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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.22 no.2 Mendoza jul. 2020

 

ARTÍCULOS

Tropofilia y reducción: sobre el papel de las figuras en la retórica

Tropophilia and reductionism on the role of figures in rhetoric

 

Juan Ignacio Blanco Ilari

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Universidad Nacional de General Sarmiento
Universidad Católica Argentina

 

Recibido: 19/03/2019
Aceptado: 30/01/2020
 


Resumen

En este trabajo me propongo reivindicar el papel que juega el lenguaje figurado en el pensamiento filosófico. Para ello repasaré el modo en que la historia de la retórica fue relegando la lexis a mera ornamentación sin sustancia especulativa. El correlato de la retórica entendida como análisis de las figuras poético-literarias es la subestimación de las figuras. Quisiera, en este trabajo, revertir esa mirada. Para ello tomaré, a modo de muestra, dos autores que subrayan la relación entre tropos y pensamiento. En primer analizaré la tesis radical de Nietzsche (el lenguaje es retórica, en el sentido de lenguaje figurado) y luego tomaré la tesis más matizada de Ricoeur según la cual la metáfora (como sinécdoque de retórica) tiene un poder desocultador, revelador, insoslayable e irreductible.

Palabras clave: Tropos; Reduccionismo; Figuras; Retórica.

Abstract

In this paper I propose to reinvindicate the role that figurative language plays in philosophical thought. For this I will review the way in which the history of rhetoric was relegating the lexis to mere ornamentation without speculative substance. The rhetoric understood as an analysis of poetic literary figures is accompanied by the underestimation of the figures. I would like, in this work, to reverse that look. For this I will take two authors that emphasize the relationship between tropes and thought. In the first place I will take the radical thesis of Nietzsche (the language is rhetorical, in the sense of figurative language) and then I will take Ricoeur's more nuanced thesis according to which the metaphor (as a synecdoche of rhetoric) has a revealing, unavoidable power and irreducible.

Keywords: Tropos; Reductionism; Figures; Rhetoric.


 

Introducción

En su ya clásico seminario dictado en 1964/5, Roland Barthes repasa el curioso destino que la retórica, a lo largo de sus muchos años, ha debido transitar1. De origen incierto, esta disciplina ha oscilado entre un enfoque estrecho, que la encorsetaba en una formalización de la lógica informal o teoría de la argumentación, y uno amplio, que la arrastra hacia todas las regiones de la comunicación. Desde entonces, y debido quizá a su misma naturaleza multifacética, la retórica se ha ido definiendo en el contraste con sus “vecinas” (gramática, semiótica, lógica, poética, filosofía, literatura), y en la correlativa circunscripción de su huidizo objeto de estudio.

Este trabajo, por demás ambicioso, quiere dirigir una admonición a la rehabilitación que la retórica ha experimentado en estos últimos setenta años. Dicha refundación comparte, con la mirada oficial, una crítica injusta por tendenciosa y reduccionista. En última instancia, me guía el propósito de desagraviar un aspecto de la retórica que ha sido atacado y minusvalorado sobre la base de una interpretación simplista. Lo que pareciera estar en juego en la depreciación que quiero denunciar, y corregir, es toda una teoría de la razón, de su capacidad de descubrir y fundamentar, que ha sido blandida por buena parte de la tradición filosófica, la misma que ha denostado a la retórica en todas sus facetas.

El trayecto que voy a seguir contemplará una parte diacrónica y una parte sistemática. Desde un punto de vista histórico me gustaría repasar el modo en que el estilo (lexis) se ha ido desprendiendo de su relación sinérgica y connatural con las otras partes fundamentales de un buen discurso (según la retórica clásica): la inventio, la dispositio2. Los procesos de progresiva diferenciación, esperables en un abordaje técnico analítico, junto con el énfasis en los aspectos argumentales cortados al ras de un modelo dialéctico silogístico, fueron relajando los lazos que unían estas partes en un todo indivisible, al tiempo que consagraban una postura sobre la lexis que la tornaba superficial. Una vez debilitados los lazos, y declarado su carácter instrumental, la suerte de la lexis estaba sellada: un corrimiento cada vez más pronunciado hacia las fronteras de la disciplina, con su consecuente pérdida de importancia.

En la generación de esta situación concurren una determinada concepción de la filosofía, de su naturaleza y función, y una concepción del estilo asociada, cada vez con más fuerza, a cuestiones cosméticas, ornamentales, superpuestas a los “verdaderos argumentos” . Entonces, el juicio histórico que se ciñe sobre la retórica (en particular, su reducción tropológica) es solidario de una determinada concepción del saber y del lenguaje que entiende a las figuras de estilo como un extra opcional, una especie de vestido que engalana lo que, de todas maneras, lo trasciende en importancia.

Mi tarea, algo jactanciosa, es recalibrar aquel juicio, poniendo sobre el tapete otra interpretación de las figuras, que las acerca al pensamiento especulativo, a la verdad entendida como apertura, desocultamiento y fundación de toda posible demostración. Si mi apreciación es correcta, entonces, deberíamos decir que el destino de la retórica exhibe un proceso de radicalización más que de reducción. El matiz marca una diferencia importante, ya que conlleva toda una resignificación de la retórica, en particular de uno de sus componentes: la tropología.

La depreciación de las figuras, y la retórica reducida

Enunciemos el hecho consumado: “(H)oy, nos encontramos en la tesitura de titular retórica general lo que en realidad es un tratado de figuras” (Genette, G. 1989, 24). El tono oscila entre la crítica y la nostalgia. Genette pudo escribir esto hacia el año 1972, unos catorce años después del Tratado de la Argumentación del par Perelman – Olbrech Tyteca, cuyo subtítulo reza “la nueva retórica” . Sin perjuicio de que Genette decide ignorar algunas importantes contribuciones a la rehabilitación retórica de la razón práctica promovidas entre los años 50 y 60 de la pasada centuria, es verdad que esta rehabilitación perfilaba, cada vez con mayor claridad, una disciplina autónoma que ya pocos se atreven a llamar “retórica” (el menos en el sentido clásico). Una vez constituida la “lógica informal” en una práctica independiente, la retórica se vio más tironeada por el estudio de las figuras en el marco de lo que llamamos literatura. Este acercamiento entre “retórica” y “literatura” , vía una creciente tropofilia, iba acompañado de un languidecer de ambos componentes de la díada en relación a sus capacidades cognitivo/epistémicas. Spang, sin eufemismos, afirma: “la última causa de esta mala fama de la retórica se debe a una indebida reducción del sistema retórico, a una unilateral restricción de las fases de la elaboración del discurso a un solo aspecto del sistema, además muy marginal y relativamente baladí, a saber, a las llamadas figuras retóricas” (Spang, K. 2009, 17). Al final de un largo camino hay una extendida tendencia a asociar retórica/tropología/literatura/ornamentación. Desactivar parte de esta asociación motoriza este trabajo. Ricoeur resume la tesis de Genette de la siguiente manera:

Lo que los últimos tratados de retórica nos ofrecen es, según una feliz expresión de Gerard Gennet, una “retórica restringida” , restringida primero a la teoría de la elocución, luego a la teoría de los tropos. La historia de la retórica es la historia de la piel de zapa. Una de las causas de la muerte de la retórica está allí: reduciéndose así a una de sus partes la retórica perdía al mismo tiempo el nexus que la unía a la filosofía a través de la dialéctica; perdido este lazo, la retórica se volvió una disciplina errática y fútil. La retórica muere cuando el gusto por clasificar las figuras suplanta totalmente al sentido filosófico que animaba el vasto impero retórico, mantenía unida sus partes y ligaba el todo al organon y a la filosofía primera (Ricoeur P. 1977, 16).

Algunos historiadores señalan lo que consideran una paradoja: el primer sistematizador de la retórica, aquel a quien le debemos las bases programáticas y conceptuales de esta praxis, dedicó sólo una pequeña porción de su tratado a las figuras de estilo. Lo más relevante era, sin duda, las cuestiones argumentales, el tipo de verdad y de prueba que puede alegarse en las cuestiones éticas y políticas, las cuestiones performativas de la persuasión (un detallado análisis del emisor, del receptor y del mensaje), las características ontológicas de los objetos sobre los que se debate (contingencia, particularidad, contextualidad), las credenciales que puede ofrecer el mejor argumento para posicionarse como “racional” , etc. En este mapa, las figuras de estilo solo tienen un papel menor, más relacionado con aspectos pedagógicos y cosméticos que con cuestiones de fondo. Pero algo ha sucedido en el transcurso de la historia de la retórica que ha invertido las relevancias. Barthes es conciso: “La retórica aristotélica pone el acento en el razonamiento; la elocutio (jurisdicción de las figuras) no es más que una parte menor (menor en el mismo Aristóteles); luego sucede lo contrario: la retórica se identifica no con los problemas de prueba, sino de composición y de estilo” (Barthes, R. 1993, 94). Este desplazamiento en el orden de prelación viene de la mano de una concepción puramente ornamental de los tropos, solidaria de una teoría de la sustitución.3

La retórica entendida como una teoría de la argumentación no podía sino tomar la lexis en un sentido derivado y secundario. Desde este enfoque, las figuras de estilo cumplen un papel importante sólo como transmisoras de persuasión, es decir, en tanto consolidan los esquemas argumentales y las pruebas previamente recolectadas (inventio) y ordenadas (dispositio). La ornamentación es secundaria en relación a la disposición de las pruebas y argumentos.

