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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.20 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2015

 

CONCEPTOS CLAROS, BUENA CIENCIA POLÍTICA*

 

por Gianfranco Pasquino**

* Traducción de Yanina Bocanera, controlada por el autor.
** Profesor Emerito de Ciencia Política, Universidad de Bolonia, Italia. E-mail: gpasquino@johnshopkins.it.


Resumen

El artículo es una crítica a la formación de conceptos poco rigurosa. Las definiciones nuevas en la ciencia política deben tener en cuenta tanto la pertinencia estipulativa como la dimensión histórica de los conceptos, así como su utilización en diversos enfoques. Para ilustrar el argumento se utilizan conceptos como "democracia mayoritaria", "partido atrapa todo" y "príncipe".

Palabras clave Ciencia política - conceptos - metodología - democracia - partidos políticos

Abstract

This article is a critique of the process of concept formation. In the field of political science, new definitions should take into account the operational accuracy as well as the concept's historical dimension and its use by different approaches. The article illustrates this point by using concepts as "majoritarian democracy", "catch-all party" and "prince".

Key words Political science - concepts - methodology - democracy - political parties


 

Más tiempo pasa, más artículos y libros de cada "escuela" leo (actividad recomendable a todos los politólogos); más sensible me vuelvo a la definición de los fenómenos políticos y a su conceptualización; y más "científicamente" irritado me siento frente a las aproximaciones, las simplificaciones, los errores y las manipulaciones de los conceptos. La política, como actividad y como estudio, tiene una historia más que bimilenaria que no puede ser cancelada sosteniendo que el pasado ha sido superado y es obsoleto, que la nueva política solicita nuevos enfoques y nuevos métodos, lo cual es cierto, pero no exime en absoluto el conocer los viejos métodos y los viejos enfoques, algunos de los cuales tienen una extraordinaria vitalidad. Si pretendemos poner en discusión las definiciones tradicionales de un fenómeno político y deseamos proponer una que sea mejor, y por lo tanto, sustitutiva, tenemos el deber de demostrar la superioridad de esa definición y su mayor adecuación para el fenómeno que analizamos. Debemos también convencer a los colegas, a la comunidad científica, que la definición propuesta es preferible a todas las usadas hasta el momento.

En ciencia política quizás más que en las otras ciencias sociales, coexisten dos tipos de definiciones: una definición histórica y una definición estipulativa. La primera se funda sobre la historia de un concepto y sobre cómo ha sido utilizado a lo largo del tiempo. Si, por ejemplo, deseamos definir el concepto de democracia es seguramente oportuno partir desde los griegos y desde Aristóteles, quizás también haciendo referencia a la etimología. A lo largo del tiempo, pero sobre todo cuando finalmente la democracia comenzó a afirmarse, los estudiosos, de manera casi unánime, terminaron por sostener que el concepto de democracia se refiere y debe ser aplicado a todas aquellas situaciones en las cuales el demos (pueblo) está efectivamente en grado de ejercitar una indefinida, pero real, cantidad de poder (kratos). Hoy algunos dirían que el poder del pueblo nace con las democracias "electorales", en las cuales existen elecciones, aunque sólo relativamente libres, competitivas, y que producen consecuencias. Otros han agregado que, además de las democracias electorales, existen las democracias "liberal-constitucionales" en las cuales el pueblo, o mejor, los ciudadanos, gozan de derechos civiles y políticos que son protegidos y promovidos. Algunos estudiosos, no necesariamente los más críticos de las democracias realmente existentes, han señalado que, en el mejor de los casos, el pueblo no tiene nunca tanto poder -a veces, como escribió Schattschneider (1960), es "semi-soberano"- y que, en efecto, el poder democrático se afirma y se desarrolla en competiciones entre grupos.

