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Prohistoria

versión On-line ISSN 1851-9504

Prohistoria vol.10  Rosario dic. 2006

 

HISTORIA

Una Iglesia a la medida del Estado: la formación de la Iglesia nacional en la Argentina (1853-1865)

 

Miranda Lida
Becaria postdoctoral Universidad Torcuato Di Tella-CONICET
mlida@utdt.edu

 


Resumen

Este artículo aborda el proceso de la formación de la Iglesia nacional en la Argentina en paralelo con el proceso de formación del Estado, en el periodo de la organización nacional. La creación de diócesis y arquidiócesis respondió a un proyecto político que se vinculó estrechamente con los debates sobre la formación del Estado y el federalismo. En este sentido, el papel jugado por el Estado en la construcción de la Iglesia argentina fue mucho más importante y significativo, según creemos, que el influjo y la capacidad de decisión de la Santa Sede, y ello incluso en una era de romanización.

Palabras clave: Iglesia Católica argentina; Relaciones con la Santa Sede; Diócesis; Arquidiócesis; Estado nacional; Romanización

Abstract

This article studies the process of formation of the state Church in Argentina, in parallel with the process of nation-state building during the state organization period. The creation of dioceses and archdioceses responded to a political project directly related with debates about the nation-state building and the problem of federalism. Thus, the role played by the argentine nation-state in the construction of the argentine Church was more important and determinant than the influence and the power of the Saint Siege, even in an era of romanization.

Key words: Argentine Catholic Church; Relations with the Saint Siege; Dioceses; Archdioceses; Nation-state; Romanization 


 

1. Introducción

La formación de la Iglesia nacional luego de Caseros fue el resultado de la concurrencia de dos actores, uno de ellos verdadero protagonista, el otro simple actor de reparto: por un lado, el Estado que se estaba formando, verdadero hacedor de la Iglesia nacional; por el otro, la Santa Sede que, si bien introdujo su primer delegado apostólico en 1858, tuvo una limitada libertad de movimiento, dado que el Estado sólo estaba dispuesto a tolerarla en la medida en que le resultara conveniente. A pesar de que se trata de los mismos actores que participaron de la "invención" de la Iglesia que sucedió a la reforma rivadaviana -en los términos de Roberto Di Stefano-, no hablaremos aquí de romanización: la Iglesia nacional se conformó en 1865 a la medida del Estado que se estaba formando, y al precio de expulsar al delegado apostólico Marino Marini.1
Eludimos la utilización del concepto de romanización en el periodo que va de Caseros a la organización nacional porque creemos que la formación de la Iglesia nacional era considerada por los actores involucrados en este proceso como un asunto puramente estatal: el establecimiento de relaciones regulares con la Santa Sede, tal como se ensayó en la década de 1850 a instancias del propio Urquiza, se debió, ante todo, a la necesidad de resolver el acuciante problema político acerca de la definición y el ejercicio de la soberanía, problema que había ingresado al centro de los debates políticos rioplatenses en 1810.2 Trataremos de mostrar que el modo en el que se tejieron las relaciones con la Santa Sede en la década de 1850 fue ante todo una materia en la que estaba en juego la soberanía, cuestión por lo demás polémica y problemática en una década donde el Estado nacional no sólo era una entidad bastante endeble sino, además, sometida a fuertes contradicciones internas.3 Que la construcción de la Iglesia nacional constituyera un asunto de interés puramente estatal se verifica en la completa ausencia en esa década de debates eclesiológicos que abordasen el problema de qué Iglesia construir, con qué prerrogativas y libertades, a diferencia de lo que había ocurrido entre 1822 y 1835, según ha estudiado Di Stefano. No hubo en los años 1850s. quien se molestara en discutir, seriamente y hasta sus últimas consecuencias, si las relaciones con Roma afectarían o no las prerrogativas de los diversos gobiernos diocesanos o los cabildos eclesiásticos; el consenso en torno a la necesidad de la construcción del Estado era tan grande luego de 1853 que no fue necesario remover las aguas del debate eclesiológico.
Para entender por qué la Confederación buscó denodadamente establecer relaciones regulares con la Santa Sede es necesario señalar que las relaciones con cualquier potencia extranjera -tal es el modo en que se consideraba a los Estados pontificios- son materia de soberanía; es decir, que sólo un Estado soberano, que se precie de tal, puede entablar relaciones diplomáticas con Estados extranjeros. Los años de revolución, guerra y fragmentación política que sucedieron a 1810 habían visto nacer sucesivos ensayos, por parte de los estados provinciales, de entablar relaciones con la Santa Sede, y era ésta una situación que no podría ser de ningún modo tolerada en el marco de un Estado que se quería moderno; de manera tal que Urquiza -fiel heredero de Rosas en este punto- se ocupó de concentrar en sus manos el manejo de las relaciones exteriores. Es por ello que para Urquiza no bastaba meramente con nombrar obispos; era necesario contar con un delegado apostólico. Y así como la definición y el ejercicio de la soberanía involucraba el manejo de las relaciones exteriores, ello suponía también otras cuestiones: por un lado, el ejercicio del monopolio del patronato nacional, que desde 1810 había sido debatido y combatido;4 por otra parte, la confección de un presupuesto nacional de culto que disolviera de una vez y para siempre el confuso y multiforme sistema de diezmos que sobrevivió en el interior del país hasta 1853.5 Relaciones exteriores, patronato y presupuesto estatal eran todas materias que hacían a la definición de la soberanía. Para la década de 1850 la concepción de la soberanía que predominaba era puramente moderna y unitaria, en abierto contraste con las ideas que la revolución de independencia había movilizado. Según la moderna idea de la soberanía, las leyes uniformes e iguales para todos no admitían excepciones de ningún orden: todos, incluidas las más altas dignidades eclesiásticas, debían acatarla sin objeciones. En la medida en que para Urquiza la reafirmación de una idea moderna de soberanía constituyera una prioridad, entablar relaciones con la Santa Sede se convirtió en una tarea urgente. Si Urquiza se esforzó por entablar relaciones con el Papado fue porque se veía sometido a crecientes dificultades en su afán por construir el Estado: estaba en juego el monopolio de la soberanía en manos del Estado nacional, todavía disputado por los poderes provinciales. Y mientras estuvo en disputa el ejercicio de una soberanía que se concebía como unitaria, el delegado apostólico fue bienvenido en la ciudad de Paraná, centro político de la Confederación.
No obstante, una vez producida la organización nacional, la soberanía dejó de ser el eje de las preocupaciones políticas. Ya integrada Buenos Aires al orden nacional, y convertida en el espejo civilizatorio en el cual las provincias del interior debían mirarse, nuevas concepciones políticas aparecieron, predominantemente liberales, donde se manifestaba la preocupación por el desarrollo de una opinión pública moderna, el ejercicio y los límites de las libertades políticas, las dificultades y virtudes de la descentralización administrativa, entre otros ítems6 (pero no debe considerarse al liberalismo como sinónimo de anticlericalismo, dado que Mitre se preocupó sobremanera por la Iglesia, a tal punto que se encargó de gestionar la elevación de Buenos Aires a sede arquidiocesana). El debate político estaba dominado por el problema del federalismo, en el cual el caso norteamericano se presentó como el ejemplo a seguir; en este contexto, la discusión acerca del lugar de Buenos Aires en la escena nacional estaba a la orden del día.7 La dirigencia política porteña que había triunfado en 1861 se empeñaría en conservar el lugar hegemónico al que se sentía destinada, no estaba dispuesta a admitir una Iglesia que no tuviera por centro a Buenos Aires. En este marco, era tan importante convertir a Buenos Aires en sede arquidiocesana como quitarse de encima el peso de un delegado apostólico que había sido firme aliado de Urquiza; Marini no se sentiría a sus anchas en Buenos Aires. Y una vez sin él, la Iglesia porteña pudo, a partir de 1865, pasar a ocupar el lugar que aquel dejaría vacante, a la par que la ciudad de Buenos Aires se convertía en el centro político de un Estado federal que le concedió al puerto una posición privilegiada.
En fin, consideramos que fueron las transformaciones en el orden estatal las que moldearon, configuraron y constituyeron la forma que adoptó la Iglesia nacional, y el lugar que le tocó a Roma en este proceso fue simplemente un eco de estas transformaciones, en las cuales Urquiza en primer lugar y Mitre más tarde, jugaron papeles decisivos. De hecho, el delegado romano Marino Marini deseaba establecer la sede arzobispal en Paraná; Mitre, en cambio, la fijó en Buenos Aires.8 Y si bien las actitudes de Urquiza y Mitre parecen completamente antitéticas, en verdad no lo son tanto. Si Urquiza apeló a Roma no fue porque el primero sintiera una filial inclinación por la Santa Sede que lo llevaba a aceptar la romanización, mientras que el segundo, que se encargó de desplazar a Marini, rezumaría un furibundo anticlericalismo; en realidad, los dos actuaron políticamente, urgidos por los problemas que los acechaban: la supervivencia de las autonomías provinciales en el primer caso, la hegemonía de Buenos Aires en el segundo. En este sentido, Urquiza y Mitre se parecían más de lo que hubieran estado dispuestos a admitir.
Dividiremos este trabajo en tres secciones. En primer lugar consideraremos las condiciones en las que se hallaban las iglesias rioplatenses a la hora de la caída de Rosas, poniendo énfasis en la profunda distancia que las separaba por entonces de una Iglesia nacional unitaria; de este modo, podremos precisar los motivos por los cuales el Estado en formación se vio urgido a emprender la tarea de construir la Iglesia nacional. En segundo lugar, abordaremos las medidas adoptadas por el gobierno de la Confederación que, pese a diversas dificultades, se esforzó por construir la Iglesia nacional; de hecho, fue a fines de 1853 cuando se comenzó a hablar con asiduidad de la "Iglesia argentina". Los hombres de la Confederación tenían plena conciencia de que la Iglesia debía ser construida, a tal punto que comparaban a Urquiza con Napoleón Bonaparte, dado que se esperaba del primero la celebración de un concordato con la Santa Sede que serviría de base para la construcción de la Iglesia nacional:

