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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata  no.11 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2006

 

REFLEXIÓN

¿Berlín no es París? Algunas observaciones sobre el debate público en la Alemania actual

 

por Philip Kitzberger**

* Esta nota es el producto de la lectura de medios periodísticos variados, de algunas conversaciones con diversas personas y de una visita al cine durante una estadía en Alemania en el marco de un Visiting Scholarship del Deutscher Akademischer Austauschdienst (DAAD), en los meses de enero y febrero de 2006.
** Politólogo UBA, Doctor en Filosofía UBA. Profesor de Ciencia Política en la Universidad Torcuato Di Tella e Investigador del Conicet. E-mail: pkitzberger@utdt.edu

 


Resumen

El artículo describe algunas de las discusiones públicas que suscitan los conflictos entre las comunidades migrantes de origen islámico y la sociedad mayoritaria en la Alemania actual. El propósito de este repaso es mostrar cómo estos nuevos conflictos están alterando la percepción colectiva y la agenda pública y política en torno al problema de la integración cultural.

Palabras clave: Multiculturalismo ; Políticas de integración ; Islamismo ; Alemania ; Turquía

Abstract

The article describes some of the current public debates motivated by the conflicts between the migrant Islamic communities and the rest of society in Germany. The purpose of that review is to show how the new conflicts are reshaping the collective perception and the public and policy agendas around the problem of cultural integration.

Key words: Multiculturalism ; Integration policies ; Islamism ; Germany ; Turkey


 

