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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.21 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2016

 

ADOLF EICHMANN NO ERA UN BURÓCRATA OBEDIENTE. USOS DEL EICHMANN DE ARENDT PARA PENSAR LOS REPRESORES ARGENTINOS

 

por Lucas G. Martín*

* Conicet-UNMdP. E-mail: lmartin@mdp.edu.ar.

Resumen

El objetivo del artículo es hacer una revisión crítica del uso que se ha hecho del “Eichmann de Arendt” en la literatura consagrada al estudio del pasado violento reciente en Argentina con el fin de abrir la posibilidad de nuevas preguntas sobre ese pasado. Para ello, analizaremos cuatro problemáticas relevadas en la bibliografía: la responsabilidad individual, la figura del perpetrador, el fundamento del castigo legal y la relación entre derecho y moral, y los efectos del crimen sobre la persona de los perpetradores. Según nuestra interpretación, el interés del análisis de Arendt comienza allí donde ella descubría en Eichmann no un burócrata obediente sino alguien sin intencionalidad criminal y con pretensiones morales y apego a la legalidad, por tanto, alguien sin una mala conciencia por sus actos.

Palabras clave
Adolf Eichmann – Hannah Arendt – perpetradores – lesa humanidad – banalidad del mal

Abstract

The aim of this article is to produce a critical review of the use of “Arendt’s Eichmann” within the literature dedicated to study the recent violent past in Argentina with the goal of opening up the possibility to new questions about that past. In this vein, we shall analyze four problems drawn from the bibliography: personal responsibility, the figure of the perpetrator, grounds for legal punishment and the relationship between law and morality, and the effects of crime on the perpetrators. According to our interpretation, the interest of Arendt’s analysis starts there where she found in Eichmann not an obedient bureaucrat but someone without a criminal intention and with moral aspirations and abided by the law, therefore someone without a guilty conscience about his deeds.

Key words
Adolf Eichmann – Hannah Arendt – perpetrators – crimes against humanity

¿Cuál es nuestra comprensión de los responsables de secuestros, torturas y asesinatos que sirvieron al sistema de desaparición de la última dictadura militar? ¿Cómo los concebimos, con qué categorías los pensamos y, por añadidura, de qué manera, sobre esa base de comprensión, entablamos relaciones con ellos? Esta pregunta que atañe a investigadores y juristas, a educadores y funcionarios públicos, a periodistas y víctimas, en fin, a la sociedad argentina en su conjunto, será abordada desde el ángulo que ofrece la literatura especializada en el análisis del pasado reciente y del tratamiento de su legado criminal. En particular, nos enfocaremos en el uso destacado, dentro de esa literatura, de un trabajo, un libro, al cual se suele recurrir en virtud de que parecería hallarse allí una suerte de arquetipo del moderno perpetrador de crímenes de masas. Eichmann en Jerusalén. Reporte sobre la banalidad del mal, escrito por Hannah Arendt en 1963, de este libro se trata, funciona como emblema o ilustración para caracterizar a ese tipo de criminales.

Nuestro propósito consiste entonces en revisar los usos del Eichmann de Arendt en la literatura sobre la última dictadura y su legado en vistas de contribuir a la comprensión de nuestros propios perpetradores. No se tratará en estas páginas, por cierto, de oponer la correcta interpretación de un texto a los usos que de él se hacen. Pero sí importa señalar que, en la medida en que existió una fuerte controversia en torno de la crónica que Arendt hiciera del juicio de Jerusalén desde el mismo momento en que el libro fue publicado en 1963 —y en verdad, antes de eso, desde que la crónica viera la luz en los artículos del New Yorker, medio para el cual Arendt realizaba la cobertura—, la propia autora tuvo la oportunidad de responder en vida a críticas y malentendidos que, pese a ello, subsistieron hasta hoy en día1. Por ello, nuestra revisión de dichos usos habrá de pasar por una lectura atenta de Eichmann en Jerusalén.

Como veremos en las siguientes secciones, y luego de comenzar por una reseña de los distintos usos del Eichmann de Arendt2 (sección I), es posible reconocer, en los textos revisados, cuatro problemáticas que, a nuestro entender, son esenciales para la comprensión de crímenes inhumanos en dictaduras como la última vivida en Argentina y, en particular, para comprender a sus perpetradores y, también, para reflexionar acerca de la respuesta que, en términos de justicia, puede darse: la responsabilidad individual (sección II), la figura del perpetrador (sección III), el fundamento del castigo legal y la relación entre derecho y moral (sección IV), y los efectos del crimen sobre la humanidad de los perpetradores, problema, éste último, al que nos referiremos en las reflexiones finales.

La luz que puede echar la obra de Arendt sobre esas cuatro problemáticas ya distinguidas por la autora —esta es nuestra hipótesis de trabajo aquí— puede ser mucho mayor si volvemos a leer sus escritos con ojos desprovistos de interpretaciones estilizadas y fijadas por la tradición. Más en particular, y tal como anunciamos desde el título, proponemos que el aporte de Arendt, su potencia y novedad, comienza allí donde ella descubría en Eichmann no un burócrata obediente sino alguien que no ignoraba los requerimientos de la moralidad y la ley y que no poseía una intencionalidad criminal ni una mala conciencia por sus actos, alguien que, en pocas palabras, había renunciado al diálogo consigo mismo que da lugar al pensamiento y al juicio. En fin, como sugeriremos en las conclusiones, creemos que sobre esta base es posible renovar nuestras preguntas sobre el pasado violento y sobre lo que hacemos de él.

I. Un Eichmann nuestro

En los párrafos siguientes me propongo restituir, de la manera más fiel y breve posible, los principales usos del Eichmann de Arendt en la literatura argentina consagrada a la última dictadura y al tratamiento posterior que se dio a la herencia de daño y horror de ese régimen. Hasta donde hemos podido averiguar, y tal como el lector comprobará enseguida, esos usos no son numerosos; pero quienes los ponen en práctica son autores de referencia y puede por tanto suponerse —y el supuesto puede además contar con el dato de que no se han suscitado debates al respecto— que sus opiniones han tenido receptividad y una cierta aceptación, cuando no un decidido acuerdo, en la más amplia comunidad de investigación sobre el pasado reciente. Por otra parte, esos mismos usos suelen ser, además, salvo excepciones3, muy restringidos, cuando no evocativos o laterales (salvo las excepciones mentadas, ninguno de los textos tiene como tema un análisis del Eichmann de Arendt), aun cuando su inserción sea considerada pertinente para tratar un tema crucial como lo es el modo en que concebimos a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad.

Comencemos cronológicamente por Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, de Pilar Calveiro (2001), donde la autora reconstruye la imagen de unas fuerzas armadas rigurosamente disciplinadas y en cuyo seno la obediencia, aparte de ser trabajada como mandato primero y natural de la institución militar, es reforzada por el miedo, el castigo físico y la burocratización de las atrocidades4. Sobre esa base, Calveiro indaga los elementos que distinguieron al “dispositivo desaparecedor” de la última dictadura militar y encuentra allí una serie de mecanismos que permitían “aliviar la responsabilidad” y también, consecuentemente, “acallar conciencias” (Calveiro 2001: 39), a saber: la supuesta autoridad que posee quien emite la orden; la burocratización que naturaliza atrocidades y fragmenta tareas represivas con sus turnos, sus registros y su lenguaje formalizado; el involucramiento colectivo de cada fuerza (producto de la segmentación de tareas pero también y de la rotación de personal); la deshumanización de la víctima (su destrucción, su cosificación) y de la relación con ella (el trato inhumano hacia alguien considerado menos que humano por ser subversivo en primer lugar, pero también, entre otros, el uso de eufemismos5); y deshumanización también del propio victimario. Puesto muy resumidamente, el sistema desaparecedor producía desplazamiento, anulación, dilución, fragmentación y distribución de la responsabilidad, a lo que se añadía eventualmente un sentimiento de impotencia, y acaso miedo, ambos igualmente desresponsabilizantes, y también, agreguemos, justificaciones individuales (el cumplimiento de órdenes en primer lugar, pero también la traslación de la culpa a la víctima, o alguien buscado ligado a la víctima)6.

Todo esto, prosigue Calveiro, daba lugar a “ejecutores [que] se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no controlan y que puede destruirlos” (Calveiro 2001: 12), y en el seno de la cual “se es solo un engra-naje”7. Es en este marco descriptivo que aparece mencionado Eichmann, el personaje histórico (no explícitamente la figura emblemática trabajada en el libro de Arendt, aunque la evocación entendemos que no deja lugar a dudas) quien, afirma Calveiro, como Höss, ejecutó a millones asumiéndose “un pequeño eslabón de la cadena”, razón por la cual, Adolf Eichmann habría podido afirmar en el juicio, en referencia a los judíos: “no he matado ni a uno solo” (Calveiro 2001: 40). Eichmann —tomado aquí de una lectura de Todorov— aparece entonces mencionado allí donde Calveiro ilustra su descripción de la maquinaria burocrática represiva dispuesta para sustraer de toda responsabilidad a los ejecutores de crímenes aberrantes. La cita posterior de las palabras del general Camps cuando éste afirmara, él también, “Personalmente no eliminé a ningún niño”, no podía ser más coincidente con aquella expresión de criminal nazi8.

