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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata  no.11 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2006

 

OPINIÓN

Confianza, ley y capital social

 

por Vicente Palermo*

* Doctor en Ciencia Política. Investigador independiente del Conicet. E-mail: vicentepalermo@gmail.com

Uno de mis mejores amigos regresó a la Argentina tras varios años de ausencia y alquiló una casa en un barrio de la franja norte de la Capital. La experiencia, que acompañé de cerca, constituye un caso micro de antropología política cuyo análisis vale la pena. A fines de 2004 no era fácil conseguir casas en alquiler en aquellos barrios, por lo que terminaron actuando dos inmobiliarias de la zona: una contaba con la casa y la otra con el interesado. Consigno el dato porque el contrato de alquiler fue confeccionado y avalado por las dos, tanto que fue firmado en la presencia de la dueña de una de las inmobiliarias y una empleada de la otra, y ambas cobraron sus honorarios. El contrato estipulaba claramente, y sin ninguna otra pauta, una penalización para el caso de que el nuevo inquilino resolviera rescindirlo antes de término: si avisaba con un mes de anticipación y dejaba la casa antes de los seis meses, perdería íntegramente el "depósito", equivalente a un mes de alquiler.
Transcurrido algo menos de un año, mi amigo, que llamaremos ficticiamente Antonio, resolvió, por razones familiares, cambiar de domicilio y rescindir el contrato. Avisó con dos meses de anticipación al dueño, que se tomó la noticia bastante bien. En la conversación quedó claro el acuerdo sobre el cumplimiento de lo estipulado por el contrato: el dueño retendría el "depósito" y, tras verificar que la casa era devuelta en las mismas condiciones en que había sido entregada, y descontar por el pago de las cuentas de servicios que llegaran con posterioridad, reintegraría a mi amigo el monto restante. A invitación de mi amigo, el dueño visitó su casa una semana antes de la fecha prevista para la entrega, y luego de una inspección, resultó un consenso de caballeros sobre que, aunque la palabra final se tendría el día de la entrega, con la casa completamente vacía, la propiedad no había sufrido ningún deterioro. De modo que Antonio, razonablemente, tenía motivos para esperar la recuperación de un porcentaje sustancial del depósito.
Apenas tres días antes de la fecha combinada, mi amigo recibió un mensaje electrónico de la dueña de una de las inmobiliarias, que llamaremos ficticiamente Andrea. En él se le comunicaba, paladinamente, que lo lamentaban mucho pero dado que rescindía con anticipación el contrato, le correspondía como penalización pagar el valor de un mes y medio de alquiler, si bien el dueño, magnánimo, estaba dispuesto a fijar el monto en un mes. La suma tendría que ser entregada en el acto de devolución del departamento, corriendo por cuerda completamente separada con el depósito. Desesperado, Antonio llamó por teléfono a Andrea, que se limitó a reiterar su pena y a explicarle que el mensaje electrónico tenía un anexo con el texto de la ley 23.091. Ni que decir tiene que mi amigo le dijo a Andrea, elocuentemente desconcertado, que el contrato establecía claramente otra cosa. La respuesta de esta dinámica empresaria fue que sí, pero que valía lo que marcaba la ley. Siguió más o menos el siguiente diálogo (yo escuché la mitad posible en casa de mi amigo mientras preparaba mate):

-Pero, si la ley es posterior a la firma del contrato, no se puede aplicar en este caso.
-No, no es posterior, la ley es de 1984.
-En ese caso, a ver si entendí bien -dijo mi amigo víctima de una indignación que comenzó a alarmarme- lo que estás diciendo es que ustedes, y la inmobiliaria que me presentó a mí, nos hicieron firmar un contrato que no se ajusta al texto de la ley, y no nos avisaron nada. ¡Y pretendés que yo me entere y acepte todo esto dos días antes de la entrega de la casa!
-La verdad es así, nosotros no sabíamos que la ley decía otra cosa...
-Entonces háganse cargo ustedes -gritó mi amigo mientras yo trataba inútilmente de calmarlo- solidariamente con la otra inmobiliaria. A mí no me corresponde pagar nada.
-Sí le corresponde, en todo caso si nosotros cometimos un error después podemos ver, pero ahora tiene que pagar.