Más allá de algún fósforo aislado, los automóviles no ardieron en Alemania. Los sucesos de violencia callejera de los suburbios franceses de octubrenoviembre de 2005 no se extendieron a la otra orilla del Rin. El contagio -como más de uno podría haber esperado en un país donde el desempleo juvenil entre las comunidades de inmigrantes (cuyo grupo mayoritario es la colectividad turca) duplica al de la población en conjunto- no se produjo.
Aplacada la inquietud inicial, circuló en los medios una serie de explicaciones tranquilizantes que buscaba dar cuenta del hecho no producido. Abundaron, en tal sentido, los sociologemas de expertos y publicistas mediáticos. Entre otras argumentaciones, algunos apuntaron a las peculiaridades culturales de la comunidad turca frente a otros inmigrantes de origen musulmán; muchos señalaron que barrios como Kreuzberg, Wedding o Neukölln, los bastiones turcos de Berlín, no guardan semejanza urbanística ni demográfica con los ghettos que se han ido formando en el extrarradio de las ciudades francesas; otros, en cambio, observaron que la República Federal Alemana, a través de sus instituciones sociales y educativas, forjó una más efectiva integración social que su vecino.
Sin embargo, una mirada temporalmente más amplia a las discusiones que se instalan regularmente en su esfera pública revela que, lejos de reinar una calma insular, Alemania (con más de cuatro millones de habitantes de origen turco y la afluencia de nuevas minorías de los Balcanes y el oriente próximo) no escapa a las tensiones y escaladas del llamado conflicto multicultural.
Como en otros lugares, en Alemania la disputa pública y política está planteada en torno a la pregunta sobre la naturaleza de estos conflictos. ¿Se trata de diferencias que pueden y deben ser gestionadas utilizando la imaginación y el compromiso político ó, por el contrario, estamos en la antesala del tan mentado como inevitable y antagónico "choque de civilizaciones"? En Alemania, como en los demás países de Europa con fuertes comunidades de origen musulmán, esa disputa semántica y práctica sobre la cuestión no es una abstracción teórica sino que impregna el debate público en el día a día. Lo que sigue son muestras de episodios de esas discusiones y algunas observaciones sobre sus efectos en el campo político.
Una mirada a la agenda periodística alemana muestra una creciente presencia de nuevos conflictos culturales que aparecen en el nivel de la vida cotidiana y que son tematizados como amenazas o desafíos a la continuidad de la convivencia pacífica, o como cuestionamientos a los valores fundacionales de la sociedad de posguerra. Estas discusiones han venido acompañadas, a su vez, de la emergencia de un nuevo coro de voces que, por la naturaleza de sus planteos, incomoda, revuelve y disloca el campo de las identidades políticas tradicionales en la esfera pública.
En febrero de 2005 una mujer de 23 años de edad, de origen turco, fue asesinada a tiros en una parada de autobús de Berlín. El autor confeso fue su hermano menor. La joven había sido llevada a Turquía a los 17 años. Obligada a casarse con un primo, huyó, regresó a Berlín, se instaló en un centro de acogida para mujeres, intentó retomar sus estudios y se ilusionó con comenzar una vida nueva en el marco de la sociedad secular. Para su familia, la decisión no permitió otra lectura que la de la deshonra. El menor de los hermanos, asumiendo su destino trágico, fue simplemente el ejecutor del único camino a la reparación del honor familiar. Este relato es solamente un ejemplo de casos que se registran con una frecuencia cada vez mayor. Ellos forman parte de conflictos de valores cotidianamente experimentados por y entre las diferentes generaciones de turcos que habitan en Alemania. Desde tiempos relativamente recientes estos temas trasvasaron los límites de la colectividad y se instalaron en los medios masivos. Temas como el de las Zwangsehen (los matrimonios forzados), las "novias importadas" del interior de Turquía y el Ehrenmord (crimen de honor) constituyen ya categorías presentes en la opinión pública. Y esto no se debe únicamente a las páginas policiales de los periódicos. El éxito editorial de una serie de libros autobiográficos escritos por mujeres-víctimas, con títulos tan lacónicos como Somos vuestras hijas, no vuestro honor ó La novia extranjera, y relatos cinematográficos como Contra la pared del cineasta de Hamburgo Fatih Akin, son los principales vehículos del debate público que se ha instalado en torno a estas cuestiones.
Han proliferado en la esfera pública multiplicidad de historias portadoras de similares conflictos de valores. La estructura es siempre más ó menos la misma. Las concepciones de la sociedad mayoritaria sobre la dignidad y los derechos individuales colisionan con la tolerancia a prácticas culturales, reivindicadas como constitutivas de una identidad desde el campo minoritario. Mientras de un lado el individuo es demandado como único artífice de su destino, del otro lo sagrado, la tradición y la voluntad familiar se pretenden mandatorias.
En estos nuevos escenarios aparece un número de nuevas voces que desestructura y complica a los discursos políticos. Frente a la politización de estos nuevos reclamos, categorías tradicionales como izquierda y derecha, conservador y progresivo pierden su capacidad de ordenar y orientar en el campo político.