El problema de la responsabilidad es retomado luego, bien avanzado el texto y ya lejos del parágrafo en el que evoca a Eichmann (aunque no podría negarse, en nuestra lectura, que esta evocación repercute aún allí), cuando la autora enfatiza la imagen del “engranaje” y la figura del “burócrata obediente”, de los “burócratas perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza más allá de toda interrogación moral” (Calveiro 2001: 139-147). Aquí, Calveiro complejiza su argumento con tres aseveraciones: por un lado, afirma que parece imposible elaborar un “prototipo” del represor en virtud de la pluralidad de perfiles (retomaremos el desarrollo de este aspecto un poco más adelante); por otro, señala que la figura del burócrata normal y obediente restituye la humanidad del desaparecedor, el hecho desquiciante de que se trataba de hombres comunes, como el resto de nosotros, y no de “monstruos” o de “cruzados”; y finalmente, como consecuencia de lo anterior, añade que es posible restituir también la responsabilidad individual de los criminales, que “en ningún momento esto [de afirmar que solo fueron engranajes] equivale a reducir la responsabilidad” sino que, por el contrario, se los incluye “en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar”9.

Calveiro entiende finalmente que pese a todas las justificaciones y todos los dispositivos que diluyen y desplazan la responsabilidad, en última instancia

…hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza, se deshumaniza (Calveiro 2001: 72).

En este sentido, Calveiro (2001) relata los intentos —las ilusiones— de reparación de los torturadores que brindaban un trato humano, jugaban cartas, comían, con los prisioneros; y a la par de eso, encuentra que el propio contacto mutuo en el campo exponía a víctimas y victimarios a “elementos en común”, exponiendo a unos y otros a una situación que iba más allá —o más acᗠde aquello que la lógica binaria de la represión y de la revolución suponía opuesto por una separación absoluta. Calveiro habla aquí de “humanización”: humanización de las relaciones, humanización del otro (Calveiro 2001: 96-97, 133).

Por su parte, en Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Hugo Vezzetti (2002) también recurrirá a la imagen mítica del Eichmann de Arendt. En medio de una reflexión sobre la responsabilidad de la sociedad respecto de la última dictadura y, en general, sobre el problema de la culpa colectiva tal como fuera planteado en las controvertidas tesis de Daniel Goldhagen (1997) sobre el nazismo, Vezzetti señala que si bien las mencionadas tesis del historiador estadounidense no habían salido airosas de las críticas de las que habían sido objeto, es posible “advertir que muchos, quizá la mayoría, de los perpetradores eran gente ordinaria, parte de una burocracia que realizaba su trabajo con un empeño rutinario, empujados por motivaciones y cálculos igualmente ordinarios” (Vezzetti 2002: 50). Apenas unas líneas más abajo (en las que pone el acento en lo intranquilizadora que resulta la hipótesis de gente ordinaria —y no depravados— sometida a “un aparato que ejercía su presión y su dominación sobre muchos”), Vezzetti escribe:

A esto se refería Hannah Arendt cuando, en sus notas sobre el juicio a Eichmann, acuñó la expresión banalidad del mal. Claramente, el mal ejercido en la escala monstruosa de las ‘masacres administradas’ nunca es banal, pero en una gran proporción es llevado a cabo por sujetos mediocres y en sí mismos insignificantes (Vezzetti 2002: 50).

Más adelante en el mismo libro, “la figura ejemplar de Eichmann” reaparecerá con el análisis de los campos. Allí el autor recogerá, para rechazarla, la disyuntiva que opone las perspectivas enfocadas en la intencionalidad de los “perpetradores” y las que ponen el énfasis en la “función” de la “maquinaria más o menos rutinizada llevada adelante por subordinados individualmente insignificantes” (Vezzetti 2002: 175). Hallará, de manera semejante a como antes lo había hecho Calveiro (2001), que la autoridad, la rutina y la deshumanización propios de la organización criminal cancelaban la responsabilidad personal y brindaban un marco de impunidad a los represores. Sin embargo, ese marco que el autor encuentra necesario para que pudiesen desatarse las violencias más brutales no agotaría, en su mirada, la comprensión del fenómeno si no se añadiese a ello la voluntaria adhesión de los ejecutores, es decir, si a la obediencia no se agregase la revancha, la voluntad y el oportunismo (Vezzetti 2002).

Hay que reconocer, entonces, que hubo más de una figura de perpetrador, pero la más característica no parece coincidir con la del autómata burocratizado que actúa a distancia y sin mayor conocimiento de las consecuencias de sus acciones. Probablemente, esa imagen, nacida básicamente de la figura ejemplar de Eichmann, tampoco es la más característica dentro de la panoplia de captores, guardianes, verdugos y kapos que fueron los ejecutores materiales del Holocausto (Vezzetti 2002: 178-179)10.

Añadamos aquí algo que había quedado pendiente de nuestra reseña del trabajo de Calveiro y que merece ser igualmente destacado: los matices y distinciones que, en el análisis de esta autora, impiden cualquier fijación unidimensional o monolítica de la figura del represor (de los represores). Así, por ejemplo, destaca el hecho de que los “burócratas”, a la par de aparecer —según la caracterización de la autora— como presas irresponsables de una maquinaria y del miedo, también podían pretender ser “dioses” omnipotentes (Calveiro 2001: 53-70). En la práctica de la tortura, por otra parte, distingue entre un tormento aséptico (limitado a la obtención de la información, frío, profesional) y uno inquisitorial (más brutal y destructivo, irracional y punitivo, y menos ligado por los fines de la extracción de la información), distinción que le permite diferenciar, dentro del universo de torturadores, a los sádicos de los que pretendían asumirse como profesionales técnicos que “cumplían órdenes”, “pequeños engranajes”, “hombres comunes y corrientes, las más de las veces insignificantes” —aquí los ecos de Arendt parecen innegables— (Calveiro 2001: 66-71). También diferencia a los represores en términos de rango (alta oficialidad, oficiales de rango medio y bajo y suboficiales), en términos de la función (miembros de patotas, de inteligencia, guardias, desaparecedores de cadáveres) y en términos de personalidad o carácter (los había tontos, inteligentes, incompetentes, audaces, cobardes, etc., y “también los había convencidos, que no perseguían ningún interés personal o económico”, en una palabra, “hombres como cualquier otro, que caminan por la calle”) (Calveiro 2001).

Un tercer uso del Eichmann de Arendt es el de Emilio Crenzel, quien en una serie de textos (2008, 2012, 2014, 2015)11, interpreta el Eichmann de Arendt cuando examina la tesis de la “obediencia debida” contenida en la política alfonsinista de justicia retroactiva de acuerdo con la cual se limitaban los juicios a los mandos superiores. Una de las consecuencias de esa política, interpreta Crenzel, era que se “constreñía la identidad de los perpetradores a ejecutores mecánicos de órdenes superiores, sin capacidad de reflexión sobre la naturaleza de sus actos debido al adoctrinamiento de sus jefes, e instalaba una imagen vertical de la burocracia castrense que ocluía que los subordinados no se limitaron al mero ejercicio administrativo del crimen” (Crenzel 2015: 93-94)12. Esta comprensión, prosigue Crenzel, “negaba la manifiesta ilegalidad y crueldad de los crímenes perpetrados, la relativa autonomía operativa que posibilitó su ejecución y la existencia de casos (…) que desmentían que el disenso con las órdenes supusiera represalias extremas” (Crenzel 2015: 94, el subrayado es nuestro)13. En este punto, Crenzel afirma que, más allá de los planes políticos y judiciales de Alfonsín, la visión que les daba sustento había alcanzado una extensión global en los años ochenta a partir del juicio a Eichmann y de los experimentos de Milgram —en los que encuentra una afinidad con las tesis de Arendt (algo, agreguemos, discutible, como en parte veremos luego)—, ambos realizados a principios de los años sesenta. En ese marco, Crenzel afirma:

[Luego del juicio a Eichmann] Arendt concluyó que los perpetradores habrían formado parte de una maquinaria burocrática de exterminio. Eran, a su juicio, hombres banales, de ningún modo monstruos ajenos a la condición humana, que cumplieron su deber desde la neutralidad valorativa, ya que no eran especialmente antisemitas o ideólogos fanatizados. Años antes, en su estudio sobre el totalitarismo, Arendt había propuesto que el contexto ideológico imperante en los regímenes totalitarios producía la oclusión del sentido moral entre los perpetradores de sus crímenes, impidiéndoles el registro y la comprensión de la naturaleza de sus actos (Crenzel 2015: 95).

Y luego agrega:

… la banalidad de Eichmann consistía en ejecutar eficientemente las órdenes recibidas en un estado de indiferencia moral que lo volvía incapaz de distinguir la dimensión de sus actos y de preocuparse por la suerte de sus víctimas (Crenzel 2015: 95).

