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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata  no.12 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Aug. 2007

 

REFLEXIÓN

A la sombra de la revolución y la dictadura. Una reflexión sobre la ciencia política en Argentina como empresa intelectual*

por Juan Carlos Torre**

*  Intervención en el Congreso de la Asociación Brasileira de Ciencia Política, Belo Horizonte, 2006.
** Profesor de Ciencia Política en la Universidad Torcuato Di Tella. E-mail: jtorre@utdt.edu.

Para trazar en forma sintética la trayectoria más cercana de la ciencia política he escogido un punto de partida -los años setenta- y una hoja de ruta organizada sobre tres dimensiones: (a) las condiciones del campo intelectual, (b) los ejes temáticos de la disciplina y (c) la relación entre el saber intelectual y la vida pública.
Comenzando, pues, por el punto de partida, los años setenta, recordemos que éstos fueron los años transcurridos en medio de la vorágine política desatada por la activación de la protesta social y por la violencia armada. Una de sus consecuencias fue la gran recepción alcanzada por la consigna Todo es política. A lo largo de los diez años previos, en los estudios sociales se había ido gestando trabajosamente un campo intelectual, crecientemente autónomo, esto es, con reglas propias de reconocimiento y validación de las credenciales profesionales. Este desarrollo, congruente con transformaciones similares que se operaban en otros ámbitos de la cultura, recibió un golpe mortal por obra de esa vorágine política que en forma arrolladora invadió el campo intelectual. Contra este nuevo telón de fondo, el intelectual comenzó a legitimarse ya no por lo que sabía, según criterios profesionales, sino por lo que hacía, y lo que hacía era cada vez más una práctica directamente política motorizada por la idea de la revolución. Bajo el imperio de esa idea y de la expectativa de su realización, segura e inminente, numerosos escritores dejaron de escribir, numerosos pintores dejaron de pintar, numerosos científicos sociales dejaron de investigar y subordinaron sus habilidades a las demandas de la acción política. Las excepciones, que las hubo, no lograron detener la pérdida de la autonomía de la cultura precipi­tada por la consigna Todo es política.
El colapso de la idea de revolución y la muerte de la generación de jóvenes que tomó las armas en su nombre por obra del terrorismo de Estado fue el segundo momento crítico de los años setenta. La dictadura prosiguió, a su turno, con la devastación del campo cultural, centrada ahora contra la figura de "los subversivos desarmados", mediante los múltiples dispositivos de una maquinaria represiva que no tenía precedentes en la larga historia argentina de golpes militares. El resultado fue la creación de un sofocante clima intimidatorio en los círculos intelectuales. Muchos optaron por irse del país y continuar su labor en el extranjero; los que no lo hicieron se replegaron en un exilio interior, con frecuencia dentro de pequeños centros de estudios para-universitarios. Estas dos experiencias, la que tuvo lugar en el exterior y la que se desenvolvió en la llamada "universidad de las catacumbas", constituyeron a su tiempo los ámbitos propicios para que comenzara el cuestionamiento de la relación entre cultura y política predominante en los años setenta. Más concretamente, fueron experiencias que contribuyeron a reponer la separación entre prácticas culturales y prácticas políticas y, al hacerlo, pusieron en marcha un auspicioso desarrollo institucional, a saber, la convivencia de intelectuales con diferentes posturas ideológicas dentro de una misma comunidad académica.
Con la vuelta del país a la democracia en 1983 los frutos de ese proceso de despolitización de la cultura, -según la definición de Silvia Sigal en su libro Intelectuales y poder en Argentina- encontraron la atmósfera adecuada para su maduración. Se asistió, así, al establecimiento de jerarquías culturales reconocidas, esto es, de pautas de vida académica compartidas por sobre los contrastes ideológicos y éstas pavimentaron el sendero para la consolidación de las ciencias sociales como empresas intelectuales. La disciplina que sacó partido de este nuevo escenario fue la ciencia política. Hasta entonces su desenvolvimiento había sido opacado por el de la sociología, la cual supo expresar mejor el paradigma de la modernización en boga en los años cincuenta y sesenta. Ahora, con el fin de la dictadura y frente a los desafíos de la transición democrática, la ciencia política fue proyectada a un lugar más sobresaliente. Gracias a ello experimentó una creciente expansión: dejó de estar confinada a la actividad de pequeños núcleos intelectuales para ser la vedette de la nueva oferta académica de varias universidades públicas y privadas, superando a los estudios de sociología e incluso atrayendo a sus filas un cierto número de sociólogos.
