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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata vol.25 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2020

 

ARTICULO

LOS VOTOS CUENTAN, LOS RECURSOS DECIDEN

Stein Rokkan1 

1Universidad de Bergen

Resumen

Los sistemas políticos modernos pueden analizarse en dos niveles diferentes: el de la ciudadanía de masas y el de los grupos de interés organizados que, al interior del sistema, controlan los recursos fundamentales. Existen extraordinarias variaciones en la forma de ponderar los votos de la ciudadanía en el proceso nacional de toma de decisiones. Pero por mucho que pesen las decisiones de las mayorías electorales, es difícil que se acuerde algo sin el consenso y la participación de los grupos organizados que controlan los recursos clave. Para comprender qué ocurre debemos analizar las secuencias de presiones y contrapresiones en estos dos canales decisorios: el electoral-territorial y el corporativo-funcional.

Palabras clave: votos; recursos; Estado; sistema político; grupos corpora

Los sistemas políticos modernos, sean monolíticos o bien mixtos y pluralistas, pueden analizarse en dos niveles diferentes: el de la ciudadanía de masas y el de los grupos de interés organizados que, al interior del siste ma, controlan los recursos fundamentales. En el nivel de las masas existe igualdad formal en el ámbito de electorados definidos sobre base territorial: en cada distrito electoral un voto vale tanto como otro y las decisiones se toman a través de alguna forma de agregación de preferencias igualmente ponderadas. En cambio, en el nivel de los grupos organizados no hay igual dad: ciertamente pueden existir disposiciones que establecen condiciones de paridad en las mesas o rondas de negociación, pero lo que cuenta en las tratativas entre los grupos corporativos es la capacidad de movilizar, de controlar y, sobre todo, de retirar los recursos que tienen relevancia directa para la supervivencia del sistema político territorial.

Los sistemas políticos varían en forma extraordinaria en los modos en que los votos de las masas de electores cuentan en el proceso nacional de toma de decisiones. Pero por mucho que puedan pesar las decisiones de las mayorías electorales, es difícil que se acuerde algo sin el consenso y la participación de los grupos organizados que controlan los recursos clave. Tomemos, por ejem plo, la situación inglesa en el invierno de 1974: Heath1 esperaba reforzar su propia posición en la disputa con los mineros atrayendo para sí a la mayoría del electorado. Pero, aunque hubiese vencido en la batalla electoral, no hu biera estado en grado de forzar a los mineros a aceptar sus condiciones: una clara mayoría electoral quizá le habría dado más autoridad para usar la fuerza contra los mineros, pero ninguna cantidad de soldados enviados a las minas hubiese sido suficiente para producir el carbón necesario y evitar el colapso de la economía británica. Los mineros no disponían de muchos votos, pero tenían un control monopólico sobre un recurso: el carbón. Mientras existían fuentes alternativas de energía más económicas, el carbón era un recurso débil; pero en tanto los árabes amenazaban la provisión de petróleo a Occi dente, se convertía en un recurso crucial para la economía inglesa. Los mine ros estaban así en grado de negociar eficazmente salarios más altos y mejores condiciones de trabajo.

Es claro que para comprender qué está ocurriendo en los sistemas políti cos modernos debemos analizar las secuencias de presiones y contrapresiones que se manifiestan en estos dos canales decisorios: el electoral-territorial y el corporativo-funcional. En ambos canales hay ritmos de actividades institucionalizadas: en el primero las fases cruciales son las elecciones y las sesiones parlamentarias, en el segundo son las rondas de negociaciones orga nizadas con diferente frecuencia entre los grupos de empleadores, las organi zaciones de productores, los sindicatos y los órganos administrativos del Es tado. Durante largos períodos las actividades de los dos canales pueden de sarrollarse en forma paralela y tener contacto solamente para el trámite de instituciones bien definidas. Sin embargo, en tiempos de crisis, los eventos relativos a los dos canales interactúan a alta velocidad: lo que sucede en un canal tiene consecuencias inmediatas en las actividades del otro.

Tomemos los sucesos que derivaron en el “NO” de los noruegos a adherir a la Comunidad Europea (CE). En Noruega, en el período de gran estabili dad entre 1945 y 1961, las decisiones políticas se tomaban gracias a un alto nivel de consenso sobre los principios fundamentales, y en ambos niveles de gobierno, entre los principales contendientes. El partido laborista controla ba la mayoría en el canal electoral pero, a nivel corporativo, sus aliados en contraban un límite en la necesidad de pactar con otros grupos que poseían los recursos del sistema: un circuito cuadrangular de negociaciones corpora tivas ligaba el aparato administrativo del Estado con los sindicatos, y a las organizaciones de empleadores con las asociaciones del sector primario de la economía2.