Las nuevas voces provienen con frecuencia de víctimas directas, por lo general mujeres (algunas de ellas son las autoras de los libros arriba mencionados), que en respuesta a sus experiencias traumáticas articularon diversos núcleos de activismo en lucha contra prácticas de opresión y dominación de género dentro de las comunidades inmigrantes de origen musulmán.
Hirsi Ali, la hoy parlamentaria holandesa de origen somalí y autora del guión de Submission -la película por la que fuera asesinado Theo van- Gogh- representa, a nivel europeo, la versión más estridente y en formato de cruzada de esta clase de militancia. Su discurso -que en los Países Bajos cristaliza en una coalición político-electoral de elementos liberales y xenófobos- interpreta la tolerancia occidental como un ponerse de rodillas frente a un otro (el Islam) que aprovecha deliberadamente los espacios liberados por una sociedad débil a la que odia y desea, en el fondo, destruir.
En Alemania ha aparecido un núcleo militante de voces, día a día más audible, que -sin admoniciones apocalípticas y decadentistas, sin caer en denuncias de una Europa que renuncia a la defensa de sus propios valores constitutivos, sin gritar contra una presunta vocación expansiva del Islam y sin presuponer una irreductible incompatibilidad cultural que sólo deja un "nosotros ó ellos" como alternativa- critican con dureza el relativismo cultural de la izquierda (magnificado en Alemania por la culpa histórica) que redunda en la celebración ingenua de una colorida multiculturalidad a cuyo amparo se reproducen prácticas sociales opresivas, encierro, coerción y vulneración de derechos. En otras palabras, comparativamente las voces que han aparecido en Alemania son moderadas al lado de la retórica combativa de la parlamentaria holandesa. Discursivamente, ésta se emparenta más con una Oriana Fallaci o con otros profetas del choque de civilizaciones. Sin embargo, los nuevos actores de la escena pública alemana comparten unos reclamos formulados en el lenguaje de los derechos que tensionan el concepto corriente de tolerancia.
Esta cualidad se hace visible al observar que, frente a estos planteamientos, la izquierda progresiva, los verdes en particular y los que hasta época reciente eran considerados los intérpretes autorizados de los criterios de corrección política, no logran sino respuestas titubeantes y una imagen de atontamiento e indefensión.
En otro caso más reciente se repite el mismo patrón de posturas políticas trastocadas en el escenario público. En enero de 2006, las autoridades dispusieron la obligatoriedad de hablar alemán durante los recreos en una escuela del distrito berlinés de Wedding, en la que el 90 por ciento de los estudiantes no lo hablan como lengua materna. Parte de la colectividad turca y los líderes del partido verde local encabezaron una ola de primeras condenas. En el plano normativo, estas apuntaron al carácter intolerante de la medida y a la limitación de la libertad individual que suponía. En el plano práctico, a su vez, las críticas se dirigieron a la escasa eficacia de tal tipo de medidas prohibicionistas. Sin embargo, en un segundo momento estas reacciones enfrentaron una severa crítica. Originariamente ésta provino del mismo sector del activismo que nuevamente apuntó que el exagerado celo por la tolerancia no permite ver las consecuencias indeseadas. Al margen de otros problemas que pueda suscitar el patio escolar, el permitir a los miembros de minorías hablar su lengua en el colegio implica que en la práctica muchos de ellos, debido a que en los otros ámbitos de su vida tampoco utilizan el alemán, salen de la institución escolar sin el dominio de la lengua, herramienta principal que les permitiría iguales oportunidades de inserción social.
En este caso la crítica se montó sobre el precedente, que funciona como arquetipo, de los casos de padres que, por razones religiosas ó por conservadurismo cultural, no permiten a sus hijas asistir a clases de natación. El argumento general es que la brecha de oportunidades vitales se reproduce cuando, por deferencia a sensibilidades religiosas ó diferencias culturales, se admiten excepciones que reducen la capacidad de afectación de las instituciones educativas cuyo cometido es igualar los puntos de partida en saberes y competencias. De este modo, señalan estas críticas, una comprensión ingenua de la tolerancia multicultural da lugar a que -paradójicamente- se reproduzca un esquema de marginación basado en desigualdades en recursos y capital cultural indispensables para subsistir en una sociedad como la alemana.
Este argumento es análogo al anterior en tanto reclama la prioridad del orden secular (las libertades individuales en el caso anterior, la obligación del Estado de igualar oportunidades en éste) sobre sentimientos culturales particulares.