La expansión experimentada por la ciencia política fue hecha posible por la convergencia previa en torno de criterios profesionales compartidos. Esa convergencia permitió, en efecto, que intelectuales con posturas ideológicas diferentes se pusieran de acuerdo a la hora de discriminar entre un texto de corte académico y un texto políticamente motivado y que sometieran por igual sus argumentos a la prueba de su coherencia lógica y su refutación empírica. Sobre este fondo común se diferenciaron distintos estilos de trabajo. Al respecto, una clasificación frecuentemente utilizada los distingue según sus exigencias metodológicas, en breve, una metodología más blanda versus una metodología más dura. En el primer casillero tenemos a los trabajos más cualitativos, en el segundo las investigaciones más cuantitativas y formales. Vista desde este ángulo, la evolución de la disciplina se ha caracterizado -como ocurre en otros países de la región- por un pronunciado eclecticismo, por la ausencia de un abordaje uniforme y canónico. Este ha sido un desenlace previsible en una comunidad académica cuyas figuras principales se formaron tanto en los Estados Unidos como en Europa y sobre todo, en momentos diferentes.
No obstante, si tuviéramos que hacer un corte en los estilos de trabajo, sería un corte de carácter generacional: los graduados en ciencia política en los recientes años noventa tienden a construir sus objetos de estudio con un mayor énfasis en los aspectos metodológicos, en armonía con tendencias predominantes en la academia de los Estados Unidos. El despliegue de estas tendencias tropieza en Argentina con un fuerte obstáculo: la carencia de una masa voluminosa y confiable de datos cuantitativos. Una buena parte de los esfuerzos de investigación está dedicada precisamente a superar ese déficit. No sorprende que, frente a este estado de cosas, las preguntas que se formulan a los fenómenos políticos se concentren sobre cuestiones que admiten un tratamiento cuantitativo y se omitan otras para las cuales no están disponibles los instrumentos que se reputan adecuados. Finalmente, para cerrar esta breve incursión sobre los estilos de trabajo, hay que destacar que existe en la disciplina una difundida curiosidad por las experiencias políticas de otros países de América Latina. Son numerosos los proyectos en colaboración a través de las fronteras que han acercado a investigadores con preocupaciones afines. Señalemos, sin embargo que, fuera de ejemplos aislados, esa curiosidad ha funcionado como un antídoto del provincialismo pero no se ha traducido en análisis comparativos de carácter sistemático.
Dirigiendo ahora la atención a los ejes temáticos de la disciplina tenemos una primera constatación: la ciencia política acompañó la trayectoria de la Argentina en la transición hacia la democracia y orientó el análisis y la investigación a los desafíos políticos que el país tenía por delante. Esta sintonía con la agenda pública fue la expresión del compromiso intelectual gestado a la sombra de la derrota de la utopía revolucionaria y de la experiencia límite en los años de la dictadura. La revalorización de la democracia política, en la que se cruzaron tragedias colectivas y personales, por un lado, definió los tópicos de la reflexión de los científicos políticos y, por otro, influyó sobre el talante de sus intervenciones en la vida pública. De este último aspecto nos ocuparemos al final de nuestro recorrido. En cuanto al primero, -los ejes temáticos de la disciplina-, digamos que después de los debates sobre la transición a la democracia de principios de los ochenta la reflexión apuntó luego a dos tópicos principales, la calidad de la democracia y la dinámica e impacto de las instituciones del gobierno democrático. Llevaría más tiempo del que disponemos hacer el inventario de los estudios sobre la presidencia, la relación del ejecutivo y el congreso, los partidos políticos, las reglas electorales y las elecciones, el federalismo político, los grupos de interés y las políticas públicas, la opinión pública y las prácticas ciudadanas, etc. Podemos sí destacar, concientes de la simplificación, que al cabo de esa exploración nos encontramos de nuevo, cara a cara, con viejos demonios tutelares de la vida política argentina, como el caudillismo democrático y la tentación persistente por la concentración del poder, como la fragilidad de las mediaciones políticas y su contrapartida, los brotes periódicos de lo que se llamó el pretorianismo de masas y hoy se conoce como la política ciudadana en las calles. A lo largo de estos años, uno y otro se han alternado en el escenario político del país, manteniendo entre sí una estrecha solidaridad.