De manera semejante, el sociólogo Daniel Feierstein, partiendo de una interpretación de Arendt mediada por las lecturas de Stanley Milgram (y su idea de “crímenes de obediencia”) y de Zygmunt Baumann, inscribe la crónica del juicio a Eichmann dentro del conjunto de “explicaciones causales” centradas “en las lógicas de la burocracia en tanto organizadora del exterminio” (Feierstein 2015: 168). En particular, la recuperación del Eichmann de Arendt es realizada en un breve apartado en el que se ocupa del problema de la obediencia. Allí, señala que la participación de individuos como Eichmann en crímenes masivos procede “de un modo mucho más banal [que en la supuesta criminalidad por perversión o por ideología], sin odio ni convicción, sino como parte de la naturalización de los procesos de obediencia” (Feierstein 2015: 135) y de una indiferencia o neutralidad valorativa14, y que, por tanto, un crimen de esa naturaleza “solo requiere que sus participantes no se hagan pregunta alguna sobre el carácter de sus acciones, separando rígidamente derecho (legitimidad de la orden) y moral. Apenas se necesitan ejecutores dispuestos a obedecer cualquier norma, cuya capacidad de evaluación crítica sea nula” (Feierstein 2015: 135). Luego señala que “en todos los casos los ejecutores cuentan con una normativa o con órdenes que los autorizan y que, por tanto, brindan visos de “juridicidad a la acción”. Por este motivo, prosigue, para que la pretensión punitiva sobre esos crímenes sea legítima, es menester el rechazo de la obediencia debida como eximente de responsabilidad. Esto significa que la juridicidad de las acciones no puede disculpar al criminal. ¿Sobre qué bases se puede rechazar aquello que tuvo juridicidad? Para responder a esta pregunta, Feierstein propone restablecer el lazo entre moral y derecho que antes señalaba roto: la evaluación moral de lo jurídico debe ser un requisito del derecho. Como consecuencia de este planteo —en el que el autor no avanza mucho más— y en sintonía, como veremos, con una parte del planteo de Nino, el autor entiende que la descripción objetiva de la acción criminal (el “carácter objetivable de la definición”) no es suficiente para su sanción judicial:

La obediencia a órdenes criminales queda excluida de la excusa de la juridicidad pero, para ello, se requiere que el agente de la acción (funcionario o particular) sea capaz de evaluar éticamente la norma, para decidir si constituye una orden criminal o no. El carácter objetivable de la definición de qué constituiría una orden criminal constituye, sin duda, una gran ayuda, pero de un modo u otro dicho actor debe recuperar su juicio moral (…), decidir sobre la justicia o la injusticia de la norma, lo cual requiere ir más allá de un positivismo dogmático de carácter meramente formal (Feierstein 2015: 136).

Por su parte, en su ineludible Juicio al mal absoluto, Carlos S. Nino, recupera Eichmann en Jerusalén para dar cuenta de las dificultades que plantea para las categorías jurídicas tradicionales el problema de juzgar a un individuo como Eichmann, quien aparece como alguien respetuoso de las leyes y sin intencionalidad criminal15. Escribe al respecto Nino:

Arendt cuestiona la viabilidad de evaluar el carácter de alguien como Eichmann, una evaluación que es requerida por el retributivismo dado que éste se basa en la culpa, la que a su vez supone evaluaciones de carácter. Cuando Arendt trata de evaluar el carácter de Eichmann, cae en un estado de perplejidad. Eichmann no sentía un odio especial hacia sus víctimas. Era extremadamente respetuoso del orden establecido, y de las leyes y regulaciones vigentes. Conocía el imperativo categórico kantiano y sabía que estaba actuando fuera de sus límites. Su principal objetivo al organizar los aspectos técnicos de los asesinatos masivos era escalar en su carrera y no causar daño a otros, lo que veía como una consecuencia necesaria y no como un medio en sí mismo. Arendt concluye que su actitud es el paradigma de lo que ella llamó ‘la banalidad del mal’ (…) ¿estamos preparados para culpar el carácter que evaluamos como banal, en lugar de un carácter lleno de odio, inclinaciones sádicas y crueldad? (Nino 1997: 222).

Como puede observarse en esta extensa cita, Nino recurre a Arendt para plantear uno de los problemas del retribucionismo, es decir, del enfo-15 También se sirve del libro para dar cuenta del juicio a Eichmann como antecedente histórico de los juicios en Argentina y para plantear otros los problemas generales relativos a la legitimidad de ese tipo de juicios (Nino 1997: 33 y ss., 72).

Esta pregunta, tiene una respuesta que luego dará lugar al desarrollo de la propuesta de Nino en favor de un preventivismo de base contractualista: “Aun si el castigo retributivo puede ser justificado en general, a pesar de las objeciones que he mencionado, parece ser inadecuado cuando se enfrenta con el mal radical” (Nino 1997: 222). Esta inadecuación se debe a la imposibilidad de dar por supuesto el marco común que supone el reproche del Estado respecto de los valores últimos: los crímenes del mal radical han traspasado los límites de lo humano, en consecuencia, no es posible suponer el “marco de interacciones e intercambios humanos” sobre el que descansa la noción de reproche contenida en la justicia retributiva17, más aún cuando el agente se ha mostrado respetuoso de las leyes, conocedor de los principios morales, y cuando no ha manifestado un especial odio, ni siquiera una inclinación al mal o una especial aversión hacia la víctima (Nino 1997). Sin ese marco, no es posible dar fundamento a una pena (tampoco al perdón).

Finalmente, en tres artículos recientes, Claudia Hilb (2015a, 2015b, en prensa) recoge los problemas políticos, morales y jurídicos planteados por Hannah Arendt en torno al juicio de Eichmann para reflexionar sobre la experiencia Argentina en materia de respuesta al legado criminal. De esos textos, densos, agudos y sustentados en un conocimiento experto de la obra de Arendt, nos interesa retener aquí apenas la restitución que la autora realiza de la figura del Eichmann de Arendt y de las consecuencias que, de acuerdo con esa caracterización, dicha figura hace recaer sobre el problema de juzgar y, más ampliamente, sobre en nuestras categorías tradicionales para pensar el mal18.

En Eichmann, de acuerdo con Hilb, Arendt halla “otra figura” de criminal, una figura nueva y sin precedentes, la del “criminal banal, la de aquel que está dispuesto a adscribir a cualquier máxima, sea cual fuere, que le sea dada” (Hilb 2015a: 92):

…se trata de aquel que está dispuesto a hacer cualquier cosa, a subsumir sus actos bajo cualquier norma que se le proponga, porque ha renunciado a pensar, porque ha renunciado al diálogo consigo mismo, porque ha renunciado a la interrogación acerca de lo que está bien y lo que está mal (Hilb 2015a: 93).

Obrar mal supone, por tanto, cuando se trata del mal extremo, acallar la posibilidad de la moralidad, porque en la renuncia al pensamiento, a ese diálogo del dos-en-uno que supone la conciencia moral, lo que se ha producido es la censura del testigo de la acción criminal, de ese otro yo de la conciencia que señala bajo la forma de remordimiento —o, agreguemos, de la prevención ante la eventualidad de causar un daño— que se ha hecho un mal y que eso expone a la persona a convivir con un criminal (Hilb en prensa). El malestar de conciencia, la conciencia de la criminalidad, supone así la persistencia del diálogo interior del yo con el sí mismo; inversamente, como subraya Hilb, el nuevo agente del mal, es figurado a partir de una ausencia, “ausencia de conciencia, ausencia de contrastación entre un principio subjetivo maligno y la conciencia de su malignidad; ausencia, en definitiva, del diálogo mío conmigo mismo” (Hilb en prensa: 9).

Como antes Nino, siguiendo a Arendt, Hilb afirma que esta nueva clase de criminal, que “no cree ser responsable de otra cosa que de haber cumplido con eficacia las órdenes y las leyes bajo las cuales ejerció su tarea”, tiene consecuencias sobre las pretensiones de castigar judicialmente al responsable, pues “nos sustrae aquello que, desde siempre, ha estado en nuestra tradición unido a la posibilidad de castigar el crimen: esto es, nos priva de la conciencia, de la voluntad de actuar en contra de la ley que atribuimos necesariamente al criminal” (Hilb 2015a: 93), para poder juzgarlo como tal.

En la lectura de los autores reseñados, podemos diferenciar cuatro problemáticas trabajadas ante el espejo de la figura del Eichmann de Arendt. En primer lugar, el problema de la responsabilidad individual, trabajado con el problema de la obediencia y el de la pertenencia a una organización burocrática (lo que aparece en todos los autores citados, a excepción de Nino y Hilb). En segundo lugar, el problema de la figura del perpetrador, particularmente su carácter ordinario o “banal”, y no depravado o con inclinaciones criminales (presente en todos los autores). En tercer lugar, se plantea la cuestión de los fundamentos jurídicos y morales del castigo penal y, más en general, la de la relación entre moral y derecho (planteo específico de Feierstein, Nino y Hilb, aunque sobrevuela a nuestro entender también en el texto de Calveiro). Estas tres problemáticas serán desarrolladas en las tres siguientes secciones. El cuarto problema es el de los efectos del crimen sobre la humanidad de los perpetradores. Este último problema es abordado solamente por Pilar Calveiro (aun cuando la cuestión de la deshumanización del agente del mal aparezca, de distintas maneras, en Vezzetti, en Nino y en Hilb), y acaso esté al margen de la recuperación que los autores hacen de la figura de Eichmann. Sin embargo, creemos necesario retomarlo en nuestra argumentación, pues entendemos que allana un terreno de indagación desde el que es posible cuestionar la interpretación cristalizada del Eichmann de Arendt. Nos referiremos a él en las reflexiones finales.

II. Ni burócrata, ni obediente: la responsabilidad de Eichmann

El primer problema que debemos relevar es el de la dificultad para dar cuenta de la responsabilidad personal de Eichmann. Como hemos observado en varios de los autores examinados, Eichmann es descripto como un burócrata, un engranaje en la máquina de matar, y más generalmente como alguien obediente (la imagen divulgada del Eichmann de Arendt coincide con esta caracterización). Sin embargo, si bien es cierto que Arendt utilizó la idea de una “masacre administrativa”19 y que en reiteradas ocasiones utiliza el término “burócrata” o “burocracia” para referirse a aspectos del régimen nazi (por ejemplo, Arendt 1999: 505), entendemos que allí no se agota la profundidad del problema que creía ver Arendt cuando se enfrentó a Eichmann, que ella no hallaba en ese personaje, para decirlo de otro modo, la confirmación de la tesis que había ya desarrollado Weber (1996) medio siglo antes acerca de la burocracia moderna.

