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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.22 no.2 Mendoza jul. 2020

 

ARTÍCULOS

Lecturas divergentes de la modernidad. Un ángulo de la controversia entre Georg Lukács y Theodor Adorno

Divergent readings of modernity. An angle of the controversy between Georg Lukács and Theodor Adorno

 

María Rita Moreno

Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 

Recibido: 18/12/2019
Aceptado: 01/06/2020
 


Resumen

En el presente trabajo centramos nuestra atención en las divergentes interpretaciones que Georg Lukács y Theodor Adorno realizaron respecto del despliegue histórico moderno. A tal fin, recurrimos a dos obras clásicas de la trayectoria teórica de cada filósofo, Historia y conciencia de clase, de Lukács y Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer porque en ellas cristalizan las representaciones de lo histórico características de sus teorías. Ello resulta relevante porque ciertamente a partir de esta diferente valoración en torno de la modernidad se constituyeron las disyunciones críticas con las cuales se labraron las invectivas que durante décadas le dieron forma a la polémica Adorno-Lukács.

Palabras clave: Modernidad; Dialéctica; Historia; Lukács; Adorno.

Abstract

In the present work we focus our attention on the divergent interpretations that Georg Lukács and Theodor Adorno gave on the modern historical unfolding. To this end, we draw upon two classic works of the theoretical trajectory of both philosophers: Lukács’s History and class consciousness, and Adorno and Horkheimer’s Dialectic of Enlightenment because they show the characteristics representations of history of their theories.This becomes relevant because certainly from this different appraisements of modernity were stablished those critical disjunctions that based the invectives that for decades shaped the Adorno-Lukács controversy.

Keywords: Modernity; Dialectics; History; Lukács; Adorno.


 

I.

En el prólogo de la edición de 1969 de Historia y conciencia de clase Georg Lukács introduce su propia relectura de esta paradigmática obra dejando en claro que ese puñado de escritos representa el tanteo teórico del autor efectuado entre 1918 y 1923. El período histórico no podría ser más significativo. El segmento temporal definido por el pensador húngaro señala escalas concretas del derrotero convulsionado de su biografía personal: su afiliación al Partido Comunista de Hungría en 1918, su designación como Comisario Responsable de Instrucción Pública en 1919, la huida a Viena en 1920 luego de que sucumbiera la República Soviética de Hungría, entre otros sucesos de trascendencia.

Quisiéramos detener la enumeración en el último episodio, pues en sus días como migrante afincado en las cercanías de Viena ocurre un encuentro relevante. Hacia junio de 1925, y gracias a la amable intercesión de Soma Morgenstern, alumno del afamado compositor Alban Berg, otro de sus estudiantes, Theodor Wiesengrund Adorno, consiguió visitar al autor de uno de los textos que más profundamente lo habían impactado, el crítico literario y teórico dialéctico Georg Lukács.

Si bien la impresión de la persona lukacsiana fue buena y amable –tal como lo atestigua la carta dirigida a Sigfried Kracauer en la que describe la experiencia– ello no bastó para contrarrestar el impacto teórico que Adorno tuvo de aquel encuentro, pues “percibió el contenido de la conversación como decepcionante” (Wiggerhaus, 2010, 100) en la medida que el filósofo húngaro desautorizó fuertemente los postulados elaborados más tempranamente y valoró su Teoría de la novela (1920) como idealista y mitológica.

Es sabido que Adorno había entrado en contacto con las obras de Lukács antes de 1925. De hecho, la potencia teórica en el despliegue de la dialéctica y la singularidad crítica presentes en las obras ejecutadas en las primeras décadas del siglo XX por el húngaro constituyeron los argumentos que movilizaron al joven Adorno a concertar la reunión. Quizás debido a ello este punto de encuentro pueda ser leído sólo en clave dialéctica. Así entonces, junio de 1925 se torna también punto de fuga; a partir de él se escinden las trayectorias características de ambos pensadores y comienza a delinearse enfáticamente la particular perspectiva crítica de cada cual. El hecho de que en los años subsiguientes persistiera entre la producción de ambos filósofos un núcleo de convergencias y presupuestos comunes sólo sirvió para que “se destacasen con claridad aún mayor las discrepancias” (Vedda, 1997, 611).

La aguda solvencia tanto de Lukács como de Adorno a la hora de juzgar las demandas políticas y culturales que los interpelaban no impidió que cada fortaleza teórica de alguno de ellos deviniera en el señalamiento y puesta en cuestión por parte del otro. La polémica en torno al realismo y el debate sobre las políticas soviéticas se cuentan entre las más reconocidas. No obstante, no constituye el objeto de esta reflexión ahondar en los detalles y menudencias de esas famosas diferencias. Se trata, por el contrario, de rastrear una arista configuradora de las conceptualizaciones histórico-políticas que sostienen los argumentos que dieron forma a aquellas. En el presente trabajo, entonces, centramos nuestra atención en las divergentes interpretaciones que Georg Lukács y Theodor Adorno realizaron respecto del moderno despliegue histórico. Rastrear los modos en que ambos filósofos leyeron algunas vías del decurso de la modernidad permite identificar y precisar las representaciones de lo histórico de sus teorías. Ello resulta relevante porque ciertamente a partir de esta diferente valoración en torno de la modernidad se constituyeron las disyunciones críticas con las cuales se labraron las invectivas que durante décadas cimentaron la polémica Adorno-Lukács.

II.

El afianzamiento del capitalismo en el marco de la Revolución Industrial decantó en la transformación radical de los modos de producir, las dinámicas de trabajo y las formas de consolidación social. Ahora bien, aquellas conquistas irrecusables de la clase social ascendente, cristalizadas en los descubrimientos de científicos y filósofos, empezaron a tornarse inciertas cuando el remanente poblacional necesario para mover la maquinaria social, el proletariado, comenzó a poner de manifiesto algunas de las contradicciones implicadas en el progreso técnico. El aumento de la población urbana y las consecuentes transformaciones culturales asociadas a ella, ambos resultantes del robustecimiento del capitalismo industrial, hicieron estallar las promesas gestadas en el seno de la razón científica y la política ilustrada. Así entonces, los logros asociados a la salida de la “autoculpable minoría de edad” fueron neutralizados con la pérdida del sentido implicada en el “desencantamiento del mundo”.

