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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.22 no.2 Mendoza jul. 2020

 

ARTÍCULOS

El sustantivo de las “Ciencias” Sociales: crónica de un fetiche, historia de un complejo

The substantive of Social “Science”: chronicle of a fetish, history of a complex

 

Mauricio Puentes Cala

Universidad del Norte, Colombia

 

Recepción: 31/07/2019
Aceptación: 15/06/2020
 


Resumen

El trabajo analiza críticamente el sustantivo que surte como atributo nominativo de las “ciencias” sociales. El propósito no es entrar en una reflexión semántica, sino reconocer el sentido histórico del término ciencia y su relación con las facetas del saber social. Relación, marcada por un complejo de inferioridad y un fetiche disciplinar, resultado de la implantación del modelo científico-naturalista en la esfera humana. Todo en el marco de la expansión del pensamiento ilustrado como tendencia intelectual y de la consolidación del positivismo como horizonte epistémico de la humanidad. Se sostiene que la jerarquización de las disciplinas científicas conforme a su capacidad de ceñirse a los instrumentos metodológicos de las ciencias naturales, reforzó el complejo epistémico de los saberes sociales y creó un fetiche fundado en la mímesis de los saberes situados en la cumbre del conocimiento.

Palabras clave: Positivismo; Epistemología; Método científico; Humanidades; Inferioridad.

Abstract

The essay critically analyzes the noun that is the nominative attribute of the social "sciences". The purpose is not to enter into a semantic reflection, but to recognize the historical meaning of the term science and its relation to the facets of social knowledge. Relationship, marked by an inferiority complex and a disciplinary fetish, result of the implantation of the scientific model in the human sphere. All within the framework of the expansion of illustrated thought as an intellectual trend and the consolidation of positivism as the epistemic horizon of humanity. It is argued that the hierarchy of scientific disciplines according to their ability to stick to the methodological instruments of the natural sciences, reinforced the epistemic complex of social knowledge and created a fetish based on the mimesis of knowledge located at the top of knowledge.

Keywords: Positivism; Epistemology; Scientific method; Humanities; Inferiority.


 

Introducción

El estudio del saber y del quehacer científico se ha interesado fundamentalmente en la “episteme”, esto es, en el conocimiento justificado como “verdad”, a través del racionamiento lógico y de un método marcado por formulaciones deductivas e inductivas. Dicho conocimiento ha sido puesto en oposición a aquellas estructuras o procedimientos del saber tachados de “no rigurosos”, “injustificables”, “abstractos”, “vulgares”, “engañosos”, “supersticiosos”, en otras palabras, a la “doxa”, una “vía de opinión” donde – según se cree – la “habladuría” pesa más que la razón. Esta concepción arquetípica y partisana respecto de las maneras de conocer y entender el mundo, ha establecido su carácter específico a partir de la correlación que se entabla entre las nociones epistémicas de: “mundo inteligible”, “experiencia sensible”, “realidad”, “ideas”, “verdad” y las nociones “sombrías” (irreflexivas) de la “imaginación”, las “creencias” y  los “artificios”, todas enmarcadas dentro de la dicotomía sujeto-objeto y de las explicaciones metafóricas de la filosofía clásica (Platón, 1988, 338-351). Dichas nociones ilustran, grosso modo, la clasificación que históricamente han venido siendo objeto las formas y expresiones del conocimiento humano, máxime cuando entran en escena los modelos legitimados de validación, el lenguaje lógico, y las relaciones reguladoras de la certeza que, en últimas, establecen una doctrina normalizadora de lo teórico y lo práctico, lo metodológico y lo empírico, lo corpóreo y lo “substancial”, en definitiva, imponen los principios de limitación, los marcos unilaterales para pensar y explicar los fenómenos.

Cuando Kant (2007) infiere que la razón genera juicios y en su uso práctico imperativos o mandatos, y resalta que “la razón humana es totalmente impotente para explicar […] el mero principio de la universal validez de todas sus máximas como leyes” (p. 73), no solamente confronta el purismo epistémico de la lógica aristotélica, que pareciera no haberse transformado en lo más mínimo en tiempos de ciencias1 y criterios de positividad, también arroja luces para entender críticamente el propósito objetivante y el dogmatismo del embargo naturalista que han experimentado las formas de representación y circulación del conocimiento. Conocimiento, que se ha visto catalogado por un sistema de valoración que reconoce o degrada, dependiendo de la materialidad del “objeto” de estudio, de la rigurosidad para con el método y, sobre todo, de la utilidad en términos pragmáticos. La taxonomía cernida sobre los saberes, además de especializarlos, los ha disciplinado para cumplir funciones específicas en el marco de la modernidad (Foucault, M. 1992; 2009, 190-192) y, en ese decurso, ha hecho que un solo paradigma (científico-positivo) se haga transversal a los saberes, y se defina como la ruta unívoca hacia el conocimiento universal, cierto y valedero. Desde esta perspectiva, la episteme equivale a ciencia, a ciencia de un solo tipo: “positiva”, más allá de ella y de sus tecnicismos no pareciera haber nada útil ni relevante.

Ante tal determinismo, resulta fundamental redescubrir la epistemología –en tanto estudio del conocimiento humano– abstrayéndola de la visión clásica, enmarcada en el dualismo “vía de verdad-vía de opinión”, para ponerla al servicio de la interpelación de los juicios sin distinción, del pensamiento excluido, de la apreciación negada. Las otrora ciencias del espíritu, hoy reconocidas como facetas del saber social requieren con urgencia de este ejercicio, más que nada, por dos razones muy relevantes: una, para que puedan hallar un alivio a su complejo2 de emergencia, complejo que ha reafirmado el sustantivo que compone su denominación (“ciencias”) y, otra, para que logren superar la creencia fetichista3 de que la cientificidad otorga estatus y atribuye más o menos valía disciplinar. 

Es así como el presente ensayo busca realizar un análisis crítico del sustantivo que da atributo nominativo a las “ciencias” sociales, no se pretende entrar en una reflexión semántica o etimológica, pero sí en un reconocimiento del sentido histórico del término (ciencia), a propósito de su relación con las facetas del saber social y humano, en el marco de la expansión del pensamiento ilustrado como tendencia intelectual y del despegue de la modernidad como paradigma civilizatorio de la humanidad. Cuando se habla de “sustantivo” se está haciendo referencia a las propiedades regulatorias y clasificatorias del prefijo nominal que se antepone al adjetivo “sociales”, a la sobrevaloración que ha recibido este “logos” en el seno de las sociedades humanas. Sin embargo, esto no es un asunto meramente de palabras, sino de los significados que han conducido al establecimiento de unidades fijas, principios de limitación y criterios de competencia entre los saberes.               

