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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.24 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2019

 

ARTICULOS

L LÍDER POPULISTA Y LA SOBERANÍA MODERNA: ¿EL EXCESO HOBBESIANO DE ERNESTO LACLAU?

Diego A. Fernández Peychaux1 

1uba

Resumen

En este artículo busco reponer el contexto argumental en el cual Laclau evoca a Hobbes y las críticas que esto desencadena hacia su obra. Sostendré a continuación que dichas críticas se sostienen en una lectura compartida con Laclau del concepto moderno de soberanía. Sin embargo, agregaré, Laclau y sus críticos leen el dispositivo jurídico-político de Leviatán pero desconociendo el también hobbesiano rechazo de la metafísica dualista tanto clásica ,como moderna. Para este Hobbes materialista el problema político de la soberanía no estriba en su fundación sino en su movimiento. Finalmente, intentaré especificar los efectos que esta otra lectura de Hobbes provoca en su comparación con la investidura populista de Laclau.

Palabras clave: soberanía; representación; populismo; liderazgos; Hobbes

En La razón populista Ernesto Laclau no sólo cita a Thomas Hobbes, sino que también reflexiona paralelamente con el argumento político propuesto de Leviatán. Convocar a Hobbes, aún con las precauciones que toma Laclau, no ha resultado gratuito para la recepción de su obra. Al evocar a su dios mortal parece producirse el efecto óptico descrito por Hobbes cuando advierte que la fulgurante luz solar no desvanece a las estrellas, sino que éstas siguen en el mismo lugar, brillando con la misma intensidad que en la noche, pero ocultas a los ojos obnubilados por la potencia solar (Lev.: 2.3)1 2. De igual modo, sostengo que una vez evocado un concepto tal como el de la soberanía hobbesiana -cuyo peso en la teoría política de los últimos tres siglos y medio resulta irrefutable- se produce un cono de sombra difícil de soslayar. Más aún cuando quien queda así deslumbrado es el mismo Laclau.

Al igual que Hobbes, Laclau sostiene que la unidad de los elementos heterogéneos ni está preconstituida ni puede realizarse mediante un vín culo meramente racional o conceptual. El paralelismo no concluye allí, también especifica que la unidad se produce mediante un movimiento hegemónico que ubica a un significante singular en la posición de la totalidad. Es decir, un movimiento que se compara -dice Laclau- con el momento del pacto hobbesiano en el cual se constituye el poder soberano. Esa posición que en Hobbes le corresponde al monarca o a la asamblea, en Laclau es ocupada por el nombre del líder.

Este matiz, un preciosismo exegético, acarrea, sin embargo, un efecto de lectura en el texto de Laclau. No es menor el impacto que ha suscitado convocar a Hobbes o, más bien, a su concepto de soberanía para ejempli ficar la incompatibilidad del pluralismo del cuerpo político con la función de unificación que ocupa el líder populista. Hobbes, además de ser un autor del siglo xvii, es leído como metáfora de una modernidad en la cual soberanía funciona como sinónimo de orden y, en correlato, de minorización de la ciudadanía o de clausura de la política. Si Laclau buscaba una alter nativa democrática en los populismos, pareciera perderse en el autoritaris mo por excederse en la comparación del líder populista con el soberano natural hobbesiano.

Esta deriva de su argumento ha sido advertida. En efecto, sus críticos señalan cómo Laclau incurre en una deriva autoritaria al describir la auto nomía del líder a través de la disposición de su nombre frente a una masa que, aunque lo resista, debe aceptar su agenda (Ver de Ípola 2009, Frosini 2012, Aboy Carlés y Melo 2014, Svampa 2016, Mezzadra y Gago 2017, Visentin 2018); o cuando, casi parafraseando a Hobbes, afirma que es la unidad del líder lo que hace de ellos un pueblo y no la unidad de los demás elementos de la cadena equivalencial (Laclau 2005: 130; Lev.: 16.13).

Frente a este deslizamiento autoritario del argumento laclausiano ca bría proponer, al menos, dos soluciones. Dar un paso hacia atrás y volver a elaboraciones previas en las cuales el líder aún no se codeaba con los demoníacos leviatanes modernos. O, en cambio, profundizar en el anacro nismo que Laclau formula cuando compara el efecto performativo de la nominación de la unidad populista con el fíat de creación del leviatán hobbesiano, pero tomando ciertas precauciones que desmonten el efecto de lectura inducido.

Respecto a la primera solución, cabría hacer notar que identifica a la unidad política con la unidad de la conciencia del sujeto. A partir de allí delinea una frontera que separa lo individual-homogéneo-contrademocrático de lo colectivo-plural-democrático. Esta separación le permite explicar una suerte de embargo que pesa sobre las democracias. El cual se explicaría por la dificultad de estas para encontrar un lugar para el líder, símil del sobe rano hobbesiano. Esto llevaría a reconocer que el denunciado autoritaris mo de los populismos verdaderamente existentes constituye el resultado ineluctable que arroja su racionalidad. Dicho de otro modo, si Laclau sólo ve populismo en donde se encuentra un líder, sus críticos sólo ven demo cracia allí donde éste se ausente.

Con todo, esta primera solución comparte con Laclau un mismo uso del nombre Hobbes. El carácter necesario de la unidad que Laclau toma prestado de Hobbes bloquea la contingencia de la democracia que su ra zón populista pretende describir. Así, se delinea en su crítica una frontera que separa lo individual-homogéneo-contrademocrático de lo colectivo- plural-democrático. El embargo que pesaría sobre las democracias estriba en la dificultad para encontrar en ellas un lugar para el líder, símil del soberano natural hobbesiano. Esto llevaría a reconocer que el denunciado autoritarismo de los populismos verdaderamente existentes constituye el resultado ineluctable que arroja su racionalidad. Dicho de otro modo, si Laclau sólo ve populismo en donde se encuentra un líder, sus críticos sólo ven democracia allí donde éste se ausente.

