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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.25 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Oct. 2020

 

Artículo

EMPATE HEGEMÓNICO, DIVERSIFICACIÓN E INFLUENCIA DE LAS ELITES ECONÓMICAS

Marcos Novaro

Resumen

Este trabajo analiza la literatura sociológica sobre el papel de los grandes empresarios en las crisis económicas y políticas argentinas, referida inicialmente al período posperonista y hasta los años setenta del siglo pasado, pero cuyas visiones y conclusiones posteriormente se han extendido, aplicándose a otros períodos y situaciones de crisis. Identifica en esta literatura dos tesis, la de la “diversificación inhibitoria” que explicaría el privilegio del capital líquido y lo vincula con problemas recurrentes para incrementar la productividad, particularmente en la industria; y la del “empate hegemónico”, que postula la supuesta irresolución del conflicto entre dos bloques sociales, uno tradicional u oligárquico, organizado en torno a la vieja clase dominante de base agropecuaria, y uno moderno, organizado en torno a los industriales mercadointernistas, los sindicatos y el peronismo. El artículo somete a crítica ambas tesis y pone el acento en la dificultad para identificar actores colectivos empresarios, sus estrategias y objetivos, en el período considerado, en particular para la elite de negocios doméstica; ofreciendo explicaciones alternativas a las de las mencionadas tesis sobre el rol empresario tanto en los ciclos de inestabilidad económica como en las crisis políticas. Concluye con una discusión sobre los cambios observados al respecto desde la transición democrática y las ventajas de reemplazar los análisis sobre la relación entre empresarios y gobiernos fundados en teorías de la dominación social y la hegemonía por un enfoque pluralista de la cuestión.

Palabras clave: hegemonía; diversificación económica; elite empresaria; crisis de dominación; pluralismo

Abstract

This paper analyzes the sociological literature on the role of the big businessmen in Argentine economic and political crises, initially referred to the post-Peronist period, until the seventies of the last century, but whose visions and conclusions have subsequently been extended, applying to other periods and crises. It identifies in this literature two theses: that of the “inhibitory diversification”, that would explain the privilege of liquid capital and links it with recurring problems to increase productivity, particularly in industry, and that of the “hegemonic tie”, which postulates the alleged irresolution of the conflict between two social blocs, a traditional or oligarchic one, organized around the old dominant agricultural-based class, and a modern one, organized around the industrialist market, trade unions and Peronism. The article criticizes both theses and emphasizes the difficulty in identifying collective business actors, their strategies and objectives, in the period considered, and in particular for the domestic business elite, offering alternative explanations to those of the mentioned theses on the entrepreneurial role both in cycles of economic instability and in political crises. It concludes with a discussion about the changes observed in this regard since the democratic transition and the advantages of replacing the analyzes on the relationship between businessmen and governments based on theories of social domination and hegemony with a pluralistic view of that issue.

Key words: hegemony; economic diversification; business elite; crisis of domination; pluralism

I. Planteo del problema

¿Por qué nuestras elites económicas no parecen haber contribuido, al menos en las últimas décadas, o tal vez en el último siglo, en la medida necesaria, deseable o posible al desarrollo de nuestro país, y sí parecen haberlo hecho en cambio a la inestabilidad crónica y las recurrentes crisis asociadas? Es este un interrogante que atraviesa la producción local de sociología económica y política, la reciente y la no tan reciente. Proponemos aquí revisar la forma en que esta tendió a encarar esa cuestión, con la ventaja que dan el paso de los años y la acumulación de comentarios que ya ha merecido y los aportes recientes de la historia económica y política.

Las razones que brindó esa literatura sobre el “rol problemático” de las elites económicas son diversas, aunque convergentes. Podemos sintetizarlas en dos argumentos centrales, ampliamente compartidos. En primer lugar, debido a los comportamientos especulativos de corto plazo que esas elites habrían adoptado desde sus orígenes, y que se habrían intensificado con el paso del tiempo, habrían “integrado demasiado” (por diversificación de inversiones) sus distintas esferas de actividad, lo que habría provocado que sus miembros no se diferenciaran por sector de actividad ni desarrollaran un auténtico y sostenido espíritu productivo, y tampoco se comprometieran con políticas públicas de largo aliento, sino más bien que conspiraran contra ellas, afectando en particular el desarrollo del sector industrial. Así fue que acumularon rentas, sin desarrollar la economía, perjudicando su desempeño global y el del Estado. En segundo lugar, a partir de la expansión que igual se dio en la industria desde los años ‘30 del siglo pasado, se habrían dividido en torno a un crónico desacuerdo sobre qué tipo de industria desarrollar, contribuyendo así a que en la arena política se produjera una también crónica inestabilidad, acorde al circunstancial predominio de dos “bloques de poder” en pugna. Y dado este “empate”, ambos polos habrían buscado hacer un uso intenso e inmediato del Estado en su beneficio, convirtiendo de forma automática su poder estructural o económico en influencia, e impidiendo así que el sector público ganara autonomía y desarrollara políticas atentas a intereses más generales que los suyos inmediatos, y más sostenibles. En estas explicaciones la traducción del “poder estructural”, esto es, la capacidad de los empresarios, a través de decisiones individuales agregadas espontánea u organizadamente (cambios de cartera de inversión, fijación de precios, aumento o disminución de la producción, contratación o despido de empleados, etc.) de producir efectos generales sensibles y más o menos inmediatos en el funcionamiento de la economía, en “influencia”, es decir, la capacidad individual o grupal de plantear demandas y preferencias, condicionando la toma de decisiones de otros actores, sobre todo del sector público, en general tiende a darse por supuesta, sin que se encare un análisis detenido y específico de los procesos a través de los cuales cada una de esas capacidades se ejerció y ejerce, ni de las conexiones efectivas entre ellas. Ese es el primer rasgo de la literatura bajo análisis que nos interesa someter a crítica, y que justifica una revisión de sus habituales conclusiones, pues existe abundante evidencia para dudar de que dicha traducción automática haya existido alguna vez.

Obviamente siempre existen conexiones entre poder estructural e influencia, que varían según los lugares, sectores y momentos que se consideren. Aunque difícilmente puedan encontrarse relaciones sencillas y mecánicas entre ambos -al respecto se puede consultar Schneider (2005 y 2010) sobre los países de América Latina y, más en general, los trabajos clásicos de Schumpeter (1946) y Wright Mills (1959)-. Como sea, se ha tendido a establecer como premisa que en nuestro caso esas conexiones han sido más directas e inmediatas que en otros. Y que la influencia de los grandes capitalistas habría sido, en consecuencia, un fiel reflejo de su poder económico o estructural, fruto del predominio de conductas especulativas y de la alta colonización del sector público.

Aquí postularemos que sucede más bien lo contrario, y esto por una crónica dificultad de los actores empresarios para desarrollar su acción colectiva, sobre todo la agregada y política, decisiva para asegurar influencia efectiva y sostenida sobre la toma de decisiones y la gestión de gobierno.