Ciencia positiva y cruzada filosófica

La pugna entre iluminismo y oscurantismo, donde la ciencia y la razón ilustrada se posan del lado de la luz, y los valores subjetivos en la contraparte (Condorcet, N. 1980; Saint-Simon, H. 1960), si bien retoma la concepción partisana de la filosofía clásica, constituye un acontecimiento que pone en evidencia los fundamentos objetivistas que sustentan el ideal de la verdad científica. Un ideal, que continúa siendo condición de sentido para la academia moderna. Pareciera que la “neutralidad valorativa” fuera un requisito sine qua non para la existencia de la ciencia, pues ésta solo es posible en la medida en que se halla libre de valores (Weber, M. 1978, 222-223). Esta creencia contempla la delimitación del objeto de conocimiento bajo un estatuto científico independiente de orientaciones ideológicas, por ello, se piensa que solo los enunciados descriptivos pueden dar cuenta de una certeza. En la interpretación se involucra una responsabilidad socio-ética y factores subjetivos que tergiversan la información, mientras que en la descripción la carga axiológica desaparece, la lógica aflora, y la razón brilla ante la oscuridad de la ficción y la abstracción (Guyot, V. 2011, 11-13).

Esta idealización externalista del conocimiento conducirá a la creación de una imagen homogénea de la racionalidad científica, una imagen erigida en franca oposición al análisis trascendental y a las reflexiones que intentan conocer en virtud de lo que no es. Surge, de esta manera, una ideología deshumanizante, fuertemente matizada por connotaciones físico-naturales que hacen del monismo metodológico y de la visión teleológica común denominadores de la actividad científica (Braudel, F. 2006). En estas circunstancias, se profundiza la ruptura entre el conocimiento experimental de corte naturalista y el conocimiento hermenéutico del espíritu humano, pues este último con gran dificultad puede demostrar potencial de objetividad. Se genera entonces, una emergencia al interior de las diferentes ramas del saber, sobre todo en el seno de lo que posteriormente se llamarían las ciencias sociales (Foucault, M. 2006, 47-48), las cuales incluso, se definirán en función de un fuerte complejo de inferioridad científica, o sea, a partir de la autoconsciencia de su minusvalía frente a los saberes y modelos dominantes, cuya legitimidad superadora las hizo replegarse sobre sí mismas, enclaustrándolas en sus anhelos compensadores (Belohlavek, P. 2006, 41-42).

La competencia por el estatus científico, ante la amenaza de perder credibilidad y ser percibidas como exclamaciones “doxóforas”, llevó a las ramas del conocimiento a unirse a la trama exclusiva del logos científico-experimental, incorporando para sí el modelo emanado del nuevo posicionamiento del naturalismo. Así pues, se recalcaron las nociones del pensamiento clásico, donde la diferenciación entre imaginación y conocimiento, creencias y razón, falsedad y verdad, en suma, entre ciencia y seudociencia, definió la legitimidad y el grado de importancia de los saberes. Diferenciación que se realizó conforme a premisas “universales” y leyes de la naturaleza derivadas del estudio de la mecánica celeste, cuyo método cartesiano se había erigido como el mejor aliado de la verdad secular. En tal sentido, en la medida en que la práctica experimental, el cálculo y el ejercicio empírico se afianzaron como pilares de la ciencia; la filosofía y los estudios del espíritu humano se precisaron como “meros sustitutos de la teología, igualmente culpables de afirmaciones a priori, de verdades imposibles de poner a prueba” (Braudel, F. 2006, 7). Este tipo de señalamientos abrió una encrucijada para el pensamiento social y planteó una ruptura epistemológica cimentada en las propiedades de la materia como tendencia cognoscitiva. De esta manera, el entendimiento de lo humano se orientó al hecho biológico, dando paso a la anatomía y a la semiología clínica. En tanto el mundo de las ideas debió decidir entre quedarse en el ostracismo de las aporías o apropiarse del método en boga, instrumentalizando y cuantificando las cuestiones sociales, para no ser proscriptas. (Foucault, M. 1999, 168-170).

Este es un acto donde las prácticas consideradas “científicas” se institucionalizan en la medida en que su funcionamiento experimental conduce al “desarrollo” de un conocimiento “apropiado y “confiable”. La institucionalización del discurso cientificista y la universalización del enfoque naturalista establecieron un sesgo creíble mediante la estrategia de la “autoevidencia”, esto es, un método donde las presuposiciones y los procedimientos no requieren de un tratamiento genealógico, ya que, por su naturaleza, no son problemáticas y, por tanto, no ameritan explicación previa (Shapin, St. y Schaffer, S. 2005, 30). Esta es una situación que, como bien a anotado Kant (2007), “solo expresa una ley interna de la razón sin pretender decir nada sobre la estructura de la objetividad” (p. 47).

De esta suerte, todo aquello que escape a la “autoevidencia” del programa experimental y a su espíritu empírico-estructural se convierte en una exclamación sin fundamento, una suerte de opinión intuitiva que no hace parte del estatuto, que no logra ubicarse dentro del mapa intelectual. Esta situación dificulta sobre manera el hecho de “poner en cuestión nuestros esquemas de trabajo intelectuales sedimentados”, toda vez que ello implica un encuentro frontal con la “autoridad del saber”, “la voluntad de verdad”, la organización disciplinar (Foucault, M. 1992. 18) y, peor aún, con las significaciones aceptadas, legitimadas y culturalmente apropiadas. En este aspecto como en otros – según subrayan Shapin y Shaffer (2005) – “el éxito del programa experimental es habitualmente tratado como su propia explicación” (p. 32), la autoevidencia no muestra la relación entre aseveración e institucionalización, sino se presenta “como una disposición a no encontrarle sentido al planteo de ciertas preguntas acerca de la naturaleza de los experimentos” (p. 33).

La autoevidencia ha sido el factor definitorio de la hegemonía de los esquemas de la ciencia experimental sobre las demás formas de saber, es más, el triunfo que logró la ciencia, entendida como conocimiento cierto, objetivo y verificable, se ha sustentado en conceptos y modelos unívocos, en imperativos categóricos que, si bien son artificiosos, no admiten duda ni cuestionamiento alguno. No obstante, por encima de sus contrariedades y determinismos, el éxito de este tipo de conocimiento estructurado fue tal que la misma lingüística lo consagró: así, “el término ciencia, sin adjetivo calificativo, pasó a ser identificado principalmente con la ciencia natural” (Braudel, F. 2006, 7-8), mientras que los demás saberes debieron apoderarse del término como un sustantivo exponente de su valía disciplinar.