Podemos distinguir dos dimensiones del problema, una “objetiva”, referida a la existencia de una burocracia (condición necesaria para que hubiere un burócrata obediente: no hay engranaje sin máquina); la otra “subjetiva”, la del individuo obediente.

Respecto de la primera dimensión, puede decirse que tanto en Los orígenes del totalitarismo como en Eichmann en Jerusalén, Arendt señala que el Estado totalitario no puede ser pensado en términos de una organización burocrática: “la errónea noción”, escribe en Los orígenes…, “de que (…) estamos tratando con un Estado normal —una burocracia, una tiranía, una dictadura—” (Arendt 1999: 503) no dejaría ver la primacía del movimiento y la naturaleza anti-utilitaria de lo que constituye un nuevo tipo de régimen político. En efecto, el régimen nazi se caracterizaba por una deliberada “falta de conformación” (el término es tomado de Franz Neumann), una confusa e intricada red de agencias que se multiplicaban con jerarquías paralelas y funciones superpuestas, por tanto, en competencia mutua, y sin una autoridad reconocible por fuera de la voluntad del Führer. En una palabra: era una organización en permanente movimiento en la que se destruía toda autoridad y toda jerarquía —y, consecuentemente, la estabilidad que ambas suponen— en favor del “principio del jefe”. De allí que las dificultades para establecer judicialmente la responsabilidad de Eichmann no se debieran, como hubiera podido suponerse, a las características propias de una burocracia racional, rutinaria y eficientista, que hubiese permitido diluir la responsabilidad de sus “engranajes”, sino al anárquico e imposible organigrama en el que se perdían una y otra vez los actores del juicio (Arendt 1994, 1999; ver también Leibovici 2012a)20.

De manera que, de acuerdo con Arendt21, el régimen nazi no puede ser analizado como una organización estructurada autoritaria y burocráticamente, una cuyos miembros pudieran abandonarse al simple ejercicio de la obediencia a órdenes de superiores jerárquicos o leyes o decretos, no al menos en el sentido en que comprendemos una obediencia burocrática, pues la ley era la voluntad del Führer, que daba la dirección al movimiento, y frente a éste, “cualquier forma de estructura legal o gubernamental es decir, organización jerárquica o los textos escritos puede ser únicamente un obstáculo” (Arendt 1999: 489)22.

Respecto de la dimensión subjetiva del problema, debe decirse, en primer lugar, que una “falta de conformación” como la descrita generaba, como subraya Arendt, malestar en el propio Eichmann (Arendt 1994: 72 y ss., 140-144) quien, sin embargo, como veremos más en detalle luego, se describía como alguien obediente a la ley. El Eichmann que el juicio de Jerusalén daba a ver no era un individuo simplemente obediente, mucho menos un burócrata. Tal como lo describe Arendt en su crónica, Eichmann podía generar ideas para resolver “la cuestión judía” (Arendt 1994: 72-82); podía diseñar la organización de una burocracia para la emigración de los judíos; era también alguien que reivindicaba una suerte de “idealismo” (el término es de Eichmann)23; y sabía también negociar (en particular, con representantes judíos). Formado en una cultura que erigida sobre el mandato “no matarás”, conocía además el imperativo moral kantiano. Dicho resumidamente, según leemos en la crónica de Arendt, lejos de la imagen simple del burócrata, Eichmann era alguien con iniciativa, con ideas e ideales propios y con capacidad de negociación. Todo eso, por cierto, con la finalidad de llevar adelante una matanza a gran escala y en el camino del progreso en su carrera personal.

¿Qué nos queda de la imagen de Adolf Eichmann sin una burocracia y sin un burócrata? ¿No era entonces Eichmann alguien obediente a la autoridad y a la ley? Sin dudas lo era. Eichmann obedecía, aunque, de acuerdo a la caracterización que acabamos de hacer, no de la manera en que habitualmente comprendemos la noción de ‘obedecer’: obedecer a la autoridad, y también obedecer a la ley (retomaremos el tema en el parágrafo IV), no podían significar otra cosa, según Arendt, que obedecer a la inescrutable voluntad de Hitler, lo que daba, no ya una libertad para asumir propias iniciativas, sino la necesidad de ejecutar esa misma voluntad (expresada de manera general y vaga) sin una garantía de interpretación, y sin un principio de autoridad como respaldo. Puede entenderse así el hecho de que Eichmann no negara su responsabilidad personal respecto de los hechos juzgados —al punto de mencionar la irrisoria idea de ahorcarse en público con el fin de liberar a la juventud alemana de un sentimiento de culpa por una responsabilidad que le correspondía a él y sus pares (Arendt 1994)— aun cuando no se considerase culpable “en el sentido de la acusación”’ pues, en última instancia, había obedecido las leyes y las órdenes recibidas, aunque —insistamos— no en el sentido con que habitualmente entendemos la obediencia, de manera que, a sus ojos, lo que había hecho era solo un crimen retrospectivamente (Arendt 1994).

Interesa aquí señalar la particularidad que Arendt encuentra en Eichmann en el marco de la naturaleza sin precedentes (y en especial, no burocrática) del régimen nazi. En este sentido, conviene subrayar, con Arendt, que ella describía, sin hacer suya, la “teoría del engranaje” (teoría que, además, era propuesta por la defensa pero rechazada, como dijimos, por el propio Eichmann)24, y recordar, en el mismo sentido, que, dada la inadecuación del sistema legal tradicional para juzgar crímenes y criminales sin precedentes, Arendt entendía que el tribunal debió recurrir a una comprensión política de la obediencia, y que eso significaba que Eichmann era responsable sin atenuantes, pues, como escribe hacia el final del libro, “en política, obediencia y apoyo son lo mismo” (“in politics obedience and support are the same”, Arendt 1994: 279; ver también Arendt 2003).

De manera que podemos resumir nuestro argumento afirmando que ni había una burocracia en el sentido tradicional, ni Eichmann era un burócrata, y ni siquiera él mismo se sustraía a la responsabilidad de sus actos por el simple hecho de haber obedecido. Tampoco, agreguemos, el juicio, por definición, daba lugar a sustracción alguna a priori de responsabilidad en virtud de la obediencia25. Finalmente, para despejar cualquier duda al respecto, en una de las pocas afirmaciones que en un libro con pretensiones de crónica suponen una teoría por parte de la autora, Arendt misma desecha la posibilidad de considerar la obediencia como eximente o atenuante, arguyendo, como venimos de señalar, que allí donde entendía que las categorías jurídicas no alcanzaban para tratar con lo que estaban tratando, podía afirmarse que (en política) “obediencia y apoyo son lo mismo”26.

III. La condición ordinaria y la “banalidad” del perpetrador

La segunda problemática es la que dio origen al término “banalidad del mal” y se refiere no al mal cometido en sí mismo sino a sus agentes27: Eichmann aparecía, contra toda expectativa, y pese a los esfuerzos en contrario por parte del fiscal, no como un monstruo sino como un hombre común y corriente, una persona promedio, normal. Los psiquiatras habían certificado su normalidad, y podía decirse también que Eichmann había sido normal para el patrón del III Reich. Tampoco Eichmann era un cínico, ni alguien con falencias mentales, ni un fanático antisemita adoctrinado. Y no parecía tener motivos “personales” o “privados” contra los judíos ni dejaba ver un odio enfermizo hacia ellos (Arendt 1994: 25-26, 30, 146-149).

Lo asombroso era que un hombre así, en apariencia normal, pudiera reconocer como propios los hechos que se le atribuían (razón por la cual no podía ser tomado como un criminal que miente calculadamente ante un tribunal) pero negara al mismo tiempo la criminalidad de los mismos28. El problema radicaba, dice Arendt, en la “incapacidad para diferenciar lo bueno de lo malo” (Arendt 1994: 26). Eichmann “simplemente”, escribe Arendt en el Postcript, “nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo”, carecía de la imaginación para representarse el mal que ejercía sobre los demás, era prácticamente incapaz “para observar algo desde el punto de vista del otro”, esto es, era incapaz de pensar, de entablar el diálogo del dos-en-uno del pensar, que está en la base de la conciencia (Arendt 1994: 287-288, 47-48)29.

Subrayemos la insistencia de Arendt en destacar la constatación de la novedad —y no una teoría ni una explicación— con la que se encuentra ante el nuevo tipo de criminal, uno banal, que figura Eichmann: “cuando hablo de banalidad del mal, lo hago solo en el nivel estrictamente factual, señalando un fenómeno que una tenía frente a sus ojos en el juicio”, esto es, que “Eichmann no era un Iago ni un Macbeth (…) Simplemente, para decirlo de manera coloquial, nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo (…) No era estúpido. Era pura incapacidad de pensar (…) lo que lo predisponía a convertirse en uno de los más grandes criminales de la época” (Arendt 1994: 287-288)30.

Si había que tomar en serio a Eichmann (y el juicio dependía de ello) y afrontar el contraste entre el tamaño y el horror de los hechos y la insignificancia de quien contribuyó a generarlos (el juicio falló en esto), arguye Arendt, debía aceptarse que no era un monstruo (todo el mundo podía percibir esto, escribe Arendt 1994) y no podía tomarse el atajo de tomarlo como un calculador mentiroso (lo que con toda evidencia no era, partiendo de la base de que admitía su responsabilidad sobre los hechos que se le atribuían). Sin embargo, como a todas luces había ocasionalmente mentido, se prefirió considerarlo un mentiroso en lugar de enfrentar la cuestión más profunda, aquella que, sobre la base de la constatación de la falta de la profundidad propia de lo demoníaco, de la ausencia de raíces de un perpetrador que ha acallado a ese testigo de sí mismo que es el otro yo y que impide así el recuerdo del crimen31, en fin, sobre la base de la constatación de la censura de todo diálogo consigo mismo, llevaba a Arendt a hablar de “banalidad” del mal y habría conducido a los jueces, de haber asumido la realidad del personaje que tenían enfrente, a afrontar el desafío moral y legal de juzgar a alguien que se mostraba incapaz de distinguir lo correcto de lo incorrecto (Arendt 1994).

