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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.22 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires June 2017

 

LA EXPERIENCIA SOCIAL DE LO (IN)JUSTO. REVISITANDO CONCEPCIONES DE DERECHOS PARA AMÉRICA LATINA CONTEMPORÁNEA*

 

por Cecilia Abdo Ferez**

* El texto se presentó como ponencia en el marco de un simposio del grupo de investigación PIP 11220120100320 que dirijo, sobre derechos en la teoría política moderna, en el “VIII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política”, organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP) y la Pontificia Universidad Católica del Perú, que fuera realizado en Lima, en julio de 2015. Fue revisado en mayo de 2016. Les agradezco a Mario Pecheny, Gabriela Rodríguez Rial, Claudia Hilb e Ignacio Mancini —éste último, del Centro de Documentación e Información, del Instituto de Investigaciones “Gino Germani”—-, por las referencias bibliográficas. También a quienes evaluaron para POSTData, porque sus observaciones permitieron mejorar el texto.
** Investigadora del Instituto de Investigaciones “Gino Germani”/UBA-FSoC. Investigadora adjunta de CONICET, Argentina. E-Mail: ceciliaabdo@conicet.gov.ar.

Resumen

El artículo pretende indagar en las implicancias políticas de la relación entre democracia y derechos en el presente contexto latinoamericano. Este contexto está signado por una seguidilla de reformas constitucionales que parecen reconciliar dos corrientes usualmente en tensión en el continente — democracia y constitucionalismo— y dar cuenta de una nueva concepción de ciudadanía para la región. Se revisitarán, en primer lugar, abordajes jurídicos en torno a las reformas constitucionales y sus límites, y en segundo lugar, abordajes de las ciencias sociales en torno a los “déficits” de la ciudadanización en el continente. Por último, se pretenderá repensar, siguiendo la definición de democracia como forma de sociedad de Claude Lefort, la tensión en la relación entre democracia y derechos, más allá de los campos de la ciencia jurídica y la ciencia política.

Palabras clave
Derechos- constituciones – ciudadanía – América Latina – Lefort

Abstract

The article pretends to investigate the political implications of the relationship between democracy and rights in current Latin American context. This context is marked by a succession of constitutional reforms that seem to reconcile two trends usually in tension (constitutionalism and democracy) and to account for a new conception of citizenship for the region. They will be revisited, first, some juridical approaches around the constitutional reforms and their limits, and secondly, the approaches form social sciences around the “deficits” of the citizenship on the continent. Finally the text aims to rethink, following Claude Lefort’s definition of democracy as a form of society, the tension in the relationship between democracy and rights, beyond the fields of juridical and political science.

Key words
Rights – constitutions – citizenship – Latin America – Lefort

“Gozando cada uno de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así es como se establece entre todas las clases sociales una viril confianza y un sentimiento de condescendencia recíproca, tan distante del orgullo como de la bajeza”.

Alexis de Tocqueville, La democracia en América.

América Latina asiste a una renovada centralidad del derecho. Desde los años de la redemocratización, la mayoría de los países de la región ha reformado ampliamente sus constituciones: Brasil (1988), Colombia (1991), Paraguay (1993), Argentina (1994), Ecuador (1998, 2008), Venezuela (1999) y Bolivia (2009). Muchos otros, la discuten (República Dominicana, Colombia, Perú, Nicaragua, México1) (Nolte 2009). Gran parte de las reformas constitucionales, además, tuvieron como objetivo central al derecho: ya sea a través de una ampliación de las cartas de derechos reconocidos, ya sea poniendo el foco en la introducción de nuevos andamiajes institucionales que dieran cuenta de la necesidad de mejorar la eficiencia de los poderes judiciales, siguiendo los criterios sugeridos por agencias internacionales (Thome 2000).

No obstante este persistente recurso a la reforma constitucional se retoma con fuerza, sobre todo, luego de la salida de dictaduras y se da en marcos político-ideológicos diversos, según cada país, sostendré en este texto que la centralidad actual del derecho y de los derechos va más allá de la efectiva existencia de una reforma constitucional y da cuenta de una crisis en los modos en que se entendía la ciudadanía en los países de la región (y también dentro de los cánones de la teoría política de la transición democrática). Esta ruptura exige reconceptualizar la performance y el diagnóstico (en general, negativo) respecto de los estados latinoamericanos que habilitaban esas ciudadanías, consideradas, asimismo, deficientes. En otras palabras, asistimos en América Latina contemporánea a una nueva modalidad de la relación entre derecho(s) y democracias, que exige repensar, por un lado, los términos en los que se evaluaba la aptitud de los estados latinoamericanos (cuyos parámetros reflejaban con creces la deuda con la teoría política de la transición) y, por el otro, el concepto de ciudadanía que estos estados confor-maban2. Para decirlo con las palabras de Stefanie Kron, Sérgio Costa y Marianne Braig: “a pesar de una creciente constitucionalización y juridificación de demandas de actores organizados de la sociedad civil, el debate académico aún está dominado por posturas escépticas en cuanto a la eficiencia de las reformas constitucionales y las respectivas legislaciones novedosas” (Kron, Costa, Braig 2012: 10) y no da cuenta de las amplias mutaciones en la relación entre democracias y derechos que vislumbra el continente. Mutaciones, que, como sostendremos aquí, van más allá de las inscripciones o no de esos derechos en las constituciones, para abrevar en pos de una concepción de derechos como prácticas co-extensivas al ejercicio democrático, como motores de una dinámica de permanente reposición de la tensión entre los procesos de igualación y des-igualación ciudadanas.

En este texto me propongo indagar, justamente, en estas mutaciones entre democracia y derechos, en el marco de la coyuntura latinoamericana —y en particular, de los países con gobiernos progresistas de la región—, para aportar desde la teoría política, a repensar esa relación.

México es el país que más ha reformado parcialmente su constitución, desde su origen en 1917 a 2009, a pesar de su “rigidez” (Carbonell 2009).

Para una muestra, ver O’Donnell (1993, 2007) O’Donnell, Schmitter y Whitehead (1986), Schmitter y Karl (1991) y Whitehead (1995).

La bibliografía jurídica:

¿hay algo nuevo en las nuevas constituciones?

La proliferación de reformas constitucionales en el continente y la politización de la discusión sobre sus alcances abre un debate en la literatura jurídico-política3: ¿se está ante un nuevo rol del derecho en América latina? ¿Portan estas constituciones alguna novedad para las democracias del continente? ¿Qué tipo de ciudadanía construyen? ¿Cómo es su relación con las anteriores oleadas de reformas constitucionales? ¿Dan cuenta estas constituciones de una concepción distinta de democracia?

