristalizado como emblema de la Literatura Argentina, El gaucho Martín Fierro (1872) de José Hernández. La narradora, la esposa abandonada de Martín Fierro, la China Josephine Star Iron y Tararira, –que en el texto de Hernández aparece reducida a unas cuantas menciones– asume la voz para contar su propia historia: su infancia transcurre con una mujer que la maltrata, a los doce años Fierro la gana en una partida de cartas y a los pocos años la policía se lleva a su marido. Allí comienza el relato, el de una esposa que se reconoce libre y sabe que puede iniciar un proyecto de vida personal:

Jamás pensé en ir tras Fierro y mucho menos arriando a sus dos hijos. Me sentí libre, sentí cómo cedía lo que ataba y le dejé las criaturas al matrimonio de peones viejos que había quedado en la estancia. Les mentí, les dije que iba a rescatarlo. El padre volvería o no, no me importaba […] La falta de ideas me tenía atada, la ignorancia. No sabía que podía andar suelta, no lo sabía hasta que lo estuve y se me respetó casi como una viuda […] (Cabezón Cámara, G. 2018, 14-15)

En este punto se inicia el viaje de la China Iron junto con su perro Estreya, Elizabeth –una inglesa que recorre el desierto argentino buscando a su marido y a las tierras que compró en este país– y un peón llamado Rosario. En líneas generales, este viaje puede ser caracterizado como un desplazamiento de los territorios de la civilización criolla hacia la barbarie indígena. Incluso, los títulos de cada apartado señalan claramente este tránsito: “El desierto”, “El fortín” y “Tierra adentro”. El encuentro con el espacio de la barbarie se resignifica en clave paradisíaca: “El desierto –siempre había creído yo que era el país de los indios, de esos que entonces nos miraban sin ser vistos– era parecido a un paraíso” (Cabezón Cámara, G. 2018, 149).

Este viaje como una aventura por territorios que se van desmarcando paulatinamente del sistema de la Ley y la civilización tiene su correlato en la exploración de la protagonista por el espacio de la homosexualidad a través del amor que construye con Elizabeth y del travestismo. Este camino se espeja en la figura de Fierro que reaparece hacia el final de la novela con una identidad femenina (Kurusu Fierro) y relata la historia de sus amores homosexuales y el proceso de su reconocimiento como mujer y posterior transformación.

Atendiendo a lo señalado, es posible afirmar que la novela trabaja la reescritura del texto de José Hernández (y de los discursos asociados al proyecto civilizatorio del siglo XIX) a través de un proceso metafórico en el que pone de relieve las articulaciones entre sexualidad, naturaleza y comunidad. En este sentido, la novela recupera la tradición de la escritura utópica a través de la fundación de una patria antirracista, anticapitalista, antiespecista y libre de etiquetas:

En mi nación las mujeres tenemos el mismo poder que los hombres. No nos importa el voto porque todos votamos y porque podemos tener tanto jefes como jefas o almas dobles mandando […] Yo misma, que puedo ser mujer y puedo ser varón, he debido dirigir las maniobras de más de una marea bestial y de algunas escaramuzas con los argentinos que temían que no los dejáramos bajar sus granos y sus cueros por nuestro Paraná […] nos reunimos con nuestros otros amores, dormimos con ellos esas noches calmas; nos atamos a los troncos más fuertes cuando las tormentas y entre troncos resistimos las correntadas los tres juntos con Estreya acariciando a los animales. (Cabezón Cámara, G. 2018, 181– 183)

Tanto en la novela de Cabezón Cámara como en la de Meruane, el gesto de volver a escribir una historia implica un acto de reapropiación de un repertorio literario y cultural y, también, un gesto de desacato que introduce interrogaciones y discontinuidades dentro de los discursos que se han cristalizado como la “tradición”. Desde una perspectiva feminista, esto puede ser leído como un acto de subversión epistémica que invita, desde el campo de las prácticas estéticas, a desandar los trayectos históricos de los símbolos e interrogarse acerca de las voces y los cuerpos que pueden cobrar (o no) representatividad dentro de nuestros imaginarios socio-culturales.

Conclusiones

Como he señalado en un comienzo, este trabajo sitúa sus interrogaciones en la intersección entre discursos sociales y prácticas literarias entendidas como campos de disputa por la transmisión e interpretación de memorias y asignaciones simbólicas que inciden en la configuración de la comunidad (Arnés, L. 2015). Así, he propiciado un acercamiento a un corpus de escritoras argentinas y chilenas contemporáneas a partir de la pregunta por las modulaciones de la crítica feminista y las representaciones del cuerpo. Esto, metodológicamente, implica asumir un enfoque múltiple que atienda tanto a la dimensión estética de los textos literarios como a las políticas de lectura que se desprenden de ellos.

En primer lugar, al analizar Chicas muertas (2014) de Selva Almada y Aparecida (2015) de Marta Dillon como intervenciones singulares dentro de la tradición de la escritura testimonial es posible identificar un gesto discursivo de exhumación que recupera los cuerpos violentados del olvido para disputar un espacio de representación en la memoria colectiva. Estos textos emergen como resultado de una identificación dentro de una tragedia social y responden a una ética de la escritura que insiste en la necesidad de construir una memoria del género que trascienda los límites de lo público y lo privado.