Sobre esa base revisaremos las dos hipótesis tradicionales sobre la “disfuncionalidad” de nuestras elites económicas para el desarrollo del país. Lo que no supone ignorar los problemas concretos de “diversificación” y “empate”, sino intentar inscribirlos en un marco explicativo más preciso y consistente. Que además resuelva mejor las complejas relaciones entre ambos fenómenos: el primero nos habla de una elite “demasiado integrada”, mientras el segundo alude a una “tensión inconciliable” que la atraviesa. Desde la perspectiva que proponemos las bases empíricas de ambas caracterizaciones, en apariencia contradictorios, puede comprenderse de un modo más integral.

Señalemos también que la primera hipótesis alude a un problema económico, mientras que la segunda pone de relieve uno político-institucional. Y, con todo, parece fácil identificar vías a través de las que ambos factores se habrían alimentado entre sí: los comportamientos especulativos se suelen reforzar en contextos en que reina la inestabilidad; entre otros motivos, por falta de cohesión de las elites dirigentes, de autonomía del Estado y, consecuentemente, de capacidad para sostener políticas y reglas de juego a lo largo del tiempo. Y también parece fácil conectar estos déficits económicos e institucionales con otros de carácter político, cultural o ideológico: se suele afirmar, en este sentido, que la elite económica habría carecido de un “proyecto de país” que ofrecer al resto de la sociedad a partir de la década de 1930; y su desprecio por la política electoral, a la vez origen y resultado de la ausencia de un partido de derecha con votos, habría alentado el “recurso al poder militar” para defender sus intereses inmediatos y puntuales de las preferencias de los partidos que sí eran depositarios de esos votos. Y antes, durante y después del ciclo de intervencionismo militar, habría alentado también la búsqueda de soluciones ad hoc colusivas y prebendarias. Así, lo que no conseguían por la vía pública y legítima del consenso en torno a políticas económicas, los miembros de la elite empresaria se habrían acostumbrado a lograrlo intercambiando favores opacos y particularistas con los gobiernos, y volteándolos.

Estas explicaciones, sin embargo, corren el riesgo de tomar efectos por causas: ¿fueron las elites empresarias actores determinantes en esos procesos y fenómenos?, ¿o sus comportamientos al respecto corresponde considerarlos más bien resultado de factores previos y más determinantes? Por caso, pueden considerarse las prácticas especulativas antes que como causa de la inestabilidad, tanto económica (alta inflación y cambio de reglas), como política (cambios de régimen y de políticas), como efecto o reacción ante una persistentemente frágil gobernabilidad. Y la tendencia a la fragmentación y sectorización de la representación empresaria, atribuirse a una también persistente conflictividad política que penetró en los actores económicos.

Algunos de los argumentos comentados se basan, además, en una apenas disimulada incomprensión de esa diferencia, y más en general, de las complejidades de la representación política y de intereses. De cómo funcionan las sociedades pluralistas (¿en qué país los empresarios sacrifican ganancias por el bien de la nación?), y lo que es aún más importante para nuestro tema, de la más elemental división del trabajo entre distintas elites y de ellas con el Estado (¿dónde se ha visto que el gran capital por sí mismo cree condiciones para la estabilidad, o sea capaz de promover un “proyecto nacional”?). Por último, se suele incurrir en inconsistencias apenas disimuladas: de un lado se objeta la supuesta traducción automática del poder económico en influencia, del otro, que no se habría usado esa influencia para imponer un “proyecto”; entonces ¿el problema habría residido en una influencia “excesiva” o “limitada”?

Estos problemas resultan más comprensibles si tomamos nota del dato más peculiar y persistente de las relaciones público-privadas en el país: la crónica debilidad de la acción colectiva empresaria y de sus mediaciones organizadas, incluso las de su cúpula más concentrada, sobre todo a nivel agregado y político. Mientras que a nivel gremial, es decir, en la organización corporativa de intereses sectoriales y en los mecanismos de negociación para satisfacerlos, las elites económicas sí han sido capaces de hacer pesar regularmente sus demandas, no lo habrían logrado en igual medida “como clase” y para la toma de decisiones generales sobre la economía.

A una mirada más atenta surge que el escaso desarrollo de la acción colectiva y las representaciones políticas del gran empresariado debió verse al menos en parte influido, además de por la falta de disposición del sector público a promoverlas, la escasa inversión que los propios capitalistas hicieron en ese sentido, y la persistencia del control personal y familiar sobre sus compañías, con la consecuente personalización del poder económico y la influencia a él asociados, por el contexto de inestabilidad mencionado. Al estimular la búsqueda de rentabilidades a través de precios, es decir, de acciones de corto plazo, se alimentó la desconfianza entre los dueños del capital, y entre ellos y el Estado, bloqueando posibilidades de cooperación, sobre todo a mediano o largo plazo, públicas e institucionalizadas.

De todo esto resultó, en suma, una crónica fragmentación y serias dificultades para crear y sostener organizaciones sólidas, y por tanto muy frecuentes desajustes entre tres niveles de interacción público-privada: la negociación de intereses puntuales, los acuerdos corporativos de tipo gremial, y el compromiso más amplio con políticas públicas. De nuevo, fuente de tensiones entre el poder estructural y la influencia.

Para ilustrar el problema baste considerar que en el país existen hoy en día unas 910 organizaciones empresarias registradas, con un promedio de alrededor de 100 miembros cada una, aunque no son pocas las que tienen menos de una decena. Y las superposiciones entre las gremiales son muy frecuentes, a veces hasta graciosas: existen dos cámaras de gas licuado, más una de distribuidores de gas comprimido y otra de gas en general; de la industria cárnica hay 6 representaciones, igual que de bebidas sin alcohol, incluyendo una específica de fabricantes de Coca Cola; el sector farmacéutico ostenta el récord de 9 asociaciones, y le pisan los talones el metalúrgico y el de construcciones navales, con 8 cada uno (Camarco 2015).

Este rasgo se ha ido agravando por la inestabilidad reinante. Y es aún más profundo en las asociaciones de carácter político, que además han sido en general más efímeras y aún más débiles: en nuestro país no llegó a conformarse nada equivalente a la COPARMEX o el CMHN de México, ni a la SOFOFA o la Confederación de la Producción y el Comercio de Chile. Intentos de crear entidades abarcativas semejantes ha habido muchos (CACIP, AAPIC y CAPIC antes del peronismo, CGE durante su etapa de oro, ACIEL, APEGE y CEA después de su caída, a las que se sumaron otras con el paso de los años) pero ninguno prosperó ni perduró en el tiempo. Y sólo en ocasiones muy especiales en que la mencionada inestabilidad condujo de un modo u otro a graves amenazas contra todo el campo empresario, o la presión sindical exigió respuestas coordinadas de los empleadores, esa dispersión tendió a moderarse, con efectos de todos modos circunstanciales. En años recientes ha habido algunas novedades: se formó la Asociación Empresaria Argentina (AEA), que logró algo más de gravitación que su predecesor, el Consejo Empresario Argentino (CEA); y junto a IDEA, ACDE y otras entidades de cúpula impulsó la creación del Foro de Convergencia Empresaria, que sorprendentemente llegó a reunir en 2014 a más de medio centenar de entidades patronales de todos los sectores de actividad. AEA y el FCE, sin embargo, lucen muy precarios comparados con sus pares mexicanos, los mencionados CMHN y COPARMEX, o las chilenas SOFOFA Y CPC, y aún tienen que demostrar que son capaces de perdurar.