Este circuito de negociación había conservado un equilibro estable hasta fines de los años ‘60 y después se interrumpió: la cuestión del ingreso a la Comunidad Europea no podía afrontarse dentro de los canales corporativos existentes. Las organizaciones del sector primario de la economía, las asocia ciones de pescadores y de agricultores se sentían amenazados por las perspec tivas del ingreso a la CE y no podían aceptar las condiciones puestas por Bruselas. El circuito cuadrangular entraba en crisis y todo el sistema de negociación a nivel corporativo se encontraba en peligro.

En esta situación entró en funciones el otro nivel funcional, el electoral- plebiscitario: los dirigentes de los partidos se sintieron obligados a recurrir al veredicto popular. El problema de la adhesión a la CE no podía resolverse a través de la negociación corporativa: una de las partes la había vetado. Las alternativas eran la violencia abierta o recurrir al otro canal: la legitimación de las decisiones a través de un plebiscito con voto igual para cada ciudada no. El resultado fue una convulsión política de grandes dimensiones: la coa lición de sindicatos, empleadores y agencias gubernamentales fue derrotada en las urnas por un amplio frente de pescadores, agricultores, trabajadores de pequeñas industrias y grupos urbanos radicalizados. En términos estric tamente constitucionales este referéndum no era de aceptación obligatoria para el gobierno, pero los dirigentes del partido laborista cedieron inmedia tamente: no podían imponer el ingreso a la Comunidad Europea contra la mayoría del electorado: En el parlamento existía una clara mayoría a favor de Europa pero, en definitiva, no valió para nada: una vez que la estructura de base de la negociación corporativa se había quebrado, la cuestión sólo podía resolverse a través de un plebiscito3.

Estos sucesos en Noruega contrastan claramente con el proceso decisorio desatado en Dinamarca. El sistema danés se caracterizó por rasgos plebiscitarios más marcados que el noruego: la constitución ha tenido varias reformas des de 1834 a hoy y formalmente está previsto el referéndum de resultado vinculante. Sin embargo, en Dinamarca el circuito corporativo no se quebró sobre la cuestión europea porque las organizaciones del sector primario de la economía deseaban la adhesión tanto como los empresarios y los sindicatos. El resultado fue que en Dinamarca no existió una amplia movilización del electorado periférico: en contraste con el desenlace noruego, el porcentaje más alto de votos por el “NO” se registró en las áreas centrales del país, no en las periféricas. En Dinamarca la cuestión europea se resolvió en el nivel cor porativo del proceso decisorio: fue la alianza entre los titulares de los recursos sobre los cuales se decidía, mientras que las instituciones de la democracia numérica contaron apenas de modo marginal4.

El Estado industrial moderno está constantemente en tensión entre estos dos polos, el plebiscitario y el corporativo. No encontramos ningún caso de plebiscitarismo de tipo jacobino: por muy monolítico que sea el poder del Estado territorial no es posible eliminar todas las organizaciones intermedias entre las masas de ciudadanos y las agencias gubernamentales. En cambio, en grados variables, sí existen elementos plebiscitarios incluso en los sistemas más avanzados de negociación corporativa.

En un reciente ensayo Philippe Schmitter (1974) ha comparado los estilos de representación de los intereses en América Latina, Europa Mediterránea y Occidente y ha propuesto una serie de características para definir un modelo típico-ideal de corporativísimo. Estos son los atributos que lo identifican:

- una sola organización de interés por cada sector funcional de la economía o de la cultura.

adhesión obligatoria de todas las unidades activas del sector en cuestión, sean granjas, empresas, entes o personas.

en consecuencia, claras jerarquías de organizaciones, claras líneas de demarcación y sin competencia entre las organizaciones en ninguna forma de mercado en el que se pugne por la pertenencia.

normas precisas para el reconocimiento y la legitimación de tales organizaciones por parte del Estado territorial y, por último, concesiones específicas hechas a estas organizaciones en el tema del monopolio de la representación sectorial en los organismos deliberativos estatales a cambio de cierto control sobre la selección de los líderes de estas organizaciones.