Para evitar esta suerte de veto normativo a las construcciones hegemónicas condensadas en torno al nombre de un líder, presento otra solución a los excesos hobbesianos de Laclau. Esta opción parte de constatar que la raíz del problema no se encuentra sólo en una torpe analogía entre el líder y el soberano, sino en una recepción compartida por Laclau y sus críticos del concepto hobbesiano de soberanía. Sostendré que leyendo el dispositivo jurídico-político hobbesiano, pero sin travestirlo con supuestos ontológicos de una modernidad contra la cual Hobbes polemiza, resulta factible levan tar el embargo que pesaría sobre las democracias.

Reactivar el carácter contingente del nombre Hobbes evidencia cómo éste difícilmente aceptaría las supuestas sinonimias entre unidad y homogeneización (como el equivalente al pasaje de la pluralidad a la iden tidad) o entre necesidad y falta de contingencia (como si existiese una posición fuera del entramado causal del mundo). Básicamente porque ta les correspondencias dependen de un dualismo según el cual, por un lado, las cosas son, se deciden, se producen y, por el otro, se reflejan, se realizan y se reproducen. Más aún, es Hobbes quien ya desde el siglo xvii refuta dicha ontología dualista e intenta una filosofía política que no recurra a estos metafísicos “cuentos de viejas” (Lev.: 44.3). Esto implica que la proposi ción el soberano es absoluto no deba confundirse como la enunciación de una característica particular de la cosa soberano. Lo absoluto del soberano, afirma Hobbes, carece de fundamento fuera del arbitrio del lenguaje. Por lo tanto, no es una propiedad sino una relación causada, a su vez, por el conglomerado de razones-pasiones humanas cuya heterogeneidad, aun que reducida y estabilizada por el lenguaje, resultan imposibles de erradi car o inmovilizar. Lo que convierte al espacio político en un campo de tensión dinámica, antes que en uno de orden cristalizado.

En suma, estas complejidades del concepto de soberanía habilitan una lectura diversa de La razón populista. En este caso, la nominación de la unidad mediante el nombre del líder ya no obliteraría el carácter complejo de la causalidad que anima su movimiento. Y, en consecuencia, nos aho rraría la fantasía de un líder capaz de vaciarse o completarse a voluntad. Esto es, capaz de detener o impulsar el movimiento hegemónico. Una vez hecho esto, resulta posible pensar las prácticas políticas populistas en toda su complejidad y comprender su dinámica sin denostarlas.

En los primeros tres apartados del artículo buscaré reponer el contexto argumental en el cual Laclau evoca a Hobbes y las críticas que esto desencadena. En el cuarto apartado me dedicaré a presentar los elementos de la filosofía de Hobbes que sustentan un concepto de soberanía en el cual subyace la implicación de las voluntades de muchos en la de muchos. Esto admite una apuesta por argumentar políticamente no ya su fundación, sino su movimiento. En la última parte intentaré especificar los efectos que esta otra lectura de Hobbes provoca en su comparación con la investidura populista de Laclau.

I. El Hobbes de La razón populista

La propuesta teórica de Laclau forma parte de un extenso debate en torno a los populismos latinoamericanos que excede su obra. En relación con los objetivos de este artículo me interesa rescatar, muy brevemente, la discusión en torno a si la construcción populista de las identidades políticas incurren en una declarada verticalización en la cual la tensión entre pluralismo y homogenización se resuelve en favor de este última; o en la que, tomando prestado el concepto gramsciano de revolución pasiva, las elites logran desmovilizar la potencia creadora de las masas populares restándoles autonomía política. Por ejemplo, tras una restitución de los diversos estudios sobre el populismo, Maristella Svampa (2016: 269-270) insiste en que dicha tendencia hacia la homogeneización resulta de una matriz doble que incluye tanto elementos democráticos como elementos autoritarios. Haciendo alusión al ensayo “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” de Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, señala que: esta ambivalencia, traducible en términos de hegemonía o unanimismo, decanta en una suerte de captura de lo nacional- popular por parte de lo nacional-estatal (Svampa 2016: 301).

En “La democracia radical y su tesoro perdido. Un itinerario intelec tual de Ernesto Laclau” Julián Melo y Gerardo Aboy Carles (2014) sostie nen que Laclau abona esa dicotomía entre lo nacional-popular y lo nacio nal-estatal cuando termina por brindar mayor énfasis al líder que a las demandas insatisfechas. Entre el Laclau de los 80 y el de la primera década del siglo XXI -entre Hegemonía y estrategia socialista y La razón populis ta- identifican un desplazamiento por el cual se va minando la pluraliza- ción de la construcción equivalencial del nosotros al privilegiar la función del nombre del líder en tanto el campo social se encuentra esencialmente desnivelado (Laclau 2005: 107). Según Laclau, este desnivel supone una tendencia “casi imperceptible” en el populismo que lleva a la lógica de la equivalencia a condensarse en el nombre del líder populista. Veamos cómo.

El argumento de La razón populista señala las fronteras a partir de las cuales se denigra retóricamente a las masas (2005: 45-60). Se ofrecen dos ejemplos. Primero, la denigración ocurre cuando se diferencia a las formas sociales de organización de los fenómenos de masas. Lo patológico de los fenómenos de masas contrasta con la normalidad de otros modos institucionalizados de organización jurídico-política. Segundo, los discur sos que construyen las sinonimias racional-individual e irracional-masa. En ambos casos, tales fronteras permiten articular críticas a los populismos explicando cómo “patológicamente” despolitizan a la masa “irracional” mediante su seducción o manipulación.

Identificadas tales fronteras, Laclau procede, en segundo término, a la presentación de su enfoque alternativo “que intente evitar los callejones sin salida que describimos antes” (2005: 31). Por decirlo del modo más sinté tico posible, Laclau explica cómo funciona lo que denomina el vínculo equivalencial de demandas en la formación de identidades colectivas. Re cuérdese que gracias a este vínculo se condensan y sostienen en el tiempo -dimensión temporal de la articulación que reviste la mayor importan cia- una serie de demandas que, de otro modo, permanecerían aisladas. Laclau pretende demostrar el modo “casi imperceptible” por el cual la lógica de la equivalencia ubica al “nombre del líder” en el lugar del vínculo equivalencia! Al respecto, afirma: “la lógica de la equivalencia conduce a la singularidad y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el nom bre del líder” (Laclau 2005: 130).