"estamos de pleno acuerdo [...] sobre la alta mira de V.E. de ocuparse del arreglo y organización de la Iglesia Argentina -le escribía Facundo Zuviría a Urquiza, a fines de 1853- [...] coronará á V.E. de una gloria igual ó mayor q.e la de Caseros y solo parecida á la q.e obtuvo Bonaparte cuando cerrando la época revolucionaria [...] abrio la de orden, paz y organizacion social, empezando p.r la organizacion religiosa de la Francia consignada en el inmortal concordato de 1804".9

Sin embargo, el concordato fue un proyecto que quedó trunco, y Urquiza tuvo que lidiar con fuertes dificultades para llevar adelante su empresa de construir la Iglesia nacional. Pero, como veremos, finalmente fue Mitre años después quien se encargó de cosechar un fruto que había sido sembrado en 1853; no obstante, Mitre lo hizo a su manera.

2. El legado de la revolución de independencia

Decíamos que una concepción moderna de la soberanía -en lo que atañe a las materias eclesiásticas- contempla el monopolio del manejo de las relaciones exteriores, el ejercicio del patronato nacional y la administración de un presupuesto nacional de culto. El caso es que las tres materias presentaban muchos interrogantes e incertidumbres a la hora de la caída de Rosas. Si bien el monopolio de las relaciones exteriores fue una materia en la que Rosas había logrado completo éxito, había sido al precio de despojar a las provincias de su parte en este asunto; de hecho, en la década de 1820, las provincias cuyanas habían sabido entablar por cuenta propia relaciones con la Santa Sede.10 En los años de Rosas todo intento en este sentido había permanecido bloqueado, pero ello no impidió que la provincia de Entre Ríos acariciara, en los tramos finales de la era rosista, el proyecto de acudir a la Santa Sede para establecer en el litoral una nueva diócesis.11 Una vez derrotado Rosas, el monopolio del manejo de las relaciones exteriores no encontró obstáculos en la Confederación; no obstante, el éxito fue menos evidente en lo que hacía al ejercicio del patronato nacional, monopolio que Rosas jamás había concentrado en sus manos.12 Urquiza se esforzó por imprimirle al patronato un carácter nacional aunque, envuelto en profundas dificultades, debió ceder -según veremos- atribuciones a las provincias en materia de patronato.13
Fue el cordobés Mariano Fragueiro, a la luz de Caseros, quien advirtió que el patronato, concebido bajo un carácter nacional, contribuiría a la formación del Estado nacional, superando de este modo el aislamiento entre las provincias; en sus propias palabras: "declarar que corresponde el Poder Ejecutivo Nacional la presentación de Obispos [...] sería contribuir a la unión de la Nación".14 Pero cuando en 1853 la Constitución depositó en el Poder Ejecutivo nacional el ejercicio del patronato, el poder central no obtuvo fácilmente en sus manos el control sobre la Iglesia. No porque la Iglesia se resistiera al ejercicio del patronato por parte del poder civil (en la Confederación, al menos, no se manifestaron resistencias; sin embargo, algo distinto ocurría por entonces en Buenos Aires, donde ya en la década de 1850 comenzaron a escucharse voces que reclamaban una mayor libertad para la Iglesia con respecto al poder civil);15 más bien, porque el poder central debió enfrentar la vieja costumbre que tenían los poderes provinciales de ejercer por sí mismos el patronato sobre sus iglesias, tomando decisiones a nivel local que ponían un freno a la formación de una Iglesia nacional, unitaria y articulada.16 En realidad, hasta 1853 había habido múltiples patronos -cada gobernador lo era en su territorio-, circunstancia que dificultaba todo esfuerzo por construir una Iglesia nacional; incluso después de haber sido jurada la Constitución, hubo provincias que no se resignaron a ceder al poder central el ejercicio del control sobre su Iglesia local -así el caso de San Luis, que en su constitución provincial sentó el principio de que conservaba el derecho de patronato, que debió ser refutado por el poder central.17 En la práctica, como veremos, los gobiernos provinciales siguieron reclamando, en la medida en que pudieron, el patronato sobre las iglesias locales, entorpeciendo muchas veces la marcha del poder central que pugnaba por establecer una Iglesia nacional.
El patronato era materia decisiva porque constituía un derecho gracias al cual las provincias se habían adjudicado durante décadas -en especial, luego de la crisis de 1820- la administración de los diezmos, que pasaron a quedar incluidos en el conjunto de las rentas de cada provincia.18 Mientras el patronato se distribuía entre los diversos poderes provinciales, los diezmos rara vez llegaban a ser percibidos por las cabeceras episcopales, dado que cada provincia que componía las diócesis decidía el destino de los diezmos a su arbitrio y era frecuente que los retuviera en sus manos, en lugar de entregarlos a una catedral que se hallaba ubicada muchas veces por fuera del territorio provincial.19 Así, por ejemplo, el Provisor de la diócesis de Cuyo informaba en 1854 que la sede episcopal jamás había percibido los diezmos correspondientes a la provincia de Mendoza porque su gobierno había decidido redistribuirlos entre el clero parroquial local, sin entregar ni un peso a la cabecera de la diócesis, con sede en San Juan.20 Así, cuando en 1853 el Gobierno de la Confederación suprimió los diezmos, no hizo más que despojar a los gobiernos provinciales de una fuente de ingresos de la que estos hasta entonces habían podido disponer a discreción.21 Según indicaba Facundo Zuviría, ministro de Culto de la Confederación, "las irregularidades provienen de [...] la independencia de todas las provincias en la administración de sus rentas, inclusa la decimal y la varia distribución que de esta hacían las respectivas provincias".22 En este sentido, consideramos que el problema de la supresión de los diezmos y la conformación del presupuesto de culto debe ser comprendido a la luz del problema de la formación del Estado, y la puja permanente entre poderes locales y un debilitado poder central.23 La supresión de los diezmos y la elaboración del presupuesto de Culto significaba, en fin, depositar en las manos del poder central la posibilidad de disponer de las rentas destinadas a una Iglesia que, se esperaba, debía ser de carácter nacional, y ya no fragmentaria.24 Desde la óptica del poder central, sólo una vez constituida la Iglesia nacional los poderes locales perderían cualquier tipo de influjo sobre la administración de unas rentas de las que el Gobierno nacional quería despojar a las provincias; no eran, por cierto, las únicas rentas que se hallaban en esta condición: tal era el caso de las aduanas interiores.25 En este sentido, Mariano Fragueiro había advertido en 1850 que los diezmos en nada contribuían a la renta pública, y proponía por consiguiente su supresión.26 Para los hombres de la Confederación, pues, la organización nacional era una tarea que no podía separarse de la construcción de la Iglesia; según Facundo Zuviría, "Iglesia y Estado siempre han caído o se han levantado juntos; la desorganización del uno siempre ha traído la desorganización del otro".27 Esta desorganización se verificaba en una profunda crisis en las vocaciones sacerdotales, una abrupta caída en el reclutamiento del clero y el desmoronamiento de los seminarios e institutos destinados a la formación del clero.28
Y redundaba además en un profundo descalabro de la geografía eclesiástica. El descentralizado ejercicio del patronato tuvo por consecuencia, asimismo, la desarticulación de las jurisdicciones eclesiásticas, que quedaron sometidas a constantes tironeos entre los poderes locales y que le acarrearían al Gobierno más de una jaqueca luego de 1853. Así, Urquiza declaraba al inaugurar las sesiones legislativas de 1854 que