Hay razones históricas que reman hacia la coronación de la lexis como eje de la retórica, y su consecuente reducción tropológica. Buena parte de la tradición ubica el origen de la retórica en la leyenda de Corax y Tisias. Según esta genealogía canónica, la retórica nace de la necesidad de superar algunos pleitos relativos a la propiedad privada por medio de la palabra razonada, o mejor, de la persuasión.4

El campo propicio para la elaboración de técnicas discursivas, que permitan convencer a un auditorio numeroso, es un sistema político que haga participar a sus ciudadanos de las decisiones. La retórica se nutre de estos conflictos, y se empeña en lograr una dinámica de resolución que tenga como horizonte la argumentación. La disposición comportamental recomendada para la propagación de la retórica sólo se cultiva en un sistema republicano. En palabras de Nietzsche: la retórica “es un arte esencialmente republicano: uno tiene que estar acostumbrado a soportar las opiniones y los puntos de vista más extraños e incluso a sentir cierto placer en la contradicción; hay que escuchar con el mismo buen agrado que cuando uno mismo habla, y como oyente hay que ser capaz, más o menos, de apreciar el arte aplicado” (Nietzsche, F. 2000, 81).

Si conflicto, participación popular en las decisiones de gobierno y de justicia, y retórica van de la mano, entonces es esperable que, en un contexto en el que desaparezca alguno de estos componentes, los otros queden desnaturalizados. El decaimiento de las democracias antiguas, y el ascenso y consolidación del Imperio Romano, menguó, lógicamente, la importancia de la retórica. No hay necesidad de persuadir donde no hay debate. No hay retórica donde no hay multiplicidad de opiniones y la búsqueda del mejor argumento. Tácito, hacia el siglo I, redactó un Diálogo de los Oradores en el que indaga los motivos de la decadencia de la oratoria. La poca influencia que ejercían las escuelas de retórica, la paupérrima categoría de los foros judiciales, la desaparición de los temas de interés público, se debían a la decadente situación a que había conducido la existencia de gobiernos autoritarios: “¿Quién oyó hablar jamás de un gran orador en un lugar gobernado férreamente como Persia?” (cfr. Tácito, C. 1981, 216). Todo el diálogo se encamina hacia una conclusión: sólo en una sociedad libre puede la lucha de argumentos crear la gran oratoria. En las comunidades “férreamente gobernadas” , los aspectos más “racionales” de la retórica se retiran, y dejan en el centro de la disciplina las cuestiones de la belleza y el encantamiento que podemos provocar por medio del (y gracias al) lenguaje.5

Otro momento destacado en la reducción de la retórica a un tratado de los tropos, con su concomitante degradación de éstos a meros ornamentos, lo configura la educación formal, ya en los albores de la edad media, estructurada en el trivium. La relación entre retórica, gramática y lógica pierde su aire de interdependencia y horizontalidad desplazándose hacia una verticalidad jerarquizante. Si en el siglo V la retórica todavía tenía una preeminencia sobre sus “parientes pobres” , en el siglo XIV la lógica ocupa por entero el papel de fundamentación del saber. Claro que en el medio (entre los siglos VII a X) la gramática fagocita a la retórica consagrándola como una disciplina derivada, cuya tarea consiste en proveer los colores necesarios para que la verdad se vea más atractiva al común de la gente, aquella que no tiene ni el tiempo, ni la disposición intelectual para percibir dialécticamente la verdad.6

“Esta debilidad de la retórica, empequeñecida por el triunfo de los lenguajes castradores, la gramática (…) y la lógica, se debe probablemente a que está por completo orientada hacia el ornamento, es decir, hacia lo que se considera accesorio, frente a la verdad y al hecho (primera aparición del fantasma referencial): aparece entonces como lo que viene después” (Barthes, R. 1993, 105/6).7 Pareciera que la degradación de la retórica a mera tropofilia se produce en el seno de una interpretación de los tropos en clave instrumental, es decir, algo que puede no estar sin alterar la cuestión cognitiva de fondo. Ver en los tropos un mero instrumento (que puede ser cambiado por otro) forma parte de lo que denominábamos más arriba “teoría de la sustitución” .

 Ya en el siglo XVIII el término retórica se asocia espontánea e inmediatamente al estudio de la elocutio, y a ésta con el análisis de los tropos. El tratado Des Tropes de Dumarsais (1730) es un claro y clásico eslabón en la historia de la reducción tropológica. Su análisis de las figuras ya no es propiamente retórico sino netamente semántico. Coloca en el centro las figuras de sentido, y las define como aquellas mediante las cuales se hace adoptar a una palabra un significado que no es precisamente el “suyo propio” y, por tanto, a situar en el centro del pensamiento retórico la oposición de “lo propio y lo figurado” y, por lo tanto, a convertir la retórica en un pensamiento de la figuración, torniquete de lo figurado definido como lo distinto de lo propio y de lo propio definido como lo distinto de lo figurado, y a encerrarla por mucho tiempo en ese “meticuloso vértigo” (Genette, G. 1989, 25). Casi un siglo después, Fontanier toma la posta y vigoriza el criterio de sustitución como esencial a las figuras (excepción hecha de la catacresis). Comenzaba entonces un proceso de segunda reducción que iría, vía análisis semiótico y semántico, hacia una contracción de la tropología centralizada en la metáfora, y a una lenta muerte de la retórica.

Tropos y pensamiento especulativo

1) Recolección histórica

Recordemos la tesis que sostengo: hay una historia paralela, y algo subterránea, que entiende la retórica en términos más amplios y más filosóficos. En el marco de esta historia, también se percibe una exaltación de los tropos, salvo que aquí adquieren una dimensión especulativa única, esencial e irrenunciable. Entonces, por esta vía, el tropocentrismo no puede ser visto como un empobrecimiento, sino mejor como una radicalización en clave teórica, que logra identificar los elementos últimos de nuestra relación con el mundo y con los hombres.

Esa historia paralela es casi tan antigua como la historia oficial. Sin mayores pretensiones, señalaré sólo algunos momentos en el devenir de la retórica que la delimitan. Es fácil colegir que esta soterrada historia pende de una definición de retórica más abarcativa y englobante que la definición clásica, demasiado ceñida a las cuestiones de argumentación y demostración.

Lo primero que habría que subrayar es que la retórica no es, inicialmente, una tekné, sino una dynamis. Para Aristóteles la retórica “es la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente” (Aristóteles, 2002, 52). Comenta Nietzsche: “Por lo tanto no es ni una episteme, ni una teckné, sino una facultad (dynamis), la cual, sin embargo, podría ser elevada a teckné” (Nietzsche, F. 2000, 85). Además, esta facultad es de alcance universal, pues se ejerce “para cada cosa” .

En la misma línea afirma Heidegger: “Aristotle defines rhetoric (…) as a δύναμις. This definition is asserted despite the fact that Aristotle more often designates it as τέχνη. This designation is ungenuine, while δύναμις is the genuine definition” (Heidegger, M. 2009, 78).8

El hecho de referirla como una dynamis pone el acento en el carácter natural y espontáneo de la retórica. Es decir, la oratoria forma parte de las disposiciones de los hablantes (con mayor o menor eficacia) que se enraíza en prácticas políticas y en el mundo de la vida de una comunidad. Antes de ser sometida y degradada (según lo ve Nietzsche) al análisis teórico, a la codificación y a la taxonomía, la retórica forma parte de la comunicación natural, dóxica, histórica. El enfoque analítico le saca fluidez al tiempo que le impone criterios foráneos de eficacia y racionalidad.

Sin embargo, y más allá de la aparición del termino dynamis en la definición de retórica, Aristóteles recibe una tradición altamente codificada, tecnificada.9 En Aristóteles la lexis se deprecia en elemento secundario. Lo verdaderamente importante es la contemplación (theorein), la expresión es un extra secundario, más cercano a lo “accidental” que a lo esencial.

