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versão On-line ISSN 1851-9601

Postdata  no.12 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ago. 2007

 

OPINIÓN

La transformación de las ecuaciones del realismo periférico en el siglo XXI

por Carlos Escudé*

* Director de Centro de Estudios Internacionales de la Universidad del CEMA e investigador principal del CONICET. E-mail: cescude@fibertel.com.ar.

"Equilibrar la ansiedad por la disputa con la cordura parece un desafío excesivo para la sabiduría humana. La soberbia del ingenio ha atareado a siglos enteros con la discusión de asuntos pueriles, y el orgullo del poder ha destruido ejércitos a fin de ganar o defender inútiles posesiones".
Con esta sentencia de valor universal, comenzaba Samuel Johnson su memorable panfleto de 1771 sobre las Islas Malvinas. Bien podría aplicarse a la malhadada aventura iraquí de George W. Bush, o con mayor razón, a la obsesión iraní con la bomba atómica.
Esta fue mi reflexión cuando se difundió la noticia de que el 27 de junio, iracundos ciudadanos iraníes habían incendiado medio centenar de estaciones de servicio, furiosos por el racionamiento de nafta. ¿Puede el cuarto exportador y productor de petróleo del mundo sufrir una crisis energética?
Es asombroso, pero las autoridades de Teherán impusieron un límite de cien litros por mes para cada vehículo. Los persas producen y exportan enormes cantidades de petróleo, pero carecen de las refinerías para producir combustible para su propio consumo. Por eso, importan treinta millones de litros por día. El año pasado gastaron cinco mil millones de dólares en esas importaciones, pero el presupuesto de 2007 permite sólo la mitad. De allí el racionamiento.
No obstante, el régimen teocrático desafía al mundo con su proyecto nuclear. También interviene en una guerra ajena y alejada de sus fronteras, financiando las actividades terroristas de Hezbollá en el Líbano y de Hamas en los territorios palestinos. Su política engendra sanciones internacionales que agravan su situación interna. Todo contribuye a retrasar la construcción de las refinerías que necesita para liberarse de su dependencia de la nafta.

Se privilegia la búsqueda del gran poder simbolizado por la Bomba y la intervención en Medio Oriente, antes que la infraestructura necesaria para un desenvolvimiento económico sano y un mayor bienestar ciudadano.
Similares son los casos de Corea del Norte y Venezuela. El armamentismo de ambas se financia con la perpetuación del subdesarrollo y la miseria. No otra cosa representa la visita de Estado de Hugo Chávez a Rusia y Bielorrusia, también de fines de junio. Su aspiración es comprar nueve submarinos misilísticos y un sistema de defensa antiaérea. El presidente comandante dice que necesita esos equipos para defenderse de una invasión norteamericana. Los expertos nos recuerdan que en el improbable caso de que se produjera, esos submarinos no podrían acercarse siquiera a un portaviones norteamericano y su grupo de batalla.
A semejanza de Irán, en Venezuela se sacrifican los intereses de la gente en aras de la perversa quimera de la ilusión de poder. ¡Como si pudiera haber influencia internacional duradera sin desarrollo!