Tres posturas podríamos considerar salientes, al respecto, en la bibliografía jurídica especializada: la primera postura inscribe estas reformas constitucionales en una continuidad del rol del derecho a lo largo de la historia política del continente. El énfasis en las constituciones, para esta postura, vendría a saldar sistemas político-partidarios deficientes y a intentar amalgamar sociedades en extremo fragmentadas, que, de otro modo, serían imposibles de abordar en conjunto por un argumento político componedor (y esto mismo pretenderían estas nuevas reformas). La segunda postura describe a las reformas como una “nueva oleada” de revisiones constitucionales, con continuidades y rupturas respecto de las oleadas anteriores, a la vez que se pregunta por las capacidades reales de estos textos para aportar a progresos sociales integrales. La tercera postura divide las reformas que se dieron desde la redemocratización en el continente entre aquellas que colaboran a una profundización democrática de las sociedades y son producto de asambleas constituyentes populares (que serían las que —con algunos criterios que puntualizaremos más adelante—, se incluyen en el llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano”) y las que no solo no lo hacen, sino que son revisiones jurídicas provenientes de elites conservadoras de cada país. Para esta tercera postura, solo las primeras reformas portan la posibilidad de una transformación general de las sociedades en las que se inscriben, de su régimen de propiedad y de las ciudadanías que conforman, y de este tipo son algunas de las reformas constitucionales en danza —en principio, las de Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia—.

Las repercusiones son amplias también en la prensa internacional. Para un ejemplo, ver Monte Reel (2008) “South America’s Constitutional Battles”, The Washington Post, 18 de enero.

Veamos una a una estas posturas. Para la primera, que podríamos ver representada —entre otros— en el constitucionalista colombiano Mauricio García Villegas, existe en América Latina una “hiper-centralidad del tema constitucional en el debate político” (García Villegas 2003: 16). Esta hiper-centralidad no es de reciente data, sino que se remontaría al período independentista del siglo XIX y forja una larga tradición —aún vigente—, que diera lugar a un “maridaje entre política y derecho” (García Villegas 2003: 16). La condición semi-periférica de los estados latinoamericanos, desde sus orígenes produjo, para este autor —aquí, siguiendo a Boaventura de Sousa Santos (2010)— que los estados mostraran la presencia que no podían garantizar en la economía, a través de la proliferación de regulaciones jurídicas. Esta inflación jurídica estatal procuraba saldar dos déficits: la carencia de un sistema de partidos que pudiera canalizar intereses y demandas sociales y se ofreciera como cohesionador social y articulador de discursos políticos y la amplia fragmentación social en sociedades estamentales, persistentemente coloniales. Dice Mauricio García Villegas: “esta tradición [la de la hiper-centralidad del tema constitucional en el debate político latinoamericano, C.A.F.] se originó en la necesidad que tenían los próceres de la independencia de utilizar al derecho como herramienta de construcción de la nación y de la ciudadanía. La ausencia de participación política organizada a través de partidos políticos fuertes y con arraigo social determinó un traslado de la función política de articulación social propia del sistema político, al discurso jurídico y más concretamente al diseño constitucional. Esta práctica sigue vigente en el continente: el recurso a las reformas constitucionales es todavía una solución política frecuente para resolver las deficiencias de una democracia representativa fuerte” (García Villegas 2003: 16).

Para el autor, este recurso a las reformas constitucionales condujo a que el sistema jurídico se sobrecargara de demandas y expectativas frustradas, demandas y expectativas que serían, antes, propias del sistema político. Esto no solo impactó en el sistema político-partidario, sino que el sistema jurídico se tornó ineficiente y el discurso constitucional se consolidó abstracto, cada vez más vago y general, con pretensiones de abarcar sociedades persistentemente estamentales y desiguales, carentes de mediaciones político-institucionales efectivas. Dice Mauricio García Villegas: “Por lo demás, esto obedece a un fenómeno más general: mientras más heterogéneo y jerarquizado es un conglomerado social más general e ideológico es el contenido de un eventual contrato social o acuerdo constitucional; esto se origina en la necesidad política de abarcar —u ocultar— las diferencias en un mismo discurso. (…) Mientras mayores son las diferencias sociales, económicas y culturales entre las personas mayor es el ámbito del desacuerdo y mayor es la tendencia a acudir a discursos abstractos” (García Villegas 2003: 19).

Esta doble característica del derecho en América Latina —su tendencia a sustituir la mediación política, su tendencia a ser el único posible discurso articulador de sociedades fragmentadas— determinó su ineficiencia y la brecha persistente entre derecho escrito y norma o costumbre social. Esta brecha no sería el efecto de su mala performance, sino una característica ineludible, constitutiva. Repone el autor: “Mientras más limitado es el margen de maniobra política de los gobiernos latinoamericanos, mientras menos operante es la democracia representativa, más necesidad tienen los gobiernos de recurrir al derecho para responder a las demandas sociales. En estas circunstancias de precariedad hegemónica y de ausencia de partidos políticos con arraigo social, la producción de derecho pasa a ser un sustituto del sistema político al instaurar una cierta comunicación entre el Estado y sus asociados. Dicho en otros términos, el sistema jurídico se convierte más en un mecanismo destinado a la legitimación de las políticas públicas que un instrumento de implementación instrumental de dichas políticas” (García Villegas 2003: 32).

Para esta primera postura, en síntesis, las reformas constitucionales contemporáneas en el continente no introducirían una ruptura con este marco general, sino que —más allá de cómo se las evalúe por sus contenidos y fines—, lo confirmarían.

Algo menos escéptica que esta primera lectura parece ser la segunda de las posturas que abordaremos. Para ésta, que podría verse representada en los constitucionalistas argentinos Roberto Gargarella y Christian Courtis, en América Latina se recurre a las reformas constitucionales para enfrentar un “mal”, una crisis social o política que se supone que puede torcerse, de algún modo, apelando a una nueva discusión política general acerca de las metas y fines para saltear ese estado de conmoción (Gargarella y Courtis 2009)4. La reforma constitucional se da entonces, recurrentemente, en períodos de crisis, se imbrica con ella, y ambas tienen, en América Latina, una notable regularidad.

El constitucionalismo latinoamericano se desarrolla, así, por “oleadas”, desde el siglo XIX en adelante, en una dinámica que los autores proponen comprender, siguiendo a Bruce A. Ackermann, según el modelo propuesto por Thomas Kuhn para entender los períodos de normalidad científica y de revolución en los paradigmas. Dicen: “La historia constitucional se caracterizaría, de acuerdo con Ackerman, por un número discreto de ‘momentos constitucionales’ extraordinarios, sustentados sobre una base de consenso político y participación popular también extraordinario, y por largos períodos de ‘normalidad’ constitucional, durante la cual la política y la adopción de legislación ordinaria se desarrolla dentro del marco pautado por el ‘paradigma’ constitucional vigente, y se limita al funcionamiento del sistema político instituido, con el periódico respaldo de los votantes” (Gargarella y Courtis 2009: 14).