Es preciso retener los dos pasos del argumento que producen la progre sión equivalencia-singularidad-nombre del líder. En un primer movimiento afirma que “un conjunto de elementos heterogéneos mantenidos equivalencialmente unidos mediante un nombre es, sin embargo, necesa riamente una singularidad’. Una oración más adelante agrega: “Pero la for ma extrema de la singularidad es una individualidad” (Laclau 2005: 130)3. Retomando los elementos anteriores, concluye: “la unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad [...] es inherente a la formación de un pueblo”. Es decir, la constitución de un pueblo tiene como funda mento trascendente -n.b. respecto a las demandas que conforman la ca dena equivalencial- a la forma extrema de su singularidad: la individuali dad provista por el nombre del líder.

El problema de esta disposición casi imperceptible pero necesaria es el modo en el que Laclau resuelve la dinámica entre la tendencia del significante a vaciarse y la resistencia a la homogenización del resto de los elementos de la cadena. O, por ponerlo en otros términos, cómo resuelve la dinámica entre necesidad y contingencia, entre efectividad histórica y crítica a los esencialismos.

Cabe aclarar que Laclau entiende la homogeneidad no como sinónimo de una identidad que borra diferencias, sino como la estabilización de las diferencias a partir de un denominador común. “La homogeneidad social es lo que constituye el marco simbólico de la sociedad -lo que hemos denominado la lógica de la diferencia” (Laclau 2005: 139). Una vez dicho esto, la clave de su argumento estriba en evaluar en qué medida la relación hegemónica tiende a un orden que se cierra sobre sí mismo. En “Emanci pación y diferencia” Laclau insiste en que la importancia de los significantes vacíos estriba, justamente, en que no clausuran la resistencia de otras posi ciones diferenciales. Lo cual reactiva el carácter contingente del símbolo de la unidad (1996: 81). En “Los fundamentos retóricos de la sociedad” (2014) añade que ese continuo entre metonimia y metáfora supone que siempre siguen siendo posibles otras alternativas (86-7). Esto es, La políti ca que resulta una gestión antagónica de tal dinámica no concluye nunca. Los procesos de determinación recíproca entre la lógica de la diferencia y la equivalencia impiden comprender a la investidura radical, más aún si esta es afectiva, como un acontecimiento finito del pasado. Al contrario, dicha investidura, insiste Laclau, debe renovarse permanentemente, cuanto me nos, para “sobrevivir a la progresiva sustitución de sus contenidos concre tos”, o no “agotar su capacidad para jugar tal rol” (2005: 121, 115).

No obstante, el Laclau de La razón populista, al decantar la efectividad histórica en el nombre del líder parece bloquear el movimiento contingen te de tales procesos. ¿Por qué? Pues debido a que las demandas deben asumir la agenda del significante vacío que las mantiene unidas. Aun cuando la heterogeneidad no desaparezca o las diversas posiciones resistan la ten dencia a la individualidad -forma extrema de la singularidad-, ello no oblitera que “la instancia cristalizadora pesa, en su autonomía, tanto como la cadena infraestructural que hizo posible su surgimiento” (2005: 122). De hecho, explica Laclau, el populismo no es tanto la representación de la equivalencia, sino el momento de inversión durante el cual el lazo se con vierte en fundamento de las demandas.

A estas circunstancias se suma el carácter no indiferente del significante vacío. Esta no-indiferencia no procede de la lógica equivalencia-diferencia ya que ello implicaría que la unidad está preconstituida y no sería contin gente, sino que se refiere a que “una vez que una parte ha asumido tal función [de universalidad hegemónica]” el objeto de la investidura “no puede ser cambiado a voluntad” por todo un período histórico (2005: 147-148).

En este marco adquiere relevancia el hecho de que Laclau en La razón populista no sólo cite a Thomas Hobbes, sino también, como se mencionó en la introducción, realice una serie de reflexiones paralelas al argumento político de Leviatán. Detallo tres aspectos centrales:

La construcción hegemónica no puede confundirse con una solidari dad entre posiciones diferenciales porque la unidad carecería de fuerza y estabilidad (Laclau 2005: 99-102). Nótese que es el mismo argumento que emplea Hobbes para privilegiar la efectividad de la unidad del sobera no representante por sobre la multitud heterogénea. La multitud tiene empeños comunes, el problema es que no duran en el tiempo (Lev.: 17.5).

Tampoco puede ser la unidad la imposición de un principio organizacional preexistente porque se ha renunciado deliberadamente a esa opción esencialista (Laclau 2005: 93-95). Otra vez, nótese aquí cómo Laclau recurre a la misma exclusión que realiza Hobbes de un principio natural como, por ejemplo, el derecho divino o paterno, para pasar del estado de naturaleza al de sociedad política (Lev.: 15.41, 20.1). Justamen te, la filosofía hobbesiana parte de la premisa de la inaccesibilidad de dios y de las cosas, y la consecuente necesidad de recrear humanamente -lo cual significa materialmente- un horizonte de representación. Cabría recordar que este “supernominalismo” hobbesiano supone reducir tanto los universales a nombres como los nombres a la voluntad y, en consecuen cia, al conglomerado de razones-pasiones que la determinan (Leibniz 1670/ 1989: 128, Heidegger 2000: 227-236).

Finalmente, Laclau sostiene que, si la determinación del símbolo que ocupe el lugar central no proviene de un factor inmanente diferencial, sino de una construcción hegemónica, y si la totalidad no existe, pero debe existir para estabilizar -aunque sea contingentemente- las identidades políticas, tal determinación depende de una investidura afectiva (no racio nal ni conceptual) que privilegie un significante como punto de identifica ción trascendente. Para ejemplificar este momento de inversión y, por lo tanto, de la ausencia de una unidad previa a la nominación Laclau evoca, como ya se indicó, al monstruoso filósofo de Malmesbury: Thomas Hobbes.

Estamos, hasta cierto punto, en una situación comparable a la del soberano de Hobbes: en un principio no hay ninguna razón por la cual un cuerpo colectivo no pueda desempeñar las funciones del Leviatán; pero su misma pluralidad muestra que está reñido con la naturaleza indivisible de la soberanía. Por lo que el único soberano natural, según Hobbes sólo podría ser un individuo (Laclau 2005: 130).