De vuelta de las ilusiones de los tiempos de la transición aprendimos en primera persona una verdad conocida de la ciencia política: la construcción de un orden institucional se parece muy poco al acto de pintar un cuadro sobre una tela en blanco. Más bien, la construcción de un orden institucional es tributaria de la trayectoria previa de sus tradiciones y prácticas políticas y lleva la marca de sus circunstancias históricas. Así, mientras se diluían las expectativas de un nuevo comienzo se fue delineando con el paso del tiempo el perfil de la democracia argentina realmente existente, esa en la cual el acceso al poder es democrático en tanto que el ejercicio del poder tiende a ser bastante autocrático.
Para concluir me referiré a la tercera de las dimensiones de la hoja de ruta con la que he procurado describir la evolución reciente de la ciencia política: la relación entre el saber intelectual y la vida pública. Al respecto, comenzaré destacando que en los últimos venticinco años los científicos políticos han tenido una fuerte visibilidad en los debates públicos. Al contrario de lo que ocurre en la academia norteamericana, cuya actividad se desenvuelve habitualmente entre las paredes de las universidades, aquí y en general en América Latina, las solicitaciones de los medios y de los círculos de opinión y del gobierno están a la orden del día. Esta palabra pública de los científicos políticos no es sólo un fenómeno de demanda; ella también responde a su más nuevo compromiso cívico con la suerte de la democracia. Con este compromiso participan de los debates sobre los cambios institucionales y la coyuntura política, interviniendo como titulares de saberes específicos y profesionales y ya no como portavoces del Pueblo o la Nación.
Dicho esto, quiero llamar la atención a un desarrollo reciente: en los últimos tiempos y por fuera de la disciplina ha comenzado a aflorar un cierto malestar con el talante moderado que caracteriza la palabra pública de figuras importantes de la ciencia política. En la busca de razones para ese malestar y haciendo un ejercicio de introspección, en el cual me incluyo, se puede decir que ese malestar tiene sus fundamentos: después de haber abogado por la ruptura y celebrado el conflicto somos muchos los que reclamamos ahora un país normal para los argentinos, uno donde el sistema político sea capaz de filtrar las demandas de la sociedad, de regular la pugna de intereses y de producir decisiones, en fin, un sistema político capaz de aventar el fantasma del caos y el quiebre institucional.
Esta visión de un país normal ha comandado buena parte de la reflexión política durante estos casi ventitrés años de experiencia democrática. Se trata de una visión que nos devuelve con precisión al lugar peculiar que ha ocupado nuestro país en el continente. La imagen de la desigualdad social y del atrofiamiento de la ciudadanía a la que generalmente se asocia la América Latina, en rigor, no captura del todo lo que tiene de propio y característico la Argentina: ser el país de la recurrente inestabilidad institucional. Fue a partir de esta singularidad argentina que la aspiración a un país normal generó una suerte de consenso blando en segmentos importantes de la ciencia política. Esa aspiración -sostienen críticamente sobre todo aquellos que han arribado a la vida pública en tiempos de democracia y sin las hipotecas del pasado- ha tornado a nuestras intervenciones públicas demasiado razonables, demasiado moderadas. Con estos términos lo que se impugna es la nueva representación de lo posible producida por la mutación que nos condujo de la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad, para decirlo con la fórmula acuñada por Max Weber.
El cuestionamiento a esas intervenciones públicas, por su excesiva prudencia, suele venir acompañado, asimismo, por un cuestionamiento al abordaje de los fenómenos políticos, en el que se identifica un sesgo en favor de las instituciones y una paralela desconfianza ante la expresión del conflicto. Vale la pena destacar que esta discusión en curso tiene sentido porque los destinatarios de ese malestar todavía continúan concibiendo su labor académica en estrecho contacto con un compromiso intelectual. A la vista de la evolución de la disciplina, su mayor consolidación, es muy probable, sin embargo, que la resonancia de esos cuestionamientos diminuya. Este puede llegar a ser el caso porque en las camadas más jóvenes tiende a prevalecer un entendimiento de su actividad en términos más profesionales; podría decirse que entre ellos está perdiendo fuerza la concepción de la práctica de la ciencia política como empresa intelectual.

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