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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.24 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2019

 

ARTICULOS

LA VIRTUD DE LOS MODERNOS. MONTESQUIEU Y ROUSSEAU: ENTRE EL DESAFÍO HEDONISTA A LA ANTIGÜEDAD Y EL CONFLICTO IRREDUCTIBLE EN TORNO AL INDIVIDUO Y LA CIUDAD

Facundo Bey1 

1uba

Resumen

El objetivo de este artículo es analizar el modo en que se presenta la virtud política en los principales textos de Montesquieu y su resonancia en la obra de Rousseau. La hipótesis general que se propone es que, a pesar de sus enormes divergencias, los dos elaboraron una lectura eminentemente moderna que los separa de la filosofía política clásica. Ambos habrían compartido la idea de que la virtud es una pasión -o que es intercambiable por una pasión-, apartándose de las jerarquías del pensamiento antiguo. Se sostiene en este artículo que Montesquieu declarará, ante la muerte de la virtud clásica, su sucedáneo en el placer de la seguridad que es capaz de garantizar la libertad por medio del gobierno mixto. Por su lado, Rousseau hará una reivindicación de la virtud antigua, pero identificándola con la compasión, dislocando el status de la virtud civil. Estas lecturas darán lugar a dos maneras muy distintas de comprender la relación existente entre derecho natural y derecho positivo.

Palabras clave: virtud; pasión; modernidad; seguridad; compasión

El derecho político está todavía por nacer, y es de presu mir que no nacerá jamás. (...) El único moderno en estado de crear esa gran e inútil ciencia hubiera sido el ilustre Montesquieu. Pero no se preocupó de tratar los principios del derecho político; se contentó con tratar el derecho político de los gobiernos establecidos, y nada hay más diferente en el mundo que esos dos estudios.

Jean-Jacques Rousseau. Emite ou De léducation (1990: 623-624).

Montesquieu: virtud y pasión

En sus textos más emblemáticos, Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence [ Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y su decadencia] [1734] y De l’esprit des lois [Del espíritu de las leyes] [1748], Montesquieu (1869-1755) ha analizado tanto el aspecto histórico de las repúblicas como la específica relación entre este régimen y sus principios de gobierno correspondientes.

A lo largo de estos trabajos, Montesquieu no ha elaborado propiamen te una antropología. En ninguna de las obras citadas nos topamos con ninguna afirmación relevante sobre la maldad o bondad de la naturaleza humana. Si bien es posible citar varias referencias sobre los apetitos de los hombres, todo parece indicar que se hallan subordinadas a echar luz sobre la naturaleza de las leyes de los Estados que conforman, ocupando, por el contrario, su concepto de virtud política un lugar central. A pesar de esto, el problema de la relación entre las inclinaciones naturales y las leyes posi tivas parece ofrecer en De l’esprit des ¡oís distintas respuestas para cada tipo de régimen1.

El primer acercamiento de Montesquieu al valor de la virtud en la vida política se encuentra en su Consídératíons sur ¡es causes de ¡a grandeur des Romaíns et de ¡eur décadence, obra que contiene relevantes elementos en tensión entre uno de sus primeros escritos, las Lettrespersanes [Cartasper sas] [1721], y su consagrado y monumental De ¡’esprít des ¡oís. En el co mienzo del texto sobre el ascenso y caída de los romanos nos encontramos con la primera introducción al problema que implicaría conciliar el apeti to de los particulares con el bien de la ciudad (1962: 26-27). A mitad de camino de una suerte de comparación entre Roma y Cartago, el autor se expide sobre la importancia de la participación en el bien común dentro de una comunidad, un ¡ocus propio de la tradición republicana. Montesquieu afirma allí que la indiferencia ante el bien común es un peligro para el Esta do, pero no lo es tanto para la tiranía como para las repúblicas.

Aunque en principio las repúblicas parecerían tener dos ventajas frente a las tiranías, las primeras estarían mejor administradas y no tendría favoritos, sin embargo, cuando eso no sucede así, para Montesquieu, todo está perdido: resulta preciso enriquecer ya no sólo a los amigos y parientes del príncipe sino a los amigos y parientes de todos los que forman parte del gobierno. El párrafo referido se cierra argumentando que, en verdad, el verdadero peligro se encuentra en que las repúblicas están expuestas no tanto al saqueo que implica el favorecer a muchos, sino en que se torna imposible imponer límites a un cuerpo de gobernantes con tan diferentes intereses: en este caso, el interés por la conservación del Estado no lo tiene nadie o lo tienen tan pocos que el Estado deviene impotente, argumento que, hasta aquí, podría ser absolutamente compatible con autores de la tradición clásica como Platón o Aristóteles.

