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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.20 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires June 2015

 

TEORIA

Cultura política: un concepto atravesado por dos enfoques.*

 

por Cecilia Schneider** y Karen Avenburg***

* El presente artículo fue escrito en el marco del proyecto de investigación UNDAVCyT 2012-2014 y en el proyecto PICTO 0104 que dirige la primera autora.
** Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), Argentina. E-mail: cecilia.schneider1@gmail.com.
*** Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), Argentina. E-mail: karenavenburg@hotmail.com.


Resumen

La cultura política es un concepto profusamente utilizado en la ciencia política desde los años 60 a la actualidad. En esta disciplina ha predominado la clásica definición inaugurada por Almond y Verba a fines de esa década y su aplicación en el análisis empírico cuantitativo en términos de valores, actitudes y conocimiento. La antropología, pese a su atención al concepto de cultura y a la existencia de una subdisciplina denominada antropología política, recién en las últimas décadas ha comenzado a discutir este concepto específico, proponiendo nuevas líneas de investigación para el estudio de la construcción de sentido sobre la política y empleando generalmente un enfoque cualitativo. El objetivo principal de este artículo es realizar una revisión crítica del concepto de cultura política. Para ello se distinguen las contribuciones más importantes realizadas en el marco de ambos enfoques a la vez que se señalan sus principales limitaciones. Seguidamente se propone una definición de cultura y de política. Por último, se plantea la viabilidad de integrar los enfoques politológicos y socio-antropológicos con el propósito de repensar la política (y una serie de fenómenos y prácticas propios de este campo, como la participación y el comportamiento político) desde la cultura.

Palabras clave cultura política - enfoque politológico - enfoque socio-antropológico - actitudes - significados

Abstract

Political culture is a widely used concept in political science from the 60's to the present. The classic definition inaugurated by Almond and Verba at the end ofthat decade has dominated the discipline, as well as their political uses in empirical political analysis regarding values, attitudes and knowledge. Within this framework, quantitative studies have prevailed. As for anthropology, despite its attention to the concept of culture and the existence of a subdiscipline called political anthropology, only in recent decades the concept has started to be discussed, proposing new lines of research for the study of the construction of meaning about politics and generally using qualitative approaches. The aim of this article is to review the theoretical concept of political culture in an effort to emphasize its structural principles to integrate new contributions coming from both disciplines.

Key words political culture - political science approach - socio-anthropological approach-attitudes - meaning


 

I. Introducción

La cultura política es un concepto complejo y multidimensional que, con mucha facilidad, puede tornarse ambiguo, oscuro y vago. Diferentes enfoques de vertiente política, sociológica y antropológica han iniciado la empresa de construir una definición consistente, con resultados variables y hasta antagónicos (Almond y Verba 1963, 1980, Berezin 1997, Krotz 1997, Laitin 1988, Parsons 1951, Swidler 1986 y Varela 2005, entre otros). Parte de las dificultades en torno a este concepto se deben, como bien observan algunos autores, a que los términos "cultura" y "política" suelen estar poco especificados (Berezin 1997, Castro Domingo 2011 y Krotz 1990). Cada uno de estos conceptos posee sus propias trayectorias, e incluso tienen diferentes sentidos para distintos estudiosos en los campos de la ciencia política y las ciencias antropológicas. Lo mismo ocurre, por ende, con la noción de "cultura política".

Revisar este concepto no es una tarea fácil; por un lado, si bien hay autores que lo emplean explícitamente, parten de la definición clásica de Gabriel Almond y Sidney Verba sin cuestionar y/o proponer nuevas elaboraciones; hay otros que también lo utilizan de forma explícita y construyen una conceptualización diferente; y finalmente, hay quienes no emplean el término "cultura política" pero, de acuerdo con el objeto que abordan, pueden entrar en este campo. En este artículo dirigimos nuestra mirada a quienes lo emplean de forma explícita, salvo contadas ocasiones que especificamos en el texto y cuyos aportes nos resultan sustanciales para elaborar una nueva reflexión sobre lo que el término pretende iluminar.

Por otro lado, sostenemos que el concepto "cultura política" está atravesado por dos enfoques: el político y el socio-antropológico. El primero, anclado en la larga tradición politológica norteamericana del análisis del comportamiento (comportamentalbehavioural); y el segundo, en una tendencia que desde los años 60 y 70 atiende al universo simbólico y sus sentidos, la disputa en torno a éstos y las ideas de dinamismo y heterogeneidad. Finalmente, una revisión de esta índole implica un gran esfuerzo de síntesis; Almond -veinte años atrás- hacía hincapié en la profusión de trabajos existentes en el campo de la ciencia política que abordaban la cultura política. En los últimos años, este gran interés no ha decrecido sino que muy por el contrario se ha acrecentado, también, en disciplinas como la sociología y la antropología.

En la primera parte del artículo, repasamos la conformación del concepto en la ciencia política bajo la herencia de Almond y Verba, a partir de un trabajo pionero en la política comparada como lo fue The Civic Culture, publicado en 1963. También explicitamos las principales críticas que se han hecho a esta obra clásica y nos adentramos en algunas nuevas perspectivas dentro de esa misma disciplina. En la segunda sección, rastreamos la definición y el uso del concepto en el campo socio-antropológico para, en una tercera y a modo de conclusión, retomar los elementos que consideramos relevantes de ambos enfoques y que, sostenemos, nos permitirá repensar la política desde la cultura.