Dado este panorama, llama aún más la atención que en los análisis sobre el comportamiento de nuestra elite económica exista una casi constante subestimación de sus problemas de acción colectiva. Antes bien, en muchos de los estudios que más influencia han ejercido en nuestra forma de entender el tema, la cuestión de la organización empresaria ocupa un lugar muy secundario o está lisa y llanamente ausente. Este es el primer aspecto a considerar en la revisión que proponemos de dicha literatura: ¿a qué se debió esta falencia, y qué consecuencias tuvo?

Nuestra hipótesis es que la premisa predominante al respecto en la reflexión académica, justificada por algunos argumentos ya mencionados (el de la colonización del Estado y, por sobre todo, el de la predominancia de las conductas especulativas), ha sido subestimar el problema organizativo. Al destacar que el rasgo determinante de las conductas empresarias no habría sido la fragmentación entre sus partes, sino al contrario, una suerte de “coordinación espontánea” de sus miembros y un “exceso de integración” entre los sectores, que habrían determinado no fuera en verdad necesaria mayor organización.

Esta presunción se vincula con la primer tesis arriba aludida, según la cual la interconexión entre intereses agropecuarios, comerciales, financieros e industriales, gestada bien al comienzo de nuestra historia económica, estimulada en gran medida por la búsqueda de rentabilidades de corto plazo, y perfeccionada a lo largo de sucesivas etapas evolutivas, habría gestado una elite diversificada, híbrida, y consecuentes relaciones muy íntimas entre esas distintas actividades, y entre las voces que las representaron. Lo que habría bloqueado no solo los esfuerzos por invertir esfuerzos en más sólidas organizaciones de cada sector y del conjunto, innecesarias y hasta inconvenientes desde la perspectiva de esa elite, sino los dirigidos a conformar un polo empresario moderno, con eje en la industria y alianzas firmes con otros actores dinámicos de la economía, la sociedad y la política, que cortara sus ataduras con las pautas de acumulación original, más primitivas y rentísticas, menos productivas e innovadoras por estar asociadas al latifundismo y la exportación de bienes primarios. Y que, aliado a esos otros actores dinámicos y modernos de la sociedad, fuera capaz de empujar en forma sostenida la industrialización del país.

Denominaremos al conjunto de estos argumentos hipótesis de la hibridación o diversificación inhibidora. Sus más fieles expresiones, aplicadas a análisis de largo aliento, pueden encontrarse en Dorfman (1942), Ferrer (1964), Di Tella y Zymelman (1967) y Sábato (1988), en tanto que su aplicación a las últimas décadas del siglo pasado tiene sus exponentes más destacados en Portantiero (1973), O’Donnell (1977), Nochteff (1994) y Schvarzer (1996, 2001). La hipótesis en cuestión brinda una aparentemente sólida cadena causal a la explicación arriba mencionada sobre los efectos de las limitaciones políticas del empresariado local, inscribiendo en ella como una cuestión colateral el carácter apenas sectorial y frecuentemente episódico de su acción colectiva (explicada particularmente por Sábato por su “irrelevancia”), y destaca más bien las fortalezas y continuidades en ella: esta elite no habría estado interesada en impulsar la modernización económica, ni a convivir productiva y establemente con el juego democrático, ya que sus sectores modernos (pertenecientes a la industria, vista en estos análisis como la única capaz de incorporar avances tecnológicos y generar por tanto ganancias de productividad, empleo y niveles incrementales de integración e igualdad social), siguieron subordinados a los componentes más tradicionales, los agropecuarios. Con lo que, simultáneamente, se habría tanto limitado la inversión y la expansión del salario, como obstaculizado la cooperación con proyectos democráticos de desarrollo impulsados desde los partidos políticos. A resultas de ese “exceso de integración”, además, los actores industriales más dinámicos solo esporádicamente se habrían independizado como poder corporativo y político, adquiriendo voz propia y una perspectiva “auténticamente industrialista” (esos “momentos de autonomía” suelen identificarse con el primer peronismo, los tempranos años setenta y, más recientemente, con lo sucedido en la década de los 2000).

Investigaciones más exhaustivas han puesto en duda, sin embargo, el supuesto de que los sectores más concentrados dentro de la industria, la producción agropecuaria y el resto de las actividades hayan estado más integrados en nuestro caso que en otros en los inicios del proceso de industrialización (López 2006 y 2008; y una revisión histórica de la cuestión, en debate con las tesis de Sábato, en Hora (2014 y 2018)). También se relativiza el supuesto de que este proceso arrancó tarde y el latifundio o los bajos salarios demoraron avances de productividad en la economía en general, y en el agro o en la industria en particular. O que haya sido también tardía e inestable la protección arancelaria. Mercados abiertos como los que rigieron hasta 1930 fueron compatibles con un importante y temprano desarrollo industrial. Que, si luego no pudo madurar y hacer “despegar” una economía más diversificada, según la expectativa alentada por las teorías de las fases del desarrollo, no fue por las razones recién aludidas sino por motivos más complejos de gobierno de la economía (Cortés Conde 1965, 2005; Rocchi 1996, Gerchunoff y Llach 1998).

Aunque aquí nos interesa discutir no tanto ese proceso económico y su evaluación, como el hecho de que haya sido por la integración de actividades diversas que la elite empresaria fue incapaz de organizarse o promover un interés industrial diferenciado del de sus sectores “tradicionales” o “rentísticos”. Postularemos que bien puede verse el problema del modo inverso: que fue por la dificultad para coordinarse y cooperar entre distintas fracciones de la elite, es decir, de nuevo, por la fragmentación de su representación y la inestabilidad general, más que por la falta de autonomía entre sus fracciones, que se gestaron los problemas más graves para una eficaz representación de sus intereses. Y se complicó así una interacción con los gobiernos que fomentara políticas beneficiosas para la mayor porción posible de sus integrantes en forma sostenida. Lo que se agravó porque, salvo excepciones (dos de ellas, aunque parciales, y de resultados no muy exitosos, las del primer peronismo y la del menemismo), los gobiernos no estuvieron interesados en promover esa coordinación entre sectores empresarios. En gran medida por sus propios problemas de legitimidad y su tendencia a tratar de repararlos dividiendo a los grupos de interés y conquistando para sí la mayor autonomía posible frente a ellos; en vez de articular y enraizar su autoridad en actores sociales agregados, en particular en el caso de los dueños del capital.