Es la sugerencia siguiente la que puede provocar una cierta perplejidad al lector: en la medida que las leyes sean obedecidas, al bien común lo puede servir por igual tanto la tiranía como la república, aunque la prime ra contaría con una ventaja: el príncipe-tirano se encontraría más interesa do en su cumplimiento. La valoración de las causas de la obediencia polí tica, con esta afirmación, se vuelve superflua frente a su efectividad. Dicho con otras palabras: el interés personal parece, para Montesquieu, ser una fuente de seguridad más potente y confiable que la virtud del pueblo (27), pero no por en sí mismo sino por su operatividad. En la “mecánica políti ca” de Montesquieu, la fuerza del gobierno, concentrada y dirigida a un único fin, sería así más fundamental desde el punto de vista de sus efectos que de sus causas.

Esto parece estar a tono con lo que sigue: en el ejemplo del problema de las divisiones de opinión en la ciudad, recurriendo el autor a las disi dencias que se instalan en la ciudadanía en torno a un tema tan sensible como la guerra, la solución más sencilla proviene de la monarquía, ya que posee el poder coercitivo necesario para unir a los partidos enfrentados (27). Resulta entonces imposible no recordar lo que señalará décadas des pués el autor en su obra capital con relación a la eficacia de la que es capaz el gobierno monárquico a la hora de la ejecución de los asuntos públicos (2007: 89). La contraposición que pretendería señalar allí este pragmático Montesquieu no sería entre facciones perniciosas y tirano virtuoso, ni en tre pueblo virtuoso y tirano egotista, sino entre gobierno supremo de la ley y gobierno de los abusos (1962: 27).

A partir de aquí, el estatuto de la virtud comienza a clarificarse en el texto con relación al problema de la obediencia, sin poder mantenerse dentro de los estrechos límites en que lo habían enmarcado los filósofos griegos, el estoicismo romano y los antiguos moralistas latinos. Montesquieu, como un fiel heredero de Maquiavelo, lleva al lector a anali zar la historia antigua, de lacedemonios y romanos, a partir de una mirada común para la modernidad que, paradójicamente, podría encontrar cierto eco tan sólo en el mundo antiguo, en la épica homérica. Esto se hace patente principalmente a partir de la sugerencia de que, si bien es la obser vación de la ley lo que haría poderosa a una república, aquello es así sobre todo cuando esta obediencia se lleva adelante por “pasión” (28).

Como es sabido, para los filósofos antiguos, la virtud política -o las virtudes que hacen al buen ciudadano- no sólo es el fundamento del

Estado, sino que es inconcebible como mera pasión. Sin la presencia y entrelazamiento con una instancia de mediación reflexiva, las pasiones y sus apetitos insatisfechos no encuentran límite alguno. Solamente en Homero podemos encontrar, tal como afirma Angela Hobbs, una psyche unitaria, simple, en la que su concepción del thymos, del ímpetu o ánimo, esté asociado sin más al componente belicoso de la aret arcaica -que no es sino la virtud heroica-: “se visualiza mejor como la fuerza vital, y de ella surge la fiereza y la energía (menos), la audacia y el coraje (tharsos) y la ira (cholos)” (2006: 7-8).

Se presenta aquí, por lo tanto, una proyección tan eminentemente moderna sobre los acontecimientos políticos antiguos como ajena -y hasta contraria- a la tradición filosófica clásica: la obediencia política para los antiguos, podría ser sintetizado así muy sucintamente, respondía o a la subordinación jerárquica idiopráctica (política, económica, militar o reli giosa) dentro de una sociedad rígidamente estamental, o a la sumisión absoluta del esclavo con respecto a su amo en el ámbito doméstico o del vencido con respecto al conquistador en términos políticos, o a la conve niencia de un grupo débil o minoritario para preservar su vida -como inculcaba la sofística-, o a la combinación de coraje (andreía) y razona miento (phróngsis) de los ciudadanos virtuosos -como exhorta en térmi nos generales la filosofía socrático-platónica-, pero nunca como exclusivo efecto de la coerción de un impulso pasional.

Antígona es un caso ejemplar en el mundo clásico, que tampoco pro viene de la filosofía, en el que la ausencia de verdadera virtud política y la desobediencia son consecuencia de una hybris que se disfraza de pístis: por ciega devoción a las leyes no escritas de los dioses, Antígona desobedece a la ley de la pólis. En contraste, el hombre más virtuoso de la Antigüedad, Sócrates, se rebeló contra las costumbres y los dogmas del éthos ateniense dominante, pero sin nunca desafiar a la ley escrita de su patria, ni siquiera aun cuando temía ser condenado a muerte por impiedad o cuando tuvo la oportunidad de evadirse de su castigo.