Las consecuencias, que bien podrían haberse extraído del capítulo 17 del Leviatán, son obvias: no hay pueblo sin líder, del mismo modo que no hay Estado sin soberanía ni ésta sin representación. De modo que la determinación recíproca de la diferencia y la equivalencia se juega en un campo desnivelado que conduce al líder. Así, por un lado, aunque éste no pueda ignorar las demandas de los representados (Laclau 2005: 106), tiene

“leyes estratégicas de movimiento” propias y tenderá a sacrificar o comprometer a los representados (Laclau 2005: 117). Por el otro, Laclau está afirmando la necesaria inscripción de las demandas no sólo en la totalidad del Estado nación moderno, sino también en una persona singular soberana cuya efectividad histórica anula la contingencia previa a su investidura.

II. ¿Líder populista natural?

El exceso hobbesiano de Laclau se produce, en efecto, cuando equipara a la soberanía -como totalización que resulta de la autorización al soberano representante- con la existencia de un supuesto soberano natural. Es decir, introduce en la razón populista tanto el principio de representación como el carácter necesario de la unidad de la persona natural soberana.

Empero, si hablamos de exceso se debe a que no advierte, como tantos otros, la clásica distinción hobbesiana entre la unidad de la voluntad sobe rana y la forma de gobierno. “No hablo aquí -afirma Hobbes en la dedi catoria de su Leviatán a Mr. Francis Godolphin- de los hombres, sino, en abstracto, de la sede del poder” (Lev.: 10). Aunque más adelante volvere mos sobre el argumento hobbesiano en detalle conviene aquí recordar que, según Hobbes, la diversidad de las formas de gobierno no produce ningu na mella en la unidad de la voluntad soberana. Por ello afirma ya en el prefacio del De cive:

Por último, a lo largo de todo mi libro me he propuesto mantener esta norma (...) no hacer ver que los ciudadanos deben una menor obediencia a un Estado aristocrático o democrático que a otro monárquico. Pues aunque en el capítulo décimo haya intentado persuadir con argumentos de que la monarquía es más apropiada que las demás clases de Estado, confieso que es la única cosa de este libro que no queda demostrada sino propuesta como probable (Dc: xii)4.

Entre 1650-1651, aproximadamente una década después de la publi cación del De cive, cuando ya le habían cortado la cabeza a Carlos I y se disponía a escribir su Leviatán, Hobbes disputa exactamente el mismo argumento con los republicanos.

En las torretas de la ciudad de Lucca está inscrita, todavía hoy, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; y sin embargo, nadie podrá de ello inferir que un individuo particular tenga allí más libertad, o que esté más exento de cumplir su servicio para con el Estado, que en Constantinopla. (Lev.: 21.8).

Resulta evidente, entonces, que cuando habla de una soberanía natural no la adscribe a una forma de gobierno personal. Simplemente afirma que detentará tal condición de soberano: “un solo hombre o a una asamblea de hombres” (Lev.: 17.13) que haya “sometido a sus enemigos” (Lev.: 17.15). En el contexto de las guerras civiles inglesas de las décadas de 1640 y 1650 la ambigüedad de la expresión no debiera pasar desapercibida: se podría leer tanto una referencia al monarca exiliado en Francia, al Parlamento largo como al Lord Protector Oliver Cromwell.

Más aún, Hobbes se ocupa de aclarar que esta condición no exime a quien ocupe la sede del poder de la necesidad del consentimiento (Lev.: 20.11). De modo que, aunque este consentimiento esté causado -la materialidad del universo hobbesiano impide concebir algo que no lo esté (salvo en los cuentos de hadas de los teólogos) -, y algunos, muy sabios, lo conjeturen, el conocimiento de sus causas siempre es a posteriori. El único gobierno natural que se exime de la autorización es el de Dios sobre la naturaleza porque está fundado en su poder omnipotente (Lev.: 31.5). Así, salvo que Laclau compare al líder con el Dios todopoderoso del Éxodo -y no con el dios mortal de hechura humana-, pareciera estar olvidan do la clave del argumento hobbesiano: hay pacto y no gobierno natural sobre la tierra debido a que, precisamente, “ningún hombre tiene potencia suficiente para estar seguro y mantenerse durante mucho tiempo, mien tras permanece en el estado de hostilidad y guerra” (Ele.: 1.14.13). Mis ma idea que se encuentra en De cive (1.12) o Leviatán (13.2, 18.9, 30.4, 31.5). Ciertamente, Hobbes escandaliza a sus contemporáneos cuando argumenta que toda autoridad humana, incluso la de una monarquía como la inglesa, con siglos de historia, se funda en las opiniones (Lev.: 34)5.

La poco afortunada analogía entre el líder y el soberano natural deriva en consecuencias teóricas ciertas. En primer lugar, resulta imposible pen sar al pueblo sin el líder. En segundo lugar, ese líder ya no es una parte del lazo social, sino “el devenir inevitable de la reducción de lo heterogéneo a un Uno” (Aboy Carles y Melo 2014: 415). Sin decirlo, pero insinuándolo, la razón populista llevaría en sí esa tendencia y, con ello, conduciría al fin de la política. Al dotar de un contenido y un cuerpo específicos al vínculo equivalencial terminaría por delimitar a priori a la unidad del pueblo en el líder. Sobre todo, si dicho significante no es indiferente y una vez investido su atracción tendería, necesariamente, a controlar su propia metáfora. En definitiva, concluyen Aboy Carles y Melo, a pesar de las diferencias con sus trabajos anteriores, la concepción de Laclau siempre fue la de ver al populismo como un momento de ruptura, de quiebre” entre un arriba y un abajo. Perspectiva de desplazamiento vertical en el que “el lugar del poder [...] también es Uno” (2014: 420).

Esta reducción, tendencial pero necesaria, opera, a su vez, con el telón de fondo de la investidura radical desplegada a partir de una dimensión afectiva. El impacto que produce tal incorporación argumental se hace notar cuando Laclau afirma: “El objeto de la investidura puede ser contin gente, pero ciertamente no es indiferente, no puede ser cambiado a volun tad” (2005: 148). Se comprende, por último, por qué Laclau recurre a la figura del soberano natural: no hay pueblo sin líder y, a su vez, la investi dura afectiva implica la determinación a priori de quién será ese líder en cada periodo histórico. El resultado que se produce, insisten Aboy Carles y Melo, estriba en que La razón populista no pueda defenderse de las críticas que injurian al populismo en términos de sugestión o manipulación (2014: 419). No tanto porque Laclau fundamente la intención subjetiva del líder, sino, más bien, porque termina por explicar cómo funciona dicha relación de manipulación afectiva del líder con respecto del campo social, cuyas demandas, necesariamente, deben inscribirse en su nombre.

