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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata v.15 n.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jun. 2010

 

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

Dictadores preocupados. El problema de la verdad durante el "Proceso" (1976-1983)

por Lucas G. Martín*

"El acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él" (Hannah Arendt)

"Oriana Fallacci: (...) ¿usted ha estado alguna vez en una guerra?
L. F. Galtieri: Bueno, otro tipo de guerra" (Frontalini y Caiati 1984: 41)

* Doctor en Ciencias Políticas y Jurídicas. Docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Investigador del Conicet. E-mail: lucasmartin@conicet.gov.ar.

Resumen

El objetivo de este artículo es argumentar acerca de la existencia de una preocupación central entre los responsables del denominado "Proceso de reorganización nacional". Dicha preocupación, según sostendremos, giraba en torno de la revelación de la verdad sobre el sistema criminal y clandestino, y generaba un conflicto interno en el frente militar acerca del sentido de la mentira con que los militares ocultaban ese sistema. El análisis de la dificultad para dar el nombre de "guerra" a la represión clandestina, del uso instrumental de las convicciones belicistas y del problema de la "imagen" del país, nos permitirá dar cuenta de esa preocupación a la vez que mostrará las limitaciones del sistema de representaciones belicistas mediante el cual los militares creían poder explicar y justificar los aspectos centrales de su régimen de terror y desaparición.

Palabras clave: Argentina; Dictadura militar; Mentira política; Fuerzas armadas; Arendt.

Abstract

The aim of this article is to argue on the existence of a main concern between the military chiefs of the so called "National Reorganization Process". This concern, according to our argument, turned around the revelation of the truth of the criminal and clandestine system, and generated an internal conflict between the military about the sense of the lie with which they hid that system. The analysis of the difficulty to name "war" the clandestine repression, of the instrumental use of the counter-subversion warfare convictions and of the problem of the "image" of the country, will allow us to give account of that concern as well as to show the limitations of the military representations system of "warfare" by means of which the military believed to be able to explain and to justify the central aspects of their regime of terror and disappearance.

Key words: Argentina; Military dictatorship; Political lie; Army; Arendt

Introducción

En este artículo me propongo argumentar sobre la existencia de una preocupación central entre los responsables del denominado "Proceso de reorganización nacional". Dicha preocupación, según sostendremos, giraba en torno de la revelación de la verdad sobre el sistema criminal y clandestino del régimen militar y ponía de manifiesto las limitaciones del sistema de representaciones belicistas mediante el cual los militares creían poder describir, explicar y justificar —incluso ante sí mismos— lo que estaban realizando, y ponía también de manifiesto la debilidad de la propia cohesión militar y, por ende, del régimen. En este sentido, argüiremos que hablar de guerra era sin duda lo que muchos militares querían pero que, a la vez, ese querer era el signo de una carencia. Y esa carencia se debía a que la doctrina de los militares argentinos era, a diferencia de las ideologías totalitarias1, permeable a la realidad común y compartida, es decir, a la verdad de hecho2. La comprensión belicista de los militares no aparecía en consecuencia como un modo de comprensión primero, convincente y sincero, sino como una mentira que podía servir de solución para la obturación de aquella problemática verdad. En suma, dictadores preocupados son los jefes del "Proceso" que se enfrentan a problemas que no pueden ser resueltos ni por los medios de violencia y terror ni, como veremos aquí, por el simple expediente de recurrir a las doctrinas de guerra "no convencional".

Debemos aclarar que nuestro análisis no se propone "refutar" los discursos o las representaciones sobre la realidad (i.e., el discurso bélico) apelando a los hechos "objetivos" de la realidad (se trató de un plan sistemático de terror y exterminio), ni cotejar esos discursos y representaciones con otros (por ejemplo, las representaciones "ordenancistas" o las "refundacionales" vis-à-vis las belicistas) para sopesar cuánto más pudieron haber gravitado unos u otros. Se trata más bien de tomar al pie de la letra el esquema bélico de interpretación de la realidad para hallar un problema interno en su formulación. En este sentido, nuestra perspectiva propone que el hecho sin precedente que fue el sistema de terror y desaparición de la última dictadura militar tuvo una influencia determinante en la autocomprensión y en los posicionamientos de los militares y que, en consecuencia, los conflictos internos y las preocupaciones centrales deben ser leídas a la luz (o a la sombra) de ese hecho inédito y más allá de las tradicionales divisiones castrenses (duros y blandos, nacionalistas y liberales, burócratas, politicistas, etc.3). Y si nuestros argumentos son correctos, abonarán la hipótesis de que, más allá de otras divergencias (sobre política, economía, organización militar, etc.), las Fuerzas Armadas argentinas estaban atravesadas, durante el Proceso, por un conflicto en torno a la verdad y la mentira, un conflicto fundamental en la medida en que tocaba y resquebrajaba el cemento que se suponía debía cohesionarlas: el sistema de terror y desaparición.

En las páginas que siguen examinaremos tres observables que, a nuestro entender, nos permiten percibir las deficiencias del sistema de representaciones belicistas y la consecuente preocupación de los militares respecto de la revelación de la verdad sobre los acontecimientos principales de la época, las desapariciones. En primer lugar, veremos las dificultades que encontraban los dictadores para dar el nombre de "guerra" o de "lucha contra la subversión" a la empresa clandestina de terror y desaparición que llevaban adelante. En segundo lugar, analizaremos el uso instrumental de las representaciones y los argumentos belicistas y el impedimento que ese uso implicaba para que el discurso belicista se consolidara como una convicción ideológica férrea. En tercer lugar, examinaremos la permanente preocupación del gobierno militar por la "imagen", y veremos aquí la relevancia que cobraba en el ámbito interno un problema que podía parecer casi exclusivo de la política exterior. Sobre esa base, en la cuarta sección analizaremos el conflicto en el seno de las Fuerzas Armadas en torno a los alcances de la mentira y, en consecuencia, respecto del lugar que debía darse a la verdad. Finalmente, en las conclusiones, y partiendo de las reflexiones de H. Arendt sobre la mentira política, propondremos una caracterización de las posiciones de los altos mandos militares en torno al problema de la verdad y al sentido de la mentira.  

I. El problema de la nominación: el nombre de la "guerra"

El primer problema que encontramos es el de la nominación: los dictadores tenían dificultades para dar el nombre de "guerra" a la empresa que estaban llevando adelante. La reivindicación del nombre de la "guerra" por parte de generales, de ideólogos y de simpatizantes, es una constante durante el Proceso, incluso lo precede y lo sucede4. En esa reivindicación hallamos el reconocimiento de un problema en el seno de la dictadura, el problema de dar un nombre a lo que estaban realizando. Así lo plasmaba, por ejemplo, un editorial de fines de 1975 del diario pro-militar (ligado a la Armada) La Nueva Provincia: "como el herrero que machaca sobre el yunque hasta moldear la forma ideal, no podemos menos que insistir sobre la magnitud que está alcanzando esta tragedia argentina, repitiendo lo que, inconcebible y absurdamente, se tarda tanto en admitir: el país está en guerra y su enemigo, artero e implacable, entre nosotros" (16/12/1975, nuestro subrayado).

Los oficiales de alto rango —con suficiente autoridad como para poder discurrir ante la prensa— se sentían obligados permanentemente a definir (por cierto, ambiguamente) los alcances del nuevo tipo de guerra "no convencional" y las características especiales del enemigo "subversivo": era una guerra de ideologías, sin batallas visibles, contra un enemigo "oculto", etc. Lo importante era que se entendiera que se estaba viviendo una guerra. En 1979, en su discurso en ocasión del Día del Ejército, el general Viola decía:

Esta guerra, como todas, deja una secuela, tremendas heridas que el tiempo y solamente el tiempo puede restañar. Ellas están dadas por las bajas producidas; los muertos, los heridos, los detenidos, los ausentes para siempre (...) Debe entenderse que aquí no ha habido (...) violación alguna de los derechos humanos. Aquí ha habido guerra, violencia salvajemente desatada por el terrorismo (...) No se busquen explicaciones donde no las hay, no se busquen justificativos donde no cuadran, no se deforme la realidad (...) Quiera el mundo entenderlo así y sepa ver esta verdad. El Ejército está seguro que el país que sufrió la guerra ya lo entendió y asimiló como propia (La Nación, 30/05/1979, citado en Quiroga 1994: 232, nuestro subrayado).

Dicho en otros términos: aunque no parezca así, tómese la realidad como si fuera una guerra. El esquema belicista llegaba así en segundo lugar; era una respuesta a una instancia previa, una solución a un problema. El problema era que, en primer lugar, la realidad no se presentaba como una guerra. Había que "machacar". En el discurso de Viola, los términos del problema de la nominación están claramente planteados: "violaciones a los derechos humanos" versus "guerra". Viola querría que se entendiese que en la realidad había habido una guerra. De eso, afirma, necesita afirmar, "el Ejército está seguro"5.

