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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata  no.12 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Aug. 2007

 

OPINIÓN

Chávez: de este modo, no

por José Paradiso*

* Profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad del Salvador. E-mail: jparadis@salvador.edu.ar

Que Hugo Chávez y el chavismo se han convertido en eje de acaloradas discusiones, "no hay quién lo niegue". Los motivos son muchos y bien conocidos: estilos, discursos y políticas del líder venezolano concitan adhesiones y rechazos igualmente estridentes. Sin embargo, es difícil eludir la sensación de que en el debate se empantana inmediatamente de planteado, y ello porque están ausentes una cantidad de elementos necesarios para comprender el fenómeno y emitir un juicio equilibrado sobre el mismo. Antes que llenar ese vacío, el propósito de estas notas es ordenar nuestros propios puntos de vista sobre el tema y hallar un ángulo de abordaje algo más constrtuctivo que el intercambio de descalificaciones.
La primera cosa -y el primer gran interrogante- que sorprende a cualquier estudioso de la historia latinoamericana es el contraste entre la Venezuela de hoy y aquella que parecía insinuarse después de la guerra y particularmente durante las décadas de los sesenta y setenta. En esos tiempos, el país era sede de expresiones políticas e ideológicas de incuestionable filiación democrática y vocación social renovadora. Seguramente, la lectura de los textos de Rómulo Betancour, creador del partido Acción Democrática, o de Rafael Caldera, líder del COPEI, fortalecerán esa sorpresa. Las dos fuerzas, en cierto modo adaptaciones periféricas de las grandes corrientes europeas -la socialdemocracia y la democracia cristiana- conformaban el núcleo de un sistema político que parecía salir airoso de todas las evaluaciones de institucionalidad democrática: partidos programáticos, alternancia en el poder, nítido corte reformista, etc. Desde el punto de vista de las ideas, ambas reconocían un perfil tercerista que procuraba conciliar libertad con justicia social, defensa de la integración latinoamericana, en suma, un discurso "nacional y popular" con consideración por las instituciones. La llamada "doctrina Betancourt" -no reconocimiento de regímenes de facto-o el papel de López Alfonso en la constitución de la OPEP, fueron testimonio de esa creatividad, al igual que el concepto de "nacionalismo democrático" auspiciado por Caldera desde fines de los sesenta.
Todavía a mediados de los años ochenta muchos veían a Venezuela como uno de los pocos casos latinoamericanos donde se habían llevado a cabo transformaciones y rectificaciones del proceso histórico de desarrollo sin rupturas traumáticas del sistema político. Se reconocía el papel de los ingresos petroleros, pero se subrayaba el papel positivo del Estado, tanto en el ámbito económico como en la búsqueda de mecanismos de articulacíón de los intereses de distintos sectores sociales: "el Estado invierte en sectores básicos -decían dos destacados sociólogos-, pero asocia o estimula a los grupos privados, realiza gastos de transferencia a los sectores más pobres, redistribuye el ingreso a través de salarios y servicios, utiliza el crédito agríocola en beneficio de los campesinos pequeños y medianos y aplica políticas de empleo. En suma, la formación del consenso social es un principo básico cuya base política es un sistema bipartidista" (Rama y Faletto 1985).
¿Qué quedó de aquello? ¿Qué factores terminaron minando lo que parecía una cultura política bastante ejemplar? ¿De qué modo se combinaron factores internos y externos determinando que se desembocara en lo que terminó siendo Venezuela un par de décadas más tarde? ¿Puede hallarse una pista en la influencia del "factor petróleo"? Y si fuera así, ¿de qué modo gravitó? No debería ser necesario mencionar la necesidad de relevar y revelar la parte de responsabilidad de distintos actores en este proceso de deterioro; la de los protagonistas internos -incluyendo la incapacidad de la dirigencia política para obrar en conformidad con aquellos principios y valores-, pero también y muy fundamentalmente, la de los externos, empezando por las actitudes de Washington o las prescripciones fondomonetaristas tuteladas desde la capital estadounidense. Aunque se lo soslaye, este ejercicio de la memoria resulta necesario.