MI. Soberanía e imaginación de la política

De hecho, agregan los críticos del modelo soberanista moderno, se arribaría a un efecto similar incluso si Laclau sostuviese sólo la comparación del líder con la totalización que opera la soberanía moderna - i.e.

ahorrándose el símil del soberano natural-. La constitución de una totalidad mediante una individualidad tiene por efecto no permitir la presencia de lo heterogéneo. O, en todo caso, al relegarla a un momento de irrupción se la termina equiparando con el retorno del estado de naturaleza hobbesiano y, en consecuencia, se la convierte en algo patológico -como las convulsiones del cuerpo político con las que Hobbes explica los efectos de la sedición (Lev.: 29.15)-. Esta equiparación convierte a la situación comparable entre populismo y soberanía en un claro paso atrás en relación con las fronteras que Laclau se propone borrar en los primeros capítulos de su libro.

En este sentido, Stefano Visentin se pregunta si el doble movimiento que describe Laclau -el de autorización que va de los representados a los representantes y el de activación política que va de los representantes a los representados- resulta siempre posible. La respuesta que ofrece es negati va. En las democracias contemporáneas se produce un desbalanceo. Mien tras, por un lado, la estatalidad dinamiza la autorización, por el otro, retacea un territorio de apertura política en tanto esta “puede activarse solamente por la presencia de organizaciones partidarias fuertes y cohesionadas o por sujetos políticos cuyas condiciones de existencia están fuertemente inhibidas por la estructura social y económica de los Estados neoliberales” (Visentin 2018: 184).

Por un motivo u otro, pareciera que Laclau se enfrenta con el dilema de aceptar que el concepto de soberanía y, mucho más aún, el de soberano natural han operado una constante despolitización y, en consecuencia, convendría renunciar tanto al concepto mismo como a sus supuestos (Derrida 2002: 258). En particular, a la aspiración de traducibilidad de la diferencia en una totalidad (aunque sea fallida o abierta al cambio). El desbalanceo teórico e histórico lleva a que la coexistencia de poderes tienda a reabsorberse en un juego institucional que neutraliza el antagonismo de lo político (Visentin 2018: 191). En última instancia, sin importar qué totalidad -ya sea por el líder, el pueblo o el desvalido- se termina por imponer un consenso que embarga el pensamiento de su contingencia (Aboy Carles y Melo 2014: 419).

A pesar de ello, también cabría preguntarse si la despolitización resul ta, tan sólo, de la evocación de conceptos -en este caso: soberanía, sobe rano, líder-. O si también debiéramos prestar atención a los supuestos epistemológicos que subyacen en la imaginación de la política. Efectivamente, tanto en la modernidad de Hobbes, como en los debates contem poráneos sobre la democracia, está en discusión cómo resolver la plurali dad en la unidad (Palti 2017: 19-31). La despolitización se produciría, no por la mera evocación de un concepto, sino por un pensamiento de la democracia al que también le resulta imposible concebir a la vez la unidad y la pluralidad (Duso 2016). O, lo que es lo mismo, que lleva a cabo una recepción mecánica de las imágenes modernas de la soberanía en la cual se imagina al vínculo político -incluso el democrático- a través de una diversidad de figuras duales según las cuales, por un lado, las cosas son, se deciden, se producen y, por el otro, se reflejan, se realizan y se reproducen.

En la reconstrucción que Giuseppe Duso hace de la historia de los conceptos de representación y soberanía, la modernidad y nuestra con temporaneidad democrática aparecen atenazadas en una polaridad entre “la unidad del sujeto colectivo” (i.e. pueblo) y “la multitud indefinida de los individuos” (2016: 242). Es decir, entre una unidad cerrada que con lleva una “dificultad estructural” para pensar la participación plural en las decisiones políticas y una racionalidad formal que borra mediante abstrac ciones los particularismos en pugna (Duso 2016: 236, 238). Pierre Rosanvallon lo expresa en términos similares en “El pueblo inalcanzable ” cuando advierte que el imperativo democrático reproduce un “vacío es tructural” al resultarle imposible combinar la utilidad jurídica y la artificialidad sociológica que conviven en el concepto de pueblo (2004: 6- 19)6. Sea por vacío o falla estructural, la imaginación moderna del vínculo político queda reducida, según Duso o Rosanvallon, a una suerte de dua lismo estático desde el cual, y a pesar de sus infinitas maneras de expresar se, resulta inconcebible un a la vez de la unidad y la pluralidad.

Dicho esto, pareciera quedar en claro que la causa de fondo del exceso de Laclau no sería tanto Hobbes, sino, más bien, estos límites de la imagi nación de la política. La figuración de una totalidad, sea por lo alto o por lo bajo, tiende a individualizar el espacio de poder y obliterar su naturale za relacional. Sin embargo, la paradoja de este problema, y sobre la que se basa el argumento del presente artículo, es que es el mismo Hobbes quien, a partir de su refutación de este tipo de dualismos, propone una filosofía política capaz de captar la complejidad de los procesos políticos en tanto nos ahorra los “cuentos de viejas” según los cuales existe un punto ajeno a las determinaciones causales recíprocas. O, en términos del argumento laclausiano, una parte podría autonomizarse de la relación de significación en la que está investida.

A continuación, detallo algunos elementos centrales del pensamiento hobbesiano que hacen imposible imaginar la unidad como lo idéntico o la necesidad como la clausura de la contingencia.