También, en fecha tan tardía como 3 de diciembre de 1980, en una nota publicada en el diario La Nación, el recientemente retirado general Luciano B. Menéndez creía necesario "insistir: hasta que no afrontemos la realidad de que estamos inmersos en la Tercera Guerra Mundial y, en consecuencia, hasta que no afrontemos a la subversión con mentalidad y disposiciones de guerra, ganaremos una y todas las batallas contra los subversivos violentos, pero nunca terminaremos con la subversión" (Menéndez 1981: 50). La referencia es notable si se toma en cuenta que el gobierno militar venía dando por terminada la guerra contra la subversión una vez tras otra desde hacía años: si en fecha tan temprana como junio de 1976 el director del Colegio Militar y futuro presidente de la dictadura, general Bignone se refería a la guerrilla como una "fuerza derrotada" (19/06/1976), ya en 1977 fueron varias las ocasiones en que el presidente Videla sostuvo que el problema subversivo estaba "prácticamente derrotado desde el punto de vista militar" (01/04/77), aunque aclarara que podían ocurrir episodios aislados en lo militar y que quedaba por erradicar definitivamente las causas; finalmente, al año siguiente el brigadier Agosti, miembro de la Junta de gobierno, señalaba al mes de julio de 1978 como un punto de inflexión en el que se había "terminado el combate armado" contra el "terrorismo subversivo" (08/07/1978)6. En el mismo sentido, el general "duro" S. Riveros podía hablar en pasado de la guerra en febrero de 1980: "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con órdenes escritas de los comandos Superiores. Nunca necesitamos, como se nos acusa, de organismos paramilitares" (La Nación, 18/02/1980, citado en Quiroga 1996: 75).

Si nos limitásemos a contar las menciones del término "guerra" y de su familia de palabras, podríamos suponer que se creía convencidamente en la descripción de la realidad como un "estado de guerra". Pero debemos considerar también la posibilidad de que la reiteración de una idea ("vivimos una guerra") esté evidenciando que esa idea no era aun asumida. Si el nombre de guerra tenía que ser "machacado" era porque las doctrinas belicistas no encontraban sustento suficiente ni en la realidad ni en el modo en que muchos nombraban la realidad. Y si los militares se veían en la necesidad de "machacar" y de afirmar su seguridad al respecto, era porque percibían el inconveniente. En una palabra, los militares, o muchos de ellos, percibían una realidad adversa (adversa en los hechos y en las representaciones de los hechos). Esto significa que la doctrina de guerra estaba lejos de conformar un sistema de representaciones ideológicas consolidado que emancipara a los militares de la experiencia de una realidad y unas representaciones de la realidad que no se amoldaban del todo a su voluntad.

Ahora bien, el nombre de la "guerra" tenía que designar lo que transcurría en la clandestinidad, lo que no se había querido mostrar. ¿Por qué dar un nombre a lo invisible? Porque lo invisible tenía su propia visibilidad y estaba adquiriendo nombres menos favorables al régimen —violaciones a los derechos humanos, desapariciones, o lo que el escritor Julio Cortázar (2006: 84-85) llamaba la "presencia abstracta" o "presencia invisible" de los desaparecidos. Desde el punto de vista público —pues los esfuerzos por resolver la nominación se daban en discursos públicos—, el nombre de la "guerra" tenía que ser admitido para dejar de hablar (de averiguar, de preguntar) sobre lo que no se podía ver y que sin embargo era visible, para asegurar la invisibilidad y el silencio de lo invisible.

Esto quiere decir que la revelación de lo oculto era una prueba que el nombre de "guerra" no parecía poder superar. El nombre de la guerra carecía de la aceptación suficiente que haría innecesaria su reiteración —era el lenguaje de las desapariciones el que cristalizaba cada vez más—, y por eso aparecía como una necesidad para los militares7; y se volvía cada vez más necesario ante la visible aparición de huellas de aquéllo oculto y sin nombre. Se generaba un círculo vicioso en el que la eficacia del nombre de la "guerra" requería de una aceptación tan extendida y ciega que hiciera superfluo el mencionarlo, pero al mismo tiempo la imposición de ese nombre requería la reiteración revelándose así como una solución tardía e imposible a un problema mayor. Y era también el intento paradójico de dar un nombre a algo que no tenía referente porque era clandestino. Por último, mientras no se hablara de guerra no se podría darla por concluida ni olvidarla (pues no se puede dar por terminado algo cuya existencia no ha sido en primer lugar reconocida), de modo que el problema del nombre tendía a persistir —así pueden entenderse también los reiterados anuncios del fin de la lucha armada, a la par del reclamo "duro" de asumir la "guerra"—.

Todo este problema repercutía de una manera particular en las filas militares, donde nada de lo clandestino era invisible y donde el nombre tenía referente. En este sentido, el problema del nombre nos indica que los militares tenían dificultades para darle un sentido a lo que estaban haciendo (y viendo). Según el general Menéndez, la solución era abrazar la doctrina de la guerra: "hasta que no afrontemos la realidad de que estamos inmersos en la Tercera Guerra Mundial", decía, no podrían terminar con la subversión ¿A quiénes les faltaba afrontar la realidad "con mentalidad y disposiciones de guerra"? A los militares. El problema de la nominación, que recubría a la sociedad, no dejaba incólume a la institución militar.

Ese problema de la nominación suscitaba una doble preocupación: por la legitimidad social del nombre y por el sentido de los actos militares cometidos. En la primera preocupación puede apreciarse la importancia que cobraba la sociedad para los protagonistas, una sociedad que se mostraba distante respecto de la postulación de la guerra8. En efecto, el interés por la legitimidad de un nombre denota la conciencia (al menos en sentido práctico) que tenían los militares de estar comprometidos en una "guerra civil" en la cual los "civiles" estuvieron mayormente ausentes. En la segunda preocupación, que retomaremos en la sección siguiente, encontramos que los militares tampoco sentían haber adoptado con convicción el nombre de la "guerra". Lo que estaban perpetrando, y que era mucho más visible para ellos que para el resto de la sociedad, tampoco tenía un nombre cabalmente aceptado por los propios militares. Y todo el sentido que el mote de "guerra" podía darle a sus actos, se perdía si no se estaba convencido de que ése era el nombre de la empresa militar.

II. Las convicciones como estrategia

Un argumento que nos permite reconocer la naturaleza problemática del discurso belicista es el que señala el carácter instrumental de ese esquema de comprensión de la realidad. Hallar un uso instrumental de un discurso cualquiera, y en nuestro caso del discurso belicista, implica que ese discurso no podía ser incondicionalmente creíble y esgrimido, al menos para quienes hicieran de él ese tipo de uso (instrumental). El uso instrumental requiere mirar de afuera el esquema de representaciones instrumentalizado, objetivarlo, es decir, mirarlo de un modo distinto al que suponen la fe ciega o la convicción ideológica sincera. Para decirlo en otros términos, respecto de lo que se toma como instrumento ya se ha perdido la inocencia; los fines y las convicciones, en tanto tales, no se instrumentalizan. Y para perder esa inocencia puede bastar una sola puesta en escena del uso instrumental de un discurso para que toda una vida de jurada fe en ese mismo discurso se derrumbe.

En este sentido, uno de los datos más notables se encuentra en el Plan del Ejército para el golpe de Estado. Allí encontramos una curiosa forma de encubrir los preparativos del golpe. Leemos el punto de ese Plan dedicado al "Encubrimiento":

En la medida de lo posible, todas las tareas de planeamiento y previsiones a adoptar emergentes del presente plan, se encubrirán bajo las previsiones y actividades de la lucha contra la subversión9.

El encubrimiento era la respuesta que debían dar los mandos ante las inquietudes que pudieran despertar los movimientos previos en vistas al golpe, en especial, los desplazamientos de tropas (Troncoso 1984: 12). Encubrían, así, el objetivo de realizar un golpe de Estado o, más probablemente, dada la continua circulación pública de versiones que anunciaban la eventualidad de un golpe de Estado, querían evitar que se supiera la fecha exacta del mismo.

Paralelamente, esta forma de tomar un objeto de convicción como instrumento de acción también tenía una proyección política hacia el futuro, orientada a la obtención de apoyos, a convencer a quienes no estuvieran aun convencidos. Así, por ejemplo, en el Anexo 15 sobre "Acción psicológica" del mismo Plan del Ejército, se establecían en términos generales los objetivos que debían cumplirse para obtener el apoyo tanto de la población como de la propia tropa. Entre las disposiciones se encuentran varias cuyo carácter contrasta con la idea de una convicción ideológica. Veamos algunas de las que estaban orientadas a la propia tropa ("público interno"):

b) Acentuar el convencimiento de la justa actitud de intervención de las FFAA en resguardo de los valores permanentes que animan a la nación.

c) Reafirmar la convicción sobre la responsabilidad ineludible que las FFAA tienen respecto al mantenimiento del orden y la seguridad de la nación.

e) Clarificar al público interno sobre las acciones emprendidas y los logros obtenidos por el Gobierno Militar en los diferentes ámbitos del quehacer nacional, a fin de evitar los efectos perniciosos del rumor10.