Una segunda cuestión importante, que enlaza con la primera, es la concepción del logos que sostienen muchos retóricos clásicos y que no encaja en una mirada puramente instrumental del tropo, propia de la retórica/argumentación Según la mirada instrumental, un argumento se caracteriza por ciertas propiedades lógicas más que estilísticas. En el fondo, lo que importa es el encadenamiento formal de las premisas para lograr una conclusión. Una vez que tengo el armazón lógico puedo ver cuál es el mejor modo de expresarlo. En este sentido, puede haber varios modos de expresar el encadenamiento, no habiendo relación esencial entre la “forma” y el “contenido” . Nuevamente, teoría instrumental y teoría de la sustitución hacen juego. En los trabajos de los oradores clásicos encontramos una constante: el elogio al poder del “logos” . “Logos” es una palabra con una resonancia fundamental. Su caudal connotativo contiene conceptos como “palabra” , “razón” , “fundamento” , “cosas dichas” , “lenguaje” , “discurso” . Todas estas acepciones, que el tiempo irá aislando y desmenuzando, estaban condensadas en aquél termino, del que ya nadie duda forma parte del armazón principal de la filosofía. Debido a los avances en el campo de la lingüística y la semiótica, hoy somos más sensibles al problema de la traducción. Sabemos que traspasar lo expresado en una lengua a otra presupone un ejercicio de selección y recorte que puede distorsionar el significado originario, iniciando nuevas series de asociaciones y obliterando otras. Esto es lo que sucedió con algunas traducciones del término “logos” del griego al latín, en particular en algunas construcciones oracionales. Traducir “Zoion logon echon” por “animal racional” es volcar mucha teoría.10

Esto nos permite dimensionar un poco más el papel que tiene el lenguaje para la retórica. Isócrates ve en el logos no sólo un medio de expresión y persuasión dialéctica. El papel más destacado del lenguaje no está allí, sino antes, en su capacidad de fundación de la comunidad política y del mundo que habita esta comunidad. El lector atento puede advertir, en algunos pasajes de Isócrates, un lejano antecesor de la teoría constitutivo/expresiva del lenguaje.

Language is also regarded by Isocrates as the conditio sine qua non and ground of human communication, offering men the possibility of living together, building towns, founding a culture and entering into dialogue. Communication is the mutual exchange of convictions such as take place in education, in practising and transmitting science, and in intimating to each other what is in our heart and mind, namely, our knowledge, feelings and desires. A community can therefore be said to exist where the members operate within a system of roughly similar ideas (Ijsseling, S. 1976, 19).11

El poder de la palabra lo abarca todo, no sólo lo que se pone en juego en las asambleas deliberativas y en las cortes judiciales. La amplitud del logos hace coextensible el alcance de la retórica con el fenómeno mismo de la comunicación. Hay retórica donde hay lenguaje, y lenguaje hay en todos lados.

Por otro lado, no está claro a cuál de los tres géneros clásicos de la retórica le corresponde la supremacía en el orden de la definición. Barthes, por ejemplo, entiende que la retórica se inicia y expresa su naturaleza más esencial en el ámbito forense; luego en el deliberativo y por último en el epidíctico. Otros, en cambio, nos recuerdan que la retórica nace al calor de la gran poesía griega. La relación entre retórica y poética precede a la esquematización y tecnificación de la retórica en términos de teoría de la argumentación. En última instancia, la fábula de Corax y Tisias es muy posterior a la gran tradición homérica. La épica (y la poesía en general) entendida como arte de la palabra es bastante anterior a la delimitación y análisis de las técnicas argumentativas. En esta dirección, el género más antiguo y quizá más puro de la retórica sea el epidíctico.

Una conclusión preliminar afirmaría que el tipo de retórica al que adscribamos dependerá de la historia que contemos acerca de su comienzo. La concepción más extendida y visible de la retórica ubica su origen, como señalamos más arriba, en cuestiones litigiosas, en la necesidad de dirimir por medio de técnicas argumentativas diferentes pretensiones políticas y jurídicas. Pero la versión estándar es sólo una versión, y no necesariamente la más rigurosa:

What we might call the received, standard history of rhetoric typically presumes that "rhetoric" is and was originally, essentially, an art of practical civic oratory that emerged in the law courts and political assemblies of ancient Greece and Rome, while defining epideictic, literary, and poetic manifestations of this art as "secondary," derivative, and inferior. (This opposition often takes on a gendered tone as well: practical rhetoric is more manly.) Practical rhetoric is understood as an art of argumentation and persuasion suitable for deliberation, debate, discussion, and decision in the civic arena, or what Jürgen Habermas might call the "public sphere", while epideictic, poetic, or literary rhetoric is understood as a "display" (or "mere display") of formal eloquence serving chiefly to provide aesthetic pleasure or diversion, or to provide occasions for elegant consumption and displays of high class taste, or to rehearse, reconfirm, and intensify dominant ideologies (Walker, J. 2000, vii).12

Otros prefieren remontarse más allá: “Among the ancients, Homer is most often considered to be the father of rhetoric, with nearly half of the Iliad and more than two thirds of the Odyssey consisting of speeches by actors. Here one can find the pratical application of almost all rhetorical rules and directives which only later were explicitly formulated” (Ijsseling, S. 1976, 26).13 Según esta historia, la retórica, como disciplina de la palabra, estaba eminentemente encarnada en los grandes poetas, quienes aunaban las virtudes de la persuasión, de la memoria y del carácter fundador del lenguaje. Si hurgamos en aquellos procesos originarios, encontraremos que la poesía antecede a la prosa trabajada, y que esta conserva al principio, y pierde después, su relación con el poder desocultador de la palabra.14 Lo que parece claro es que en el poeta la taxis es inseparable de la lexis, como la forma del contenido. Lo que también parece claro es que el poeta no solo quiere transmitirnos un hecho, también quiere tocar nuestra fibra emotiva. “Forma-contenido” y “logos-pathos” son pares indisociables en la empresa poética. Lo que en la retórica estaba unido, la filosofía de la retórica lo ha separado.15 

2) Irreductibilidad y desornamentación de los tropos

Pasado el sobrevuelo histórico, quisiera ahora detenerme en aspectos más sistemáticos. Como dije en algún momento, la rehabilitación de los tropos (y con ellos, de la retórica) no obedece sólo a una reducción en términos ornamentales. Hay una línea especulativa, filosófica, que retoma la importancia de los tropos en clave gnoseológica y ontológica. Una de las tesis que vengo sosteniendo es que el juicio que ve en la historia de la retórica un progresivo proceso de “restricción” , entiende a los tropos en términos subsidiarios, contingentes. Si por el contrario, vemos en los tropos algo esencial para el descubrimiento, conservación y transmisión de hechos, objetos, sentimientos, etc. entonces lo que se ve negativamente como un proceso de retracción y empobrecimiento, aparece ahora bajo una nueva luz, más enriquecedora y desagraviante.

Dos son las líneas que seguiré en esta etapa. Aunque en varios aspectos contrarias y divergentes, estas líneas se unen en un nudo que considero central: la rehabilitación de los tropos (en particular la metáfora) como elemento cognitivo irreductible a cualquier otra forma del discurso. Por un lado, tomaré los cursos de retórica que dio Nietzsche a comienzos de 1870. Allí se advierte un giro radical, pues se propone invertir la relación de antelación y dependencia que media entre “sentido propio y sentido figurado” , “esencia y expresión” , “lógica y retórica” . Para Nietzsche el análisis de los tropos representa una estrategia formidable para desmantelar la estructura metafísica del saber y del pensar, al tiempo que permite recuperar un saber más originario y auténtico. Exhibiendo ya un incipiente interés por la genealogía, se propondrá mostrar de qué modo los conceptos centrales de la filosofía son en realidad metáforas (olvidadas), y en el extremo más radical de la hipérbole, por qué el lenguaje es esencialmente tropológico.

El otro autor que visitaré, un poco más detenidamente, es Ricoeur. Se sabe que La Metáfora Viva (1975) es una obra monumental que ha ejercido una gran influencia en todos los trabajos posteriores sobre la materia. Lo que más me interesa en el abordaje ricoeuriano es el modo en que subraya la irreductibilidad de lo transmitido en la metáfora (transmisión que comprende aspectos epistémicos y ontológicos que hacen juego con aspectos volitivos y páthicos). La metáfora no es un ornamento porque no tolera el principio de sustitución (hasta aquí Ricoeur), y, esto ya es una opinión mía, en el extremo ni siquiera la perífrasis. Por lo tanto la metáfora se muestra como el único modo de decir determinados aspectos de la realidad que no pueden ser dichos “directamente” ni en el lenguaje conceptual, ni en el lenguaje común. Los tropos mostrarían su verdadero temple en su capacidad única e indelegable de “abrir aspectos del mundo vedados a otras formas del decir” . Me estoy adelantando demasiado. Comencemos con Nietzsche.

Algunos autores, principalmente franceses, advierten en el giro retórico de Nietzsche una estrategia general para desmantelar la metafísica en tanto búsqueda de la verdad última, esencial, fundamental. Los tropos habilitan una crítica, desde dentro de la filosofía misma, a la primacía del concepto.