IV. Causalidad, movimiento, exterioridad y autopercepción

En los siglos xvi y xvii se produce una revolución que afecta a diversos campos del pensamiento. Hobbes no es ajeno a dichos eventos (Overhoff 2000, Frost 2008, Pettit 2009, Thomson 2008, Forteza 2010, Moreau 2012). Sin necesidad de recurrir a la diversidad de fuentes textuales que nos provee el prolífico pensador inglés, una lectura atenta del Leviatán, sobre todo si esta no se limita a sus capítulos más célebres, alcanza para advertir cómo confluyen en sus páginas enunciados heterogéneos. Por ejemplo, resulta posible encontrar razonamientos que recurren tanto a la óptica como al modo lingüístico del pensar humano, pasando por la geometría, la retórica y la demonología. Dicho de otro modo, en el Leviatán el análisis y la comprensión del conflicto político superan un abordaje estrictamente jurídico-político, según las formalizaciones de los siglos posteriores. Por lo tanto, la complejidad de leerlo radica en advertir cómo se traduce en diversos lenguajes un mismo proyecto que cambia las bases epistemológicas de la filosofía. Proyecto en el cual Hobbes desarrolla un nominalismo antimetafísico.

El carácter antimetafísico de su nominalismo se desprende de cuatro premisas que funcionan como claves hermenéuticas de su obra: a) la teoría de la causa íntegra, b) la resolución de toda causalidad al movimiento, c) la exterioridad de la que surge el lenguaje, y d) el carácter retrospectivo del sujeto. Estas cuatro premisas, en parte, se superponen e implican mutua mente. Si bien este artículo no es el lugar para desplegar una presentación detallada de ellas7, sí conviene explicitarlas brevemente.

A través del método científico Hobbes no sólo intenta comprender los movimientos del universo natural -como Galileo-, sino también de la mente humana a partir de una perspectiva mecánica. Es decir, abandona la pregunta por el ser de las cosas, para concentrarse en el porqué de los fenómenos que se presentan a los sentidos. En este contexto, su singular comprensión de las causas tiene implicancias directas sobre su argumento político. La definición de la causa íntegra hobbesiana viene a explicar dos cosas (Dcr.: 2.9.1, 2.9.3, 2.10.2, 2.10.3). Por un lado, que las únicas causas son la eficiente y la material. Es decir, en el universo material hobbesiano - i.e. donde hasta dios y el alma son cuerpos- no hay causa formal ni final porque nada inmaterial puede causar movimiento. Por otro lado, explica que todo efecto -movimiento- está causado por la convergencia simultánea y necesaria de los accidentes tanto del agente como del paciente. Entonces, resulta evidente que si el poder es la capacidad de causar no se lo conciba como una facultad de un sujeto (el rey, el leviatán o el ser humano) sino como una relación causal. La pregunta hobbesiana entonces no sería qué es el poder soberano, sino cuáles son los accidentes de su causa íntegra. Y, claramente, estos no se reducen a los accidentes de la persona soberana.

A diferencia de Descartes, Hobbes encuentra en el movimiento de la materia la respuesta al escepticismo (Tuck 1999). Aunque no se conozcan las cosas sino los fenómenos de estas al presionar sobre los sentidos, ello no afecta la certeza ni de la realidad ni del conocimiento. De hecho, Hobbes abre su Leviatán con la siguiente concatenación de definiciones: “no hay ninguna concepción en la mente humana que en un principio no haya sido engendrada en los órganos del sentido” (Lev.: 1.1); “la causa del sen tido es el cuerpo exterior, u objeto, que impresiona el adecuado órgano sensorial” (Lev.: 1.4); “cuando una cosa está en reposo, a menos que alguna otra cosa la mueva, permanecerá siempre en reposo, es una verdad de la que no duda ningún hombre” (Lev.: 2.1). En suma, si hay sentido -si hay movimiento en los fluidos internos- se debe a que existe “alguna otra cosa” distinta al cuerpo que inicia el movimiento (Pacchi 2007: 53-66). En consecuencia, moverse, cambiar, mutar, no podría ser algo impropio de la naturaleza sino su constitución. De ahí que afirme en Leviatán que el deseo de cambio es lo que constituye a la naturaleza humana (Lev.: 29.13). Todo lo cual, sumado a la ansiedad por el futuro que carcome al corazón humano (Lev.: 12.5), nos brinda una imagen de las pasiones humanas dinámica e imposible de cristalizar.

Si todo se mueve y no existe una posición fija desde la cual causar cualquier efecto, la performatividad de las construcciones lingüísticas o retóricas -n.b. como el mismo Leviatán- depende de un entramado exterior y dinámico de enunciación e interpretación. Por ello, afirma en De corpore (1.3.8), el lenguaje surge de un discurso y no de la imposi ción unilateral. Sin soslayar la capacidad de interferir en las cadenas causales de tal entramado, para Hobbes resulta claro que tanto el poeta como el soberano carecen de la facultad para conformar la causa íntegra del sentido correcto de las metáforas que proveen al lector o al ciudadano (Dh.: 13.10). Así, por ejemplo, Hobbes narra cómo el cambio generacional en el pueblo de Israel produjo un cambio en las opiniones y, con ello, en la figuración de la autoridad: de Dios y sus sacerdotes a los reyes sin Dios (Lev.: 35.8).

Por todo lo dicho, supone un anacronismo leer a la teoría del Estado de Hobbes desde la perspectiva cartesiana según la cual sería plausible escindir la razón de la materia. El mismo Hobbes lo explicita en sus obje ciones a las “Meditaciones Metafísicas de Descartes: quien está pensando es el cuerpo. De esta premisa se infieren tres derivas fundamentales. Pri mero, a ese cuerpo que está pensando (thinking body) le resulta inaccesible tomar conciencia de su propio acto del pensar antes de haber pensado. “Aunque alguien pueda pensar que él estuvo pensando (porque ese pensa miento es un simple acto de recordar), les es imposible pensar que está pensando [...]” (Ver Descartes 1641/1984: 122-3). Tan sólo accede, sos tiene el de Malmesbury, a un he pensado. Segundo, no hay una diferencia entre lo que se llama pensamiento y un acto sensorial. “¿Con qué sentido, dirás, contemplaremos la sensación? Con este mismo, es decir, con la me moria de otros datos sensibles, aún pretéritos, que permanecen durante un tiempo. Pues sentir que uno ha sentido es acordarse” (Dcr.: 4.25.1, 546). Esta posición retrospectiva de la autopercepción supone, en tercer lugar, la incapacidad para determinar a los actos de pensamiento o las pasiones en el futuro. Lo cual nos reenvía a la mutabilidad de los cuerpos y, por lo tanto, a la imposibilidad de liquidar la deliberación que precede al acto de la voluntad. Como ha señalado Jürgen Overhoff, si el materialismo hobbesiano no exceptúa la voluntad de su decisión antimetafísica, quiere decir que no le adscribe ni indiferencia ni trascendencia respecto de la determinación causal de los cuerpos en movimiento (2000: 40-54). La deliberación que finaliza con el acto de la voluntad se refiere al pasado. Por mínimos que sean los efectos, la deliberación continúa -no podría no hacerlo-, pero sobre circunstancias necesariamente otras (Eggers 2009).