Se abre aquí una brecha en la convicción ideológica, al menos en la cúpula que ideó este Plan. Probablemente no podamos afirmar que la mayoría de los militares no estuviera convencida de las ideas que decía sostener, pero sí podemos señalar que muchos en la cúpula tenían una cierta conciencia de los límites del alcance de esas ideas, en extensión e intensidad, por fuera del propio círculo. En resumidas cuentas, aunque estuvieran convencidos, los militares sabían que había un problema en torno a las convicciones centrales que definían al régimen. Y la final referencia al "rumor" nos sugiere una precisión sobre el eje de ese problema. El problema, lo que abría una brecha en las convicciones desde donde podía surgir un potencial conflicto, era la aparición de la verdad en público, aun bajo la forma del rumor. En efecto, la idea de rumor no forma parte de la red conceptual, o de la familia de palabras, de la opinión, de los valores o de las convicciones. La idea de rumor se refiere a una versión de la realidad que circula extraoficialmente. El rumor no es necesariamente veraz, pero pone de manifiesto el registro de la verdad y el criterio verdadero/falso. De modo que, antes del golpe, podemos encontrar esta preocupación por la amenaza que la verdad hacía pesar sobre las convicciones de los propios militares.

Tanto el uso instrumental de la figura de la "lucha contra la subversión" como la preocupación por forjar convicciones de acuerdo con ella son indicios de la naturaleza problemática que revestían las representaciones que promovían los militares. Por un lado, el argumento mayor para justificar el terror de Estado —la guerra o, mayormente, la "lucha contra la subversión"— era pasible de un uso instrumental. Por otro lado, hay una insistencia en el objetivo de persuadir a la propia tropa y a la población en general acerca de la justeza de los fines y de la cohesión de las Fuerzas Armadas tras esos fines. Para lograr esa persuasión parecía pertinente prevenir sobre la posible existencia de "rumores" y aconsejar una actitud de "verdadero convencimiento" evitando la postura de  "una maniobra política interesada"11. A la luz de estos ejemplos, vemos que aquello que podría ser considerado como las causas últimas del régimen y los motivos de convicciones sinceras de los miembros de las fuerzas represivas, era observado desde un punto de vista externo, como opciones, tácticas, instrumentos. Y, según sostuvimos antes, entablar una relación externa con las propias convicciones les resta a éstas, por lo menos, la posibilidad de adquirir un carácter ideológicamente cerrado.

Esta ausencia de un monolitismo ciego en las creencias militares y, particularmente, la ausencia de una lógica impermeable a la realidad común y compartida, a la verdad fáctica, diferencia las ideas de los dictadores argentinos de las cerradas ideologías totalitarias. Esto no quiere decir que no hubiera quienes creyeran en mayor o menor grado en los fundamentos ideológicos de las doctrinas represivas y en que lo que se estaba viviendo era una guerra o una lucha "no convencional". Sin duda, los hubo. Pero empieza a tomar cuerpo la hipótesis de que el pequeño mundo de los cuarteles y los uniformes contenía, en ese aspecto decisivo, el germen de la discordia.

En este sentido, debemos subrayar lo significativo de esa preocupación para un régimen que se creía "salvador" y refundador desinteresado, que se sabía beneficiario de un consenso social suficientemente amplio y que contaba tanto con elaborados argumentos y graves justificaciones como con una superioridad notable en recursos y metodologías de dominación. Con todo eso a su favor, estos militares estaban preocupados por la visibilidad de aquello que hacían, y sentían de algún modo que sus convicciones no convencían del todo, incluso a ellos mismos.

III. La preocupación por la imagen

Decir que las ideologías militares y, por lo tanto, los militares mismos, eran permeables a la realidad significa que en el mundo común y compartido ocurrían hechos (o había repercusiones de hechos) que siendo políticamente centrales escapaban a su voluntad y llegaban hasta sus oídos o hasta sus ojos no como el producto directo y esperado de su artificio. La verdad sobre los hechos centrales de la época (las violaciones a los derechos humanos, las desapariciones) generaba un problema que el discurso ideológico no alcanzaba a clausurar. Otro indicador de este problema lo encontramos en una preocupación que, de acuerdo con el uso de la época, podemos denominar "preocupación por la imagen".

La preocupación por la imagen aparece en forma reiterada, aunque con variantes en los motivos y en las intensidades. Los militares se preocupaban por la imagen internacional del país y por la imagen interior del gobierno ante los argentinos. Esos escrúpulos estaban motivados de manera general en la idea de que había que mantener una buena "imagen". La preocupación estaba a su vez motivada por intereses más específicos, como los de obtener financiamiento internacional o mantener el comercio exterior de armas, y en este sentido, no era una preocupación nueva. Ya desde los tiempos de planificación del golpe la posibilidad de fusilar en público fue descartada por las repercusiones internacionales que podía acarrear, en especial teniendo en cuenta el ilustrativo caso de la dictadura de Pinochet (ver Página 12, 31/08/2003). En ese entendimiento, el almirante E. Massera se preocupaba, siempre antes del golpe, por conseguir especialistas en imagen para no tener que sufrir las desavenencias chilenas12. En un principio, las prevenciones tomadas dieron algunos frutos de buena "imagen": el gobierno militar fue prontamente aceptado por otros Estados y la imagen de "moderación" de los militares en el poder, y especialmente de su primera figura (Videla), confortaba a diplomáticos, gobernantes y publicistas de todo el mundo (Novaro y Palermo 2003: 109-110). Sin embargo, la magnitud de los crímenes que se perpetraban produjo desde el comienzo efectos sensibles en la realidad compartida y sus repercusiones traspasaban las fronteras del país. Muy pronto comenzaron los reclamos —muchos de ellos reservados—provenientes principalmente de Estados Unidos y Europa que dañaban la imagen en la medida en que ganaban un lugar en la opinión pública de los distintos países13.

Con la mala imagen venían las consecuencias más tangibles que habían temido los militares, es decir, las relativas a las relaciones diplomáticas. Las repercusiones por las violaciones a los derechos humanos motivaron medidas punitorias, como el cierre del comercio de armamentos o el bloqueo del acceso a créditos de los organismos financieros internacionales (Armony 1999, Novaro y Palermo 2003). Para los dictadores, las sanciones económicas eran probablemente las más dolorosas y las que guardaban un vínculo más estrecho y más nítido con lo que definían como un problema de "imagen". Es también bastante probable que muchos hubieran tenido especialmente en mente ese tipo de sanciones cuando propusieron la clandestinidad como método. Sea como fuere, por sí mismas esas sanciones no cambiaron ninguno de los rasgos más terribles del régimen de terror y desaparición. Por eso su relevancia debe ser ponderada, especialmente en relación con la preocupación militar por la verdad.

Como sugerimos antes, el de la imagen fue un problema constante, visible y nombrado pero, a nuestro entender, son estas características las que revelan que no constituyera un problema decisivo, que fue un problema que los militares pudieron en cierto modo pilotear. En efecto, ante la eventualidad de sanciones provenientes de la comunidad internacional y motivadas por las versiones sobre violaciones a los derechos humanos en el país, los militares desplegaron toda una serie de recursos que tuvieron una eficacia nada desdeñable: podían sostener que la guerra contra el terrorismo era más importante que la imagen y que el visto bueno de Estados Unidos14; podían eludir las críticas provenientes del exterior adhiriendo a ellas, fingiendo incluso indignación respecto de los hechos denunciados y manifestando la voluntad de poner fin a esa situación enojosa para todos; también podían restar entidad a las violaciones a los derechos humanos, por ejemplo, atribuyéndolas a grupos descontrolados y a excesos individuales15; por último, los militares deslegitimaban las denuncias en bloque aduciendo que ellas formaban parte de una "campaña de los enemigos en el exterior"16 o de una "campaña anti-argentina" (estrategia que se acentuó especialmente durante el Mundial '78 y durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en septiembre de 1979). En el mismo sentido, los militares podían jugar con lo inverosímil de la situación: en tanto y en cuanto era para todos evidente el daño que las violaciones a los derechos humanos hacía a la imagen internacional del gobierno argentino, no era verosímil que fueran los propios militares que estaban a cargo del gobierno los que estuvieran detrás de tan escandalosas atrocidades17. De este modo, asumiendo la realidad del problema de la imagen (y las sanciones internacionales que tenía por efecto), invertían su sentido volviéndolo un argumento a su favor. La imagen de moderación que supo forjarse el régimen contribuyó a dar verosimilitud a estas simulaciones. Ayudó también que las eventuales "sanciones" estuvieran lejos de ser los suficientemente persuasivas y, mucho menos, perentorias, y que, por lo general, formaran parte en realidad de un proceso de negociación18. En suma, en la escena internacional la "mala imagen" era indudablemente un problema, pero era un problema en el que los militares argentinos contaban con un amplio margen de maniobra —incluso frente a las presiones de la administración Carter en Estados Unidos, que había tomado al caso argentino como puntal de su política de defensa de los derechos humanos (Armony 1999, Novaro y Palermo 2003)—. Todavía más, según nuestro argumento la cuestión de la "imagen" era también la solución en la medida en que reducía a un problema de "imagen" lo que en realidad era la problemática irrupción de verdades fácticas.

