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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata  no.10 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2004

 

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

Los partidos políticos en las democracias contemporáneas: problemas y paradojas*

por Juan J. Linz**

* Originalmente publicado en Richard Gunther, José Ramón Montero y Juan J. Linz (eds.), Political Parties. Old Concepts and New Challenges, Oxford, Oxford University Press, 2002. Este artículo desarrolla temas que he discutido en dos trabajos previos (Linz 2000, 2001), y refleja mi viejo interés por las cuestiones presentadas por Robert Michels (en Linz 1966, 1998b). Son en gran parte apuntes que tienen como objetivo estimular la investigación. No realicé ningún esfuerzo por referirme ni a los datos que podrían apoyar mis argumentos ni a mucha de la literatura relevante, particularmente los escritos de teoría política sobre la representación. Quiero agradecer a mi esposa, Rocío de Terán, por su colaboración en la redacción de este artículo. [Traducción de Martín Ardanaz].
** Profesor Emérito de ciencia política y social, Universidad de Yale.


Resumen

El artículo examina los contemporáneos sentimientos anti-partido basándose en datos de encuestas de España y América Latina. Sugiere que el aumento de las actitudes negativas hacia los partidos puede ser atribuido menos al comportamiento de los partidos que a las contradicciones e inconsistencias de las creencias de los ciudadanos. Consecuentemente, y aparte de algunas reformas populistas que pueden obstaculizar el desempeño de los partidos, las consecuencias e implicancias de ese tipo de actitudes (ya no contrarias a la democracia) deberían ser estudiadas en profundidad.

Palabras clave: Partidos políticos; Ciudadanos; Democracia; Actitudes; Opinión pública

Abstract

The article examines contemporary anti-party sentiments on the basis of public opinion data from Spain and Latin America. It suggests that the rise of negative attitudes towards parties may be attributed less to the behavior of parties than to contradictions and inconsistencies in citizen beliefs. Consequently, aside for some populist reforms that may inhibit the performance of parties, the consequences and implications of these types of attitudes should be studied in depth.

Key words: Political parties; Citizens; Democracy; Attitudes; Public opinion


 

Al comienzo del siglo enfrentamos una situación paradójica. En todas las sociedades donde la gente es libre para expresar sus preferencias existe un amplio consenso acerca de la legitimidad de la democracia como forma de gobierno (Diamond 1999: 24-31, 174-91). Tanto en las democracias consolidadas como en las no consolidadas o inestables, también hay un acuerdo considerable sobre los partidos políticos como esenciales para el funcionamiento de la democracia. Sin embargo, al mismo tiempo, en gran parte de los sistemas democráticos la opinión pública está caracterizada por una insatisfacción penetrante con, y desconfianza en, los partidos políticos, y existe mucho debate en los círculos académicos acerca de la obsolescencia o declive de los partidos -tan bien resumida en Daalder (2001)-. Además, mientras las actitudes críticas son generales entre los ciudadanos, en la opinión pública encontramos poco eco de las poderosas ideologías anti-partido, sentimientos y movimientos del "siglo veinte corto", como el historiador Eric Hosbawn ha llamado al período entre 1914 y el fin de la era soviética.
Hasta cierto punto, estas contradicciones aparentes podrían ser el producto de incompatibilidades entre las concepciones de democracia schumpeterianas y aquellas más participativas que los ciudadanos podrían sostener simultáneamente. En efecto, aquellas inconsistencias podrían, por sí mismas, ser una fuente significativa de la insatisfacción con los partidos. En consecuencia, una explicación completamente satisfactoria de estas paradojas requeriría de mucho más análisis empírico detallado de lo que se ha realizado hasta el momento. Necesitaríamos saber más acerca de cómo el votante promedio percibe la necesidad y las funciones de los partidos. Careciendo de tales estudios, no sabemos las ideas que la gente tiene en mente cuando expresa su desconfianza en, e insatisfacción con, los partidos, acerca de sus funciones y estructuras apropiadas. No hemos sido capaces de entender adecuadamente estas actitudes y sus implicancias -pero véanse los hallazgos analizados por Torcal, Gunther y Montero (2001)-. ¿Estará ese descontento focalizado sobre la caída del "partido de masas", sobre la emergencia del "partido atrapatodo" o sobre las contradicciones que inevitablemente rodean el papel del partido en el gobierno? Y el hecho que las críticas aparezcan en tantos países con diferentes tipos de partidos, que toman distintas formas organizacionales, también abre el interrogante de por qué estos sentimientos han sido tan ampliamente expresados y por qué sus elementos en común han provocado esta desconfianza. Que los sentimientos tan negativos sean hallados tanto en democracias parlamentarias como presidenciales -donde los partidos juegan distintos papeles y toman distintas formas- sugiere que las razones pueden ser similares y no estar directamente relacionadas a las formas organizacionales que los partidos han tomado. Sin investigación adicional es imposible determinar si la desconfianza en los partidos responde a los mismos factores o a causas diferentes. Sospechamos ambas cosas. En este ensayo especulativo, examinaré algunas ambigüedades en la reacción frente a los partidos en sistemas parlamentarios que espero sean foco de investigación empírica en el futuro.
Desde el inicio, debe notarse que hay algunas diferencias fundamentales entre los papeles jugados por los partidos en sistemas parlamentarios y presidenciales que podrían originar distintos tipos de críticas a los partidos. El presidencialismo, por su misma naturaleza, podría generar su propio y distintivo sentimiento anti-partido. Reduce el papel de los partidos en la producción y sostenimiento de los gobiernos, una función importante que fortalece los lazos entre la legislatura y el ejecutivo en los sistemas parlamentarios. En los sistemas presidenciales es menos probable que los partidos articulen programas de gobierno y políticas públicas amplias -funciones que son cumplidas más probablemente por los presidentes-. Seguramente, en caso de "gobierno dividido", el Congreso puede frustrar las políticas y ambiciones de un presidente popularmente electo quien, a cambio, muy probablemente culpe al Congreso y a los partidos por su propio fracaso
(Linz 1994). Por su parte, los partidos en el Congreso pueden sostener que están frenando las políticas autoritarias o populistas de un presidente. En este contexto, es posible que los que apoyan al presidente sean críticos de los partidos, y los presidentes o candidatos presidenciales podrían basar sus campañas en apelaciones "anti-partido".
Dejando de lado este típica relación dinámica entre el Congreso y los presidentes, la misma naturaleza de las elecciones presidenciales tiende a debilitar la posición de los partidos. El presidente no es electo como el líder de un partido. Los candidatos hasta podrían ser outsiders sin ningún vínculo con los partidos, e inclusive aquellos electos con apoyo partidario podrían ellos mismos distanciarse, sosteniendo estar "por encima de los partidos". Algunas constituciones en la Europa post-comunista llegan hasta estipular que el presidente no debería tener identificación partidaria. Pero aun cuando el presidente es electo bajo la etiqueta de un partido, a menudo, particularmente en Estados Unidos, no es elegido por el partido como una organización de líderes electos o miembros, sino por una base electoral vagamente definida en las elecciones primarias. Tales nominaciones no son el producto de los esfuerzos colectivos de las organizaciones partidarias o de los miembros, sino de la auto-promoción, que se basa en los propios recursos del candidato y de aquellos pertenecientes a una pequeña minoría de los votantes. Sin embargo, una vez electo, el presidente tiene la legitimidad del cargo y una base electoral independiente. En la medida en que los votantes se identifican con él, pueden considerar mucha de la actividad de los partidos en el Congreso como un obstáculo al mandato que han entregado personalmente al presidente. Sólo aquellos que apoyaron al oponente pueden ver a su partido en la oposición responder a sus deseos. A cambio, los legisladores pueden representar los intereses de sus bases electorales de forma más efectiva que en sistemas parlamentarios. Pero al jugar este papel, podrían representar (o ser retratados como representantes) de intereses particulares o especiales, que podrían estar en conflicto con los intereses o prioridades de los partidos. Es lógico que los votantes que esperan que sus representantes electos articulen sus intereses particulares se disgusten con los líderes partidarios, quienes deben atender intereses más generales.
En los sistemas presidenciales, los miembros del Congreso pueden oponerse a las políticas del presidente, votar con la oposición, y representar a su base electoral sin poner en riesgo la cohesión del partido: sus acciones no amenazan la estabilidad del ejecutivo. El peligro es que las políticas amplias de interés nacional puedan quedar comprometidas por una serie de negociaciones, enmiendas y gastos que atienden los intereses de las bases
electorales particulares. El resultado agregado de cada representante comportándose de acuerdo con la noción de que "toda la política es local" es que la legislatura consistirá de embajadores de una miríada de intereses. A nivel individual, los votantes en un distrito particular pueden sentirse satisfechos de que su representante en la Cámara esté persiguiendo sus intereses -algo menos probable en los sistemas parlamentarios europeos-, pero a nivel agregado, la defensa de intereses especiales lleva frecuentemente al descuido de las políticas con importancia social, económica y política más amplias. El sistema electoral mayoritario de distrito uninominal en los Estados Unidos refuerza esta defensa de los intereses particulares, como argumentan Shugart y Carey (1992). La resultante carencia de cohesión, disciplina y compromiso programático o ideológico de los partidos emerge como otra fuente de insatisfacción con los partidos.
Cada tipo de sistema de partidos también genera diferentes críticas a los partidos. Dejando de lado los sistemas pluralistas polarizados con importantes partidos anti-sistema (o vistos como tal), cualquier sistema de partidos generará hostilidades hacia los partidos por algún u otro conjunto de razones. Un formato de competencia bipartidista necesariamente significará que aquellos que rechazan en principio a uno de los dos partidos y al candidato a primer ministro, cuando estén alienados o sean muy críticos de su propio partido y dirigencia, sentirán que el sistema no ofrece ninguna alternativa real. Con una línea divisoria fuerte entre izquierda y derecha y bajas probabilidades de volatilidad entre los bloques, la crítica a su propio partido llevará a la crítica del sistema que no permite una opción. Un sistema pluralista moderado y no polarizado -que provee más opciones entre los partidos con verdadero potencial de coalición y sin divisiones profundas en el espectro ideológico- debería ser más atractivo a los votantes que se sienten excesivamente constreñidos por el bipartidismo. Sin embargo, un sistema multipartidista podría significar que los votantes pierdan el control sobre la última decisión de gobierno, que será determinada a través de la negociación entre los partidos. De esta manera, una coalición podría representar una negociación poco ética que no responde a los deseos de los votantes. En consecuencia, mucha gente se sentirá frustrada tanto con los sistemas bipartidistas (que proveen un vínculo más fuerte entre la emisión del voto popular y la formación de los gobiernos) como con los multipartidistas (que ofrecen un rango más amplio de opciones, pero menos control directo por parte del votante sobre la formación del gobierno).
A pesar de estas diferencias entre sistemas de partidos y entre democracias presidenciales y parlamentarias, en todos lados los partidos se han
convertido en el foco de una letanía remarcablemente similar de quejas y críticas. ¿Hasta qué punto éstas representan expresiones de una preocupación razonada sobre los defectos del actual desempeño de los partidos? A la inversa, ¿hasta qué punto reflejan evaluaciones ambiguas, confusas o incluso auto-contradictorias por parte de ciudadanos basados en expectativas irrazonables o faltos de conocimiento de las complejidades y múltiples presiones a las que los partidos están sometidos cuando desempeñan sus diversos papeles en la política democrática? Es hacia estas preguntas que dirigimos ahora nuestra atención.