Precisamente el positivismo de Comte inspirado en las viejas luchas contra el apriorismo, particularmente en las preocupaciones teóricas de Saint Simón, respecto de la fijación de un objeto-método para el conocimiento desde el modelo biológico, representó la vía de afirmación del naturalismo sobre la(s) episteme(s). La sistematización del saber entró en franco antagonismo con las presunciones negativas, es decir, aquellas que conciben la realidad en función de lo que no es, debido a que estas eran incapaces de ocuparse del estudio y de la comprensión de la existencia, al concentrarse en demasía en la pura esencia de las cosas. La razón metafísica negaba las condiciones y exigencias empíricas para alcanzar el conocimiento, ya que este no se basaba en los principios de la experiencia directa ni en la descripción de los fenómenos (Kant, I. 2007, 16-27). Esta concepción trascendental de la episteme no permitía la institucionalización de una voluntad de verdad disciplinar, ni mucho menos naturalizar la autoevidencia como mecanismo legitimador. Era el momento de acercarse a la existencia efectiva y “desarrollar” un “conocimiento real” que tendiera “hacia lo verdaderamente actual y subsistente”, una filosofía “positiva” capaz de convertirse en una verdadera “ciencia de la experiencia” (Marcuse, H. 1994, 316).

Dentro de esta perspectiva, la sociedad en su conjunto aparece en el plano de las “necesidades objetivas” como un organismo funcional sujeto de manera inevitable “a pasar sucesivamente por tres estadios cognitivos distintos”, a saber: teológico o ficticio, metafísico o abstracto y positivo o científico (Comte, A. 2015, 7). Esta concepción lineal, evolucionista y teleológica de la vida, estatuye una especie de verticalidad inalienable, donde los estadios “inferiores” son provisionales y preparatorios, de un estadio “superior” que se revela como el máximo exponente del saber científico, “único plenamente normal […] régimen definitivo de la razón humana” (Comte, A. 2015, 7). Podría pensarse que la lógica positivista está signada por una fuerte doctrina de la predestinación, bajo la cual se discuten el principio y fin de las cosas. De este modo, “los hombres son meros instrumentos frente a la ley omnipotente del progreso, incapaces de cambiar o de programar su curso” (Marcuse, H. 1994, 324).

El régimen desarrollista de la tendencia positivista que proyectaba “enseñar a los hombres a considerar y a estudiar los fenómenos del mundo como objetos neutrales, gobernados por leyes universales válidas” (Marcuse, H. 1994, 318), no solo hizo posible una jerarquización de las “ciencias” conforme a su orden de “complejidad”, también generó toda una corriente que caló hasta en los más nimios aspectos de la teoría social y política. “Orden” y “Progreso” serán las consignas del positivismo como soporte teórico de la modernidad, una modernidad que se hallará determinada por tres ejes articulares: civilización, industria y ciencia. Lo positivo implicará entonces, una aceptación infalible de la realidad, deducida a partir del conocimiento legítimo que opera según las consignas de las ciencias naturales. La ciencia en tanto matriz del orden y de la civilización deberá adecuarse a cada una de las tareas y necesidades de la sociedad moderna, por tanto, tenderá a especializarse, institucionalizarse y profesionalizarse. Los saberes filosóficos y sociales, por su parte, no interesados directamente en la dominación de la naturaleza, también entrarán en este juego, viéndose consolidados como disciplinas, pero, como no dispondrán de una metodología propia, se transformarán en refrendadores del conocimiento científico, en instrumentos de la autoridad epistémica que les permitió emerger (Giddens, A. 1994, 63-79).

En función de lo anterior, la historia (historicismo), la física social (la sociología), el evolucionismo y la biología humana (la antropología), la filosofía (positiva), la teoría tributaria y contable (economía), el tratado de la conducta (psicología) y la teoría de Estado (ciencia política y leyes) serán legitimadoras por excelencia de un pensamiento positivista enfocado en planear la acción desde la teoría, interesado en instaurar un nuevo orden social a partir del saber. El deseo por configurar una ciencia del hombre para darle un horizonte de sentido de la humanidad, mediante la reorganización de la vida social y el control de las fuerzas naturales, requerirá de la alineación de las formas de conocer y de la consecución de una razón unidimensional que sustituya la identidad epistémica por procesos de pura mímesis (Burke, 1984; Marcuse, H. 1993, 40, 167). Tal como ocurrió en las ramas “alternativas”, entre ellas las ciencias sociales, donde las leyes del pensamiento se constituyeron de acuerdo a las lógicas del orden establecido. No por nada, el estudio de las realidades se realizó siguiendo “el modelo de la naturaleza y bajo el aspecto de la necesidad objetiva” (Marcuse, H. 1994, 318). La independencia de la razón y de los hechos sólo fue posible por medio de la aceptación y reafirmación de “lo dado”, puesto que los “hechos” de la experiencia y los “datos” como variables del conocimiento científico sólo son verificables a través de leyes físico-naturales. Así las cosas, el examen de la razón y la interpretación se convierten en mecanismos crítico-comprensivos del estado de cosas existente, en pocas palabras, en elementos de la una epistemología del orden (Marcuse, H. 1994, 319).

Esta rendición del pensamiento ante “lo real” y lo tangible configura un discurso que comprende no solo una teoría del conocimiento, sino también una interpretación histórica de la humanidad con un fuerte contenido político. Según el ideario positivista hasta el momento de su emergencia las doctrinas y consignas sociales que se mostraban como instrumentos de transformación solo habían justificado la desestabilización del “orden”, este último, motor del “desarrollo” humano, para enarbolar las banderas de la libertad abstracta, constituir una sociedad en base a la ficción y fomentar la anarquía moral (Comte, A. 2015, 36-37).

Las Revoluciones Liberales de 1830 que decantaron en la llamada “Primavera de los Pueblos” dieron origen a una fuerza subversora materializada en intensas oleadas de sublevación social que se regaron por buena parte de Europa. Ello, puso freno a la “Restauración Monáquica”, es decir, al retorno del absolutismo como régimen político predominante en el “Viejo Continente”, tras el Congreso de Viena (Hobsbawm, E. 2007, 21-39). Las agitaciones populares pro liberales dejaron como lección a los pensadores reaccionarios de la época que los antagonismos y levantamientos contra el sistema social y político imperante, solo conducían a momentos de transición “caótica”. El germen subversor que la Revolución Francesa había sembrado y propagado a través de las Guerras Napoleónicas ideas “especulativas” sobre la realidad, que resultaban “primitivas” e “innecesarias”, cuando los esfuerzos humanos debían orientarse a la consecución de la felicidad y la abundancia. Consecución, que no requería de una transformación de “lo dado”, sino de la organización y del entendimiento de los hechos (Marcuse, H. 1994, 323). En estas circunstancias, las permanentes sublevaciones de mediados del siglo XIX que además de perturbar el statu quo, demostraron que la gobernabilidad y la estabilidad política de los Estados dependían ahora del nivel de aceptación y legitimación popular, promovieron el hecho de configurar una tendencia filosófica conservadora que sirviera de base a la teoría política y social.