II. El enfoque politológico: de las actitudes a los significados

Hace más de cuarenta años que el término cultura política irrumpía en el campo de la ciencia política gracias al hoy clásico trabajo de Almond y Verba (1963) The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five Nations. En este libro y bajo el amparo teórico de buena parte de las formulaciones realizadas por Talcott Parsons, se argumentaba que la cultura política de una sociedad podía convertirse en un factor explicativo potente de la estabilidad y modernización democrática.

Vale resaltar que la relevancia de la obra y el interés del argumento propuesto por los autores se enmarcan en el contexto de la posguerra, cuando se acrecentaban las dudas sobre el futuro de la democracia y dos sistemas de organización socioeconómica pugnaban por definirlo. En las primeras páginas del libro, los autores señalaban que el objetivo central de la ciencia política y el núcleo de su agenda a futuro debía ser determinar el contenido (político) de una nueva cultura mundial capaz de "fomentar la estabilidad democrática" y que "resultase más apropiada al sistema político democrático" (Almond y Verba 1963: 529). Dicho en otros términos: ¿es necesaria una cultura política democrática para que la democracia funcione?, ¿qué contenidos debe tener la primera?

A fin de dar respuesta a estos interrogantes, los autores se embarcaron en el estudio de la cultura política a través de la aplicación de la encuesta -utilizada por primera vez en esta disciplina- en un diseño de análisis comparado de Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia y México.

Desde esta perspectiva, la cultura política fue definida como el conjunto de orientaciones cognitivas (básicamente conocimientos y creencias), evaluaciones (opiniones y juicios) y actitudes (tendencias psicológicas que permiten a los individuos hacer valoraciones) que una población manifiesta frente a diversos aspectos de la vida política y el sistema político. Almond y Verba, pese a que inicialmente expresaron su interés por enriquecer el concepto con los aportes de la sociología, la antropología y la psicología1, lo utilizan, tal como subrayan, en uno solo de sus muchos significados: el de orientaciones psicológicas hacia objetos sociales. Este sentido determinará el desarrollo del concepto dentro de la disciplina por años.

Las principales conclusiones teóricas legadas por el llamado "enfoque cultural" impulsado por Almond y Verba pueden ser sintetizadas del siguiente modo: en primer lugar, la cultura política es una variable capaz de explicar comportamientos políticos que tienen una manifestación macro. Tal como señalan los autores, "el lazo de unión entre la micro y la macro política es la cultura política" (1963: 50). En segundo lugar, los distintos componentes que conforman la cultura política y el comportamiento político mantienen (o debieran hacerlo) una relación de congruencia; y entienden por tal a una relación de lealtad afectiva y evaluativa entre cultura y estructura.

Este "síndrome"2 tiene básicamente tres características: la coherencia, la agregación y la durabilidad a través del tiempo (Jackman y Miller 1998, Almond y Verba 1963). La coherencia refiere a la cultura política como un reflejo de un agrupamiento relativamente congruente de actitudes, opiniones y evaluaciones. Pero también hace alusión a la coordinación o correspondencia que debe existir entre una forma democrática del sistema político y un tipo de cultura política. De este modo, afirman: "podremos especular racionalmente sobre cuánto de cada cosa debe encontrarse en un país antes de que las instituciones democráticas echen raíces en actitudes y expectativas congruentes" (Almond y Verba 1963: 26).

En segundo lugar, este conjunto de actitudes, opiniones y evaluaciones es considerado prevaleciente y, por ende, tratado como características generales que posee la sociedad toda. Por último, los efectos de la cultura perduran a lo largo de la historia y éstos resultan muy difíciles -aunque no imposibles- de transformar.

Entre las conclusiones empíricas más relevantes y a la vez más controvertidas, subrayamos la existencia de un tipo de cultura política -al que llaman cívica- como la más compatible con el sistema democrático. Los autores afirman que ésta no es la única forma de cultura política pero sí la más congruente con el sistema y en este sentido, ubican a Gran Bretaña y Estados Unidos como los sistemas más cercanos al modelo y Alemania, Italia y México como los más divergentes del mismo.

Es interesante reparar en la descripción que hacen los autores de este tipo complejo de cultura cívica: se caracteriza por un marcado equilibrio entre las orientaciones activas y pasivas de los ciudadanos (es decir, una proporción de participantes comprometidos y activos políticamente y de súbdi-tos respetuosos de la norma pero, a la vez, pasivos y, en ocasiones, hasta indiferentes), entre las dosis de consenso y disenso (es decir, existencia de una polarización limitada), y finalmente, entre los niveles de confianza social e interpersonal y de relaciones afectivas e instrumentales con la política.

Estos postulados han sido objeto, a fines de los años 70, de numerosas revisiones y críticas provenientes de distintas escuelas teóricas, incluida la de pertenencia de los autores (Almond y Verba 1980). A nuestro juicio tres han sido las críticas más sustanciales: a) la definición de los componentes de la cultura política y de la democracia son objeto de un sesgo ideológico y etnocentrista (Welch 1993, etc.); b) la tajante separación que realizan los autores entre la cultura política y la estructura y c) la relación de causalidad establecida entre los valores, actitudes y juicios evaluativos y el comportamiento político denota un "reduccionismo causalista" o una "causalidad recíproca" (Barnes 1988, Barry 1978, Inglehart 1988, Pateman 1971, etc.).

Almond y Verba reformulan algunos de estos planteamientos en dos libros: uno conjunto y otro en solitario, editado por el primer autor, publicado en los años 90, cuyo sugerente título, A Discipline Divided. Schools and Sects in Political Science, da sobradas cuentas del caudal de agua que corrió bajo este puente.