La falacia antropomorfa

Este es un síndrome típico de política de poder sin poder, que se repite con variantes en algunos países del Tercer Mundo. Nosotros lo sufrimos en el pasado, no sólo en los tiempos del gobierno militar, con su afición por invadir territorios litigiosos y enriquecer uranio, sino también durante el de Alfonsín, que quiso producir un misil balístico capaz de transportar una bomba atómica mil kilómetros, en sociedad con Saddam Hussein. El hecho de no haber reincidido nos permite suponer que algo hemos aprendido.
Las políticas autodestructivas de este cuño casi siempre vienen acompañadas por un lenguaje metafórico que equipara los estados con los individuos. Los proyectos más trasnochados han sido justificados con alusiones al honor y otros atributos más propios de una persona que de un ente colectivo. Estos conceptos oscurecen el hecho de que, muchas veces, cuando un Estado débil desafía a uno poderoso, generando un alto costo para sí, no protagoniza una gesta de coraje como lo hiciera el individuo David frente al gigante Goliat. Más bien, está al servicio de la vanidad de sus elites, a costa del bienestar y a veces también las vidas de grandes multitudes. Traiciona su propio contrato social.
La analogía que equipara la relación entre el Estado y el orden mundial, con el vínculo entre el individuo y su propio Estado, es profundamente falaz y conduce a graves errores normativos. El equívoco, que suele enunciarse en términos antropomorfos, queda ilustrado con una anécdota. En 1984, un periodista me preguntó por radio si debía tolerarse que la Argentina estuviera arrodillada frente al FMI. Contesté que no siendo economista, no quería opinar sobre nuestra deuda, pero que de una cosa sí estaba seguro: la Argentina no tiene rodillas. Después de un instante de alucinado desconcierto, mi interlocutor comprendió y planteó las cosas en un marco más fructífero: ¿qué política hacia el Fondo era la menos costosa para nuestra gente?
Porque de eso se trata: de la gente. Para que una política exterior sea buena, es condición necesaria que aspire a contribuir al bienestar general, evitando gastos y conflictos innecesarios que obstaculizan el desarrollo. En contraste, las malas políticas exteriores persiguen otros fines. Abandonan a la gente.
Esas malas políticas frecuentemente se apoyan en una confusión muy generalizada, vigente desde los tiempos de Emmerich Vattel (1714-1767): la falsa premisa de que es cosa buena y necesaria que tanto el Estado como el individuo busquen su "libertad".
Hay pocas falacias tan funestas. La libertad estatal y la individual pueden estar en oposición la una con la otra. Si una nación fuera a tener plena "libertad" para maniobrar en el mundo, entonces su población tendría que someterse a todos los sacrificios necesarios para alcanzar los fines de su Estado. Esto supondría a veces la imposición de brutales limitaciones a la libertad individual y otros derechos cívicos. Pero como desde una perspectiva democrática, la vigencia de esos derechos es la mismísima razón de ser del Estado, tal maximalismo es inmoral. Como gustaba recordar Hans Morgenthau, el individuo puede decir fiat justitia, pereat mundus (hágase justicia aunque el mundo perezca), pero el Estado no tiene el derecho de sostener lo mismo en nombre de los millones de ciudadanos por cuyos derechos debe velar.

El orden interestatal y su incipiente jerarquía

Este razonamiento nos conduce a una de las más grandes paradojas del predicamento de las naciones: cuanto mayor es el poder de un Estado, mayor es su capacidad para operar internacionalmente, incluso aceptando confrontaciones, sin sacrificar a su gente. Y esta es la fuente de una doctrina muy resistida por todos los nacionalismos: la que entiende que cuanto mayor es el poder de una nación, más legítima es su participación en el establecimiento de las reglas de juego del orden mundial. Pasa aquí como con las empresas: algunas son formadoras de precios y otras no.
Esta asimetría se encuentra en el origen de organismos como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que en forma discriminatoria pero acertada instituye a cinco miembros permanentes con poder de veto. Y es asimismo el motivo por el que afirmo que algunos estados tienen menos derecho a la Bomba que otros. La pregunta crucial que debe hacerse un estadista en esta vital cuestión es: ¿cuánto le cuesta esa bomba a la gente de mi país?
Los patrioteros del mundo han vociferado su condena a este principio. Pero, como también nos enseñara el inefable Johnson con un dictum que ya es cliché, ese patriotismo suele ser el último refugio de un canalla. Mal que nos pese, existen tres tipos de estados: los que contribuyen a establecer las reglas de juego (o sea las grandes potencias); los que aceptan esas reglas (que son la gran mayoría); y los que se rebelan contra esas reglas (que son los llamados estados paria). Esta es la estructura, incipientemente jerárquica, del orden interestatal.

La dimensión normativa del realismo periférico

Son reflexiones de esta índole las que subyacen a la dimensión explicativa de la teoría del realismo periférico, cuya dimensión normativa inspiró la política argentina de alineamiento con Occidente de la década de 1990, tildada de "relaciones carnales" por la mayor parte de la prensa local.
Esta política, que nunca fue popular, encuadró a nuestro país en todos los acuerdos vigentes contra las armas de destrucción masiva. Reconoció así, incluso en un plano jurídico, la estructura incipientemente jerárquica del orden mundial, alejándose del tipo ideal de Estado paria al que se había acercado en 1982 con la invasión de Malvinas.
Durante los noventa la Argentina firmó y ratificó el Tratado de No Proliferación Nuclear, de orden global, y el de Tlatelolco, de alcance regional. Interrumpió el enriquecimiento de uranio y sus esfuerzos por producir plutonio. Renunció al misil balístico Cóndor II, que una vez puesto a punto hubiera podido recorrer mil kilómetros acarreando una ojiva nuclear de peso promedio. Restableció relaciones con el Reino Unido. Profundizó una amistad con Chile que había renacido durante la previa gestión radical. Y se alineó explícitamente con nuestra civilización de origen.