Esta estrategia comienza llevando la matriz generativa de los tropos, la “transferencia” (übertragung), más allá de su aplicación al lenguaje figurativo, hasta el origen mismo del proceso perceptivo, y de allí a la totalidad del proceso comunicativo. Si bien para esta época la fisiología no había irrumpido con fuerza en el esquema de pensamiento nietzscheano, la explicación de la percepción en términos de procesos de transferencia de hechos físicos a lingüísticos asoma de una manera importante. En este sentido, creo que Nietzsche hace un fetiche del concepto de “transferencia” (o alguno de sus derivados), aplicándolo incluso en regiones que trascienden con mucho el clásico abordaje de los tropos. Llamo a esto proceso de radicalización.

Una palabra, afirma Nietzsche, “es la reproducción en sonidos de un impulso nervioso” (Nietzsche, F. 1996, 21). Esta reproducción implica el paso de un medio (físico) a otro (mental) que le es heterogéneo. En realidad la palabra supone un doble proceso de transferencia: se transfiere un estímulo nervioso en una imagen, y luego se transfiere la imagen en sonido. Esta doble transferencia muestra que la palabra, incluso en su carácter más original, tiene como condición de posibilidad la implementación tropológica (la transferencia de un medio a otro diferente). Este es el costado más radical del enfoque: “Los tropos no se añaden ocasionalmente a las palabras, sino que constituyen su naturaleza más propia. No se puede hablar en absoluto de una significación propia, que es transpuesta a otra cosa sólo en determinados casos” (Nietzsche, F. 2000, 93). La ilusión del “sentido propio” es lo que primero debemos abandonar, pues todo lenguaje expresa, al menos en su origen, el modo en que el sujeto es afectado por la realidad que lo circunda. No tiene ninguna pretensión de captar “la cosa en sí” .16

La línea histórica que hemos recorrido en compañía de Genette, articulaba el problema de los tropos sobre el fondo de la distinción “propio – impropio” , distinción que se apoya en el clásico abordaje aristotélico. La metáfora, dirá Aristóteles, es la transferencia de un nombre que pertenece a una cosa a otra. Esto, recordemos, puede hacerse de género a especie, de especie a género, de especie a especio o según analogía. Es decir, sólo en un mundo ordenado previamente en géneros y especies puede haber algo así como metáforas.

Debilitado el platonismo de los géneros y las especies objetivas, Nietzsche se propone invertir el esquema: lo original es la metáfora, es decir, lo propio es lo impropio. En efecto, en el amanecer mismo del lenguaje operan diversos procesos de transferencia (del estímulo nervioso a la imagen, de la imagen a la palabra, etc.). Si esto es así, los tropos no son ornamentos que recubren el sentido “propio” de las palabras.17 En línea con Cicerón, Nietzsche afirma que los tropos surgen por necesidad y luego se desplazan hacia las cuestiones de belleza y ornamentación.18

Nietzsche recalca la relación de interdependencia semántica que aúna “sentido propio” , “concepto” y “esencia” . La tríada representa el punto final de un proceso tropogenético olvidado de sí. Pensemos en el origen del concepto. “Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es verdad que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese “la hoja” , una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas” (Nietzsche, F. 1996, 23/4). Es decir, el concepto se forma por una comparación que instaura una semejanza. Se transforma en idéntico lo que es semejante. Puede haber una finalidad pragmática en la conceptualización (no podríamos comunicarnos sin conceptos). El problema del filósofo es que “esencializa” el producto de este recurso pragmático por medio, nuevamente, de una transferencia que pone como una característica externa lo que no es más que un producto interno. El proceso de esencialización es ya una decadencia, porque al olvidar el origen del lenguaje lo aleja de la realidad material, de la fuerza corporal. El concepto “hombre” no habita entre nosotros. Por el contrario, es un miembro del “mundo ideal” . Por ello afirma Nietzsche que la retórica se produce al nivel de la doxa, porque pretende transmitir una experiencia al nivel de los hombres vivos, de carne y hueso.19

La idea que las palabras tienen un sentido propio, universal y atemporal, tiene, para Nietzsche, un origen y una motivación política. El primer conflicto que debemos superar para poder vivir juntos es el lingüístico. Es decir, el primer elemento que nos debe convocar en una verdadera comunidad es la significación. Necesitamos ponernos de acuerdo en lo referente al significado de las palabras, a lo que las cosas son. “Puesto que el hombre (…) desea vivir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz (…) Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces debe ser “verdad” , es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre “verdad” y “mentira” (Nietzsche, 1996, 20).

Así, por un mecanismo de alienación (que no es otra cosa que un mecanismo de transferencia) cristalizamos el significado y lo ontologizamos. Lo que era producto de nuestro acuerdo o perspectiva lo predicamos de la cosa misma. Decimos “la piedra es dura” porque a nosotros (a nuestra comunidad) nos afecta de esa manera; luego creemos que la “dureza” es una propiedad de la piedra (la gramática de la oración así lo muestra).

Así surge, entonces, el objetivismo y con él, la metafísica. Una relación de dependencia lineal une las nociones de “sentido propio” y “esencia” y “verdad” .20 Frente a esto sentencia Nietzsche: “No hay ninguna «naturalidad» no retórica del lenguaje a la que se pueda apelar: el lenguaje mismo es el resultado de artes puramente retóricas. El poder de descubrir y hacer valer para cada cosa lo que actúa e impresiona, esa fuerza que Aristóteles llama “retórica” , es al mismo tiempo la esencia del lenguaje” (Nietzsche, F. 2000, 91).

El olvido es la facultad esencial que interviene en la metamorfosis que lleva del tropo al concepto. Las palabras (las oraciones) comienzan expresando una impresión del agente, destacando un modo de aparecer de la cosa (“Juan es bueno” hace aparecer a Juan dentro del campo perceptivo/semántico de la bondad). Esta expresión responde a objetivos comunicacionales pragmáticos que lejos están de los intereses metafísicos por la cosa en sí. Ahora bien, esa impresión compartida comienza a propagarse, a repetirse, y entra en una espiral de cristalización y fijación. Este proceso consiste en transferir lo que es “para nosotros” a algo que es “en sí” . En el medio habita el olvido. Por lo tanto, entre la imagen y el concepto no hay una diferencia de cualidad, sino de grados de vivacidad. Lo que hay son metáforas vivas y metáforas muertas (conceptos).

También las necesidades comunicacionales suministran dosis de olvido que son esenciales para el correcto funcionamiento del lenguaje. Sabemos que el lenguaje tiende a la economía en el intercambio de menajes. El principio de economía se traduce, muchas veces, en mecanismo de retracción, por el cual abreviamos al extremo las oraciones según los contextos lingüísticos. Así, por ejemplo, decimos, “pásame, por favor, la carpeta roja” . El filósofo objetivista y el científico saben que no hay nada fuera del sujeto de lo que pueda predicase con verdad “ser rojo” . En rigor (el rigor del filósofo objetivista y del científico), la carpeta no es roja. A lo sumo tiene algunas propiedades inmanentes que, combinadas con algunas propiedades ambientales y algunas propiedades biológicas del perceptor, podrían producir la experiencia que “llamamos” rojo. Ahora bien, si un empleado de librería le dijese a su compañero “pásame, por favor, la carpeta que tienen propiedades “x” e “y” , las que debidamente combinadas con luz y con las propiedades perceptivas, fisiológicas y anatómicas (“p” -“q” ) que poseemos los individuos de la especie homo sapiens que gozamos de una salud media, producen en la parte posterior del cerebro la experiencia de lo que llamamos comúnmente “rojo” ” ; seguramente nos parecería un desquiciado y dudaríamos de su salud mental.21 Dos principios concurren en la cristalización y esencialización: el de economía del lenguaje, y el de “transferencia” natural de lo “para mí” a “en sí” . El problema no es que el lenguaje tenga estos principios, el problema es que el filósofo objetivista olvida su genealogía y finalidad, y al hacerlo funda la metafísica.22 Por ello, la verdad es entendida como una propiedad de ciertos enunciados que expresan hechos objetivos (hay una relación entre verdad y objetividad). Pero esta noción de “verdad” es el resultado de olvidar el modo en que el proceso de metaforización originaria produce “verdad” . La “verdad” , en su estado naciente y en su verdadera naturaleza (si cabe la expresión poco nietzscheana) surge del acuerdo intersubjetivo en destacar algunos rasgos de las cosas por sobre otros. Esta decisión, como vimos, responde más a motivos políticos que científicos.23

Pasemos ahora a Ricoeur

El modo en que Ricoeur se topa con el problema de las estructuras significativas de doble sentido explica buena parte de la postura que defenderá en relación a la metáfora. Una vez desarrollada su fenomenología de lo voluntario y lo involuntario (hacia 1950), decide levantar el paréntesis en el que había encerrado algunas experiencias empíricas, en particular la experiencia del mal. “La consideración del problema del mal trajo al campo de investigación nuevas perplejidades lingüísticas que no aparecieron antes. Estas perplejidades lingüísticas estaban relacionadas con el uso del lenguaje simbólico como un enfoque indirecto al problema de la culpa. ¿Por qué un enfoque indirecto? ¿Por qué el lenguaje simbólico cuando tenemos que pasar de una filosofía de la finitud a una filosofía de la culpa? Esta es la pregunta que me intrigaba. El hecho es que tenemos un lenguaje directo para decir propósito, motivo, “yo puedo” , pero hablamos del mal por medio de metáforas tales como desvío, vagabundeo, carga y cautiverio. (…) En otras palabras, podía hablar de acción intencional sin lenguaje simbólico, pero no podía hablar de voluntad mala o del mal sin una hermenéutica” (Ricoeur, P. 1983, 10/11). Por lo tanto, el análisis del lenguaje indirecto, figurado, simbólico, irrumpió como una exigencia metodológica proveniente de la constitución del objeto de estudio. Ricoeur no tardó en percatarse que lo que las diferentes culturas expresaban en términos metafóricos (o simbólicos) no podía traducirse al lenguaje conceptual, unívoco, unidimensional requerido por el método de ascendencia husserliana. Había que pasar de una fenomenología a una hermenéutica.