Actitudes hacia los partidos: paradojas, contradicciones y ambigüedades

Como hemos notado, la crítica a los partidos no refleja un rechazo a la democracia. En muchos países la gente que da su apoyo a la democracia, que incluso considera a los partidos como parte necesaria de la democracia, también expresa desconfianza en los partidos y un amplio rango de actitudes críticas y a menudo contradictorias. Como veremos, esas actitudes son compartidas por aquellos que dan su apoyo electoral a partidos diferentes, incluso en proporciones similares en todos los partidos importantes de izquierda a derecha (si es que la información proveniente de España presentada más abajo es considerada generalizable).

Los partidos pueden ser necesarios, pero no son confiables

En América Latina, los datos de 1997 de la encuesta Latinobarómetro muestran que un 62 por ciento de los encuestados estaban de acuerdo con la afirmación: "Sin partidos políticos no puede haber democracia"; pero al mismo tiempo, sólo el 28 por ciento de estos mismos encuestados afirmaron tener "alguna" o "mucha" confianza en los partidos (con el 67 por ciento respondiendo "poca" o "ninguna"). Debería notarse que hubo diferencias significativas entre los países en ambas preguntas. El porcentaje de encuestados que estaba de acuerdo con que los partidos son necesarios osciló entre un máximo de 79 por ciento en Uruguay a un mínimo de 44 por ciento en Ecuador, y 50 por ciento en Brasil y Venezuela, como puede observarse en la Tabla 1. Pero en cada instancia, el nivel de confianza en los partidos fue mucho más bajo que la creencia en la necesidad de los partidos: en Uruguay, el 45 por ciento de los encuestados dijo que tenía "alguna" o "mucha" confianza, mientras que en Ecuador, Brasil y Venezuela lo dijo sólo 16, 18 y 21 por ciento, respectivamente. Sin series temporales no es posible decir si la desconfianza en los partidos llevó a la baja convicción que los partidos son necesarios en una democracia, pero sospechamos que este es el caso en Venezuela (ver Meseguer 1998, y en general Mainwaring y Scully 1995).

TABLA 1 Creencia en la necesidad de los partidos y confianza en los partidos en América Latina, 1997

Incluso cuando distinguimos entre aquellos que expresan una preferencia por la democracia y aquellos que, bajo ciertas circunstancias, preferirían un gobierno autoritario, un número significativo de demócratas tiene poca o ninguna confianza en los partidos y los patrones por país son similares (Linz 2000: 256, sobre datos de Latinobarómetro 1996). Puede encontrarse el mismo patrón de creencia en la "necesidad de los partidos si queremos desarrollo democrático" y falta de confianza en los partidos políticos en los datos para nueve países post-comunistas de Europa del este (Bruszt y Simon 1991). Es verdad que los sentimientos anti-partido pueden ser encontrados en toda sociedad, pero en la mayoría de las democracias consolidadas y estables tales opiniones son sostenidas sólo por las minorías. En España, por ejemplo, sólo el 16 por ciento coincidió con la afirmación, "Los partidos no sirven para nada", mientras que el 72 por ciento rechazó la afirmación1. No sorprendentemente, los sentimientos anti-partido fueron más fuertes entre los no votantes, 26 por ciento de los cuales coincidieron con ese ítem del cuestionario.
Es llamativo y preocupante notar que en América Latina la confianza en los partidos es más baja que la confianza en las fuerzas armadas. Como puede observarse en la Tabla 2, sólo en Uruguay los encuestados tienen "mucha" o "alguna" confianza en los partidos (45 por ciento) más que en las fuerzas armadas (43 por ciento), y más ciudadanos afirman tener ninguna confianza en los partidos (17 por ciento) que en las fuerzas armadas (11 por ciento). En América Latina, en promedio, sólo el 26 por ciento de los en
cuestados en el Latinobarómetro de 1997 tiene alguna confianza en los partidos, mientras que casi la mitad (49 por ciento) confía en las fuerzas armadas. En algunos casos, esta brecha de confianza es enorme: la confianza en los militares excede a la confianza en los partidos por márgenes de 16 versus 71 por ciento en Ecuador y 21 versus 55 por ciento en Colombia. Mientras que el porcentaje de encuestados que confía en los partidos en Chile (35 por ciento) es segundo después de Uruguay, el hecho que 48 por ciento de los chilenos expresen confianza en los militares, es, a la luz de la historia reciente, tanto sorprendente como preocupante. Similarmente, con la excepción de Uruguay, en cada país más gente sostiene no tener más confianza en los partidos que en las fuerzas armadas. Incluso si descontamos la dimensión "patriótica" de las actitudes hacia las fuerzas armadas, estos datos ilustran los problemas que han experimentado los partidos en sobrellevar la desconfianza y ganar la confianza de la gente. Aunque menos preocupante que la comparación con las fuerzas armadas (dada su historia en muchos países de la toma del poder a través de golpes de Estado), la comparación con la televisión también es llamativa. Con sólo dos excepciones -Brasil y México- los niveles de confianza en la televisión son mayores que la confianza en los partidos.

TABLA 2 Confianza en varias instituciones en países latinoamericanos seleccionados, 1997 (%)

Niveles bajos de confianza en los partidos también se encuentran en algunos países de Europa occidental (ver por ejemplo Torcal 2000). Por ejemplo, en el Estudio General Electoral de Bélgica en 1995, sólo el 6 por ciento de los encuestados dijeron tener "mucha" o "bastante" confianza en los partidos, mientras que el 62 por ciento sostuvo tener poca o muy poca confianza. A través de la comparación, el 54 por ciento expresó confianza en el rey, mientras que sólo el 11 por ciento sintió poca o muy poca confianza en él.