Al adoptar estas medidas, cuestionadas desde un amplio espectro ideológico, el país abandonó una rica historia de confrontaciones con las grandes potencias occidentales y algunos estados vecinos. Debido a esa trayectoria, desde el exterior se nos percibía como un país potencialmente peligroso. Considérese que no necesitábamos uranio enriquecido, porque nuestros reactores de generación de electricidad funcionan con uranio natural. Que al misil Cóndor II lo habíamos desarrollado en sociedad con el Irak de Saddam Hussein. Y que el Estado que llevaba a cabo esos programas sospechosos era el mismo que en 1978 casi le hizo la guerra a Chile y que en 1982 invadió las Malvinas.
Nuestro realismo periférico fue inspirado en la convicción de que un país con un perfil externo de esas características sería boicoteado por Occidente. Esta hipótesis, a su vez, se abonaba en trabajos historiográficos que documentaron las graves sanciones sufridas por Argentina como consecuencia de su dudosa actuación durante la Segunda Guerra Mundial. Comenzando en 1984, desde el Instituto Torcuato S. Di Tella se había desarrollado un amplio programa de investigaciones sobre estos temas, mucho antes de que Guido Di Tella fuera canciller y Carlos Menem, presidente.
Más allá de errores y aciertos, la política exterior argentina de la década del noventa tuvo un fundamento científico como pocas en el mundo. Y su motivación, aunque pueda suponerse malhadada, fue patriótica, no de cipayos. Buscó eliminar aquellos obstáculos al desarrollo provenientes de un exceso de confrontaciones externas. Sus gestores sabían que una buena política exterior no puede por sí sola generar desarrollo socioeconómico, pero entendían que una que desatare graves sanciones por parte de los poderosos podía destruir toda posibilidad de progreso. Aunque extremo, el caso de Irak ilustra trágicamente esta premisa.
Sin embargo, desde entonces muchas cosas han cambiado. Si el realismo periférico tuvo algún modesto éxito parcial, el principal fue la eliminación de la imagen agresiva que el país se había granjeado en décadas previas. Ya nadie considera a nuestro país como potencialmente peligroso (excepto algún uruguayo, no sin motivos).
Por otra parte, también cambió el mundo. La capacidad de los Estados Unidos para aplicar sanciones ha disminuido, porque está demasiado comprometido con sus guerras como para darse el lujo de hacerse más enemigos.
Además, la gran potencia norteamericana ha demostrado no estar a la altura del papel de gendarme mundial que pretendió ejercer. Esto implica un cambio en lo que podemos llamar, metafóricamente, las ecuaciones del
realismo periférico, porque debilita la estructura incipientemente jerárquica del orden mundial.
Por cierto, durante los noventa no sólo los argentinos sino también los brasileños fuimos convencidos acerca de las adversas consecuencias de continuar con nuestros planes nucleares y misilísticos. Para evitar males mayores, debíamos someternos al corsé de los regímenes de no proliferación.
Pero cuando en 1998 llegaron las detonaciones de la India y Pakistán, países que no se sometieron, ¡no pasó nada! Después llegó la bomba norcoreana. Y ahora, con la amenaza iraní, está por desencadenarse un alud de programas nucleares. Motivados por la natural paranoia engendrada por los ayatolas, Arabia Saudita, Egipto, Turquía y Siria, entre otros, están alentando programas atómicos propios. Brasil no se queda atrás: hacia 2015 tendrá su submarino nuclear y dominará todo el ciclo de enriquecimiento de uranio.
Mientras tanto, a pesar de las limitaciones impuestas por los tratados vigentes, en nuestro vapuleado país la industria nuclear sigue cosechando éxitos. El reactor argentino recientemente inaugurado en Australia es la mejor prueba de que aquí no todo ha colapsado. Habiendo demostrado tal capacidad de supervivencia, esa actividad merece ser incentivada y homenajeada.
Nuestra moraleja: la Argentina no debe apartarse del cumplimiento de sus obligaciones, incluidas las que emanan del Tratado de No Proliferación y del Régimen de Control de Tecnologías Misilísticas. Debe permanecer aliada de Occidente en la lucha contra el terrorismo islamista, el narcotráfico y el lavado de dinero. Debe regresar a la plena cooperación con vecinos y no victimizar al Uruguay.
Pero nunca más debe aceptar la imposición de acuerdos que limiten su desarrollo de tecnologías de vanguardia.
Ya no se justifica. Las ecuaciones del realismo periférico se han transformado.

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