Ricoeur entiende que la línea que recorre el tratamiento clásico de la metáfora está demasiado tutelada por una concepción positivista del conocimiento. Inclusive, la historia contada por Genette es una historia en clave emotivista (un derivado del positivismo aplicado a las figuras retóricas), en donde solo la denotación es referencial, mientras que la riqueza de las asociaciones connotativas pertenece a la esfera puramente subjetiva, aunque con grado flexible de codificación. Advierte que buena parte de la historia del tratamiento de la metáfora no logra dimensionar su verdadera naturaleza por acomodarla demasiado rápidamente dentro de los artificios ornamentales del lenguaje. Este acomodamiento iba a la par de la teoría sustitutiva de las figuras, y explica buena parte de la fruición que los retóricos experimentaron por las taxonomías. Estas tendencias, con todos los matices que la historia nos ha prodigado, derivan de la fuente aristotélica. El abordaje aristotélico se condensa, según nuestro autor, en tres ideas: “la idea de desvío con relación al uso ordinario; la idea de préstamo de un dominio originario; la idea de sustitución con relación a una palabra ausente pero disponible. En cambio, la oposición familiar a la tradición ulterior entre sentido figurado y sentido propio no parece estar implicada aquí. La idea de sustitución es la que parece más plena de consecuencias; si en efecto el termino metafórico es un término sustituido-, la información prestada por la metáfora es nula, ya que el termino ausente puede ser restituido si existe, y si la información es nula la metáfora sólo tiene valor ornamental, decorativo” (Ricoeur, P. 1977, 35). Es relativamente sencillo advertir cuánto le debe la tradición posterior al planteamiento aristotélico.

Aquí Ricoeur se aparta del radicalismo de Nietzsche. Éste, recordemos, ataca la teoría sustitutiva invirtiendo la grilla figurado – literal: llamamos literal a un sentido figurado que se ha cristalizado y ha olvidado su origen. Ricoeur, en cambio, entiende que una metáfora cristalizada es un oxímoron. Toda metáfora se constituye y vive en la tensión entre dos interpretaciones. Para que haya tensión tiene que haber, al menos, dos términos con relación de atracción – repulsión. Así, Ricoeur busca la rectificación de la teoría ornamental de la metáfora, manteniendo la dualidad que tanto criticaba Nietzsche.

Ricoeur, muy a la manera de Ricoeur, enumera con minuciosa integridad sus puntos de referencia. No me queda más que resignarme a señalar, de esa lista sideral, algunos de sus elementos.

Richards es un precursor en la superación del paradigma clásico. Entiende la retórica como un análisis del discurso en toda su amplitud, más allá de su aspecto puramente suasorio o estilístico, su objetivo es el dominio de las leyes del lenguaje. Dentro de esta definición, a Richards le interesa el problema de la in-comprensión o, en términos más hermenéuticos, el problema del malentendido y sus posibles remedios.24

La definición misma de retórica aleja a Richards de cualquier arrebato taxonómico, acercando su interés a los desplazamientos y metamorfosis semánticas que ponen el acento en la capacidad del discurso de abrir nuevos significados. El primer problema que asoma en la teoría clásica es entender las figuras como un accidente de las palabras. Por este camino estamos condenados a revivir permanentemente la “superstición de la significación propia” . Debemos partir, dice Richard y aprueba Ricoeur, del discurso como unidad mínima de significación. Solo en el movimiento de interanimación de palabras (oración) surge el sentido de una frase, y por derivación, de las palabras aisladas. Este cambio de cuadrante es vital, ya que si optamos por tomar a las palabras en su sentido aislado (propio) entonces toda trasferencia es una sustitución.25 Y una vez entendida la transferencia como sustitución, la naturaleza ornamental de la figura se impone por sí misma. Sobre esta matriz, la operación se vuelve algo ociosa porque no transmite una información nueva, no participa de la innovación semántica. En efecto, la ecuación “sustitución más restitución es igual a cero” está en el horizonte del tratamiento clásico de la metáfora, y transforma al tropo en un embeleco.

Cómodamente instalado en una perspectiva pragmática, Richards arguye que el intercambio de palabras consagra la primacía del contexto en el fenómeno de la comprensión. El contexto es elástico, incluye un conjunto de acontecimientos, apreciaciones, relaciones (de variada amplitud) que operan en forma sinérgica para identificar un significado. Entonces, no hay significado propio, si por propio entendemos algo que trasciende los contextos. Entre otras cualidades, el significado de las palabras insertas en frases consiste en evocar las partes que faltan en un contexto determinado. Si las palabras mantienen el sentido es porque los contextos se mantienen con mínimas alteraciones.

Ahora bien, la interanimación de las palabras puede operarse en un nivel isotópico (es decir, en un mismo campo de significado), o puede poner en relación campos semánticos heterogéneos. En este caso estaríamos frente a una metáfora. Tomando la nomenclatura de Richards diremos que en un enunciado metafórico el tenor (la palabra que queremos describir) y el vehículo (la palabra que usamos para describir, es decir, la palabra que usamos como predicado) están desnivelados (“el dolor es como un manto” ). El tropo nos convida a entender el primero en términos del segundo, seleccionando los aspectos significativos de ambos según el principio de pertinencia semántico/contextual. Pero, lo esencial de la metáfora es que, por medio de esta interanimación heterotópica, descubre aspectos de la realidad que estaban ocultos en las isotopías semánticas pertinentes. La tesis de Richards sugiere (con fuerza) que los procesos de metaforización operan a nivel perceptivo, no en el sentido que vimos con Nietzsche, sino en tanto nos permiten ver aspectos inéditos de la realidad.

Otro autor importante es Max Black. Ricoeur encuentra en Modelos y Metáforas buenas proteínas para el crecimiento de su posición que, entre tanto, tarda en llegar. Black reconoce que hay distintos tipos de estructuras metafóricas. Están las que llama metáforas semilexicalizadas (aquellas que comparten un determinado número de hablantes). Las lexicalizadas son metáforas incorporadas al uso del lenguaje común. Las que se proponen por primera vez y generan una conmoción y ampliación del sistema léxico son las metáforas de invención. Las más interesantes son, para este autor, las últimas.

El hecho de que en las dos primeras categorías pueda aplicarse el principio de sustitución nos puede llevar a creer que también se aplica a las metáforas de invención. Este punto es atacado por Black. Aunque en todo enunciado metafórico, dice, hay una palabra que se toma en sentido figurado (foco) y otra en sentido literal, lo cierto es que, en las metáforas de invención, en esa unión se produce una unión más amplia entre campos semánticos en los que se ha previamente seleccionados algunos aspectos y relegado otros. Esta síntesis entre campos conlleva una resignificación de ambos que redunda en una ampliación de sentido. Si esto es así, entonces las palabras no se relacionan con un significado identificable y reidentificable, por el contrario, el significado de una palabra es el conjunto de cosas que asociamos a ellas de manera más o menos espontánea y más o menos codificada. Los diferentes contextos pueden hacer resaltar una de estas asociaciones obturando las otras, pero de ninguna manera podemos decir que esa/esas asociaciones conforman el sentido de la palabra. Entender el significado en términos de campo semántico supone un cambio en el modo en que operan las figuras retóricas.