Era el momento de instituir un saber que renunciara a las explicaciones trascendentales, que no se detuviera en las “esencias” y en el origen de las cosas, sino que se concentrara en validar las leyes que gobiernan el estado de lo existente, de allí, se entiende que el positivismo sólo se limite a saber lo factual, lo que es posible por medio de la experiencia y las relaciones sensibles. Se enfoca, en rigor, en la pregunta por el “como” sin importarle demasiado el “por qué”. Así pues, en el plano político no importa por qué se gobierna, sino “como” y “para qué” se gobierna: el acto de gobernar se transforma de un ejercicio legítimo y soberano a “una administración técnica sobre la obra que hay que llevar a cabo” (Marcuse, H. 1994, 324), esto es, la democracia moderna.

Adviértase que, dentro de esta visión, la sociedad está gobernada por un “orden natural inmutable”, por una estructura que subordina la voluntad individual. En tal sentido, la generalización de los principios y leyes invariables comportará la propagación de la disciplina y la obediencia social, creará una suerte de “resignación” respecto al orden existente, hecho que facilitará la gobernabilidad y la instrumentalización de la sociedad en su camino inexorable hacia el “progreso” (Marcuse, H. 1994, 335).

En función de lo señalado, el positivismo con sus consignas normalizadoras buscó llevar a la sociedad a un estadio lejos de la “anarquía revolucionaria”, donde los esfuerzos sociales se concentraron en el fortalecimiento de la eticidad, más que en el mejoramiento de las condiciones materiales. La ciencia y la sociedad entonces, formaron un todo indivisible, pues la “meta general […] era establecer y fortalecer constantemente el orden intelectual […]base indispensable de todo verdadero orden” (Marcuse, H. 1994, 336). Orden, que conduce a la “renovación moral”, “al progreso”, a la “armonía social”, a la “resignación”.

De entonces acá, para lograr dicha meta es indispensable dejar a un lado las consideraciones materiales de la teoría política y social de corte reivindicatorio, toda vez que las dificultades sociales más importantes son […] esencialmente morales y no políticas”, en lo sucesivo, la superación de este “impasse” requiere más de un “cambio de las opiniones y la moral […] [que] de las instituciones” (Marcuse, H. 1994, 336) y del andamiaje político imperante. Así pues, resulta imperativo transformar la “agitación política en cruzada filosófica” (Marcuse, H. 1994, 337), y fue lo que en efecto sucedió tanto en el plano social como en el de las ideas. Diferentes ramas del saber, sobre todo las del saber social, debieron capitular ante el tribunal de las leyes “objetivas”, desasiéndose de su carácter “vago”, “especulativo”, “supersticioso” y “negativo”; que había provocado una contemplación ociosa del mundo completamente desligada de la práctica. Era tiempo de que la filosofía y los campos del saber social se establecieran sobre una “base positiva”, se dotaran de una actitud “optimista” frente al orden natural de las cosas, a semejanza de las ya consagradas ciencias físicas (Marcuse, H. 1994, 322-23). Desde la óptica positivista la sociedad y, en un sentido más amplio, “lo social”, se hallaba regido por hechos cuantificables y leyes generales, lo que indicaba que las acciones, relaciones e interacciones humanas debían tratarse como un “objeto” definido por variables, intervalos y frecuencias predecibles.  

El complejo disciplinar

Si se busca la definición convencional de “ciencia” se encuentra que ésta obedece a las formas más literales del positivismo. La ciencia se institucionalizó como: “el conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales”; además, tales conocimientos son “relativos a las ciencias exactas, fisicoquímicas y naturales” (Drae, 2009) ¿y las ciencias sociales? ¡He ahí las razones del complejo!

Esta acepción de “ciencia” es el resultado de la conjunción entre el racionalismo de Rene Descartes y el empirismo inductivista de Francis Bacon, dos posturas filosóficas que coincidieron en los mismos fines: “establecer algo firme y duradero en las ciencias”, elaborar “indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza”. Descartes (1986) sostenía que para cualquier investigación era indispensable contar con un rumbo determinado, es decir, ceñirse a reglas relativamente fijas, a un método que garantizara una secuencia ordenada de procesos orientados a la consecución de hallazgos, lejos de las “razones débiles”. Bacon (2003), por su parte, abogaba por la dignificación y el progreso de la ciencia. Propugnaba la universalización de una teoría empírica del conocimiento capaz de instrumentalizar la inteligencia humana para la dominación de la naturaleza. Tanto el racionalismo como el empirismo del “Siglo de Oro” europeo intentaron crear una guía precisa para conocer el mundo y, en ese proceso, sentaron las bases del método experimental y del pensamiento científico moderno. En tiempos en los que reinaba el misticismo, la alquimia, la magia, la astrología, la escolástica y otros “seudosaberes” que vaciaban la episteme, la lógica y la empírea entraron en escena para normalizar las maneras de saber y proponer metas realistas al entendimiento humano.

De allí, la idea de remplazar el silogismo aristotélico y la interpretación teológica por el método matemático, en aras de configurar un sistema de conocimiento que siente las bases de una estructura objetiva, “extensa”, capaz de desplazar las “opiniones dudosas”, aquellas sumidas en las propiedades de la “res cogitans”. Todo con la finalidad de “dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias”, así como hallar la “facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, [y debe ser] por naturaleza igual en todos los hombres” (Descartes, R. 1986, 69). 

La homogenización de las formas del conocer que toma como modelo la racionalidad empírico-analítica y resta valor a los determinantes cualitativos, es una herencia que dejó la filosofía del medioevo tardío a las diferentes ramas del saber disciplinar. Pero a diferencia de Descartes que buscaba hallar en la “duda metódica” una ruta hacia verdades absolutamente ciertas, el positivismo impone la “certeza antes que la duda y la indecisión, la organización antes que la destrucción y la negación […] [y] los hechos antes que las ilusiones trascendentes” (Marcuse, H. 1994, 332). Ello explica por qué para Dilthey los “hechos histórico-sociales no pueden prescindir de esa totalidad de la naturaleza y limitarse a lo espiritual” (Dilthey, W. 1949, 14).