Un problema sería, afirman los autores, que en América Latina se altera esta relación entre normalidad y revolución, en lo jurídico constitucional. Dada la recurrencia de las crisis y su imbricación con la reforma constitucional, se modifican constantemente las reglas del juego y esto puede llevar a hacer depender la norma fundamental de “objetivos cortoplacistas”.

Gabriel Negretto, por su parte, en su libro La política del cambio constitucional en América latina, pone en marco la correlación crisis institucionales-reformas constitucionales en América Latina: en Europa occidental, el número promedio de enmiendas constitucionales desde 1789 a 2001 duplica el de la región, relación que se invierte respecto al número de constituciones vigentes. Negretto postula una interesante correlación entre formalismo e inestabilidad institucional (que, en algún sentido, alude a un argumento presente en la mayoría de la bibliografía jurídica sobre el tema): “en contextos de inestabilidad constitucional la lucha por definir los límites y alcances del ejercicio del poder se canaliza frecuentemente en reformas al texto de la constitución. Como los actores políticos no confían en que las reglas formales perduren, ponen un mayor esfuerzo en definir todos los detalles posibles del uso del poder por medio de reglas formales. En otras palabras, el formalismo es en gran medida, y quizá irónicamente, un fenómeno derivado de la inestabilidad institucional” (Negretto 2015: 18).

Dicen Roberto Gargarella y Christian Courtis: “Acudir a reformas constitucionales como solución política corre el serio riesgo de constitucionalización de la política ordinaria, o bien, expresado a la inversa, de ordinarización de la Constitución. Tal fenómeno no ha sido infrecuente en países de la región: el caso paradigmático es el de México, cuya Constitución, adoptada en 1917, fue reformada en ciento ochenta y nueve oportunidades desde entonces. Esta inclinación hacia la reforma constitucional como solución a cuestiones de política coyuntural tiene un efecto institucional pernicioso: con cada cambio importante del balance de las fuerzas políticas se produce un impulso para introducir nuevas modificaciones a la Constitución, bajo el argumento de que mis reivindicaciones también merecen una consagración constitucional, y de que, de todos modos, otros ya lo han hecho antes” (Gargarella y Courtis 2009: 17).

No obstante el riesgo presente de constitucionalizar la política ordinaria (cuando bien podrían perseguirse los mismos fines, con política ordinaria, o se termina dependiendo de todos modos de ella, para materializar las grandes metas que se declaran en la constitución), los autores señalan un cambio que fundamentaría la legitimidad de las nuevas reformas en la región. Un cambio en la “filosofía pública” del continente se habría producido desde el constitucionalismo originario del XIX al actual, que llevaría a no desmerecer las posibilidades político-populares que abren las últimas reformas constitucionales. Esto es, en el continente, son tres las corrientes que habrían disputado su fuerza en el constitucionalismo y que habrían originado las tres oleadas de reformas, hasta aquí acaecidas: el proyecto conservador, el proyecto liberal y el proyecto radical, de tipo “rousseauniano”, que habría sido el proyecto desplazado, dada la unión de los anteriores. La victoria del proyecto constitucional producto de la fusión conservadora-liberal sobre el proyecto constitucional radical se habría sustentado en una filosofía pública individualista, anti-estatista, contra-mayoritaria y elitista (o individualista, anti-colectivista y anti-estatista, en palabras del constitucionalista colombiano José María Samper) (Gargarella y Courtis 2009)5. Con esta filosofía pública habría roto el continente, con las disparidades del caso, en la nueva oleada constitucional que, desde fines de los años ‘80, introduce mecanismos que amplían los límites de la participación popular, a la vez que fortalecen las capacidades presidenciales (algo que los autores estiman que puede ser contradictorio —tesis discutible, en la opinión de quien aquí escribe, dada la experiencia acaecida—)6. Otra filosofía pública estaría sustentando las nuevas reformas y ese cambio permitiría fundamentarlas en algo más allá del cortoplacismo de miras, en esta nueva oleada contemporánea del constitucionalismo.

Sin embargo, aún frente a esta ruptura con la filosofía pública anterior y las habilitaciones judiciales que abren las nuevas constituciones para los muchos actores en conflicto en el continente, los autores se preguntan por las “condiciones materiales” que sustentarían estos proyectos. La pregunta, para ellos, es ¿qué objetivos son realmente alcanzables con una reforma constitucional y cuáles pueden ser demasiado abarcadores y poéticos? Gargarella y Courtis se muestran escépticos al respecto y también en cuanto a qué objetivos se priorizaron al encararlas, en estos casos concretos: si objetivos cortoplacistas, como definen a los explicitados (o no) en la política coyuntural, u objetivos que pudieran contrarrestar los “fundamentos legales de la desigualdad” (Gargarella 2005).

Para la tercera postura, por último, que podríamos ver representada en los académicos españoles Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau, hay una nueva corriente en el constitucionalismo, derivada de una práctica innovadora: la corriente del “nuevo constitucionalismo latinoamericano” (Viciano Pastor y Dalmau 2011). Este nuevo constitucionalismo latinoamericano se diferencia de otros constitucionalismos (y divide, a su vez, a las experiencias constitucionales de los países de la región), porque aspira a ser el marco que otorgue legitimidad a las reformas sociales y políticas de gobiernos populares. Es decir, son constituciones eminentemente atadas a coyunturas políticas y son principistas en su contenido. Esto no es su defecto, sino el rasgo que da cuenta de su aporte a una nueva concepción sobre la democracia. El objetivo explícito de este nuevo constitucionalismo sería recrear la legitimidad democrático-popular, una legitimidad que estaría en crisis en los orígenes del proceso constitucional que les diera cabida a las reformas, por ser ellas resultado directo de conflictos sociales e institucionales (piénsese, como ejemplos, en las llamadas “guerras” del agua y del gas en Bolivia, o en el Caracazo de Venezuela, o en las turbulencias políticas de Colombia y Ecuador, que derivaron después en procesos de discusión en asambleas constituyentes).

Lo que diferenciaría entonces al nuevo constitucionalismo latinoamericano de otros constitucionalismos es la reunión de asambleas constituyentes amplias, la presencia de movilización social en sus orígenes y el ser constituciones que se pretenden adecuadas a un Estado en transición y que se perfilan ellas mismas, por tanto, como transicionales. Dicen Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau: “el nuevo constitucionalismo latinoamericano tuvo su origen en el proceso constituyente colombiano de principios de la década de los noventa, aunque fue fruto de reivindicaciones sociales anteriores. El proceso colombiano ya contó con las principales características del nuevo constitucionalismo: respondió a una propuesta social y política, precedida de movilizaciones que demostraban el factor necesidad, y confió en una asamblea constituyente plenamente democrática la reconstrucción del Estado a través de una nueva constitución” (Viciano Pastor y Dalmau 2011: 318).