Es interesante señalar que en la cuestión acerca de qué lengua debe dominar en los patios de las escuelas, la postura en defensa de la obligatoriedad del alemán ganó apoyos decididos y muy explícitos por parte de actores más amplios, como el influyente semanario Der Spiegel, y sectores importantes del partido socialdemócrata. La explicación reside en que la lectura del conflicto estuvo condicionada por el marco de un debate público anterior. El factor que contribuyó al marco interpretativo particular fue el denominado Test-Pisa, una evaluación comparativa de los sistemas educativos de la UE y otros países realizada en 2002, cuyos resultados sacudieron a la opinión pública alemana. A la luz de esa evaluación, la creencia de los alemanes en la naturaleza democratizante e igualadora de su sistema educativo se mostró como un mito. En términos comparativos -escandalizaron los medios periodísticos- la performance de la educación en Alemania se acerca más a Brasil que a cualquier otro país de la UE. Mirado más de cerca, el examen puso en evidencia que el paso por las instituciones educativas de la República Federal no mitiga las desigualdades de origen, y que son precisamente los migrantes los que más fracasan en el sistema escolar. Este contexto de sentido previo ayudó a que sectores más amplios de la sociedad alemana vieran en la imagen común del adolescente de origen inmigrante que no habla bien alemán (tampoco otra lengua) una evidencia de las debilidades de las instituciones cuya finalidad es la integración en una sociedad democrática.
El anterior ejemplo forma parte de un perceptible desplazamiento en la comprensión pública acerca del significado de la integración. Desde la posguerra la necesidad de crear una fuerza de trabajo abrió las puertas a la inmigración. Pero para la coexistencia con extranjeros no parecía necesitarse más que un sistema de permisos de trabajo y residencias legales. Se trataba de tolerar y sencillamente dejar coexistir otras formas y colores. Ir más lejos, interferir con los valores o las creencias del inmigrante hubiera parecido una reivindicación de superioridad inadmisible a la luz del oscuro pasado. Actualmente parece estar creciendo la percepción según la cual persistir en dejar esta sociedad polícroma librada a sí misma, implica marchar hacia la marginación, la división y la mutua incomprensión. Como consecuencia de este diagnóstico, está ganando terreno un nuevo consenso en torno a un avance regulativo de la política sobre una sociedad que no logra cimentarse a sí misma. El indicador de este nuevo consenso, que aún no tiene una gran articulación política, es la aparición de la noción de la Paralellgesellschaft, la sociedad paralela, como una categoría firmemente instalada en el debate público.
Si bien es cierto que desde los años cincuenta y sesenta toda ciudad industrial alemana tiene su "pequeña Istanbul" donde lengua y hábitos turcos dominan y constituyen un universo cultural separado de la sociedad mayoritaria, lo que allí ocurría como espacio cultural no constituía motivo de preocupación. Una sociedad paralela no era entonces tematizada pues no se percibía amenaza alguna. En el consenso de época del milagro económico se trataba meramente de Gastarbeiter, trabajadores invitados. Estaban integrados en el mercado de trabajo y percibían los beneficios del Estado de bienestar, pero no eran ciudadanos, carecían de derechos políticos y sólo marginalmente formaban parte de la vida pública más allá de formar parte del paisaje urbano. Pero entonces ninguna de las partes parecía ver en ello un problema. Visto desde el lado de la cultura alemana, la integración cultural no fue mucho más allá del ascenso del Döner Kebab al lugar del fast food más popular de Alemania. Sin embargo, desde la década del setenta, con la crisis del Estado de bienestar, y sin que se detuvieran los flujos de inmigración, los hábitos de clase media próspera fueron sustituidos por tasas de desempleo entre las segundas y terceras generaciones de migrantes que se incrementaban a ritmo mayor que la del promedio poblacional. En este contexto, comenzaron a florecer las mezquitas, las asociaciones islámicas (que en algunos Länder alcanzaron incluso reconocimiento y financiamiento públicos para enseñar religión en las escuelas), avanzaron los valores tradicionales, los velos y cierto regreso a la identidad de origen. Lejos de tratarse de un microclima de la colectividad turca en Alemania, el movimiento de regreso al Islam no fue ajeno a la fuerte reacción contrasecular que en los últimos años se hizo sentir en la propia Turquía. En tal sentido, el tránsito y contacto entre la madre patria y la mayor colectividad en el extranjero nunca dejó de ser fluido. A su vez, como es sabido, este reflujo hacia una mayor religiosidad se ha hecho sentir también en todo el resto del ámbito musulmán.
Si los cambios descriptos fueron graduales e imperceptibles, el 11-9 funcionó como un verdadero parteaguas. De pronto, todo ese mundo coexistente, ignorado y apenas tematizado cobró un sentido signado por el miedo y la incomprensión. No fue menor para la percepción pública germana el que la célula que perpetrara el atentado a las torres gemelas tuviera una prolongada estancia de gestación y preparación en Hamburgo. La sociedad mayoritaria comenzó a fijarse y a preocuparse por lo que pasa en el interior de esa otra sociedad coexistente. En síntesis, dado el contexto, la atención a esa Paralellgesellschaft, cuando hizo su aparición, lo hizo encuadrada en la agenda pública como un problema de seguridad. La ignorancia e indiferencia previa se reconvirtieron en inquietud y sospecha frente a quien no se sabe de qué habla, qué piensa de nosotros y de nuestra forma de vida y, por fin, qué trama.