I V. Moral, derecho y fundamentos del castigo

Llegamos aquí a dos problemas ligados entre sí y relevados en una parte de la literatura sobre el pasado reciente en Argentina. Por un lado, el fundamento jurídico del castigo a criminales “banales” como Eichmann; por otro lado, la relación entre deber moral y deber legal (u obediencia a leyes y autoridades).

El primer problema, que relevan claramente Carlos Nino y Claudia Hilb en la senda de Arendt, es el de la ausencia de un criminal en el sentido tradicional, y en particular de una intención criminal en el agente, que plantea inconvenientes para hallar una respuesta con ayuda de las categorías jurídicas tradicionales, en particular, plantea la ausencia de uno de los requisitos para la sanción penal de la responsabilidad (la mens rea, que Arendt llama “guilty conscience”). El derecho moderno, escribe Arendt, entiende “que la intención de hacer un mal es necesaria para la comisión de un crimen” (Arendt 1994: 277). Como señalamos en el punto anterior, Eichmann no era ni un monstruo, ni un sádico ni un fanático, ni tenía motivo contra sus víctimas ni interés particular en causarles mal; él era, en cambio, como se dijo, alguien apegado a la ley y obediente a sus superiores, alguien que cumplía con sus obligaciones de llevar millones de personas a la muerte desinteresadamente. En una palabra, era alguien con un sentido del deber, un “ciudadano apegado a la ley” (Arendt 1994: 24), lo cual bajo el régimen nazi significaba, como afirmamos antes, acatar la voluntad de Hitler.

Pese a que nadie en el tribunal lo asumiera, de acuerdo con Arendt, el juicio a Eichmann enfrentaba a todos a una nueva especie de criminal, en la que no era posible hallar la mens rea que requiere el derecho penal moderno. Nadie asumió esa nueva situación y la conducta de Eichmann fue examinada de acuerdo con las categorías jurídicas tradicionales. Se consideró que mentía y que no podían aceptarse los argumentos de la obediencia a la ley y a órdenes superiores como eximentes o atenuantes de su responsabilidad, planteados por la defensa. Este rechazo no se sustentaba en que Eichmann obedeciera órdenes cuya legitimidad el tribunal rechazara (lo que iba de suyo), ni en que Eichmann no hubiera juzgado por sí mismo la ilicitud de esas leyes y de la órdenes recibidas (asunto en el que nadie, salvo Arendt, se interesó), sino en que, considerándolo a Eichmann un mentiroso y a dichos argumentos de obediencia una estrategia de la defensa, se los descartó en los términos tradicionales del sistema legal.

¿Cuáles fueron los términos del rechazo del argumento de la obediencia? Por un lado, el derecho supone que un subordinado no está obligado a obedecer una ley o una orden “manifiestamente ilegal”. El ejemplo clásico aquí es el del soldado al que se le ordena disparar contra otro soldado. El problema con este argumento, dice Arendt, radica en que lo normalmente es manifiesto no se halla en las circunstancias del III Reich. La idea de lo manifiesto supone que la orden desafía visiblemente la legalidad, oponiendo una excepción visible a la regularidad acostumbrada de la norma y de las órdenes ajustadas a la norma, de manera que, por un lado, se supone que la orden ilegal contrasta en su excepcionalidad con la ley vigente y con las órdenes habituales y, por otra parte, puede presumirse que el subordinado puede distinguir lo lícito de lo ilícito sin necesidad de recurrir a su conciencia (ni ésta ni la religión son suficientes, de acuerdo al código militar alemán, recuerda Arendt; y, podríamos agregar, si interpretamos bien a Arendt, que la idea misma de lo “manifiesto” implica que no hace falta recurrir a la conciencia para evaluar la ilegalidad de la ley o de la orden que, a todas vistas, es evidente, manifiesta). Puesto en los términos que Arendt toma de la jurisprudencia alemana utilizada en el juicio: dicha ilegalidad “debería flamear como una bandera negra arriba [de la orden], como una advertencia, que diga: ‘prohibido’” (Arendt 1994: 148, 292-293), Arendt (2003: 39-40).

Ahora bien, en el contexto del III Reich, la ley ordenaba en toda su regularidad realizar acciones que, en circunstancias “normales”, son ostensiblemente criminales, así como también las órdenes mandaban una y otra vez, y no excepcionalmente, matar. En otros términos, bajo el III Reich, aquélla bandera negra flameaba sobre órdenes que, manifiestamente contrarias a la ley, mandaban no matar a un inocente por el simple hecho de ser judío (Arendt 1994, 2003).

La dificultad para juzgar a individuos como Eichmann recurriendo a las categorías jurídicas de la tradición, escribe Arendt, radica en que éstas suponen un sentido de la justicia arraigado en cada individuo que no es otra cosa que la familiaridad con una legalidad que, a su turno, no haría otra cosa que expresar ese mismo sentido de justicia (la ley, puesto en otros términos, expresa nuestros principios morales compartidos). Pero lo que ocurrió bajo el III Reich fue que “Eichmann actuó plenamente dentro del marco del tipo de juicio que se esperaba de él: actuó de acuerdo con la ley, es decir, la regularidad; no tenía que volver sobre su ‘conciencia’, puesto que no era alguien no familiarizado con las leyes de su país” (Arendt 1994: 293). Eichmann había cometido un crimen manifiestamente “legal” en una sociedad que había sucumbido a Hitler y cuya moral erigida sobre el mandamiento “no matarás” se había derrumbado de la noche a la mañana y en su lugar se había erigido otro principio moral que hablaba a la conciencia de todos de acuerdo con la voluntad de Hitler: “debes matar”, principio frente al cual la tentación o inclinación pasaba a ser no matar (Arendt 1994: 150, 293). Por tanto, Eichmann solo habría tenido un malestar de conciencia si no hubiera hecho lo que se le ordenaba, a saber, enviar millones de hombres, mujeres y niños a una muerte segura (Arendt 1994). De allí que aceptara que había actuado voluntariamente, pero aclarara que no lo había hecho con una intencionalidad criminal. De allí, en una palabra, que no se declarara simplemente inocente (como la simple fórmula de eso que entre nosotros llamamos “obediencia debida” hubiera podido sustentar, aunque probablemente sin eficacia en su caso) sino “inocente en el sentido de la acusación”.

Como se sabe, en su argumento final (un alegato, en realidad), Arendt termina renunciando a dar respuesta a esa falencia en el requisito jurídico subjetivo para el castigo, asumiendo para ello que no tenemos acceso a la vida interior o a los motivos de los hombres; y afirmará que “culpabilidad e inocencia ante la ley poseen una naturaleza objetiva” (Arendt 1994: 278-279), que obedecer es consentir y que, por tanto, Eichmann debía ser colgado en la horca (Hilb 2015a, 2015b, en prensa).

Respecto del segundo problema, el de la relación entre el deber moral y el deber legal, la dificultad con Eichmann no consistía, de acuerdo con la crónica de Arendt, y en contraste con la interpretación de D. Feierstein, en que éste separara, a la manera del positivismo jurídico, derecho (positivo) de moral32 sino, por el contrario, en que no los diferenciara. Como señalamos arriba, Eichmann era alguien que cumplía con su “deber”, obedecía las órdenes y la ley, pero estas órdenes y leyes no gozaban de los atributos de la estabilidad y de la racionalidad formal-legal y burocrática sino que permanecían atadas a la insondable y cambiante voluntad del jefe. Así como anteriormente subrayamos que el hecho de que hubiera organización y jerarquías no se prestaba simplemente a una interpretación en términos de la noción tradicional de burocracia, del mismo modo el asunto aquí no se reduce a la imagen de un subordinado ejecutando sin más órdenes de naturaleza criminal (Arendt 1994). Eichmann afirmaba enfáticamente que durante toda su vida había respetado los preceptos de la moral kantiana, en particular la definición kantiana del deber, y durante el juicio había dado muestras de conocer bien el imperativo categórico. Sabía y comprendía, que, en la obediencia de la ley, los hombres hacen algo más que obedecer a la ley, a saber, reconocer un principio trascendente, moral, detrás de ella; y podía asimismo admitir que desde el momento en que tuvo a su cargo llevar adelante la ‘solución final’, había dejado de vivir de acuerdo al precepto kantiano y había pasado a vivir bajo otro precepto (Arendt 1994)33.