Tras este reconocimiento tardío de incompetencia, de ignorancia supina o de algo peor, Antonio se limitó a afirmar que no iba a pagar absolutamente un peso y la emprendedora Andrea le contestó que bueno, que le iba a comunicar eso al dueño, pero que este último podría iniciar una acción legal, y no aceptar la devolución de la casa. Antonio no se quedó precisamente tranquilo y resolvió llamar a un abogado de su confianza. El abogado lo tranquilizó: ¿hacía el contrato alguna referencia explícita a la aplicación de la ley 23.091/84? Si no era así (y desde luego que no era), Antonio se podía quedar tranquilo, porque "esta ley es supletoria, no de orden público". Aunque mi amigo se tropezó por primera vez con esta distinción conceptual, no es tan tonto como para no entender que si una ley es de orden público obliga a las partes independientemente de lo que libremente firmen entre ellas, pero si no lo es, las obliga sólo en tanto libremente hayan acordado someterse a la misma. Todo lo cual es muy sensato. Mi amigo recuperó el aliento, pero por poco tiempo. Por experiencia, sabía que los abogados son seres humanos y por tanto no infalibles, y decidió, venciendo sus reticencias y mis consejos, consultar el texto de la ley. Fue un baldazo de agua fría: el artículo 29 dice claramente que la ley es de orden público. Técnicamente, Antonio estaba expuesto a mate en dos jugadas. De repente vio una lucecita: recordó que había tomado nota, meses atrás, de las referencias de dos asociaciones de inquilinos de la Ciudad de Buenos Aires, donde cabía esperar asesoría especializada y consuelo. El diálogo telefónico con la primera fue cruel: de muy mal humor, un señor que dijo ser abogado le comunicó sin más ni más que el dueño tenía razón y que tenía que pagar. Antonio resolvió concurrir personalmente a la otra, constituida en un pequeño departamento en el barrio de Tribunales, donde lo atendió -tras mucha espera, ya que había cola- quien dijo ser la presidente. Lo primero que hizo fue facturarle veinte pesos la consulta, explicándole que el pago tenía valor por diez días (de consultas sucesivas, cabe suponer). Unas pocas palabras de mi amigo fueron suficientes para el disparo automático de la señora presidente, que hacía patente que el de Antonio no era un caso inusual: había que pagar nomás. Cuando Antonio dijo que no disponía de ese dinero, y que el contrato estaba avalado por dos inmobiliarias, a la espera de alguna alternativa de amparo legal, la presidenta le dijo (sic) que pagara el garante y que él le fuera devolviendo de a poco, porque si no iba a ser peor. "Lo que pasa es que las inmobiliarias no saben nada". Mi amigo dejó la sede de la asociación preguntándose si quizás no se había confundido y se trataba de una asociación de locadores, no de locatarios...
Angustiado, resolvió entrar en contacto directo con el dueño. La tesitura de éste no fue del todo rígida y llegaron a un acuerdo: el dueño se quedaba con el monto total del depósito. Mi amigo se resignó y pudo dormir tranquilo. La eventualidad de que el dueño se negara a recibir la casa y a rescindir el contrato, la entrada en una vía judicial, que por otra parte afectaría al menos anímicamente al garante, eran pesadillas que debía y pudo descartar.
Fin de la historia. Comienzo del análisis de antropología ciudadana. Sea por ignorancia sea por incompetencia, dos inmobiliarias de alto standing habían hecho firmar a las partes un contrato que, claramente, perjudicó a ambas. Perjudicó al dueño de la casa, ya que no era su mejor contrato legalmente posible, con lo que quedó expuesto a perder más dinero que el que le correspondía por ley. Esto habría ocurrido en un 100 por ciento de no haberse enterado de que tenía la ley a su favor. Pero, al enterarse de este "detalle", quedó injustamente expuesto a un dilema: defender su derecho lo obligaba a un desagradable conflicto y a la entrada en consideraciones de orden moral (¿hasta qué punto el inquilino, que evidentemente actuó de modo correcto, se merece ahora este palazo?). De hecho, el dueño sufrió un perjuicio monetario, al abrir mano de medio mes de resarcimiento. Y perjudicó patentemente al inquilino, que tomó sus decisiones en arreglo a reglas de juego en las que confió de buena fe, pero que eran falsas, y debió sufrir angustias, sentimiento de agravio e injusticia, y por fin una pérdida de dinero que no había considerado a la hora de tomar su decisión.
Desde luego, si Andrea fuera estudiante de ciencia política -cosa que obviamente no es, porque nada más improbable que una combinación de agente inmobiliario y politología- tendría conocimiento del concepto de enforcement, esto es, la capacidad del poder público de hacer efectiva la ley. Las dos inmobiliarias que incurrieron en semejante atropello de los intereses de locador y locatario deberían tener la obligación de solventar solidariamente los perjuicios que en este caso, sencillamente, se limitaron a descargar sobre aquellos con un pedido de disculpas. Los ciudadanos comunes no tienen cómo estar en conocimiento de todas las leyes que, en efecto, los obligan, las conozcan o no. El poder público debería multiplicar sus esfuerzos para que algunas reglas de juego potencialmente peligrosas fueran más conocidas o controladas. En el caso de los contratos, es sencillamente inaudito que sea posible hacerlos en base a arreglos que, por contradecir una ley de orden público, son enteramente ficticios. Me temo que esta práctica tan perniciosa sea actualmente la habitual en la ciudad y en el país entero. Las asociaciones de inquilinos, que al menos en este caso funcionaron de modo tal que justifica preguntarse por los intereses que defienden, podrían cumplir mucho mejor su función genuina si asumieran un rol activo en comprometer al poder público a velar por que los contratos de locación se ajusten a la ley y a infligir penalidades a las inmobiliarias que infrinjan la norma.
Más allá de lo anecdótico, me temo que el caso relatado es ilustrativo de infinidad de interacciones sociales del más diverso tipo en la Argentina de hoy. Interacciones que por sus características tienen un costo muy elevado en términos de interés colectivo: deterioran la confianza de los ciudadanos entre sí y en la ley, consumen perdulariamente nuestro escaso capital social. Nos hacen la vida más difícil y nos reducen las perspectivas de una Argentina más próspera.