Es así como Montesquieu, disruptivamente, no duda en calificar como virtuosos a los romanos y espartanos por la obediencia demostrada a sus propias leyes: pero esto, justamente, no significa que, en cuanto pueblo libre, les atribuya a ellos reflexividad alguna, ni tampoco una férrea disci plina guerrera y patriótica, sino, como se dijo antes, “pasión”. El gobierno de un pueblo pasionalmente obediente sería de este modo una condición necesaria para la conservación de un gobierno republicano. Pero, como hemos podido comprobar por medio de la letra del propio filósofo, cuan do esa pasión está ausente por las divisiones que surgen hacia el interior de los Estados, la mano coercitiva del príncipe parece ser la última ratio capaz de garantizar el mantenimiento del imperio de la ley (27), la única “po tencia” capaz de contrarrestar los efectos disgregadores de la ausencia de una distribución homogénea de lo que podría llamarse la “pasión de obe decer a las propias leyes” en el pueblo ¿podría hablarse, en tal imagen, de mera fuerza tiránica o deberíamos también ver aquí que esa fuerza no es sino la consecuencia de otra pasión, de una pasión por la preservación, que impulsa el mando con vistas a mantener el orden y lograr la obediencia? ¿Cuál sería aquí el lugar de la libertad con relación al poder? ¿Cómo trazar las fronteras nebulosas entre tiranía o monarquía y despotismo?

Como es sabido, en De l’esprit des lois Montesquieu describe los regíme nes políticos por su naturaleza y según su principio. La naturaleza es, según el autor, “lo que lo hace ser tal” a un gobierno, su “estructura parti cular”, mientras que su principio es “lo que los hace actuar”, “las pasiones humanas que lo mueven” (2007: 48). Conviene entonces repasar con ma yor detalle la naturaleza y principios específicos de la república.

Lo que hace a la república es que el pueblo en su totalidad o una parte de él asuman el poder soberano. Si es soberano todo el pueblo nos encontramos ante una república democrática. En cambio, si la soberanía la conforma sólo una parte, se está frente a una república aristocrática (36). En el caso de la república democrática, el pueblo por medio del sufragio es monarca y, a la vez, súbdito (37). Queda descartado por el autor que el pueblo pueda ser déspota en una república democrática ya que sería contrario a la naturaleza del régimen que se gobierne por capri chos, “sin ley y sin regla” (37). Sin duda se trata entonces de un gobierno moderado, es decir, donde no reinan los abusos. Pero esta moderación no se basa en la ausencia de conflicto. Más bien, todo lo contrario. “La desgracia de una república se produce cuando ya no hay partidos” (41), afirmación que tendría un impacto significativo en los debates de los revolucionarios estadounidenses, particularmente entre los autores de The Federalist Papers [1788]. En la medida en que la naturaleza del pue blo es actuar por pasión -y, por ello, parecería ahora destinado a la virtud- la ausencia de facciones en una república democrática sería en tonces un síntoma de que el pueblo se ha tornado frío y se aficiona más por el dinero que por los asuntos públicos. Como bien reconoció Louis Althusser al indagar la obra de Montesquieu

... como pasión en general, la pasión puede parecer abstracta, pero como principio expresa políticamente toda la vida real de los ciudadanos. La virtud del ciudadano significa su vida entera sometida al bien público: esta pasión, dominante en el Estado, es, en un hom bre, el dominio de todas sus pasiones (1974: 56).

Si seguimos la lectura de Althusser, la pasión para Montesquieu aquí se convierte en un límite hiperbólico de sí misma: no es la razón o el intelecto el que modera a las pasiones, sino la pasión misma.

En cuanto la república democrática se corrompe, el conflicto comienza a dejar de ser visible y el pueblo se acerca lentamente a una homogeneidad invisible. Una vez el pueblo entregado a la pereza, a la ignorancia y a la voluptuosidad, es decir, cercano a la naturaleza del déspota, buscará al igual que este último la posibilidad de abandonar la administración en otro, de alienar su soberanía efectiva, así como lo hace el déspota oriental en su visir (46-47; 154). Esta segunda afirmación también tendrá una importante pervivencia en las décadas siguientes, principalmente entre los políticos y pensadores desencantados con el gobierno posrevolucionario de Napoleón Bonaparte (1769-1821) en Francia, como es el caso de Benjamin Constant (1767-1830).

En lo que respecta a la república aristocrática, continúa Montesquieu, el pueblo no participa del poder y parece destinado a ser nada (2007: 42). No es mucho más lo que dice Montesquieu sobre la naturaleza de este tipo de repúblicas -a excepción de que una parte del pueblo gobierna en ella- pero no por eso es poco paradójico ni relevante su afirmación de que

... La mejor aristocracia es aquella en la que la parte del pueblo que no participa del poder es tan pequeña y tan pobre que la parte dominante no tiene ningún interés en oprimirla (...) Cuanto más cerca esté una aristocracia de la democracia más perfecta será (43).