Aquí los autores vuelven a remarcar la importancia de los valores y creencias en la explicación de los comportamientos políticos pero señalan que no deben ser considerados simples reflejos de las estructuras sociales o políticas. Dando un giro a sus primeras formulaciones, desestiman la idea de la coherencia y consistencia entre la cultura cívica y la estructura. Las actitudes políticas pueden ser discontinuas e incongruentes e incluso, poco integradas, sin llegar a provocar una desestabilización del sistema democrático3. Posteriormente, otros autores han apoyado con evidencia empírica estas mismas conclusiones (Montero, Gunther y Torcal 1998).

Por tanto, los trabajos que abordan la cultura política durante la década de los 90, son herederos del nuevo planteamiento que realiza Almond (1990: 144) quien considera a la cultura política

.. .en primer lugar, en un haz de orientaciones políticas de una comunidad nacional o subnacional; en segundo lugar, con componentes cognitivos, afectivos y evaluativos que incluyen conocimientos, creencias sobre la realidad política, sentimientos políticos y compromisos con los valores políticos; en tercer lugar, el contenido de la cultura política es el resultado de la socialización primaria, de la educación, de la exposición a los medios y de las experiencias adultas de las actuaciones gubernamentales, sociales y económicas; y en cuarto lugar, la cultura política afecta a la actuación gubernamental y a la estructura política, condicionándola aunque no determinándola porque su relación causal fluye en ambas direcciones4.

Actualmente, conviven con esta tradición -aún de mucho peso en la ciencia política- nuevos abordajes que se han ido alejando de las formulaciones originales y más clásicas y se han acercado a la tradición socio-antropológica que veremos en el próximo apartado.

Dentro de estas tendencias, algunos autores han examinado críticamente tanto las nociones involucradas en el concepto de cultura política como el método utilizado para estudiarla. Es el caso de Fernando Castaños (1997) o Norbert Lechner (1997). Este último, por ejemplo, observa que la cultura política suele confundirse con, y medirse mediante, las creencias y preferencias que se expresan en las encuestas de opinión pública: "El análisis de tales datos puede ofrecer, en efecto, antecedentes relevantes acerca de la percepción que las personas encuestadas tienen de la democracia y, en general, de la política. Pero ello no abarca sino la punta del iceberg que es la cultura política" (Lechner 1997: 19). Propone en cambio indagar acerca de los sistemas de valores, las representaciones simbólicas y los imaginarios colectivos.

En esta misma línea, se enmarca -en el ámbito nacional- la contribución de Quevedo (1997), quien se centra específicamente en la relación entre medios de comunicación y cultura política para analizar en el caso argentino el proceso de formación de una nueva cultura política massmediática en los 905. En este esfuerzo, el autor cuestiona cualquier idea esencialista de las identidades políticas y sociales; piensa en términos de una cultura política que está generada históricamente y es campo de conflictos por los sentidos. Define a "la cultura política de un pueblo como el conjunto de las formaciones simbólicas e imaginarias mediante las cuales los individuos viven y se representan las luchas por el poder y las competencias por el dominio de los sistemas decisorios de una sociedad" (Quevedo 1997: 62).

Pero sin duda, entre los aportes más interesantes y recientes, merece mayor detenimiento el realizado por Marc Ross (2010). El autor parte de la definición de Clifford Geertz (2003), quien entiende a la cultura como tramas de significación. La cultura "es una cosmovisión que contiene guiones específicos" que hacen de matrices explicativas de "cómo y por qué los grupos se comportan de la manera que lo hacen. Este marco incluye tanto aspectos cognitivos como afectivos de la realidad social, y supuestos acerca de cuándo, dónde y cómo tenderán a actuar concretamente las personas en una u otra cultura" (Ross 2010: 11-12).

Estos entendimientos compartidos se hallan entre quienes poseen una identidad en común que los distingue de otros. Pero si bien hay significados que refieren a experiencias grupales, esto no significa que sean aceptados por todos de igual manera, que esa gente se comporte de igual modo, ni que valoren esa identidad de la misma manera; por el contrario, hay diferencias y conflictos intraculturales. Justamente Ross se hace eco de las críticas a Geertz en cuanto a su excesivo énfasis en la integración de la cultura y sus limitaciones para ver cómo ésta es disputada. En vez de ello, y aquí lo interesante, busca poner el foco en las prácticas de construcción de sentido y en las relaciones políticas que posibilitan ciertas acciones y benefician a ciertos grupos por sobre otros. Por tanto, Ross subraya que la importancia de la cultura en el estudio de la política radica en que proporciona a las personas un marco para organizar sus mundos. Contrariamente a los postulados más clásicos, el autor no se refiere a la "cultura política" per se sino al "análisis cultural de la política". Para llevarlo a cabo, sostiene la necesidad de poner énfasis en cómo, a través de significados intersubjetivos compartidos, los actores entienden y actúan "políticamente" en sus mundos cotidianos. Por ende,

.la cultura es una cosmovisión que aporta un reporte compartido de la acción y de sus significados, y que configura identidades sociales y políticas. Se manifiesta en una forma de vida transmitida (con cambios y modificaciones) a lo largo del tiempo y se encarna en las instituciones, valores y regularidades de comportamiento de una comunidad (Ross 2010:35).