"el gobierno constitucional encontró los negocios eclesiásticos en un lamentable desarreglo causado por el aislamiento de que han salido las provincias confederadas. Cuatro diócesis compuestas cada una de diversas provincias que no reconocían dependencia política común en asuntos eclesiásticos no podían establecer un gobierno regular [...] que sólo podía partir de un centro común que no existía".29

La afirmación de Urquiza era acertada en cierto sentido: la Revolución había sumido al clero del interior del país en una verdadera crisis institucional; sólo Buenos Aires logró mínimamente salir a flote de ella con la reforma rivadaviana.30 Pero, en rigor, no estaba demasiado claro que la Confederación estuviera compuesta por cuatro diócesis: la diócesis de Cuyo había sido erigida en los años de Rosas, pero su creación no gozaba de legitimidad porque las provincias de la Confederación no le habían cedido a Rosas el ejercicio del patronato, por lo tanto, éste no podía modificar el mapa eclesiástico sin el visto bueno de las provincias involucradas. De esta manera, a la caída de Rosas, el poder central debió reafirmar en 1855 que la diócesis gozaba de plena legitimidad y que la autoridad episcopal cuyana debía ser obedecida por igual en las tres provincias que la componían: véase, pues, cómo el poder central se esforzaba por apuntalar el gobierno de la diócesis en pos de hacer frente a las tendencias autonomistas a nivel local... no es difícil imaginar que con tales antecedentes la diócesis de Cuyo no sería en el futuro nada fácil de gobernar.31 Las provincias del Litoral, por otra parte, dependían de la diócesis de Buenos Aires y se hallaban de hecho sometidas a una autoridad eclesiástica "extraña" a la Confederación, que ésta no estaba dispuesta a reconocer, situación que urgió a Urquiza a atender con dedicación los asuntos eclesiásticos; en la práctica, las iglesias del Litoral estuvieron gobernadas por los curas de las iglesias matrices de cada provincia, munidos en algunos casos de facultades especiales para ello. Por ejemplo, el de Paraná obtuvo del papa la facultad de confirmar, a pesar de no tener carácter episcopal porque -según expresaba uno de los agentes de la Confederación en Roma- "siempre es mas apreciable sean estas licencias concedidas por el mismo Santo Padre, que no por otra autoridad subalterna..."32 Para el Gobierno de la Confederación era preferible, sin duda, apelar al papa en lugar de recurrir a la sede episcopal porteña para obtener tales licencias. Pero ésta era finalmente una solución poco convincente, porque conducía a una creciente fragmentación de las iglesias del litoral entre los distintos curas de las matrices provinciales; según el Gobierno de la Confederación, el resultado era la "falta de unidad, de sistema y de coherencia en el régimen eclesiástico, que más que otro alguno pide estas condiciones como esenciales á la índole de su poder".33
Fueron, pues, dos las condiciones que ponían de relieve la necesidad de atender con urgencia los asuntos eclesiásticos y constituir, de ser posible, una Iglesia nacional, en cuyo centro Urquiza intentó colocar a la ciudad de Paraná: en primer lugar, la secesión con Buenos Aires, cuyas consecuencias se hicieron sentir con fuerza luego de que Escalada asumiera el obispado porteño;34 en segundo lugar, las tendencias autonomistas de las provincias que, si bien fueron un poco retaceadas por el ejercicio del patronato nacional por parte del poder central, no por ello permanecerían fácilmente aplacadas, como veremos en el siguiente parágrafo. El Gobierno central carecía de un eficiente monopolio en el ejercicio del patronato, prerrogativa que se vio frecuentemente disputada por los poderes provinciales, incluso después de la Constitución de 1853.

3. La construcción de la Iglesia en los años de Urquiza

En los años sucesivos, el poder central intentó hacer todo lo posible para colocarse en el papel de árbitro y enfrentar los conflictos con los poderes locales. Sus intervenciones iban en detrimento de las atribuciones que pretendían ejercer los gobiernos provinciales con respecto a las iglesias locales; en 1854, por ejemplo, el Gobierno central se dirigía al de Mendoza para evitar que el Gobernador provincial presionara al Provisor de la sede episcopal ubicada en San Juan, y algo similar ocurría ese mismo año en relación con el Gobierno de San Luis.35 En 1855, finalmente, Urquiza declaró que había logrado superar los conflictos que asolaban a la Iglesia cuyana;36 no obstante, su éxito fue relativo porque los conflictos persistirían y se agravarían en los años subsiguientes. Y a medida que ellos se multiplicaron por doquier en las diócesis de la Confederación, Urquiza advirtió que el poder central no podía bastarse a sí mismo en la tarea de hacer frente a las múltiples dificultades que suponía la construcción de una Iglesia nacional unitaria. Sólo quedaba un recurso al cual apelar: a saber, Roma. Desde 1854 el Gobierno de la Confederación había expresado su confianza en que el inminente arribo de un nuncio colaboraría en la tarea de poner orden en las iglesias, junto con el poder civil al que contribuiría a apuntalar. En este sentido el ministro de Culto Facundo Zuviría expresaba que:

"con la proxima venida del Nuncio Apostólico pedido a Su Santidad ve S. E. acercarse el término de las dificultades y desgracias q.e por mas de cuarenta años han aquejado á la Iglesia Argentina, y desearia que en este corto periodo que falta al remedio de tantos males no [...] aumenten los obstáculos á la mas pronta y completa organización de la República".37