De lo anterior se podría inferir que Montesquieu había hecho propias, una vez más, las lecciones maquiavelianas de los Discorsi sopra la prima Deca di Tito Livio en los capítulos VIII y IX de sus Comidémtiom sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence: el interés de la aristo cracia parecería ser sólo oprimir al pueblo y cuanto más se viera contraria do ese deseo de opresión más perfecta sería la república aristocrática. No obstante, esta última indicación resume una desconfianza silenciosa sobre que el pueblo sea efectivamente una nulidad absoluta. En la medida en que la aristocracia deba acercarse a la democracia para ser más perfecta parecería que el pueblo es “algo” y algo muy importante para Montesquieu.

Para poder profundizar estos argumentos deben evaluarse los princi pios, o “las pasiones humanas” que moverían a los regímenes. El principio o resorte del Estado popular es la virtud. Qué es la virtud y cómo constituye a la república democrática lo sabemos de la letra del autor: es amor de la patria (2007: 21; 65), amor de la igualdad (73-75), amor de las leyes (65) y amor de la frugalidad (73-75). La virtud está dirigida eróticamente al bien común (n. 36, 53) y, por lo tanto, siempre se encuentra por encima de la codicia personal (73-75).

El principio de la aristocracia es, en cambio, la moderación. La primera pregunta que cabe oponer es ¿moderación “de qué”? ¿Qué es aquello que sería imperioso moderar al punto de que la moderación misma sea, para dójicamente, considerada una pasión?

“A este cuerpo -sigue Montesquieu- le resulta fácil reprimir a los demás, (e) igualmente difícil le resulta reprimirse a sí mismo” aunque una gran virtud haría “que los nobles se encuentren de algún modo iguales a su pueblo” (52). Así es que la opción por la moderación tiene como objetivo atemperar los apetitos codiciosos de los poderosos. La moderación es, pues, una forma degradada de la virtud que da a ver la inclinación que es preciso reprimir. Ahora parece que el pueblo, ausente en el gobierno visible, se torna un componente fundamental de la república aristocrática: si no se explicita su deseo de libertad, la moderación no pasa de ser un consejo para amedrentar la avaricia sin límites de los grandes y poderosos. Si se toma en cuenta esto último, no resulta accidental o extraño que “el amor a la frugalidad limite el deseo de tener” (74) -es decir, que, una vez más, una pasión detenga a otra pasión- o que el autor sostenga que “las leyes deben mortificar el orgullo de dominio” (87).

En línea con lo argumentado, se sigue que la corrupción del principio de virtud en la democracia raramente comienza por el pueblo sobreviniendo cuando crece el lujo a la par de la pobreza y entonces “se dice avaricia a la frugalidad, no al deseo de tener” (50).

Pero la república democrática también se pierde cuando los aduladores de la multitud se la componen para destruir la autoridad política y el respeto a la ley propiciando la consecuente caída del Estado y el surgimiento de un tirano o una oligarquía (153-156). Complementariamente, la corrupción del principio de moderación en una aristocracia radica en “la extrema desigualdad entre los que gobiernan y los que son gobernados” o “entre los diferentes miembros del cuerpo que gobierna” (84).

Sintetizando lo anterior, una sola cosa queda clara hasta aquí: si es que la virtud política alguna vez existió, era monopolio, no del hombre natu ral, sino del elemento popular, plebeyo. Sin embargo, no es el objetivo de este artículo profundizar en esta oposición de apetitos en tanto oposición, sino en tanto y en cuanto el caso del gobierno republicano pone en escena la oposición de dos pasiones que interesan a Montesquieu por considerarlas capaces de detener la una a la otra y, manteniendo la obediencia a la ley, respaldan la seguridad del estado. Al decir de Allan Bloom, en este esquema: “La pasión debe controlar a la pasión” (1990: 213)2.

De la muerte de la virtud al placer de la seguridad: la transformación del concepto de virtud en Montesquieu

En su Emile ou De l’éducation [Emilio, o de la educación] [1762], el ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1768) no dudó en afirmar que el “ilustre” Montesquieu no estaba interesado en el verdadero conocimiento de los principios del derecho político y se contentaba en su lugar con estudiar las leyes positivas (1990: 623-624). También Herder se refirió a la obra capital del filósofo francés, en sus notas nantesas de 1769 editadas en modo póstumo bajo el título Gedanken bei LesungMontesquieus [Pensa mientos al leer a Montesquieu], como “un libro sobre la educación de los pueblos, que comienza con vivos ejemplos, hábitos y educación y termina a la sombra de la silueta de leyes secas” (1984: 470). Si bien sería difícil no conceder que todo esto es en gran parte cierto, lejos está la posibilidad de que ello pueda cerrar un problema, pues más bien lo abre.

Bloom acierta en reconocer que el entendimiento de la virtud como un tipo complejo de pasión propio de las democracias antiguas es el punto de contacto más importante entre Montesquieu y Rousseau, el puente moderno que los une (1990: 213). Pero será a partir de aquí también que cada uno de estos autores tomará un rumbo distinto.