Lo que había ocurrido, entiende Arendt, era que el imperativo categórico había sido modificado por uno diferente: “Actúa de manera tal que el Führer, si conociera tu acción, la aprobaría” (Arendt toma esta fórmula de un texto de Hans Frank de 1942, Die Technik des Staates, y sugiere que Eichmann debió conocerlo) (Arendt 1994: 136). Por lo tanto, ser un ciudadano apegado a la ley no consistía simplemente en la obediencia ciega, ignorando todo principio moral —no consistía, para ponerlo en los términos utilizados por Feierstein, en separar moral de derecho—, sino en obedecer, también ciegamente (Eichmann lo describe de este modo), identificándose con el principio (moral) detrás de la ley (Arendt 1994). El problema era por cierto que ese principio que trascendía a la ley encarnaba, en su inmanencia, en la figura del Führer. De acuerdo con esta idea, por otra parte, la ley no podía aceptar excepciones, pues eso supondría violar este más elevado —y decididamente anti-burocrático— sentido del deber. Por esta razón, Eichmann podía hablar culposamente de “pecado” y admitir propias “inclinaciones” allí donde, haciendo lugar a excepciones a la ley, no había cumplido su deber, esto es, allí donde, en dos ocasiones, había ayudado a judíos a eludir una muerte (legal) segura. Y por la misma razón, también, se había enfrentado a aquellos miembros del régimen nazi que habían buscado excepciones a la ley, al punto, por ejemplo, de desobedecer a Himmler cuando, en contra de la ley (la voluntad del Führer) y del principio moral que lo sustentaba (actúa de manera tal de que tu acción sería aprobada por el Führer), éste había dado la orden de interrumpir la solución final (Arendt 1994: 145-149).

El problema no consiste entonces en que, enfrentados a Eichmann, nos encontremos con un burócrata que obedece, con “indiferencia moral” o “neutralidad valorativa”, cualquier mandato proveniente de una ley positiva o de una orden superior autorizada —mucho menos un “autómata burocra-tizado”— sino en que quien obedecía lo hacía desinteresadamente y siguiendo sus “ideales”, con un sentido del deber conforme a un principio moral general, o trascendente, encarnado por cierto en la figura de Hitler, pudien-do por tanto desobedecer órdenes e ignorar normas escritas que no se ajustaran a la voluntad del Führer34, y que en ese marco en el que la moral de Alemania pareció haberse derrumbado de un día para otro, ésta, la moral, parecía revelarse en su más llano sentido etimológico, a saber, como hábitos y costumbres que, como los de la mesa, pueden ser cambiados de un día para el otro (Arendt 2003). En una palabra, y para retomar la ausencia del pensar antes señalada en Eichmann, el problema no era que Eichmann no dispusiera de un “criterio” moral sino que, teniéndolo, no lo hubiera revisado deteniéndose en un diálogo consigo mismo.

V. “Algo que se agita internamente” (reflexiones finales)

En el recorrido trazado en estas páginas por los principales usos del Eichmann de Arendt para reflexionar sobre el pasado reciente y sobre la respuesta al legado criminal de ese pasado, distinguimos cuatro problemáticas: la responsabilidad individual, la figura del perpetrador, el fundamento del castigo legal y la relación entre derecho y moral, y los efectos del crimen sobre la humanidad de los perpetradores, problema, éste último, al que nos referiremos en estas reflexiones finales.

A medida que avanzamos en el examen de cada uno de los primeros tres problemas, pudimos afirmar, con Arendt, que no podía concebirse a Eichmann como un burócrata —ni al régimen nazi, como un Estado burocrático—, que no era posible reconocer en él una voluntad criminal (la mens rea) ni tampoco una conciencia retrospectiva de la criminalidad de sus actos, y que su obediencia no podía comprenderse como una simple —mucho menos una burocrática— aceptación de cualquier mandato escindida de la pretensión de moralidad. Eichmann era un hombre ordinario, normal, promedio, pero ese hombre ordinario, aunque actuara sin odio ni fanatismo y con un desinteresado sentido del deber, no se reducía al burócrata (el hombre común, dicho brevemente, no puede ser identificado con el burócrata); y su apego a la ley y a la superioridad no se reducía tampoco a la obediencia ciega en sentido tradicional del término. Por estas razones era posible identificar una voluntad de acción y, por tanto, era posible reconocer la responsabilidad de sus actos, como de hecho lo hacía el mismo Eichmann, aunque no lo hiciera “en el sentido de la acusación”.

Lo que caracterizaba a Eichmann, ese hombre ordinario, como un agente del mal de nuevo tipo era la ausencia de evaluación moral y de conciencia en el sentido de ausencia del diálogo del dos-en-uno, ausencia del pensar que se requiere para ejercer la facultad del juicio. En suma, puede afirmarse que allí donde los autores consultados descartan la figura mítica del Eichmann de Arendt para analizar el comportamiento de los represores señalando la insuficiencia de la imagen del burócrata, lo que hay es una coincidencia antes que una disidencia con la autora alemana; y, puede asimismo afirmarse, que lo que Arendt dice haber tenido ante sus ojos es un hombre que ha renunciado a pensar, a ponerse en el lugar del otro, a dialogar consigo mismo.

Es menester aquí establecer una distinción también observable, aunque no explicitada, en la literatura reseñada en estas páginas. Es posible reconocer dos interrogaciones diferentes: por un lado, la que se centra en la comprensión de la criminalidad en el marco del régimen criminal y, por otro lado, la que se interesa en el modo en que dicha criminalidad (no) fue percibida e interpretada, retrospectivamente, al momento de darle una respuesta, en particular una respuesta judicial. ¿Cómo pudieron hacer lo que hicieron en el momento de los hechos? y ¿cómo pudieron no ver, posteriormente, la naturaleza criminal de lo que habían hecho, cuando, diez, veinte o treinta años más tarde, el mal fue exhibido y condenado públicamente? Son dos cuestiones diferentes. Por un lado, se trata de interrogar cómo pudo un individuo —un nazi, un represor— ser capaz de perpetrar actos criminales sin conciencia de la criminalidad, sin afán de daño ni odio, y, en términos de Arendt, ser incapaz de pensar, de juzgar, de diferenciar el bien del mal. Por otro lado, la cuestión es la de comprender cómo, en el momento de la rendición de cuentas, el criminal puede asumir la responsabilidad de los hechos que se le atribuyen pero no la criminalidad de los mismos, es decir, que no pueda, desde una mirada retrospectiva, juzgar moralmente35. Es posible que Adolf Eichmann encarnara el ejemplo negativo en los dos casos y es posible también que Arendt no se detuviera suficientemente en dicha distinción en su informe sobre el juicio a Eichmann. Pero a los fines de la comprensión de los criminales con los que tratamos cuando nos embarcamos en el trabajo de revisión del pasado violento, esta distinción resulta, a nuestro entender, esencial. La constatación que presenta Arendt con el rótulo de la “banalidad del mal”, es decir, la figura de un agente banal del mal extremo, sin raíces, que renuncia a pensar, debe ser desdoblada si queremos avanzar en el camino de la comprensión de los perpetradores.

Detengámonos entonces, para concluir, en el problema que plantea para nuestra comprensión la figura del perpetrador en el momento de los hechos. Frente a la constatación arendtiana del agente banal que acalla al testigo de sus propios actos —acaso confundida con la figura del hombre sentado ante el tribunal, o ante el oficial de policía que lo interroga, que podría acaso reaccionar retrospectivamente ante el testimonio que otros ofrecen de sus actos—, tenemos esa otra constatación, antes citada, de Pilar Calveiro (2001: 72): “hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro”. Esa experiencia de conmoción cuando se destroza a otro es, dice la autora, lo que lleva a los torturadores a buscar restablecer algún tipo de relación humana con sus víctimas (entablar un diálogo, jugar a los naipes, por ejemplo). La experiencia del crimen más inhumano no sustrae a los perpetradores de sus efectos.

En un sentido que entendemos similar, Arendt reproduce los relatos del impacto que había provocado en Eichmann ver las instalaciones para el gaseamiento, o un camión en plena faena de gasear judíos, cuerpos apilados sin vida, o destrozados, filas de judíos desnudos esperando la muerte… Puesto con palabras del propio Eichmann, lo visto en sus visitas a Lublin, Chelmno, Minsk, Lwów y Treblinka, lo “monstruoso”, lo “horrible”, lo “imposible”, lo había impactado de una manera que no podía soportar, lo había afectado físicamente, le había grabado en la memoria un recuerdo indeleble, tal vez le impidiera el sueño y le traería pesadillas, y lo había llevado incluso a preguntarse “¿Cómo puede alguien hacer algo así?” (Arendt 1994: 86-90).

¿No había entonces algo manifiesto en el horror que presenciaba Eichmann en las ocasiones mencionadas? ¿Qué nos aportaría una respuesta positiva a esta pregunta en nuestra comprensión de los perpetradores, de los represores, de la banalidad del mal? Si el pensamiento parte de la experiencia del mundo y del otro, si la conciencia aparece bajo la forma del testigo que, en el diálogo interno del pensar, señala lo que está mal, entonces en la recuperación de ese recuerdo, Eichmann parece decirnos que habitaba en él todavía ese otro del dos-en-uno que da lugar al pensamiento. Todo parece indicar, sin embargo, que Eichmann silenció muy rápidamente esa presencia que se manifestaba en su conciencia.

En todo caso, ceñir la lectura del Eichmann de Arendt a la figura del burócrata obediente puede hacer perder de vista la pregunta esencial respecto del dos-en-uno del pensar, de la experiencia del mundo y del otro. Y puede omitir la experiencia del shock que, al hombre ordinario en tanto hombre ordinario, pudo haber causado la participación en el crimen.