Este argumento se contrastará también con la otra tesis clásica sobre el rol de estos, y que ya mencionamos, según la cual la fragmentación se explicaría por una persistente “crisis hegemónica”. Según esta idea, a la que denominaremos aquí hipótesis del empate catastrófico, las clases dominantes tradicionales dejaron de serlo al agotarse el modelo agroexportador, y los actores más modernos del capital no lograron conformar una nueva hegemonía en su reemplazo, en parte, de nuevo, por su compenetración con aquél. A resultas de lo cual se habría establecido un “empate” entre distintas fracciones empresarias, sucesivamente aliadas o en pugna entre sí y con otros grupos de interés y con distintos actores políticos.

Esta interpretación, que fue formulada por primera vez en los años sesenta y setenta (véanse Di Tella 1968, O’Donnell 1977, Portantiero 1977) todavía hoy gravita fuertemente en los análisis sociológicos y politológicos en la materia. Y el problema con ella es que tiende a sobrevalorar la función de la hegemonía, la predominancia sostenida de un sector o “bloque social y político” sobre los demás (en los términos de las teorías de Antonio Gramsci y Nicos Poulantzas). Y pasa por alto las razones por las que el equilibrio relativo descrito, que en muchos otros países en proceso de desarrollo y democratización fue una condición si no suficiente al menos necesaria de la consolidación de sus sistemas pluralistas, es decir, de un equilibrio cooperativo entre distintos actores sociales y políticos en el marco de estables reglas de juego de competencia e integración, en el nuestro tuvo el efecto más bien contrario de horadar el desarrollo económico e institucional que hasta allí tal sistema había alcanzado.

¿Por qué la “falta de hegemonía” mencionada alimentó la lógica predatoria y especulativa en los actores sectoriales, y el particularismo y el prebendarismo en el Estado, y no una solución pluralista cooperativa e integradora? No pretenderemos revisar toda la historia argentina para resolver esta cuestión. Tan solo repensar el papel del gran empresariado en ella y preguntarnos si no justifica un análisis más atento de los aspectos institucionales del problema, que ponga de manifiesto la escasa y episódica influencia que estos actores ejercieron, pese a su amplio poder estructural. Desajuste que habría realimentado el particularismo y la inestabilidad de las políticas públicas para ellos relevantes, y contribuido así a la reproducción de las crisis económicas y político-institucionales en el país.

II. Desarrollo: las explicaciones clásicas sobre el rol de terratenientes e industriales

Pasemos entonces a considerar con más detalle las ideas básicas que han primado, y siguen primando, en la literatura sobre el rol de las elites económicas argentinas, y fundan las tesis sometidas a revisión sobre su carácter problemático para el desarrollo del país, la hipótesis de la diversificación inhibidora y la del empate catastrófico.

a. “Debilidad de origen” de la industria

Ante todo, ambas coinciden en identificar un problema fundamental: la supuesta debilidad relativa, por falta de autonomía, cohesión y coherencia en la defensa de sus intereses, del sector industrial argentino frente a los demás sectores del capital. Habría sido esa debilidad la que dificultó que los industriales contribuyeran en la medida necesaria a forjar y sostener una alianza social y política capaz de completar a su vez la industrialización, y también, colateralmente, de dar bases sólidas a la democracia (sobre la extendida expectativa puesta en que esos actores hicieran finalmente esta doble contribución, O’Donnell 1978: 3; y sobre la frustración igualmente extendida al respecto, O’Donnell 1982: 266 y ss.).

Hoy esta debilidad relativa suele considerarse un tópico indiscutible. Los estudios históricos más recientes tienden, sin embargo, a desmentirlo (Cortés Conde 1965, 1998; Rocchi 2006). Consecuentemente, intentaremos mostrar aquí que, si algo así puede decirse del sector industrial argentino en la actualidad, es más consecuencia de las políticas económicas y las recurrentes crisis del último medio siglo, que un dato previo y una causa de las mismas.

No fue casual que la reflexión en base a estas dos hipótesis se haya desarrollado justo en el período (entre fines de los años cincuenta y principios de los setenta) en que se realizaron desde el Estado los mayores esfuerzos por fortalecer a nuestras elites económicas, en particular la industrial, acelerando su crecimiento. No nos podemos detener aquí en una revisión detallada de estas políticas, que tanto gobiernos civiles como militares de esos años enfocaron expresamente en el fortalecimiento del gran capital industrial doméstico, y que se mantuvieron pese a las fuertes discontinuidades que en otros terrenos introdujeron los cambios de régimen y de gobierno (al respecto, Schvarzer 1978). Sólo destacaremos que ellas tuvieron el paradójico efecto de consolidar el poder económico de al menos parte de esos capitalistas pero, al mismo tiempo, complicar aún más su conformación como actor colectivo, las mediaciones con el resto de los actores e incluso sus problemas de legitimidad. Cuestiones estas que son en ocasiones aludidas en la literatura mencionada, aunque sin prestar mayor atención ni otorgar relevancia a sus aspectos organizativos e institucionales, ni al impacto que todo eso tuvo en la capacidad de influencia de esos sectores.

Y lo más paradójico de la situación resultante, y que escapa a las visiones inspiradas en las tesis en revisión, es que, a pesar de que la gran industria de capital nacional llegó fortalecida a la década de los setenta, el final de ese ciclo, lo que debió satisfacer las expectativas puestas en las políticas mencionadas y en los análisis que estamos comentando, eso no resolvió ninguno de los problemas que venían trabando el desarrollo económico argentino. Al contrario: estos problemas se agravarían desde entonces, en sucesivos ciclos de crisis, descapitalización de la economía e inestabilidad. Más aún: los grandes grupos económicos nacionales de base industrial que resultaron de aquel proceso fueron la evidencia palmaria de que el “empate”, si alguna vez había existido, ya había desaparecido, y de que aparentemente en su lugar se había consolidado una nueva “hegemonía”. Y sin embargo los problemas atribuidos a su ausencia signaron más que nunca los destinos de la economía argentina. ¿Por qué?

Los estudios de historia política y económica han tratado de explicar esta cuestión y coinciden en un punto importante para nuestra discusión: el fortalecimiento económico de dichos sectores empresarios fue simultáneo a un debilitamiento cada vez mayor del sector público que los promovió, y a su consecuente impotencia para imponer reglas de juego estables, no sólo a esos actores, si no al conjunto de la sociedad. Situación que no se resolvió sino que incluso se agravó durante los sucesivos experimentos autoritarios de carácter ordenancista de aquellos años.

De lo que se trata ahora es de establecer con más precisión la conexión entre ambos procesos, los cambios en los actores empresarios y en las condiciones que regían su relación con el sector público. Respecto a lo cual cabe postular dos posibilidades: que el fortalecimiento económico de la gran industria no haya tenido los efectos esperados para la consolidación de un nuevo orden económico, ni político, porque no fue suficientemente lejos, y esa parece ser la conclusión de los continuadores de la literatura que estamos comentando, y su propuesta programática consecuente, que se requería de un aún mayor esfuerzo industrializador desde el Estado; o bien porque en el esfuerzo por moldear a la nueva elite económica se habían agravado los problemas que ya venían afectando la interacción entre el Estado y los actores económicos, y las posibilidades de alcanzar una mínima estabilidad económica y política, lo que repercutió negativamente en ambos terrenos en lo sucesivo.