Estas tres características —la de la asamblea constituyente amplia, la movilización social que plantea la necesidad de la reforma y el objetivo integral de la reconstrucción del Estado— estarían presentes en los procesos de Colombia (1991), Venezuela (1999), Ecuador (2006-7) y Bolivia (2006-2009), pero no así en la reforma brasilera de 1988 —a pesar de su amplia carta de derechos— o en la reforma argentina de 1994, que responde más bien a acuerdos entre élites políticas. Dicen los autores, otra vez, respecto de las primeras: “todas ellas cuentan con un denominador común que, para el análisis realizado en esta sede, es necesario resaltar: asumen la necesidad de legitimar ampliamente un proceso constituyente revolucionario y, aunque los resultados son en buena medida desiguales, consiguen aprobar constituciones que apuntan, en definitiva, hacia el Estado constitucional” (Viciano Pastor y Dalmau 2011: 310). Esto es, que apuntan a un tipo de Estado cuya constitución no se postula —siguiendo al constitucionalismo liberal clásico—, como límite de los poderes, sino como emanación de un poder constituyente que busca profundizar criterios económicos redistributivos y principios sociales de igualdad y justicia. Afirman Pastor y Dalmau: “desde hace unas décadas, el planteamiento va más allá. En la teoría, principalmente a raíz de la consolidación de la corriente neoconstitucional —que es, al mismo tiempo, neoconstitucionalista—, se ha avanzado hacia la diferenciación entre el concepto formal y material de Estado Constitucional. La distinción estriba en entender que no es un Estado (neo)constitucional aquel con presencia de una Constitución únicamente en sentido formal, sino el que cuenta con una Constitución propia de la evolución del Estado Social y Democrático de Derecho hacia la forma más avanzada, capaz de suplir sus falencias” (Viciano Pastor y Dalmau 2011: 309).

Los rasgos generales que se atribuyen a estas constituciones serían, según ambos: el fortalecimiento de la dimensión política de la constitución (es decir, la búsqueda de la reconstrucción de la legitimidad política, la revalorización del carácter simbólico y no solo formal de la constitución y la movilización social que plantea la necesidad de la reforma, como parte de un cambio político); el contenido innovador en las instituciones planteadas en los textos y la diversidad de los principios que ellos conjugan; la extensión del articulado; la multiplicidad de cosmovisiones y de lenguajes que amalgaman; y la apuesta por dislocar los períodos de excepcionalidad y normalidad del poder constituyente (en una reinterpretación de la vieja teoría del poder constituyente).

En resumen, aún con las diferencias del caso, para esta tercera postura estamos ante constituciones politizadas y que politizan, que dan marco jurídico a gobiernos con amplia capacidad de movilización social y que apuestan por la continuidad de esa movilización, como parte integral de los mecanismos que pueden llevar a materializar las reformas institucionales innovadoras que se reconocen en los textos (esto, muchas veces contra otros poderes del Estado, opositores a las líneas políticas propuestas desde las presidencias)7.

Como se ve, no hay acuerdo en la literatura especializada respecto de si hay algo innovador en este rol central del derecho en la historia política del continente. Es decir, no hay acuerdo respecto de si se trata de una muestra más de la perseverante incapacidad del sistema político partidario para proveer de un lenguaje común a sociedades en extremo fragmentadas; o si se trata de una nueva oleada de reformas, como las que ya hubo; o si, por el contrario, hay una profunda ruptura en lo que se está experimentando en ciertos países del continente respecto del constitucionalismo.

No obstante el desacuerdo, lo cierto es que las tres posturas abonan el creciente interés público por estas reformas y el fuerte valor simbólico de estos procesos de discusión jurídico-política8. Este marcado interés público (o el que la discusión no se restrinja a la literatura especializada, sino que involucre también a la prensa y a las calles), introduce una novedad que pareciera exigir ir más allá de una recopilación de los “momentos constitucionales” habidos hasta ahora en la región. Porque en estas reformas podría darse, como bien apuntan Viciano Pastor y Dalmau, una reconciliación entre democracia y constitucionalismo, dos corrientes que, lejos de ser compañeras de ruta, han estado en el continente en abierta tensión.

Aunque la amplia mayoría de países latinoamericanos ha tenido crisis político-sociales en las últimas décadas, como parte de la debacle neoliberal, y aun cuando esto abonara a la tesis de la constante conjunción entre crisis y reforma constitucional, algunas de las reformas en danza —las del nuevo constitucionalismo, en particular— parecen asumir rasgos que son lo suficientemente singulares como para ser reducidos a una historia cíclica. Estos rasgos, a nuestro entender, podrían resumirse en:

son constituciones que surgen de situaciones de crisis, pero que no apuntan a estabilizarla sin más, sino que se proponen dinámicas, modificables, a la vez transicionales y refundacionales en sus fines y principios;

el texto constitucional no se acepta como “plataforma social compartida”, a pesar de estar fundado en amplias coaliciones políticas o en gobiernos electoralmente ganadores, sino que da cuenta de la división social. Está implícita, por tanto, la reversibilidad posible de sus declaraciones y reconocimientos y el conflicto social que las sustenta;

son constituciones que se sostienen en gobiernos con amplia movilización social y apuntan a recrearla. O sea, no se dirigen a estabilizar las reglas de juego, sino a modificarlas y por eso, pueden ser también herramientas de acumulación política (o lo que Boaventura de Sousa Santos (2010) llama el “carácter contra-hegemónico del derecho”);

se asume el carácter no neutral de la constitución (un carácter que siempre estuvo presente en América latina, pero que se asume ahora en sentido contrario, en un sentido beneficioso para mayorías populares). O sea, son constituciones que buscan revertir desigualdades y parten de ellas, antes que de una concepción igualitaria de la ciudadanía;

El ejemplo más notorio de este renovado poder simbólico atribuido a la constitución, en la arena política, quizá sea la imagen de Hugo Chávez Frías, mostrando al público, en sus discursos, la edición de bolsillo del texto de la República Bolivariana de Venezuela.

son constituciones que apuntan a configurar una forma de Estado en experimentación (un “Estado experimental”, en palabras de Boaventura de Sousa Santos —2010—);

son constituciones que dan cuenta y a la vez inciden sobre una mutación del mapa político partidario y producen una amplia innovación institucional (sobre todo, en las instituciones del Estado y en sus cartas de derechos9);

son constituciones tan amplias en sus objetivos sustanciales que exigen una fuerte capacidad de maniobra política, antes, durante y después de la redacción del texto;

la consecución real de los fines sustanciales que declaman exige actuar sobre las bases materiales de la sociedad (es decir, exige ampliar la cantidad y calidad de recursos disponibles a los estados centrales e impacta sobre la centralización y la eficiencia necesaria de las administraciones públicas. Esto introduce una paradoja: se fortalece a los estados centrales en su capacidad de incidencia económica y penetración territorial y, a la vez, se descentraliza su función jurídica en los casos en que —como los de Bolivia y Ecuador— se reconoce el pluralismo jurídico);

son constituciones que innovan en la estructura interna clásica de una Constitución: alteran la parte dogmática (la parte dedicada a los derechos) y la parte orgánica (la parte dedicada a la organización y distribución de los poderes).