Así como la caracterización de la virtud política hace de ésta un requi sito para el mantenimiento de las repúblicas (democráticas y aristocráticas)3 y adquiere, sin buscarlo, un tono moral del que intenta con esfuerzo deshacerse sin éxito, es asimismo notable que Montesquieu, a través de la historia de los Trogloditas que cuenta Usbek en las Lettrespersanes, sostenga que la virtud pueda ser natural entre los hombres y hasta incluso placentera, por lo menos para algunos de ellos, al decir, por ejemplo, que “la virtud no es una cosa que haya de sernos difícil y que no debe mirársela como un ejercicio penoso; (...) la justicia para con los demás es una cari dad para con nosotros mismos” (1992: 43)4. Luego de todo lo dicho hasta aquí ¿cómo es posible que, en la que será luego su obra más importante, Montesquieu afirme que la virtud “es un renunciamiento a sí mismo, lo que siempre es algo muy penoso”? (2007: 65).

La explicación que sugiere en este artículo es que en realidad no es lo virtuoso lo que perseguiría el filósofo francés, sino lo placentero. La virtud era valiosa en tanto pasión, pero siendo que para el hombre moderno es difícil contar con ella se torna necesario substituirla por un equivalente posible: otra pasión, pero una que sea placentera, al gusto de la época. Nuevamente, la idea aquí expuesta es una tácita refutación de la filosofía clásica, para la que el problema principal no era la existencia de las pasiones en los hombres sino cómo reconciliar estas con la virtud, logrando que placer y razonamiento sean ambos sinónimos de felicidad individual y colectivo (considérese especialmente la empresa filosófica platónica, de República a Leyes, pasando por el Filebo y la ética Aristotélica). ¿Cómo comprender si no la indicación de que es posible substituir la virtud por medio de algo de origen tan impuro, algo tan vacío y mutable como el honor, un mero prejuicio feudal (54)? ¿Cómo concebir que éste último pueda tender al mismo fin, el bien general, que la virtud? ¿Cómo es que ahora lo que es un “placentero renunciamiento” al “penoso renunciamien to” de la búsqueda del bien particular, puede redundar en el bien general por medio de la consecución del interés propio? (60-63; n. 1, 36). ¿De qué manera lo falso podría ser tan útil como lo verdadero? (55). ¿Es acaso Montesquieu un hedonista que identifica lo bueno con lo placentero, lo alto con lo bajo, y luego renuncia a ese sofisma para rectificar su preferencia por la satisfacción de los deseos, haciendo de la seguridad su deseo fundamental, su propio placer? ¿No es acaso en última instancia la bús queda del placer, según su propia filosofía, una de las leyes naturales en lo que respecta al hombre? (33).

El giro que nos interesa es el que nos lleva desde una cierta cercanía entre el pensamiento de Montesquieu y el de Rousseau hacia su distancia- miento, por medio de la lectura pasional de la virtud que proponemos como clave interpretativa de ambos autores5.

Montesquieu y Rousseau han criticado la afición moderna por el dine ro, mirando con melancolía la caída en desgracia de la virtud, algo a lo que también dedicaron su atención en la Antigüedad Platón y Aristóteles (so bre todo en República y Política, respectivamente). Sin embargo, se verá, es en este encuentro entre ambos pensadores modernos que comienza su se paración. Montesquieu nos dice que: “los políticos griegos, que vivían en el gobierno popular, no reconocían otra fuerza que pudiera sostenerlo más que la de la virtud. Los de hoy no nos hablan más que de manufacturas, comercio, finanzas, riqueza, incluso de lujo” (50). Rousseau, aparente mente en un mismo tono, repondrá: “los antiguos políticos hablaban sin cesar de costumbres y de virtud; los nuestros hablan tan sólo de comercio y de dinero” (2005: 234).

Asimismo, Montesquieu reconoce, al tratar las diferencias entre los antiguos y los modernos, que: “la mayor parte de los pueblos antiguos vivían en gobiernos que tenían por principio la virtud; y cuando esta tenía fuerza se hacían cosas que ya no vemos hoy y que asombran a nuestras almas pequeñas” (2007: 65). Pero es en este reconocimiento, justamente, que el filósofo francés hace propia una consciencia histórica sobre las exi gencias del mundo moderno y su carácter novedoso y destructivo respecto de las supuestas enseñanzas de la historia.

Toda la virtud presente en la monarquía comercial moderna, la poca que cabría esperar, aunque ésta no sea su “resorte” fundamental (21), se ha extinguido. Junto con los antiguos griegos y romanos, se ha hundido irrecuperablemente en el pasado. En este sentido, es insoslayable su afir mación de que

... transportar a siglos alejados todas las ideas del siglo en que se vive es la más fecunda fuente de error. A esas personas que quieren hacer modernos todos los antiguos siglos, les diré lo que los sacerdo tes de Egipto dijeron a Solón: “Oh atenienses, solo sois niños” (745).