Puede verse, pues, que el recurso a Roma, la formación de la Iglesia Nacional y la formación del Estado no son problemas en absoluto independientes. La apelación a Roma y el eventual arribo de un delegado de la Santa Sede tendrían, además, dos consecuencias adicionales igualmente deseables para el gobierno de la Confederación. Por un lado, reforzarían la posición del poder central dado que, según se estimaba, la presencia de un delegado apostólico en Paraná le conferiría al gobierno de Urquiza un alto grado de "popularidad [...] en toda la Confederación".38 Por otra parte, en caso de contarse con la presencia de un delegado romano, la Confederación ya no tendría nada que envidiarle a Buenos Aires, que corría con la ventaja -entre otras- de ser sede episcopal, a diferencia de la ciudad de Paraná; no es casual que en torno a las relaciones con Roma se tejieran intrigas e incluso una sorda "competencia" entre la Confederación y Buenos Aires, en pos de obtener el beneplácito de Roma.39 Mientras, se ponía en marcha la idea de erigir una diócesis con sede en Paraná, medida que se consideraba acorde con la "dignidad de la provincia entrerriana".40
Pero los negocios con Roma seguían una marcha por lo común lenta -el delegado apostólico arribaría recién en 1858-, y los conflictos eclesiásticos entre los poderes locales no pudieron ser eliminados en un santiamén: los gobiernos provinciales continuaron invocando el derecho de patronato, incluso luego de jurada la Constitución, a la par que oponían resistencia a las autoridades eclesiásticas no residentes en su territorio, por lo cual el poder central consideró necesario tomar medidas al respecto. Con este objeto, el Gobierno emitió un decreto en los inicios de 1855 con el que pretendía ordenar el ejercicio del patronato y retacear las atribuciones que los gobiernos provinciales no deseaban resignar; así, nació el decreto del 1º de marzo de ese año que establecía que los gobiernos provinciales podían ser considerados vicepatronos sólo por delegación del Gobierno central, con facultades que se limitaban a la presentación de candidatos para los beneficios menores del territorio provincial (no así los mayores, que comprendían -entre otros- a los canónigos de las iglesias catedrales, por tratarse de diócesis que abarcaban a diversas provincias).41 Este decreto no impidió, sin embargo, que el Gobierno central se viera sometido a innumerables dolores de cabeza dado que, después de emitido, no había ya manera de negarle a los gobernadores de provincia su título de vicepatronos locales, título que no dejarían de utilizar en su provecho.42 Así, los conflictos, lejos de solucionarse, se agravaron. Los gobiernos provinciales no dejaron nunca de reclamar el vicepatronato y de ejercerlo con amplia libertad. Por ejemplo, en 1856 el Gobernador de la provincia de San Juan apresaba al Provisor de la diócesis por haber atentado contra el ejercicio del vicepatronato y, peor aún, solicitó el apoyo de sus pares de las demás provincias cuyanas en un acto que fue considerado por el Gobierno central como una flagrante amenaza de sedición.43 La intervención del poder central, pues, no se hizo esperar y resolvió deshacer lo obrado por el Gobierno provincial. Para ello se amparaba en el dictamen del fiscal del Estado, Ramón Ferreyra, que argumentó que, en primer lugar, el vicepatronato ejercido por el Gobierno provincial -en virtud del decreto de 1855- no lo autorizaba a obrar en relación con aquellos beneficios cuya jurisdicción se extendía a toda la diócesis y excedía el radio de la provincia, como era el caso del gobernador del obispado.
Luego, más significativo aún, el Fiscal expresó el principio que sirvió en los años de la Confederación para dirimir las controversias entre la Iglesia y el Estado, que se hallaba fundado, como veremos, en una concepción unitaria de la soberanía; el precepto en cuestión se limitaba a expresar -por más obvio que parezca- que sólo la Iglesia y el Estado podían legítimamente disputar materias inherentes al ejercicio del patronato. Debemos precisar qué se entiende aquí por cada uno de los términos involucrados en esta definición. Cuando aquí se dice la "Iglesia", el Gobierno de la Confederación indicaba que sólo reconocería como interlocutor válido al Papado; de tal modo que ninguna "autoridad subalterna", ninguna instancia intermedia perteneciente a la jerarquía eclesiástica, podía pretender tomar decisiones junto con el poder central en torno al ejercicio del patronato o disputar terreno en esta materia. En fin, sólo una Iglesia fuertemente romanocéntrica era considerada el interlocutor legítimo para un poder central que se quería fuertemente constituido. Por otra parte, cuando se decía "el Estado" se hacía referencia al poder central, de tal modo que se le quitaba a cualquier gobierno provincial el derecho de objetar el modo en el cual el gobierno de la Confederación resolvía los asuntos sometidos al patronato nacional. En fin, la Confederación sólo se disponía a reconocer como interlocutor válido a la Santa Sede o sus vicarios:
"no hay mas jueces competentes en la materia que los soberanos políticos ó eclesiásticos [...] Su Santidad ó sus delegados son los únicos competentes para reclamar; ningún empleado ó beneficiado puede desobedecer ni suspender el cumplimiento de la ley suprema del Estado que no reconoce otro juez de sus errores en los actos soberanos. De otro modo sería tolerar con mengua una especie de veto á los subditos argentinos para pedir reconsideraciones y turbar las conciencias, haciendo dudosa la obediencia".44
La "ley del Estado", concebida como "suprema" por el jurista de la Confederación, no admitía que fuera objetada o disputada por ninguno de sus "súbditos"; era éste un lenguaje que no se hallaba muy lejano al del absolutismo.
Es, en fin, una idea unitaria de la soberanía la que aquí vemos florecer: el Estado soberano no admitía por debajo de sí a ninguna otra instancia con la que debiera lidiar que reclamara el ejercicio de la soberanía, desautorizando en este sentido a las autonomías provinciales que aún pretendían ejercer el vicepatronato con total libertad de acción; admitía únicamente como interlocutor legítimo a otro Estado igualmente soberano, la Santa Sede ("el soberano eclesiástico").45 Sobre esta idea moderna de soberanía se sustentaba, al mismo tiempo, tanto la formación de un Estado central que luchaba por su legitimidad ante los poderes locales, como el reconocimiento de los derechos de una Iglesia romanocéntrica: se trataba de dos fenómenos que en la mente de los hombres de la Confederación no podían escindirse. En este sentido, pues, consideramos que los problemas inherentes a la formación del Estado se hallaban en las bases de la Iglesia nacional cuyos pilares se establecieron en estos años, con su creciente vinculación y dependencia con respecto a Roma. Era éste un Estado que luchaba para que se lo reconociera como soberano por parte de provincias de larga tradición autonomista; en estas condiciones, Urquiza no tardó en reconocer la jerarquía de Roma en la Iglesia universal, a fin de hacer frente a la persistente ingobernabilidad de las iglesias locales, sometidas al influjo de poderes provinciales acostumbrados a manejarlas a su arbitrio. El principio enunciado transmitía, en fin, una concepción unitaria de la soberanía que se deseaba ver realizada tanto en el poder eclesiástico cuanto en el civil.
Veamos cómo se hacía uso de este argumento, que no sólo pretendía minimizar la libertad de acción de los gobiernos provinciales -como ocurrió, según indicamos, en el conflicto relativo a la diócesis de Cuyo- sino también descalificar, entre otras, a la voz de los cabildos eclesiásticos locales y las jerarquías diocesanas. Así ocurrió ante un conflicto que se desarrolló en Salta cuando el Senado del clero decidió hacer oídos sordos al obispo electo José Colombres; las bulas de este último tardaban en llegar de Roma, por lo cual el Cabildo consideró que podía nombrar libremente un vicario capitular para que ejerciera la jurisdicción diocesana hasta que ellas arribaran.46 El Gobierno nacional replicó que no estaba dispuesto a reconocer a dicho vicario como interlocutor válido porque, argüía, "en las altas cuestiones sobre el patronato nacional no pueden ser parte ni los gobernadores de las provincias ni los gobernadores de los obispados".47 Sólo Roma, pues, podía objetar el ejercicio del patronato y, en suma, la política religiosa llevada a cabo por la Confederación; ninguna autoridad "subalterna", tanto eclesiástica como civil, podría disputarle al poder central el lugar que éste reivindicaba para sí: se recurría a Roma a fin de ver reafirmadas medidas que el Estado nacional ya había tomado y, en el mismo acto, ver disminuidos los poderes -eclesiásiticos y civiles- de carácter intermedio y local. La construcción de una Iglesia nacional a la que se deseaba colocar bajo las riendas de Roma se hallaba, pues, fuertemente entrelazada con el problema de la formación del Estado.
Pero, en rigor, la respuesta de Roma a las gestiones diplomáticas procedentes de la Confederación no satisfizo cabalmente los deseos de quienes las impulsaban, y dio origen a contradicciones y problemas aún más serios para el poder central. En 1857, cuando ya se había puesto en marcha el reclamo de que fuera erigida una nueva diócesis con sede en Paraná a fin de liberar a las provincias del litoral del influjo de Buenos Aires, Roma designó nada menos que al obispo porteño Escalada como delegado apostólico para la Confederación, título que le permitió al prelado inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos de las diócesis mediterráneas, en nombre de Roma. Esta designación vino a colación del conflicto que el obispo electo José Colombres sostenía en Salta con su Cabildo eclesiástico, porque éste no quería admitir la legitimidad de la jurisdicción que Colombres pretendía ejercer; en este contexto, Roma designó a Escalada como su delegado a fin de que lograra que Colombres fuera reconocido por el Cabildo eclesiástico de Salta y, en efecto, así lo hizo.48 Todo ello no podía más que agravar las cosas: no es difícil imaginar que la intervención de Escalada en la Iglesia salteña, a nombre de Roma, resultó intolerable para el gobierno de Urquiza, que no estaba dispuesto a admitir que, tras un largo conflicto, fuera el Obispo porteño quien viniera a lograr que el Cabildo eclesiástico salteño reconociera finalmente la autoridad de Colombres, demostrando de este modo su capacidad de arbitrar sobre una diócesis de la Confederación.49 Puede verse, pues, que la lealtad del Gobierno de la Confederación a Roma dejaba mucho que desear: sólo estaba dispuesto a acatar las decisiones romanas en la medida en que ellas sirvieran para afianzar el poder del Estado. Su prioridad era, sin duda, la consolidación del poder estatal.
Hubo que esperar el arribo del delegado apostólico Marino Marini, establecido en Paraná a comienzos de 1858, para que las iglesias de la Confederación ingresaran en un cauce tanto más regular. Marini estableció el vicariato apostólico de Paraná, que sirvió de base para la creación de la diócesis en 1860; igualmente se procedió a ubicar a los obispos de las diversas diócesis de la Confederación en sus sillas, que todavía permanecían vacantes. Recién allí comenzó a fortalecerse la tendencia en pos de una mayor centralización eclesiástica, según constataría el vicario apostólico de Paraná: "por fortuna he podido obtener hasta el presente los mas halagueños resultados en cuanto al punto capital; a saber la centralizacion del Poder Eclesiastico en esta capital".50 La presencia de Marini contribuyó, entre otras cosas, a darle a las iglesias de la Confederación una mayor uniformidad, tanto en lo que hace a la liturgia como a la disciplina eclesiástica, a través de algunas medidas que fueron impulsadas junto con el gobierno. Así, se iniciaron en 1858 las gestiones para reducir el número de los días festivos en las diócesis de la Confederación, que hasta entonces carecían de uniformidad al respecto, dado que en las provincias del litoral regía desde 1848 una reforma que había puesto en marcha Mariano Medrano; no se logró sin resistencias, puesto que en la Cámara de Diputados de la Confederación hubo quien reclamó que esa era una prerrogativa que le correspondía exclusivamente a las provincias.51 Finalmente, gracias a la intervención de Marini, se obtuvo una respuesta favorable de la Santa Sede que uniformó el calendario litúrgico de la Confederación, que concidiría a su vez con el de Buenos Aires.52 También Marini concertó con el poder civil imprimirle un mayor rigor a la disciplina eclesiástica; de allí emanó una disposición que prohibía la admisión de jubilaciones de canónigos con menos de 40 años de "servicios" en la Iglesia, que contrastaba con las disposiciones sumamente laxas de los gobiernos provinciales que hasta 1853 las habían concedido generosamente.53
Y en pos de fortalecer la tendencia unitaria que Urquiza quería imprimirle a la Iglesia, el Gobierno admitió que Marini ejerciera su cargo de delegado apostólico con una inmensa libertad de acción -libertad que luego Mitre, como veremos, no estuvo dispuesto a reconocerle. Pío IX le había conferido a Marini una amplia gama de facultades para ejercer en la Confederación el cargo de delegado apostólico. Entre otras cosas, Marini estaba facultado para actuar como una instancia de apelación en las causas matrimoniales y todas aquellas correspondientes al fuero eclesiástico, de tal manera que el delegado apostólico desplazaría en buen grado a los gobiernos diocesanos en la administración de la justicia eclesiástica;54 podía, además, conferir beneficios eclesiásticos en nombre de la Santa Sede -a excepción de los de carácter episcopal- y presentar a Roma los candidatos para las iglesias catedrales. Y si bien esta amplia gama de facultades fue objetada con severidad por un dictamen del tribunal de justicia de Paraná que sostenía que "dejaría ilusoria en el territorio de la Confederación la jurisdicción contenciosa de los ordinarios", Urquiza no vaciló en hacer oídos sordos a este dictamen y admitió sin restricciones las facultades que Pío IX le había conferido a Marini, de tal modo que le dio su exequatur sin reservas a la designación del delegado apostólico.55 La última palabra, pues, la tuvo Urquiza.
Puede verse que Urquiza estaba dispuesto a depositar en Marini facultades que atentaban contra las de los propios obispos de la Confederación, en pos de contribuir a conferirle a la Iglesia nacional un centro del cual hasta entonces había carecido, colocando por encima de los ordinarios un árbitro privilegiado, el propio delegado apostólico. De este modo, el árbitro de la Iglesia argentina encontraría su sede en Paraná, donde se hallaba instalado Marino Marini; así, Paraná no sólo sería el centro político de la Confederación, sino que se consagraba además como un centro de carácter eclesiástico, a pesar de que su diócesis no fue erigida sino hasta 1860: a falta de una sede episcopal, y menos aún arquidiocesana, la presencia del delegado apostólico le confería a Paraná un carácter nodal en la geografía eclesiástica y política de la Confederación. Contra ello, como veremos, Mitre desplazaría el centro hacia Buenos Aires en los años subsiguientes y con este fin se vería obligado a desplazar, también, al delegado apostólico.