El aporte de las ciencias sociales:

la ciudadanía latinoamericana, en entredicho

Las reformas constitucionales en danza —las del neo-constitucionalismo latinoamericano y también otras, como la brasilera de 1988 y la argentina, de 1994— parecen dar cuenta de una nueva relación entre democracia y derechos en el continente, en tanto subrayan la centralidad de los derechos en la vida democrática10. Es decir, suscriben a una renovada construcción de la ciudadanía, que pretende introducir un corte con el modo en que se diagnosticaba la performance estatal y sus supuestas “habilitaciones” de derechos, en las teorías políticas, desde la transición democrática. Las nuevas constituciones no sólo ampliaron la carta de derechos reconocida, como se trasluce en la extensión del articulado —lo que suele criticarse como una “inflación de derechos” —, sino que erigen una concepción de derechos en la que éstos aparecen como principios de legitimación del accionar gubernamental y/o como motores de la democratización social, pero sobre la base de una innovadora cosmovisión respecto de la teoría clásica de la ciudadanía. Porque, por un lado, éstos son derechos diferenciales y no iguales para todos los ciudadanos y, por el otro, son derechos que, para realizarse, suponen necesarias colisiones con otros derechos y prácticas sociales también vigentes, derechos y prácticas que resultan constitutivos del orden social que se pretende alterar.

La teoría clásica de la ciudadanía, como se sabe, tiene un nodo central en la historia de la experiencia inglesa que aportara Thomas Marshall, en 1949. Esta teoría, que fuera pensada para una experiencia particular —la inglesa— y que, como bien afirma Luciano Nosetto, no tenía pretensiones de universalización, se tomó, sin embargo, como un camino a seguir para el reconocimiento gradual y progresivo de derechos y como un rasero para la calificación democrática de las demás sociedades, incluso de las latinoamericanas (Nosetto 2009).

Para Thomas Marshall (2005), pertenecer a una comunidad política se identificaba con la titularidad/posesión de ciertos derechos. La ciudadanía se construyó, en su lectura, en tres momentos de reconocimientos acumulativos11: en el siglo XVIII, mediante el reconocimiento de los derechos civiles; en el XIX, mediante el reconocimiento de los derechos políticos, y en el siglo XX, mediante el reconocimiento de los derechos sociales. Esta mirada dinámica de la ciudadanía la concibió como olas de reconocimientos jurídico-políticos de titularidades, facultades, beneficios y prerrogativas (y también deberes), que imponían un criterio de evaluación del carácter democrático de una sociedad. Y no obstante Marshall no determinó una base sociológica que pudiera delimitar cuáles y cuántos derechos conformaban una ciudadanía plena, sino que consideró que solo podía determinarlo cada sociedad, con sus ideales y aspiraciones, fueron los derechos específicamente reconocidos en los países centrales el patrón de medida válido para diagnosticar las democracias del continente y reafirmar su obvia precariedad12.

Esta baja nota en la evaluación de las democracias del continente se plasmó, en la literatura especializada de las ciencias sociales, siguiendo al menos tres aristas (del todo imbricadas), desde la redemocratización hasta hoy: por un lado, una arista política, que derivaba la deficiente extensión de los derechos que hacen a la ciudadanía de la incapacidad de los estados de la región para constituirse como tales; una arista económica, que lo explicaba por la diferencial penetración del capitalismo en el continente; y una tercera arista, de tipo cultural, que analizaba las rispideces entre la visión clásica europea de la ciudadanía, asentada en la figura del individuo autónomo, y el persistente patrimonialismo y la importancia definitoria de los lazos personales, en los países latinoamericanos. Repasemos brevemente los argumentos.

Para la primera arista, que podríamos representar en el célebre análisis del politólogo argentino Guillermo O’Donnell, los índices deficientes de ciudadanización en el continente se explican por la mala performance de los estados latinoamericanos. Estos estados serían deficientes en las tres dimensiones constitutivas que hacen a cualquier Estado moderno: en tanto administración burocrática, en tanto sistema legal y en tanto catalizadores de la identidad colectiva de la población. Dice Guillermo O’Donnell: “El gran tema, y problema, del estado en América Latina en el pasado, y aún en el presente en el que los regímenes democráticos predominan, es que, con pocas excepciones, no penetra ni controla el conjunto de su territorio, ha implantado una legalidad frecuentemente truncada y la legitimidad de la coerción que lo respalda es desafiada por su escasa credibilidad como intérprete y realizador del bien común” (O’Donnell 2004: 176).

La escasa penetración territorial del Estado, su “evaporación funcional y territorial”13 produce para O’Donnell que el territorio se erija como constitutivamente fragmentado, coloreado según las diversas capacidades de los habitantes para actualizar y hacer valer los derechos que hacen a la ciudadanía.

Para la segunda arista, que podríamos ver representada en los debates en torno a la marginalidad en América Latina de fines de los años ‘60 y, en los últimos años, en los análisis de los sociólogos argentinos Maristella Svampa y Denis Merklen, entre otros, la penetración diferencial del capitalismo en el continente y la imbricación entre ciudadanía social y trabajo formal —un persistente privilegio, en los países de la región—, determinó “límites estructurales” a la extensión de derechos; sobre todo, de los derechos sociales.

Los análisis de los años ‘60, desarrollados, entre otros, por el politólogo argentino José Nun (y presentados bajo la forma de “revisiones” al marxismo), habían puesto en primer plano la figura de los excluidos, figura propia, para esta relectura, de la fase monopólica del capitalismo y con fuerte impacto en su versión latinoamericana. En esta interpretación, los excluidos no eran aquellos que tenían la función de presionar sobre la población ocupada (una función que, en cambio, sí se reconocía a la figura del “ejército de reserva” de los desempleados, en la teoría marxista original). Los excluidos se distinguían radicalmente de los desempleados, tanto por su (no-) función, como por su sempiterna (no-) presencia en el orden social. Los excluidos —en contraste con el ejército de reserva— serían puro resto, marginalidad sin función ni impacto sobre la economía formal y estarían destinados a quedarse como tales.