Tomemos el saturado ejemplo “el hombre es un lobo” . Comprender esta metáfora implica seleccionar algunos aspectos del sistema de lugares comunes asociado al significante “lobo” y aplicarlo a algunos aspectos del sistema de lugares comunes que caracterizan “hombre” . Precisamente, esta “transferencia” o interconexión es lo que sacude el sistema de lugares comunes propiciando una resignificación de ambos campos. Así, “el hombre es como un lobo” no debe entenderse en el sentido que el hombre tenga un período de gestación de sesenta días. La metáfora quiere remarcar que el hombre tiene la fiereza y el carácter depredador de un lobo, entre otras cosas. Lo que es importante es que algunos segmentos del sistema léxico común que compone el significado de “hombre” se re-estructuran a la luz de su explicitación en términos de algunos de los segmentos del sistema léxico común que acompaña al término “lobo” . Comprender una metáfora presupone una destreza adquirida en la selección de las características que se traslapan y el modo en que lo hacen. También es importante señalar que la traducción es imposible, pues cada vez que incorporo el predicado metafórico al termino-vehículo me veo en la obligación de referir (para evitar absurdos indeseables) el modo en que dicho predicado se aplica al termino-tenor, y aquí aparece nuevamente la metáfora. En pocas palabras: no puedo traducir “el hombre es un lobo” diciendo “el hombre es un voraz depredador” sin agregar “como el lobo” .

Al igual que Richards Black entienden que los contextos son decisivos para la comprensión de la metáfora. A su vez, cuando la metáfora innova, no es posible su traducción, es decir, se mantiene como sintagma irrenunciable para la aparición y mantenimiento del nuevo sentido expresado.

A Ricoeur le interesa subrayar el modo en que Black incorpora la tensión como eje sobre el que pivotean dos interpretaciones (una literal y otra metafórica). Si la metáfora quiere mantener su fuerza descubridora, deben sostener la tensión sin resolverse en ninguna perífrasis o traducción. “Para que la metáfora funcione el lector ha de atender conjuntamente al antiguo significado y al nuevo” (Black, M. 1962, 49).

Entremos ahora en Ricoeur por medio algunas de las críticas que le hace a estos autores. Señalaré tres.

En primer lugar Ricoeur advierte que, si nos pegamos demasiado a los sistemas de lugares comunes asociados a un término para poder entender cómo opera una metáfora, entonces nos desviamos del núcleo fundamental de la metáfora: la innovación semántica. Y si nos desviamos de esto, estamos a merced de la teoría de la sustitución que tanto nos desagrada.

La segunda me parece más determinante. Estos autores, como muchos otros, no incorporan en el horizonte de su análisis el elemento “afectivo” que incluye la metáfora. El miedo a verse asociados a una teoría emotivista puede explicar este faltante. En Richards la carencia es más culposa, pues si de lo que se trata es de la retórica, la obliteración del elemento sensible/afectivo es una falta notoria.

La apuesta fuerte de Ricoeur en este punto, consiste en mostrar que la semántica de la metáfora está constituida por un elemento cognitivo y por uno emocional (feeling) unidos por medio de la facultad de imaginar. Levantar la proscripción del sentimiento como órgano indispensable del conocer supone reivindicar uno de los aspectos más subrayados por la tradición retórica en su análisis de la lexis. “Imagination and feeling have always been closely linked in classical theories of metaphor. We cannot forget that rhetoric has always been defined as a strategy of discourse aiming at persuading and pleasing. And we know the central role played by pleasure in the aesthetics of Kant. A theory of metaphor, therefore, is not complete if it does not give an account of the place and role of feeling in the metaphorical process” (Ricoeur, P. 1978, 155).26

Quizá sea en este punto donde la metáfora poética se muestra superior a las metáforas lexicalizadas del hablar cotidiano y a las que articulan los modelos en ciencia. Hay algo fundamental en la poesía que no aparece en el lenguaje científico ni en el habla cotidiana, me refiero al compromiso afectivo, corporal. Borges afirma que todo verso debe cumplir dos deberes: “comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar” . (Borges, J.L. 1996, 77). Ricoeur acuerda con esta afirmación. La verdadera dimensión de la metáfora se juega en la capacidad de unir un elemento perceptivo y un elemento afectivo en una sinergia en la que cada término cumple su función gracias al otro. La dimensión cognitiva de las metáforas poéticas no se capta sino por medio de esta sinergia.

Finalmente Ricoeur corona estas reflexiones con una referencia al análisis heideggeriano. La analítica del Dasein revela que los sentimientos tienen un sustento ontológico, son formas de “estar-ahí” de encontrarnos en el mundo. Gracias al sentimiento somos sensibles a aspectos de la realidad que no pueden ser expresados en términos de objetos que se enfrentan a un sujeto. En la cartografía de Heidegger “encontrarse” y “comprender” se tejen al calor del sentimiento. Esto obliga a una desubjetivación de la afectividad, y la devuelve al camino gnoseológico. Para Ricoeur está claro que sólo el lenguaje poético, esencialmente metafórico, tiene esta cualidad de unir saber y sentir. Más aún, el sentimiento tiene una dimensión ontológica propia. Hay una epoche de los sentimientos ordinarios, diarios. “Just as poetic language denies the first-order reference of descriptive discourse to ordinary objects of our concern, feelings deny the first-order feelings which tie us to these first- order objects of reference” (Ricoeur, P. 1978, 157).27

La última observación nos permite ingresar en la tercera crítica que analizaré aquí. Ésta señala que los enfoques sobrevolados se quedan en el umbral de la ontología. Al no atreverse a ingresar en los aspectos ontológicos que conllevan las buenas metáforas, pierden lo más importante: la capacidad de resignificar, y a través de ella revelar “aspectos de la realidad” que de otra forma nos estarían vedados. Ricoeur enfatiza que la metáfora tiene una dinámica centrífuga que la arrastra más allá de la semántica (incluso de la pragmática) hacia la ontología. La dinámica propia del lenguaje (y desde luego, de los tropos) es trascenderse hacia el mundo. Amputar esta “vehemencia ontológica” también conspira contra la esencia del tropo.

La estructura de la referencia de la metáfora (y, en general de los tropos) es solidaria de la estructura semántica de la tensión entre dos interpretaciones.28 Recordemos que, el absurdo de la interpretación literal de la metáfora es una condición positiva cuando se la contrapone a la interpretación metafórica. Es decir, la metáfora necesita mantener ese absurdo para ser efectiva. Entonces, al desdoblamiento semántico le corresponde un desdoblamiento en la referencia, y una referencia desdoblada sigue siendo una referencia. Los tropos representan ese modo único, y por ello insustituible, de abrir mundos.

Conclusión

Aunque no tenga demasiado sentido disputar su origen, es importante señalar que la retórica tiene dos líneas directrices bien marcadas que pueden convergir, pero que enfatizan diferencias. De un lado tenemos el interés por las cuestiones relativas la racionalidad práctica, del otro la preocupación por los giros, movimientos y recursos que permiten al lenguaje convertirse en un elemento de revelación. Tal vez, más importante que delimitar con prolijidad su historia sea reconocer que, en cualquiera de sus versiones, la retórica no es un hecho del pasado. Por el contrario, el mundo está “increíblemente lleno de retórica antigua” (Barthes, R. 1993, 85).

Pero los historiadores no renuncian a su interés arqueológico. Yo he querido tomar algunas de las aproximaciones en clave genealógica que más influyeron en los últimos años. No creo haberme equivocado en tomar a Genette y a Barthes como dos distinguidos estudiosos de la retórica. Genette es, de los dos, el que más subraya el triste destino de la retórica, condenada a encapsularse en atareados, y algo inútiles, análisis sobre la metáfora.

Debo confesar que el trabajo ha estado motivado por un imprudente optimismo (algo evidente incluso para la lectura más distraída). Amalgamar cuestiones históricas y sistemáticas de una práctica tan antigua en unas pocas páginas es algo temerario. Necesité, por cuestiones expositivas, recrear una porción de la historia de la retórica para ejercer mejor el juego de contraste, fundamental en una empresa que se propone desagraviar.

Desde luego, la historia que relata Genette (en línea con Barthes y otros) no pretende ser completa, y tiene un fundamento muy sólido. La retórica se ha visto constantemente resignificada a la luz de las diferentes fuerzas de atracción que sobre ella ejercieron sus hermanas (la gramática, la lógica, la poética, la ética, la política). Esa pluralidad de influencias se fue cristalizando en torno a una consagración de los tropos entendidos en términos ornamentales y subsidiarios. El giro del siglo XX re-estructuró el tropocentrismo rearmando el campo retórico en términos más especulativos y epistémicos. He intentado subrayar que el desacuerdo de ambas lecturas no está en la centralidad de los tropos, sino en el alcance ontológico y gnoseológico de los mismos. Para Nietzsche y para Ricoeur los tropos retóricos, por definición y en su operatividad más profunda, son elementos de re-descripción de la realidad. Es decir, hay una relación lógica entre la figuratividad y la composición del mundo. La esencia de los tropos consiste en aislar, enfatizar, promover determinadas propiedades de las cosas que ni la mirada ordinaria (atravesada por la pragmaticidad), ni el enfoque científico (demasiado apegado al objetivismo), logran percibir. Creo que Nietzsche estaba en lo cierto cuando afirmaba que los tropos operan al nivel de la percepción, pues, como dice Aristóteles, metaforizar bien es “percibir” lo semejante. En este sentido, los tropos nos enseñar a “ver” las cosas bajo una determinada luz (ver a la “luna” como “espejo del tiempo” ). En la misma línea Ricoeur remarca la tensión (el movimiento de vaivén) que habita en el “ser como” de la metáfora: ser-como conjuga “es” y “no es” . El otro punto que me parece muy relevante en el análisis que hacen estos dos autores es la relación que muestran entre tropo, afectividad y ontología. En efecto, si la retórica ha estado siempre muy atenta al elemento emocional del discurso fue porque comprendió que las emociones, los sentimientos y las afecciones conforman la disposición del sujeto que enfrenta, develando, al mundo. Las emociones permiten “percibir, captar” al mundo de determinada manera, y el lenguaje de esas emociones es fundamentalmente retórico.