Por otra parte, Impuesto a la carne (2010) de Diamela Eltit y “Conservas” (2016) de Samanta Schweblin condensan una serie de metáforas que posan la mirada sobre la compleja articulación entre cuerpo femenino, maternidad y tecnologías de control biomédico. Desde un registro estético que explora las fronteras de la representación alegórica y de lo fantástico, estos textos ensayan representaciones del cuerpo femenino no solo como territorio y como efecto de operaciones de control y vigilancia social sino también como espacio de resistencia y recreación.

Por último, Las infantas (2010) de Lina Meruane y Las aventuras de la China Iron (2018) de Gabriela Cabezón Cámara pueden ser interpretadas como dos intervenciones críticas en el archivo literario que, en el acto de la reescritura, ponen en juego una desobediencia epistémica y política. Reescribir, como he referido, implica interrumpir los tránsitos de la tradición (que responde a un signo hegemónicamente masculino), introducir interrogaciones y, sobretodo, refundar un imaginario más inclusivo y democrático. n Para finalizar, quisiera destacar que la pregunta por los vínculos entre crítica feminista y prácticas literarias no admite una respuesta definitiva debido a la naturaleza de los objetos que refiere pero, a su vez, configura un punto de vista que permite problematizar e intervenir en la configuración de prácticas y discursos sociales. En este sentido, hablar de literatura y feminismo es hacer referencia a un posicionamiento político y metodológico, un modo de leer (Arnés, L. 2015), y también es aludir a un dispositivo de (de)construcción de subjetividades e ideas asociadas al género.

Notas

1. En este contexto entiendo a la idea de intervención como un corte transformador sobre una superficie de conocimientos normalizados, cristalizados y/o neutralizados (Richard, N. 2010, 77).

2. Rita Segato (2013), a partir del análisis de los femicidios acontecidos en Ciudad Juárez (México), sostiene que las violencias hacia las mujeres se inscriben dentro de una gramática simbólica a través de la cual se disputan campos de poder en la sociedad. Desde esta perspectiva, la violación o el asesinato de mujeres no son hechos aislados ni delitos privados sino actos a través de los cuales se ejerce un poder sobre un colectivo para imponer un orden.

3. Respecto de esta paradoja, Giorgio Agamben señala que “el testigo generalmente testimonia por la verdad y la justicia, a partir de las cuales su palabra obtiene consistencia y plenitud. Pero aquí el testimonio vale esencialmente por lo que en ella falta: contiene, en su centro, un intestimoniable que destituye la autoridad de los sobrevivientes. Los “verdaderos testigos”, los “testigos integrales” son los que no han testimoniado ni hubieran podido hacerlo […] Los sobrevivientes, como pseudotestigos hablan en su lugar, por delegación, testimonian un testimonio faltante” (Agamben, G. 2019, 40).

4. Conviene destacar que la novela fue publicada por primera vez en 2010 en coincidencia con las conmemoraciones del Bicentenario de la Primera Junta Nacional de Gobierno (1810), acontecimiento fundante de la historia nacional.

5. En este contexto discursivo es posible apuntar un paralelo entre la noción de junta médica y junta militar como órganos de gobierno.

6. Al respecto Laura Scarabelli sostiene que “La característica principal de estas heroínas menores y debilitadas, intérpretes de una nueva épica, es su función metatestimonial. Su única actividad es esperar y soportar relatando sus hazañas hospitalarias, elaborando el cuento alternativo y menor de sus periplos en el mundo médico. Gracias a su exuberancia de palabras, las mujeres se hacen testigos del acontecer histórico, registran en su misma consistencia física, en su presencia, en su cuerpo, la memoria de una época, se convierten en inusitados archivos de la memoria, archivos móviles, capaces de almacenar un complejo mosaico de fragmentos del pasado, las estratificaciones contradictorias del presente. Son mujeres que, en la acción misma de contar, resisten y se encargan del destino de una comunidad” (2018: 147).

7. Julieta Yelin (2019), desde la intersección entre los estudios literarios y la derivas biopolíticas del pensamiento de Michel Foucault, propone un acercamiento a diversos pasajes de la narrativa latinoamericana (Diamela Eltit, Ana Paula Maia, Maximiliano Barrientos y Daniela Tarazona, entre otros) como intervenciones singulares dentro de lo que denomina el “pensamiento del cuerpo”. Esto implica una apertura disciplinar que ayuda a comprender de qué manera los textos literarios dialogan con el pensamiento acerca de las políticas de lo viviente y cómo el cuerpo se manifiesta no solo como espacio simbólico de experimentación de sentidos sino también una perspectiva epistemológica.

8. “Es discutible el valor del cuento tradicional para construir la Historia de las Mujeres. Pero, sin duda, es una fuente que debe valorarse como muestra de un pensamiento y de una organización social determinados. Proponen modelos de comportamiento sobre todo a las niñas y son un instrumento para educar a las personas y para reforzar la sociedad patriarcal. Están presentes en la vida de niñas y niños y con ellos se intenta formar los modos de comportamiento de acuerdo con el pensamiento dominante, el patriarcal. Para el conocimiento de lo cotidiano en la vida de las personas, para conocer la historia de las personas que no tienen Historia, sin duda los cuentos son un referente que no debe olvidarse, pues en los valores, en los principios que en ellos se defienden, se ha educado a generaciones de niños y niñas desde siglos” (Segura Graíño, C. 2014, 240).

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