Presentadas someramente estas premisas volvamos sobre el concepto de soberanía. En De corpore Hobbes aplica su método analítico-resolutivo al argumento político ya presentado en Leviatán. En un solo párrafo remonta la cadena causal de la justicia del siguiente modo:

Pues, propuesta una cuestión cualquiera, como si tal acción es justa o injusta, y al resolver aquel injusto en hecho y contra las leyes, y aquella noción de ley en mandato de aquel que puede castigar, y aquel poder en la voluntad de los hombres que han constituido tal poder para conseguir la paz, se llegará finalmente a ver que los apetitos humanos y los movimientos del espíritu son de tal naturaleza que si los hombres no son reprimidos por algún poder se harán la guerra unos a otros, lo cual puede ser conocido por la experiencia de todo aquel que examina su propio espíritu. (Dcr.: 1.6.7).

Se pregunta, ¿por qué algo es justo? Debido a la existencia de la ley. ¿Por qué hay una ley? ¿Por qué hay algo obligatorio? Debido a que alguien la prescribe y detenta un poder capaz de castigar. ¿Por qué existe tal poder? Porque tal existencia ha sido autorizada. ¿Por qué la humanidad constituye ese poder? Porque se desea la paz y se teme una muerte violenta. ¿Por qué la humanidad tiene miedo y desea paz? Por el movimiento de los apetitos y la incertidumbre del estado de naturaleza. Reconstruida la causa íntegra, se pregunta por la potencia plena aplicando el método sintético para saber cómo debería conformarse ese poder a fin de que pueda causar la paz que las personas desean al constituirlo. Entonces se pregunta: ¿cómo causar la paz? Con un poder absoluto. ¿Cómo causar un poder absoluto? Uniendo los poderes de la multitud en el soberano, para que cuando éste quiera actuar no enfrente resistencia.

Entreveradas de este modo las causas del Leviatán, no podría inferirse la postulación de un soberano con un derecho entendido como un título sin causa íntegra, sin iteración, sin exterioridad, o con un fundamento ante rior a su propia actuación. Es decir, si se leen todas estas proposiciones mediante las cuales Hobbes aplica su método resolutivo-compositivo, pero sin obviar las premisas anteriores (es decir, sin restituir una lectura dualista del dispositivo jurídico), se concluye que la causa de lo justo no radica sólo en la existencia de la ley, sino en toda la cadena causal necesaria que con verge para hacerla efectiva. En otras palabras, la causa íntegra del porqué de lo justo, afirma este Hobbes nominalista antimetafísico, incluye desde la existencia de la ley hasta el movimiento de los apetitos, la aparición del miedo a la muerte violenta y, obviamente, a la conformación de un poder soberano. Con todo, esgrime Samantha Frost (2008), la efectividad de la ley depende de la necesaria reposición de su causa íntegra porque la muta ción de sus componentes no se detiene. Su fundamento no queda anclado en un pasado pretérito sino que se reactualiza y muta con la misma vertiginosidad que las pasiones que lo animan.

La presentación de estas cuatro claves para una lectura materialista del dispositivo jurídico hobbesiano busca alterar el efecto de lectura descripto en la introducción. Si el nombre Hobbes evoca una modernidad que clau sura el conflicto político a través de la formalización de la razón del sobera no-representante, el Hobbes nominalista antimetafísico insiste en pensar la totalidad pero de un modo diverso. Al no obliterar la integralidad de su causa, la dinámica de sus movimientos, la performatividad colectiva del nombre o, finalmente, el carácter retrospectivo de la nominación, resulta claro que la totalidad no reduce la multipolaridad a la unipolaridad, ni, muchos menos, la heterogeneidad a la homogeneidad, sino que repliega desde el presente el pasado con el futuro para reproducir en el tiempo la causa de los empeños comunes (Fernández Peychaux 2018d: 16).

Los “cuentos de viejas”, aduce Hobbes en su Leviatán, intentan resolver los conflictos que anidan en esos repliegues señalando fundamentos de la unidad ajenos a la dinámica de los cuerpos que la habitan. Su error no estriba en imaginarse fundamentos de una unidad posible, sino en esteri lizar su potencia en tanto expulsan de esas imágenes la dinámica que las produce y reproduce en el tiempo. Por decirlo en términos más próximos a Laclau, si “la unidad del objeto es un efecto retroactivo del hecho de nombrarlo” (2005: 140), ningún nombre está exento de los efectos del tiempo. Si la nominación no se fosiliza en un acontecimiento, todo nom bre se encuentra expuesto a la necesidad de sustitución de sus contenidos concretos o a asumir la relajación de la cadena equivalencial (2005: 121). En “Perón, reflejos de una vida” Horacio González recrea esta tensión a través de la figura del “gasto del nombre”. “Llegó a decir [Perón en reunio nes con la juventud peronistas] ‘¿entonces yo hago el gasto?’ cuando aque llos jóvenes exponían cosas con la que no estaba de acuerdo pero invocando su propio apellido” (393). Si, por un lado, el peronismo nace como un metalenguaje que mediante mímesis “absorbe los materiales empíricos del mundo desde arriba” -dice González (2007: 388)- , por el otro, dicha cooptación choca con las conjugaciones inesperadas de los hechos. La iro nía de Perón expone los límites de las argucias por ajustar los usos de su nombre en una “forzada” universalidad.