Así, si nos alejamos de una teoría de la sustitución, que deviene fatalmente en una mirada solo ornamental y didáctica, y advertimos una dimensión teórica profunda en los tropos; entonces poner el centro de gravedad de la retórica en los tropos, y el centro de gravedad de éstos en la metáfora, no puede ser visto como un empobrecimiento sino como una radicalización especulativa.

Desde luego, los tropos pueden servir para ejemplificar una posición argumental, para ofrecer una imagen que permita captar más inmediatamente un concepto, para capturar el pathos del destinatario del mensaje y así lograr predisponer su voluntad para generar un comportamiento, entre otros usos. Los primeros especialistas en retórica afirman que los tropos vienen a llenar una laguna semántica o a reforzar el mecanismo de persuasión. En una terminología que se ha vuelto algo rancia, podemos decir que, para buena parte del espectro de retóricos, las metáforas (y demás figuras) solo tienen poder connotativo.29

Por otro lado, los contextos disciplinares de generación, interpretación y transmisión de los tropos suelen perfilar la finalidad de los mismos. En ciencia las metáforas no suelen tener la última palabra. Nutritivas en los contextos de descubrimiento, suelen quedar de lado en los contextos de justificación. Tienen una función heurística importante, pero deben quedar colmadas y superadas por la fase de contrastación de hechos, y los hechos no deben ofrecer demasiados pliegues de doble sentido. En el otro extremo del arco encontramos las metáforas poéticas. Allí se produce el mayor desacuerdo: hay quienes sostienen que las metáforas poéticas tienen valor emotivo pero no cognitivo, y hay quienes sostienen que las figuras poéticas (las que verdaderamente tocan la imaginación del hombre) tienen valor emotivo y cognitivo irreductible e insustituible. Para estos últimos (vg. Ricoeur) las metáforas más profundas no pueden escindir ninguno de estos dos componentes, y no pueden ser traducidas sin perdida. Esto quiere decir que lo que se dice metafóricamente no pude decirse conceptualmente.

Dado este esquemático cuadro de situación, es lógico que para aquellos que suscriben una mirada didáctico/instrumental de las figuras retóricas, la doble reducción que denuncia Genette represente un lastimoso proceso de empobrecimiento de la práctica retórica. Si los tropos no tienen valor central (es decir, insustituible) en la argumentación, y la retórica se basa en la argumentación, entonces circunscribir aquella a un estudio de las figuras es una ruinosa degradación. Ahora, si vemos en los tropos modos irreductibles de desocultación, de patentización, de redescripción de la ontología; y si suponemos que las premisas de cualquier argumento, que no sea una mera tautología, muchas veces involucra los tropos retóricos; entonces centralizar las energías en el estudio de los tropos no puede ser visto como algo menor, derivado y subrogante, sino como un proceso de radicalización con fuertes efectos sobre los otros modos del discurso, incluyendo, desde luego, el racional. Por lo tanto, el elemento teórico especulativo de los tropos también tiene incidencia en lo que consideramos fundamentación del saber racional.

Notas

1. Me refiero al curso dictado en ´École Pratique des Hautes Études entre 1964 y 1965. El título del seminario era La Retórica Antigua y fue publicado en el libro La Aventura Semiológica (1985). Ver: (Barthes, R. 1993, 85-162).

2. Debo advertir que el recorrido será más bien un sobrevuelo, tendrá casi el tono de un compendio lacónico, sin ninguna pretensión de exhaustividad ni completitud. Mi fugaz visita a algunos aspectos de la historia de la retórica tiene como finalidad subrayar algunos acontecimientos que han posibilitado la reducción que denuncian algunos de sus más distinguidos teóricos e historiadores (vg. Genette, Barthes, De Man, entre muchos otros), y que explica el horizonte general de mi preocupación.

3. Llamo “teoría de la sustitución” a la que afirma que lo que se dice por medio de un tropo puede expresarse directamente. Es decir, el sentido que expresa una figura es traducible a un lenguaje unívoco, desambiguado. Para esta teoría, los tropos y figuras retóricas solo tienen una finalidad ornamental o didáctica.

4. Las fuentes no son homogéneas, para esta pequeña digresión histórica me baso en el reconocido trabajo de Michael Gagarin (Background and Origins, Oratory and Rhetoric before Sophist) publicado en el texto colectivo A Companion to Greek Rhetoric (2007) bajo la supervisión de Worthington.

5. Tácito realiza un ajuste a su argumento que me parece interesante y muy actual. Entre las condiciones políticas para el desarrollo de la retórica también se cuenta la heterogeneidad y contraposición de opiniones. Si en una sociedad libre, todos los ciudadanos piensan igual, entonces la oratoria también pierde sentido. Y, junto con la decadencia de la oratoria, decaen los sistemas libres. Cfr. (Tácito, C. 1981, 208 y ss.).

6. Esta concepción de la retórica no es un invento de la edad media. Ya en Platón (al menos en cierta interpretación de Platón) se advierte la separación de retórica y sabiduría, y la reducción de la retórica a la búsqueda de artificios sagaces para mejor transportar la verdad a las grandes masas (cfr. Gorgias). También es interesante destacar que ya Quintiliano temía que la retórica fuera usurpada por la gramática.

7. Las primeras páginas de Alegorías de la Lectura están dedicadas a revisar y ponderar el desequilibrio en el que entraron las disciplinas del trivium. Paul de Man observa que la gramática y la lógica comenzaron a entablar relaciones de mutuo reflejo y coordinación. Estructura lógica y estructura gramatical gozaban de sólidas relaciones de correspondencia. En este marco, la retórica se vio progresivamente reducida a la gramática hasta transformarse en un apéndice (y no el más interesante) de ésta (Cfr. de Man, P. 1979, 9 y ss).

8. “Aristóteles define retórica (…) como dynamis. Esta definición es acertada a pesar del hecho que el mismo Aristóteles muchas veces la designa como tekné. Esta designación no es genuina, mientras que “dynamis” es la genuina definición” (traducción mía).

9. En una afirmación, aparentemente tangencial, Ricoeur marca los efectos de la retórica aristotélica. “el vasto programa aristotélico representaba él mismo, si no una reducción, al menos la racionalización de una disciplina que, en su lugar de origen, Siracusa, se había propuesto regir todos los usos de la palabra pública” (Ricoeur, P. 1977, 16). Hay, entonces, en la misma obra de Aristóteles, una reducción de la amplitud y alcance de la retórica.

10. Ijsseling expresa la reducción operada por la traducción: “In this translation there is a rather puzzling shift from logos as language to logos as reason” (Ijsseling, S. 1976, 19). "En esta traducción hay un cambio bastante desconcertante del logos como lenguaje al logos como razón". (Traducción mía). Aunque la palabra latina “ratio” incorpora en su significado muchas más cosas que nuestra pobre palabra “razón” , lo cierto es que sustituir “logos” por “ratio” implica obliterar algunas conexiones connotativas fundamentales, por ejemplo aquellas que unen “logos” con “palabra” .

11. “El lenguaje también es considerado por Isócrates como la condición sine qua non y la base de la comunicación humana, ofreciendo a los hombres la posibilidad de vivir juntos, construir ciudades, fundar una cultura y entablar un diálogo. La comunicación es el intercambio mutuo de convicciones, como las que tienen lugar en la educación, en la práctica y la transmisión de la ciencia, y en la íntima comunicación mutua de lo que está en nuestro corazón y mente, es decir, nuestro conocimiento, sentimientos y deseos. Por lo tanto, se puede decir que existe una comunidad donde los miembros operan dentro de un sistema de ideas más o menos similares” (traducción mía).

12. "Lo que podríamos llamar la historia retórica estándar recibida supone que la "retórica" es y fue originalmente, esencialmente, un arte de oratoria cívica práctica que surgió en los tribunales de justicia y las asambleas políticas de la antigua Grecia y Roma, en tanto que la epideixis, manifestaciones literarias y poéticas de este arte, se consideraban como "secundarios", derivados e inferior. (Esta oposición a menudo adquiere un tono de género también: la retórica práctica es más varonil). La retórica práctica se entiende como un arte de argumentación y persuasión adecuada para la deliberación, el debate, la discusión y la decisión en el ámbito cívico, o lo que Jürgen Habermas podría llame a la "esfera pública", mientras que la retórica epideíctica, poética o literaria se entiende como una "exhibición" (o "mera exhibición") de elocuencia formal que sirve principalmente para proporcionar placer o diversión estética, o para proporcionar ocasiones para consumo elegante y exhibiciones de gusto de clase alta, o para ensayar, reconfirmar e intensificar las ideologías dominantes" (traducción mía).