El pluralismo de grupos y asociaciones que entran en competencia entre ellas es el elemento central y crucial, característico de las democracias que, por lo tanto, deberían ser mejor definidas como "poliarquías". Por más que fue formulada por quien era ya el estudioso más influyente de la democracia (Dahl 1971), la propuesta no avanzó. No fue retomada por otros estudiosos. Hasta donde sé, no fue utilizada en estudios sucesivos, ni teóricos ni empíricos. Dahl propuso, no sin razón, una definición estipulativa: "de ahora en adelante, teniendo en cuenta que, por un lado, el pueblo raramente tiene poder y, por otro, que el poder está en los grupos (y en las manos de sus dirigentes) es oportuno y más correcto que las democracias sean definidas como poliarquías". Las definiciones estipulativas tienen arraigo si buena parte de los estudiosos importantes consideran que son preferibles a las definiciones existentes, en su mayoría, "históricas". De lo contrario, precisamente como ocurrió con la poliarquía de Dahl, las nuevas definiciones son simplemente dejadas de lado y olvidadas.

Curiosamente, mayor éxito -a mi modo de ver, injustificado- ha tenido la clasificación de Lijphart (2012) sobre las democracias mayoritarias versus las democracias de consenso, que confunde de manera grave dos criterios: el estructural (mayoritarias vs. proporcionales) con el relativo al comportamiento (conflictivo vs. consensual). Son muy pocos los estudiosos que han criticado a Lijphart, a pesar de que su clasificación ha sido intrínsecamente invalidada por un doble prejuicio de valor: negativamente frente a las democracias mayoritarias, positivamente frente a las democracias de consenso. Pero quizás esto es solamente un ejemplo evidente del limitado -pero no por ello menos preocupante- interés contemporáneo hacia una buena definición de los conceptos.

En el interior de todas las democracias contemporáneas operan partidos políticos. Cuando se produce una transición de regímenes autoritarios a regímenes democráticos, nacen partidos que, muy frecuentemente, acompañan y ayudan a realizar con éxito dicha transición. Subsecuentemente y más en general, la calidad de los partidos influye de manera decisiva sobre la calidad de la democracia en la cual operan. A lo largo del tiempo, los partidos han estado entre las organizaciones políticas que han sabido transformarse de manera frecuente -y muchas veces, eficazmente- para afrontar nuevos desafíos y desarrollar nuevas tareas. Sin embargo, como es sabido, los partidos son también las organizaciones políticas más criticadas en todas partes. Consciente de su importancia y de su aporte a la democracia, Otto Kirchheimer (1966) escribió con preocupación un ensayo sobre aquella que le parecía una transformación muy negativa de los partidos de masa, de clase y confesionales en partidos catchall.

No estoy en condiciones de decir cómo el término "catch-all" fue traducido en las distintas lenguas. He notado, sin embargo, que la traducción italiana para la casi totalidad de los estudiosos es partido "pigliatutto" y he visto que en América Latina es traducido como "atrapa-todo". Creo que tanto los italianos como los latinoamericanos se equivocan en la traducción con consecuencias analíticas más bien negativas. Por lo que sé, Kirchheimer, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Columbia en Nueva York, escribió su artículo en inglés, idioma en el cual existe una suficientemente clara distinción entre "all" que quiere decir "todos", en plural -All the kings men and all the kings horses no lograron recomponer a Humpty-Dumpty de su ruinosa caída en Alicia en el país de las maravillas; All the Presidents men es el título del famosísimo libro de Carl Bernstein y Robert Woodward sobre el caso Watergate- mientras que "everything" significa "todo". A veces, para todo, por ejemplo, el poder, podría usarse también whole: aspirar a tomar y detentar the whole power. De todas maneras, cualquiera que haya leído el conjunto de transformaciones detalladas por Kirchheimer que conducen a un partido de masas a convertirse en un partido catch-all sabe que no se encuentra ni como característica ni como objetivo el tomar "todo": ni todo el poder político ni todos los recursos posibles.