Asimismo, en términos generales, las respuestas del sistema político federal se han reducido, desde el 11-9 y previo a los disturbios de Francia, a medidas de prevención y lucha antiterrorista. Las cuestiones relativas a la integración, descentralizadas en el nivel de los Länder, han sido variadas. Algunas se han evidenciado unilaterales y más afines a autorrealizar el cuadro del antagonismo cultural. El conservador Baden Würtenberg ha estipulado, por ejemplo, un cuestionario de corrección política para aquellos musulmanes que quieran obtener la ciudadanía alemana, en el que se les somete a preguntas tales como "¿qué haría usted si se entera que su hijo mayor quiere formar pareja con otro hombre?" ó "¿tienen las mujeres los mismos derechos que los hombres?" Una respuesta no conforme a los estándares de tolerancia requeridos es motivo para la denegación de la carta de ciudadanía. Solicitar una declaración explícita de adscripción a valores llamados universales a un grupo particular de individuos parece más una afirmación de superioridad cultural y un acto de prepotencia, humillación y ofensa que un intento sincero de integración. Esta clase de medidas, si bien intencionadas, peca de torpe a la luz de las reacciones que suscita. Reproduce estigmas, victimiza, discrimina y alimenta entre los miembros de la comunidad musulmana la imagen de hipocresía y doble estándar en la sociedad alemana.
Sin embargo, con posterioridad a los incidentes de Francia se han insinuado ciertos cambios en el clima político. Pareciera ser que, como consecuencia del temblor en el país vecino, se ha cristalizado un consenso, tanto en las élites como en la opinión pública, en torno a la necesidad de (re)definir una política de integración más activa y menos unilateralista que frene los impulsos centrífugos de la hora.
Esta conciencia renovada del problema se refleja en las páginas de Die Zeit, de la Frankfurter Allgemeine Zeitung y de la Süddeutsche Zeitung, los prestige media que, con sus matices, forman y expresan los consensos de élite en Alemania. Los diagnósticos que estos medios construyen cristalizan una agenda de prioridades políticas. Parece haber un implícito policy consensus que propone atacar simultáneamente desde varios frentes y que podría sintetizarse en un par de puntos. Atender a las condiciones materiales y especialmente la efectiva igualdad de oportunidades vitales es una prioridad. No puede exigirse respeto a valores universales a quien percibe que en la práctica la sociedad ó el mercado lo discriminan por diferencias particulares. Por otro lado, y al mismo tiempo, el Estado debe exigir conformidad con sus principios constitucionales y demostrar que no admite prácticas reñidas con los derechos individuales. En conjunto, la idea es que la adscripción a ciertos valores no puede provenir de una exigencia imperativa en la puerta de entrada, sino de ofrecer la posibilidad efectiva de sentirse parte plena de la sociedad a través de chances iguales de gozar de las posibilidades de las formas de vida que ofrece un Estado secular.
A la vez debe construirse una representación política de la comunidad musulmana si se pretende un diálogo sobre los fines y la gestión de la vida en común. Esta integración política no puede surgir ex nihilo, debe mediar un reconocimiento y una cooperación con las organizaciones comunitarias dispuestas a defender su identidad religiosa y cultural como compatible con las reglas de un Estado basado en el respeto de los derechos individuales.
Esta agenda de prioridades parece estar también presente, desde tiempo muy reciente, en el sistema político federal. El nuevo gobierno, nacido a pocas semanas de los episodios de Francia, se gestó tomando nota de las oscilaciones del sismógrafo y parece querer buscar respuestas generales y articuladas. La nueva coalición ha hecho algunos gestos en ese sentido. La agencia para los asuntos de integración, trasladada a Berlín, ha sido elevada al rango de ministerio, lo que parecería demostrar que, al menos simbólicamente, para el nuevo gobierno se trata de un tema de central importancia. La nueva encargada en asuntos de integración inició su gestión con una visita oficial a Francia y, a su regreso, presentó públicamente una ambiciosa agenda que contempla producir cambios en el mercado de trabajo que mejoren las oportunidades de los migrantes frente a la sociedad mayoritaria, reforzar la enseñanza de la lengua, promover la igualdad de derechos, reforzar mecanismos y sanciones que dificulten prácticas como la importación de novias ó el matrimonio forzoso y que penen con dureza el crimen de honor. Más allá de los contenidos concretos es muy significativa la invitación a llevar adelante estás políticas aprovechando el bagaje de prácticas y arreglos ligados al pluralismo organizado, la Sozialpartnerschaft, y al reconocimiento público de los actores sectoriales y religiosos de la sociedad civil. Si en los años noventa se había visto un distanciamiento, concreto y en la opinión, entre la sociedad y el Estado, hoy se percibe un reflujo. Los arreglos de actores societales con el Estado, que en otra época fueran la espina dorsal del Estado de bienestar, hoy son pensados como posibles instrumentos que darían a Alemania una ventaja comparativa para salir del atolladero multicultural. En la flamante gran coalición rojinegra parece resucitar la idea de refuncionalizar ciertas prácticas institucionales que hasta hace poco se creían anacrónicas y disfuncionales.