Ahora bien, a la luz de lo planteado, cabe preguntarse: ¿Qué necesita una rama del saber para recibir la categoría de “ciencia”, y con ello alcanzar “credibilidad” y obtener “estatus” en el ámbito del saber? Fundamentalmente requiere de tres cosas: un objeto de estudio, un método y un utillaje conceptual. Para el caso específico de las ciencias sociales – desde la perspectiva cientificista – el “objeto” de estudio no se comprende en su sentido “ideal” e impredecible, como podría ser un asunto social, cultural o político, sino desde sus características sensibles (físicas), susceptibles de ser cuantificadas y medidas. Así, el objeto se deshace de su contenido “negativo”, “ficticio” e “invisible”, transformándose en un elemento verdaderamente “objetivo”, esto es, en “hechos” (Gellner, E. 1984, 619; Comte, A. 2015, 8). De entonces acá, se institucionaliza y se reconoce “como regla fundamental que toda posición que no puede reducirse al mero enunciado de un hecho […] no puede ofrecer ningún sentido real […] [todo] se resume a la mera investigación de las leyes, es decir, de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados” (Comte, A. 2015, 8). En suma, el objeto de estudio es una “cosa” determinada por la observación y su estado lógico. Es un objeto con el que no se pretende indagar más allá de “lo dado”, pues solo sirve para ratificar criterios prestablecidos que son observables en él.

Por su parte el método no está muy lejos de la condición del objeto. El método se reduce a la medición de una base empírica aplicando un conjunto de procedimientos que buscan mediante la observación sistemática, la medición y la experimentación, recopilar datos para comprobar o modificar hipótesis. El tratamiento instrumental y exageradamente metódico es en toda proposición científica un factor fundamental a la hora de construir conocimiento como campo de verdad. En esta medida, los pilares del método científico se han ido transformando, la reproducción como estrategia de comunicación de los resultados investigativos se ha superpuesto sobre la refutabilidad, instituyendo así –aunque no se acepte abiertamente– certezas absolutas sobre explicaciones que son de por sí subjetivas y creando autoridades (egos) en el mundo de las ciencias, esto es, “maestros” “científicos”, “oráculos del saber”, “vacas sagradas”, etc.

Un ejemplo de estas circunstancias en el plano de las ciencias sociales lo ofrece la historia; como campo del saber la historia no podía aceptar abiertamente que su objeto de estudio eran los acontecimientos socio-temporales, ya que a la luz del método científico esto resultaba un asunto bastante abstracto y supersticioso. En este contexto, el oficio historicista no podía arriesgar su “estatus” epistemológico en un mundo gobernado por la razón científica y las concepciones positivistas. Antes de perder su lugar en la episteme y ser calificado como un saber doxóforo, como un campo de la especulación, la alternativa fue buscar un objeto de estudio “real” frente a la nueva tendencia y la creciente “cosificación” del conocimiento. Dicho objeto se halló en los documentos, específicamente en los “archivos”, en las mal llamadas “fuentes primarias”. A partir de ahora los documentos como “objetos” de la historia serán sometidos a un conjunto de técnicas y procedimientos calculados, resumidos en un método llamado histórico. Las directrices del método indican de forma “ordenada” la manera como debe realizarse el ejercicio heurístico con la implementación de la crítica externa para conocer la “autenticidad” de la “fuente” y la crítica interna para establecer su “fiabilidad”, una actividad claramente instrumental que se complementa con la hermenéutica o interpretación de los datos y concluye con la tópica o síntesis historiográfica, la cual termina convirtiéndose en una simple tautología fontal (Droysen, G. 1983). Aquí, “tiempo” como categoría transversal se transforma en “objeto” y, por tanto, se le secciona burdamente en “pasado”, “presente” y “futuro”; siendo la historia la dueña y señora del primero. Este es, en rigor, el procedimiento convencional con el que se ha pretendido computar el acontecer socio-temporal, y dar explicaciones totalizantes e inamovibles sobre lo que consideramos la “realidad”.

Una situación similar a la de la historia la vivió la sociología, la cual vio su condición de posibilidad en la cuantificación humana y en el estructuralismo organicista (Foucault, M. 1999, 168-169). La antropología, por su parte, halló su “objeto” en la biología humana, así como en la etnografía de perspectiva evolucionista y en el exotismo arqueológico. La ciencia política hizo lo suyo con la legislación estatal, la psicología se concentró en las patologías y en las diagnosis clínicas del comportamiento humano, la geografía se limitó a las cuestiones cartográficas y fisiográficas, y la economía se matematizó al extremo, sobreponiendo los aspectos contables a las reflexiones críticas acerca de los modos de producción. Así las cosas, las ciencias sociales se institucionalizaron bajo un marcado complejo objetivista y cientificista, estrechamente ligado al nacimiento del mundo moderno (Burke, E. 1984; Braudel, F. 2006, 4).

La implantación del modelo de la ciencia en la esfera humana fue un hecho que hizo al saber social participe de una tendencia paradigmática, pero le imprimió un marcado sentimiento de minusvalía, al poner en cuestión su “utilidad real” en un mundo gobernado por la industria, el mercado y los saberes pragmáticos. Las “ciencias” sociales a causa del peso de su sustantivo desarrollaron una fuerte disconformidad por su “coloidal” composición, una situación que les impidió cortar el proceso mimético que, a partir del naturalismo, habían adoptado para su constitución. Un hecho que tampoco les permitió superar sus determinismos positivistas y, mucho menos, el complejo de inferioridad. Refiriéndose con ello a la subutilización de sus posibilidades, a aquella concepción de autoinsuficiencia relativa, a ese “modo de ser inferior” que las facetas del saber social han vivido con angustia y, por el cual, han generado una serie de mecanismos compensadores que se han concentrado en emular el paradigma intelectual legitimado (ciencia positiva), como vía posible de reducción de su “déficit” epistémico (Marradi, A. 2013; Belohlavek, P. 2006, 42). 