4. Mitre, la organización nacional y la Iglesia nacional

Luego de 1862, a Marini ya no le resultó tan fácil pretender arbitrar sobre la Iglesia argentina. Veamos un ejemplo: en 1862 fallecía en Paraná el obispo Segura y el Cabildo eclesiástico procedió entonces a nombrar un vicario capitular, designación que fue objetada por el Gobierno de Mitre porque, se decía, no se lo había consultado en su calidad de patrono. En esta ocasión, Marini intervino en la disputa entre el poder central y el Cabildo eclesiástico local en pos de defender los "derechos" de este último y se dirigió en mayo de 1863 al Gobierno, pero su intervención no fue admitida. A modo de réplica, un dictamen del fiscal del Estado sostuvo que todos aquellos que ejercían jurisdicción contenciosa -incluido el propio delegado apostólico, dadas las facultades con las que contaba- no escapaban de la jurisdicción del patrono nacional y debían rendir cuentas al Gobierno.56 Marini consideró que la mejor manera de salir del paso era promover la creación de una sede arquidiocesana, propuesta que fue elevada al Gobierno el 10 de noviembre de 1863, en los siguientes términos: "solamente en la institución de un Arzobispado en la República pueden encontrar fácil solución muchas cuestiones de derecho eclesiástico, contentándose el que suscribe con indicar las de apelación y de nombramiento de vicarios capitulares".57 En la mente de Marini, la propuesta de crear una sede arquidiocesana -en lo posible en Paraná- estaba destinada a aplacar los ánimos y las objeciones que la propia presencia del delegado apostólico y sus múltiples facultades despertaban; de existir una sede arzobispal ubicada por debajo del delegado apostólico, sería el metropolitano el que arbitraría en los conflictos y ya no lo haría el delegado apostólico, que podría permanecer por encima de ellos sin involucrarse directamente. Sin embargo, Marini no logró su cometido, dado que el Gobierno desestimó su propuesta. Más aún, diez días después, Mitre descalificó a Marini de manera contundente al reclamar la necesidad de revisar el modo en el Urquiza había aceptado las bulas que designaban a Marini como delegado apostólico; según entendía Mitre, las bulas concedidas por Pío IX le otorgaban, de modo inadmisible,

"una autoridad superior a la que por las Leyes de la Iglesia Universal ejercen los Obispos y Metropolitanos [...] es uno de los primeros deberes del gobierno mantener en toda su integridad la independencia de la Iglesia [...] no permitiendo en su seno el establecimiento de autoridades que menoscaben la jurisdicción de los ordinarios".58

Este fue el puntapié inicial que culminó con el alejamiento del delegado apostólico en 1864. Y no casualmente se pospuso hasta su partida la decisión de erigir una arquidiócesis en Buenos Aires; una vez alejado Marini, la nueva arquidiócesis porteña ya no tendría necesidad de lidiar con la presencia de un delegado apostólico que se convertía en un estorbo, a los ojos de Mitre, para el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica. La construcción de la Iglesia Nacional se alcanzó, pues, al precio de prescindir del delegado apostólico y, al igual que el Estado, tuvo su centro en Buenos Aires.
De ahí en más, el árbitro de la Iglesia argentina, al que el Gobierno de Mitre apelaría en caso de conflicto con las diócesis del interior del país, no era ya el delegado apostólico designado por Roma, sino más bien el titular de la nueva sede arquidiocesana, a la sazón, Buenos Aires. En efecto, en 1866 un nuevo conflicto con la Iglesia local de Cuyo desencadenado por la escasa legitimidad de la que todavía gozaba allí la sede episcopal -el cura de la iglesia matriz de San Juan pretendió hacer las veces de obispo, durante una sede vacante- concluía "felizmente", según declararía el Gobierno, gracias a la intervención del arzobispo porteño Mariano Escalada:

"felizmente gracias a la interposición del señor Arzobispo que en ejercicio de la jurisdicción de que acababa de ser investido con la aprobación del gobierno nombró al Pbro. D. Rizzerio Molina vicario capitular de aquella Diócesis, puso término al conflicto y alejó un motivo más de agitación en aquellas provincias tan trabajadas por la sedición y la anarquía".59