Competencia y símbolos de unidad

Mucha gente se siente atraída hacia los símbolos de unidad de la nación, el Estado o la comunidad local. Hasta un punto considerable, esto explica los altos niveles de confianza en los reyes, las fuerzas armadas, y la Iglesia (a menos que haya jugado un papel divisorio en el pasado). También explica lo atractivo de los líderes que se presentan a sí mismos por encima de los partidos, y de toda gran coalición, como también el resentimiento hacia la política partidaria mordaz. Sin embargo, al mismo tiempo, la gente siente que algo está mal cuando "todos los partidos son lo mismo", al percibir correctamente que los conflictos en la sociedad tienen que ser articuladospor los partidos. De esta manera, los partidos enfrentan inevitablemente expectativas contradictorias por parte del público en general.
La competencia, sin tener en cuenta quién gane, rompe con la unidad, el consenso y con la idea que una solución puede ser buena para todos. En su ensayo Soziologie der Konkurrenz, Georg Simmel (1995 [1908]) analizó los sentimientos ambivalentes generados por la competencia. Como notó Simmel, esta ambivalencia es exacerbada por la "competencia negativa" cuando, más que apelar en base a la calidad del producto, uno intenta desacreditar a su competidor. En las democracias contemporáneas, donde los temas son complejos, las ideologías menos obligatorias, y la política está personalizada, las campañas negativas no necesariamente benefician a los que las emplean. En cambio, contribuyen al cinismo sobre la política.
Incluso cuando la gente entiende la necesidad de la competencia para alcanzar objetivos colectivos, intereses de política pública y valores ideales, la competencia partidaria es también competencia por el poder entre contendientes con un componente "egoísta" que es menos admirable. Los partidos son los principales protagonistas en esa pelea, y no es sorprendente la reacción negativa por parte de muchos votantes, incluso de aquellos que apoyan a uno u a otro de los contendientes. Tampoco es sorprendente que las instituciones que están por encima del conflicto -no partidarias, neutrales, unificadoras e integradoras, tales como los jefes de Estado- sean más confiables. De esta manera, los partidos podrían ser las víctimas de las contradicciones inherentes al papel fundamental que juegan en los regímenes democráticos: su función básica es representar los intereses de segmentos particulares de la sociedad en el conflicto institucionalizado, mientras la mayoría de la gente continúa valorando la unidad y aferrándose a la noción irreal de que puede haber una unívoca "voluntad general" del pueblo.
La noción básica de la representación también acarrea una tensión entre la necesidad de mantener la disciplina partidaria (que si no necesaria es deseable para el gobierno efectivo, especialmente en sistemas parlamentarios) y la libertad de los legisladores individuales para decidir por sí mismos sus posiciones de política pública independientemente del liderazgo partidario. Esta tensión tiene sus raíces en las concepciones fundamentales de la representación, como así también en las constituciones, las reglas parlamentarias, y la jurisprudencia de la Cortes Constitucionales (Presno 2000; Heidar y Koole 2000). En este punto hay algunos datos interesantes. En 1997, una encuesta realizada a votantes españoles pre
guntó elegir entre las afirmaciones que "entre los partidos debería haber mayor unidad" y "en los partidos hay demasiada unanimidad". Mientras que hubo una pequeña diferencia sobre cuál de las dos opciones fue preferida por una mayoría entre los que apoyaron a los distintos partidos -los que votaron al PSOE (Partido Socialista Obrero Español) y al PP (Partido Popular, conservador) favorecieron mayor unidad (por 45 versus 35 por ciento, respectivamente), y los votantes de IU (una coalición de izquierda dominada por el partido Comunista Español) y los no votantes se quejaron de que hay mucha unanimidad (por márgenes de 35 versus 50 por ciento, y 33 versus 37 por ciento, respectivamente)-, lo que es más impresionante es la casi idéntica división de la opinión pública a través de todos los subgrupos de la muestra entre estas dos ideas contrarias. En conjunto, el 40 por ciento de los españoles prefirieron mayor unidad y el 37 por ciento percibió demasiada unanimidad. A su vez, estas opiniones están próximamente vinculadas a las preferencias sobre normas más específicas de comportamiento parlamentario: un 52 por ciento de aquellos que deseaban mayor unidad partidaria también deseaban disciplina partidaria, mientras que el 72 por ciento de aquellos que se quejaron de la demasiada unidad prefirieron que los diputados fueran más independientes para tomar sus propias decisiones.
Los conceptos de la representación democrática que apuntalan estas preferencias diversas son también relevantes para el proceso a través del cual los candidatos son seleccionados por los partidos. Una reforma que es a veces propuesta como medio para permitir o generar mayor competencia y debate dentro de los partidos es adoptar un sistema de primarias entre los miembros del partido2. Tal procedimiento podría responder a las preocupaciones de aquellos que perciben demasiada unanimidad dentro de los partidos, pero su adopción ciertamente chocaría con las ideas de aquellos que están insatisfechos con lo que ya sería demasiada división o conflicto dentro de los partidos. Para aquellos que ven a los partidos como los proveedores de un equipo de gobierno cohesionado, la institucionalización de las disputas entre facciones contribuiría a su insatisfacción con los partidos.

¿Son todos los partidos iguales, o sólo sirven para dividir al pueblo?

¿Qué quiere decir la gente cuando dice que los "partidos son todos iguales"? Desde una perspectiva, esto podría ser considerado una actitud negativa, aunque también podría ser una descripción realista de la creciente convergencia sobre muchos temas de políticas así como sobre la organización y función de los partidos. En muchas democracias hay un acuerdo considerable con este punto de vista. En España, por ejemplo, el 61 por ciento de todos los encuestados (y el 71 por ciento de los no votantes) estuvieron de acuerdo o fuertemente de acuerdo con la afirmación que "los partidos se critican mutuamente, pero en realidad son todos iguales". Ya que el apoyo a esta afirmación fue más bien uniforme entre los partidarios de todos los partidos, incluyendo los partidos de gobierno más importantes (58 por ciento y 60 por ciento entre los votantes del PSOE y el P P, por ejemplo), no sería razonable interpretar esta respuesta como anti-democrática o incluso anti-partido.
¿Y qué decir sobre el opuesto lógico de esa actitud -es decir, la creencia que "los partidos sólo sirven para dividir el pueblo"-? Probablemente, la idea que los partidos son sólo divisivos era más fuerte en el pasado, en el que había mayor polarización partidaria y social que en el presente, en el que hay partidos atrapatodo y el debilitamiento de las pasiones ideológicas. Y sin embargo tales actitudes están difundidas entre los españoles (el 36 por ciento estuvo de acuerdo o fuertemente de acuerdo con esa afirmación) e italianos (51 por ciento de los cuales estuvo de acuerdo con una afirmación similar que "los partidos crean conflictos que no existen" y el 38 por ciento estuvo de acuerdo con que "los partidos son todos lo mismo" (Sani y Segatti 2001: tabla 4.2). Aunque tradicionalmente las respuestas de los conservadores son consideradas anti-partido, en 1997 no hubo diferencia en España entre los partidarios del conservador PP y el socialista PSOE: 36 y 37 por ciento de los cuales, respectivamente, estuvieron de acuerdo o fuertemente de acuerdo con esta afirmación.
Las opiniones que todos los partidos son lo mismo, y al mismo tiempo, divisivos, pueden ser fácilmente interpretadas como maneras diferentes de expresar una hostilidad hacia los partidos y la política partidaria. Lo más sorpresivo es que un número significativo de encuestados españoles (30 por ciento) sostuvo simultáneamente ambas creencias, a pesar de la contradicción aparente entre las dos. Consistente con nuestra sospecha que tal orientación representa la postura más hostil hacia los partidos, y que el negativis
mo indiscriminado de este tipo es más característico de los ciudadanos alienados, es notable que tales actitudes al parecer contradictorias fueron particularmente comunes entre los no votantes y aquellos que votan en blanco (49 y 50 por ciento, respectivamente); los niveles de acuerdo con ambas afirmaciones oscilaron desde un 34 por ciento entre los votantes de IU a un 39 por ciento tanto entre los partidarios del PSOE como del P P. Los patrones de respuesta entre los grupos partidarios en desacuerdo con ambas afirmaciones (esto es, que implican que los partidos no sólo sirven para dividir al pueblo y que no son iguales) fueron una imagen espejo exacta, con los niveles más bajos encontrados entre aquellos marginados por el proceso electoral (13 por ciento entre los no votantes y 16 por ciento entre aquellos que votan en blanco), los más altos entre los votantes de IU (36 por ciento), y con los partidarios del PSOE y el PP entre aquellos dos extremos (22 y 26 por ciento, respectivamente).
Y el patrón de respuesta opuesto -que los partidos no son todos iguales y no sólo dividen al pueblo- sería el más congruente con los valores democráticos. Sin embargo, esta configuración de actitudes es característica de sólo el 17 por ciento de los españoles encuestados en 1997, y de incluso menos votantes en blanco (16 por ciento) y no votantes (13 por ciento). Interesantemente, los niveles más altos de tales actitudes de respaldo son encontrados entre los partidarios de IU y el PP (26 por ciento).
El segundo patrón más frecuente es ver a todos los partidos igual sin ser divisivos (23 por ciento). Podría interpretarse como una descripción de la política en una sociedad donde los partidos más importantes son partidos atrapatodo cuyas políticas son bastante similares y donde todos otorgan la mayor importancia a ser electos en el gobierno. El hecho que el 35 por ciento de los no votantes se sienta de esa manera podría reflejar parte de la alienación generada por ese estilo de competencia partidaria. Sin embargo, no deberíamos realizar una interpretación abiertamente pesimista ya que esta es también la opinión del 31 y 29 por ciento de aquellos que votaron a la corriente central del PSOE y el P P, respectivamente.
La visión de los partidos generando conflicto y no siendo todos iguales -una mirada conflictiva de la competencia partidaria- no es sostenida por mucha gente. Nos preguntamos si, durante los años 1920 y 1930 y en los años calientes de la Guerra Fría, tales actitudes estarían más difundidas. Hoy en día, sólo el 4 por ciento de los españoles sostiene esa opinión.

¿Deberían los partidos estar interesados en las opiniones o en los votos?