Ajenos a la necesidad de establecer un nuevo tipo ideal, de reemplazar una “imagen” de Eichmann por otra, podemos sin embargo aventurar la siguiente hipótesis en forma interrogativa: ¿es posible que también los represores argentinos, acaso muchos de ellos, hayan vivido, como Eichmann, ese mismo encuentro con el horror, es decir, hayan experimentado el impacto del ‘mal’ enfrentados a su propia participación en crímenes abyectos y masivos? Es posible que, de ser así, luego de esa experiencia hayan buscado acallar la voz de su conciencia y, para ello, hayan encontrado a su disposición todo lo necesario (justificativos y explicaciones, dogmas ideológicos, consuelo religioso, sostén de sus camaradas, conformidad de allegados, indiferencia de los ajenos). Sin embargo, la respuesta al legado criminal impuesta sobre la persona de los perpetradores, necesita, según entiendo, abordar esa pregunta y reconocer, de ser afirmativa la respuesta, la doble distinción entre quien reconoce el horror que tiene ante sí y quien no lo hace, y entre quien habiéndolo reconocido decide olvidarlo y quien, en cambio, recupera a ese testigo de sí mismo que, desde su conciencia, le señalaba el paso hacia el horror en el momento que lo franqueaba.

 

1 Arendt percibía no solo una controversia sino además una campaña en su contra, en gran medida sustentadas en una “imagen” creada del libro que no tenía mucho que ver con lo que en él podía leerse. Por ejemplo, se le atribuían tesis que ella aseguraba no haber sostenido, especialmente porque el libro, según su autora, pretendía ser una crónica y no un conjunto de tesis teóricas o explicativas (tesis que, en la controversia o en la campaña, le eran atribuidas pese a ser, muchas veces, palmariamente opuestas al conjunto de su obra). Mencionemos el caso más ostensible, y que será retomado más adelante: se le atribuyó la teoría del “engranaje” para describir la falta de responsabilidad de Eichmann, cuando, en verdad, ella había simplemente registrado con ello un argumento de la defensa, argumento que, como aclarará luego, ni el propio Eichmann aceptaba (Arendt 2007). La famosa “controversia” se ha reanudado en los últimos años casi de cero, en una combinación de críticas certeras e informadas, expresiones de indignación, ataques a la persona de Arendt e interpretaciones verdaderamente inverosímiles. Ver, por ejemplo, la famosa tesis de David Goldhagen (1997) sobre la voluntad criminal de los perpetradores, la virulenta crítica de Elhanan Yakira (2010), quién elabora buena parte de sus argumentos a partir de un “malestar” de Arendt hacia el asimilasionismo y la política del Estado de Israel, o la potente biografía de Eichmann de David Cesarani (2010), quien sin embargo afirma —como veremos, erróneamente— que Arendt describía al Eichmann como un burócrata y al régimen nazi como una burocracia. Ver también la certera e informada crítica de Leibovici (2012a, 2012b) a algunas de estas relecturas de Arendt.

2 Los textos seleccionados para nuestro análisis son, en su mayoría, de autores de referencia. Me he apoyado para su relevamiento en la tesis de Claudia Bacci (2010), que lleva un registro hasta el año 2000 y en lo relevado en mis más de quince años de investigaciones sobre el pasado reciente.

3 Las excepciones son, por un lado, Carlos Nino, que mantiene un diálogo con varios textos de Arendt y se interesa puntualmente en retomar algunos de los problemas planteados por Arendt en su análisis del juicio a Eichmann, y por otro, Claudia Hilb, especialista en Arendt.

4     Ver Calveiro (2001: 11-12, 38-43, 101,103, 139-143; ver también 47-49).

5     Algunos ejemplos de esas sustitución en el lenguaje son los siguientes: “quirófano” en lugar de sala de tortura, “traslado” en lugar de asesinato colectivo, “interrogatorio” en lugar de tortura, “paquete” o “bulto” en lugar de persona.

6     Sobre este último aspecto en particular, Calveiro (2001: 71).

7     Id. p. 39, 103, 140.

8 De manera semejante, Calveiro (2001) recupera las declaraciones del cabo Raúl Vilariño quien, en 1984, reconocía su participación en los operativos de secuestro pero se desentendía de las torturas (“Nosotros solo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de la Armada”), y las del oficial de inteligencia Ernesto Barreiro, quien descargaba la responsabilidad de la tortura sobre el torturado que no cooperaba. Cabe subrayar la omisión de las declaraciones de ex capitán Scilingo (o también, las apenas posteriores del ex sargento Ibáñez) en 1995, que se corresponderían con la categoría de los “desaparecedores de cuerpos”, respecto de los cuales Calveiro afirma que “no hay testimonios directos” (Calveiro 2001: 41-42).

9 “El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje pero en verdad la ‘maquinaria’ está formada por hombres; cada uno de ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al rescatar el ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar” (Calveiro 2001: 140). Para una mirada bastante apegada a la de P. Calveiro, ver Schmucler (1999).

Son párrafos matizados y trabajados por la sutilidad en un libro agudo y profundo, de manera que nuestra restitución aquí podría pecar de reduccionista. Citamos otro fragmento en el sentido del argumento que recuperamos del autor: “efectivamente había un sistema y no una acumulación simple de grupos y facciones desbocados. De modo que es la complejidad propia de ese sistema la que no puede ser reducida ni a un simple aparato burocrático apto para cualquier tarea ni a la figura de una barbarie desatada por los impulsos desviados (ideológica o psíquicamente) de una horda sin ley” (Vezzetti 2002: 179).

Los textos referidos no difieren sino en detalles menores, razón por la cual nos ceñimos únicamente, para las citas, a la publicación más reciente. Para consultar los fragmentos correspondientes en los textos restantes, véase Crenzel (2008: 56-57, y nota 71, 212-213) y Crenzel (2012: 32-33).

12    La de Crenzel quizá se corresponda con la caracterización más extendida, y también más discutible, del Eichmann de Arendt. Por ejemplo, Neifert (2015), quien caracteriza a Eichmann del siguiente modo: “la mediocridad absoluta de un burócrata incapaz de desobedecer las órdenes de sus superiores” (Neifert 2015: en línea).

13    Cabe señalar que Crenzel, pese a mencionar la importancia de Carlos Nino en el diseño de la política judicial del gobierno de Alfonsín, no se detiene a dar cuenta de la recepción por parte de éste de las ideas que atribuye a Arendt sino que la referencia al Eichmann de Arendt aparece como un dato de contexto, como una figura instalada a escala global. Según puede observarse a la lectura de su libro Juicio al mal absoluto (1997), y tal como luego veremos, Carlos Nino tenía muy presente a la pensadora alemana y había reflexionado sobre La condición humana y Eichmann en Jerusalén.

14 El término que utiliza para dar cuenta de esta indiferencia es el de “adiaforización”, tomado de Z. Baumann, que describe como “el quiebre de la evaluación moral sobre las consecuencias de las propias acciones” (Feierstein 2015: 135).

16    Nino señala aquí que la culpabilidad, y con ella la intención, son esenciales al enfoque retributivo, pero que este enfoque admite que la intención es determinada por deseos, creencias y disposiciones de los individuos, en una palabra, por el carácter. Es allí en consecuencia donde se pretende hallar la intención criminal en el momento del juicio (es decir, retrospectivamente y sin acceso al yo interior). Es a raíz de esta concepción, explica Nino, que es posible castigar tentativas y expresiones de mala intención, y que no se acepten como excusa determinantes externos al sujeto. La falencia que se deja ver aquí en el retributivismo, añade Nino, consiste en que esa evaluación del carácter supone un Estado perfeccionista (que promueve ideales morales últimos de virtud o excelencia) y, por tanto, viola el principio de autonomía personal (Nino 1997: 214-222).

17    “Por lo tanto la respuesta correcta a los peores agresores es suspender las actitudes reactivas de la misma forma que lo hacemos con los insanos, no porque sean necesariamente insanos, sino porque han traspasado los límites de lo humano al rechazar el marco de interacciones que dicha culpa supone” (Nino 1997: 221).

18 Ver Hilb (2016: 5; 2015a: 92-93, 95-96). Hilb retrata el modo en que, ya en los años cuarenta —es decir, mucho antes del juicio a Eichmann— Arendt piensa el agente del “mal radical” como alguien que “infringe —a sabiendas, por inadvertencia— las normas compartidas” y cuya acción no “puede explicarse por los motivos malignos del interés propio o la ambición” (Hilb en prensa: 3-4) y examina cómo, en un desplazamiento en el que la interrogación pasa del interés en la voluntad al interés en la capacidad de pensar del agente y, luego, desde ésta hacia el privilegio por la preocupación por el mundo común, Arendt parece renunciar a hallar certezas sobre el elemento subjetivo del crimen (lo que aquí llamaremos mens rea) para afirmar la necesidad de castigo sobre la base de la constatación (objetiva) de un crimen que ofende a nuestro sentido de justicia (Hilb en prensa). Hilb se detiene, además, en el nuevo tipo de crimen y sus consecuencias para su comprensión y la respuesta que debe dársele, y en la afirmación arendtiana de que nos enfrentamos a crímenes que no podemos ni perdonar ni castigar.

Ver, por ejemplo, Arendt (1994: 288, 294) y Arendt (2003: 250); y los usos previos referidos a las matanzas de los gobiernos coloniales en India y África, Arendt (1999: 21, 193, 252, 285, 290).

20    O lo que es lo mismo, como lo expondrá en el cap. XIII de Los orígenes…, los totalitarismos ejecutan directamente la fuente de autoridad, una ley de movimiento permanente (la ley de la historia o de la naturaleza) que coincide con la insondable voluntad del egócrata. Esa fuente de autoridad, una voluntad, no podría traducirse en leyes estables pero, en cambio, estabiliza aquello de menos estable en las comunidades humanas y que, por tanto, da fundamento a la necesidad de leyes sustentadas en una autoridad reconocida, a saber, la acción humana, pues elimina la espontaneidad de los hombres. Se invierte así la moderna comprensión de todo cuerpo político, que supone una fuente de autoridad estable sobre cuyo trasfondo se legitiman una leyes positivas menos estables que dicha autoridad pero más estables que las acciones de los hombres, a las que brindan un marco y cuya pluralidad y espontaneidad constituyen allí el elemento más inconstante, más móvil, más impredecible, más voluble (Arendt 1999).