La creciente racionalización de las esferas sociales no redundó proporcionalmente en un cabal conocimiento de las condiciones generales de vida; por el contrario, dejó entrever que no había ya una cohesión nítida y evidente que ordenara con fuerza el orden de lo real. Esta falta de un sentido inmanente fue traducido de diversas maneras según los ámbitos donde se afincara la reflexión, pero todas ellas apuntaban a la destrucción del sentido social dado por el enfrentamiento entre el yo y las fuerzas totales (cultura subjetiva/cultura objetiva, pulsiones/restricciones culturales): al “desencantamiento del mundo” en lenguaje weberiano se sumaron diagnósticos tales como el de Georg Simmel acuñado en la expresión “tragedia de la cultura” e incluso el dictamen freudiano del “malestar en la cultura”. En definitiva, resultaba evidente que “había consenso universal acerca de la ruina de la cultura burguesa” (Buck-Morss, 2011, 27).

Fue precisamente en el marco de esta constatación que se puso de manifiesto la urgencia de una crítica cultural. Dada la insistencia en la dialéctica propia de los procesos reflexivos tanto de Lukács como de Adorno, semejante crítica no podría resolverse sin apelar a los procesos históricos más amplios que le dieron forma a la situación que acuciosamente intentaban pensar. Como ha señalado Fredric Jameson (2016), “la peculiaridad de la estructura del materialismo histórico radica en su negación de la autonomía del pensamiento” (123), es decir, en su obstinación en considerar todo pensamiento en cuanto un comportamiento social. En consecuencia, el índice del diagnóstico estético-cultural sólo podría establecerse con justeza en una cartografía que contemplara las relaciones con las otras esferas de lo social, impulsada por una observación minuciosa de las condiciones históricas en el marco de una filosofía crítica. Ante el desafío de comprender las fundamentos de tal declive de la cultura burguesa, la reflexión aguda sobre el despliegue histórico que construyó las condiciones históricas de ese estado se tornó una necesidad teórica.

III.

No cabe duda de que Historia y conciencia de clase es uno de los textos más controvertidos y revisitados del siglo XX en general y de la obra lukacsiana en particular. Incluso su propio autor ha forjado una relación problemática con el texto, cuestión que queda ya constatada en el segundo prólogo, el realizado en marzo de 1967. Allí Lukács declara de forma expresa que los documentos que integran Historia y conciencia de clase lejos están de poseer un carácter conclusivo; son más bien meros tanteos a los cuales no se le puede conceder importancia actual. El filósofo húngaro caracteriza las reflexiones de ese entonces con el peso de un complicado dualismo:

...por una parte, yo no era capaz de tomar una actitud de principio acertada ante peligrosos y básicos errores oportunistas de la política de entonces (...). Por otra parte, y en el otro extremo, mis propias tendencias intelectuales en el terreno de la política cultural me llevaban por una abstracta dirección utópica (Lukács, 2013, 47).

Es precisamente esa dualidad la que, desde el punto de vista adorniano, impulsó algunas de las consideraciones más interesantes que hiciera Lukács por aquellos años. Sobre todo el polo referido a sus inclinaciones intelectuales. Según Adorno (2003), El alma y las formas, Teoría de la novela e Historia y conciencia de clase son las obras que constituyen “el nimbo que aún hoy en día rodea al nombre de Georg Lukács” (242). El filósofo frankfurtiano explica que Teoría de la novela logró establecer un criterio para la estética filosófica que no ha podido olvidarse y que, aún más, Historia y conciencia de clase “contrapuso al subjetivismo psicológico una filosofía de la historia objetivista” (Ibidem, 242).

Ahora bien, ya en los años ‘20 y también en las décadas subsiguientes Lukács renegó de esos escritos. No sólo se refirió al período de confección de la obra como una etapa de crisis (Lukács, 2013, 52), sino que, “abusando de motivos hegelianos, asumió contra sí mismo las objeciones más subalternas de la jerarquía del partido”, según Adorno (2003, 242).

A pesar del tono severo con que se expresa el frankfurtiano, no puede soslayarse un punto fundamental: Historia y conciencia de clase constituye para Adorno la obra en la que Lukács expresa una filosofía de la historia que habría de dejar huella significativa no sólo en el propio filósofo, sino también en los intelectuales asociados al Círculo de Berlín. ¿Cuáles son los núcleos de ese pensamiento lukacsiano sobre la historia que sostienen la controversia entre ambos pensadores?

Georg Lukács aseguraba que Historia y conciencia de clase había nacido para aclararcuestiones teóricas específicas del movimiento revolucionario, aquellas suscitadas por su trabajo en el Partido Comunista de Hungría. Por ese motivo, el acento decisivo está puesto en el aspecto metodológico: el objetivo de esos ensayos radica en comprender adecuadamente el método marxista. Por supuesto que la expresión “método marxista” en palabras de un autoproclamado materialista no significa otra cosa que “dialéctica”. El intento esencial era, consecuentemente comprender adecuadamente y aplicar acertadamente la esencia del método de Marx.

Esto último es importante en el proyecto teórico de este libro porque, según lo propuesto por su autor, algunos aspectos muy esenciales del método de Marx, “y precisamente los que decisivamente importan para la comprensión del método en su conexión material y sistemática, han caído indebidamente en el olvido” (Lukács, 2013, 84) y ello ha tenido como consecuencia la dificultad –e incluso la imposibilidad– de comprender el nervio vital de ese método. Lo que el pensador quería señalar es su consideración sobre la urgencia de atender debidamente al fundador de ese método, Hegel, en cuanto a su específica vinculación con las teorizaciones de Marx. ¿Qué condujo a Lukács a indagar de manera sistemática en los orígenes hegelianos de la crítica socio-económica de Marx?

En primer lugar, debe señalarse que los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 no eran conocidos cuando el pensador emprendió semejante tarea. Los Cuadernos de París, textos en los que Karl Marx delinea los primeros esbozos de su filosofía crítica en estrecha vinculación con una profunda exégesis de la obra hegeliana, salieron a la luz recién en la década del ‘30, años después de la publicación de Historia y conciencia de clase, acontecida en 1923. En aquella época rastrear las raíces filosóficas de la más contundente crítica de la sociedad burguesa merecía, entonces, un esfuerzo a la altura.

En segundo lugar, si se tiene en cuenta el diagnóstico de disgregación socio-cultural que afecta a la cavilación lukacsiana de aquel entonces, se comprende más fácilmente la insistencia en un método filosófico que, frente a los hechos aislados y a los elementos fragmentarios, subraya la concreta unidad del todo. El abordaje sistemático de la dialéctica hegeliana le permitía a Lukács articular los hechos individuales desperdigados de la vida social en el desarrollo sucesivo de una totalidad. Historia y conciencia de clase significa, entonces, un intento radical por reactualizar el método de Marx mediante una renovación y una continuación de la dialéctica hegeliana en pos de la unidad de teoría y praxis.