Uno de los indicadores corrientes de la actitud crítica hacia los partidos y los políticos es el ítem del cuestionario que pregunta a los encuestados si están o no de acuerdo con la proposición que "los partidos están interesados en los votos de la gente pero no en sus opiniones". Un número significativo de personas en diferentes países estuvo de acuerdo con esta afirmación (Holmberg 1999). Aunque esta pregunta pueda no estar del todo bien formulada, uno podría argumentar también que la emisión de un voto positivo o negativo es una manera más "audible" y efectiva de transmitir un mensaje que simplemente expresar una opinión. Las opiniones pueden ser escuchadas o ignoradas, pero los votos no pueden ser ignorados. ¿Por qué, entonces, tantos encuestados están de acuerdo con esa formulación? Quizás porque las opiniones pueden lidiar con una miríada de problemas sobre los cuales pueden tomarse distintas posturas, mientras que votando la gente tiene que expresar una opinión sobre un paquete completo de temas mezclados por los partidos y los políticos. Ese paquete podría no incluir los temas que preocupan a un individuo particular o a un grupo de gente. Los partidos, al agregar un gran número de temas, inevitablemente tienen que seleccionar las opiniones a ser "escuchadas", mientras que ignoran o minimizan otras. Si uno imagina diez temas sobre los cuales los ciudadanos podrían tener una clara opción de "sí" o "no", las posibles combinaciones serían muy grandes. Si entonces intentáramos ordenar esas preferencias, podríamos ver que sólo un sistema de partidos multipartidista difícil de manejar podría ofrecer "representación", una voz democráticamente legitimada a cada subconjunto de ciudadanos sosteniendo la misma configuración de actitudes sobre estos temas. Ningún sistema de partidos limitado (particularmente uno bipartidista, pero también un sistema multipartidista moderado) podría estar atento a cada una de las agregaciones de opiniones de los ciudadanos. Tanto los partidos como los ciudadanos tienen que poner en orden los paquetes, seleccionando y formulando los temas para ofrecer opciones razonables pero limitadas. Por su parte, los partidos reúnen "paquetes" que atraerían la mayor cantidad de votos. Al hacer esto, intentan escuchar a una mayoría o al menos (con representación proporcional y múltiples partidos) a un grupo significativo de ciudadanos. Eso es distinto a escuchar a ciudadanos individuales (que podrían ser numerosos, pero como porcentaje de los votantes, insignificantes) o a escuchar a formadores de opinión y grupos organizados que podrían interesarse intensamente sobre un tema, pero no tener interés o capacidad para agregar temas para gobernar. La crítica que sostiene que los partidos están solamente interesados en los votos es implícitamente una crítica a la democracia. Efectivamente, el interés de los partidos en atraer votos está vinculado a la esencia misma de la democracia: los votos son necesarios para gobernar o participar en una coalición de gobierno, y este es, y debería ser, el objetivo de los partidos en una democracia. Sólo los partidos "testimoniales" -que conciben las elecciones como una oportunidad para expresar su rechazo a la democracia, el Estado, y/o la constitución, para hacer propaganda de sus ideologías y para obtener poder de chantaje, y que tienen poco interés en asumir la responsabilidad de gobernar- se sienten libres a rechazar las apelaciones a los grupos no definidos en principio como su base electoral3; los partidos llamados a gobernar no pueden hacerlo.

Los partidos deberían representar mis intereses, pero no "intereses particulares"

Otra crítica dirigida a los partidos es que "no les importan los intereses y los problemas de gente como yo". En breve, estos críticos creen que los temas que afectan de manera muy directa a la gente en una base electoral particular son ignorados en el proceso de producción de políticas. Los votantes esperan que sus representantes defiendan sus intereses y creen que los partidos son necesarios para hacerlo, pero al mismo tiempo son críticos del vínculo entre los partidos y los grupos de interés. Obviamente, tienen intereses diferentes en mente, oscilando entre los intereses generales de una clase social, un grupo étnico o una comunidad religiosa, hasta intereses muy específicos, como los de una industria particular o algún otro grupo importante en un distrito. Cuando afectan al propio grupo del individuo, son considerados como "nuestros intereses" o "los intereses de personas como yo". Sin embargo, cuando el mismo tipo de temas involucran los intereses de otros, son peyorativamente considerados como "intereses particulares".
Esta inconsistencia era menos problemática cuando estaba basada sobre una construcción ideológica (o los valores ampliamente compartidos de la sociedad cristiana) ó cuando los intereses afectados -como los de la clase trabajadora- podían ser percibidos como los de la mayoría. Bajo estas circunstancias, la promoción de esos intereses podía ser descrita como el progreso hacia una sociedad mejor. Sin embargo, con la fragmentación de los intereses en una sociedad moderna y la diseminación de la información sobre cómo las políticas afectan los intereses específicos (tal como el impacto de las políticas de la Unión Europea en las industrias específicas, los derechos de pesca y la producción agrícola), los individuos han tendido a enfocar su atención en intereses más específicos, particulares. Al mismo tiempo, los partidos atrapatodo no pueden identificarse con intereses particulares, incluso de categorías generales como los trabajadores o campesinos, sino que deben luchar por un balance entre ellos. Y los partidos de gobierno (en contraste con la mayor capacidad de los partidos de oposición para articular principios ideológicos) enfrentan una gran variedad de demandas en conflicto y responsabilidades que reducen aún más su capacidad para defender los intereses de sus bases electorales. De esta manera, una persona podría culparlos por no perseguir los intereses de sus bases electorales mientras que al mismo tiempo son criticados por perseguir los intereses de otra base electoral comparable (nunca vista como igualmente legítima) o "intereses particulares". Así, es virtualmente inevitable que la función de representación de intereses lleve a una crítica de los partidos y los políticos.
Algunos especialistas y un número significativo de ciudadanos han visto a los movimientos sociales como más atractivos que los partidos y como la ola del futuro. Esto está basado en una equivocación acerca de su naturaleza y funciones. Los movimientos sociales, generalmente enfocados sobre un tema singular, no tienen que sopesar demandas en conflicto y cumplir compromisos, y pueden movilizar el entusiasmo de minorías fuertemente comprometidas, al menos de manera temporaria, de formas que no lo pueden hacer los partidos menos ideológicos, que intentan ganarse el apoyo de una gran y heterogénea mayoría de votantes. Los movimientos sociales pueden criticar a los partidos por sus compromisos y ambigüedades, contrastando su posición principista o idealista con el pragmatismo de los partidos que tienen que gobernar o aspiran a gobernar (ver Dalton y Kuechler 1990; Giugni 1998).

Corrupción: ¿pueden ser culpados los partidos?

Los partidos también son vistos como cercanamente vinculados con la corrupción (Del Águila 1995). Seguramente, los políticos partidarios están a menudo involucrados en la corrupción en la forma más flagrante de ganancia personal o al favorecer ilegítimamente intereses particulares. Pero la capacidad de los partidos para prevenir tal comportamiento se encuentra severamente limitada. Los partidos tienen que proveer candidatos y personal a un gran número de cargos electivos y designados, desde miembros para un consejo municipal hasta primeros ministros, y es obviamente imposible para una oficina central del partido adquirir pleno conocimiento acerca de la probidad de los miles de candidatos individuales. La exposición del partido se extiende aún más por las prácticas que intentan fomentar la "democratización" al reemplazar a los funcionarios civiles profesionales por individuos designados por los partidos en un amplio rango de instituciones públicas: consejos judiciales, agencias reguladoras de medios de comunicación públicos, consejos universitarios, juntas de cajas ahorro, comisiones de defensa del consumidor, empresas públicas, etc. El proporz austríaco o la lotizzazione italiana, y la amplia gama de patronazgo y clientelismo partidario que se encuentra en otras democracias ha expandido la presencia de los partidos en muchos ámbitos de la sociedad (ver Blondel 2001). Muchas de estas posiciones ofrecen oportunidades para la corrupción, terminando en escándalos que son explotados por la oposición y resaltados por los medios. Muchos de estos puestos son posiciones electivas, que presumiblemente aseguran el control democrático; pero los votantes están desinformados, desinteresados, y al votar se basan en sus afinidades partidarias o ideológicas más que en la calificación de los candidatos. Entonces, inevitablemente, los partidos son los responsables por su selección y su comportamiento subsiguiente. De esta manera, es casi inevitable la imagen de los partidos y políticos como corruptos. En parte esta imagen está basada en la realidad (particularmente dada la cobertura mediática extensiva y la explotación por parte de los partidos de oposición cuando los individuos son descubiertos), pero la aceptación acrítica de esta imagen está mucho más extendida en la opinión pública que justificada. Quizá sólo una reducción de la presencia de los partidos en estas instituciones, de su hegemonía en la sociedad civil (en el sentido gramsciano), podría reducir la exposición a este tipo de acusaciones.