Esta última opción echa una mejor luz, entendemos, sobre los vínculos entre las dificultades que enfrentaron las políticas modernizadoras, en especial debido a la inestabilidad reinante, y la tradicional debilidad de la acción colectiva de los llamados a ser sus principales beneficiarios, los grandes empresarios, en particular industriales, su fracaso en agruparse y contribuir a la formación de consensos sobre las condiciones básicas necesarias para el éxito de esas iniciativas, y relacionarse con el Estado en base a dichas condiciones. Problemas estos que venían de largo, y que se habían venido agravando, no resolviendo, a medida que avanzó la industrialización.

De allí que quepa concluir que los factores decisivos para explicar estas dificultades no fueran los supuestos o reales compromisos remanentes entre componentes nuevos y viejos de la elite económica, el “equilibrio catastrófico” entre ellos y las alianzas alternativas a su alcance; ni tampoco la diversificación de inversiones por parte del gran capital doméstico, y el consecuente privilegio del capital líquido y el corto plazo, con su efecto inhibitorio sobre la productividad global de la economía, en particular la industrial, cuestiones que podrían haberse resuelto, y esa era la expectativa tanto de los actores políticos dominantes en la época como de la elaboración intelectual contemporánea, con mayores estímulos a la industrialización. Lo decisivo habría sido el tipo de políticas a través de las que estos estímulos se canalizaron y las relaciones que el Estado había venido estableciendo con los grupos de interés ya desde antes, que en particular con los empresarios se caracterizaban por el particularismo, la inestabilidad y, a consecuencia de eso, una creciente ilegitimidad. Es decir, los grandes empresarios lograban satisfacer sus intereses puntuales e inmediatos, pero no lograban influir para promover sus intereses más generales y de largo plazo. Dicho de otro modo, hacían pesar su poder estructural sectorial o individual, pero cada vez menos, más esporádicamente y con menor eficacia, su influencia como actor colectivo.

b. La diversificación como sustituto de la organización empresaria

Un breve repaso de los antecedentes históricos del problema de la organización empresaria ayudará a entender y revisar este punto de vista. Hasta principios del siglo XX, la elite económica argentina estuvo “espontáneamente” unificada y articulada con el Estado, gracias a su homogeneidad estructural y un contexto de marcada fluidez y sostenida expansión: muy similares bases de acumulación y también semejantes estrategias empresarias aseguraron coincidentes preferencias de política económica y reacciones ante los frecuentes cambios de precios relativos, en tanto en relación con el Estado, la acelerada expansión aseguró que no hubiera mayores incentivos ni para impulsar, o siquiera tolerar, experimentos regulatorios, ni para plantear demandas colectivas (Novaro 2019: 39 y ss.).

Cuando a partir de la segunda década del siglo XX el contexto externo comenzó a tornarse desfavorable, y dado que se habían acumulado ya rasgos de creciente heterogeneidad, que no dejaron de reforzarse desde entonces, los distintos fragmentos de una elite cada vez más fragmentada fueron incorporando pautas de organización y reclamaron mecanismos de regulación. Pero esta incorporación se limitó a la organización sectorial y la actividad gremial, y no logró compensar el rápido y extendido influjo de los factores económicos e institucionales diferenciadores y desestabilizadores. Entre los cuales la pérdida de legitimidad y la inestabilidad del sistema político, la intervención al mismo tiempo extendida y selectiva del Estado en la economía, el progresivo cierre a la competencia externa y la centralidad de la industria orientada al consumo doméstico y a sustituir importaciones fueron los decisivos. En ese contexto el asociacionismo empresario prosperó, pero solo por sector de actividad y orientado a la obtención de ventajas específicas del Estado. Alentado en ambos sentidos por la fortaleza del sindicalismo obrero, el régimen de paritarias y el intervencionismo particularista, a la vez que muy extendido, con que el sector público tendió a compensar los sobrecostos empresarios que ese régimen supuso.

Contra lo que se podría pensar, no hubo contradicción entre los dos rasgos señalados en las intervenciones del Estado: ellas fueron muy extendidas y hasta indiscriminadas, porque tanto el peronismo como los gobiernos que lo siguieron asumieron el criterio general de estimular todo tipo de actividades industriales, con miras a lograr lo que entendían era el objetivo del proceso de sustitución de importaciones en curso, la autarquía económica; y fueron a la vez selectivas y discrecionales porque apuntaron a ganar la aquiescencia de empresarios en forma particular, eventualmente por sector, y lograr acuerdos tripartitos con sus sindicatos, desarmando las resistencias planteadas por agrupamientos preexistentes más amplios. Así, el otorgamiento de crédito subsidiado y contratos con empresas públicas de servicios y producción de insumos (combustibles, acero, etc.), que se volvieron decisivos para la actividad privada, en particular para sectores que eran clientes o proveedores de esas compañías estatales, la obtención de permisos de importación, la imposición de barreras comerciales y muchos otros rubros de política se ajustaron al criterio de premiar el alineamiento y castigar los disensos y resistencias, criterio que signó por tanto las relaciones entre el gobierno y el sector. En un contexto dominado por factores de inestabilidad política y económica que se realimentaban, los gobiernos tendieron a sacrificar las reglas de juego generales y evitaron comprometerse con organizaciones empresarias amplias.

El saldo del más significativo intento de modificar esta pauta durante el período, los congresos de productividad del segundo gobierno de Perón, lejos de refutar, ratifica el punto: realizados entre 1954 y 1955, sentaron en una misma mesa a la CGT con la CGE, la entidad abarcativa de todas las actividades e intereses empresarios que Perón había tardado varios años en conformar, pero parecía decidido finalmente a convertir en protagonista del tránsito a una política económica más sustentable en el tiempo; sin embargo sus resultados fueron decepcionantes (Brennan 1998: 97 y ss.), y ya ningún gobierno estuvo en condiciones de repetir el intento.

Es que el período posterior al golpe de 1955 no alteró mayormente los parámetros que había establecido el peronismo. Antes bien, en algunos aspectos los agudizó: la inestabilidad, tanto política como económica, se agravó, y eso se reflejó tanto en nuevos golpes de Estado, como en una inflación alta y pronto muy alta. En cuyo marco se frustraron sucesivos y tibios intentos del empresariado de darse una voz más integral y representativa, así como otros simultáneos y convergentes desde el Estado dirigidos a estabilizar reglas de juego económicas satisfactorias para un conjunto amplio y consistente de actores sociales y políticos.

Frente a este cuadro resulta paradójico que los estudios del campo empresario estimen que la débil organización de sus intereses, tal como había sido efectivamente el caso en la etapa previa a la crisis de 1930, seguía siendo un problema secundario pues dicha debilidad podía ser compensada, al menos en el caso de la elite, por una ya ausente “integración espontánea” de sus miembros, vía la diversificación de inversiones u otros mecanismos, como plantean Sábato (1988) y otros autores.