Este corporativismo típico-ideal contrasta tajantemente con el modelo pluralista centrado sobre la movilización competitiva de los asociados a las organizaciones y sobre la representación múltiple y/o indirecta en los orga nismos deliberativos. La mayor parte de los sistemas occidentales con econo mía mixta se ubican en un punto intermedio entre estos dos extremos: gene ralmente las organizaciones del sector primario tienden hacia el corporativis- mo, mientras que las estructuras organizativas del secundario y del terciario tienden a ser más abiertas y competitivas. En esta área del conocimiento la investigación es todavía poco sistemática, pero hay evidencia de una tenden cia hacia el cierre de los mercados de pertenencia y la instauración de circui tos, claramente delimitados, de negociadores corporativos que controlan las principales unidades del sistema distributivo y productivo.

En el ámbito de estos circuitos compuestos por grupos corporativos la estrategia fundamental es, para decirlo en los términos de Albert Hirschman (1970), la amenaza de salirse: cada organización amenaza con retirar del sistema los aportes propios y provocar su parálisis. El problema crucial para cada organización es la credibilidad de la amenaza: ¿cuál es la eficacia de la movilización que se realiza atenta a este “retiro” y por cuánto tiempo se puede sostener un boicot sin que se produzcan defecciones en las pro pias filas? Esto vale tanto para las amenazas de retener bienes como los manejados por los agricultores y las organizaciones que controlan los recursos energéticos, y de suspender la prestación de trabajo o servicios como hacen los sindicatos y las asociaciones profesionales; y también para las estrategias de los empresarios de diferir inversiones e innovaciones tecnológicas.

Pero es claro que estos circuitos de negociación no pueden sobrevivir autónomamente: pueden existir dentro de territorios políticamente delimitados y dependen para su funcionamiento de instituciones que mantengan un nivel mínimo de orden y de certidumbre. El Estado territorial es al mismo tiempo un miembro del circuito de negociación y un órgano superior que ejercita el control sobre las decisiones tomadas en ese circuito: es un empleador y produce una variedad de bienes y servicios; como tal está inserto en la misma red de intereses y tratativas que envuelve a los demás actores, pero a la vez es la encarnación del orden legal del territorio y posee el monopolio del uso legítimo de la fuerza en caso de un conflicto violento en el sistema.

En este sentido, el Estado constituye el anillo crucial entre los dos niveles del sistema decisorio: el funcional y el territorial, el corporativo y el electoral. El Estado es un actor corporativo que, en el ámbito del circuito de las orga nizaciones que tienen el control de diferentes tipos de recursos, negocia para permitir el funcionamiento de un sistema de procesos interdependientes. Pero el Estado es también la fuente del orden legítimo y, al menos en prin cipio, el custodio de los derechos de todos los ciudadanos de su territorio, estén o no movilizados en grupos de interés.

El Estado difiere de todos los grupos organizados por su territorialidad y por la legitimidad que reclama más allá y por encima de todas las tratativas, que son de duración limitada. Lo que distingue al Estado industrial moder no es su pretensión de encarnar la solidaridad de la ciudadanía territorial: es el protector de todos los ciudadanos, cualquiera sea su posición en el circuito corporativo. Una empresa multinacional o un sindicato internacional se empeña en proteger a sus asociados o miembros, y quizá también a sus familiares más cercanos, pero a nadie más. En cambio, el Estado cuida a todos los que han nacido o se han naturalizado dentro de su ciudadanía territorial, sean útiles o no para el funcionamiento del sistema estatal.

El Estado reivindica el derecho de representar la solidaridad de la ciuda danía, de encarnar un sentido de identidad común. Que estas pretensiones tengan sustancia o sean puramente verbales es cuestión de recursos y de organización: ¿hasta qué punto el Estado puede extraer recursos para realizar la solidaridad territorial y hasta cuál el sistema político permite distribuir tales recursos a todos los sectores y todos los estratos de la población por muy débiles y periféricos que sean?