Por eso la recuperación de la totalidad como horizonte del pensamiento se tornó una tarea básica. Lukács juzgaba que la más íntima naturaleza del método dialéctico anidaba en concebir las categorías y los hechos en general como momentos del despliegue de un todo concreto. El todo concreto en el cual se articulan los hechos individuales de la vida social según una dialéctica material no es otro que el configurado por las relaciones de producción: son el punto de partida metódico y la clave del conocimiento histórico de las relaciones sociales. Ellas, devenidas contradicciones patentes en una sociedad escindida, han sido moldeadas según el presupuesto fundamental de la sociedad capitalista, “la división capitalista del trabajo” (Ibidem, 211).

Como ha observado Susan Buck-Morss (2011), Lukács ve en la división del trabajo el arquetipo de todos los males (94). Según el filósofo, una de sus consecuencias más patentes y nefastas es la destrucción de todo proceso orgánico y unitario del trabajo y de la vida y la especialización no sólo de los roles sociales, sino incluso del pensamiento. Tanto el desgarramiento de la unidad entre teoría y praxis como la contraposición de posibilidades técnicas y estado general de la cultura encuentran su fundamento último en el ordenamiento capitalista de la vida.

En consecuencia, si de lo que se trataba era de conocer la lógica que había desplegado como momento necesario de su desarrollo la decadencia cultural de la burguesía, se tornaba imprescindible rastrear el modo como se había estructurado el funcionamiento de ese despliegue. Y “el problema estructural central de la sociedad capitalista en todas sus manifestaciones vitales” es, asevera enfáticamente Lukács (2013), “el problema de la mercancía” (187).

Este enfoque lukacsiano de las relaciones sociales le ha valido a Historia y conciencia de clase uno de sus aportes más trascendentes y originales. El pensador aquincense descubrió en la estructura de la relación mercantil no sólo el prototipo de todas las formas de objetividad, sino aún más, el prototipo de todas las correspondientes formas de subjetividad propias de la sociedad burguesa. Con ello consiguió avanzar del contundente análisis económico marxista a la interpretación rigurosa de los modos y estrategias de subjetivación de la sociedad capitalista. La estructura de la mercancía no es, según su análisis, una forma entre muchas de intercambio social entre los hombres, sino la forma universal de configuración social mediante la que se explica también el estado actual de la cultura. Y lo propio de la forma mercancía es el quid pro quo implicado necesariamente en su carácter fetichista: los productos del trabajo se convierten en cosas suprasensibles y poderosas mientras que las relaciones sociales entre los hombres adquiere para ellos la forma fantasmagórica1 de una relación entre cosas.

Por eso afirma Lukács que “la mercancía no es conceptuable en su naturaleza esencial sin falsear más que como categoría universal de todo el ser social” (Ibidem, 191). La “segunda naturaleza”2 producida por el fetichismo de la estructura mercantil de lo social lleva al hombre a enfrentarse con su propia actividad como algo objetivo e independiente de él, como algo que lo domina a él mismo por obra de leyes ajenas a lo humano. Objetivamente, ya lo había mostrado Marx, surge para el hombre un mundo de cosas y relaciones cósicas cuyas leyes, aunque paulatinamente los sujetos logran conocer, se les contraponen siempre como poderes invencibles y autónomos en su actuación. Subjetivamente, su propia actividad se le objetiva al hombre como una mercancía sometida a la objetividad no humana de unas leyes naturales de la sociedad, razón por la cual su trabajo le aparece con independencia de él mismo. Así, la universalidad de la forma mercancía condiciona, tanto subjetiva como objetivamente, una abstracción del trabajo humano.

Esta es la forma específica en la que se conforma el trabajo en la división capitalista del trabajo. Su creciente racionalización (i. e., la progresiva eliminación de las propiedades cualitativas, humanas, individuales del trabajador) está basada en el principio del cálculo. Él implica, primeramente, la especialización: la racionalización, cálculo previo y exacto de los resultados predictibles, no puede conseguirse más que mediante una descomposición detallada de cada complejo en sus elementos y la investigación de las leyes parciales especiales de su producción. “Así desaparece el producto unitario como objeto del proceso de trabajo” (Ibidem, 194). En segundo lugar, y he aquí lo distintivo en el análisis del filósofo, Lukács demuestra que esa descomposición del objeto de la producción significa al mismo tiempo y necesariamente el desgarramiento del sujeto.

La particularidad de su lectura del decurso de la modernidad radica en la vinculación que él efectúa entre la fetichización –en cuanto la esencia de la forma mercancía– y una singular interpretación de los modos de subjetivación asociados a ella. Lukács explica que la racionalización vinculada a la división del trabajo cuenta entre sus efectos lo siguiente: las propiedades del trabajador se le presentan a éste mismo como un error cuando las compara con el funcionamiento racional y previamente calculado de leyes impersonales y absolutas que supuestamente rigen lo natural y lo histórico. Consecuentemente, el trabajador queda inserto en un sistema mecánico con el que se encuentra como algo ya completo y terminado a cuyas leyes debe someterse sin ejercer su voluntad. Esta carencia de voluntad se agudiza en la medida que, con la racionalización y la mecanización crecientes del proceso de trabajo, “la actividad del trabajador va perdiendo cada vez más intensamente su carácter mismo de actividad, para convertirse paulatinamente en una actitud contemplativa” (Ibidem, 195).

IV.

Así pues, según Lukács, el capitalismo ha producido una sociedad no sólo con una economía estructurada de manera unitaria, sino también con una estructura formalmente unitaria de la conciencia. Es, en la perspectiva lukacsiana, la estructura cosificada de la conciencia la que configura los sentidos del mundo moderno. La imposición de un mundo cerrado, regido por leyes mecánicas determinantes de lo que es sin la intervención humana, transforma el comportamiento de los sujetos: su modo de estar en el mundo pierde progresivamente el carácter de actividad para instalarse bajo el régimen de la actitud contemplativa de leyes irrevocables.