Al decir de Althusser, para Montesquieu “ (...) la República retrocede a la lejanía de la historia: Grecia, Roma. Sin duda por eso es tan bella” (1974: 77).

Este quiebre con el mundo clásico, o con la posibilidad de la república popular, advertido desde un lugar distinto por Rousseau y Montesquieu, es crucial para nuestra comprensión del momento en que se separan sus caminos. Por tomar un ejemplo emblemático, al referirse a “Grecia y el número de sus habitantes”, afirma el filósofo francés:

El caballero Petty ha supuesto en sus cálculos que un hombre en Inglaterra vale el precio que darían por él en Argel. Es bueno para Inglaterra, puesto que hay países donde un hombre no vale nada, y los hay en los que vale menos que nada (2007: 523).

En abierta polémica, Rousseau responde, sólo dos años después, en su Discours sur les Sciences et les arts [Discurso sobre las ciencias y las artes] [1750]:

Uno os dirá que un hombre vale en tal comarca, la suma en la cual se lo vendería en Argelia; otro siguiendo ese cálculo encontrará países donde un hombre no vale nada y otros donde vale menos que nada. Evalúan a los hombres como a rebaños de animales. Según ellos, un hombre sólo vale para el Estado el consumo que hace (2005: 234).

Esta consideración de Montesquieu de la Inglaterra del siglo XVIII está sin dudas atravesada por el valor que adquiere en su obra el principio político de la virtud, entendida como un tipo complejo de pasión. La distancia que separa a Roma de Inglaterra es la misma que podemos hallar entre la república fundada en la virtud y la monarquía -de pasado repu blicano- fundada en la seguridad necesaria para mantener y promover la libertad política, esto es, la seguridad personal bajo la protección de las leyes y de una Constitución que limite la acción gubernamental. Siguien do la argumentación de Montesquieu, es fácil concluir que la legislación inglesa está dirigida hacia ese fin, incluso la mentada separación de pode res tiene como meta contribuir a la libertad política.

Así, para Montesquieu, la monarquía inglesa se convierte en el caso ejemplar de gobierno mixto, único terreno donde puede existir la también única libertad posible a la que puede aspirar el hombre moderno (sin demostrar para el presente el pesimismo característico de la visión cíclica de la historia propia de la Antigüedad). La república democrática, como forma de gobierno puro, se revela epocal y esencialmente incapaz de lograr una correcta distribución del poder, e incluso de ser una amenaza a la libertad (y, no está de más insistir en ello, a los privilegios de la nobleza).

La separación de poderes es un factor estructural para tal tipo de cons titución. De este modo, la virtud se disocia finalmente de la libertad polí tica y esta última en la obra de Montesquieu queda irrevocablemente liga da al problema del poder y del abuso del poder, sobre todo en lo que respecta a la posibilidad de que la rama judicial pueda ser absorbida por el ejecutivo y, especialmente, por alguna de las facciones legislativas con inte reses mutuamente contrapuestos: el pueblo y los nobles (2007: 209-212).

La virtud y su sujeto (el ciudadano patriota, amante de la igualdad y de la ley), no son elementos de un régimen de gobierno entre otros, sino lo irrecuperable del pasado. De esta manera, llama poco la atención que Montesquieu sostenga que la libertad política moderna “consiste en la segu ridad, o al menos, en la opinión que cada uno tiene sobre su seguridad” (2007: 241). Declarada la muerte de la virtud, Inglaterra es el nuevo para digma de la libertad y la justicia, superior en ventajas frente a las antiguas repúblicas, claro, con toda la gloria que se puede obtener “flogging a dead horse”, al decir del quakero inglés radical-liberal John Bright (1811-1889).

La separación de poderes, la representación de la opinión pública en el legislativo y el poder resolutivo del ejecutivo, son los medios para asegurar una libertad imposible en cualquier otro estado europeo del siglo XVIII, dejando de lado cualquier consideración sobre todos los sesgos aristocratizantes de Inglaterra, es decir, a pesar de y gracias a todos sus vicios. Tal como sintetiza Althusser

... la ley más profunda de la monarquía es esta de producir así su fin, a su pesar. Si hubiera que completar las leyes fundamentales con una última ley -que en realidad es la primera- habría que decir que la ley original de la monarquía es esta argucia de la razón (1974: 91; énfasis original).

Esta libertad es también libertad de las pasiones, del nuevo lugar que ocupan las pasiones posesivas y mercantilistas del hombre moderno para el filósofo: la adquisición y el comercio. La sociedad inglesa era entonces ya una sociedad secularizada en donde todos los vicios reforzaban, por medio de la búsqueda del interés individual, la fuerza de una monarquía comercial. En su defensa de la monarquía, Montesquieu insistía en que, en un tiempo en el que las “virtudes heroicas” de los antiguos sólo nos resultan conocidas “de oídas”, es posible que el gobierno produzca “las mayores cosas con la me nor virtud posible”, subsistiendo el Estado-máquina “con independencia del amor a la patria, el deseo de la verdadera gloria, de la abnegación de sí mismo, del sacrificio de los más caros intereses” (2007: 52-53).