Es fácil ofrecer derechos y recompensas a los grupos organizados para realizar un eficaz control de los recursos fundamentales: en este modo, la burguesía, los sectores profesionales y los sindicatos más fuertes se aseguran su parte de derechos y recompensas. ¿Pero qué sucede con los sectores menos movilizados y que no controlan los recursos cruciales para el funcionamiento del sistema: niños, jóvenes, ancianos y las personas cultural o físicamente discapacitadas? Los niños, los estudiantes y los jubilados pueden amenazar con una huelga, pero no tienen el control de recursos clave y difícilmente pueden condicionar el funcionamiento general del sistema. Para estos gru pos débiles y marginales de la población territorial lo que cuenta es la fuerza del Estado y su capacidad de crear un sistema de solidaridad. Ellos no pue den presionar a través del canal corporativo valiéndose de amenazas creíbles de retener recursos cruciales para el sistema, pero por lo menos pueden ac tuar en el ámbito del canal electoral-territorial. Quizá no todos dispongan del derecho a voto, pero pueden estimular la responsabilidad moral de los que tienen derechos políticos y pueden influir sobre el futuro de los partidos que compiten por el apoyo político de la ciudadanía.

Sin embargo, por más receptivos que sean los partidos y el Estado a las demandas de los grupos periféricos y marginales, poco puede hacerse única mente a través del canal electoral-territorial: para encontrar la fuerza necesa ria para estas nuevas tareas, el Estado debe acordar con los que controlan los recursos en los sistemas corporativos de producción y de distribución.

El Estado no puede funcionar sin ciertos recursos y por ello debe tejer alianzas y encarar tratativas para asegurar una base económica estable para su personal y sus servicios. Históricamente el Estado ha basado su fuerza sobre el control militar del territorio: en la práctica, establecía un canon por el uso del territorio bajo la forma de impuestos y pretendía el pago de aranceles aduaneros en las transacciones con el exterior. En pocas palabras, el Estado es esencialmente un ente de gestión de la propiedad de la tierra. Pero los recur sos de su territorio no pueden movilizarse eficazmente sin la tecnología y sin la posibilidad de acceder a los mercados.

En Occidente, el Estado ha fundado su fortaleza sobre alianzas estrechas con los grupos organizados que controlaban el comercio de larga distancia, el crédito y, más tarde, el desarrollo de las principales tecnologías: ayer las corporaciones de la burguesía, hoy las empresas multinacionales5. Desarro llos similares se han registrado en este siglo en el Tercer Mundo: en la mayor parte de los casos de grandes recursos territoriales se desarrollaron a través de alianzas entre elites políticas consolidadas y las organizaciones del capitalis mo y de la tecnología occidental. Estas alianzas, sin embargo, están destina das a resultar inestables. Así se ha visto con la crisis del petróleo en el otoño de 1973: los países de la OPEP adquirieron un mayor dominio de la tecno logía petrolera y están también convirtiéndose en expertos en el manejo de los mercados de sus productos. Existen indicios de que los países que contro lan otros recursos fundamentales intentarán afirmaciones similares de auto nomía territorial. Este hecho tenderá a reducirla la fuerza de las empresas multinacionales y a promover tratativas bilaterales y multilaterales entre go biernos territoriales. Todo esto tiene el efecto de acelerar la tendencia de las economías occidentales a la nacionalización y la territorialización, hecho que, a su vez, está destinado a alterar la relación de fuerzas entre los componentes corporativo-funcionales y electorales-plebiscitarios de nuestros sistemas po líticos.

Trataré de precisar mejor estos puntos. Mi interpretación de la actual crisis del proceso de unificación europea es que cada país está bloqueado por su responsabilidad primaria de defensa de las propias periferias: fueron mo vilizadas, adquirieron derechos y ahora pueden armar y derribar gobiernos actuando en el nivel electoral. Para proteger estas periferias, los gobiernos nacionales deben mantener bajo control el sistema fiscal, la transferencia de riqueza, los flujos monetarios y crediticios: me parece que esto explica bien las extraordinarias dificultades presentes en los problemas de la unificación monetaria y de la política regional. El argumento decisivo contra la unifica ción monetaria ha sido que habría reducido la capacidad de los gobiernos nacionales de amparar a las desigualdades internas del propio territorio. En cuanto al desarrollo de una política regional europea, la dificultad funda mental deriva del hecho que los territorios difieren tanto en la estructura de sus desigualdades que resulta imposible crear cualquier sentido de solidari dad común y alcanzar el consenso sobre transferencias de riqueza, incluso mínimas.