La existencia rocosa de la marginalidad inscribió una antinomia fundacional en la teoría de la ciudadanía pensada desde el continente, una antinomia que se profundizaría con el neoliberalismo: la de incluidos y excluidos. Esta antinomia, que toma la forma de una barrera porosa, muestra escasas posibilidades de desaparecer del todo de los órdenes económicos de la periferia y determina la imposible cobertura general de la población, según los criterios formales y las condiciones materiales de la ciudadanización. Dice Maristella Svampa: “la existencia de diferentes niveles y formas de integración y de exclusión ha sido la marca de origen de las sociedades periféricas, lo cual implica (...) ‘la institucionalización de una ciudadanía de geometría variable’” (Svampa 2005: 74)14. Es decir, de una ciudadanía que, lejos de partir o apuntar a la igualdad de status de sus miembros, se sobreimprime en los estamentos de una sociedad jerarquizada y persistentemente desigual15.

Para la tercera arista, en tanto, que aquí llamamos cultural y que podría ser ilustrada por los estudios del antropólogo brasilero Roberto Da Matta (1997), el tejido fuertemente grupal y de lazos personales de la estructura social de América Latina desafió, desde el vamos, a la noción clásica de ciudadanía. Mientras que, en el derrotero de los países centrales, la irrupción de la ciudadanización estuvo asociada a la victoria del individuo contra los privilegios de estamento, de la casta y luego, en algún modo, de la clase (como se lee en los análisis de Dumont, Tocqueville, Rémond y del mismo Marshall), en el continente, en cambio, la noción de ciudadanía o bien se montó sobre los privilegios estamentales ya existentes y los reforzó en general, o bien se asoció a una individualización que, en países donde las relaciones personales son determinantes, se puede identificar con el aislamiento y la desprotección, antes que con una celebración de la autonomía16.

Para Roberto Da Matta hay varias nociones de ciudadanía en juego en el continente, algunas con connotaciones positivas y otras, negativas. Pero una característica parece predominar en el conjunto de estas nociones: el tinte despersonalizado y hasta de nulo poder de la percepción del ser-ciudadano en el continente. Esto es: de la recopilación del uso del término ciudadano, en sus estudios sobre el Brasil, se desprende para Da Matta que, al dirigirse a alguien bajo el mote de “ciudadano”, no se alude en general a alguien con derechos y protecciones, sino a aquel individuo que, despojado de toda otra protección de tipo familiar, grupal, de clase, etc., se enfrenta a un poder público, por lo general en situaciones desfavorables para él. Así, del repertorio de situaciones en las que se llama a alguien ciudadano, Da Matta observa que la palabra aparece con frecuencia en aquella situación en la que el individuo se enfrenta desnudo con la ley, una situación que es vista como una última instancia, una situación amenazante que todo aquel que pudiera evitaría en el continente, ya sea echando mano a contactos, a favores o a la red de protecciones personales, familiares y grupales que hacen al ámbito privado (esto es, al ámbito de la “casa”, donde, para Da Matta, se es “súper-ciudadano”, en oposición al ámbito de la “calle”, donde se es “sub-ciudada-no”). Es decir, la palabra ciudadano aparece más en boca de un agente de policía o de un funcionario fiscal, que en la de alguien que buscase despertar la empatía de sus connacionales o convencer a los co-partícipes del espacio público de algo que los involucrara y los valorizara. En sociedades fuertemente grupales y de lazos personales definitorios, quien solo pueda esgrimir su carácter de ciudadano para reclamar algo, aparece percibido antes como un pobre diablo despojado de atribuciones, un símil extranjero que se enfrenta con la ley, que como un titular de prerrogativas. Mucho más cuando todo se podría saldar por otras vías (por contactos y relaciones personales, que van más allá de la figura del individuo)17.

No obstante este repaso por las tres aristas desde las cuales se ha leído el déficit de ciudadanización en el continente (y sobre todo, dada la persistencia de las situaciones que ellas describen) podría llevar a desestimar que pueda haber algo nuevo bajo el sol en la relación entre democracia y derechos en el continente, la importancia central que han cobrado los derechos, ya sea en las reformas constitucionales o en el dispositivo gubernamental de ciertos gobiernos progresistas (más allá de las reformas), invita a revisar este diagnóstico. ¿Podría hablarse, en el continente, de la posibilidad de otras formas de imaginar y ejercer la ciudadanía? ¿Qué nuevos horizontes abrieron las concepciones de derechos que aparecieron en los sentidos públicos, sobre todo en el marco de los gobiernos progresistas de la región? ¿Qué formas de democracia podrían viabilizar y/o subvertir esas concepciones de derechos? ¿Cómo podrían (re)pensarse ambas, desde la teoría política?

Una figura retórica similar se lee en la descripción de los “cazadores” que hace Denis Merklen (nombre que toma prestado del libro Los capitanes de la arena, de Jorge Amado). Merklen llama así a un modo de la individualización en sociedades fragmentadas y desiguales, como las de Argentina y Brasil. Los cazadores serían quiénes viven de la ciudad, quiénes desarrollan estrategias para su reproducción en un contexto de selva urbana, que ofrece oportunidades a quienes se la rebuscan, en analogía con el instinto de los animales de presa. Dice: “el cazador…sabe cuándo una fábrica busca gente, cuándo la municipalidad llama a salir a la calle para loar a un candidato o —el caso contrario— para organizar una barricada. El cazador ha aprendido incluso a redactar proyectos para ONG” (Merklen 2005: 175).

La crítica al positivismo jurídico y sus efectos posibles en el siglo XX, ha llevado a replantear la necesidad de una pregunta sobre la ligazón entre política, derecho y moral (o más específicamente, entre política, derecho y justicia). Aún cuando no pudiera sostenerse, dados los consensos de la teoría política contemporánea, que hubiera un fundamento trascendente para el orden social (como la naturaleza humana, la idea del bien, una razón práctica que armonizara derechos y libertades, o un saber sobre todo lo anterior), sigue siendo relevante —e incluso, acuciante— resituar el derecho en contextos de significación distintos a los de la técnica y disímiles a los de su autorreferencialidad, como campo. En ese marco, nos preguntamos sobre lo jurídico, para responder en la intersección entre lo que está adentro y afuera de él: ¿son los derechos aquello que legitima a los gobiernos democráticos existentes en el continente, sobre todo a los de corte progresista? ¿Qué los diferencia, entre ellos y respecto de otros regímenes? ¿Cómo son entendidos esos derechos y cómo y por quiénes son ejercidos? ¿Son los derechos una política, replicando la pregunta de Claude Lefort (1990)?

Will Kymlicka y Wayne Norman afirman que, desde la posguerra, existió un consenso en la teoría y la práctica política de los países centrales, respecto de los derechos: el consenso que dictaba que la ciudadanía implicaba titularidad o posesión de derechos. El prototipo de esta concepción de derechos como posesión era Thomas H. Marshall, para quien la ciudadanía consistía en “asegurar que cada cual sea tratado como un miembro pleno de una sociedad de iguales” (Kymlicka y Norman 1996: 83). Como se sabe, esto implicaba que los ciudadanos debían acceder a cierta autonomía en términos económicos. O, lo que es igual, que la estructura social básica de la sociedad, para parafrasear a John Rawls, no solo debía ser justa de algún modo, sino también que la población debía compartir esa idea y esa práctica de la justicia social.