Y, por lo mismo, resulta excesivo atribuir al campo empresario, o a su elite, la capacidad de “promover” o siquiera “colaborar” con gobiernos o políticas económicas más o menos amplias. Las tentativas de articular a los grandes empresarios con el resto del sector y con la política de todos modos se multiplicaron. Pero ¿qué relación llegó a establecerse entre ellos a resultas de esas iniciativas? Es difícil precisarlo.

c. Fracciones capitalistas “inconciliables” y “alianzas de clase”

En un ejercicio dominado por la idealización, y este es un punto central de la crítica que aquí deseamos desarrollar, la sociología política del período postuló la existencia de “clases” o “fracciones de clase”, en cualquier caso, actores con supuesta capacidad de agencia, que habrían interactuado entre sí, en principio con eje en los sectores emergentes de la industria, alternado alianzas efímeras con dos bloques en pugna, ellos sí estables, irreconciliables entre sí y en relativo equilibrio, el “agropecuario tradicionalmente hegemónico”, de un lado, y el “sustitutivo”, que incluía al grueso del pequeño y mediano empresariado, dependiente del mercado interno, los sectores populares y los sindicatos, y giraba en torno al peronismo, del otro. Posteriormente, en esos mismos análisis o en los que les siguieron en el tiempo, el eje de ese juego se habría desplazado, conservando su peculiar indefinición, hacia la gran industria, aliada ocasional del polo agropecuario tradicional, y los militares, o del bloque sustitutivo.

La reflexión académica sobre el período tendió así a presuponer, en ambos momentos o variantes, la existencia de actores empresarios, definidos de modo estable a lo largo del tiempo, motorizando conflictos inconciliables y alianzas alternativas y en pugna, sin ofrecer mucha evidencia al respecto y pasando por alto las complejidades tanto de la traducción del poder económico en influencia en un campo precariamente organizado, como de la mediación de intereses por parte de la política en un contexto inestable y conflictivo. Y subestimando los efectos que sobre aquellos actores tuvo la intensa politización de la vida económica, vínculo inverso a la influencia por el cual la atención de demandas del empresariado, igual que las de otros sectores, se volvió una pieza de cambio en el juego cotidiano de una intensa y por regla general excluyente lucha política. Y se procesó a través de mecanismos particularistas, opacos y controversiales, cuya legitimidad resultó, por tanto, frecuentemente cuestionada.

Este fenómeno de politización permite entender la dinámica de las relaciones inter empresarias, tanto en su faceta conflictiva como en la de los circunstanciales entendimientos sectoriales, mejor que la tesis que postula una puja estructural e irreconciliable entre dos “polos”, que pasa por alto las porosas fronteras que dividieron a los grupos empresarios, las migraciones entre organizaciones en competencia y la tendencia de las mismas a ir a la zaga de los cambios políticos.

Esto queda bien a la vista cuando pasamos revista a los trabajos en que Torcuato Di Tella (1968), Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero (1971) analizaron al peronismo como un fenómeno “policlasista” producto de una peculiar “alianza de clases”. Perspectiva que se continuó, adaptó y amplió en los estudios que ellos mismos y sus continuadores dedicaron al período posperonista, en que hallaron una prolongación de dicha “alianza” (Portantiero 1973 y 1977, O’Donnell, 1977, 1978 y 1982).

En los primeros llama la atención el énfasis puesto en identificar a “actores industriales” tomando parte en la conformación del peronismo. Aunque también destacan en estos una cierta incapacidad o inconsecuencia para consolidar esa participación. Que atribuyen a la falta de un programa político y económico propio. Fruto a su vez, según esos textos, de la mencionada “debilidad”, que paradójicamente no les habría impedido integrar “alianzas”, y la persistencia de lazos previos entre algunos de esos actores, en particular los más grandes, y las elites tradicionales, que habría entorpecido la conformación de una “clase industrial”, según postula la hipótesis de la hibridación o diversificación inhibidora.

A esta circunstancia se atribuye también el origen de diferencias irresueltas entre distintas capas industriales sobre las políticas económicas necesarias para profundizar la expansión del sector: sobre la continuidad o no de un entendimiento con los sindicatos y la orientación de la producción al mercado interno, sobre el alcance que debían tener las retenciones a las exportaciones agropecuarias, los controles cambiarios y las barreras comerciales, y otras cuestiones relevantes. Desacuerdos políticos que explican sin duda la preferencia compartida por otras soluciones menos conflictivas, a costa del erario público y las reglas generales: los regímenes especiales que se fueron multiplicando y ofrecieron soluciones sectoriales para al menos algunos de esos asuntos, o compensaciones por su ausencia; en particular el acceso al crédito y las excepciones impositivas que merecía cada sector de actividad para sostenerse y eventualmente crecer. Todo lo cual afectó de modo muy distinto, ciertamente, a industriales que tenían también intereses agropecuarios y en la exportación, o en las finanzas y la importación, que a los que no los tenían, dado que dichas políticas específicas se financiaban en parte con recursos extraídos de, o desincentivos impuestos a, esas otras actividades. La diversificación de inversiones y los vínculos de propiedad y familia que unían desde su misma formación a parte del gran capital industrial con esas otras actividades explicarían, entonces, que este en ocasiones asumiera posiciones contrarias a las que prefería el resto de los industriales.

De todos modos, el fenómeno más gravitante no parece haber sido la diversificación de inversiones, como referimos en la introducción, no más marcada hasta 1930 que en otras economías, y todavía en los años que siguieron no mucho más extendida (los grupos diversificados no se multiplicaron ni ganaron peso hasta avanzados los años setenta), sino la prevalencia de los acuerdos sectoriales, por la facilidad con que el sector público cedió a la tentación de distribuir compensaciones por rama de actividad, incluyendo a los poderosos gremios de cada sector en los acuerdos (respecto a los regímenes especiales que proliferaron desde el período peronista hasta los años noventa, para reemerger posteriormente, Novaro, 2019: 92 y ss.). Y esta sectorización de la política industrial habría conspirado decisivamente contra la formación de un frente unido de los industriales, que pudiera respaldar una política más general y eficaz para darle un marco estable a su desarrollo.

La diversificación, por cierto, se potenciaría a consecuencia de este fracaso, porque un contexto crecientemente inestable y una economía cerrada, en que las grandes firmas nacionales especializadas tenían un techo bastante bajo para crecer, la convertirían en la respuesta más razonable para cada vez más actores (Bisang 1998, Fracchia 2002, Barbero 2006, Finchelstein 2016). Y lo mismo sucedería con el cortoplacismo y la especulación financiera, que a su vez reprodujeron y agravaron la inestabilidad.