Al igual que Urquiza, Mitre debió hacer frente a la amenaza de la anarquía que provenía de las iglesias del interior del país, y sus respectivas provincias, y admitió la necesidad de un árbitro que en 1866 se tomaría la libertad de designar un vicario capitular para la Iglesia cuyana; sin embargo, Mitre pudo encontrar el árbitro en la propia Buenos Aires y ya no le fue necesario acudir a Roma por él.60

5. Conclusión

En suma, el proceso de construcción de la Iglesia nacional que se desarrolló entre 1853 y 1865 tuvo al Estado como principal protagonista; éste, sin duda, no se hallaba de ningún modo consolidado, aspecto que fue decisivo para determinar el curso que siguió la propia institución eclesiástica. Pero ambos procesos marcharon al mismo ritmo: lejos de contradecirse, convergieron en una misma dirección. Las instituciones eclesiásticas debieron superar una serie de escollos, muchos de ellos heredados de la época colonial -según ha mostrado Roberto Di Stefano- antes de constituirse bajo la forma de una Iglesia nacional, de carácter unitario. En ese largo proceso, las iglesias locales y los respectivos gobiernos provinciales debieron resignar atribuciones y autonomía: los diezmos, la libertad para resolver a su arbitrio cuestiones de jurisdicción y disciplina, entre otros aspectos. No fue un proceso fácil para las instituciones eclesiásticas ni para el Estado en formación. En lo que a la Iglesia atañe, tanto las relaciones con la Santa Sede, como la resolución de la difícil cuestión del patronato y las modificaciones que tuvieron lugar en la geografía diocesana, fueron materias que no permanecieron de ningún modo ajenas a las transformaciones estatales; más aún, fueron las transformaciones estatales las que les imprimieron su rumbo.

Buenos Aires, junio de 2005

Notas

* Agradezco los comentarios de los evaluadores anónimos de Prohistoria.

1 DI STEFANO, Roberto El púlpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la monarquía católica a la república rosista, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004.         [ Links ] Asimismo, este autor ha interpretado de acuerdo con la idea de romanización el proceso que va de 1853 a 1865 en otro trabajo: "el año 1865 representa al mismo tiempo el nacimiento de la Iglesia argentina y la [...] conclusión del operativo iniciado a fines de la década de 1820 por parte de Roma para entablar lazos con las iglesias perdidas en aquellas latitudes ignotas". Historia de la Iglesia argentina. Desde la conquista hasta fines del siglo XX, Grijalbo-Mondadori, Buenos Aires, 2000, p. 302.

2 Acerca de los debates en torno a la soberanía remito a los trabajos de CHIARAMONTE, José Carlos Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (1800-1846), Ariel Historia, Buenos Aires, 1997;         [ Links ] "Acerca del origen del Estado en el Río de la Plata", en Anuario IEHS, núm. 10, Tandil, 1995; "El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX", en CARMAGNANI, Marcello -coordinador- Federalismos latinoamericanos: México, Brasil, Argentina, FCE-El Colegio de México, México, 1993.

3 Acerca del proceso de formación del Estado federal en la segunda mitad del siglo XIX, véase BOTANA, Natalio "El federalismo liberal en Argentina: 1852-1930", en CARMAGNANI, Marcello -coordinador- Federalismos latinoamericanos..., cit.

4 El patronato había sido reconocido desde 1810 como una atribución inherente a la soberanía, y si bien tanto la Asamblea del año XIII como las constituciones de 1819 y 1826 intentaron establecer el principio del patronato nacional, en la práctica quedó supeditado a las disputas entre las soberanías provinciales y el muy debilitado poder central, y en este sentido se halla estrechamente entrelazado al problema de la formación del Estado. De esta manera, la idea de un patronato de carácter nacional es a su modo inédita en 1853. Véase CHIARAMONTE, José Carlos Ciudades, provincias, Estados..., cit.; TAU ANZOÁTEGUI, Víctor Formación del Estado federal argentino (1820-1852). La intervención del gobierno de Buenos Aires en los asuntos nacionales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1965;         [ Links ] LIDA, Miranda "Fragmentación de la soberanía, fragmentación del patronato. La Revolución de independencia y el ejercicio del patronato en las iglesias rioplatenses", en IX Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, Córdoba, 24 al 26 de septiembre de 2003.         [ Links ]

5 Cada provincia hizo de los diezmos lo que quiso: ya sea redistribuirlos en el clero local, suprimirlos o aprovecharlos con otros fines, en buena medida militares. Acerca de los diezmos en las provincias del interior puede verse AUZA, Néstor Tomás "Los recursos económicos de la Iglesia hasta 1853. Antecedentes del presupuesto de culto", en Revista histórica, 8, 1981.         [ Links ]

6 Véase SÁBATO, Hilda La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998;         [ Links ] LETTIERI, Alberto "De la república de la opinión a la república de las instituciones", en BONAUDO, Marta Capitalismo, Estado y orden burgués (1852-1880), Nueva Historia Argentina, Tomo IV, Sudamericana, Buenos Aires, 1999.         [ Links ]

7 BOTANA, Natalio "El federalismo liberal...", cit.; y del mismo autor La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Sudamericana, Buenos Aires, 1984.

8 BRUNO, Cayetano "El presidente Mitre y el retiro del delegado apostólico monseñor Marino Marini (1862- 1865)", en VI Congreso Internacional de Historia de América, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1982.         [ Links ]

9 Carta de Facundo Zuviría -ministro de Culto de la Confederación- a Urquiza, 10 de diciembre de 1853, AGN, VII, Urquiza, Legajo 73, f. 239b. La bastardilla es nuestra.

10 Acerca del caso cuyano puede verse VERDAGUER, José Aníbal Historia eclesiástica de Cuyo, Milán, 1931-1932;         [ Links ] también, LIDA, Miranda "Fragmentación eclesiástica y fragmentación política. La Revolución de Independencia y las iglesias rioplatenses (1810-1830)", en Revista de Indias, núm. 231, 2004, pp. 383- 403.         [ Links ]

11 Acerca del caso de Paraná, véase ÁLVAREZ, Juan José Memoria histórica acerca del origen que tuvo la diócesis de Paraná, Paraná, 1889, pp. 3-10.         [ Links ]

12 Un dictamen de un fiscal del estado de Buenos Aires en 1848 admitía esta situación al afirmar que: "los Exmos. Gobiernos de las Provincias retienen y ejercitan en sus respectivos territorios el mismo patronato [...] Desde que esto es así, ¿cómo podría promoverse ante otra cualquiera autoridad punto alguno concerniente al régimen interior de la Diócesis sin que de ello tenga cuando menos conocimiento el gobierno de la provincia en que se halla constituida cuando incumbe a dicho gobierno velar e intervenir [...]?". "Dictamen del fiscal del Estado [Lahitte] del Gobierno de Buenos Aires sobre la cuestión suscitada en la provincia de San Juan con motivo de algunos breves de secularización", 26 de enero de 1848, Registro oficial de la provincia de Buenos Aires, 1849, Vol. 28, pp. 135-6.

13 Es por ello que en 1854 Derqui se lamentaba de la falta de unidad de las iglesias de la Confederación: "altamente extraño sería [...] que todavía tuviese la Iglesia Argentina no un centro común donde recurrir en sus necesidades sino muchos patronos y otras tantas dificultades consiguientes". Nota dirigida al Gobernador del Obispado de Córdoba, Paraná, 17 de octubre de 1854, en AGN, Confederación, 1854-1860, X-42- 7-11.

14 FRAGUEIRO, Mariano Cuestiones arjentinas, Copiapó, 1852, p. 12.         [ Links ] Acerca de su obra puede verse HALPERIN DONGHI, Tulio Proyecto y construcción de una nación (1846-1880), Ariel, Buenos Aires, 1995, pp. 27-28.         [ Links ]

15 En la Confederación se reclamaba sobre todo que el poder central ejerciera con firmeza el patronato en detrimento de los poderes locales; por ejemplo, véase el informe del Vicario foráneo de Jujuy, reproducido en El Nacional Argentino, 20 de abril de 1854, que constataba que "nuestra diocesis consta ahora de cinco provincias mandadas ahora por autoridades de mayores atribuciones que antes, independientes entre sí: estas y otras razones que de esta se derivan deben presentar muchos obstaculos". En Buenos Aires, en cambio, el derecho de patronato fue objetado; en este sentido, puede verse la participación de Federico Aneiros -más tarde, arzobispo de Buenos Aires- en el debate sobre los aranceles parroquiales, sesión del 3 de agosto de 1855, Sala de Representantes de la Provincia de Buenos Aires 1854, 1855 y 1856, Buenos Aires, 1883. Federico Aneiros reclamó en esta ocasión que el poder civil no coartara la libertad de la Iglesia de Buenos Aires y su capacidad de legislar y sancionar la disciplina eclesiástica. Algo similar puede también leerse por esos años en Félix Frías que discute la legitimidad del derecho de patronato en "La Iglesia y el Estado", La Religión, 23 de enero de 1858.