El giro innovador de la interpretación de Lukács sobre el devenir moderno consiste, por lo tanto, en poner de manifiesto que la actitud contemplativa, rasgo tan caro a la filosofía pero también a la ciencia experimental, no constituye una conquista asociada a la calidad egregia de la humanidad por sobre el resto de la naturaleza. Por el contrario, la contemplación en cuanto modo de estar, de conocer, de ordenar y darle sentido al mundo, es estrictamente un producto histórico del capitalismo constituyente de todos los sujetos sociales. La fisura de lo social determinante de la debilitación de la fuerza cultural de la que en otros tiempo supo vanagloriarse la clase vencedora de la modernidad responde a una escisión más crucial: la del sujeto subjetivado por la estructura mercantil cuya fortaleza contemplativa para discernir las leyes de lo real ha tenido que pagar el precio de amputación de su capacidad activa.

Esto le permite a Lukács establecer una analogía estructural entre los dos sectores esenciales en los que se encuentra escindida la sociedad moderna. Mientras que el obrero observa la máquina para poder comprender las leyes que rigen su funcionamiento y así poder manipularla con mayor éxito; la multiplicidad de expresiones filosóficas surgidas de las inquietudes de clase de la burguesía repite el gesto de observar la realidad para, a pesar de comprenderla, preverla y manipularla, nunca ser capaz de transformarla.

Una de las tesis más severas de Historia y conciencia de clase es aquella que afirma que “la filosofía crítica moderna ha nacido de la estructura cosificada de la conciencia” (Ibidem, 221). Si bien Lukács no ahondó en una historia acuciosa de la filosofía moderna, sí indicó la conexión de los problemas básicos de los sistemas de pensamiento filosófico moderno con el fundamento óntico sobre el cual se yerguen sus preguntas: la fetichización de las conciencias modernas en una sociedad capitalista.

Resulta llamativo, no obstante, una excepción que el pensador húngaro antepone al desarrollo de su explicación. Él afirma que “la filosofía griega es la única y parcial excepción” (Ibidem, 221) a este despliegue de la filosofía. Es parcial porque entiende que el fenómeno de la cosificación ha tenido su función también dentro de la sociedad griega desarrollada; pero, aún así, “los planteamientos y las soluciones de la filosofía antigua son cualitativamente diversos de los de la moderna” (Ibidem, 221) básicamente porque el fenómeno de la cosificación no fue conocido por la filosofía griega como forma de todo el ser.

Los problemas, las antinomias y las respuestas de la filosofía moderna sí proceden, en cambio, de la configuración total de las esferas de la vida moderna bajo el signo de la forma mercancía. La descomposición del orden de lo real estrechamente vinculado con la especialización y el principio de racionalización han sentado las bases de las posibilidades de la reflexión. Como las dinámicas sociales, la filosofía crítica moderna también está cimentada en el abismo producido entre el sujeto y el objeto. De allí que, a pesar de sus esforzadas maniobras, nunca logre su conciliación.

Lukács advierte que el gesto inaugural de la filosofía moderna está dado por lo supuesto en la revolución copernicana (y no en la declaración kantiana de la misma); es decir, la característica definitoria de sus diversas expresiones –desde Descartes en adelante– ha sido plantearse el problema de no aceptar el mundo como algo dado que ha nacido con independencia del sujeto conocedor, sino entenderlo como producto propio:

La contradicción aquí manifiesta entre subjetividad y objetividad de los modernos sistemas formales racionalistas, la intrincación de problemas y los equívocos yacentes en sus conceptos del sujeto y del objeto, la pugna entre su esencia de sistemas “producidos” por nosotros y su necesidad ajena al hombre y lejana de él no es más que la formulación lógico-metodológico del moderno estado de sociedad: un estado en el cual los hombres van destruyendo, disolviendo y dejando a sus espaldas las vinculaciones “naturales” irracionales y fácticas, pero al mismo tiempo levantan con la realidad por ellos mismos creada, “autoproducida”, una especie de segunda naturaleza cuyo decurso se les enfrenta con la misma despiadada necesidad que las viejas fuerzas irracionales de la naturaleza (Lukács, 2013, 243).

En definitiva, Georg Lukács considera que el actual estado de la sociedad moderna encuentra su núcleo en la inconmensurable contradicción entre sujeto y objeto. Ella responde a un despliegue dialéctico cuyo desarrollo ha posibilitado la contemplación, el cálculo, la precisión y la predicción; logro que ha sido conquistado a costa del desgarramiento de teoría-praxis, razón-sensibilidad, forma-materia, conciencia cosificada-conciencia de clase.

V.

Sobre esto último se teje una inflexión decisiva. Lukács demuestra que no sólo el carácter contemplativo propio del quehacer filosófico es un producto histórico del capitalismo. Expone también cómo los problemas más sofisticados de las construcciones de la racionalidad europea responden desde su médula a las contradicciones en las que se despliega históricamente la sociedad moderna. Así entonces, luego de ser mostrados los lados negativos del recorrido moderno, el filósofo entiende que la existencia de una conciencia germinada según la forma de la mercancía demanda –como a su par dialéctico– la existencia de una conciencia que venza la fetichización. Dicho con otras palabras, y apuntando al meollo del hilo argumental lukacsiano aludido en el título de la obra, la lectura rigurosa de la “historia” moderna exige en su explicación la interpretación acuciosa de la “conciencia de clase” a la que da lugar.

Si el proceso por el cual emergió y se consolidó la burguesía implicó la fetichización de las conciencias, “sólo con la aparición del proletariado se consuma el conocimiento de la realidad social” (Ibidem, 114). Es decir: las limitaciones objetivas de la producción capitalista han manifestado ser también limitaciones de la conciencia de clase burguesa, pero esa inconsciencia necesaria respecto de la limitación económica objetiva del sistema se manifiesta como contradicción dialéctica interna en la conciencia de clase.

Lukács ejecuta lo que promete su primer prólogo (el de 1922); esto es, toma la estructura del análisis crítico marxista y la radicaliza con una dialéctica íntegramente hegeliana: entiende que a la limitación objetiva del orden capitalista le corresponde una configuración histórica consciente y activa que es el proletariado. Ahora bien, su protagonismo en la totalidad histórica se diagrama, desde el punto de vista lukacsiano, por la especificidad de su conciencia. O sea, “el proletariado y la burguesía son clases coordinadas en lo ideológico igual que en lo económico” (Ibidem, 171).

Al ser la única clase que en la totalidad histórica cuenta con el acceso al punto de vista de la totalidad, el proletariado sobreviene germen y depósito de la intrincada maniobra a partir de la cual revertir la fetichización de las conciencias, pues es la clase cuya conciencia puede dictar el ritmo de transformación histórica que aleje a la humanidad entera de los desmanes modernos y la aproxime a un sociedad más justa.