Pero lo fundamental es que la literatura que estamos comentando supone que habrían sido rasgos desde un principio presentes en la elite industrial, sus “pecados de origen”, los que impidieron un resultado distinto. Y que condujeron a alimentar la inestabilidad económica general. Y al hacerlo subestima la transformación experimentada por esos actores a partir del proceso iniciado con el peronismo, y sus consecuencias más ostensibles. Para empezar, debido al cierre de la economía y las variaciones en reglas e incentivos, un desarrollo espasmódico. Y debido a la ya mencionada politización de las relaciones público-privadas, en clave a la vez polarizada, por los enfrentamientos políticos persistentes, y coyunturalista y particularista, por las muchas oportunidades para que las empresas y grupos de empresas redefinieran sus circunstanciales vínculos con los bandos enfrentados. Es este segundo fenómeno, más que un supuestamente irreconciliable conflicto de intereses entre las fracciones de ese empresariado, el que parece haber dado sustento a los alineamientos y las tensiones interempresarias que pretende explicar la segunda tesis en discusión.

c. El empate catastrófico

A su vez y consecuentemente, como ya dijimos, tanto en los primeros estudios de Di Tella y Portantiero como en los que les siguieron, se explica más en general la inestabilidad imperante como consecuencia de la imposibilidad de “desempatar” el bloqueo establecido entre distintas fracciones de la clase dominante, y componer una “fórmula hegemónica” que orientara nuestro desarrollo capitalista. La tesis sobre el Estado Burocrático Autoritario (desde ahora EBA, O’Donnell 1982), entendido como una alianza entre la gran industria, los militares y los tecnócratas en el Estado para lograr ese desempate, sería la lógica conclusión de esta perspectiva, y ofrece sin duda la formulación más sofisticada de esta visión sobre las elites económicas en el período.

Ahora bien, aunque esos estudios ilustran sin duda aspectos relevantes de las conductas de los empresarios argentinos durante la segunda mitad del siglo XX, sobrestiman su alcance y gravitación, sobre todo iniciales. Además de que dan por supuesta la necesidad de una “solución hegemónica”, y subestiman las limitaciones en la acción colectiva y la gravitación del peculiar juego político de esos años. Pasan así por alto que los empresarios estuvieron débilmente organizados y representados, salvo en ciertas ramas de actividad en que adquirieron fortaleza, como vimos recién, a la sombra de sus sindicatos y gracias a acuerdos sectoriales con el sector público. El campo empresario en conjunto, en cambio, fue a la zaga de apuestas e iniciativas de los actores dominantes en la esfera política, y su participación fue mucho más inestable, reactiva y dispersa que lo que hace pensar la noción de “alianzas de clase”.

Estos análisis atribuyen demasiado rápido la inestabilidad y su derivación en una “crisis de hegemonía” tanto al cortoplacismo del gran empresariado, asociado con la mencionada diversificación de inversiones, como a una supuesta “indefinición del conflicto entre la industria y el agro” debido a viejos y nuevos lazos entre ambos. En vez de considerar más detenidamente las dificultades que este conflicto, en los términos en que fue planteado por los actores políticos, irresoluble, generaba tanto para la estabilidad como para un equilibrio pluralista, al obstruir la cooperación entre los sectores más competitivos y dinámicos de la economía, y politizar al extremo y en clave contrapuesta sus respectivos intereses. Lo que desembocaría en ciclos sucesivos y reiterados de aceleración inflacionaria y ajuste de los precios relativos.

Más en concreto, al subordinar la rentabilidad de los exportadores agropecuarios a la provisión simultánea de alimentos e importaciones baratas, respectivamente para asalariados y empresarios industriales, siendo que estos últimos orientaban su producción casi en exclusiva al mercado doméstico, se generaban tensiones recurrentes, alimentadas a la vez por factores económicos y políticos, en la cuenta corriente, por el declive de las exportaciones, y en las cuentas públicas, por las compensaciones que el Estado se veía forzado a distribuir entre los sectores en pugna, y consecuentemente en la capacidad de estabilizar el valor de la moneda.

Como ya dijimos, la diversificación es posible explicarla más como consecuencia que como causa de estos problemas: no habría sido una tendencia particularmente intensa en ese sentido desde un comienzo lo que disparó ni reprodujo la inestabilidad, si no una situación institucional y económica inestable la que estimuló el privilegio del capital líquido y la movilidad de las carteras de inversión. Visión que se corresponde con el hecho de que la diversificación fue mucho más intensa en la cúpula, y en el empresariado en general, al final del período que en sus comienzos: mientras que los grupos económicos, su expresión más sofisticada, fueron apenas experimentos puntuales en el inicio del proceso de industrialización, y todavía en el final del peronismo, se habían vuelto ya claramente predominantes en los años setenta (además de los autores ya citados, véase Schvarzer 1995 y 2001).

En cuanto al llamado “empate”, desde nuestra perspectiva se vuelve comprensible como expresión de una debilidad anterior y más determinante en el gobierno de la economía: un intervencionismo desarticulado, particularista y a la vez muy extendido, gestionando una economía cerrada, debió hacer ingentes esfuerzos por proveerse de bases de apoyo suficientemente dependientes para sobrellevar las inconsistencias asociadas, y en un contexto de intensa lucha por el poder politizó cada vez más las reglas de juego y las relaciones económicas, y las tornó frecuentemente inconciliables unas con otras. Un nudo que ni el peronismo ni el posperonismo lograrían desatar.

¿Cómo interpreta en cambio el problema la hipótesis del empate catastrófico? Una ejemplar expresión de esta visión la hallamos en el pionero estudio de Di Tella “Stalemate or Coexistence in Argentina” (1968), donde se postula la existencia de un equilibrio de poder entre los “bloques sociales” que habrían protagonizado el período que va de la emergencia del peronismo a fines de los años sesenta como factor explicativo de la inestabilidad característica del mismo. Tesis que años después retomó Portantiero en “Economía y política en la crisis argentina: 1958-1973” (1977) en los términos del “empate hegemónico”, expresión que se volvería de uso muy habitual para referirse a esta etapa y sus dificultades económicas y políticas desde entonces. En ambas versiones se atribuye el largo conflicto sobre la legitimidad del régimen de gobierno a una causa “estructural”: la indefinida relación de fuerzas entre dos bloques sociales, cuya estabilidad intertemporal y gravitación determinante sobre el proceso político se postulan sin ofrecer mayor evidencia: el bloque tradicional, proveniente del período agroexportador, que se niega a desaparecer, dentro del cual se ubica en un rol destacado a “viejos actores agropecuarios” (alternativamente aludidos en distintos trabajos como la “oligarquía” o la “clase terrateniente”), y a los que se atribuye un poder declinante pero en ocasiones aún decisivo, como enseguida veremos difícil de justificar, y el “bloque ISI” (favorable a la industrialización por sustitución de importaciones) encarnado por el peronismo, que tarda en tomar el control pleno de la situación, integrado entre otros por “nuevos actores industriales”, divididos entre PyMEs mercadointernistas y los grandes capitales locales e internacionales (entre estos últimos en ocasiones no se reconocen mayores diferencias, y en otras se hace un análisis esquemático de las que existieron y dificultaron su acción conjunta, como a continuación referiremos). Es decir, serían supuestos rasgos constitutivos de esos actores, la resiliencia de unos y la ambigüedad y heterogeneidad de los otros, los que explicarían las dificultades para estabilizar la situación.