En todas sus estrategias de mentira y simulación, los militares demostraban una gran versatilidad. Como si hubieran sido claramente concientes de que, en la esfera de la opinión, decir la verdad de hecho no tiene más fuerza que la mentira. Por eso podían deslegitimar a quienes decían la verdad en denuncias y testimonios. Como si en sus discusiones con funcionarios de otros estados, los dictadores dijeran: "es su palabra (la de los denunciantes y la de los mismos funcionarios) contra la nuestra". En efecto, dada la clandestinidad de los crímenes, dada la ausencia del carácter ostensible que tiene toda realidad común, tanto la denuncia como el testimonio dependían exclusivamente de la credibilidad. Los militares parecían haber tomado nota de eso y desplegaban con naturalidad sus estrategias de mentira y simulación.

Pero en la medida en que la forma de proceder, anónima y oculta, cediera paso a la visibilidad pública, esas estrategias perderían su eficacia y, consecuentemente, el régimen podía llegar a conocer problemas más serios que el de la "imagen". Por cierto, el fenómeno de las desapariciones era ya la manifestación pública o semi-pública de los crímenes anónimos y clandestinos. Que hombres y mujeres des-aparezcan, significa que hasta un momento antes formaban parte del mundo social y, por lo tanto, implica que su desaparición es percibida. De hecho, el problema de la "imagen" era un signo de este problema de la verdad de las desapariciones; pero era también, como sugerimos antes, una forma de desplazarlo y enmarcarlo dentro de límites menos peligrosos. Para decirlo en otros términos: preocuparse por la imagen es un modo de restarle entidad al tema de la verdad, es reconducir un tema que se rige por el criterio verdadero-falso a una cuestión de opinión y conveniencia. Cuando la realidad que se quiere ocultar comienza a ser visible, la manera de impedir que ella sea tomada como tal, como realidad contante y sonante, es lograr que sea leída en términos de opinión y de "imagen" y, por lo tanto, lograr que sea relativizada (véase argumento similar en Arendt 1996).

Si nuestro argumento es válido, entonces la eficacia de las estrategias de mentira y simulación que venimos de examinar dependían a su vez del éxito de una estrategia anterior por medio de la cual la cuestión de la verdad era tratada en términos de imagen. En este sentido, no sólo importaba que las violaciones a los derechos humanos (no) tomaran estado público sino además el modo en que eso se produjera cuando se producía. Es decir, si antes dijimos que las repercusiones de los crímenes generaban una preocupación por la imagen, ahora debemos agregar que las repercusiones que planteaban problemas de imagen eran menos "preocupantes" que aquellas que ponía en escena el tema de la verdad. Esta distinción que hacemos no tenía una manifestación clara y permanente en la realidad19. De haberla tenido, probablemente los militares se habrían encontrado en mayores dificultades puesto que ello hubiera significado una mayor presencia del tema de la verdad. Sin embargo, esas dificultades no faltaron, especialmente cuando el problema de la imagen se trasladaba al plano interno.

En tal sentido, quiero proponer ahora que la estrategia de la imagen era un modo de soslayar el problema de la verdad cuyo éxito dependía también del lugar, el ámbito, en que esa imagen repercutiera: importaba entonces el cómo y el dónde. Pues la imagen era tanto un problema de política exterior como motivo de un conflicto en el ámbito interno, donde tomaba otro cariz. Este cariz distinto se debía, a nuestro entender, a que la cuota de verosimilitud con que contaba la mentira y la simulación en la negociaciones diplomáticas era menor en el plano interno, donde los argumentos de la lucha contra la subversión podían aparecer, a diferencia de lo que ocurría en el plano internacional, como un justificativo absurdo20 para lo que realmente estaba sucediendo —y, como dijimos antes, el nombre de "guerra" como un nombre imposible para los atisbos de visibilidad de aquello que no se podía mostrar—. A nuestro entender, el motivo de esta diferencia reside en que aquello que amenazaba a la "imagen" tenía, en el orden interno, una existencia perceptible que no era posible en el orden internacional. En efecto, mientras que en orden de la política exterior todo dependía de la credibilidad de las denuncias y los testimonios, en el plano interno el fenómeno de las desapariciones formaba parte —de un modo oscuro y elusivo, es cierto— de  la realidad común y compartida. Esto hacía que un mismo problema —las violaciones a los derechos humanos— pudiera ser más fácilmente tratado como una cuestión de imagen en el orden externo que en el orden interno, donde pesaba la posibilidad de que la cuestión de la "imagen" deviniera cuestión de verdad/falsedad —aunque más no fuera, recordemos, a partir de "rumores"—.

Esta posibilidad se tornaría realidad con la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos (en adelante CIDH o "Comisión") al país en septiembre de 1979, visita que generó uno de los momentos más conflictivos del Proceso. Desde el punto de vista del gobierno militar, la visita de la CIDH podía ser un beneficio respecto de las metas internacionales (créditos, armas; ver Novaro y Palermo 2003); y para eso los dictadores habían previsto "poner la casa en orden" desmantelando buena parte de la estructura clandestina que restaba (con asesinatos, amenazas y reubicaciones incluidos). Sin embargo, pese a estas prevenciones, el problema no pudo ser evitado. La visita de la CIDH significaría un nuevo giro en el problema de la "imagen". En las dos semanas que permaneció en el país, la misión recogió un gran cúmulo de información. El dato central lo constituyeron los miles de testimonios recibidos, cuyo número superó las expectativas de todos (se denunciaron 5.580 desapariciones). El informe, concluido a mediados de diciembre de 1979, comenzó a circular a principios de 1980, aunque las repercusiones de la visita se hicieron sentir mucho antes en el país (Novaro y Palermo 2003)21. Miles de personas se habían movilizado con el fin de dar testimonio de lo que sabían. Se tornaba evidente que la manipulación que los militares podían hacer de la imagen a nivel internacional perdía buena parte de su eficacia una vez el observador externo, instalado en el terreno, pudiera constatar la veracidad de la "imagen". Lo esencial del hecho no radicaba en que la verdad saliera a la luz pública sino en que el tema de la "verdad" desplazara al de  la "imagen", que era funcional al ocultamiento.

Como señala Arendt, la mentira puede destruir el suelo común de los hechos, del que da cuenta la verdad de hecho, pero no puede poner en su lugar un sustituto22. Cuando los fenómenos determinantes de una época son sustraídos de la mirada pública, negados y mentidos, lo que ocurre es simplemente que la línea que separa lo verdadero de lo falso forma parte de los problemas importantes del momento. En esas circunstancias, lo que generalmente ocurre es que los enunciados de verdad son medidos en términos de opiniones e intereses (de imagen) y ya nadie cree en nadie. Verdad y mentira se enfrentan en la esfera de la opinión y el único suelo estable, común y compartido, parece radicar en que ése es el problema: la ausencia de verdades estables. Por eso, quien se acercara a conocer de cerca lo que estaba ocurriendo en Argentina podía encontrarse, tal como sucedía en la esfera internacional, con dos versiones de la realidad. Estas diferentes versiones gozaban, en principio, de la igualdad propia de todo lo que toca la esfera pública de las opiniones. Luego sucedió que las denuncias y los relatos, por su coherencia y por su número, dieron consistencia a la verdad de los hechos. Pero la importancia de esto no radicaba solamente en el convencimiento que se forjaran los miembros de la Comisión sobre la realidad argentina o en el cúmulo de materiales con que contasen luego para elaborar su informe sobre la situación argentina en materia de derechos humanos. En términos de política externa, y en el sentido de nuestras apreciaciones anteriores, desde que la CIDH abandonara el país, el tema de las violaciones a los derechos humanos podía retomar su senda habitual, es decir, sería reconducido a la cuestión de "imagen" exterior. Por eso, tanto o más importante que las repercusiones internacionales, fue el lugar que tuvo la verdad de hecho en la escena política nacional. El simple hecho de que muchos se convocaran para contar su verdad y hacer la denuncia del caso, ponía a la verdad de hecho cada vez más en el centro de la escena pública. Y quedaba también de manifiesto el número de ciudadanos dispuestos a asumir los riesgos necesarios para contar su verdad, al menos desde el momento en que se sintieran acompañados y encontraran un espacio para hacerlo. El gobierno podía seguir negando y negociando en la esfera internacional, pero esa posibilidad se estrechaba en la medida en que en el país aumentara el número de individuos que simplemente dijeran la verdad, preguntaran por ella o denunciaran de manera pacífica (como hacían desde hacía tiempo las Madres de Plaza de Mayo).