¿Cómo es esto posible? ¿En qué consiste semejante conciencia de clase? El filósofo húngaro evita una definición contundente y unívoca. Cada una de sus referencias a la “conciencia de clase” opera como un momento del desmembramiento de un complejo cuerpo al que hay que atacar por partes si es que se pretende examinarlo con rigor. En una de las primeras enunciaciones de Conciencia de clase, capítulo en el cual el filósofo se ocupa de desentrañar las aristas de este concepto central, dice Lukács expresamente que “la conciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción” (Ibidem, 149). En la medida que los intereses del proletariado coinciden con los intereses de la humanidad (en tanto que su posición en el proceso de producción capitalista demanda una transformación radical de las condiciones concretas de existencia), la conciencia de clase propia de la clase trabajadora es objetiva, o sea, se refiere a la totalidad social. En consecuencia, es menester no confundir la conciencia de clase “de una clase” con la conciencia fáctica de un individuo trabajador.

“Conciencia de clase” no alude ni a la suma ni al promedio de lo que los individuos singulares que por su posición en la división social del trabajo se consideran pertenecientes al proletariado piensan y sienten. La conciencia psicológica de cada uno de los trabajadores queda circunscripta al ámbito de la mera subjetividad, o sea, sólo refiere la conciencia particular de un sujeto aislado del proceso histórico. Por el contrario, como se dijo, “conciencia de clase” es un concepto que refiere un modo de comprender el proceso histórico y lo real, el cual responde a la objetividad de la totalidad histórica.

Esta inconmensurabilidad entre la conciencia fáctica del trabajador y la conciencia de clase en cuanto conciencia objetiva de la totalidad histórica implica un problema: ¿cómo avanzar desde el sujeto individual concreto al colectivo de la conciencia de clase? Lukács no esquiva la difícil pregunta, sino que la toma expresamente. En lugar de abordar la conciencia de clase como un concepto homogéneo y abstracto que dirige su lectura de la actualidad histórica, lo asume en clave hegeliano-marxista: “conciencia de clase del proletariado” es él mismo un concepto dialéctico. En cuanto tal, es poseedor de “un carácter ‘latente y teorético’ [que] tiene que cobrar forma como realidad correspondiente, e intervenir como tal en la totalidad del proceso” (Ibidem, 138). En el hilo de interrogaciones que la propia argumentación lukacsiana sugiere adviene ahora aquella que cuestiona por el modo en que tal configuración es posible.

Lukács establece que la forma por la que el carácter latente deviene realidad concreta y transformadora se llama “partido”: él tiene una emblemática función en el proceso revolucionario, la de “ser portador de la conciencia de clase del proletariado, conciencia de su misión histórica” (Ibidem, 138). Así entonces, la continuidad entre el carácter implícito de la conciencia de clase y la concreción histórica de sus demandas está dada por la realidad del partido; él transforma el carácter de postulado en una realidad activa “introduciendo en el movimiento de masas espontáneo la verdad que alienta en él y levantándolo de la necesidad económica de su origen hasta la libertad de la acción libre” (Ibidem, 139).

La contradicción entre la conciencia de clase del proletariado –momento objetivo– y la conciencia empírica del obrero –momento subjetivo– se resuelve sintéticamente en la “conciencia de clase atribuida”: la posibilidad objetiva contenida en la referencia a la totalidad concreta propia de la clase trabajadora es desplegada por mediación del partido. En definitiva, la lectura dialéctica del proceso moderno elaborada por Lukács encuentra en la figura del partido el momento de la mediación histórica que permite que el conocimiento se vuelva acción y la teoría, consigna.

VI.

La hermenéutica histórica del proceso moderno que sostiene una de las más célebres obras de Georg Lukács está estructurado por dos componentes (Buck-Morss, 2011, 85). En primer lugar, Lukács desarrolla un momento negativo, esto es, el materialismo dialéctico como Ideologiekritik: un método para analizar críticamente la dialéctica relación entre la conciencia burguesa y las condiciones materiales. El severo enjuiciamiento a la filosofía moderna es resultado precisamente de esta metacrítica de los esfuerzos intelectuales burgueses en tanto demostración de los límites necesarios de todas las teorías burguesas en su intento por conocer la realidad.

Este primer momento opera en Historia y conciencia de clase como la plataforma a partir de la cual avanzar a una segunda instancia, estrictamente positiva: la crítica social de la conciencia se transforma dentro de la argumentación lukacsiana en la afirmación de una conciencia revolucionaria. Ella, nacida de la dinámica dialéctica de la historia, posibilita la transformación concreta de las dificultades en las que desencadenó la modernidad: la crisis cultural que las refleja sólo podrá ser superada, según el pensador húngaro, si la causa del proletariado dirige la continuidad del proceso histórico. Lukács quiso demostrar que la transformación de la condición aporética de la modernidad no lograría hilvanar su salida amparándose en la discursividad racional del idealismo filosófico: la transformación del mundo es una tarea eminentemente dialéctica encauzada por el trabajo del partido y asentada en los objetivos y demandas de la conciencia de clase del proletariado.

El análisis del derrotero moderno de la conciencia no pierde de vista el objeto de todos sus análisis, el de la fundación de una comunidad en la cual el capitalismo ya no oblitere el nacimiento de una verdadera cultura (Vedda, 1997, 611). La antítesis capitalismo/verdadera cultura se revela irreconciliable, sólo rebatible con las armas inherentes a una epistemología proletaria a partir de la cual se diseñe otro mundo, un mundo reconciliado. Consecuentemente, el pasaje del momento negativo del materialismo dialéctico al momento afirmativo no se debe tan sólo a un proceso cuidadoso de hermenéutica histórica, sino que constituye también el gesto político que Lukács reclama como la misión histórica del partido: él, miembro de la élite intelectual politizada, debe avanzar hacia la construcción de un mundo mejor.

Quizás por eso se ha afirmado que todos los análisis lukacsianos, especialmente los culturales, “dependen de una especie de nostalgia literaria, de la noción de una Edad de Oro o utopía perdida de la narración en la épica griega (Jameson, 2016, 136). El hecho de que pareciera siempre subyacer un modelo “correcto” o “superior”, una “verdadera conciencia” que, aunque potencial, debe destronar la realidad histórica concreta, ha sido el germen de uno de los textos más provocadores de Theodor Adorno.

VII.