Otra advertencia necesaria se refiere al empleo del término populismo al que se acude con demasiada ligereza para referirse a ciertas expresiones políticas de la región (y fuera de ella). La cosa no es nueva. Indaguemos el pasado o el presente latinoamericano, una y otra vez toparemos con ese concepto, y aquí también se impone la necesidad de un renovado programa de investigación con alcance interdisciplinario que obre como guía interpretativa. Renovado porque, admitiendo la amplísima bibliografía sobre el particular, incluyendo la reciente polémica entre Ernesto Laclau y E. Sicsek, la mayoría de los juicios adolecen de contaminación ideológica, reiteración de estereotipos y confusión de niveles. Pocas veces el empleo del término resulta inocente. La intención descalificadora asoma demasiado rápidamente, provenga de la derecha liberal o de la izquierda socialdemócrata o radical -cada una con sus propios y antagónicos argumentos-. El empleo de un mismo concepto para mencionar cosas tan diversas debería despertar sospechas respecto de su utilidad
La América Latina de hoy no es más que la materialización de lo que algunos anticiparon que habría de pasar en tiempos de la euforia liberista del último tramo del siglo XX. ¿Qué otra cosa que estas tempestades podía esperarse de la sistemática siembra de desguace estatal, relajamiento institucional y derrame de pobreza, exclusión y no reconocimiento? ¿Qué otra cosa que esta reacción después de la destrucción -no la necesaria rectificación- del nacional desarrollismo mediante la receta universal de descentralizaciones, desregulaciones, privatizaciones y alineamiento con la hiperpotencia inscripta en la partitura globalizadora? Los vientos cambiaron y con ellos volvió a la superficie, una vez más, la raigal tendencia autonomizante e igualitaria que late en la cultura política de la región y que, a despecho de momentáneos eclipses, vuelve una y otra vez.
Este tipo de consideraciones parecen necesarias para sostener un juicio ponderado sobre lo que transcurre en Venezuela. En circunstancias en que todo tiende a confundirse, las opiniones deben comenzar haciendo explícito el lugar desde donde se formulan. La transformación de ese país, la diversificación de la base productiva o la erradicación de la pobreza, no le piden al presidente venezolano las actitudes y los discursos de pintoresca agresividad con los que acompaña sus decisiones. Ni siquiera parecen necesarios para lograr más apoyo popular, apoyo que, dicho sea de paso, tampoco le solicita desconsideración por las instituciones, falta de respeto hacia la oposición y, muchísimo menos, el propósito de perpetuarse en el cargo por varias décadas. Obviamente, no se trata de juzgar la decisión de echar las bases del socialismo de esta centuria -aunque bueno sería conocer detalles de qué tipo de orientación socialista se trata-, ni la intención de construir el poder necesario para sostener un proyecto de cambio social.
El problema no es el carisma de un líder sino el modo en que se ejerce el liderazgo; tampoco la erosión de las instituciones y la ley -siempre cristalizaciones de relaciones de poder- sino de la construcción de la institucionalidad y la legalidad que maximicen libertad, justicia social y capacidad de decidir por sí. Ciertamente, esto último no puede hacerse de cualquier modo y aquí cobran mayor consistencia la procupación por los caminos elegidos por el chavismo, pero la crítica se desnaturaliza cuando se pierde de vista que no todo lo que se nuclea en torno del rótulo de "oposición democrática" en Venezuela hace honor del mismo. La idea de libertad de expresión -para mencionar un tema muy sensible- no siempre trata
de preservar la prensa de la libertad; más de una vez es el subterfugio para ocultar las intenciones de los defensores del statu quo.
No sería ocioso que los actuales analistas del escenario regional revisaran con seriedad los términos en que se planteó el dilema entre Reforma o Revolución hace algo más de cuatro décadas; tal vez comprenderían que la transformación de la sociedad exige mucho más que la disposición a "cantarle las cuarenta" al poderoso. Hay un lenguaje en el que se expresan erupciones adolecentes refractarias al aprendizaje y que sólo se comprenden a la luz de la psicología. Cada generación parece condenada a repetir los mismos errores para beneplácito del orden existente y de sus beneficiarios. Claro que un petróleo que sobrepasa la línea de los 75 dólares acorta la brecha entre el cargo y el poder real de quien lo ejerce.