Todas estas dificultades reflejan la misma dialéctica de fondo entre funcionalidad y territorialidad. Pueden desarrollarse estructuras de negocia ción corporativa más allá de las fronteras y alcanzar cierto nivel de unifica ción estrictamente económica. Pero los territorios son algo más que simples arenas para las transacciones económicas: el Estado nacional ha creado soli daridad y sentido de identidad y el Estado asistencial ha dado expresión concreta a este sentido de comunidad garantizando derechos sociales y eco nómicos, salarios mínimos, jubilaciones y subsidios. Estos derechos y pre rrogativas fueron legitimadas a través del canal electoral de gobierno: los débiles, los marginales y los periféricos pueden tener poco peso en el canal corporativo, pero poseen el voto y los partidos políticos compiten entre sí para atraerlo.

En breve, el canal electoral-plebiscitario ayuda a “nacionalizar” la ciuda danía y a acentuar el sentido de identidad territorial. Esto fija límites preci sos a cualquier esfuerzo de internacionalización, de europeización: no es di fícil desarrollar una amplia cooperación a nivel de los organismos corporati vos, pero una vez que grandes masas de población son movilizadas a través del canal electoral-plebiscitario, construir una verdadera comunidad de con fianza recíproca entre sistemas diferentes se convierte en algo muy arduo. Esto no quiere decir que la nacionalización de la ciudadanía implícita en el Estado asistencial aumente los sentimientos xenófobos o la distancia respec to de los otros: significa solamente que desde el momento en que la pobla ción ha alcanzado un cierto mínimo nivel de confianza en la eficacia y en la justicia del gobierno territorial es improbable que favorezca una transferen cia de autoridad sustancial de este organismo a entidades situadas más allá del control electoral directo.

Trataré de ilustrar esta tensión entre territorialidad y funcionalidad me diante un análisis de los sucesos registrados en mi país después del “NO” a Europa. El voto de la mayoría contra Europa fue un “SÍ” a la territorialidad: de hecho, la preocupación dominante que movilizó al “NO” era la salva guardia de los derechos exclusivos de la pesca costera y la defensa de las reivindicaciones territoriales sobre el fondo marino, rico en petróleo. En los años siguientes al “NO”, esta tensión territorio-tecnología se acentuó hasta determinar una política nacional en el tema del petróleo: el Estado noruego fue capaz de fijarle a las multinacionales condiciones más duras que aquellas establecidas por los socios de la OPEP Por supuesto, una política tan dura era posible únicamente en un país con un alto potencial tecnológico; los astilleros noruegos se orientaron rápidamente hacia la construcción de plata formas petrolíferas y los armadores noruegos invirtieron mucho, tanto en plantas de extracción de petróleo como en buques y bases de apoyo. Pero el elemento fundamental fue el consenso nacional sobre la legitimidad de la reivindicación estatal de derechos prioritarios sobre todos los recursos pre sentes en el fondo oceánico: un proceso marcado de territorialización de la política noruega movió la aguja de la balanza en la negociación con las mul tinacionales.

Esta polaridad territorio-tecnología emerge todavía más claramente en el conflicto relativo a la plataforma marina septentrional, las vastas distancias marinas entre Noruega y el Polo Norte. El gran archipiélago de las Islas Svalbard, situado en el centro de esa zona, era terra comunis antes del Tratado de Spitsbergen del 9 de febrero de 1920. Este tratado puso a las islas bajo la soberanía noruega, pero concedió a todas las partes firmantes igual derecho de acceso a los fines de exploración y explotación de los recursos naturales (véase Sollie 1974). Esta situación jurídica hace de esta área de fondo marino un caso ejemplar en el conflicto entre territorialidad y funcionalidad tecno lógica: ¿cómo puede el Estado noruego establecer un control legítimo sobre las empresas multinacionales que, según el tratado, reivindican los derechos de exploración y de extracción? Este conflicto legal está destinado a conver tirse en algo más problemático dada la situación geopolítica de la zona: una vasta área vacía entre los sistemas defensivos de las dos superpotencias. Es interesante notar que la política noruega más probable será la de oponer la territorialidad del mundo oriental a la funcionalidad tecnológica del mundo occidental: la Unión Soviética, de hecho, está directamente interesada a mantener a las multinacionales fuera del fondo marítimo polar y prefiere por este motivo el control por parte del Estado noruego.

Paradójicamente, esta reafirmación de la territorialidad parece suscepti ble de dañar la economía noruega en el otro extremo del continuum, la nacio nalización por parte de los árabes de la industria petrolera es ahora una amenaza para la marina mercante noruega. La enorme flota noruega de bu ques petroleros es un típico resultado de la eficiencia funcional: creció hasta las dimensiones actuales gracias a la norma internacional de mar abierto. La territorialización del mar marca el fin de la era de la economía mundial proclamada por Hugo Grocio: es una amenaza al nomadismo de la marina noruega tanto como la drástica política de concesiones practicadas por el Estado noruego lo es para las empresas petroleras.