Personalización de la política y profesionalización de la política

Los votantes quieren saber quién asumirá el papel de primer ministro, y tienden a votar cada vez más al partido que presenta a un candidato atractivo. Ellos votarán al partido y a sus candidatos aunque sean críticos del programa partidario y estén incómodos con el candidato local, para asegurar que su líder nacional preferido asuma el poder, o incluso para prevenir que sea electo un líder menos querido del otro partido. Por una variedad de razones, la personalización del liderazgo político ha avanzado más que nunca, inclusive en sistemas parlamentarios, pero al mismo tiempo hay un sentimiento de que la concentración de poder en las manos de un líder nacional debilita la vida interna de un partido, previene la emergencia de líderes alternativos, refuerza tendencias oligárquicas en la cima y, por lo tanto, reduce la "democracia". En este contexto, al "delegar" al líder, el partido puede ser culpado por renunciar a su autonomía, es decir, su función deliberativa. Pero también el líder puede ser culpado de "mutilar" la vida interna del partido. O, a la inversa, el partido puede ser culpado por las divisiones internas, por no apoyar al líder, al mismo tiempo que el líder es criticado por no controlar el faccionalismo dentro del partido. En cada uno de estos relatos, o percepciones, el partido será criticado por algunos de sus votantes.
Un problema adicional para los partidos que han reproducido y apoyado liderazgos personalizados o pseudocarismáticos es que inclusive si el líder abandona el cargo, y ha perdido autoridad ante los ojos de los votantes y miembros del partido, es difícil (sino imposible) silenciarlo (por ejemplo, Felipe González) o silenciarla (por ejemplo, Margaret Thatcher), y tales líderes antiguos continúan teniendo un impacto significativo en la imagen del partido. Y en casos donde exista la división del trabajo entre líderes partidarios que compiten por y ocupan cargos electivos, y un líder que domina la organización partidaria (tal como Xavier Arzallus, el presidente del Partido Nacionalista Vasco), puede emerger una situación complicada en la cual el partido habla con dos voces diferentes y a menudo a diferentes audiencias. Esto en ocasiones no sólo crea confusión, sino que también contribuye a la falta de accountability: el líder que no es elegido no puede ser hecho responsable ante los votantes, y cualquiera de sus declaraciones controversiales o irresponsables pueden ser descartadas como simplemente expresiones de sus "opiniones privadas".
Problemas similares ocurren con el tema relacionado de la profesionalización de la política. Es interesante notar que en una sociedad que cree en el
profesionalismo -devoción total y competente hacia una tarea, basado en el conocimiento y la experiencia- la expresión "político profesional" tenga una connotación negativa4. Existe una noción implícita de que el político no debería ser sólo político, uno (para utilizar la expresión gráfica de Schumpeter) "que trata con votos", sino en el fondo un ciudadano común. El mito democrático que cualquiera debe ser elegible para competir por un cargo público tiene su expresión simbólica en la elección por sorteo griega (la boulé) y en el mito marxista de pesca por la mañana y administración por la tarde.
La dispensabilidad para participar en la política sobre la que escribió Max Weber ha sido reducida por el tiempo demandado por la actividad política. En el pasado, muchos candidatos conseguían sus bancas fácilmente, particularmente en el caso de los notables o líderes sindicales, por lo que no tenían que hacer campaña o mantener un contacto cercano con las organizaciones partidarias a nivel local. Las elecciones se han vuelto más frecuentes, más aún, no sólo para asambleas nacionales sino también regionales, gobiernos locales y el Parlamento Europeo. Esto no involucraría al liderazgo partidario nacional o los miembros del Parlamento nacional si no fuera por el hecho que los votantes usan esas elecciones para apoyar o castigar al partido a nivel nacional. Las demandas de tiempo de los medios a los políticos también se han incrementado, además de las demandas de la organización partidaria, comités locales y nacionales, por no mencionar la carga que implica ocupar un cargo público. Sólo un estudio sistemático del aumento de las cargas de tales responsabilidades sobre las vidas personales y recursos financieros de los políticos nos ayudaría a apreciar la dificultad del servicio público electivo hoy en día. Finalmente, el debilitamiento del papel de la burocracia profesional independiente y la "colonización" partidaria de la administración refuerza la profesionalización de la política y la dependencia en el partido.
Al mismo tiempo, las demandas de las profesiones modernas en el sector privado hacen difícil sino imposible para un individuo entrar en la política por un tiempo y después retornar a su actividad. Profesiones que en el pasado podían ser actividades con dedicación parcial hoy requieren un compromiso de tiempo completo. Quizá sólo funcionarios civiles, maestros, y en algunos sistemas universitarios, académicos, puedan retornar a sus posiciones después de un tiempo en la política (aunque un profesor que, por
cuatro u ocho años permanece alejado de su disciplina, no es probable que sea nuevamente bienvenido a la academia). Es imposible pensar en el doctor-político sentado en el Parlamento, mientras continúa atendiendo pacientes y enseñando (como sabemos ocurrió en la Tercer República Francesa). La mayor profesionalización de las profesiones limita inevitablemente el número de políticos amateurs y refuerza la tendencia hacia la profesionalización de la política.
Sin embargo, a pesar de la gran dificultad (sino imposibilidad) de ejercer simultáneamente carreras en la vida pública y privada, el mito de Cincinnato permanece firme. Muchos ciudadanos rechazan la profesionalización de la política y continúan creyendo en el político amateur, quien sirve a sus conciudadanos por un tiempo pero no está listo para abandonar sus otras actividades. Esta preferencia requiere la existencia de personas calificadas que hayan establecido sus carreras en profesiones del sector privado, que estén dispuestos a suspender esa actividad por un tiempo para desempeñar la función pública, y retomar sus profesiones después de un período en el cargo. Por una variedad de razones, los cambios en la naturaleza de la política y en las demandas técnicas de muchas profesiones hacen poco realista esa trayectoria de carrera. Muchos individuos ingresan en la política sin haber consolidado antes una posición en el sector privado que proveería de un ingreso o status comparable al de un legislador o funcionario público. Después de una derrota electoral, encontrarían difícil retomar la carrera en el sector privado; por lo tanto, ellos ó ellas dependen del partido para que los provea con un "beneficio" (para utilizar el término de Weber, tomado del lenguaje eclesiástico) en la organización partidaria, posiciones de patronazgo, o algún puesto público como embajadores o nombramientos en organizaciones internacionales.
Paradójicamente, aquellos que se oponen a la profesionalización están dispuestos a apoyar reglas que desalienten a la gente a entrar o quedarse en la política, reduciendo directa o indirectamente el semillero de donde extraer a la elite política. Entre estas se incluyen reglas rígidas de incompatibilidad, diseñadas para "asegurar la independencia" de los políticos de los intereses sociales. Incluso los partidos laboristas, que por mucho tiempo contaron con líderes sindicales para llegar a ser miembros del parlamento, ahora han establecido una incompatibilidad entre el cargo sindical y el mandato parlamentario. Una encuesta del CIS revela un amplio apoyo a estas reglas: una mayoría de españoles encuestados (58 por ciento) estuvo de acuerdo con la proposición que los diputados deberían abandonar cualquier actividad profesional porque eso los haría más independientes, mien
tras que sólo el 27 por ciento eligió la alternativa "los diputados no deberían abandonar sus actividades profesionales y dedicarse exclusivamente a la política porque de esa manera conocerían mejor los problemas de la gente común y estarían más conectados con la sociedad"; y el 15 por ciento no emitió opinión. Uno podría pensar que el apoyo a las reglas de incompatibilidad sería más fuerte entre los partidarios de la izquierda, mientras la alternativa de la actividad profesional continuada sería apoyada por los votantes más conservadores. Existe escasa evidencia empírica para esta hipótesis. A pesar de que el 65 por ciento de los votantes de IU favorecieron la dedicación exclusiva, el 59 por ciento de los votantes del PSOE y el 59 por ciento del PP mantuvieron esa misma opinión, e incluso los votantes de un partido burgués como CIU (el catalán Convergencia i Unió, una coalición de dos partidos nacionalistas) coincidieron.
Pero mientras estas reglas hacen imposible ejercer simultáneamente carreras en el sector público y privado, otras iniciativas populistas socavan la profesionalización de las carreras políticas a través de la promulgación de límites de tiempo a los mandatos. Esto coloca a aquellos que desean ocupar un cargo electivo en una situación extremadamente difícil. La profesionalización de la política significa que los hombres y mujeres que ingresan a la política y persiguen cargos electivos o partidarios no lo hacen como una actividad temporaria y/o con dedicación parcial, sino como una actividad de largo plazo y casi de tiempo completo. Algunos han decidido hacerlo temprano en la vida y no han perseguido ningún otro objetivo de carrera o profesional. Para ellos la política es una vocación pero también una ocupación (Beruf en el doble sentido de la palabra en alemán y el pensamiento de Max Weber 1971[1919]). Pero la imposición de límites de tiempo a los mandatos pone fin a las carreras políticas después de un período corto en el cargo, o bien expone a los políticos a enormes riesgos e inseguridad, al estar forzados a cambiar de una posición electiva a otra -en ambos casos, independientemente de si sus bases electorales apoyaron sus desempeños en el cargo o no-.
La profesionalización de la política democrática es casi inevitable, y dentro de ciertos límites, deseable. A la luz de las posiciones auto-contradictorias descritas anteriormente, la crítica de algunos demócratas radicales debería ser considerada en muchos aspectos como irresponsable. Las reglas y restricciones que han propuesto y promulgado para prevenir la profesionalización de la política no son solamente indeseables en sus consecuencias; son contrarias al principio democrático básico que la finalización o continuación de un cargo electivo debe ser una decisión de los votantes representados por cada político individual.

Tenemos que preguntarnos cómo harán los partidos en el futuro para servir como canal para la profesión política, como un mecanismo de reclutamiento de elites, cuando muy poca gente está dispuesta a afiliarse a ellos. Seguramente, el número de cargos electivos en cualquier sociedad es relativamente pequeño, pero sabemos -gracias a los estudios de elite en muchos campos-, que tiene que haber un semillero relativamente grande para producir los pocos candidatos calificados y motivados necesarios para esos puestos. Los partidos pueden reclutar de los movimientos sociales, pero podría haber alguna dificultad para las personas comprometidas fuertemente con una tema singular en aceptar los múltiples papeles y compromisos requeridos por la política partidaria. Existe, particularmente en los niveles más altos, la posibilidad de la entrada lateral sobre la base de la expertise en las profesiones, la universidad, la academia, los negocios, los liderazgos de grupos de interés y la burocracia. ¿Tienen los así reclutados las calificaciones que pensamos necesarias para el liderazgo político, incluyendo la capacidad para comunicarse con los votantes, y articular las esperanzas y miedos de una sociedad? Hay un semillero de políticos en la política y los gobiernos locales y regionales, pero ¿cuántos estarían reacios a mudarse de ese contexto familiar para enfrentar las incertidumbres, los desafíos y sacrificios requeridos frecuentemente por aquellos que persiguen cargos electivos a nivel nacional?
Necesitamos saber más acerca de los incentivos y desincentivos para ingresar en política en las democracias contemporáneas. Sabemos aún menos acerca de cómo estas motivaciones afectan la calidad de la política. Para estudiar esto tenemos que estudiar a los políticos individuales y a la política micro en varios niveles. ¿Qué imagen dejan los partidos al electorado cuando introducen cuotas por edad, género, etnia, y demás, cuando esto significa el desplazamiento o la postergación de funcionarios dignos y/o miembros leales y experimentados?