De todos modos, lejos de nuestro propósito abordar la totalidad de interrogantes que abre el chavismo, interrogantes que, por otra parte, sólo podrán responderse reemplazando los registros inmediatistas cargados de intenciones con una fundamentada comprensión de procesos. Sólo aquello que afecta al movimiento integrador. La antigua hipótesis de un eje Caracas/Brasilia/Buenos Aires, colocando el acento en la potencialidad del componente energético, fue anterior a la llegada de Chávez al poder. Tal hipótesis pareció plasmarse cuando éste presentó formalmente la ficha de ingreso al Mercosur. En paralelo y asociado a lo anterior, tomaba cuerpo la idea - respaldada en antiguas imágenes y nuevas consideraciones- de constituir una Comunidad Sudamericana de Naciones apoyada sobre ese eje tripartito, novedad que, dicho sea de paso, hubiera sido una buena oportunidad para reflexionar con mayor rigor acerca del dilema "ampliación/profundización" al que se ve enfrentada cualquier iniciativa integradora y que se asocia a la opción entre unión aduanera o comunidad política que sintetiza el sentido y alcances del proceso.
Siempre pensamos que la busqueda de convergencias en materia de política exterior de los países miembros del Mercosur era uno de los caminos más prometedores para avanzar por el camino de la unidad de la región (Paradiso y Smith 2000). La experiencia europea en esta materia nos instruía a través de sus logros y sus dificultades, pero existían buenos argumentos para suponer que tal empresa podía tener más posibilidades de lo que ocurre en el caso de la Comunidad. Prevenidos respecto de traslados mecánicos, nada debía impedir considerar la posibilidad de un itinerario que fuera desde el cambio de información y la consulta hasta la concertación y desde ésta a las posiciones y acciones comunes sobre un rango progresivamente más amplio de cuestiones. Innecesario decir que los gestos de Chávez
comprometen tal posibilidad. Menos su controversia con Brasil respecto de los biocombustíbles -un tema que demanda un balance más ponderado que identifique la trama de intereses que giran en su torno-, o sus desafios a la administración Bush, que sus programas armamentistas y sus incursiones en las zonas más sensibles y calientes del planeta que sobrepasan largamente la lógica de una diplomacia del petróleo.
La unidad sudamericana no es sólo una cuestión de discursos sino una lenta y trabajosa construcción. Es probable que Chávez termine comprometiendo el proyecto unitario que dice expresar, aun cuando muchas de sus iniciativas respaldadas por la cartera petrolera en materia de infraestructura, energía, instituciones de financiamiento, etc., terminen en un saldo material positivo. Tratándose de alguien que suele mencionar a Perón, circunstancia que predispone favorablemente a muchos de quienes se sienten seguidores del creador del Justicialismo, no sería ocioso recordarle que éste terminó admitiendo muchos de sus errores en materias que son usos habituales del chavismo y que la forma en que se emplearon recursos económicos y propagandísticos para proyectar el liderazgo de Buenos Aires en el continente, no favoreció a su ideario unificador ni facilitó las cosas a quienes, en distintos países, coincidían con sus orientaciones políticas e ideológicas.
Un comentario final que, según lo entendemos, trasciende el capítulo Chávez. La primera reación ante los cambios políticos de la región que daban testimonio del ascenso de una oleada renovadora con tonos "de izquierda", fue suponer que las afinidades ideológicas allanarían las vías de fortalecimiento del proceso de integración. Posteriores y algo estereotipadas diferenciaciones entre un ala moderada y otra más radical apenas modificaron estas apreciaciones. En el desencanto cada vez más notorio ante una evolución que parece desmentir esas expectativas, no es difícil detectar aquella dificultad para desprenderse de los textos coyunturales e interpretar procesos. Más que de traiciones o deserciones, se trata de las complejas circunstancias en medio de las cuales los gobiernos surgidos de la reacción contra las las consecuencias del fundamentalismo de mercado deben cumplir sus propósitos. El oído atento a las necesidades políticas -consolidación del poder y ratificación del mandato-, económicas -retomar el sendero del desarrollo- y sociales -satisfacer necesidades urgentes y reparar daños-, invitan a atajos inmediatistas y estimulan las representaciones estrechas del interes nacional sin que ello signifique sacrificar convicciones que, en la mayoría de los casos, permanecen bastante intactas y a la espera de otras condiciones. Desafortunadamente, la rehabilitación de la política y lo político, necesarias para abrir estas nuevas instancias, parecen todavía metas lejanas.

Referencias

1. Rama, Germán y Enzo Faletto (1985) "Sociedades dependientes y crisis en América Latina", en Revista de la Cepal, Nº 25, abril.         [ Links ]

2. Paradiso, José y Gustavo Adolfo Smith (2000) "¿Será posible una política exterior común?", en Archivos del Presente, Nº 19, Buenos Aires.         [ Links ]

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