En resumen, la política ocurre en un contexto cultural que vincula a los individuos y las identidades colectivas; también define los límites entre grupos, así como las acciones posibles entre y dentro de los grupos; además aporta un marco de referencia para interpretar dichas acciones; y finalmente, ofrece recursos para la organización política y la movilización.

Por ello es que el análisis cultural de la política, desde esta perspectiva, debiera interesarse particularmente por las disputas al interior del grupo, por los relatos y sus significados, y por el modo en que unos relatos -que no se anclan "en la nada" sino en experiencias y proyecciones recordadas selectivamente y reinterpretadas- se vuelven dominantes por un tiempo.

III. El enfoque socio-antropológico: de los valores a los significados

En el ámbito de la sociología, la importancia de la cultura en la acción humana es deudora del argumento weberiano sobre los orígenes del capitalismo: de acuerdo con éste, el comportamiento económico y racional del capitalista es posible gracias a la influencia de la cultura bajo la forma de la doctrina calvinista. En este enfoque, la principal ligazón entre cultura y acción se realiza mediante la definición de valores, es decir, de los fines últimos que orientan y dirigen a la acción.

Ann Swidler (1986), en un clásico artículo denominado "Culture in Action: Symbols and Strategies", se pregunta por el modo en que la cultura puede afectar realmente la acción y por la manera en que interactúa con la estructura. Su respuesta se aleja de la utilización más clásica inaugurada por Weber (1946a, 1946b) y sostenida por Parsons (1937, 1951, 1966) del término. Para ella, la cultura debe ser entendida como una caja de herramientas -repertorio de símbolos, historias, rituales y visiones de mundo- que la gente usa para resolver diferentes clases de problemas. Cada una de estas herramientas definiría estrategias de acción que, para los actores que las emprenden, significan modos de organizar la propia experiencia. Desde su perspectiva, entonces, la causalidad de la cultura no residiría en definir los fines de las acciones -como el enfoque weberiano sugería-, sino en tanto caja de herramientas de la que las personas se valen para construir estrategias de acción.

Si bien pensar la cultura en términos instrumentales tal como lo hace la autora puede resultar limitado, a diferencia del primer Almond y Verba, Swidler sostiene una concepción de la cultura que la aleja del sistema unificado, internamente consistente y sin fisuras, y reconoce que este repertorio es diverso y a menudo contradictorio. A la vez, resalta que la relación cultura/acción colectiva varía a través del tiempo y de las condiciones históricas. Si bien distingue el importante aporte realizado por los autores al incluir los valores para el análisis político y social en un contexto donde casi todo se reducía a las condiciones materiales de existencia como único factor de análisis6, Swidler señala que el desafío de la sociología de la cultura no debe consistir en tratar de estimar cuánta cultura es determinante -como si fuera una dimensión matemáticamente medible-, sino cómo ésta es usada por los actores, cómo facilita o constriñe los patrones de acción, y qué cambios históricos específicos contribuyen a la vitalidad de algunos patrones culturales y a la caída de otros.

Una exhaustiva revisión de la relación entre cultura y política es realizada por Mabel Berezin (1997), quien profundiza en los subcampos que se han generado en torno a ese binomio. Uno de estos subcampos es el de "cultura política" que, enfatiza la autora, no es lo mismo que hablar de "política y cultura". En esta última fórmula, cada uno de los términos pareciera constituir un ámbito social autónomo, sugiriendo la existencia de temas culturales independientes de sus usos políticos: unas veces se movilizarían al servicio de la política, y otras no. En oposición a esta perspectiva, la autora prefiere hablar de "cultura política", pues da cuenta de los límites de la acción cultural dentro de los cuales se desarrolla la política. Esta noción, entonces, es definida como "la matriz de significados encarnada en símbolos expresivos, prácticas y creencias, que constituye la política ordinaria en una colectividad delimitada" (1997: 364).

Si nos adentramos ya en el campo de la antropología, específicamente de la antropología política, Pablo Castro Domingo (2011) observa que recién en épocas recientes esta subdisciplina se ha interesado por el concepto específico, intentando explicar el modo en que se vinculan las conductas políticas con las tradiciones culturales o los valores interiorizados. Este autor realiza un rico y extenso repaso de diferentes abordajes del concepto. Se refiere a la cultura política en términos de sistemas simbólicos vinculados al ejercicio del poder. Aclara además que no es un sistema unificado y homogéneo, y resalta el carácter dinámico y construido de los signos y símbolos, los cuales son socialmente producidos, transformados y desechados. En sus propias palabras,

.es como un esquema que trasmite significaciones materializadas en símbolos y signos de una generación a otra (...) También hay que entender que la cultura política no puede ser reducida a creencias, actitudes y preferencias, pues aunque esos ámbitos sean parte de ella, no se restringe tan sólo a eso; se estructura en los sistemas de valores, en las representaciones simbólicas y en los imaginarios colectivos (2011: 242-243).

Es en estos espacios donde los actores hacen inteligibles las esferas de poder, dando sentido y coherencia a la multiplicidad y complejidad de las relaciones de poder.

Evitar reducir la cultura política a meras creencias, actitudes y preferencias implica también para el abordaje antropológico -a diferencia del enfoque clásico visto precedentemente- incurrir en los análisis cualitativos. Los mismos incluyen por ejemplo el trabajo de campo, las entrevistas en profundidad, las historias de vida, entre otros instrumentos. El abordaje cualitativo se demuestra más apto para acceder al mundo de los significados políticos o de cualquier otro tipo (ver por ejemplo De la Peña 1990 y 1994, Palmeira y Heredia 1997, Rosaldo 1997 y 2000, Ubaldi y Winocur 1997, entre otros).