Partidos, dinero, y democracia de partidos
Los partidos cuestan dinero: pero no el mío, ni el de mis impuestos, ni de grupos de interés

La cuestión del dinero en la política también ha generado mucha hostilidad hacia los partidos y los políticos. Ciudadanos y políticos son reacios a admitir que la política democrática en una sociedad de masas es muy cara, y como con varios otros puntos discutidos anteriormente, los ciudadanos sostienen sentimientos contradictorios. La gente está menos dispuesta a hacerse miembro, dar dinero y servicios a sus partidos. Pero también se quejan sobre cómo los partidos financian sus actividades, tanto legalmente como ilegalmente. Otra vez encontramos una ambivalencia básica. Los partidos y sus actividades son considerados necesarios, pero el votante no está dispuesto a apoyarlas y, al mismo tiempo, no le gustan las formas alternativas de financiar a los partidos, especialmente aquellas que involucran fondos "privados" -que podrían crear vínculos con los grupos de interés (y conducir a prácticas corruptas)- ó el financiamiento público a través de sus impuestos.
¿Están los ciudadanos, o los miembros de algún partido, o los que apoyan a uno u otro candidato o facción dentro de un partido, dispuestos a pagar por la oportunidad de elegir? ¿Debería el contribuyente que no es miembro de un partido y que podría no estar interesado en votar, pagar por esa oportunidad? Si no, ¿cuál debería ser entonces la fuente de los fondos necesarios para sostener la actividad partidaria? ¿Cuotas pagadas por los miembros del partido? ¿Subsidios públicos? ¿Deducciones de los salarios de los funcionarios electos? ¿Actividades comerciales "legítimas" de los partidos? ¿Cómo garantizar la equidad no oligárquica en el acceso a tales fondos? ¿O debería tal proceso estar basado en las contribuciones privadas voluntarias de los partidarios? ¿Debería permitírsele a los candidatos utilizar su propio dinero, que después de todo, deberían poder gastar para un propósito público? ¿Debería permitírsele a los candidatos estar involucrados en recaudarlo?
Datos de encuestas realizadas en España indican que la gente está dispuesta a votar por los partidos, pero cuando se le preguntó, "¿Qué haría usted si el partido por el cual tiene mayor simpatía, o está más próximo a sus propias ideas, le pide que contribuya económicamente para alguna actividad propia del partido?, sólo el 22 por ciento respondió que probablemente contribuiría, mientras que casi el 68 por ciento sostuvo que había una pequeña o ninguna posibilidad de apoyar financieramente a los partidos (con un 43 por ciento de estos encuestados respondiendo "definitivamente no"). Como puede observarse en la Tabla 3, solamente entre los que apoyaron a IU, más de uno de cada cuatro votantes expresó su voluntad para contribuir, mientras que aquellos que emitieron votos por los partidos más grandes (el PP y el PSOE) se manifestaron igualmente reacios a apoyar financieramente a sus partidos. Estos datos revelan que los partidos pueden recibir apoyo electoral de parte de muchos votantes, ¡pero la gran mayoría de ellos son free riders!

TABLA 3 Disponibilidad para contribuir económicamente a un partido en elecciones generales en España, por partido votado, 1997

Una situación ligeramente diferente emerge cuando examinamos estas respuestas a partir del auto-posicionamiento de los encuestados en el continuo izquierda-derecha. Mientras que sólo una minoría de los encuestados en cada punto de la escala expresó su voluntad para apoyar financieramente a los partidos, aquellos en los extremos de la escala estaban más dispuestos a contribuir con los partidos que aquellos en el medio: 36 y 33 por ciento, respectivamente, de aquellos situados en las posiciones 1 o 2 (extrema izquierda) y las posiciones 9 y 10 (extrema derecha) dijeron que existía una probabilidad considerable o mejor de apoyar financieramente a los partidos, en comparación con el solamente 22 por ciento de aquellos en las posiciones intermedias de la escala. Aquellos que respondieron "no sabe" o rehusaron colocarse en el continuo ideológico fueron los menos probables de todos a apoyar financieramente a los partidos (con sólo 10 u 11 por ciento manifestando su voluntad a hacerlo). Estos datos sugieren que, mientras la creciente moderación podría haber contribuido a la estabilidad y consolidación del régimen democrático español actual (en contraste con la polarización ideológica que caracterizó la Segunda República, 1931-1936), una consecuencia desafortunada del debilitamiento de la intensidad ideológica podría ser una disminución de las contribuciones económicas a los partidos políticos.
A partir de la experiencia americana, conocemos los peligros y abusos conectados con el dinero en la política. Regulémosla, limitándola bajo la supervisión de las comisiones reguladoras estatales o el poder judicial (aunque al costo de la auto-regulación por los partidos como organizaciones voluntarias con ingreso libre). Sin tales controles, el dinero (más que los votos) se vuelve decisivo para determinar el resultado de importantes debates de política pública. En las décadas de 1920 y 1930, cuando los temas eran altamente ideológicos, cuestiones de vida o muerte, conflictos existenciales, no había escasez de voluntarios o de contribuciones masivas de miembros humildes del partido. ¿Podrá eso ser cierto en la política contemporánea más racional y menos emocional? Probablemente no. Pero entonces otras motivaciones de menos idealismo "ideológico" serán más importantes.

Los partidos deberían ser más democráticos; pero ¿qué significa eso?

En años recientes han sido enunciadas numerosas demandas, vagamente formuladas, de incremento de la democracia intrapartidaria, cuyo significado e implicancias son de lo más oscuras. ¿Qué significan las demandas por candidatos más personalizados y el rechazo a las listas partidarias cerradas en sistemas electorales proporcionales, dado el bajo nivel de conocimiento acerca de los candidatos individuales, incluso de funcionarios tan visibles como los miembros del gabinete? En el contexto de distritos electorales grandes, metropolitanos, ¿cómo podrían los votantes ejercer una opción significativa sin esfuerzos adicionales de campaña, que acarrean gastos considerables y tiempo televisivo? ¿Cambiaría realmente el comportamiento y los sentimientos de los votantes que están, al mismo tiempo, cada vez más comprometidos a elegir a un partido e incluso a un líder particular para formar el gobierno?
Desde los escritos de Robert Michels (1962[1911]), la cuestión de la democracia interna del partido ha sido intensamente debatida. Incluso las constituciones y regulaciones de los partidos requieren a los partidos "ser democráticos", que significa gobernados democráticamente (Linz 1966). En respuesta a la crítica de su carácter oligárquico, algunos partidos han ido más allá de los límites de la democracia representativa (tal como elecciones a congresos y cuerpos ejecutivos) para adoptar procedimientos de democracia directa tal como las primarias, en las que todos los miembros pueden votar directamente por el liderazgo nacional del partido (Vargas Machuca 1998; Boix 1998). La democracia interna del partido es vista como una cura para las enfermedades del partido, al mismo tiempo que los candidatos en competencia afirman no estar creando facciones sino defendiendo la unidad del partido, y que se identifican con su programa. Mientras que la competencia dentro de la unidad es el leitmotif, nadie quiere una pelea entre personalidades. Todos estos esfuerzos han estado caracterizados por mucha ambivalencia y poco pensamiento acerca de cómo debiera organizarse tal competencia, sin miembros muy activos ni fondos suficientes para la campaña interna del partido.
Tales cambios deberían proveer un papel al demos del partido (Hopkin 2001). El problema es que el demos del partido y el demos de los ciudadanos que eligen a los miembros del Parlamento son dos demos diferentes: uno es más bien pequeño, el otro incluye millones de votantes. ¿A quién debería rendir cuentas el líder del partido, particularmente si el/ ella es también la cabeza del gobierno? Cualquiera de las dos respuestas es probable que deje insatisfecha a mucha gente.
La democracia directa dentro de los partidos es en principio atractiva para los demócratas, pero no deberíamos ignorar algunas de las consecuencias no intencionales, a veces disfuncionales, y curiosamente no anticipadas (por muchos de sus defensores). ¿Por qué están siendo cuestionadas la democracia representativa, las convenciones partidarias, o los congresos dentro de los partidos a favor de la democracia directa, es decir, de elecciones de los líderes a través de primarias? Además del sentimiento "anti-político" y el
atractivo "participativo" de la democracia directa, podríamos encontrar alguna explicación en la manera que han cambiado los congresos partidarios. En lugar de ser arenas para los debates internos entre las elites partidarias de nivel medio que conocen a los candidatos, se han convertido en la vitrina del partido, una oportunidad para la expresión pública de solidaridad y unidad, caracterizados prominentemente por los discursos de notables, líderes de partidos amigos, e incluso líderes extranjeros. El resultado es un calendario apretado y bien planificado con anticipación que impide el lento trabajo de los comités y los debates prolongados que podrían desorganizar el apretado horario. El resultado final es que lo que originalmente había sido una convención deliberativa se ha convertido en un evento mediático. De esta manera, la convención aparece como "no democrática" en contraste con las primarias directas.
Este síndrome también incluye la desconfianza respecto de la representación parlamentaria del partido, culminando en esfuerzos por limitar la influencia de los parlamentarios en varios órganos partidarios. El argumento en contra de un papel importante de los parlamentarios es que son nominados por la maquinaria del partido. De acuerdo con esta visión, la democracia sólo puede ser alcanzada a través de la democratización de la maquinaria o evitando esa máquina. Estos sentimientos también condujeron a mucho debate (desde el tiempo de Robert Michels) sobre si el partido parlamentario y su liderazgo deberían estar sujetos al control del congreso partidario. Esto podría implicar una forma de mandato imperativo e incluso una mayor imposición de dependencia por parte de los miembros del Parlamento y el gobierno respecto del partido, en contradicción con el mandato libre que ha dominado el pensamiento y las constituciones de las democracias modernas. A esto debemos sumarle el intento por separar el cargo de líder de la organización partidaria del de líder parlamentario del partido o cabeza del gobierno. Esta separación podría establecer una diarquía basada en bases electorales diferentes, creando una estructura de accountability de dos cuerpos distintos: miembros del partido y votantes. Sabemos de la historia y la sociología los problemas asociados con la diarquía.
En su origen histórico, los partidos eran agrupaciones de miembros del Parlamento con la misma opinión; luego desarrollaron organizaciones para asegurar sus organizaciones electorales y de reclutamiento; y finalmente evolucionaron hacia organizaciones más o menos burocráticas y profesionales de gran escala, cuya misión principal era competir en elecciones. En la trayectoria de la evolución de los partidos, los especialistas se han concen
trado en diferentes aspectos y niveles, pero olvidando cada vez más al partido parlamentario (pero véase Beyme 1983; Bowler 2000; Heidar y Koole 2000). En consecuencia, antes de que podamos explorar efectivamente muchas de las cuestiones cruciales que han emergido de los esfuerzos corrientes por "democratizar" a los partidos políticos, nosotros como especialistas necesitamos saber más acerca de la naturaleza de la relación entre la organización del partido y el grupo parlamentario, sobre los procesos de toma de decisiones dentro de las organizaciones partidarias, y sobre las preferencias de los miembros del partido y el electorado en su conjunto.