La suerte de estos nuevos esfuerzos políticos de integración no está escrita. El actual contexto exterior no facilita las cosas. El affaire de las caricaturas de Mahoma, la situación en Irak, la escalada nuclear y verbal de Irán ó el futuro europeo de Turquía son cuestiones complejamente conectadas que exigen tomas de posición que pueden afectar sensiblemente, por sus consecuencias simbólicas, el desarrollo de los esfuerzos en el plano doméstico.
Pero es, esencialmente, el Estado y la disposición de los humores internos lo que hace difícil mantener los ánimos calmados y dialogantes. Los diferentes sectores se crispan y galvanizan con suma facilidad. Un episodio reciente constituye quizás la mejor ilustración del difícil campo de fuerzas que debe atravesar una política de integración.
En febrero último se estrenó en los cines alemanes Valle de los lobos-Irak, la producción más cara y, a la vez, el mayor éxito comercial del cine turco. Se trata de una película de acción, ambientada en el Irak de la actual campaña militar americana, en la que los roles tradicionales y arquetipos maniqueos del cine más ideológico de Hollywood están invertidos. El protagonista de esta ficción, inspirada en algunos hechos puntuales de las campañas militares en Afganistán y en Irak, es un agente secreto del Estado turco que se interna en Irak para liberar a un grupo de compatriotas tomados como prisioneros en el Kurdistán iraquí por las tropas americanas. A lo largo de su violento periplo, el protagonista descubre -como en un viaje iniciático- una serie de verdades sobre sí mismo y su identidad. Estas revelaciones le son facilitadas por quien se le presenta como el enemigo. En tal sentido, esta película de acción no da lugar a sutilezas y ambigüedades interpretativas. Sam, el lugarteniente de los Estados Unidos en Irak, es un sanguinario fundamentalista cristiano cuyo propósito es liquidar tantos musulmanes como pueda para satisfacer al señor en la cruz. Aquél, en su afán, entra en conflicto con quien dirige la cárcel de Abu Ghraib, un médico judío al que sólo le interesan los prisioneros vivos para su negocio de tráfico de órganos. Todo es bien explícito, detrás de las escenas de tortura que emulan las imágenes que circularon en los medios de las capuchas puntiagudas y de la soldado England humillando a varones musulmanes desnudos, se descubre la realidad, riñones sanguinolentos que son prolijamente empaquetados en recipientes con etiquetas que indican los destinos: Londres, Tel Aviv, Nueva York. Las referencias que pretenden darle un carácter de realismo histórico se repiten. Otra significativa es la de la masacre accidental en la boda en el desierto de Afganistán donde la tecnología bélica americana confundió disparos festivos con movimientos enemigos. Inspirado en ese hecho, aparece el personaje de una mujer, la novia sobreviviente, que busca vengar la matanza, nada accidental en la película, de toda su tribu. El discurso general de la película es que, contrariamente a lo que el Estado secular ha hecho creer por mucho tiempo a los turcos, ser un buen patriota es coincidente con ser un buen musulmán. Se trata de mirar correctamente (no son inocentes las referencias a los múltiples hechos reales) y reconocer quién es el verdadero enemigo.
El éxito de taquilla entre la colectividad turca en Alemania -a fines de febrero se habían superado los 200.000 espectadores- llevó a la prensa a las salas. Aparecieron numerosos relatos periodísticos en los que, apelando a un tono etnográfico, se habla de jóvenes turcos que salen exaltados de las salas de proyección al grito de "alabado sea Alá". Estas imágenes periodísticas encendieron las alarmas que desataron una nueva polémica pública en torno a los peligros de islamización y radicalización de la juventud turca en Alemania. El Zentralrat der Juden, el Concejo Judío alemán, una voz de mucho peso en la esfera pública, salió a condenar la película por su antisemitismo. Amplios sectores salieron a denunciar el discurso antioccidental y anticristiano. No pocos salieron a pedir que se levantara la exhibición del film antiamericano. El propio líder de los socialcristianos, el jefe de gobierno de Baviera, Edmund Stoiber, quien contados días antes, durante la crisis de las viñetas de Mahoma, había salido a defender el carácter no negociable de la libertad de expresión, exclamó públicamente -sin advertir contradicción alguna- por la prohibición.
Como muestra este ejemplo, la sospecha y la desconfianza recíprocas ganan terreno con mucha facilidad en el escenario actual. Los profetas del inexorable enfrentamiento de culturas no deben hacer un gran esfuerzo para resultar verisímiles y persuasivos. La fragilidad está del lado de la cooperación y el diálogo. Los sustentos y apoyos para la política (esforzada en la integración) están dados. Sin embargo, da la sensación que una tormenta un poco más fuerte podría volatilizarlos. Habrá que esperar que durante el campeonato mundial de fútbol no ocurra un desastre como el que Spielberg le recordó recientemente a los espectadores alemanes en Munich.