V. Consideraciones finales

De las críticas a Laclau se sigue que su concepto de populismo carece de capacidad explicativa allí donde falte un líder, pero también, y de ahí nuestra propuesta alternativa, que la presencia del líder implica un embargo sobre las democracias. Según sus críticos, a fin de recuperar su radicalidad estas democracias harían bien en deshacerse tanto del soberano natural hobbesiano como del concepto mismo de soberanía y, junto con ellos, de la nominación del pueblo a través del líder. Sin embargo, hay que notar que este rechazo a la función democrática de los liderazgos es de tipo normativo. Esta formalización de la correspondencia entre investidura afectiva del líder y manipulación, o entre unidad y clausura de la política, obtura el carácter situado y, por lo tanto, la diversidad de realidades políticas abigarradas, calidoscópicas, en permanente devenir.

Por ello, no he buscado salvar a Laclau ni limitarme a señalar los errores de lectura de los textos hobbesianos en los que incurre, sino, más bien, resolver los problemas que enfrenta/genera en su búsqueda de un lugar para los liderazgos en las democracias contemporáneas a través del concep to de soberanía. Indudablemente, el empleo que realiza del nombre Hobbes no contribuye a este objetivo teórico. Por ejemplo, cuando afirma que “si los nombres del pueblo constituyen su propio objeto [...] el movimiento inverso también opera” (2005: 140). Esto es, que el nombre que constitu ye el objeto no controla completamente las demandas que encarna y repre senta. Sin embargo, esta apertura del marco simbólico deviene imposible si la totalidad depende de una encarnación mítica comparable a la del supuesto “soberano natural” hobbesiano. Como se ha indicado, el único soberano natural para Hobbes es el Dios del Exodo.

Ahora bien, en la recepción del concepto de soberanía que recogen Laclau y sus críticos subyacen supuestos epistemológicos que son ajenos tanto a Laclau como a Hobbes. Al reponer una lectura más ajustada de la metáfora del Leviatán se evidencia que las críticas a su insuficiencia con ceptual para impulsar una repolitización del Estado nación moderno le adosan diversas modulaciones de un dualismo del cual ambos -Laclau y Hobbes- se alejan y refutan. Esto es, el dualismo entre sustancias inmateriales y corpóreas, trascendencia e inmanencia, facultad y acto, ac ción y pasividad y, sobre todo, entre sujeto y objeto. En otros términos, le adosan un dualismo desde el cual el poder pierde su condición relacional e inicia una progresión ineluctable al Uno.

Con todo, según las premisas del pensamiento hobbesiano delineadas en el último apartado, la individualidad de la voluntad unitaria del sobe rano representante no oblitera ni su exterioridad, ni su movimiento. Esto es, que su individuación mediante un nombre no desconoce, sino que incorpora, su propio exceso (Dcr.: 2.11.6). El exceso de la voluntad de obedecer -i.e. una voluntad incapaz de autodeterminarse en el futuro- de los cuerpos impotentes para detener el movimiento ineluctable de sus pasiones y razones, de la interpretación del sentido que no salda la diferen cia entre las imágenes mentales y las verbales. Pero también el exceso de un derecho que no resulta inalienable a raíz de un límite moral impuesto por el Supremo Legislador, sino, explica Hobbes, porque en cuanto accidente de un cuerpo resulta intransferible (Ele.: 1.19.10; Lev.: 14.6).

Para Laclau y Hobbes la universalidad es un marco de referencia que habilita un campo discursivo pero que nunca adquiere existencia empírica. Esta totalidad no pierde su contingencia, aún a pesar de su efectividad histó rica, debido a que no se funda ni en un consenso entre partes ni en la presu posición de una cualidad esencial sino en la “referencia al orden comunitario como ausencia” (Laclau 1996: 81-83). “Cualquiera que sea la centralidad adquirida por un elemento, debe ser explicada por el juego de las diferencias como tal” (Laclau 2005: 93). En este juego, agrega Laclau, la diferencia y la equivalencia se determinan recíprocamente. En el caso de Hobbes, en su Leviatán no faltan referencias de los límites de las cadenas artificiales que unen los labios del soberano con los oídos de los súbditos (Lev.: 21.10, 24.7, 30.4). De hecho, en 1668, cuando traduce su obra al latín, responde a las críticas que recibe de los republicanos por su supuesto absolutismo afirman do que según la causalidad dentro de la cual piensa la libertad -i.e. una libertad material- los rebeldes republicanos eran tan libres bajo la monar quía de Carlos I que cuando quisieron le cortaron la cabeza (Lev.: 21.6n). Exorcizada de este modo la presencia de Hobbes en La razón populista, resta, como se dijo, insistir en la pertinencia de evocar a la soberanía para analizar los populismos. Señalarlo no atañe a una cuestión de preciosismo filológico-arqueológico. Por el contrario, genera las condiciones de posibi lidad para avanzar en una comprensión de las figuraciones contemporá neas de las relaciones de poder que no excluya su declinación autoritaria, sino que la reenvíe a un análisis situado de las relaciones singulares que en cada caso evoca el nombre soberano. En suma, este señalamiento comporta un intento teórico por levantar el embargo que pesa sobre las democracias y sus líderes.

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1 Investigador Adjunto, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina); Investigador del Instituto Gino Germani (FSoc-UBA); Adjunto regu lar Universidad Nacional de José C. Paz. E-mail: dfernandezpeychaux@conicet.gov.ar.

2Para facilitar la identificación de los pasajes referenciados de Leviatán se identifica el número de capítulo y el número de párrafo según la edición de Molesworth de 1839. En este caso, “2.3” corresponde al párrafo 3 del capítulo 2. Las abreviaturas utilizadas son: Dc: De cive [ Tratado sobre el ciudadano]; Dcr: De corpore [Del cuerpo]; Dh: De homine [DelHombre] Ele: Elementos de derecho natural y político; Lev: Leviatán. POSTDaía 24, N°2, Oct./2019-Mar./2020, ISSN 1515-209X, (págs. 409-432)

3El énfasis es añadido.

4El énfasis es añadido.

5Sobre el debate con los monárquicos y republicanos ver Fernández Peychaux (2018 a), Abdo Ferez y Fernández Peychaux (2016).

6Si bien en Rosanvallon el vacío estructural produce la organización política de la sociedad, en lo que coincide con Duso es en marcar la dualidad oculta de planos entre el artificio j urídico y la realidad sociológica.

7Al respecto ver Fernández Peychaux (2018b, 2018c, 2018d).

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