16 El ejercicio del vicepatronato a nivel local tenía sus orígenes en los años coloniales y había sido reconocido por la Ordenanza de Intendentes.

17 La constitución de San Luis no fue aprobada por el Congreso de Paraná. Véase la sesión del 24 de agosto de 1855, Actas de las sesiones de la Cámara de Diputados (Paraná) 1854-1855-1856, Buenos Aires, 1886.

18 Véase nota 5; para el caso de Buenos Aires, DI STEFANO, Roberto "Dinero, poder y religión: el problema de la distribución de los diezmos en la provincia de Buenos Aires", en Quinto Sol, 4, 2000, pp. 87-115.         [ Links ]

19 La diócesis de Salta comprendía cinco provincias, la de Córdoba dos y la de Cuyo tres; la de Buenos Aires, por su parte, incluía las provincias del Litoral.

20 Y ello ocurría, decía el Provisor, "sin intervención de la autoridad eclesiástica". "Informe del provisor de San Juan de Cuyo, Timoteo Maradona", El Nacional Argentino, 9 de abril de 1854.         [ Links ]

21 En 1853 el Congreso Constituyente de Paraná dispuso la supresión de los diezmos y el 5 de enero de 1854 el Gobierno de la Confederación dictó un decreto que estipulaba los montos que el presupuesto de Culto destinaría, de ahí en más, al sostenimiento del mismo.

22 "Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública", por Facundo Zuviría, Paraná, 30 de junio de 1855, reproducida en El Nacional Argentino, 12 de julio de ese año.

23 En este sentido, Pedro Goyena dijo años más tarde que la Constitución de 1853, reformada en 1860, estableció que la Iglesia se hallaba "nacionalizada", precisamente porque el presupuesto de Culto adquirió un carácter nacional. Una vez unificado el país, la provincia de Buenos Aires, no obstante, no quiso resignar el sostenimiento del culto en su territorio, de ahí que a la hora del debate sobre la reforma constitucional de la provincia en 1873 se incluyera una cláusula -a propuesta de Goyena- que autorizaba al gobierno provincial "a sostener el culto, junto con el gobierno nacional". Véase la sesión del 28 de julio de 1871, Debates de la Convención Constituyente de Buenos Aires 1871-1873, La Tribuna, Buenos Aires, 1877, Vol. 1, p. 558.         [ Links ]

24 Sin embargo, el presupuesto de Culto no despojó a la Iglesia de las contribuciones de los fieles ni deshizo los vínculos entre las iglesias locales y sus respectivas feligresías, dado que el presupuesto sólo contemplaba el sostenimiento de los cabildos catedrales y las sedes episcopales. Así, las parroquias continuarían siendo financiadas por aranceles, limosnas y primicias.

25 Acerca de la política fiscal de la Confederación véase MARICHAL, Carlos "Liberalismo y política fiscal: la paradoja argentina, 1820-1862", en Anuario IEHS, 10, Tandil, 1995.         [ Links ]

26 FRAGUEIRO, Mariano "Diezmo", en Organización del crédito, Imprenta de Julio Belín, Santiago, 1850, pp. 245-247.         [ Links ] Fragueiro advertía que los diezmos bloqueaban la formación de un mercado nacional; se trataba de un impuesto que se percibía antes de que el producto llegara al mercado y ello impedía que pudiera ser considerado como una parte de la renta pública.

27 Circular de Facundo Zuviría a las diócesis de la Confederación del 19 de diciembre de 1853, transcripta en El Nacional Argentino, Paraná, 22 de diciembre de ese año. Al respecto, véase AUZA, Néstor Tomás "La política religiosa de la Confederación. El censo de 1854", en Revista histórica, Buenos Aires, 1979.         [ Links ]

28 En este sentido, por ejemplo, DI STEFANO, Roberto "Abundancia de clérigos, escasez de párrocos: las contradicciones del reclutamiento del clero secular en el Río de la Plata", en Boletín de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, Buenos Aires, 1997-1998, pp. 16-17.         [ Links ]

29 "Mensaje del Presidente de la Confederación Argentina al abrir las sesiones del primer congreso legislativo federal", Cámara de Senadores. Actas de las sesiones del Paraná correspondientes al año de 1854, Buenos Aires, 1883, p. XXXI.

30 Para el caso de Buenos Aires, véase DI STEFANO, Roberto El púlpito y la plaza..., cit., segunda parte; para el caso de las diócesis del interior del país, LIDA, Miranda "Fragmentación eclesiástica...", cit.

31 En 1855 el Congreso de Paraná debió ratificar que el obispado de Cuyo había sido legítimamente erigido, desoyendo los reclamos provinciales de las provincias cuyanas. Rosas había creado la diócesis con reservas, porque carecía del patronato nacional, y sólo gozaba del derecho de exequatur con respecto a las bulas:"expidió las bulas de que se trata porque como encargado de las relaciones exteriores estuvo en su derecho para hacerlo como á un documento que procedía del Exterior; pero de ninguna manera podía traducirse este procedimiento como acto jurisdiccional de un patronato que no ejercía y para el que no estuvo jamás autorizado por los pueblos de la Confederación", indicaba la Comisión de Legislación del Congreso de Paraná, sesión del 10 de julio de 1855, Cámara de Senadores. Acta de las sesiones de Paraná correspondientes al año de 1855, Buenos Aires, 1883, p. 93.

32 Carta de Salvador Ximénez a Urquiza, Roma, 30 de diciembre de 1851, transcripta en MACCHI, Manuel E. Urquiza y el catolicismo, Castelvi, Santa Fe, 1969, p. 144. También puede verse al respecto la carta de Juan María Gutiérrez (ministerio de Relaciones Exteriores de la Confederación) a Alberdi, Paraná, 10 de enero de 1856, transcripta por CENTENO, Francisco "La diplomacia argentina ante la Santa Sede", en Revista de derecho, historia y letras, XXXII, 1909, p. 470.         [ Links ]

33 "Parte oficial. Departamento de Justicia, Culto e Instrucción Pública", firmado por Urquiza y Facundo Zuviría, transcripto en El Nacional Argentino, Paraná, 5 de julio de 1855.         [ Links ]

34 El fallecimiento del obispo Medrano en 1851 liberó por un momento a las provincias del Litoral del peso de Buenos Aires. Pero la inminente consagración de Escalada que fue designado a mediados de 1854 como obispo diocesano de Buenos Aires incrementó la preocupación del gobierno de la Confederación. "El S.or Escalada [...] no recavará el asentimiento del Govierno de la Confederación para ejercer en estas provincias su autoridad episcopal", según carta del gobierno a Salvador Giménez (Agente de la Confederación en Roma), Paraná, 10 de octubre de 1854, AGN, Confederación 1854-1860, X-42-7-11. En 1856, Alberdi constataría que "el señor Escalada sólo ejerce hoy legalmente su obispado en una tercera parte del territorio de la Iglesia". "Memorial presentado al Gobierno de la Santa Sede sobre la situación política de la República Argentina con respecto a los intereses generales de la Iglesia", Roma, 14 de mayo de 1856, Obras Completas, La Tribuna Nacional, Buenos Aires, 1886, Vol.6, p. 78.

35 Acerca de los conflictos en el gobierno de la diócesis cuyana puede verse VERDAGUER, José Aníbal Historia eclesiástica..., cit., Vol. 2, p. 321 y ss.

36 "Mensaje del Presidente de la Confederación al Congreso legislativo Federal en su primera sesión ordinaria", reproducido en El Nacional Argentino, 7 de junio de 1855.         [ Links ]

37 Nota de Facundo Zuviría dirigida al deán de la Iglesia de Salta, Paraná, 9 de diciembre de 1854, en AGN, Confederación 1854-60, X-42-7-11. Las primeras gestiones de la Confederación ante la Santa Sede tuvieron lugar desde comienzos de 1853.