La concepción de derechos como titularidad y posesión fue criticada por sus efectos de “clientelización” y de pasividad del ciudadano, o, en otras palabras, por poner demasiada primacía sobre los derechos y no sobre los deberes, las virtudes o sobre el grado de participación necesaria de los ciudadanos, para ser considerados como tales. También fue objetada por suponer o producir una excesiva homogeneización en las necesidades diferenciales de los individuos y grupos, que se reconocían como titulares de derechos. No obstante estas críticas —y de cara a la crisis del Estado de bienestar europeo—, la concepción de los derechos como titularidad, como igualación y como autonomía económica relativa de los individuos sigue poniendo la vara muy alta para los países centrales y mucho más lo hace para América Latina. En América Latina, sin embargo, esta concepción de derechos como titularidad o posesión está bajo revisión, pero por otras vías que las antes dichas. Esto es, está bajo revisión no solo porque la estructura social básica de los países de la región no es justa (y, por lo tanto, son muchos los sectores sociales sin las condiciones económicas mínimas, para ejercer su autonomía), o porque no pareciera haber un criterio de justicia social compartido en el imaginario común. Lo está siendo también, porque los derechos recientemente reconocidos en las reformas constitucionales y los que lo fueron por medio de prácticas de gestión, en algunos países con gobiernos progresistas —en particular, en el Brasil de los gobiernos petistas, en el Uruguay del Frente Amplio y en la Argentina de los gobiernos kirchneristas—, no pueden tomarse bajo el parámetro, si se quiere, tranquilizador, de la “titularidad” asegurada. Los nuevos derechos, reconocidos en estos contextos y muchas veces identificados con políticas públicas redistributivas de ingresos, implican, en nuestra hipótesis, una re-ligazón evidente entre derechos y política ordinaria. Estos derechos demandan, para su continuidad, de la participación necesaria de una porción de la ciudadanía, de su activismo social, en tanto se inscriben en un intento político por cuestionar no solo la “diversidad profunda” en las culturas y los grupos de cada país (como alertaba Charles Taylor respecto a los estados pluriculturales modernos), sino también por desmontar la “desigualdad profunda” de la estructura social en la que se asientan (Taylor 1992). Esto es, los nuevos derechos, lejos de ser neutrales e igualitarios, se postulan como aguijones de una “ciudadanía diferencial”, en términos de Iris M. Young (1989), y suponen que quienes son sus beneficiarios (materiales o simbólicos) puedan estar dispuestos a su defensa, dada la inexistencia de consensos respecto de las concepciones de justicia social válidas y la presencia de muchas formas de menosprecio social, que atentan contra el ejercicio de esos mismos derechos. En este marco, está en cuestión que esos derechos puedan convertirse en prácticas socialmente asentadas, y por tanto, que puedan estabilizarse y tornarse durables —esto es, que puedan permanecer como derechos y no como políticas públicas restringidas a la gestión de gobiernos progresistas y atadas, por lo tanto, también, a su suerte— (Young 1989).

Que los nuevos derechos no declaren una igualdad abstracta, sino que avizoren ser instrumentos posibles de una igualación diferenciada, identificada muchas veces con políticas públicas redistributivas o con mecanismos de compensación simbólica de sectores sociales postergados y que, por ello, puedan ser tomados esos derechos como instrumentos políticos transicionales (dada su reversibilidad posible, en contextos de disputa política y de desigualdad social profundas), pone en cuestión a la teoría clásica de la ciudadanía y da cuenta de la necesidad de una nueva perspectiva de la relación entre democracia y derechos para la región. Porque estos derechos no se visualizan como elementos incuestionables de la democracia ni como criterios con los que dar cuenta del grado de desarrollo de una sociedad, sino más bien como reconocimientos y ejercicios que imprimen en las constituciones y en las democracias existentes (como formas de gobierno), la marca de la división social. Esto es, son derechos que, en su modalidad, ponen en escena la división social que constituye toda forma democrática de sociedad y que, siguiendo a Claude Lefort (1981), es aquella división que se visibiliza y, a la vez, se oculta, para dar lugar a todas las esferas —la política, la jurídica, la económica, etc.—. En ese sentido, estas modalidades de derechos son concomitantes con la democracia como forma de sociedad y ya no solo como forma de gobierno, porque aluden a los cimientos de lo político, entendido como aquel conflicto social que in-forma a las esferas que se autonomizan relativamente, siguiendo sus propios criterios de validación y legitimidad, en las sociedades contemporáneas. Estas modalidades de derechos, en otras palabras, van más allá de lo que efectivamente se plasme en la constitución jurídica o de lo que efectivamente se erija como política pública —objetos, ambos, de la ciencia jurídica o de la ciencia política—. Ellos son, más bien, aquellos ejercicios, aquellas prácticas que son coextensivas con la democracia en tanto forma de sociedad, porque anclada en una división social que es a la vez visibilizada y ocultada, al dar forma a los campos epistemológicos de estas mismas ciencias. Es por este carácter constitutivo que estas reformas jurídicas o estas políticas públicas (estos derechos, en fin), suscitaron la atención y la disputa públicas en la región, más allá de los campos de saberes específicos que las contengan específicamente y de los hábitos de intelección de estos campos: es porque estos derechos dicen algo de aquello que informa y desborda a todos los saberes, es porque expresan la división social que anida y define a las sociedades democráticas.

Derechos, democracias y juicios de valor. A modo de conclusión

Según Claude Lefort (1981), la democracia se origina en una mutación de orden simbólico que produce una desimbricación entre saber, poder y ley. Esta mutación tiene como expresión central que el lugar del poder aparezca como un lugar vacío: no hay figura (ni gobernante, ni casta de especialistas, ni pueblo), que pueda identificarse con él.

Las democracias modernas son esa forma de sociedad caracterizada por un doble proceso respecto de su modo de institución: por un lado, aparecen esferas, campos, relaciones sociales, prácticas e instituciones delimitadas que visibilizan, en sus divisiones, aquello que tomamos por política, economía, derecho, etc.; y por el otro, se oculta el principio generador de esas divisiones, de ese modo de institución de la sociedad. Ese doble proceso, a la vez de aparición y de ocultamiento, produce la distinción entre los campos de saberes, como objetivaciones suyas. Es por eso que Lefort afirma que, para preguntarse por lo político, esto es, por la forma de sociedad y por sus modos de institución, hay que ir más allá de las disquisiciones particulares que pueda hacer cada campo de saber específico —hay que ir más allá de la ciencia política, de la sociología o de la ciencia jurídica—. Para repensar lo político, en fin, hay que conservar y a la vez, trascender el punto de vista científico, porque este punto de vista es interno a esos procedimientos de visibilización y ocultamiento. Para decirlo con un argumento que, como vimos, es transversal a la literatura jurídica aquí tratada, la frecuencia de las reformas constitucionales en el continente podría determinar que hubo, en las últimas décadas, una abierta disputa por el poder, que diera lugar a su expresión, en esos cambios: para juzgar qué resultados produjo y cómo esos resultados alteraron o no los sentidos comunes acerca de lo justo y lo injusto, hay que ir más allá de esas constataciones.