21    Aunque no dijera nada nuevo en el asunto, puesto que, como se sabe, Arendt se sirve de trabajos notorios, hoy clásicos, como los análisis de Franz Neumann (1987), escritos entre 1933 y 1941, quien afirma directamente que no había siquiera Estado en el régimen nazi. También se sirve del detallado estudio sobre la organización y la política del III Reich de Raul Hilberg, The Destruction of the European Jews, publicado apenas después del juicio a Eichmann (Arendt 1994).

Como Arendt escribiera ya en Los orígenes…, “aquellos que tenían que ejecutar órdenes (…) no se hallaban en mejor situación [que el resto de los habitantes del III Reich, que debían “desarrollar un tipo de sexto sentido para conocer en un momento dado a quién obedecer y a quién desoír”]”. Las órdenes eran vagas y quien las recibía debía reconocer la intención del Jefe, porque no se trataba tan sólo de obedecer órdenes sino de “ejecutar la voluntad de la jefatura” (Arendt 1999: 490-491).

Usando ella misma las comillas para el término, un « idealista », escribe Arendt, era, a los ojos de Eichmann, “no simplemente un hombre que creía en una ‘idea’ o alguien que no roba ni acepta sobornos, aunque estas cualidades fueran indispensables. Un ‘idealista’ era un hombre que vivía por su idea (…) y que estaba preparado para sacrificar por su idea todo y, especialmente, a todos. Cuando dijo en el interrogatorio de la policía que habría enviado a su padre a la muerte si así le hubiera sido requerido, no quería meramente expresar hasta qué punto estaba bajo mando y dispuesto a obedecer; también quería mostrar cuán ‘idealista’ había sido siempre” (Arendt 1994: 41-42).

24    Arendt (1994: 59, 289), (Arendt 2003: 29-32), Arendt (2007: 476, 485).

25    “Oímos las protestas de la defensa acerca de que Eichmann era, después de todo, un ‘pequeño engranaje’ en la maquinaria de la Solución Final (…) la teoría del engranaje en su totalidad carece legalmente de sentido y por tanto no tiene interés alguno el alcance de las atribuciones del ‘engranaje’ llamado Eichmann (…) en tanto sigue siendo un crimen —y esta, por cierto, es la premisa del juicio— todos los engranajes de la maquinaria, sin importar cuán insignificantes hayan sido, son, ante un tribunal, inmediatamente transformados en perpetradores, esto es, en seres humanos” (Arendt 1994: 289).

Por todas estas razones, resultan desconcertantes las tesis de Breton y Wintrobe (1986) que son retomadas por Crenzel en los textos antes citados. En fecha tan tardía como 1986, dichos autores sostienen que el nazismo fue leído como un sistema autoritario y que “el estatus burocrático de los acusados ha sido siempre reconocido (…) por los especialistas y cronistas que escribían sobre el juicio” (Breton y Wintrobe 1986: 909-910), y que, dentro del conjunto de quienes interpretan de ese modo al régimen nazi, “en primer lugar está Arendt”. Mucho más desconcertante aún es que citaran el siguiente fragmento del “Postscript” de Eichmann en Jerusalén para dar evidencia de la anterior descripción de la posición de Arendt: “Por supuesto es importante para las ciencias políticas y sociales que la esencia del gobierno totalitario, y quizá la naturaleza de toda burocracia, es convertir a los hombres en funcionarios y meros engranajes en la maquinaria administrativa” (Breton y Wintrobe 1986: 906). En efecto, tal como la construcción de la cita preanuncia bajo el formato de la reserva o salvedad (“Por supuesto que x… pero y…” [“Of course x…Only/but… y]), el argumento ha de completarse con una afirmación posterior, que los autores omiten, y que sigue apenas dos líneas abajo en el texto de Arendt: “Solo que uno debe darse cuenta claramente de que la administración de justicia puede considerar esos factores solamente en la medida en que son circunstancias del crimen (…) Es cierto, nos hemos acostumbrado demasiado por la psicología y la sociología modernas, para no hablar de la burocracia moderna, a justificar la responsabilidad del ejecutor por su acto en términos de tal o cual tipo de determinismo. Si esas aparentemente más profundas explicaciones de las acciones humanas son correctas o incorrectas es discutible. Pero lo que no es discutible es que ningún enjuiciamiento sería posible con base en ellas…” (Arendt 1994: 289-290). Los autores ignoran, además, la distancia que sistemáticamente tomaba Arendt respecto de la psicología y las ciencias sociales y políticas, como se observa en la cita anterior. Por último, también pretenden atribuirse algunas tesis que, según los autores, la misma Arendt no habría sabido extraer de sus propios textos cuando, en verdad, no solamente Arendt las asume explícitamente sino que, por otra parte, lo hace reconociendo su existencia previa, como es el caso de la tesis de la competencia entre agencias de la burocracia nazi, que retoma del ya citado Behemoth de F. Neumann (1987).

Este es quizá el aspecto más dificultoso del análisis arendtiano en torno del caso Eichmann en la medida en que la senda que la autora emprendería en la exploración del problema (sus investigaciones sobre el juicio reflexivo) se vería finalmente truncada con su muerte.

A este respecto, la “sorprendente disposición” con que admitía sus crímenes, escribe Arendt, no se debía tanto a su capacidad criminal para el autoengaño como a la “mendacidad sistemática que había constituido la atmósfera general, y generalmente aceptada, del Tercer Reich” (Arendt 1994: 52). “Por supuesto”, admitía Eichmann haber jugado un rol en el exterminio de judíos, haber provisto el transporte sin el cual no habrían encontrado la muerte, pero “¿que había que admitir allí?”, se preguntaba Eichmann, para luego agregar que le “gustaría hacer las paces con [sus] enemigos del pasado” (Arendt 1994: 52-53).

Esto se dejaba ver en el uso permanente de clisés y slogans (no solamente extraídos de la jerga burocrática) cada vez que se refería a un acontecimiento de importancia para él, cada vez que debía evaluar una situación, o cada vez que los jueces buscaban apelar a su conciencia (Arendt 1994: 39, 48-55, 62, 85-86, 105-107 et passim). “Cuanto más uno lo escuchaba”, escribe Arendt, “tanto más obvio se revelaba que su incapacidad para hablar estaba estrechamente ligada con una incapacidad para pensar, es decir, para pensar desde el punto de vista de los demás” (Arendt 1994: 49).

Es importante insistir sobre la pretensión descriptiva y no explicativa de la crónica de Arendt, algo que es muchas veces ignorado. En el contexto de la controversia sobre su libro, Arendt insistirá una y otra vez en este aspecto fáctico, el de su experiencia ante el hecho de la inanidad de Eichmann (“El libro en verdad no contiene tesis”, escribirá por ejemplo en Arendt 2007: 485).

“Pensar y recordar”, escribe Arendt en “Some Questions of Moral Philosophy”, “es el modo humano de echar raíces, de hacerse un lugar en el mundo al cual llegamos como extranjeros (…) El mal extremo es posible solamente donde estas raíces que crecen por sí mismas, y que limitan automáticamente los posibles, están completamente ausentes” (Arendt 2003: 100-101).

32 Este argumento, por lo demás, no deja de ser problemático puesto que, a la imposibilidad de describir al Estado nazi en los términos de una organización racional-legal —para retomar de nuevo a Weber—, como planteamos antes, cabría agregar las dificultades para concebirlo como un orden jurídico positivo, a la manera kelseniana. Sobre este punto, recordemos el poco interés en respetar las propias leyes por parte del régimen nazi y la imposibilidad de hallar en éste una distinción entre derecho y moral, pues, como advertía Hitler, “el Estado total no debe conocer diferencia alguna entre la ley y la ética” (Arendt 1999: 484-485).

Reflexionando sobre la experiencia argentina, Héctor Schmucler escribe: “El mal pierde las características por las cuales es generalmente reconocido: deja de ser una tentación y se vuelve la forma de una nueva rectitud. A la inversa, lo que convencionalmente se llama bondad se transforma en tentación que debe ser suprimida” (Schmucler 1999: en línea).

34 Añadamos, en el mismo sentido y siempre siguiendo a Arendt, que los nazis estaban poco preocupados en respetar sus propias leyes por la misma razón por la que nunca suprimieron la Constitución de Weimar (Arendt 1999). Esta aclaración no obsta que, de facto, dicha Constitución hubiese sido derogada el 24 de marzo de 1933 por medio de la denominada “ley habilitante” (Ermächtigungsgesetz) que facultaba al gobierno del Reich (por tanto a Hitler) a emitir leyes prescindiendo del parlamento. Agradezco al evaluador del artículo esta información que desconocía.

35 En su clásica interpretación del juicio reflexivo de Arendt, Ronald Beiner, distingue dos aproximaciones, una desde el punto de vista de la vita activa, relativa a una temporalidad presente-futura de la acción y otra desde la perspectiva de la vita contemplativa o de la vida del espíritu, relativa a la temporalidad del presente-pasado del punto de vista del espectador (The Life of the Mind, según el título de la obra inconclusa de Arendt que debía completarse con su teoría sobre el juicio) (Beiner, en Arendt 1982: 91-92). Arendt misma observa esta distinción aunque, hasta donde sabemos, no extrajo consecuencias de ello (Arendt 2003).

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