Reconciliación extorsionada. Sobre Contra el realismo mal entendido de Lukács (1958), texto caracterizado como una muestra de intolerancia dogmática por algunos estudiosos (Vedda, 1997, 611), dedica numerosas líneas a objetar ciertos puntos de la teoría literaria lukacsiana. Adorno entiende que fue más bien el autor de Teoría de la novela el dogmático, ya que para él toda la literatura moderna, en cuanto que no se ha ajustado a la fórmula de un realismo, ha sido “rechazada y marcada sin vacilar con el sello infamante de la decadencia” (Adorno, 2003, 246).

La categoría “decadencia” es señalada por Adorno como difícilmente separable de la contra-imagen política de una naturaleza rebosante de fuerza. A Lukács se le cuela, según Adorno, el aspecto menos material de la dialéctica: la remisión a un sentido inmanente que clasifica y subsume los fenómenos históricos en las categorías del progreso y la decadencia. Con ello el filósofo húngaro pareciera olvidar “el tenor de la crítica de la ideología de Marx y Engels” (Ibidem, 246), pues al pensar los fenómenos socioculturales bajo la denominación del progreso –una verdadera comunidad erigida desde una verdadera conciencia– o la de decadencia –la constatación de la estructura de la conciencia burguesa– traduce categorías naturales sobre algo socialmente mediado: lo sano devino progreso, lo enfermo devino decadencia.

Ahora bien, tanto Adorno como Max Horkheimer fueron especialmente impactados por la contundencia de las elaboraciones benjaminianas de Sobre el concepto de historia (1940) y por la obra de la cual aquella era el preludio metodológico, el Libro de los pasajes3. En este último texto Benjamin (2005) no sólo asevera que “no hay épocas de decadencia” (p. 460), sino que, incluso, explicita el germen de una nueva filosofía materialista de la cultura: “la superación del concepto de ‘progreso’ y del concepto de ‘período de decadencia’ son sólo dos caras de una y la misma cosa” (463). Ello fundó una de las obras filosóficas más importantes de mitad de siglo: Dialéctica de la ilustración (1947) emerge como un intento de leer el curso histórico que decantó en las aporías de la modernidad en una clave dialéctica tal que evidenciara esas dificultades en su matriz conflictivamente ambigua. La octava tesis de Sobre el concepto de historia “parecía haberse convertido en el lema de su investigación” (Wiggerhaus, 2010, 411):

No tiene nada de filosófico asombrarse de que las cosas que estamos viviendo sean ‘todavía’ posibles en pleno siglo XX. Es un asombro que no nace de un conocimiento, conocimiento que de serlo tendría que ser éste: la idea de historia que provoca ese asombro no se sostiene (Benjamin en Reyes Mate, 2006, 143).

En consecuencia, Dialéctica de la ilustración constituye el intento de leer el decurso histórico moderno con el objetivo de “comprender por qué la humanidad, en lugar de alcanzar un estado verdaderamente humano, se hunde en una nueva forma de barbarie” (Adorno y Horkheimer, 2007, 11). El proyecto teórico que le dio forma a este canónico texto responde a la intención de explicitar por qué y en qué sentido el progreso es inescindible de la decadencia –de los fascismos europeos y la sociedad administrada–. Esto lo consiguieron ambos filósofos al cifrar su hermenéutica histórica en la clave de la Ilustración.

El primer capítulo de la obra en cuestión define desde el inicio este concepto clave. Adorno y Horkheimer señalan que la salida de la humanidad de su autoculpable minoridad supone el desencantamiento del mundo mediante el saber porque el objetivo de la Ilustración ha sido desde siempre “quitar a los hombres el miedo y convertirlos en señores” (Ibidem, 19). Ilustración es, entonces, el movimiento mediante el cual la humanidad se ha separado de la naturaleza con afán de dominarla y así subyugar su inconmensurabilidad atemorizante; alude al gesto por medio del cual el hombre ha logrado separarse de un todo indiferenciado para constituirse en sujeto. Así entonces, lejos de conformar un momento eminentemente moderno de la racionalidad burguesa en el sentido en que lo lee Lukács, la Ilustración surgió en el instante en que se diseñó una estrategia para contrarrestar el temor humano suscitado por las fuerzas irracionales de la naturaleza. Ambos filósofos alemanes establecen que Ilustración implica la objetivación de la naturaleza nacida “del temor del hombre, cuya expresión se convierte en explicación” (Ibidem, 30). Dicha objetivación es posible debido al desdoblamiento de la naturaleza en apariencia y esencia porque él “hace posibles tanto el mito como la ciencia” (Ibidem, 30).

Esta es, precisamente, una de las tesis medulares de Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración: la Ilustración no se contrapone al mito, sino que, por el contrario, es “el temor mítico hecho radical” (Ibidem, 31). Según sostienen, mito y ciencia no confrontan excluyéndose y dictaminando dos maneras diferentes de estar en el mundo. Así como Kant revolucionó la teoría del conocimiento al remitirla a las estructuras del sujeto, el mito se ha caracterizado por la proyección de lo subjetivo sobre la naturaleza forjando sobre ella su propio terror en la forma de lo sobrenatural, los espíritus y los demonios. Así entonces, las diversas figuras míticas “pueden reducirse todas, según la Ilustración, al mismo denominador: al sujeto. La respuesta de Edipo al enigma de la esfinge –“es el hombre”– se repite indiscriminadamente como explicación estereotipada de la Ilustración” (Ibidem, 22).

VIII.

Si toda civilización supone Ilustración, no debe perderse de vista que la Ilustración implica barbarie mítica. Esta aseveración permite a Adorno y Horkheimer señalar la médula mítica del moderno estado de la civilización en la imposibilidad de fundar un nuevo orden y el sometimiento a un tiempo de lo siempre igual. Según los filósofos, la repetición de lo mismo como paradigma de la sociedad administrada desentraña la referencialidad dialéctica de mito y ciencia en un proceso histórico el cual remonta sus orígenes más allá de la división social del trabajo.

Lukács había leído su clima cultural como una decadencia que precisaba subsanarse oyendo la latencia de una conciencia verdadera, pues las respuestas que la filosofía podría brindar unilateralmente serían deficientes en la medida que el carácter contemplativo que las fundamenta es el remanente del proceso dialéctico que decanta en la confrontación histórica de dos clases.