Ir más allá de campos objetivados de saberes permitirá, para Claude Lefort, recuperar un juicio que distinga entre las distintas formas de sociedad y que resultaría imposible hacer desde la neutralidad científica. Esto es, posibilitará recuperar un juicio que permita vislumbrar y evaluar cómo toman forma patrones disímiles de inteligibilidad de lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, lo permitido y lo prohibido, lo real y lo imaginario, lo normal y lo patológico; y cómo toman forma auto-representaciones del espacio social, de su constitución aristocrática, monárquica o despótica, democrática o totalitaria. La posibilidad de este juicio es el que, creemos, es fundamental restablecer, a la hora de aportar, desde la teoría política, al pensamiento sobre la relación entre democracias y ciudadanías en el continente.

Las sociedades democráticas son sociedades históricas por excelencia. Esto es, son sociedades en donde hay una indeterminación respecto del devenir de su “aventura” y que carecen de un fundamento incondicionado de su constitución. O, en palabras de Lefort: “lo esencial es que la democracia se instituye y se mantiene en la disolución de los referentes de la certidumbre” (Lefort [1994] 2004: 84). Todo elemento —clases, estructuras, instituciones- no precede a la forma que adopta, en el proceso de autoinstitución de la sociedad — y por eso, las ciencias son producto de esta conformación, de esta puesta en forma, cuyo origen olvidan-. Son sociedades sujetas a una indeterminación, tanto de su futuro, como de su fundamento. Esta incertidumbre abarca tanto a la escena que aparece como política, como a la escena que aparece como jurídica. La autonomía del derecho respecto del poder “se encuentra ligada a la imposibilidad de fijar su esencia”, de modo que su devenir está “siempre en dependencia de un debate sobre su fundamento y sobre la legitimidad de lo establecido y del deber ser” (Lefort [1994] 2004: 83). Por eso, no puede eliminarse, para reponer una pregunta sobre los modos de institución de una sociedad democrática, la experiencia social que da cuenta de lo que en cada sociedad se establece como la división entre lo justo y lo injusto, entre muchas otras divisiones de sentido. Una experiencia social que, lejos de la neutralidad del observador científico, permite vislumbrar esa pregunta, solo por la inmersión del que inquiere en la “carne de lo social”. Por eso no puede eliminarse la experiencia también, absolutamente desconcertante, de que lo que se instituya como derecho, más allá de su pátina de formalismo, sea una y otra vez sujeto a la remoción de los pilares inconmovibles que declara poseer.

En las sociedades democráticas modernas, entendidas de este modo lefortiano, los derechos (re)instituyen legitimidad. No estamos hablando, como puede intuirse, de derechos tomados en el sentido literal de su inscripción (o no) en una Constitución o en una política pública, sino de aquellos ejercicios en los que, por su declaración pública y cualquiera sea el modo de esa declaración, se origina una dinámica constante de su reinscripción, que es una disputa en torno a su sentido y a su límite. Son ejercicios que, en su práctica, reactualizan la disputa por el sentido de la forma de la sociedad en la que se inscriben. Esto es: ponen en tensión las formas en que esa sociedad delimita lo justo y lo injusto. Estos ejercicios dan cuenta, muchas veces, no solo de su desacople con la democracia, entendida como ensamblaje institucional, sino incluso de su antinomia con ella (Balibar 2013). Dan cuenta, en fin, de la tensión que existe entre democracia y ciudadanía. Hay, en su práctica, el eco de una sociedad que no puede ser homogénea y transparente para sí misma, sino que se encuentra signada por una fractura, sin que pueda determinarse a priori los elementos en que esa fractura se organiza —sean en clases, sujetos, actores, etc.—.

Pensar los derechos de este modo permite (aunque sin desecharla), ir más allá de la explicación jurídica o politológica de qué sucede con las constituciones en la región, para poder preguntarse, en cada caso, qué derechos se ejercen efectivamente y a partir de qué inscripciones y reinscripciones, qué derechos de los que se han reconocido en el último tiempo han puesto en tensión la experiencia social de lo justo y lo injusto, lo prohibido y lo permitido, lo verdadero y lo falso, lo imaginario y lo real, lo normal y lo patológico, en cada lugar, y cómo ese espacio social se representa a sí mismo, en lo político y lo jurídico. Indagar en esas tensiones, en cada caso, da cuenta no de déficits democráticos del continente respecto de un criterio externo de valoración, sino de la sustancia misma de la democracia, como forma de sociedad, histórica y singularmente devenida.

Esto es, y para concluir, la innovación política de estos nuevos derechos —algunos reconocidos en las constituciones, otros surgidos de políticas públicas— convida a repensar no los acoples, sino las tensiones entre democracia y ciudadanía en el continente, desde una mirada que incluya y a la vez trascienda las perspectivas a las que hemos llamado científicas o disciplinares, aunque sin desmerecerlas, sino tomándolas como insumos de una pregunta que las abarca. Una reformulación tal debiera dar cuenta, al menos, de estas cuestiones:

–cómo pensar una teoría en la que la ciudadanía recupere su pretensión integradora, a pesar de estar inscripta, en el continente, en contextos de reconocimientos diferenciales y contrahegemónicos de derechos y en sociedades políticamente divididas y socialmente fragmentadas;

–cómo pensar los derechos colectivos y comunes, de modos que no los vuelvan derivados de una concepción del individuo que resulta forzada, en sociedades con fuertes lazos personales y comunitarios, como las de América latina18;

Para una reflexión al respecto ver el precioso texto de J. Habermas (1999) “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”.

–cómo pensar la autonomía económica y política de los sujetos beneficiarios de estos nuevos derechos (individuos y grupos), ante posibles inestabilidades y cambios de la coyuntura política, teniendo en cuenta la fuerte imbricación entre derechos y política en la región (o lo que es igual, cómo pensar la dispersión del poder estatal y a la vez, su concentración necesaria, para poder sostener la extensión de derechos con administración y penetración territorial);

–y por último, reflexionar en torno a cuánto es posible, para la región, no disolver el problema de la ciudadanía en el problema de la política ordinaria. Esto es, reflexionar en torno a si es posible consolidar derechos y hacerlos durables, en tanto políticas públicas, aún en contextos de repliegue de los gobiernos progresistas y qué concepción de democracia y de ciudadanía esto supone. Elaborar esto último es un claro desafío para la teoría política contemporánea.

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