Debemos subrayar la significación que tuvo la visita de la CIDH en el restablecimiento en el país del registro de la verdad. Luego de la visita y ante la inminente publicación del informe de la CIDH, hay un giro en la posición pública de los dictadores frente a las desapariciones y crímenes clandestinos: pasan en buena medida de la negación a la justificación. Ya no pueden ser ocultadas las violaciones a los derechos humanos por la negación, la mentira y la simulación, de modo que ahora, sin admitirlas abiertamente, se pasa a atribuirles razones que las justifiquen y a buscar que en adelante no se revisen ni los crímenes ni las razones23 —razones que, como hemos venido argumentando, eran poco convincentes, absurdas e inverosímiles—.

El giro de la negación a la justificación plasmaba una preocupación que provenía de tiempo atrás. Entre la utilización del motivo de la "lucha contra la subversión" como encubrimiento de la movilización de tropas y el giro que imprimió la visita de la CIDH, puede percibirse una línea de continuidad en torno al problema de la verdad que no se dejaba resolver ni por las representaciones belicistas ni por el mal menor de la mala imagen. Los ejemplos vistos nos indican que los militares en el poder no asumían ciegamente (de manera ideológica) las doctrinas antisubversivas, que eran permeables, al menos en parte y de formas diversas, a la realidad común y compartida tal como esta se conformaba más allá de sus propios deseos y voluntades, y que esa realidad ineludible era motivo de preocupación. Una de las expresiones más curiosas reveladoras que adquirió esta preocupación pertenece a un importante funcionario civil de la dictadura, Ricardo Yofre, quien en mayo de 1978 la ponía en los términos siguientes: "Temen la amenaza de un clima de 'Juicio de Nuremberg'". Así describía Yofre, el "miedo subterráneo" [underlying fear], la "preocupación" [concern], que observaba en las Fuerzas Armadas y en las Fuerzas de Seguridad ante la eventualidad de una vuelta al orden civil. Y de poco servía que su interlocutor, el diplomático estadounidense Mark Schneider, le asegurara que su país no pretendía algo así sino simplemente que se pusiera fin a los abusos, puesto que el motivo de los temores eran las repercusiones sobre las desapariciones que persistían en "los medios internacionales, en la opinión pública argentina y en las organizaciones religiosas y de derechos humanos"24. En una palabra, el problema no era solamente la imagen exterior; había en el país una amenaza para la dominación que provenía de la eventual irrupción de la verdad, irrupción que acechaba desde el seno mismo de las Fuerzas Armadas, habiendo entonces allí un potencial de conflictividad interno. Al examen de este potencial de conflictividad nos abocaremos en la sección siguiente.

IV. Coherentes e incoherentes

En el momento de realizar el golpe de Estado, en marzo de 1976, las Fuerzas Armadas argentinas se encontraban muy probablemente en el punto más alto de cohesión de todo el siglo veinte. En los últimos tiempos del gobierno de Martínez de Perón, los desacuerdos más importantes entre los militares parecían ser menores bajo el paraguas del consenso golpista: retardar o apurar el golpe y proyectar una dictadura más o menos larga (Fraga 1988). También es cierto que, desde el punto de vista histórico, no había habido un clivaje definido y permanente en el seno de la institución armada, un clivaje que estuviera basado en diferencias ideológicas profundas; siempre hubo, por cierto, faccionalismos mutantes —que podían tornarse, por cierto, agudamente violentos— según los temas y las ocasiones (Quiroga 1994, Novaro y Palermo 2003). Ahora, como en el pasado, parecían ser varios los temas de política interna y externa que dividían a los altos mandos dentro del marco de la nueva cohesión ganada25. Pero mucho más importante era sin duda el cemento que los unía: el sistema clandestino de desaparición, tortura y exterminio. Sin embargo, existía un desacuerdo incluso en torno a ese sistema y, por lo tanto, un desacuerdo de relevancia primera. Ese desacuerdo se derivaba de la potencial revelación de la verdad de los crímenes clandestinos, versaba sobre el lugar de la verdad y el sentido de la mentira y ponía en escena la fragilidad tanto de la cohesión de las Fuerzas Armadas como del régimen.

Las posiciones enfrentadas en este punto podían ser descriptas según la forma con que tradicionalmente se definen a los bandos opuestos en las internas castrenses: palomas versus halcones, o duros versus blandos o moderados. Sin embargo, creemos que es posible afirmar que el conflicto al que nos referimos no giraba en torno al grado de "rigidez" o "moderación" —el acuerdo en torno a la metodología represiva era unánime en el generalato— sino en torno a dos formas de entender la clandestinidad y la mentira que recubrían al sistema de terror y desaparición del régimen. En virtud de que el desacuerdo giraba en torno a la mentira y no al sistema represivo, podemos proponer la siguiente hipótesis: por un lado, las manifestaciones principales del desacuerdo tuvieron lugar cuanto más asomaba la verdad, puesto que era sólo entonces que se ponía en juego la razón de ser de la mentira; por otro lado, la oposición "coherentes" versus "incoherentes" describe mejor las posiciones encontradas que los términos tradicionales utilizados para designar a las facciones castrenses. Veamos algunas de las manifestaciones históricas del desacuerdo al que nos referimos.

La primera evidencia relevante la hallamos en los preparativos del régimen, cuando se planteó la  discusión sobre si se debía o no se debía "fusilar en público" y finalmente se aceptó la clandestinidad como modus operandi. La razón de la clandestinidad era simple y política: debía preservarse una buena "imagen" internacional y doméstica y las experiencias de fusilamientos en las dictaduras de Pinochet en Chile y de Franco en España enseñaban que de lo contrario habría que asumir las críticas internacionales, incluida la del Papa. Pero también es cierto que esa era una razón incompleta desde la perspectiva militar para la cual las razones políticas nunca podían ser suficientes cuando lo que se defendía eran los más profundos valores nacionales (y cristianos); es por esto que el argumento favorable a los fusilamientos públicos asomaría una y otra vez a lo largo del Proceso, aunque en la mayoría de las ocasiones sin repercusiones públicas ostensibles26. Así, por ejemplo, el entonces capitán de fragata Jorge Félix Busico fue pasado a retiro por manifestar su desacuerdo con el modo oculto de proceder en la represión y por decir que, en su opinión, se debía aplicar la ley marcial con ejecuciones oficiales (CONADEP 1995, Verbitsky 2006). Asimismo, por sostener ese pensamiento, a algunos generales, como Buasso y Mujica, les fueron vedados los cargos de relevancia durante todo el Proceso27. También el general Vilas tenía la postura "coherente" que lo llevaba a mostrar y contar más de lo conveniente y a criticar lo que entendía era un doble discurso28.

En la misma línea puede interpretarse el conflicto que desencadenó en el seno del Ejército la visita de la CIDH en septiembre de 1979, cuyo ápice lo constituyó la sublevación del comandante del III Cuerpo del Ejército, general Menéndez. En el origen de este conflicto, la discusión giró en torno al problema que la Comisión venía a observar por invitación del gobierno argentino29: las violaciones a los derechos humanos. El argumento oficial y público —de Videla y Viola, básicamente— era "no tenemos nada que ocultar"; sus opositores argüían públicamente un argumento soberanista típico de las relaciones exteriores de los Estados: un organismo "extranjero" no debía emitir juicio alguno sobre los "asuntos internos" del país30. Por su parte, el general Luciano B. Menéndez entendía, en esa tónica y de un modo coherente con el argumento de la "guerra", que la CIDH debía en todo caso oír también las denuncias de las víctimas de "la delincuencia subversiva" y criticaba la preocupación que el gobierno tenía por la "imagen" (La Nueva Provincia y Clarín, 22 y 23/09/1979). Como puede apreciarse, estas consideraciones excedían el argumento soberanista y, en cambio, llevaban aun más lejos la premisa de Videla y Viola de que no había nada que ocultar: Menéndez amenazaba con abrir la caja de Pandora de los relatos y testimonios de la verdad. En ese contexto, Menéndez se subleva durante casi tres días a fines de septiembre de 1979 en nombre de una "coherencia" fundada en los fines del Proceso y en las ideas belicistas que, según creía, guiaban a "la masa del Ejército" (La Nueva Provincia, 30/09/1979). Él parecía creer —o parecía creer que debía creerse— que la guerra que estaban entablando debía tener su momento de verdad —que la mentira debía tener un límite—. Frente a este discurso, los "moderados" (particularmente Viola, en este caso), más preocupados por la "imagen" (esa preocupación más propia de políticos, civiles, que de militares), aparecían como "incoherentes", o carentes de la "energía" o la decisión necesarias para llevar adelante de manera consecuente las ideas del Proceso31.