La lectura adorniana4 se separa de la del filósofo húngaro: para él no se trata de un proceso histórico cuya ley progresiva abre una instancia decisiva en la que una conciencia se revela falsa y otra verdadera. En realidad, verdad y falsedad responden a un esquema epistemológico más complejo y de largo alcance. Theodor Adorno y Max Horkheimer manifiestan que, en la medida que el mito explica y ordena el mundo, lo somete a la lógica del discurso; consecuentemente, aunque los mitos sean las supuestas víctimas que la razón ilustrada pretendió desenmascarar en cuanto mera superstición bárbara, son, no obstante, productos de la misma Ilustración que los denuncia.

 “El mito quería relatar, nombrar y señalar el origen y, por ende, representar, fijar, explicar” (Ibidem, 24). La ciencia también. Mito y ciencia son los dos extremos dialécticos que se tocan en el umbral de la Ilustración; ella pone de manifiesto que la modernidad no es el punto de llegada de una historia gradual y sucesiva a partir del cual discernir de manera unilateral lo aporético de lo posible o lo falso de lo verdadero; la modernidad es, en cambio, el punto en el que densifican los procesos dialécticos de dominación/subjetivación.

Adorno recurre a la interpretación crítica de obras literarias con el objetivo de darle consistencia y sustento teórico a tales afirmaciones. El procedimiento de la exégesis histórico-filosófica de obras de arte está signado por una elección que en este contexto teórico se revela provocadora, pues “las obras en las que se concentraron Horkheimer y Adorno eran obras de decadencia” (Wiggerhaus, 2010, 414).

Lukács distinguió la realidad griega de la europea5 al entender que el fenómeno de la cosificación, característico de la era moderna, no había incidido del mismo modo dentro de la sociedad griega desarrollada. Adorno, en cambio, vinculó la cultura griega con la modernidad europea y escogió el poema épico Odisea, de Homero –testimonio del resquebrajamiento de los mitos– y las novelas modernas Juliette o las prosperidades del vicio y Justine o los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade –huellas del proceso de obsolescencia de la religión, la metafísica y la moral– (Ibidem, 414).

 Odiseo o el mito y la Ilustración, el segundo capítulo de la Dialéctica de la ilustración, tiene entonces como objetivo mostrar que en el centro de “uno de los más tempranos documentos representativos de la civilización burguesa occidental” (Adorno y Horkheimer, 2007, p. 16) se hallan los conceptos de sacrificio y renuncia. A partir de ello Adorno logra la construcción de una protohistoria de la subjetividad moderna (Schwarzböck, 2008, 47). El análisis exhaustivo de la obra documenta que el mito era ya Ilustración y demuestra “que la Ilustración en esta fase temprana ya se revertía en mitología” (Wiggerhaus, 2010, 414).

En la exégesis de Odiseo, Adorno se propone demostrar la unidad de los polos desdoblados de mito e Ilustración en la explicitación de la unidad histórica de naturaleza mítica y dominio ilustrado de la naturaleza. De allí que pueda considerarse como el espacio en que el filósofo “presenta por primera vez el problema del sujeto tal como lo va a entender en el resto de su obra” (Schwarzböck, 2008, 47).

En Odiseo o el mito y la Ilustración, Adorno muestra que el sentido entero de la peripecia atravesada por el héroe griego consiste en sobrevivir a la atracción que ejercen sobre él los distintos dispositivos naturales a los que se enfrenta en su nueva calidad de sujeto. Por ello, Odiseo representa la novel conquista ilustrada de la constitución de la subjetividad, el modo en que la incipiente subjetividad pergeña y asienta su capacidad de dominio sobre la conducta sacrificial y el hábito de la renuncia. En consecuencia, el texto homérico narra los incidentes que desafían ese nuevo estatus de la humanidad, la subjetividad. Ésta, aún no forjada a fuego por el decurso histórico que la consolidó, adolece de cierta endeblez.

Según Adorno (2007), los mitos están presentes en Odisea de una manera eminentemente ilustrada, pues Homero impone la organización de la unidad a leyendas difusas de modo tal que la exposición es “al mismo tiempo la descripción de la huida del sujeto de las potencias míticas” (59). Odiseo se afirma contra los poderes míticos merced a una renuncia autoimpuesta, él consigue sobreponerse y sobrevivir ante las distintas adversidades al precio de desencantarse a sí mismo (subjetivándose) y desencantar las fuerzas exteriores (objetivando la naturaleza). Ambos procesos de desencantamiento, subjetivación y objetivación, son las variantes del dominio, la matriz específica de la Ilustración. El dominio sobre las fuerzas naturales, la potencia de la Ilustración, ha devenido también dominio de las fuerzas subjetivas en cuanto la contracara dialéctica de ese mismo proceso.

El momento de engaño en el sacrificio es el modelo de la astucia heroica de Odiseo. Él es el prototipo del hombre moderno, acomoda su razón a toda irracionalidad que se le oponga como poder superior. El héroe sacrifica lo viviente en él –el deseo– para salvarse como un sí-mismo. Este motivo es de capital importancia, pues significa que el héroe épico consigue engañar a los poderes míticos en la internalización del sacrificio; es decir, la contracara dialéctica de la constitución de un sujeto capaz de objetivar/dominar la naturaleza es el autodominio en tanto renuncia a la felicidad total.

Así entonces, la afirmación de la Ilustración se gesta en la oposición dialéctica según la cual, para dejar de temer, es preciso renunciar a la afirmación total del sujeto. La subjetivación de la humanidad implica el proceso en espejo de la objetivación, pero la objetivación de la naturaleza supone una subjetivación evidenciada en su carácter mítico: la emancipación del sujeto sólo ha sido posible en la renuncia de su emancipación total.

Lukács había determinado que el carácter contemplativo del sujeto moderno se desarrolla como dominio de la naturaleza en cuanto cálculo de leyes, y su consecuencia es la merma paulatina del carácter activo de la humanidad. Adorno, en cambio, sostiene que el dominio de la naturaleza sólo fue posible por el dominio que el hombre practicó sobre sí mismo para devenir sujeto dominante de un objeto. El filósofo alemán entiende que las acciones rituales son ya ilustradas porque subordinan a los dioses al primado de los fines humanos. En ese sentido, la figura de Odiseo eleva a autoconciencia el momento del engaño sacrificial ya que en él el debilitamiento del temor a la naturaleza no se concibe sin el debilitamiento del placer: he aquí la cristalización sintética de la dialéctica de la Ilustración. Su ideal declarado es la emancipación, pero para lograrlo internaliza el dominio de la naturaleza como autodominio y como sometimiento a un orden totalitario que, paradójicamente –dialécticamente–, impide la emancipación.