En retrospectiva, una rama del saber para constituirse como “ciencia”, además de necesitar un objeto y un método, requiere de otro componente fundamental: “conceptos”. Conceptos que, evidentemente, no son en su mayoría propios de cada disciplina, sino son el producto de la sistematización del conocimiento y de la homogenización de los marcos teóricos a partir de leyes naturales universales que se mantienen por encima de todo tiempo y espacio (Braudel, F. 2006, 5). No por nada, las categorías centrales del utillaje nocional de las ciencias sociales han sido fruto de una serie de yuxtaposiciones de las parcelas científico-naturales, así como resultado de extrapolaciones conceptuales hechas desde la física y las ciencias biológicas. He allí el uso permanente, muchas veces inconsciente, de términos como: “sinergia”, “evolución”, “relatividad”, “entropía”, “estructura”, “sistema”, “interacción”, “sesgo”, “contingencia”, “incertidumbre”, “probabilidad”, entre otros, en el ejercicio interpretativo y expositivo de las ciencias sociales (Cava, D. 2004, 3)

Precisamente el “Circulo de Viena”, agrupación científico-filosófica de origen alemán que toma forma en las primeras décadas del siglo XX, asume la tarea mesiánica de clasificar los saberes para determinar que debe ser “ciencia” y que no, desde una postura neopositivista. El ideal era identificar las “ciencias inmaduras” para enseñarles el camino de la probabilidad lógica y constituir a través de la filosofía un marco común para todos los saberes, basado en el lenguaje físico-matemático. Bajo la consigna de “ciencia unificada” el Círculo de Viena le apostó a hacer de la ciencia un conjunto de proporciones uniformes con sentido lógico y funcionalidad. Ello explica por qué para sus miembros “el conocimiento consistía en un conjunto de enunciados, empíricamente verificados, formados por un lenguaje, cuyas reglas sintácticas eran formulas lógicas. Por ello […] la ciencia debe estudiar las relaciones entre los objetos empíricos y el enunciado o símbolos que los representan” (Quezada-Sánchez, F. 2004, 142). 

De esta manera, puede apreciarse como las ciencias sociales se han apropiado de las consideraciones del dualismo cartesiano y del modelo newtoniano, buscando no quedarse atrás en el proceso objetivizante del método científico. Los cálculos, las formulas lógicas y los procedimientos secuenciales, parecieran brindar un soporte seguro para justificar las hipótesis que se construyen sobre la realidad. Sin embargo, lo cierto es que la “ciencia” y el hecho científico son, en sí mismos, una construcción social (Echeverría, J. 1998, 59), no más que un discurso de los muchos que existen para buscar explicaciones sobre los seres humanos y su entorno, un conjunto de juicios artificiosamente dispuestos que han implementado la autoevidencia como medio eficaz de justificación. Así pues, la fiabilidad, la verificación, la certeza y el estatus epistemológico que han buscado las diferentes ramas del saber social en aras de ser consideradas enteramente como “ciencias”, no es más que un “fetiche”, un “fetiche científico” con una fuerte carga positivista. Un acto de sacralización del proceder científico que las “ciencias” sociales han refrendado con orgullo en el prefijo-sustantivo de su denominación.    

El devenir de las ciencias sociales y los contextos de la actividad científica

Para entender la interpelación del naturalismo y el positivismo en la institucionalización de los estudios del espíritu humano, es preciso dimensionar el nacimiento de las ciencias sociales según tres etapas, que expresan, de forma paralela, el decurso del afianzamiento de la modernidad como paradigma de la vida humana (Braudel, F. 2006, 5). La primera etapa tiene que ver con el cultivo del humanismo tras el Renacimiento europeo y el impacto cultural de la Reforma Protestante. Ocurre en el siglo XVII un florecimiento del antropocentrismo de la cultura clásica grecolatina en oposición al clericalismo teocéntrico. Una tendencia influenciada por el resurgimiento de las discusiones en torno a la lógica aristotélica y la reaparición de corrientes afines al racionalismo y al empirismo. Esta es una época marcada por la recuperación de las artes liberales, el restablecimiento del estudio de las lenguas y el fomento de la “filosofía natural”, también llamada física copernicana. Todos estos hechos serán determinantes para el desencadenamiento de la Revolución Científica seicentista, es decir, la emergencia de la ciencia teórico-experimental de la mano de Galileo, Kepler y Newton, quienes, en función de los principios de la física y la matemática, crearon una ruptura definitiva con el modelo de pensamiento heredado del mundo antiguo y el medioevo. En una segunda etapa se halla la razón ilustrada, cuyas teorías políticas, sociales y económicas aplicaron el modelo de la ciencia para el conocimiento y la organización de las sociedades humanas. Es el momento de la instrumentalización de los saberes para el ejercicio efectivo del poder sobre la vida (Foucault, M. 1999, 168-170; 2001, 217). En una última etapa se encuentra el surgimiento de una ciencia de la humanidad en el marco de la sociedad industrial decimonónica, según dos momentos: uno bajo las formulaciones liberales y republicanas del trabajo científico social, y otro bajo la visión conservadora y restauradora de la física social como ciencia positiva. En conjunto, estos momentos darán forma a las ciencias sociales que nacieron por y para el orden del mundo moderno (Preston, P. 1999, 53).

La apropiación del progreso como consigna operativa para las realizaciones políticas y materiales hicieron de la teoría social un fortín ideológico de las formulaciones ordinales de la modernidad. El positivismo como filosofía del desarrollo humano se incrustó en los saberes sociales especializándolos según las necesidades políticas y económicas, podría decirse sin mucho reparo que las ciencias sociales nacieron por encargo, pues se perfilaron y profesionalizaron para estar al servicio del Estado moderno y el modo de producción (Gottdiener, L. 2013, 136-137; Ake, C. 1984). No por nada, a finales del siglo XIX tales “ciencias” se estructuraron bajo un sistema de disciplinas ordenado según tres líneas de estudio, a saber: el mundo moderno y no moderno (“lo que es”), el pasado y el presente (“lo que está por definirse”), y la sociedad civil junto al Estado y el mercado (“lo que debe ser”) (Foucault, M. 2006, 40). Este ha sido el resultado de la hegemonía epistémica de la razón ilustrada. El pensamiento moderno ha segmentado y especializado los saberes, imponiendo la lógica y la certeza de su método sobre las visiones y prácticas extra-científicas. La ciencia ha disciplinado las formas de saber y conocer, ha establecido reglas y principios de limitación, llevando al conocimiento a una suerte de especiación que no le permite ver más allá de su horizonte paradigmático. En tal sentido, el método científico ha planteado un código unívoco del correcto proceder, manteniendo el orden y la subordinación de toda una colectividad epistémica, cuyas actitudes coordina en procura del desarrollo de sus habilidades y la garantía de su utilidad (Feyerabend, P. 1986, 2-3).

Bien es sabido que la historia es la historia escrita por los vencedores, por ello, la historia de la ciencia, constituye, en buena medida, la historia de las posturas y visiones triunfantes. Aquellas que se legitimaron y naturalizaron a expensas de otros imaginarios y perspectivas. “Dentro de la tradición histórica Whig4, las partes perdedoras tienen poco interés, y en ningún tipo de historia ha sido esta tendencia más evidente que en la historia de la ciencia clásica” (Shapin, St. y Schaffer, S. 2005, 36). Kragh (1989) ha resaltado muy bien esta situación al poner en evidencia que “la visión de la ciencia que tenemos en la actualidad es el producto de un proceso histórico, de una lucha en la que solo han sobrevivido las teorías vencedoras” (p. 39). En tales circunstancias, para que la ciencia positiva, en tanto eje del pensamiento moderno, se haya extendido y naturalizado ha tenido que ocurrir un “epistemicidio”, o sea, la supresión y, cuando no, la colonización o eliminación de saberes alternativos, populares, autóctonos, ancestrales (De Sousa-Santos, B. 2010, 57). En nombre de la modernidad la razón científica se ha vislumbrado como la única validadora del conocimiento, como el umbral exclusivo de la verdad y la objetividad. Lógica capaz de guardar de la subjetividad y la irracionalidad, dos “peligros” epistémicos, reconocidos, en lo sucesivo, en la alteridad cognoscitiva.