Finalmente, si observamos los acontecimientos posteriores a la caída del régimen militar, notaremos que iluminan la importancia más o menos manifiesta que el problema de la verdad había tenido en los años del Proceso. En efecto, cuando la verdad salió a la luz en el período de transición democrática comenzaron a conocerse los diferentes sentidos que oficiales de diferente arma y rango atribuían a su ocultamiento. Por ejemplo, el general Ramón Camps afirmaba que debían "ser coherentes" y decir "la verdad en toda su crueldad". En esa tónica reivindicaba el argumento de la guerra no convencional que, a su entender, justificaba la represión terrorista32. Poco tiempo después, en 1985, el contralmirante (RE) Horacio Mayorga reivindicaba las acciones llevadas a cabo durante el Proceso y sostenía enfáticamente que, en su opinión, lo correcto hubiera sido realizar eso públicamente y no de manera clandestina33. Diez años más tarde, cuando los jefes máximos ya habían sido beneficiados con indultos mientras que sus subordinados sufrían aun las consecuencias jurídicas por los mismos crímenes, fueron algunos más los que llevaron al espacio público un conflicto que había sido incubando durante todo el Proceso. El caso de mayores repercusiones fue el del marino retirado Adolfo Francisco Scilingo quien, según sus propias palabras, buscaba que "la verdad triunfe sobre la hipocresía" (Verbitsky 2006: 18). Scilingo había creído que los militares encaraban una guerra no convencional con medios no convencionales, que esa guerra había sido emprendida dentro de la legalidad institucional de la Marina y que el "secreto" debía durar lo mismo que la guerra, no más. En este sentido, esperaba que hubiera en algún momento un reconocimiento por lo actuado, aunque más no fuera dentro de la institución, pero lo impedía la negativa de los oficiales superiores a asumir la verdad (Verbitsky 2006). En suma, tras la caída del Proceso, cuando la verdad de los crímenes tomó una relevancia política de primer orden, los conflictos castrenses hasta el momento sosegados tomaron un cierto estado público y pusieron de relieve que el eje del problema era (y había sido) la visibilidad de la verdad y las razones de la mentira.

Consideremos en primer lugar la posición de los militares convencidos de sus acciones, de la validez de las doctrinas que las justificaban y de la "coherencia" entre ambas. Esa posición se distinguía por su "coherencia", en el sentido en que quienes la sostenían tomaban al pie de la letra las doctrinas de guerra "no convencional": eran soldados de unas Fuerzas Armadas en una guerra justa y todo lo que hacían estaba justificado por el tipo de guerra (no convencional) y el tipo de enemigo (subversivo). Desde esta perspectiva, no tenían nada que ocultar, salvo a los fines específicos de la guerra, y la mentira (el "secreto") tenía una finalidad limitada y, por eso, un término. Era una mentira estratégica que, llegado el fin de la "guerra", creían poder justificar y, así, obtener el reconocimiento y acaso la gloria públicos (Verbitsky 2006). En ese marco, no parece haber lugar para una preocupación excesiva por la imagen. Si sólo una cuestión estratégica justificaba ocultar la realidad de los hechos, una vez finalizada la guerra, es decir, cuando ya no hubiere razones de estrategia bélica sino razones políticas, todo podría ver al fin la luz. La victoria, además, implicaría el establecimiento de valores autoritarios que no darían lugar a cuestionamientos. Al contrario, podía esperarse, como espera todo militar cuando vuelve del frente, algún tipo de reconocimiento. A lo sumo, su reemplazo por un pronto olvido selectivo (olvido piadoso de los rasgos más cruentos, como en toda guerra, pero necesaria memoria para el reconocimiento a los oficiales que lograron la "victoria"). Lo que no podían esperar era la necesidad de mantener el ocultamiento. Como sea, esta manera "coherente" de representarse el propio compromiso con el régimen clandestino de terror y desaparición exigía algún tipo de figuración del orden social futuro, del mundo de regreso, en la que los aspectos definitorios de ese régimen pudieran salir a la luz. La meta, ese lugar de "regreso", con toda la ambigüedad vaga y sesgada que pudiera tener en la imaginación de los militares que quisieran prefigurársela, debía tener por oficial y medianamente pública la lucha emprendida (aunque más no fuera, su legítimo nombre) y, por héroes, a los soldados que actuaron en ella.  En una palabra, la mentira era instrumental y estratégica, era un medio y no un fin en sí mismo, ni siquiera podía ser parte de la meta (el lugar de regreso) imaginada.

Es en estos términos que podemos designar a estos militares como coherentes. Esta "convicción sincera" (Nino 1997: 10) puede ser atribuida a una parte importante de los militares que participaron activamente en el sistema clandestino de represión. Es muy probable que hayan sido los cuadros medios e inferiores quienes mayormente cobijaron este tipo de opinión34. La minoría de los oficiales de rango superior favorable a los fusilamientos públicos también debe ser contada en esta posición. En la alternativa entre mostrar y ocultar se ponía en juego la coherencia de las propias convicciones, de las convicciones con que los militares se explicaban a sí mismos lo que estaban haciendo. En otros términos, el sentido que los militares podían dar a sus actos dependía de la razón de ser que se diera a la mentira que recubría esos actos.

Distinta era la postura de la facción predominante de los "moderados" o "incoherentes". Para ellos, el "secreto" militar debía convertirse en mentira permanente. La mentira no poseía las limitaciones de lo instrumental y estratégico. Si algún reconocimiento futuro se esperaba de parte de la sociedad, éste habría de ser respecto de los hechos falseados por el relato de los dictadores35. Los militares, a lo sumo, podían así aspirar a ser reconocidos por acciones que no habían llevado a cabo y por esfuerzos menores, sin riesgo ni sacrificio, en los que habían ocupado menos tiempo y en que no muchos habían participado. Por esos motivos sostuvieron siempre la opción por el exterminio clandestino, pusieron límites a las carreras militares de los "coherentes", recubrieron la cuestión de la verdad bajo el signo de la "imagen" y mantuvieron la mentira hasta el final. En esta postura destacan los nombres de Videla y Viola, el primero especialmente, y los generales que los secundaban. Sin embargo, dada la naturaleza del problema que generaba la escisión —el lugar de la verdad y del sentido de la mentira—, entendemos que las posturas no se definían simplemente de acuerdo a ideas y creencias explícitas sino en virtud de la amenaza de la verdad común y compartida a que se veían expuestos quienes asumían funciones de gobierno. El contacto con cualquier atisbo de publicidad —de lo público en general y de la visibilidad de la realidad política central del momento (las desapariciones), en particular— ponía a los generales ante el problema central del régimen o, como dirá Camps a posteriori, con el hecho de que habían tocado lo intocable (Terán 2006: 175), realizado lo innombrable e injustificable.

V. Conclusiones. La tensión entre dos formas de mentir: estratégica vs. moderna

El uso instrumental de la fe doctrinaria, el problema de la nominación y la preocupación por la verdad que subyacía a la cuestión de la imagen, dejaban ver las deficiencias de los militares al momento de explicarse a sí mismos los crímenes que estaban cometiendo. La posibilidad de que lo clandestino cobrara el carácter manifiesto de la verdad fáctica despertaba prevenciones y generaba conflictos que corroían la cohesión interna de las Fuerzas Armadas, en particular, en el Ejército. Que unos militares creyeran que en algún momento era posible decir la verdad y que otros creyeran que eso nunca podría tener lugar, muestra las limitaciones de la autocomprensión en términos belicistas. Por cierto, todos los militares mentían, negaban y destruían la verdad de los hechos, es decir, todos contribuían en lo esencial del régimen, el sistema de desaparición y la clandestinidad. Pero no todos ocultaban, simulaban y destruían por las mismas razones.

Partiendo de los análisis de Hannah Arendt sobre la mentira política, podemos encontrar una forma de entender el conflicto generado en el seno de los dictadores, el modo distinto de entender la mentira. Arendt distingue la mentira tradicional de la mentira moderna u organizada. Esta última se distingue por dos aspectos: por un lado ataca hechos comunes que atañen a todos, de modo que su eficacia depende de un aparato ideológico y manipulador que la implemente en todos los rincones de la sociedad, como en los totalitarismos; por otro, el mismo mentiroso se engaña a sí mismo, es decir, actúa como si la realidad fuera la que su propia mentira ha fabricado y no guarda para sí ningún testimonio de la verdad. En este sentido, la mentira organizada es ideológica: la ideología reemplaza la realidad con su lógica, tanto en el nivel de la realidad social (el mundo común) como en el nivel individual (en la vida de la mente) (Arendt 1999). En cambio, la mentira política tradicional, cuyo origen se halla en las relaciones interestatales, intenta ocultar verdades particulares a un enemigo y por eso tiene una utilidad estratégica, de modo que reconoce un vestigio de verdad en el círculo que la genera (en su origen, los funcionarios diplomáticos), el cual se vale en su actuar de esa diferencia de saber lograda mediante el engaño. En resumen, mientras que los mentirosos tradicionales conocen los secretos y las intenciones que ocultan y no buscan destruir la verdad con su mentira sino ocultarla a la mirada externa, los mentirosos modernos intentan cambiar todo el contexto, la historia, el mundo compartido, porque atacan cuestiones internas que conciernen a todos, incluso a ellos mismos (Arendt 1996). Según Arendt, para sostener su propia credibilidad, los propios mentirosos modernos se autoengañan anulando todo nicho de verdad convirtiéndose en hipócritas, lo que para Arendt significa convertirse en falsos testigos de sí mismos.