La autoafirmación de Odiseo es, “como en toda la epopeya, como en toda la civilización, negación de sí. Con lo cual el sí-mismo cae justamente en el círculo coactivo del orden natural del que intenta escapar asimilándose a él” (Ibidem, 80). Ello queda cabalmente sistematizado cuando la promesa de felicidad albergada en el arte es neutralizada por la industria cultural como mera diversión. El cuarto capítulo de Dialéctica de la Ilustración no podría comenzar de modo más elocuente. Mientras Lukács consideraba la especialización de la vida moderna como uno de los síntomas del desgarramiento del sentido unitario de la vida y, en ese sentido, como uno de las aristas propiciadoras del estado general de la cultura; Adorno asevera en el primer párrafo de La industria cultural. Ilustración como engaño de masas que “la tesis sociológica de que la pérdida del sostén en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y la especialización han acabado produciendo un caos cultural, es diariamente desmentida. Hoy la cultura lo hace todo semejante” (Ibidem, 134).

La protohistoria del sujeto elaborada por Adorno logra enhebrar ciertos elementos de modo tal que explica no sólo por qué el sujeto ilustrado permanece sufriendo, sino también, por qué ese sujeto no ha devenido el objeto de la historia, por qué el sujeto no ha conseguido constituirse en un individuo emancipado ni tampoco en clase revolucionaria. Su crítica puede ser comprendida, entonces, como “la crítica a la teoría lukacsiana del sujeto, montada al final de cuentas con la totalidad hegeliana” (Tischler, 2007, 115). Si para el filósofo húngaro el proletariado asume la condición de sujeto y objeto de la ontología histórica, Adorno, por el contrario, centra su interés en el momento crítico del movimiento histórico, antes que en la reconciliación supuestamente por venir.

IX.

La lectura lukacsiana del proceso histórico que condujo a la modernidad le permite al húngaro generar una crítica a la conciencia burguesa y diagnosticar la imposibilidad de superar la crisis mediante esa misma conciencia. O sea, dado que la conciencia burguesa ha elaborado la filosofía y los conceptos con los que ella piensa la realidad, y dado que su propia estructura está impregnada por la contradicción social de la que emerge, la superación de esa contradicción no podría acontecer si la filosofía se contrajera sobre sí misma. Por eso para Lukács es preciso que la tarea intelectual se impregne y se deje comandar por los requisitos de la clase cuya conciencia posee potencialmente las directrices para combatir el estado deplorable de la sociedad capitalista. Él ve lo decisivo “no en un proceso de subversión dirigido por el conocimiento y motivado por la indignación, sino en un conocimiento que como tal fuera a la vez práctico, en un acto de concientización que como tal fuera una acción” (Wiggerhaus 2010, 106). Por eso sus reflexiones sobre la literatura y la política lo dirigieron a una crítica cultural de la sociedad burguesa-capitalista que “se convirtió en la interpretación de la revolución cultural de la transformación comunista” (Ibidem, 104).

Desde el punto de vista de Adorno, el sufrimiento como estructura forzosa de la subjetividad, como su condición de posibilidad, cristaliza en su contemporaneidad más sacrificial que nunca puesto que “el dominio presupone que todo puede ser reducido a una cosa. Quien quiera dominar a otros tiene que tratarse a sí mismo como si fuera una cosa” (Schwarzböck, 2008, p. 52). Así entonces, la dialéctica que se inicia con la constitución de un sujeto enfrentado pero emancipado de un objeto no incluye las condiciones para que un individuo pueda ser absolutamente un sí-mismo diferenciado y pleno, sino que, la introyección del sufrimiento en cuanto renuncia despeja el terreno y lo abona en función de una subjetividad masificada. Este sujeto ilustrado y moderno, absolutamente desinvidualizado y eminentemente abstracto, da cuenta de la imposibilidad de la individuación en el despliegue histórico moderno.

Tanto Adorno como Lukács entienden que la disposición de la realidad se patentizaba disgregada: ambos identifican una clara fragmentación entre la teoría y la praxis, entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. Los dos comprenden que la estructuración de la edad moderna respondía al decurso dialéctico de la historia y ambos acuerdan en que la división social del trabajo era una realidad innegable. Para Lukács esa división es la dificultad elemental, ya que la especialización a nivel teórico producía un conocimiento fragmentario que impedía a los intelectuales y a los trabajadores ver a través de las apariencias reificadas de la realidad. La dialéctica brinda entonces no sólo la explicación histórica de semejante estado, sino también la solución: enfatizar el momento de la totalidad justificaba el protagonismo del proletariado y el rol del partido.

Adorno, en cambio, entiende que el momento de su presente no puede ser concebido como un punto de llegada a partir del cual revertir cualitativamente las condiciones que desembocaban en el sufrimiento; por el contrario, su lectura de la historia lo persuade de que la modernidad constituye el punto crítico de explicitación de la lógica dialéctica propia de la Ilustración. La tarea demandada por tal despliegue histórico es para él, entonces, la de persistir en los fragmentos para insistir sobre la tensión.

Notas

1. El término “fantasmagoría” aparece ya en un pasaje del Tomo 1, Libro I, Capítulo 1 de El capital. Allí Marx sostiene que “A primera vista, parece como si las mercancías fuesen objetos evidentes y triviales. Pero, analizándolas, vemos, que son objetos muy intrincados, llenos de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos. (...) El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo (...). Lo que aquí reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida entre los mismos hombres” (1959, 36-38).

2. Sobre este concepto, Cfr. Infra IV.

3. Walter Benjamin fue quien dedicó los mayores esfuerzos a denunciar los supuestos y las consecuencias tanto epistémicas como políticas de una historia ordenada por un vector progresivo. Su protohistoria del siglo XIX y sus críticas literarias (El origen del Trauerspiel alemán –1928–, por ejemplo) pueden contarse entre sus intentos de delatar las raíces de esta organización temporal de la historia.

4. Como se puede advertir, en ocasiones referimos los análisis de Dialéctica de la Ilustración a la autoría de Adorno. Si bien es cierto que Adorno y Horkheimer se hicieron responsables por igual de todos los juicios vertidos en esta obra, los estudios posteriores han permitido establecer que el trabajo documental posterior ha permitido establecer que el Excurso I, aquel que ocupa nuestras reflexiones por el momento, “procede de Adorno, con escasa participación de Horkheimer” (Caro, 2008, p. 59).

5. Cfr. Supra IV.

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