En conclusión, la dialéctica entre funcionalidad y territorialidad es evi dente tanto en el nivel del sistema internacional como en el nivel nacional. La gran paradoja de nuestra época es que los desarrollos tecnológicos han hecho más fáciles la superación de las fronteras, mientras que la evolución política ha tendido a reforzarlas y a ligar las poblaciones a los propios territo rios. En todos los niveles vemos tensiones entre estos dos tipos de fuerzas: basta pensar en el conflicto entre solidaridad de clase e identidad local en la vida política de los pueblos y de las ciudades, en la oposición entre empresas y sindicatos sobre la política migratoria, en las prolongadas pujas entre mul tinacionales y órganos gubernamentales tanto en el plano interno como in ternacional. La extensión de los derechos políticos y la afirmación del siste ma de previsión social han ligado a los individuos más estrechamente a su sistema nacional justo en el momento en que las tecnologías destinadas a superar las fronteras tradicionales alcanzaron su punto máximo.

Estamos viviendo una experiencia de reforzamiento de la territorialidad justo en la época de la autopista y del avión a reacción, de la televisión y de los satélites para las comunicaciones. Esta singular secuencia de cambios plantea problemas de relevancia para la vida política práctica, pero también constituye un gran desafío para los científicos sociales. Bajo la presión de esos desarrollos acelerados, muchos postulados consolidados de las ciencias socia les entran en crisis: lo atestigua la extraordinaria confusión de los economis tas de cara a la crisis energética. Las ciencias sociales han tenido la tendencia a crecer dentro de áreas culturales y económicas limitadas; han construido sus modelos y sus métodos sobre la base de temas válidos únicamente dentro de fronteras bien definidas: las del mundo occidental, de la economía de mercado, de la economía monopólica. Es esencial que en los próximos años se avance hacia una ciencia social global: que se recolecten datos y se desarro llen instrumentos conceptuales útiles para una mejor comprensión de la interacción a escala mundial de las fuerzas económicas, culturales y políticas que están cambiando nuestra vida y que condicionan nuestras alternativas futuras.

Es posible que, en términos de Weltegeschichté6, las transformaciones en curso en el equilibrio entre territorialidad y funcionalidad marquen el fin de una época. William Mc Neill, en su notable síntesis de la historia europea (Mc Neill 1974), identifica una línea directa de continuidad que va de la victoria sobre las poblaciones nómades de la estepa a la consolidación del Estado nacional europeo. Pero el triunfo de la agricultura sedentaria sobre el militarismo nómade había congelado únicamente las fronteras terrestres: los mares que no formaban parte de las aguas territoriales de España y Portugal fueron, sin embargo, abiertos por la presión de nuevas tecnologías de trans porte y de guerra marítimas (véase sobre todo Verzijl 1971 y Gotmann

1973). ¿El desarrollo de nuevas tecnologías para la extracción de riquezas del

océano y del fondo del mar podrá producir un ulterior cambio en la estruc tura geopolítica del mundo y dar lugar a la territorialización de los océanos y

a la nacionalización de las economías?

Bibliografía

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1 N. del T.: Edward Heath (1916-2005), político y parlamentario del partido conserva dor; primer ministro del Reino Unido entre 1970 y 1974.

2He desarrollado por primera vez este modelo a dos niveles del sistema político noruego en Rokkan (1966).

3N. del T.: El referéndum se celebró el 25 de septiembre de 1972. El “NO” obtuvo el 53,5 por ciento de los votos y la participación alcanzó el 79 % del electorado. Tras este resultado, renunció el gobierno liderado por el primer ministro laboristaTrygve Bratteli y asumió un gabinete centrista a cargo del democristiano Lars Korvald.

4N. del T.: Los daneses votaron el 2 de octubre de 1972. A favor de la adhesión se manifestó el 63,3 % de los votantes y la participación llegó al 90,1 por ciento de los electores registrados.

5Para un modelo de esta simbiosis de “territorio y tecnología” en Europa, véase Rokkan (1973). Para un desarrollo ulterior del mismo modelo, consultar Rokkan (1974 y 1975).

6N. del T: En alemán en el original. Weltegeschichte. historia universal.

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