Democratización de las instituciones, pero "NO" a la partidocracia

Un tema central en la teoría democrática, y más específicamente en el debate sobre los partidos, es que la democracia, para que funcione, requiere de más democracia -esto es, que el control democrático debería establecerse dentro de una amplia variedad de instituciones sociales-. Tales demandas son formuladas prestando poca o ninguna atención a las actitudes y el comportamiento de los ciudadanos y miembros del partido, y sin analizar sus implicancias para el gobierno democrático del Estado. Los proponentes de estos puntos de vista sostienen que los bajos niveles de participación son simplemente una reacción al estado actual de los partidos y las instituciones políticas, y que los ciudadanos participarían más si existiera una democratización más amplia de las instituciones. Al hacer estas afirmaciones, frecuentemente contrastan el activismo y entusiasmo dentro de los movimientos sociales con lo que sucede en los partidos políticos, olvidando el envolvimiento minoritario y a menudo cambiante en los movimientos sociales.
Empecemos primero con la democratización de más instituciones, y en el hacer electivas más posiciones en el Estado y la sociedad. Son pocos los defensores de tales procesos que consideran la cantidad de conocimiento objetivo necesario para realizar una opción informada. ¿A través de quién y cómo podrá esa información ser generada y diseminada, y cuán dispuestos estarán los ciudadanos para hacer el esfuerzo de trabajar sobre este volumen de información para estar lo suficientemente informados sobre los temas en cuestión? ¿De dónde provendrán los candidatos calificados -una cuestión que tiene una significación considerable dada las quejas acerca de la calidad de aquellos que se presentan para un número mucho menor de cargos-? Si los candidatos para tales posiciones electivas nuevas fuesen propuestos por
los partidos, y si la mayoría de la gente continuara la mayor parte del tiempo con su hábito de votar según las líneas del partido, ¿estaría tal democratización promoviendo la partidocracia, de la cual mucha gente ya se queja? Si los partidos no cumplen el papel central al nominar candidatos, entonces ¿quién lo hará -los grupos de interés, los medios, o los candidatos mismos (quienes serían casi naturalmente los individuos con la riqueza suficiente como para montar sus propias campañas)-? Y si los votantes no pueden contar con las etiquetas del partido como medio para minimizar los costos de adquirir información básica acerca de cómo se ubicarán los candidatos sobre cuestiones claves, ¿sobre qué basarán sus decisiones? Dados los extremadamente bajos niveles de información con los que cuentan gran parte de los votantes sobre las posiciones de la vasta mayoría de los candidatos por debajo del liderazgo partidario nacional5, esta última consideración podría representar un defecto fatal en las propuestas para una democratización más amplia de todo tipo de instituciones sociales.

Responsabilización, responsabilidad y accountability6

La gente tiende a perturbarse por el hecho (o la percepción) que los políticos estructuran sus campañas, sus posiciones, y quizá cada vez más sus políticas, sobre la base de encuestas de opinión pública y los focus groups -esto es, en términos de lo que ellos creen atraerá a los votantes-. Algunos encuentran perturbadora y desagradable a la democracia dominada por las encuestas. Pero digámoslo de otro modo: los políticos deben expresar y llevar a cabo la voluntad del pueblo, o al menos de los que votan por ellos. Deberían ser responsive7. ¡Eso es la democracia! El perseguir sus propias preferencias más que las de los votantes ha sido la base de la crítica a la democracia elitista8.
¿Cuál es entonces, el origen de este malestar? La respuesta es compleja pero está basada fundamentalmente en el hecho que la responsabilidad, el liderazgo democrático y el compromiso con valores básicos, creencias, y la (Dios no lo permita) ideología están siendo sacrificadas por la sensibilidad (responsiveness) a una opinión pública difusa. El comportamiento responsable implica que se otorga debida consideración a las consecuencias -a la relación adecuada entre fines y medios- y esto podría implicar que las opiniones del electorado sean descuidadas. Los votantes no poseen los hechos, la expertise técnica, el conocimiento ni la experiencia que suponemos (o al menos, que esperamos) tienen los políticos. Los votantes responden a una situación inmediata, a estímulos simples, no a la complejidad de los temas o a las consecuencias de mediano y largo plazo. ¿No es esta una crítica a la democracia? No, porque la democracia dominada por las urnas ignora un elemento fundamental de la política democrática: los líderes que forman, cambian, o resisten las opiniones cuando consideran que están siendo llevadas en la dirección equivocada. Liderar no significa ignorar a la gente, sino apelar a ellos, justificar políticas y tomar responsabilidad por las acciones. Los votantes tendrán la oportunidad de premiar o castigar a los líderes en la próxima elección. En el fondo, la democracia es la rendición de cuentas (accountability) en intervalos regulares por parte de aquellos elegidos hacia sus votantes. Esa formulación general no nos dice mucho acerca de quién rinde cuentas a quién, aunque en las democracias parlamentarias el gobierno de partidos hace que el partido y los miembros del Parlamento rindan cuentas por las acciones y políticas del gobierno que apoyaron. Sin embargo, en la práctica el partido y su liderazgo nacional son de hecho responsable también por las acciones de aquellos elegidos en otros contextos: gobiernos regionales y locales y legislaturas o municipios presumiblemente no elegidos o seleccionados por el liderazgo nacional del partido sino por cuerpos electorales diferentes. No obstante, en la medida que el partido es percibido como un todo, sus acciones impactan sobre todo el partido. Al mismo tiempo, esos representantes y sus bases electorales están dispuestos a protestar por cualquier interferencia con su autonomía. Por lo tanto, el par
tido y su liderazgo son culpados por la mala conducta en el nivel local o regional, mientras que son culpados también por los intentos de controlar estos otros niveles, interviniendo sobre la elección libre de las bases electorales intrapartidarias relevantes. Además, particularmente en estados federales y ahora en las elecciones para el Parlamento Europeo, los votantes no se limitan a responsabilizar a los representantes por su desempeño o calificaciones (sobre los cuales saben muy poco) sino que usan esas elecciones para expresar su insatisfacción con el gobierno nacional, el liderazgo partidario central, y el Parlamento nacional. La frecuencia de las elecciones en los niveles europeo, regional y local permite la articulación y expresión del descontento sin asumir la rendición de cuentas hasta una fecha posterior (Linz 1998a). El partido y sus líderes pueden también evitar la responsabilidad y la rendición de cuentas al esquivar las decisiones difíciles. Una manera es desplazar la decisión hacia los votantes llamando a un referéndum, en el cual, debería notarse, los votantes estarían muy probablemente dependiendo de la conducción de los partidos. Un mecanismo alternativo es quitar el tema del proceso democrático de toma de decisiones dejando decidir a las cortes, o bien remitiendo la cuestión a las agencias independientes o comisiones no partidarias, sean estas corporativas en su composición (incluyendo representantes de los sindicatos, asociaciones empresariales, organizaciones campesinas) o no. Debería notarse que este cambio desde la accountability vertical de los políticos electos hacia la accountability horizontal de las comisiones u otras agencias no partidarias y electoralmente irresponsables va en contra del principio básico de la responsabilidad democrática en la formulación de la política pública.