De acuerdo con esta distinción, los "moderados" o "incoherentes" aspiraban a estatuir una mentira permanente, moderna, y la destrucción generalizada que se ejerció desde el Estado terrorista bajo su mando parecía orientada a lograrlo. Por su parte, los "coherentes", habrían tenido en mente una mentira limitada y, por lo tanto, mantenían un nicho de verdad básico. Ahora bien, lo curioso del caso argentino residiría en el rol que en todo ello jugaban las representaciones de la guerra "no convencional". A diferencia del rol decisivo que jugaron las ideologías en los totalitarismos nazi y stalinista (Arendt 1999), en la Argentina procesita las doctrinas no tuvieron, según el análisis realizado en estas páginas, ese importante rol ideológico. Más precisamente, las doctrinas y representaciones belicistas parecían convencer menos a los mentirosos modernos ("incoherentes") que a los mentirosos tradicionales o estratégicos ("coherentes"). En efecto, en última instancia, los "coherentes", que creían ciegamente en sus doctrinas, sostenían una mentira limitada que en algún punto debía dejar su lugar a la verdad (cualquiera fuera el contenido que pueda suponerse que ella tendría); los "incoherentes", en cambio, aspiraban a lograr una mentira ilimitada aunque no se engañaban a sí mismos respecto de la eficacia de la ideología belicista para alcanzar ese logro. De modo que mientras que los "incoherentes" parecían tener una cierta conciencia de las limitaciones de los justificativos en términos de guerra "no convencional", los "coherentes" parecían querer llevar hasta las últimas consecuencias esos mismos justificativos. En virtud de esta falencia ideológica, se abría una brecha en el corazón mismo de la dictadura militar por donde la verdad de los hechos (las repercusiones que las desapariciones tenían en el mundo común) ejercía su trabajo corrosivo sobre los dictadores. Y si bien es difícil saber a ciencia cierta qué nivel de cinismo o de convencimiento estuvo presente en cada una de las posiciones, lo cierto es que el conflicto se deja ver, en esos términos y en sus aspectos públicos y semi-públicos, como un conflicto en torno a los alcances de la mentira.

En resumen, coherentes e incoherentes eran mentirosos, pero mientras que los primeros comenzaban la mentira en sí mismos, en la forma de representarse el mundo y su intervención en él, para luego extenderla al resto de la sociedad, los segundos necesitaban engañar primero a la sociedad para quizá más tarde convencerse a sí mismos. Los incoherentes se inclinaban hacia una mentira permanente que no revelase la estructura del Proceso y que borrase para siempre la verdad que podía echar por tierra al futuro orden. En este sentido, aspiraban a una mentira total de tipo moderno. Sin embargo, a falta de ideología totalitaria, la verdad quedaría resguardada en el círculo de mentirosos (justificados probablemente con un aura mesiánica). Por eso, seguían siendo, en ese aspecto, mentirosos tradicionales. Los coherentes, en cambio, preferían creer en la posibilidad de la revelación de la verdad de los hechos y por eso abrazaban ciegamente la creencia en la guerra antisubversiva, en la que la mentira tenía un fin estratégico y limitado. Podían liberar así su conciencia de la duplicidad del mentiroso —algo inadmisible para la mentalidad militar—. Se engañaban a sí mismos como los hipócritas que sostuvieron las ideologías totalitarias, pero eso mismo los llevaba a sostener la idea de que la verdad que estratégicamente ocultaban con fines bélicos, debía en algún momento ser revelada al mundo, aunque más no fuera porque eran militares convencidos y no simples mentirosos.

Para concluir, podemos decir que la brecha que abría la verdad en el corazón de la dictadura generaba un conflicto en torno a la razón de ser de la mentira, un conflicto que se plasmaba en dos formas diferentes de mentir. Por un lado, los incoherentes eran en mentirosos tradicionales y por eso no dejaban de ser testigos de la verdad que ocultaban y destruían, aunque tenían pretensiones de una mentira moderna u organizada en el mundo común; por otro lado, los coherentes, eran hipócritas modernos que sostenían una mentira tradicional y estratégica y por eso daban un lugar a la revelación de la verdad en el mundo y no en sus conciencias. En suma, el conflicto que corroía el cimiento terrorista del Proceso era el que enfrentaba a hipócritas modernos que sostenían la mentira de modo tradicional con mentirosos tradicionales que aspiraban a una mentira moderna y organizada, pero sin ideología.

Por último,  más de veinticinco años de finalizada la dictadura, debemos reconocer que son escasísimos, y además tardíos, los casos en que los propios perpetradores del terror y la desaparición contaron algo de la verdad del Proceso. Esto es tema que merece un nuevo análisis. De todas formas, la negativa a decir la verdad aun cuando la verdad ya había salido a la luz en democracia nos indica que las representaciones y los justificativos belicistas no podían fácilmente conjugarse con el restablecimiento de la verdad. En este sentido, la historia habría dado la razón a los "incoherentes" —concientes desde siempre de los peligros de la verdad, aunque más no sea en términos de una conciencia práctica— y así lo habrían reconocido los "coherentes" con su silencio postrero.

NOTAS:

1 De acuerdo con los análisis de H. Arendt sobre los totalitarismos, las ideologías tienen tres características que hacen a su nocividad pero también a su eficacia: reivindican "una explicación total" de la realidad y la historia, se independizan de toda experiencia de la realidad inyectando un significado secreto detrás de toda contingencia y presentan una consistencia deductiva que oculta mediante demostraciones las dificultades prácticas de manipular una realidad obstinada (Arendt 1999: 568-572).

2 Por verdad de hecho o fáctica me refiero a esa realidad común, pública y compartida por toda una comunidad desde las diferentes perspectivas de sus miembros, y cuya descripción exhaustiva es imposible o infinita sin que por ello pierda el carácter de lo verdadero —incluso como punto de partida de la posibilidad de desacuerdos (que son siempre desacuerdos sobre algo)—. "Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana" (Arendt 1996: 66).

3 Sobre el tema, ver el interesante libro de Canelo (2008).

4 Esas reivindicaciones difieren en que las anteriores al 24 de marzo eran llamados más o menos solapados a tomar las armas y el poder de gobierno evitando la palabra y, con ella, el problema anejo de la nominación, mientras que las posteriores eran más bien reclamos por la falta de declaración oficial de esa guerra. Ya en el inicio de la democracia, el argumento de la guerra será una estrategia jurídica para salvarse de las sanciones penales. La evidencia sobre el tema es extensísima y sólo podremos recuperar en estas páginas una parte. En 1975, por ejemplo, el por entonces coronel Bignone decía: "Callemos nosotros nuestra indignación cumpliendo silenciosamente nuestra misión, mientras dejamos a las armas hablar su idioma...". En el mismo sentido, el general Suárez Mason instaba: "Preciso es hablar poco y hacer mucho..." (Clarín y La Nueva Provincia, 16/12/75).

5 ¿A quién dirige esta aclaración en el Día del Ejército? ¿Al "mundo"? ¿Al Ejército, a sus compañeros de ruta, las otras fuerzas militares y de seguridad? ¿Cuán segura de algo puede estar una institución cuyo jefe tiene que enunciar esa seguridad?

6 Ver Novaro y Palermo (2003: 160, 169-170), Mensajes presidenciales (1977: 9, 40, 46), Yanuzzi (1996: 178-179), Troncoso (1984: 39-40) y Frontalini y Caiati (1984: 32-33).

7 ¿Cuántas veces hay que anunciar las guerras? Una sola. Luego, sigue el parte de guerra, la crónica y la crítica, tareas de informantes, cronistas y espectadores, y no de soldados, que habrán de estar ocupados en el campo de batalla. Así ocurriría en 1982 en Argentina, con la guerra de Malvinas.

8 Sobre esta última afirmación, tema al que está dedicado parte de mi tesis de doctorado, me permito remitirme a lo que he publicado hasta el momento: Martín (2008, 2009).

9 La misma expresión se repite en el apartado "Preparación" y en los Anexos 2 ("Inteligencia") y 15 ("Acción psicológica").

10 Plan del Ejército (Contribuyente al Plan de Seguridad Nacional), firmado por el Jefe de Estado Mayor General del Ejército (JEMGE), general Viola, febrero 1976, nuestro subrayado. Consignas similares estaban orientadas al "público externo" o a "los públicos afectados".

11 Así aparecía en una Directiva del Comandante General del Ejército. Aquí, al aconsejar el diálogo y la persuasión en los contactos que los oficiales tuvieran con los representantes de la Iglesia, se daba la siguiente recomendación: "[la] acción no deberá ser buscada como una maniobra política interesada, sino con el verdadero convencimiento que da la toma de conciencia de la actual situación y de la necesidad de superarla" (Directiva 504/77, anexo 4: "ámbito religioso", nuestro subrayado).