Sin embargo, la historia oficial de la ciencia no es solo la historia de la conquista cultural de occidente sino también la crónica de un discurso manipulado y ennoblecido. Se sabe que Newton, uno de los personajes más importantes de la ciencia moderna, dedicaba buena parte de su tiempo y esfuerzo al estudio de la alquimia y el ocultismo, es más, se puede aseverar que la alquimia newtoniana es la base de buena parte de las ideas, leyes y explicaciones que se tienen sobre la estructura de la materia. Empero, sus trabajos y teorías fueron presentados bajo una consideración estrictamente racionalista. Se justificó por la imagen y el bien legítimo de la ciencia “desalquimizar” a Newton a expensas de la historia (Kragh, H. 1989, 42-43). Por esta y otras razones resalta Canguilhem (2009) que el “objeto de la historia de la ciencia no tiene nada que ver con el objeto de la ciencia” (p. 205). A propósito de la diferenciación entre “contexto de justificación” y “contexto de descubrimiento”. La clave es no quedarse solamente con las demostraciones y justificaciones científicas, sino trascender el plano de los elementos instrumentales para incorporarse en el mundo de los factores que influyen en la creación, validación e institucionalización de una teoría o postura científica. Este es un ejercicio de vital importancia pues impide que se pague con la simplificación de lo social las “certezas” que brinda el pensamiento positivo (Reichenbach, H. 1968, 5-7).

Pensar la actividad científica a partir de sus contextos es cuestionar la visión disciplinar que se tiene sobre la realidad, es entender las concepciones y orientaciones de la ciencia. Una ciencia absorbida, cada vez más, por el creciente interés económico y político en torno a la investigación y el desarrollo (I+D). Dos elementos que se conjugan para la promoción del conocimiento “útil” y aplicado. La observación crítica de la educación, la innovación, la valoración y la aplicación, en tanto contextos que explican la construcción social de los resultados científicos (Echeverría, J. 1998, 59-60), permite desmarcar a la ciencia de su justificación lógica para entenderla en un marco de actuación más amplio, donde los aspectos morales, económicos y sociales juegan un papel fundamental en la comprensión genealógica del pensamiento humano. Un pensamiento que, por supuesto, va más allá de los principios de la positividad, y de la razón y la certeza como propiedades exclusivas del conocimiento legítimo (Guyot, V. 2001, 17).

Así pues, “de lo que se trata es de puntos de vista epistemológicos y no científicos […] [lo crucial aquí es entender] el modo en que cada perspectiva se ha construido el objeto de la epistemología” (Guyot, V. 2001, 13). El mismo concepto de “paradigma” que propone Kuhn (2004) resalta la importancia de descentralizar el análisis de “los modelos de los cuales surgen tradiciones particularmente coherentes de la actividad científica” (pp. 34-35). Desde esta perspectiva, un paradigma sería “un conjunto de ideas, valores, conocimientos y métodos necesarios para crear un contexto común de comprensión y tratamiento de los principales problemas”. Como acervo de ideas fundamentales y, en otros casos, como realizaciones universalmente reconocidas o formulaciones alternativas, los paradigmas pueden brindar proposiciones distintas y conceptos diferentes sobre un mismo problema, ya que, “no gobiernan un tema de estudio, sino, antes bien, a un grupo de practicantes” (Kuhn, T. 2004, 276). De esta manera, las reflexiones paradigmáticas pueden ser paralelas y complementarias, al igual que convergentes y divergentes entre sí. Todo depende del punto de partida y del enfoque que se tome, o sea, de si la investigación maneja una perspectiva consecuente, disruptiva o independiente con respecto al método, la teoría y la metodología convencional de una disciplina o campo de estudio. En este sentido, uno de los mayores desafíos que ha planteado Kuhn a la “ciencia normal” (positiva y tradicional), ha sido el hecho de reconocer la importancia de la multilateralidad del pensamiento científico. Habida cuenta que, si bien existen visiones hegemónicas y socialmente decantadas, es a través de visiones específicas y planteamientos alternativos que se han logrado trasformaciones en el ámbito del conocimiento.

En esta medida, el “progreso” de la ciencia no estriba necesariamente en la confirmación empírica, ni tampoco en la defensa de un orden determinado del conocimiento, más bien, radica en el no estancamiento, esto es, en la revolución paradigmática, en la superación constante de “obstáculos epistemológicos” que se presentan en forma de conjeturas teóricas, escollos gnoseológicos y fronteras analíticas. Dadas estas premisas, “lo real – según Bachelard (1973) – no es nunca lo que podríamos pensar sino lo que hubiéramos debido pensar” (p 187), entendiendo que la certeza sólo se encuentra “en un verdadero arrepentirse intelectual” (Bachelard, G. 1973, 188). Un arrepentirse que implica junto al cuestionamiento de lo autoevidente, un pluralismo cognitivo y un irrefrenable redescubrimiento de lo conocido. Se trata entonces de una genealogía histórica (Foucault, M. 1980), donde el saber se presupone como una instancia problemática, capaz no solamente de dar cuenta de un objeto de estudio sino también de sí mismo, de sus subjetividades y de los contextos que lo transversalizan.

En el devenir de las ciencias sociales las nociones: contexto científico, paradigma, obstáculo epistemológico y genealogía, inducen a una revisión crítica de su razón de ser e historicidad, enunciando cómo, por qué y para qué dicho saber a llegado a constituirse como tal. El término “ciencias” que se ha mantenido como sustantivo en el prefijo de la denominación de los saberes sociales, presupone una grosa omisión de las reflexiones epistemológicas esbozadas. Quizá, de manera inconsciente o consentida, se olvida que la ciencia “no es la suma de todo lo que puede ser dicho de cierto a propósito de alguna cosa y no es siquiera el conjunto de todo lo que puede ser, a propósito de un mismo tema, aceptado en virtud de un principio de coherencia o de sistematicidad” (Foucault, M. 1992, 19). De entonces acá, el complejo de inferioridad y la relación fetichista que han establecido los estudios de la esfera humana con los estatutos de la cientificidad, se sustentan en un intangible histórico: la eficacia supuesta de un recorte epistémico que ejerce funciones positivas y al que se le ha puesto en una relación inseparable con la verdad. No por nada, la regla de la unidad del método creó una suerte de valor científico que enfrascó a los análisis de la realidad social en el campo de las percepciones sensoriales, ello, además de reducir los saberes del espíritu a los ámbitos de la observación y la experiencia, despejó el camino de la ciencia, previniendo cualquier competencia o alternativa valedera exterior a ella.                     