38 Según carta de Facundo Zuviría a Urquiza, Paraná, 8 de enero de 1854, transcripta en CENTENO, Francisco "La diplomacia argentina...", cit., p. 160.

39 Alberdi denunciaba en 1858 que "los enemigos de la Confederación Argentina no dejan de esparcir la cizaña con el fin de lograr las simpatías en Roma y el gobierno pontificio a favor de Buenos Aires". Nota de Alberdi al Ministro de Relaciones Exteriores, Roma, 6 de junio de 1858, transcripta en CENTENO, Francisco "La diplomacia argentina...", cit., p. 51.

40 Según palabras de Salvador Jiménez, agente de la Confederación en Roma, en carta dirigida a Facundo Zuviría, Roma, 26 de octubre de 1854, transcripta en CENTENO, Francisco "La diplomacia argentina...", cit., p. 413. El proyecto de erigir una diócesis en Paraná había sido considerado por Urquiza desde los años finales del gobierno de Rosas, pero topó entonces con la decidida oposición de este último. Al respecto puede verse el relato de Juan José Álvarez -más tarde, deán de Paraná- Memoria histórica..., cit.

41 "Decreto del Departamento de Culto", El Nacional Argentino, 1º de marzo de 1855.         [ Links ]

42 Hubo provincias que en virtud de este decreto incorporaron en sus respectivas constituciones el derecho de vicepatronato sobre la Iglesia local y lo conservaron incluso durante décadas. Por ejemplo, la provincia de San Juan renunció definitivamente al vicepatronato recién en 1909 (véase "El vicepatronato", La Buena lectura, 20 de marzo de 1909) y Corrientes renunciaba a él en la reforma constitucional de la provincia de 1913 (véase "Vicepatronato", El Pueblo, 26 de julio de 1913).         [ Links ]

43 Dictamen de Ramón Ferreyra, Paraná, 5 de febrero de 1857, transcripto en El Nacional Argentino, 17 de febrero 1857.         [ Links ]

44 Dictamen de Ramón Ferreyra, Paraná, 5 de febrero de 1857, transcripto en El Nacional Argentino, 17 de febrero 1857.

45 En cambio, en la primera mitad del siglo XIX las concepciones eclesiológicas prevalecientes en el Río de la Plata expresaban muchas veces ideas de la soberanía que no coincidían con ésta: así, podía considerársela escalonada a lo largo de diversas jurisdicciones de distinta jerarquía. Al respecto, LIDA, Miranda "Gregorio Funes y las iglesias rioplatenses, del Antiguo Régimen a la Revolución", tesis de doctorado, Universidad Torcuato Di Tella, 2003. Para una conceptualización de la idea moderna de soberanía pueden verse, entre otros, MATTEUCI, Nicola "Soberanía", en BOBBIO, Norberto et al Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1997;         [ Links ] CHIARAMONTE, José Carlos "El federalismo argentino...", cit.

46 Véase el intercambio de notas entre el Cabildo eclesiástico salteño y el Gobierno nacional transcriptas en El Nacional Argentino, 19 de febrero de 1857.

47 Resolución de Del Carril, vicepresidente de la Confederación, El Nacional Argentino, 17 de febrero de 1857.         [ Links ]

48 Véase la nota de José Colombres enviada al Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Salta, 7 de enero de 1857, transcripta en El Nacional Argentino, 7 de marzo de ese año.

49 El Ministro de Culto objetó la intervención de Escalada. Véase la "Memoria del Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública", transcripta en El Nacional Argentino, 11 de julio de 1857.         [ Links ]

50 Nota del Vicario apostólico del Paraná al Gobierno, Paraná, 27 de noviembre de 1858, transcripta en El Nacional Argentino, 9 y 10 de diciembre de 1858.         [ Links ]

51 En los términos de Tiburcio López, "si se solicitaba un arreglo uniforme respecto de la disminución de los días festivos en toda la Confederación se atacaría la soberanía provincial porque ésta era la única competente para establecer días festivos que sean observados en esa provincia". Sesión del 27 de agosto de 1858, Cámara de Diputados. Actas de las sesiones de Paraná 1858, Buenos Aires, 1886.

52 Véase la "Memoria Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública", El Nacional Argentino, 1º de junio de 1860.         [ Links ]

53 Véase al respecto el dictamen de Ramón Ferreyra sobre jubilación de canónigos, Paraná, 31 de octubre de 1860 en Colección de vistas fiscales y resoluciones en asuntos administrativos, de culto, diplomáticos y civiles por el Dr. D. Ramón Ferreira, fiscal de la Nación, Imprenta de Pablo Coni, Buenos Aires, 1864, pp. 55-56.

54 Hasta 1888, el matrimonio estaba regulado por el derecho canónico y administrado por los tribunales eclesiásticos, cuyas decisiones afectaban el destino de las familias y sus bienes. Los tribunales de justicia eclesiástica se hallaban organizados en América por la bula Exposcit debitum dictada por Gregorio XIII en 1572, por la cual se establecía que las causas eclesiásticas no podían ser llevadas en apelación a la Santa Sede, principio que se mantuvo vigente hasta el Concilio Plenario Latinoamericano de 1899. Por lo tanto, las facultades conferidas a Marini, que lo habilitaban a actuar como instancia de apelación, iban en contra del espíritu de la bula de Gregorio XIII, de allí que no tardaran en despertar objeciones. Acerca de la bula Exposcit debitum, véase LIDA, Miranda "Gregorio Funes...", cit. Para un análisis de los debates en torno a la justicia eclesiástica en años de Rosas, DI STEFANO, Roberto El púlpito y la plaza..., cit., pp. 218-232.

55 El dictamen del Superior Tribunal de Justicia de Paraná está datado en Paraná el 5 de febrero de 1858. El 13 de febrero, sin embargo, Urquiza daba el pase o exequatur, sin reservas, a la bula de Pío IX del 14 de agosto de 1857 que concedía el título de delegado apostólico a Marini con la amplitud de facultades que hemos señalado. Ambos documentos, junto con la bula de Pío IX, se hallan transcriptos en Fallos de la Suprema Corte de Justicia Nacional con la relación de sus respectivas causas, Buenos Aires, 1864, Serie I, Volumen I, Causa XXX ("Sobre retención de bulas de Marino Marini"), pp. 180 y ss.

56 Véase el dictamen en Fallos de la Suprema Corte..., cit., p. 199.

57 Nota de Marino Marini dirigida el ministro de Culto Eduardo Costa, 10 de noviembre de 1863, reproducida como anexo en la Memoria presentada por el Ministro de Estado en el Departamento de Justicia, Culto e Instrucción Pública al Congreso nacional de 1864, Buenos Aires, 1900, p. 46.

58 Poco después, un fallo de la Corte Suprema avalaba al Presidente. Tanto la declaración de Mitre como la decisión de la Corte se hallan transcriptos en Fallos de la Suprema Corte..., cit.

59 Memoria presentada por el Ministro de Estado en el departamento de Justicia, Culto e Instrucción Pública al Congreso Nacional de 1867, Imprenta del Comercio del Plata, Buenos Aires, 1867, p. VII.         [ Links ]

60 Su papel de árbitro se vio además reforzado por el modo en el cual se organizaron los tribunales eclesiásticos de la Argentina en 1866, según un decreto que Mitre concertó con Escalada que convirtió a Buenos Aires en la principal sede de apelación para la Iglesia argentina, en detrimento de la Santa Sede. El decreto se halla transcripto en GOYENA, Juan Digesto eclesiástico argentino. Recopilación de leyes, decretos, bulas pastorales, constituciones, etc. que se refieren a la Iglesia nacional ampliada con diversas disposiciones estensivas a toda la administración, Buenos Aires, 1880, pp. 61-62.         [ Links ] Acerca de los fundamentos de este decreto, LIDA, Miranda "De los recursos de fuerza o de las transformaciones de la Iglesia y del Estado en la segunda mitad del siglo XIX", en Boletín del Instituto Ravignani, en proceso de evaluación.         [ Links ]

Recibido con pedido de publicación el 29/02/2004
Aceptado para su publicación el 04/05/2005
Versión definitiva recibida el 27/06/2005

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