Dentro de estos abordajes se destacan los estudios realizados por Esteban Krotz (1990, 1997, etc.), generalmente centrados en el sistema político mexicano; también sobresale la propuesta de Roberto Varela (2005), considerado punto de referencia por varios investigadores de cultura política. En uno de sus trabajos, Krotz (1990) presenta cuatro abordajes provenientes de la literatura antropológica que pueden brindar líneas útiles para el estudio de la cultura política. En primer lugar, considera la relación entre política y significado -retoma para ello a Geertz (2003)-. En segundo lugar, analiza candidatos y redes electorales atendiendo al tipo de vínculos que se establecen entre los primeros y sus electores. En tercer lugar, indaga cómo se construye la legitimidad. Y finalmente, ubica el estudio de cualquier cultura política en el marco de una concepción global de evolución social y cultural.

En un trabajo posterior, este autor (Krotz 19977) retoma críticamente las tres dimensiones que constituyen el modelo de Almond y Verba -cognitiva, afectiva y evaluativa-, para proponer la existencia de una cuarta dimensión: la utópica. La misma se relaciona tanto con una inconformidad con el presente como con la esperanza en un futuro distinto e implica una concepción del mundo en proceso. Krotz destaca entonces el intento de Almond y Verba de abordar la vida política desde los sujetos, así como su diferenciación analítica de las tres dimensiones de la cultura política, pero explica: "El estudio de la cultura política sería incompleto si sólo se tratara de averiguar qué es lo que se sabe, qué se siente y qué decisión resulta o podría resultar de esto. La cabal comprensión de los sujetos sociales que crean y reproducen, mantienen y cambian la sociedad y la cultura, no puede lograrse sin conocer lo que anhelan, desean y sueñan" (1997: 48). Para este autor, entonces, la cultura política es "el universo simbólico asociado al ejercicio y las estructuras de poder en una sociedad dada" (1997: 39) y aclara que la separación entre "cultura" y "cultura política" es puramente analítica: "El universo simbólico asociado al ejercicio y a las estructuras de poder de una sociedad es parte del universo simbólico general" (1997: 41).

El segundo de los autores mencionados, Varela, realiza un profundo rastreo de los trabajos sobre cultura política en México8 entre los años 19809 y 1994. Tras discutir los conceptos de cultura y política por separado, define a la cultura política como "el conjunto de signos y símbolos compartidos (transmiten conocimientos e información, portan valoraciones, suscitan sentimientos y emociones, expresan ilusiones y utopías) que afectan y dan significado a las estructuras de poder" (2005:166). Cuestionando aquellos análisis que justifican por medio de la cultura todo lo que no pueden explicar por otros medios, el autor busca diferenciar en qué sentidos se puede recurrir a ella para comprender el comportamiento político, y en qué punto conviene indagar en las estructuras de poder. Según explica, la cultura es esa "matriz, tanto consciente como inconsciente, que da significado -no que causa- al comportamiento y a la creencia social. Podemos y debemos buscar el significado de los signos y símbolos para dar cuenta cabal de una situación social, pero no le pidamos a la cultura una explicación causal de los fenómenos sociales" (2005: 97)10. Así, Varela presenta varios ejemplos en los que la cultura política no determina necesariamente la participación política -sino que la causa reside en la estructura de poder-, aunque no por ello deja a un lado la posibilidad de que sea un concepto necesario para explicar otros comportamientos políticos. Esto significa que si bien en ciertas situaciones se torna un concepto clave para explicar determinados comporta-mientos11 políticos,

.. .los contenidos culturales (...) sólo operan en medios sociales concretos, de tal modo que modificados estos últimos no ejercerían la misma influencia los primeros. Aunque es frecuente que varios factores intervengan simultáneamente en la producción de los fenómenos sociales, el analista tiene que proponer un orden de prioridades en la explicación del fenómeno (2005: 157).

Por último, cabe mencionar dentro de este abordaje -aunque sin adentrarnos en detalle en cada uno de ellos- a los estudios que se centran en la relación entre Estado y sociedad desde diferentes ángulos. Ejemplo de ellos son los análisis de la relación entre humor y política en México (Schmidt 1996)12 y las investigaciones sobre rituales políticos en sociedades occidentales, tales como el de Palmeira y Alasia de Heredia (1997) sobre los mítines políticos en dos estados de Brasil, el de Adler, Lomniz y Adler (1990) sobre las campañas político-electorales en México, o el de Abélés (1988) sobre dos rituales realizados por el presidente francés Françoise Mitterrand. Otros ejemplos son los sugerentes trabajos sobre ciudadanía cultural13 en el caso de los latinos en Estados Unidos de Renato Rosaldo (199714 y 2000).

También existen, aunque en mucha menor cantidad, investigaciones sobre grupos étnicos y cultura política. Entres ellas se encuentra la de Pacheco (1997, en Castro Domingo 2011), quien se pregunta acerca de la pertinencia de las herramientas propuestas por Almond y Verba para el sistema político de los indígenas de México. La autora encuentra que el ejercicio del poder entre los indígenas transcurre por canales de expresión y participación política diferentes a la política formal del Estado, y que la definición propuesta por Almond y Verba no permite considerar los comportamientos de los indígenas en relación con su sistema político, ni tampoco en relación con el nacional. Otro caso es el de Clifford Geertz (2000, 2003) quien, entre muchas otras cosas, estudia la relación entre cultura y política tomando el caso de la representación ritual del poder en el Estado-teatro balinés. El autor analiza allí el modo en que la cultura, la trama de significados, se refleja en la política, en la cual se despliega dicha trama. Aunque Geertz no hace una propuesta de cultura política, sí asienta algunas ideas que pueden resultar de utilidad -y en efecto han sido ampliamente empleadas- para el estudio de las relaciones de poder, como su noción de cultura o de las relaciones entre ambas.