Consideraciones finales

Como ha quedado planteado, la institucionalización de la investigación social estuvo ligada al surgimiento de la razón ilustrada, y al posterior afincamiento del positivismo y el método cuantitativo como tendencias cognoscitivas de la humanidad. La ciencia, deducida en el modelo naturalista y el empirismo lógico, se descubrió como el eje epistémico del progreso y la modernidad, sentando, en ese proceso, las bases de las ciencias sociales que hoy se conocen. Aquel instante donde se incrementa desproporcionalmente el interés de los poderes políticos y económicos del mundo moderno sobre la vida, particularmente sobre la vida humana, emerge una condición de posibilidad para las ciencias sociales, bajo un propósito estratégico claro: saber-poder (Foucault, M. 1968, 7). En palabras de Foucault (2001), la formalización de los estudios de la esfera humana constituye “un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una especie de estatización de lo biológico o, al menos, cierta tendencia conducente a lo que podría denominarse la estatización de lo biológico” (p. 217). El surgimiento del análisis social y su “cientifización” subsiguiente es un acontecimiento en el orden de los saberes que hace parte del lanzamiento de la “biopolítica”, esto es, una tecnología del poder que pretende conocer y, por su intermedio, regular a la población mediante la aplicación del poder político sobre los diferentes aspectos de la vida. De allí, que las ciencias humanas nacieran orientadas a los estudios nominales, estadísticos, censales, descriptivos, mensurativos y psicométricos (Foucault, M. 2001, 220; 1999, 168-170). Entender los procesos relativos a la natalidad, la mortalidad y la densidad poblacional, así como medir el estado físico y mental del cuerpo social, saber la identidad de los sujetos y conocer la ubicación, nivel de vida, habitad, prácticas, y demás datos relativos a la salud, la educación y la ocupación de los grupos humanos, han sido los objetos primordiales que han marcado el origen de las ciencias sociales, en tanto áreas especializadas e intencionalmente instrumentalizadas para servir al mundo moderno.

No obstante, aunque tal instrumentación les otorgó a los saberes sociales cierta legitimidad y rigor, la verticalización del conocimiento determinada por las conquistas tecnológicas de las ciencias naturales, evidenció la abstracta utilidad y la ligera facticidad de las ciencias sociales. Estudiar la sociedad no era lo mismo que analizar un fenómeno natural o un compuesto químico, según la reinante perspectiva “realista” del positivismo. Por tanto, las áreas del conocimiento social se vieron reconocidas como saberes pseudo-científicos, saberes de segundo o tercer orden incapaces de resolver su “flaqueza” más acuciante: la “intangibilidad” de su objeto de estudio. De allí, ese complejo de inferioridad y esa relación fetichista con la ciencia, con la ciencia natural, en sentido estricto. El establecimiento de jerarquías y posiciones de poder entre las disciplinas científicas conforme a su capacidad de matematizar, cosificar y fijar modelos, convirtió el complejo epistémico de los saberes sociales en un fetiche por emular el hacer y el proceder de los saberes situados en la cumbre del conocimiento. Pero el gran dilema aquí no es si los saberes sociales o las humanidades deban ser considerados ciencias, el problema gira, más bien, en torno a la cuestión de si es necesario que lo sean. Acaso ¿No ser ciencia es en realidad un impedimento? O, por el contrario ¿Asumir la naturaleza de la ciencia limita el conocimiento? Éstas son inquietudes de fondo que inevitablemente traen a la discusión preguntas de trascendencia como: ¿Qué hay más allá de la ciencia? ¿Qué resulta exterior a ella? ¿Es el pensamiento científico el techo del intelecto humano? El debate está por hacerse.             

Notas

1. “Por ‘ciencia’ se entiende un tipo de cognición que ha transformado radicalmente, cualitativamente, la relación de los seres humanos con las cosas: la naturaleza ha dejado de ser una referencia para pasar a ser objeto del auténtico conocimiento y manipulación. La ciencia es un sistema cognoscitivo peculiar con cierto misterioso mecanismo interno que asegura su crecimiento sostenido y perpetuo, el cual ha sido profundamente beneficioso para los sistemas productivos humanos y corrosivos para nuestro sistema de legitimación social (Gellner, E. 1984, 614-615).

2. Se refiere puntualmente al “complejo de inferioridad” de las ciencias sociales, las cuales debido al tenue “realismo” y a la elusiva facticidad de su objeto de estudio han tenido que imitar los principios y procedimientos de las ciencias físicas, apropiarse de la “medición, del experimento, de la ley”, en definitiva, del “silogismo cientificista”, en aras de no ser juzgadas como metateorías o como simples aporías del pensamiento hermenéutico (Marradi, A. 2013). En tiempos donde la institucionalización, la especialización y la verticalización de los saberes se reconocieron como criterios civilizatorios del intelecto humano (De Giorgi, E. 1998, 134).

3. Expresa la sacralización de la que ha sido objeto la ciencia en tanto modalidad de conocimiento. Aunque es un constructo puramente humano la ciencia se ha independizado de sus artífices, tanto así, que ha terminado dominándolos. En la ciencia como “vía de verdad” o como marca hegemónica de la episteme lo seres humanos han encontrado un símbolo de fe, un símbolo que les ha permitido incrementar la fe en sí mismos, pero, sobre todo, aumentar el valor de lo que piensan, dicen y hacen. El haber independizado a la ciencia de sus causas y el haberla convertido en un código estructural interiorizado, en un sistema de valores universales, la transformó en uno de los fetiches más aclamados del mundo moderno. Los seres humanos entonces, se han visto postrados ante aquello que ellos mismos crean y dotan de valor, a tal punto, que se les vuelve en contra, he allí el fetichismo (Marx, K. 2000, 971-1016).

4. Whig se refiere al partido político de corte liberal que logró hacerse del poder tras la Revolución de 1688 en Inglaterra. Para afianzar su legitimidad los Whig se concentraron en escribir una historia en la que ellos y su doctrina figuraban como protagonistas y definidores de la nación británica. En tanto que, su principal contendora: la facción política conservadora Tory fue condenada al ostracismo y tachada por la historia como un agente antagónico de carácter jacobita, restaurador y retardatario. 

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