Ya no son pasiones antagónicas que parecen ser constitutivas de lo políti co las que deben controlarse entre sí, virtud y codicia, como en la escena romana. Ahora son “pasiones históricas”: la virtud de los antiguos y la segu ridad de los modernos. La participación de Montesquieu de la querella entre antiguos y modernos se produce no sólo en términos que podríamos llamar “historicistas”: en la medida en que se discurre sobre cómo la pasión es lo que da sentido a la política y qué pasión es la más alta, ya nos encontramos ante una verdadera transvaloración. Montesquieu hace gala de un pensamiento que nadie podría dudar en llamar instrumental: las pasiones que hacen a la virtud se han tornado “inútiles”: “en la monarquía, las leyes ocupan el lugar de todas las virtudes, de las que no se tiene ninguna necesidad; el Estado nos dispensa de ellas (...)” (53)6. Paradigmáticamente, las leyes favorables al comercio, en De l’esprit des lois, se tornan un excelente sustituto moderno de la virtud antigua y de la república guerrera.

Si ya no cabe preguntarse por la virtud a la hora de buscar el mejor régimen, ni por la vida excelente, entonces, la ciencia del derecho político moderno será conocida desde entonces como un artificio jurídico osifica do, sostenido por columnas de cimientos económicos: una inútil ciencia de gobernar a pequeñas almas.

La pasión por la libertad

Rousseau, aunque compartiera la idea de que la virtud es una pasión que en la modernidad ha sido desplazada por el afán mercantilista y la institución social de la desigualdad, elige, en principio, un camino muy distinto al de Montesquieu. En el primer Discurso (1750) se desarrolla una frontal crítica a las artes y las ciencias en defensa de la virtud: “Se ha visto huir a la virtud a medida que la luz de éstas se elevaba sobre nuestro horizonte, y el mismo fenómeno se ha observado en todos los tiempos y en todos los lugares” (2005: 222).

Esparta ocupa en la obra de Rousseau el rol de contraejemplo respecto de aquellos Estados que han perdido la virtud con el florecimiento de las artes, las ciencias y el comercio (Atenas, Roma), pero también demuestra que la decadencia de la virtud no es un fenómeno exclusivamente moder no (Inglaterra: patria del bourgeois más que del ciudadano), sino intrínseco a la salida del estado natural del hombre.

Por otro lado, la filosofía de Rousseau se encuentra lejos de resumirse en la intención de Montesquieu de “ilustrar a los gobernantes” (2007: 24). En su obra se advierte el propósito de fundamentar legítimamente las bases y “contribuir” con el establecimiento de la mejor forma de vida en común, una tarea revolucionaria que lo aleja del pensamiento clásico, lo distancia de Montesquieu, lo proyecta al futuro y lo lleva a plantearse la dificultad de discernir a la filosofía legítima de la filosofía teorética sin poder resolver este callejón sin salida más que por el camino del artista con mala consciencia o del radicalmente individualizado pensador solitario7. Althusser ha reconocido este contraste con lucidez cuando sentenció que

Cuando se compara la república de Montesquieu con la repú blica de Rousseau, y la virtud de una con la de otra, no hay que olvidar que la primera es del pasado, y la segunda del futuro; la segunda es una república del pueblo, la primera una república de notables (1974: 81). Ciertamente, la virtud se perfila en la obra de Rousseau, en principio, como el medio por el cual es posible alcanzar el bienestar general, siendo inconcebible que sea vea reducida a ser un elemento secundario al funciona miento del gobierno y sus instituciones. Una sociedad como la inglesa, a la cual la seguridad le ha permitido un desarrollo sin obstáculos, se coloca en un camino que la lleva, ya no hacia la libertad, sino a la mera satisfacción de sus necesidades. La confianza ciega en las instituciones existentes, en los frenos y contrapesos del sistema inglés, sacrifica la autonomía del hombre en nombre de la utilidad. El imperio comercial inglés y su sistema de gobierno dan rienda suelta al egoísmo de los intereses parciales, al cálculo, al incremento de la corrupción moral, a la esclavitud, y a la enajenación de la sobe ranía. Considérese el siguiente pasaje de Du contrat social ou Principes du droit politique [Del contrato social o principios del derecho político] [1762]:

El pueblo inglés cree ser libre, se equivoca; no lo es sino en la elección de los miembros del Parlamento: no bien estos son elegi dos, es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella bien merece que la pierda (2005: 150).