IV. Cultura política: ¿qué cultura?, ¿qué política?

Habiendo repasado las líneas centrales de los dos enfoques -el politológico y el socio-antropológico-, que atraviesan el concepto en cuestión y haciéndonos eco de las observaciones de Berezin (1997), Castro Domingo (2011) y Krotz (1990) consideramos necesario establecer qué entendemos por "cultura" y por "política" para analizar, luego, si es posible hablar de "cultura política" y en qué términos repensarla.

En la antropología existe un profundo debate acerca de la idea de cultura. Como observan Alejandro Grimson y Pablo Semán (2005), si bien para gran parte de las ciencias sociales su relevancia es indiscutida, para la disciplina antropológica en particular resulta sustancial discutir qué se afirma con el concepto. De acuerdo con Ulf Hannerz (1996) hay tres grandes afirmaciones que han recorrido el concepto; las dos primeras son fuertemente cuestionadas hoy en día: 1) que la cultura es un sistema de significados diferente en cada grupo y que cada uno de estos grupos se liga a un territorio definido (sin embargo, ¿podemos hoy hablar de culturas territoriales específicas?); 2) que la cultura está integrada de alguna manera (sin embargo, ¿podemos hoy hablar de culturas totalmente integradas y coherentes?); y 3) que la cultura se aprende en la vida social.

Rescatando los cuestionamientos señalados por Hannerz, seguimos la distinción que realiza Susan Wright (2007) entre los viejos y los nuevos significados de cultura. Frente a los primeros, según los cuales la cultura es vista como una entidad estática y homogénea, claramente delimitada y con características definidas, adherimos a los segundos, que entienden a las culturas como heterogéneas, dinámicas, históricas, conectadas con diferentes niveles contextuales -y no claramente delimitadas-, y como procesos activos de construcción y disputa por los significados. Hay que señalar, no obstante, que aunque la autora define (muy acertadamente) las características de la cultura, no termina de especificar qué es; es decir que la adjetiva sin llegar a definirla.

Por tanto, el aporte geertziano de pensar en términos de tramas de significados no debe ser descartado. Concordamos con lo que García Canclini (2005: 35) denomina una "definición sociosemiótica de la cultura, que abarque el proceso de producción, circulación y consumo de significaciones en la vida social". Pero, de acuerdo con algunas de las críticas que se le han hecho a Geertz, entendemos que las "tramas de significados" no pueden ser consideradas parte de entidades cerradas, claramente delimitadas y homogéneas. Pues las culturas están inmersas en procesos de producción, financiación, censura y circulación, procesos atravesados por relaciones de poder (Abu-Lughod 2006), tanto al interior como entre culturas. Aún así Lila Abu-Lughod (1991) nos advierte de un frecuente uso del concepto que tiende a congelar las diferencias: hablar de cultura o culturas implicaría en ese caso cristalizar distinciones e incluso jerarquías entre "ellos" y "nosotros".

Son relevantes también los aportes realizados por Alejandro Grimson (2011) a este debate; desde una perspectiva emparentada con las que han manifestado previamente autores como Renato Rosaldo (1991), Claudia Briones (1998, 2005) o Rita Segato (2007) en cuanto a la permeabilidad de las culturas respecto a contextos regionales, nacionales y transnacionales, así como al carácter construido de las identidades, el autor introduce el concepto de "configuraciones culturales". Con él busca enfatizar -distanciándose de las definiciones clásicas y posmodernas de la cultura- la diversidad de sentidos existente en toda trama simbólica; busca destacar también que estas tramas se tejen y articulan en cada contexto de un modo específico y particular. Resalta cinco aspectos constitutivos de dichas configuraciones: la heterogeneidad, la conflictividad, la desigualdad, la historicidad y el poder. Esta distinción permite comprender la heterogeneidad de cada espacio social específico, sus desigualdades y distintas jerarquías y las múltiples posiciones que los actores ocupan en las sociedades contemporáneas. Es decir, somos constituidos por múltiples configuraciones culturales (sin negar en ellas distintos grados de sedimentación histórica producto de las luchas de poder). Nociones como ésta son estimulantes para repensar la relación de cultura y política: en lugar de preguntar por los individuos, sus rasgos, características y actitudes, preguntan por los espacios simbólicos y los regímenes de sentido. Desde esta mirada, la cultura se encuentra en la base del conflicto político (no se trata sólo de afirmar que existe lucha cultural o que toda lucha o acción política tiene una expresión cultural).

En cuanto a la noción de la política, nos interesa subrayar dos dimensiones. La primera, considera la política en el sentido definido por Easton hace ya varias décadas, como aquella actividad que implica una "asignación imperativa de valores para una sociedad" (1969: 79). A diferencia del autor, sin embargo, no pensamos que esta asignación imperativa de valores se realice únicamente o de forma privilegiada a través de los sistemas políticos (como se sabe, objeto de estudio preciado para la ciencia política). Esto significa que no existe una necesaria coincidencia entre la política y una determinada forma de organización. Más bien se trata de considerar que hay y puede haber política en las sociedades sin Estado -además, como ya mostró Weber, el Estado es sólo una manifestación histórica particular de la política-, y la habrá en aquellas donde éste sea sustituido; y sin duda la hay en la variedad de ámbitos y organizaciones sociales existentes en cualquier sociedad -lo que Dahl (1983) llamó la "ubicuidad" de la política-. Por ello, la política no se agota en las formas más cristalizadas del poder, aunque éste sea un atributo insoslayable.