La desconfianza en los partidos y la legitimidad de la democracia

¿Cómo afecta el perturbador bajo nivel de confianza en los partidos políticos a la legitimidad de la democracia? Existe alguna evidencia que vincula la confianza en los partidos con mayor apoyo a la democracia, y de que la desconfianza está asociada con menos compromiso por la democracia y algo mayor de disposición a considerar deseable el gobierno autoritario bajo ciertas circunstancias, o que "no hace ninguna diferencia para gente como yo" (ver Torcal, Gunther y Montero 2001).
El examen de los datos en España, Chile y Ecuador muestra un panorama complicado. En España, donde la creencia general en la democracia es alta (81 por ciento), el apoyo a la democracia disminuye ligeramente al 75
por ciento entre aquellos que no tienen confianza en los partidos (ver Tabla 4). En Ecuador, donde los niveles de apoyo a la democracia son mucho más bajos, existe también una falta de relación clara entre las actitudes hacia la democracia y la confianza en los partidos. Sin embargo, en Chile, donde el apoyo general a la democracia es del 54 por ciento y donde la alternativa autoritaria encuentra apoyo entre el 19 por ciento de los encuestados (en comparación con el 8 por ciento en España), las diferencias entre aquellos que tienen "mucha" o "alguna" confianza en los partidos en comparación con aquellos que tienen "poca" o "ninguna" son bastante significativas: las actitudes pro democracia decrecen firmemente, de 70 a 61 a 55 y a 49 por ciento entre los subgrupos de la muestra con niveles decrecientes de confianza en los partidos. En Chile, donde la democracia es cuestionada por una parte significativa de la población, la confianza en los partidos parece tener un impacto sobre el compromiso con la democracia. Obviamente que podría realizarse el argumento inverso, pero estamos inclinados a pensar que la actitud hacia la democracia es anterior en el tiempo y más saliente.

TABLA 4 Confianza en los partidos y actitudes hacia la democracia en España, Chile y Ecuador, 1997 (% horizontal)

Es importante notar que, en contraste con la primera mitad del siglo XX, ya no encontramos que las ideas críticas sobre los funcionarios de turno y los partidos estén acompañadas por un cuestionamiento radical de las instituciones democráticas básicas y por la adopción de alternativas ideológicas a la democracia liberal. En las democracias estables, no existen defensores políticamente significativos de un sistema político no democrático (un sistema sin elecciones competitivas, o uno con partido único o sin partidos). Desde el punto de vista de la estabilidad democrática, esto podría ser un desarrollo positivo, pero también ha privado a los partidos de sus defensores tradicionales. En el pasado, los demócratas comprometidos estaban dispuestos a defender al sistema e indirectamente a los funcionarios de turno, ignorando sus defectos; hoy en día, la ausencia de desafíos ideológicos radicales a la democracia permite una discusión mucho más abierta de los defectos actuales de las instituciones democráticas.

Observaciones finales

A partir de nuestro análisis, parece dudoso que la imagen de los partidos políticos y los políticos pueda mejorar sustancialmente. Las ambigüedades podrán ser más explícitas pero no eliminadas. Las reformas podrán jugar con los problemas, pero, como las primarias intrapartidarias, generan frecuentemente nuevos problemas.¿Cuánto puede crecer en la población y en intensidad la insatisfacción con, y la desconfianza en, los partidos y los políticos (más que en líderes particulares) sin llevar a un cuestionamiento fundamental de la función de los partidos en una democracia, sin despertar el rechazo a la misma democracia representativa, y sin disparar la búsqueda de formas alternativas de legitimación, como ocurrió en el "siglo veinte corto", gracias a los atractivos ideológicos anti-democráticos del comunismo, el fascismo, el corporativismo y el autoritarismo militar? El atractivo del populismo presidencialista anti-partido o por encima de los partidos es uno de esos peligros, como sabemos por algunos desarrollos recientes en América Latina.
Existe poca discusión e incluso menos investigación sobre las raíces de la insatisfacción con los partidos políticos entre aquellos que creen en su necesidad y votan regularmente por ellos. Sin un mejor entendimiento de la crítica a los partidos políticos, a la democracia representativa tal como existe, y a los políticos, será imposible iniciar reformas que puedan reducir esa actitud crítica. Ha habido un debate interminable acerca de las posibles reformas de las instituciones y dentro de los partidos sin mucho análisis de sus implicancias. Mi suposición es que algunos de los problemas con los partidos políticos son casi inherentes a su naturaleza y por lo tanto difíciles, sino imposibles, de corregir a través de la ingeniería institucional que suele terminar a menudo en un mero entretenimiento. Afortunadamente, la ambivalencia hacia los partidos políticos que encontramos en nuestras sociedades democráticas, al menos por el momento, no ha llevado a su rechazo, en principio, como lo hizo en la primera mitad del siglo XX. A pesar de que los políticos son el objeto de una crítica constante, acertada o incorrecta, incluyendo a los que la misma gente ha votado, la idea que los pocos elegidos tienen el derecho a gobernar como resultado del proceso democrático está menos cuestionada que en el pasado.
Estas paradojas no han estado en el centro de la investigación sobre los partidos políticos, que hizo foco en los sistemas de partidos, los sistemas electorales y los estudios electorales de diferentes países, así como en la organización partidaria, los tipos de partidos y los modelos de partidos. Esto apunta a la necesidad de expandir nuestro foco e investigación para entender mejor el funcionamiento de los partidos políticos y la imagen que tienen los ciudadanos de los partidos políticos y los políticos. Necesitamos saber más acerca de los políticos de lo que podemos llegar a aprender de los estudios clásicos de elite sobre la base social y los patrones de carrera de aquellos electos, particularmente porque hemos descubierto cuán relativamente homogénea se ha vuelto la elite política con respecto a las caracterís
ticas normalmente estudiadas. Necesitamos también entender mejor hasta qué punto un clima de opinión típico, sino hostil, sobre los partidos y políticos afecta el proceso de auto-selección de las elites políticas.
A partir de los temas expuestos en este artículo (ilustrados por algunos datos de encuesta de España y América Latina), podemos preguntarnos si ha llegado el tiempo para explorar nuevas cuestiones en el estudio de los partidos en general, más que en los partidos que la gente vota. ¿Qué imágenes tienen los votantes, qué expectativas tienen, qué tipos de comportamiento por parte de los partidos frustran sus expectativas, cuál es su respuesta ante diferentes sistemas de partidos y ante reformas institucionales alternativas? Estas son preguntas que deberían ser preguntadas sin referencia a algún partido particular, aunque en el análisis prestemos atención a las diferencias entre los que apoyan a varios partidos con respecto a la distribución de tales actitudes. Al diseñar encuestas, deberíamos intentar que sea fácil para el encuestado expresar las opiniones que desde nuestra perspectiva de observadores académicos externos consideraríamos contradictorias o incompatibles. Podemos esperar muchos debates sobre cómo cambiar a los partidos, muchos intentos para hacerlo, pero es dudoso que sean capaces de evitar los problemas y paradojas con los que inicié este artículo.

Notas

1 Los datos españoles utilizados aquí y en el resto del trabajo son de la encuesta # 2240, abril 1997, del Centro de Investigaciones Sociológicas, sobre "Ciudadanos y élites ante la política (Encuesta ciudadanos)", que incorporó algunas preguntas sugeridas por el autor. Estoy agradecido a la por entonces directora del CIS, Pilar del Castillo, por hacer disponible para mí esta información. Muchas de las preguntas del CIS han sido utilizadas a través del tiempo, como muestran los datos utilizados por Torcal, Gunther y Montero (2001). Muchas de las mismas preguntas fueron utilizadas en Portugal e Italia, mostrando el mismo patrón (Bacalhau 1997; Sani y Segatti 2001). También estoy agradecido a Marta Lagos por los datos del Latinobarómetro utilizados en este análisis.

2 Esto difiere del proceso de selección de candidaturas utilizado en Estados Unidos, donde todos los votantes (y no sólo los miembros del partido) pueden emitir las boletas que determinan a los individuos que representarán a los partidos en la elección general. Ver Gallagher y Marsh (1988) y Scarrow et al. (2000).

3 Este modo de pensar era característico de los ideólogos marxistas ortodoxos del Partido Social-Demócrata Alemán (SPD), quienes a fines de 1920 y comienzos de 1930 criticaron a los reformistas (como Edward David) por lo que ellos desestimaban como bauernfängerei ("atrapa-campesinos"). Debería notarse que el triunfo de los socialistas ortodoxos llevó a severas debilidades del SPD en el campo, lo que ayudó a poner en disponibilidad a los votantes rurales para la captura por parte del partido Nazi.

4 El sentimiento en contra de la profesionalización de la política fue capturado en Italia por Silvio Berlusconi y Forza Italia cuando argumentaron que la política debía ser "desprofesionalizada" y "confiada a la gente que haya sorteado exitosamente varias pruebas en la sociedad civil" (Sani y Segatti 2001).

5  Por ejemplo, las encuestas realizadas posteriormente a las elecciones generales en España de 1982 y 1993 indican que fuera de Madrid (donde los políticos que encabezaron las listas eran los líderes nacionales de sus respectivos partidos) sólo entre el 16 y 17 por ciento de los votantes pudieron correctamente nombrar a la cabeza de la lista partidaria por la cual votaron para el Congreso de los Diputados (Montero y Gunther 1994: 50). Mayor corroboración sobre la falta general de conocimiento acerca de los candidatos individuales que están por debajo de los niveles más altos del liderazgo partidario nacional puede observarse en el comportamiento electoral con respecto a las elecciones para el Senado: el predictor más fuerte del voto para los candidatos al Senado en listas abiertas fue por lejos el orden alfabético (ocurriendo con respecto al 86 por ciento de las bancas asignadas en las elecciones de 1993). Ver Montero y Gunther (1994: 72)

6  N. del T. : Responsiveness, Responsibility, and Accountability, en el original.

7  N. del T. : sensibles a priori a las demandas del electorado.

8  Para una discusión más extensa sobre la relación entre sensibilidad, responsabilidad y accountability en la política democrática y en la democracia de partidos, véase Linz (1998a); véase también Przeworski et al. (1999).

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