La libertad, aquello que fantasea poseer el pueblo inglés, es lo más alto, es lo humano de la humanidad: “renunciar a la libertad, es renunciar a la calidad de hombres, a los derechos de humanidad e, incluso, a los deberes” (48). La mera existencia de leyes no es suficiente, como tampoco lo es la mera obediencia. Leyes ilegítimas equivalen para el ginebrino a actos de fuerza y la obediencia ciega no es distinta que la esclavitud. Como es conocido, tal es así que Rousseau considera que únicamente: “la obediencia a la ley que uno se ha prescripto es libertad” (60).

La libertad no parece ya un producto de la virtud, sino que ocupa propiamente el lugar de la virtud. Siendo los hombres libres por naturaleza, y habiéndolos alejado su perfectibilidad de su naturaleza, la potencialidad de poner en marcha institucionalmente la facultad de elegir es lo que posibilitaría un pueblo de hombres virtuosos y legitimaría la existencia y la dependencia mutua dentro de una voluntad general, permitiéndosele al individuo escoger, paradójicamente, sus propias y pesadas cadenas. Esta inmanente voluntad general, capaz de superar las ilegítimas pretensiones de las volunta des particulares y en condiciones de absorber al derecho natural, será para Rousseau la única posible fuente legítima de toda ley positiva.

Conclusiones

Para Rousseau, la virtud es una pasión, o más bien, el resultado de una pasión por la libertad. Para que esta libertad sea posible en sociedad es preciso que el individuo se someta a la soberana voluntad general, es nece sario un enorme esfuerzo. A su vez, la libertad que hace virtuoso al ciuda dano requiere el reconocimiento de la igualdad, que no es comprensible para quien ignora al hombre natural. La “verdadera filosofía” no es la de “esos hombres célebres que se inmortalizan en la república de las letras”, como el “ilustre” Montesquieu, sino aquella que presta su oído para escu char “la voz de su consciencia en el silencio de las pasiones” (2005: 247). Para conocer la ley natural es preciso que ella “hable inmediatamente por la voz de la naturaleza” (273). Previa a toda reflexión filosófica y al orden de la vida civil, la virtud natural es, por consiguiente, una pasión: “la pie dad” o compasión, “virtud tanto más universal y tanto más útil para el hombre” en lo que hace a la conservación de la especie (311; 313).

La compasión, en tanto virtud natural, es superior a toda virtud cívica. “Ella es la que en el estado de naturaleza reemplaza la ley” (313). Afirma ciones como esta, tal como lo destacó Leo Strauss (1992: 290), denotan, sin embargo, una paradoja que realza la insolubilidad del problema huma no en la obra de Rousseau: la tensión irreductible entre el individuo natu ral y la sociedad civil. En este mismo sentido, toda la fuerza de la voluntad general queda en suspenso cuando se plantea en Du contrat social la dificultad de que el pueblo se encuentre esclarecido respecto de su propio bien. Las diferentes soluciones que aparecerán en su obra (el Legislador, la religión civil, las costumbres) serán testimonios de este conflicto primario entre individuo y ciudad, hombre y Estado, que aquí no es posible desarrollar.

Este recorrido en torno al concepto de virtud en la obra de Montesquieu y de Rousseau permitió comprender preliminarmente los giros argumentativos que operan en sus obras y que los distancian del pensa miento clásico. Ambos autores comparten la idea moderna de que la vir tud es una pasión o que es intercambiable por una pasión, apartándose de las jerarquías típicas del pensamiento antiguo. Sin embargo, el primero dará a entender que la muerte de la virtud clásica no sólo implica que es irrecuperable sino innecesaria e incluso inconveniente, dando lugar a una ciencia del derecho político cuya tesis de fondo es que lo placentero es lo más alto para el hombre moderno. Rousseau, por su lado, hará una reivin dicación de la virtud antigua que, lejos de conducirnos hacia el racionalismo de la filosofía política clásica, identificará lo bueno con la pasión natural fundamental del hombre, la compasión, dejando planteada la superioridad de la virtud natural sobre la virtud civil, superioridad que nos enfrenta con la dificultad insuperable que suscita el conflicto inextirpable entre el individuo y la ciudad.

Bibliografía

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1 La situación inicial de lo político es considerada por Montesquieu un “Estado de guerra” entre dos (o más) deseos fundamentales en conflicto (Montesquieu 2007: 33-35).

2Cuando no se haga referencia a una edición traducida al castellano es porque la traducción me pertenece —como en este caso—.

3Esta diferencia sobre el subtipo de república al que pertenece, como “principio”, está ausente en la “Advertencia del autor” (2007: 21).

4Ver también la relación entre virtud natural y educación en la Carta XXIV (1992: 59-61).

5Ver Strauss (1947: 155-187).

6Algo similar podría decirse de la afirmación sobre que “las leyes deben mortificar el orgullo de dominio” (2007: 87): si son necesarias es a partir de la impotencia de la virtud.

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