Cada una de las transformaciones a las cuales son expuestos los partidos de masa y a las cuales, de acuerdo a Kirchheimer, sucumben, son funcionales al abandono de su tradicional recinto "de clase" o "confesional" para obtener otros, nuevos electores -varios de los cuales, a inicios de los años sesenta en Europa (Francia, Alemania e Italia son los tres países a los cuales se refiere sobre todo Kirchheimer) parecían no tener ya más ninguna pertenencia de clase-. Por lo tanto, el nuevo tipo de partido se propone como tarea fundamental -o es obligado a aceptarlo- abrirse a los nuevos electores, conquistar el mayor número posible de ellos, y ser percibido como un partido que toma a todos los electores que logra alcanzar y convencer. En la medida en que los partidos de masa logran convertirse en partidos interclasistas, atrapa-todos, habrán tenido éxito. Por el contrario, el adjetivo "atrapa-todo", en singular, sugiere, seguramente contra las ideas, el análisis y las previsiones de Kirchheimer, que los partidos de masa están disponibles y deseosos de tomar todo, poder y dinero, al límite de la corrupción que, sin embargo, no es nunca mencionada, ni siquiera marginalmente, en el artículo de Kirchheimer.

En todo caso, quien quisiera avanzar sobre las líneas de la transformación de los partidos en las democracias occidentales -una investigación a la que, con toda probabilidad, se hubiera dedicado el mismo Kirchheimer, desgraciadamente fallecido incluso sin ver su artículo publicado- debería emprender una de las direcciones que Kirchhemer indicaba con claridad. Esta dirección no es tanto, ni tampoco especialmente, la centralización de poder político en la figura del líder del partido -centralización inevitable en partidos que no quieran o no sepan atraer más inscriptos-. Más bien, es la transformación de las funciones del líder, al cual se le atribuye el deber de convertir y transmitir la imagen del partido en su totalidad. Por lo tanto, Kirchheimer entrevió también la emergencia de aquellos que hoy son definidos partidos "personalistas". Es un fenómeno difuso pero no universal. Sin embargo, en Italia, hoy prácticamente todos los partidos son personalistas e incluso el Partido Democrático corre el riesgo de convertirse, o terminará por ser, el Partido de Renzi.

Con toda probabilidad, la peor manipulación de un concepto político es también la más reciente: el uso del término "Príncipe" (con la inicial mayúscula) acompañado del adjetivo "democrático" para referirse al jefe de gobierno, no solamente en las democracias parlamentarias. En la historia política italiana existen, al menos, tres príncipes, dos de los cuales son conocidísimos en todo el mundo. Ninguno de los tres términos guarda relación, ni mínimamente, con ser jefe de gobierno. El primero, el príncipe de Nicolás Maquiavelo es el más conocido. No es un gobernante, mucho menos, democrático. El deber que Maquiavelo le confía es el de unificar y fortalecer una Italia dividida en pequeños estados en disputa, fáciles presas de Francia, España y Austria. El segundo es el príncipe de Antonio Gramsci - que había leído a Maquiavelo, escribió importantes Notas sobre Maquiavelo y se inspiró deliberadamente en ese príncipe realista y, si hubiera aceptado los consejos de Maquiavelo, hubiese estado destinado a volverse poderoso-. Para el famoso teórico comunista, el príncipe debía ser no una persona, sino una organización, es decir, el partido político, obviamente aquél que los comunistas debían saber construir, capaz de adquirir hegemonía -fuerza más consenso- para conquistar y gobernar Italia. El tercer príncipe italiano, seguramente el menos conocido, pero de ninguna manera poco importante, es el pueblo al cual, de acuerdo al artículo 1 de la Constitución italiana, "le pertenece la soberanía". Según Lelio Basso, ex secretario del Partido Socialista, uno de los más respetados constitucionalistas, intelectual admirador de Rosa Luxemburgo, en apenas diez años el pueblo italiano había perdido (o no había jamás adquirido del todo) el poder que la Constitución le atribuía. Esta es la tesis apasionadamente formulada en Basso (1958)1.

Quien pretende usar el término "príncipe" para referirse a los jefes de gobierno debería, primero que nada, explicar por qué rechaza totalmente los tres "príncipes" de la tradición política italiana. Debería, en segundo lugar, hacer referencia a otros contextos, sobre todo democráticos, pero también no democráticos, en los cuales se use el término para referirse a los jefes de gobierno. Y debería, por último, justificar su propuesta con el mayor poder analítico que el término lleva consigo y que consentiría iluminar aspectos de la conquista y de la utilización del poder de gobierno que hasta ahora permanecieron ocultos.