Nos interesa remarcar, pues, que -en un sentido amplio- la política no implica únicamente la actividad que configura el poder y lo hace posible, sino que también refiere a la definición de valores, principios y horizontes sociales por parte de los distintos grupos y actores que luchan por imponer su cosmovisión del mundo o de la realidad. Como diría Giovanni Sartori (1988), la dimensión idealista de la política es aquella que resume el objetivo último de la acción política en la definición de qué tipo de sociedad se quiere alcanzar.

Habitualmente, también, los dominios de la política se definen por sus funciones señalándose que las primordiales son la integración y la adaptación de las personas a una comunidad social más amplia; y donde el monopolio de la coerción de la fuerza legítima hace posible precisamente esa integración. Se subraya de este modo la idea de que la fuerza es el medio de la política y la dominación el corazón de lo político. No obstante, conviene recordar junto a Balandier que esta caracterización es más una localización que una definición, pues "la dominación no agota el campo de lo político de la misma manera que la moneda no agota el campo de lo económico" (1969: 36).

Sin embargo, y sin desconocer esta advertencia, la dimensión pragmática o realista de la política define al poder y a la fuerza como sus elementos definitorios. El poder en sus diferentes modalidades -coerción, influencia, autoridad, fuerza- expresa, por un lado, la capacidad de conseguir que los demás se adapten a la propia voluntad, constituyéndose en un "poder para" o un poder como capacidad; y por el otro lado, la influencia sobre grupos o sujetos con el fin de obtener obediencia, de construir orden social, de definir metas colectivas o de intervenir en el proceso de decisiones; constituyéndose en un "poder sobre" o un poder como relación. Es decir, la política -a través del poder y mediante el consenso cooperativo o la imposición legitima- crea normas que hacen posible la convivencia social y resuelve (o busca hacerlo) los conflictos y problemas sociales.

En resumen, integrando ambas dimensiones (en términos de Sartori se trataría de la idealista y la realista), consideramos que la política refiere a la interacción de los diversos actores sociales que, al tener intereses y valores enfrentados, entablan y luchan por influir y/o acceder en la toma de decisiones públicas y en el poder público; y, en un sentido más general y precedente, luchan por influir sobre el modo en el que se deciden y se resuelven los conflictos sociales.

V. Conclusiones finales

Por tanto, ¿podemos seguir usando la noción de "cultura política"? ¿Resulta un concepto fructífero para las ciencias sociales? ¿Es posible compa-tibilizar los nuevos aportes de los enfoques socio-antropológico y politológico?

En este trabajo nos propusimos revisar los abordajes que se han realizado en torno al concepto de cultura política; no buscamos abarcar la totalidad de estudios al respecto, pero sí haber delineado dos grandes perspectivas. Una de ellas, la politológica, instaló el concepto de cultura política a partir del ampliamente mencionado trabajo de Almond y Verba15, desde una mirada de análisis psico cultural y cuantitativo, la comprendió como el conjunto de valores, preferencias y actitudes hacia los objetos políticos. La otra, a la que hemos denominado socio-antropológica, retoma algunos aspectos de aquella obra clásica pero se centra, desde una mirada cualitativa, en los procesos de producción, disputa y modificación de significados vinculados a las relaciones de poder.

Asimismo, y pese a que hemos hallado antropólogos que retoman críticamente las propuestas de Almond y Verba y politólogos que abogan por nuevas perspectivas que, quizás, correspondan más al segundo enfoque, se trata de dos líneas en sus formulaciones más clásicas difíciles de compatibilizar.

Sin embargo, como ha quedado descripto en el marco de ambas líneas es posible advertir que dichos enfoques en sus enunciaciones más recientes se mueven en un campo de pensamiento que considera a la cultura en términos socio-semióticos (García Canclini 1995, 2005). Aun dentro del enfoque politológico, cuyo análisis de la cultura política en términos socio-psicológicos goza de muy buena salud (sólo basta revisar la Encuesta Mundial de Valores), puede observarse un giro hacia los significados. Nadie "retrocede", de este modo, del aporte geertziano que propone pensar la cultura en términos de tramas de significados, aun incorporando las ideas de heterogeneidad y conflicto.

A partir de estas dos grandes perspectivas, retomamos los elementos que, a nuestro entender, pueden contribuir a una conceptualización que permita seguir discutiendo los límites y alcances del concepto. En efecto, con base a lo que vimos hasta aquí, toda experiencia política está culturalmente mediada. Ahora bien, ¿esto significa que todo se explica culturalmente? En absoluto. Significa que algunos comportamientos políticos podrán explicarse en términos de cultura política -esto es, los significados mediante los cuales los individuos se representan y actúan en las relaciones de poder, en los conflictos por visiones y valores enfrentados acerca de la realidad y la sociedad, y en los procesos decisorios donde se implican-; pero otras tantas acciones humanas, si bien permiten reconocer una dimensión cultural, habilitarán el reconocimiento de otros tipos de causalidades (Varela 2005).