13. “Entre los antiguos, Homero era considerado generalmente el padre de la retórica, casi la mitad de la Ilíada, y dos tercios de la Odisea consisten en discursos de los actores. Aquí podemos encontrar la aplicación práctica de casi todas las reglas y directivas retóricas que más tarde fueron explícitamente formuladas” (traducción mía).

14. Abusando del recurso, algunos aventuran el origen del gusto griego por las antítesis y las resoluciones en las efusiones ditirámbicas. En estas representaciones el coro era homogéneo, sin líder ni diferenciaciones entre sus partes. Hacia el siglo VII ac. comienzan las escisiones. Primero un líder que podría moverse en una dirección determinada mientras el resto del coro lo hacía en dirección contraria. Las voces podían alternarse unas a otras al modo de las antífonas, incluso contestarse mutuamente. “Esta separación básica dentro del coro es muy importante ya que pone de manifiesto la atracción que los griegos sentían por la antítesis o emparejamiento de las partes opuestas” (Murphy, J. 1983, 12).

15. Ricoeur sostiene que la historia de la progresiva retracción de la retórica (primero a una teoría de los tropos, y luego a una teoría de la metáfora) ya estaba presente en el modo de consideración que Aristóteles tenía de las figuras. Es decir, la depreciación de la retórica obedece menos al declive de las democracias que al enfoque filosófico lingüístico volcado sobre las llamadas figuras de estilo. Los hechos histórico/políticos pudieron haber precipitado el proceso, pero las causas de la decadencia de la retórica eran internas, estaban presentes en el mismo abordaje lingüístico sobre los tropos. Este “error interno de base” se mantiene en el esfuerzo de la neo-retórica por restituirle a la disciplina su riqueza primitiva. Mientras tomemos a la metáfora como un efecto de significación que afecta a las palabras, la perspectiva ornamental estará allí esperándonos al final del camino. “La declinación de la retórica resulta de un error inicial que afecta a la teoría misma de los tropos, independientemente del lugar acordado a la tropología en el campo retórico. Este error inicial tiene que ver con la dictadura de la palabra en la teoría de la significación. De este error percibimos el efecto más alejado: la reducción de la metáfora a simple ornamento” (Ricoeur, P. 1977, 77).

16. El lenguaje “se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarla apela a las metáforas más audaces. En primer lugar un impulso nervioso extrapolado en una imagen. Primera metáfora. La imagen transformada en un nuevo sonido. Segunda metáfora” (Nietzsche, F. 1996, 22).

17. Llegados a este punto, tendríamos que distinguir dos sentidos de “lo propio” . Por un lado llamamos “propio” al significado definicional de una palabra. El diccionario sería una especie de reservorio del sentido (propio) de cada palabra. Por otro lado, llamamos “propio” al sentido que se instala gracias al “uso” . Aunque ambas operaciones pueden coincidir o divergir en la significación de una palabra, la segunda acepción de “propsloio” tiene la ventaja de ser menos esencialista y mostrarse más dócil a los desplazamientos y resignificaciones.

18. “Cicerón dice que el modo metafórico de hablar nació de la necesidad, bajo la presión de la indigencia y de la perplejidad, pero se recurrió después a él por su belleza. De la misma manera que el vestido ha sido inventado principalmente para proteger del frío y más tarde se utilizó para adornar y ennoblecer el cuerpo, así también el tropo surgió de la necesidad, pero luego fue usado a menudo para deleitar” (Nietzsche, F. 2000, 106).

19. “Este es el primer punto de vista: el lenguaje es retórica, pues sólo pretende transmitir (übertragen) una doxa no una episteme” (Nietzsche, F. 2000, 92).

20. “Las abstracciones son metonimias, es decir confundir la causa y el efecto. Ahora bien, todo concepto es una metonimia y en los conceptos se precede a sí mismo el conocimiento. La «verdad» se convierte en un poder, cuando nosotros la hemos primero liberado como abstracción” (Nietzsche, F. 2000, 217).

21. “Nosotros decimos 'la pócima está amarga'en vez de 'excita en nosotros una sensación particular de esa clase'; 'la piedra es dura' como si 'duro' fuese algo distinto de un juicio nuestro. 'Las hojas son verdes'” (Nietzsche, F. 2000, 92). Otro ejemplo: “pásame el agua por favor” dicho mientras estamos disfrutando de un almuerzo entre amigos es una metonimia que nadie advierte como tal. Supongamos que mi amigo destapa la jarra y derrama el agua sobre mi cuerpo. Claramente sería un error de él y no estaría habilitado a excusarse diciendo que yo le pedí el agua y no la jarra en cuyo interior se alojaba el agua.

22. “Los substantiva abstractos son propiedades que se dan en nosotros y fuera de nosotros, pero que son arrancadas de su soporte y se consideran como esencias independientes. La audacia hace que los hombres sean audaces; en el fondo, es una personificación como la de los dioses-conceptos romanos, Virtudes, Cura, etc. Esos conceptos, cuyo origen se debe únicamente a nuestras sensaciones, son presupuestos como la esencia íntima de las cosas: atribuimos a las apariencias como causa aquello que sólo es un efecto. Los abstracta provocan la ilusión de que ellos son la esencia, es decir, la causa de las propiedades, mientras que sólo a consecuencia de esas propiedades reciben de nosotros una existencia figurada” (Nietzsche, F. 2000, 110).

23. “Pero el impulso de ser verdadero, transferir (Übertragung) a la naturaleza, provoca la creencia de que también la naturaleza debe ser verdadera frente a nosotros. Por “verdadero” se ha de entender solamente aquello que usualmente es la metáfora acostumbrada, por consiguiente sólo una ilusión que se ha hecho familiar por un uso frecuente y que ya no es percibida como ilusión: metáfora olvidada, es decir, una metáfora, en la que se ha olvidado que es una metáfora” (Nietzsche, F. 2000, 222).

24. “Rhetoric (…), should be a study of misunderstanding and its remedies” (Richards, I.A. 1965, 3). “La retórica debe ser el estudio de los malentendidos (incomprensiones) y sus remedios” (traducción mía).

25. En realidad, la superstición comienza cuando creemos que las palabras por sí solas significan. En tono de litote afirma Richards: “that no word can be judged as to whether it is good or bad, correct or incorrect, beautiful or ugly, or anything else that matters to a writer, in isolation” (Richards, I.A. 1965, 51). “Ninguna palabra puede ser juzgada de buena o mala, correcta o incorrecta, bella o fea, o cualquier otra cosa que importe al autor, de forma aislada” (traducción mía).

26. “La imaginación y el sentimiento siempre han estado estrechamente vinculados en las teorías clásicas de la metáfora. No podemos olvidar que la retórica siempre se ha definido como una estrategia de discurso dirigida a persuadir y complacer. Y conocemos el papel central que juega el placer en la estética de Kant. Por lo tanto, una teoría de la metáfora no está completa si no da cuenta del lugar y el papel del sentimiento en el proceso metafórico” (traducción mía).

27. "Así como el lenguaje poético niega la referencia de primer orden del discurso descriptivo a los objetos ordinarios de nuestra preocupación, los sentimientos niegan los sentimientos de primer orden que nos unen a estos objetos de referencia de primer orden" (traducción mía).

28. “¿No debemos, entonces, concluir en que una metáfora implica un empleo tensor del leguaje, que tiene por objeto sostener una concepción tensa de la realidad? Con esto quiero decir que la tensión no es simplemente entre palabras, sino que se da dentro de la misma cópula de la expresión metafórica. “La naturaleza es un templo donde pilares vivientes…” Aquí “es” significa tanto es como no es. El “es” literal es derribado por lo absurdo y superado por un es metafórico equivalente a “es como…” ” (Ricoeur, P. 1998, 81).

29. Valga como muestra la posición de Perelman: “conviene contraponer al sentido habitual de las palabras, que podemos llamar denotativo y que figura en los diccionarios, el sentido afectivo que cada palabra poseería virtualmente, y que sería su sentido connotativo. El lenguaje poético, puesto que viola deliberadamente el código objetivo, no permite la comunicación de un mensaje cognitivo satisfactorio y obliga al lector, que no quiere resignarse al absurdo, a dar a las palabras, gracias a la metáfora afectiva, un sentido connotativo apropiado” . Perelman Ch. Analogía y Metáfora en ciencia, poesía y filosofía. Revista de Estudios Sociales (44) (Bogotá. Diciembre de 2012): 201.

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