En ninguna democracia parlamentaria y en ninguna democracia presidencial el jefe de gobierno es definido príncipe ni por los ciudadanos (súbditos) ni por los estudiosos. En algunos casos, como, por ejemplo, en Gran Bretaña, el término se referiría al pasado y sería, también hoy, ridículo. Piénsese a la poderosa y abrasiva primer ministro Margaret Thatcher (1979-1990) como Princesa Thatcher. El mismo discurso vale para el casi igualmente

poderoso Tony Blair (1997-2007) quien, aún más, además de convivir como Thatcher con un príncipe verdadero -Carlos, príncipe de Gales- tenía un asesor, Peter Mandelson, denominado "príncipe en las sombras". Tomando como base a la inútilmente engañosa expresión "príncipe", ¿le tocaría a Angela Merkel el título de princesa? Tarde o temprano, los príncipes, quizás incluso Carlos de Inglaterra, se convierten en reyes, mientras que a ningún jefe de gobierno le tocará esta suerte a menos que, en las repúblicas, se considere "real" el cargo electivo de presidente. En las monarquías contemporáneas los reyes reinan pero no gobiernan. Sería paradójico que los denominados "príncipes democráticos" gobernaran sin nunca llegar a reinar. A decir verdad, se trata de una paradoja con ningún interés analítico, para dejar de lado rápidamente junto a la palabra príncipe.

Si el término "poliarquía", que además de ser propuesto por un maestro de la ciencia política, tenía un sentido, no fue capaz de avanzar en el léxico científico politológico, no se ve por qué se necesitaría adoptar el término "príncipe" para los jefes de gobierno. Es un término que, por un lado, no conduce a nada ni de nuevo ni de interesante. Por otro lado, está simplemente equivocado. ¿Daría el término "príncipe" mayor prestigio, más legitimidad, mejor eficacia, más poder político y decisional -¿justificado en base a qué criterios?- a los jefes de gobierno? Creo verdaderamente que no. Afortunadamente, no ha hechado hasta el momento ninguna raíz en la ciencia política europea. Cuanto antes sea abandonado incluso por, me parece, unos pocos politólogos latinoamericanos que lo han utilizado, mejor será. Podremos ocuparnos, como memorablemente sugirió Sartori cuarenta y cinco años atrás -en el que casi seguramente sigue siendo el artículo más importante de política comparada publicado hasta hoy, Sartori (1970)- de conceptos no sólo definidos con precisión histórica y analítica sino de conceptos capaces de viajar en el tiempo y en el espacio. Este es uno de los mejores modos de hacer buena ciencia política.

 

1 Aquí no puedo no citar mi libro Restituire lo scettro alprincipe... (Pasquino 1985) que se desarrolla, en parte, en el sentido de Basso, recurriendo al término "príncipe" con la inicial rigurosamente minúscula para indicar al pueblo, a los ciudadanos.

 

Referencias

Basso, Lelio (1958) IlPrincipe senza scettro. Democrazia e sovranità popolare nella Costituzione e nella realtà italiana, Milán, Feltrinelli.         [ Links ]

Dahl Robert A. (1971) Polyarchy: Participation and Opposition, New Haven-Londres, Yale University Press. Kirchheimer,         [ Links ]

Otto (1966) "The Transformation ofthe Western European Party Systems", en LaPalombara, Joseph y Myron Weiner (eds.) Political Parties and Political Development, Princeton, Princeton University Press, 1966, pp. 177-200.         [ Links ]

Lijphart, Arend (2012) Patterns of Democracy: Government Forms and Performance in Thirty-six Countries, New Haven-Londres, Yale University Press.         [ Links ]

Pasquino, Gianfranco (1985) Restituire lo scettro alprincipe. Proposte di riforma istituzionale, Roma-Bari, Laterza.         [ Links ]

Sartori, Giovanni (1970) "Concept Misformation in Comparative Politics", en American Political Science Review, Vol. 64, N° 4, diciembre, pp. 1033-1053.         [ Links ]

Schattschneider, Elmer E. (1960) The Semi-Sovereign People: A Realist's View ofDemocracy in America, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston.         [ Links ]

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