En segundo lugar, cualquier idea homogénea con respecto a la cultura política -como con respecto a la cultura en general- debe ser cuestionada. Hablar de cultura política no significa pensar que todos los integrantes de una sociedad comparten sentidos e interpretaciones incuestionadas e incuestionables respecto de las relaciones de poder, la toma de decisiones, los valores sociales dominantes o el conflicto de intereses. Por el contrario, los "nuevos significados de cultura" (Wright 2007) permiten una lectura del ámbito de la cultura política y, en este sentido, reconocemos que hay interpretaciones y experiencias heterogéneas de la política (del poder, de los sistemas decisorios, de los valores, del conflicto) aun en las sociedades más pequeñas.

En tercer lugar, dicha heterogeneidad está inmersa en relaciones de poder, en tanto diferentes perspectivas luchan entre sí, en desigualdad de fuerzas, por imponer -o tornar concebibles- sus sentidos: en consecuencia, la cultura política es dinámica. Por último, en esas luchas hay sentidos que se vuelven hegemónicos en un período histórico y en un espacio específico -y por ello no debemos confundir significados hegemónicos con "la cultura política"-. Siempre hay márgenes para que los diferentes actores y grupos "filtren" sus experiencias -que inciden en los sentidos- y en sus propias interpretaciones. Por ende, los sentidos hegemónicos no son inalterables: el proceso hegemónico debe ser continuamente renovado, reforzado, defendido y modificado, por ser constantemente resistido, alterado y desafiado (Williams 1980).

Por tanto, consideramos saludable para el desarrollo del concepto y para los análisis empíricos de que él se desprendan, comprender a la cultura política como la matriz de significados encarnados en símbolos, prácticas y creencias colectivas mediante los cuales las personas y las sociedades se representan las luchas por el poder, ponen en acto las relaciones de poder, la toma de decisiones, cuestionan o no los valores sociales dominantes y resuelven o no el conflicto de intereses. En esa matriz actúan las personas, disputando esos significados y luchando a veces incluso por expandir los mismos límites de lo que se considera o no posible, lo concebible y lo realizable.

Notas

1 En los 90, Almond y Verba reconocen que el enfoque es deudor de los aportes provenientes de las tres vertientes disciplinarias: Weber, Durkheim, Mannheim y Parsons desde la sociología; Lazarsfeld desde la psicología; y por último, Mead y Benedict desde la antropología.

2 Un síndrome se caracteriza por ser un conjunto sintomático de signos que concurren en tiempo y forma. Inglehart (1988: 1.203) -un tiempo después-, consideró la cultura política como "un síndrome coherente de satisfacción personal, de satisfacción política, de confianza interpersonal y de apoyo al orden social existente. Esas sociedades que alcanzan una posición alta en relación con ese síndrome, tienen una mayor posibilidad de aparecer como democracias estables, que aquellas otras que tienen posiciones bajas".

3 El propio Verba, junto a Pye, dos años después de la publicación de Civic Culture realiza algunas de estas precisiones que luego otros retoman.

4 Cuando no se indica lo contrario, la traducción es nuestra.

5 Los massmedia no son meros transmisores o amplificadores de la voz en los discursos políticos, sino que forman parte de la misma producción de sentido.

6 Vale aclarar que la antropología se excluye de este contexto al que alude Swidler; en ella habían diferentes corrientes, desde unas más materialistas hasta otras que ponían el foco en el plano simbólico.

7 Tanto este como otros trabajos aquí citados se incluyen en una valiosa compilación coordinada por Rosalía Winocur (1997).

8 El de México se destaca por ser uno de los campos académicos en los que más se ha trabajado, en el ámbito de la antropología, el concepto específico de cultura política.

9 La fecha de inicio, explica Varela, radica en que hasta ese momento se desconfiaba de los análisis de los politólogos norteamericanos, entre ellos, el de cultura política.

Si bien concordamos con el autor en no considerar a la cultura como determinante -pues pensamos que hay múltiple factores que inciden en la vida social-, sí consideramos que en el marco de esa matriz se interpreta la realidad y que desde esas interpretaciones se actúa. En consecuencia, la cultura no solo da significado sino también incide en las acciones.

Varela distingue cultura -signos y símbolos compartidos- de comportamiento -acciones, relaciones sociales-.

Schmidt observa que la participación política -incluso los canales de resistencia- generalmente ha sido analizada a partir de actos masivos, tales como las elecciones, las huelgas, las ocupaciones de tierras o las guerrillas. No obstante, también son relevantes los actos de resistencia individuales que, si bien no tienen un efecto inmediato y evidente, pueden tener alta relevancia cultural e impacto político. Es el caso que él analiza, el del humor político.

La ciudadanía cultural trata sobre el derecho a la diferencia respecto a las normas nacionales dominantes, sin que ello implique la pérdida de los derechos como ciudadanos. Requiere considerar las perspectivas de los actores subordinados en relación con la pertenencia, así como sus aspiraciones, sus experiencias, sus luchas por lograr la emancipación, el bienestar y el respeto.

14 Aunque no hay allí una mención explícita del concepto de cultura política, Castro Domingo (2011: 235) encuentra que "subyace una idea de cultura política como un espacio que se construye en las arenas, donde los actores sociales dirimen sus proyectos de vida que imaginan y por supuesto tratan de recrear".

15 Es importante subrayar que a nuestro juicio los autores no pretendían en The Civic Culture... hacer una teoría de la cultura política, sino más bien pensar las condiciones bajo las cuales las democracias funcionasen óptimamente.

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