12 Ver el documento desclasificado por el Departamento de Estado del Gobierno de Estados Unidos por la Ley de Libertad de Información (Freedom of Information Act) N° 4525 del 16/03/1976 (en adelante citaré esta fuente como FOIA, más el número de archivo del documento y su fecha de emisión; por ejemplo, FOIA 4525, 16/03/1976).

13 Ver por ejemplo, FOIA 4510, 07/04/1976; FOIA 4511, 07/04/1976; FOIA 4212, 30/09/1976; FOIA 4192, 08/10/1976; FOIA 4187, 18/10/1976; FOIA 3550, 19/08/1977; FOIA 2612, 30/05/1978; FOIA 920, 11/04/1980.

14 Ver por ejemplo FOIA 4225, 24/09/1976; FOIA 2656, 17/05/1978.

15 FOIA 4242, 17/09/1976; FOIA 4236, 20/09/1976; FOIA 3888, 30/03/1977.

16 FOIA 3888, 30/03/1977.

17 Esa fue, por ejemplo, la respuesta de Massera a las requisitorias de la funcionaria norteamericana Patricia Derian. (FOIA 3564, 15/08/1977).

18 Estados Unidos se tomaría más de un año entre la comunicación y la efectivización de la interrupción del envío de armas (FOIA 3594, 01/08/1977); Francia no suspendió el comercio de armas luego de la resonante desaparición de dos de sus ciudadanas. Además, en el juego internacional del equilibrio de poderes, el gobierno militar argentino podía recurrir a otros países que servían de contrapeso, haciendo que las sanciones económicas perdieran parte de su eficacia (como cuando el gobierno decidió no adherir a un embargo cerealero contra la Unión Soviética).

19 Un examen del movimiento de derechos humanos y, en especial, de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, atento a esta problemática, como también uno que recoja la centralidad del tema de la verdad a partir de 1983/1984, también podrían iluminar nuestra comprensión en este sentido (ver Martín 2009).

20 Por ejemplo, en agosto de 1976, tras un publicitado operativo en Bahía Blanca encabezado por el general Vilas y en el que fuera acusado de "infiltración" un ex ministro del ex dictador general Lanusse, Gustavo Malek, se desató entre los dos generales un conflicto en el que Lanusse cuestionaba la acción de Vilas en términos de "imagen" y de "derechos", mientras que éste esgrimía demasiado pública y enfáticamente la ideología del régimen. Para los observadores no militares de la época, la decisión de Videla de sancionar a Lanusse aparecía defendiendo el "absurdo" de Vilas contra el planteo lógico del antiguo dictador. Ver La Nueva Provincia, ediciones del 5 al 11 de agosto de 1976; FOIA 4338, 06/08/1976 y FOIA 4325, 09/08/1976; entrevistas del autor.

21 Respecto de las repercusiones en el seno de la comunidad internacional, los militares argentinos encontrarían nuevamente cierto margen de maniobra. La OEA, por ejemplo, evitaría una condena expresa al régimen de terror y desaparición argentino. En buena medida esto fue posible gracias a la solidaridad de las dictaduras de la región. En el mismo sentido, un nuevo giro anticomunista en Estados Unidos daba más oxígeno al gobierno argentino (Novaro y Palermo 2003). Un indicador de ese giro fue la renuncia de Patricia Derian a la Subsecretaría de Derechos Humanos a principios de 1980 (Armony 1999).

22 "Que los hechos no están seguros en manos del poder es algo evidente, pero la cuestión está en que el poder, por su naturaleza misma, jamás puede producir un sustituto de la estabilidad firme de la realidad objetiva que, por ser pasado, ha crecido hasta una dimensión que está más allá de nuestro alcance (...) En su obstinación, los hechos son superiores al poder; son menos transitorios que las formaciones de poder (...) Este carácter transitorio hace que el poder sea un instrumento poco fiable para conseguir una permanencia de cualquier clase, y por eso no sólo la verdad y los hechos están inseguros en sus manos sino también la no-verdad y los no-hechos" (Arendt 1996: 272).

23 Por ejemplo, el ministro de Interior, general Harguindeguy, sostiene que el ejército vencedor no rinde cuentas y que la apertura del diálogo político dependía de la posición que tomaran los políticos respecto de la lucha contra la subversión (La Nación, 22/03/1980); en el mismo sentido se pronuncian los generales Viola, Videla y Galtieri (Clarín, 12, 17 y 20/04/1980, citados en Vertbisky 2002: 116-117).

24 FOIA, 2649, 18/05/1978. Ricardo Yofre (proveniente del radicalismo) fue Subsecretario de la Presidencia durante el gobierno de Videla.

25 En política interna los temas que se destacaron, durante todo el período 1976-1983 fueron la política económica, la política sindical, la apertura al diálogo político, los derechos humanos y los términos de la transición democrática; en política exterior, se destacaron la postura ante la crítica internacional por las violaciones a los derechos humanos (sobresaliendo la liberación del periodista Jacobo Timerman y la visita de la CIDH), el problema limítrofe con Chile en la zona del canal del Beagle y los reclamos por Malvinas (que culminaron en una guerra).

26 Partidarios del recurso a juicios sumarios y ejecuciones públicas fueron los generales de brigada R. Mujica, J. A. Buasso y L. B. Menéndez (ver Massot 2003, Fraga 1988, Novaro y Palermo 2003, Clarín 18/12/1975; La Nueva Provincia 18/12/1975). Sobre los argumentos a favor de la clandestinidad, ver Seoane y Muleiro (2001), Página 12 (31/08/2003) y Verbitsky (2006).

27 Al parecer, luego del asesinato del Jefe de la Policía Federal (el general Cardozo) por un atentado montonero, el general Buasso habría estado entre los posibles candidatos para cubrir la vacante. Pero el hecho de que pensara llevar "todo a la superficie" hizo que no fuera aceptado. El cargo recayó finalmente en el general Corbetta, quien fue reemplazado unas pocas semanas más tarde aparentemente a causa de la misma diferencia de punto de vista ("quería hacer las cosas por derecha", según la opinión de Buasso). Ver Seoane y Muleiro (2001).

28 Con un rol protagónico en la "lucha contra la subversión" desde el Operativo Independencia en Tucumán (1975), Vilas esperaba la "consideración", el reconocimiento de la tarea cumplida. Ver López Saavedra (1983) y la declaración indagatoria de Vilas en Causa 11/86, Cámara Federal de Apelaciones, Bahía Blanca.

29 Recordemos que las misiones de la CIDH sólo pueden proceder por invitación formal de los países "observados".

30 La Nueva Provincia (02/09/1979, 06/09/1979, 07/09/1979, 09/09/1979, 21/09/1979, 23/09/1979). Ese diario expresaba la opinión de los "duros" del Ejército y de la Marina, apelando desde sus columnas editoriales a esa coherencia soberanista y a las "archiválidas" razones de la represión y criticando a la excesiva preocupación por la "imagen" que mostraba el gobierno con esta invitación. No obstante, el diario no trastabillaba y no llevaba su "coherencia" hasta el punto de revelar lo clandestino, refiriéndose a los desaparecidos como "compatriotas extraviados" (La Nueva Provincia, 09/09/1979).

31 La liberación de Timerman por presiones internacionales había desencadenado el levantamiento con el que se exigía la renuncia del general Viola a la Comandancia del Ejército. Ver La Nueva Provincia (30/09/1979, 01/10/1979, 02/10/1979, 05/10/1979).

32 "Yo digo que tenemos que ser coherentes. Que esto es parte de la historia. Quizás la parte mala de la historia, pero historia al fin" (citado en Duhalde 1999: 258-261).

33 Ofuscado ante la denuncia de que en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) se cortaban los dedos de los prisioneros para evitar su identificación, respondió: "¡Mentira! Lo único que teníamos en la ESMA era la picana", y luego agrega: "Para mí habría que haber fusilado en River con Coca-Cola gratis y televisándolo. Yo no estaba de acuerdo con eso de trabajar por izquierda" (Verbitsky 2006: 23).

34 Eran los cuadros más decididos a combatir la "subversión" antes del golpe (Fraga 1988). Menéndez creía que "la masa del Ejército" compartía su postura (La Nueva Provincia, 30/09/1979).

35 Es poco probable que hayan tomado deliberadamente esta posición durante el Proceso, y mucho menos que la hayan previsto en los prolegómenos del golpe. Creo que es más acertado creer, aunque comprobarlo sea muy difícil, que asumieron esa posición en la práctica de gobierno.

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National Security Archive, Department of State documents on Argentina,Freedom of Information Act. Argentina Documentation Project & Information Systems, declassified on August 20, 2002 (FOIA).

Diarios Clarín, La Nueva Provincia, Página 12.

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