Abundan los datos históricos del período que resultan inconsistentes con esas premisas. Pero estos análisis buscaron acomodarlos a través de fórmulas estilizadas, aunque de dudoso sustento empírico. Así, al describir a los aliados del régimen peronista, Portantiero enumera de un modo que pretende exhaustivo: “el bloque populista... articulado entre las Fuerzas Armadas, el Sindicalismo y las corporaciones patronales que representaban al capitalismo nacional”. En lo que cabe identificar un uso más bien estético de la noción gramsciana de “bloque de poder”. Que le permite al autor dar por supuesta la existencia de entidades espirituales, como un mítico “capitalismo nacional”, y entidades de ellas representativas, “corporaciones patronales”, que no se identifican con claridad (cabe suponer que se trata de la CGE, aunque nada se aclara, tampoco respecto al papel de la UIA), y cuyas relaciones de fuerza con otros actores empresarios más concentrados habrían definido la situación de “equilibrio”. Escasa referencia se hace a los problemas de dispersión, fluidez e inestabilidad en las posiciones y en la misma composición de los sectores y las entidades corporativas aludidas. De ellos, los que se consideran “integrados al bloque oligárquico” reciben un tratamiento particularmente impreciso: “burguesía internacionalizada”, “burguesía gerencial”, “gran burguesía urbana”, “gran capital monopolista”, e incluso “oligarquía político-militar-empresaria” son los sucesivos términos con que se los alude. A esta última, la “oligarquía” para sintetizar, el autor le atribuye también la función específica de “articular el bloque”, sin sentirse obligado a ofrecer evidencias ni más detalles, ni siquiera una referencia a actores más concretos:

¿se habrá referido a la Sociedad Rural Argentina?, difícil saberlo; ¿y a través de qué mecanismos se habría ejercido ese “rol coordinador”, que a priori no resulta nada fácil identificar?, nada se dice para aclararlo.

Portantiero concluye de su explicación sobre los efectos desestabilizadores del “empate” que él habría derivado en un desajuste entre la “dominancia económica” de los actores empresarios más concentrados de la industria, y la “hegemonía política” disputada y ocasionalmente ejercida por el peronismo

-de allí que también llame al período pos peronista “fase de no correspondencia entre nueva dominación económica y nueva hegemonía política” (Portantiero 1973)-. El primer aspecto despierta dudas apenas se consideran las diferencias entre los sectores que el autor agrupa como económicamente hegemónicos: atribuye un rol descollante al capital trasnacional, subestimando a los otros dos componentes de la cúpula en el período, empresas públicas, que ganaron posiciones hasta fines de los sesenta, y grupos locales, que lo hicieron hasta mucho después y en mayor medida, ambos manteniendo autonomía y en tensión con las multinacionales (un problema similar encontramos en O’Donnell 1978: 20 y ss.; 1982: 31 y ss: según este último texto, “las filiales de Empresas Transnacionales… son el subconjunto principal y más dinámico de la gran burguesía”, Íbid: 62; aludiendo a un período en que estudios posteriores concuerdan que las ET se replegaron; véase Bielschowsky y Stumpo 1995).

En cuanto al segundo aspecto, la interpretación del fracaso de los intentos de “recomponer la hegemonía del capital” en el campo político resulta no sólo esquemática sino abstracta, al orientarse a hallar relaciones mecánicas entre la influencia de actores sectoriales y el éxito o fracaso de determinados experimentos políticos. Así, por ejemplo, se atribuye el final abrupto de la experiencia desarrollista a la renuencia de la “gran burguesía” a “tolerar” la sobrevivencia de actores fortalecidos por el peronismo, el sindicalismo, pero también el “pequeño empresariado mercado internista”; y las disputas entre facciones militares que se agravaron desde entonces se consideran reflejo más o menos directo de tensiones entre intereses industriales y agropecuarios en el “bloque de poder”.

En “Estado y alianzas de clase en Argentina”, O’Donnell (1977) infunde una mayor rigurosidad a estos análisis. Aunque tampoco logra evitar del todo los problemas referidos. Este autor propone una fórmula para entender el movimiento pendular de la política argentina del período de la proscripción peronista, en cuyo centro vuelve a estar la conducta de los grandes empresarios. La proposición más ambiciosa del texto, el juego entre alianzas de clase alternativas practicada por ellos, es de todos modos morigerada por un contraargumento bastante más prudente y preciso, que atribuye desde el vamos un carácter defensivo y un alcance acotado a dichas alianzas. El análisis gana precisión justamente cuando explora las causas y consecuencias de esas limitaciones y lo pierde cuando pretende atribuir a los actores mencionados una cohesión y orientación programática de las que evidentemente carecieron, y explicar con esa base los procesos políticos.

De acuerdo con este enfoque ante las periódicas crisis de la balanza de pagos la gran industria y el sector agropecuario convergían en la necesidad de devaluar la moneda, para reducir costos internos y aumentar saldos exportables; pero sólo hasta que los grandes industriales veían asegurada la provisión de insumos importados, momento en el cual pasaban a coincidir con los demás fragmentos de la burguesía urbana, en particular los pequeños y medianos industriales, en la ventaja de ampliar todo lo posible el mercado interno, vía subsidios y demás incentivos estatales al consumo, y el retraso del tipo de cambio. Aunque también ese acuerdo era efímero: duraba sólo hasta el momento en que se volvía a complicar el frente externo. Y, agreguemos, hasta que se saturaba ese mercado interno, lo que sucedía bastante pronto dadas sus escasas dimensiones, y dejaba pocas opciones a los empresarios para seguir creciendo: o se diversificaban o conformaban monopolios u oligopolios y aumentaban sus precios.

Así, habría sido la división del gran empresariado entre dos fracciones solo ocasionalmente coincidentes o “aliadas” y, más precisamente el constante pendular de una de esas fracciones, el gran empresariado industrial, entre acuerdos alternativos y contradictorios entre sí, pero para ellos en cada momento provechosos, fuera con sus pares del sector agropecuario, fuera con las PyMEs urbanas (para quienes esos acuerdos habrían sido “defensivos”, carácter que el autor no reconoce en cambio en los empresarios más grandes, enseguida veremos por qué), lo que gestó los ciclos recurrentes de devaluación y desbalance externo que agravaron los problemas estructurales de la economía, en el in crescendo de inestabilidad y conflictividad que caracterizó al período 1956-1976. Aunque las raíces del problema se podrían rastrear en el primer peronismo y sus consecuencias se extenderían mucho más en el tiempo.

d. Resiliencia del “poder oligárquico”

La conclusión que extrae O’Donnell es que el gran empresariado industrial, con su oportunista apuesta a soluciones circunstanciales y contrapuestas para maximizar sus ganancias, habría reproducido la inestabilidad como forma de ejercicio de su predominancia económica, y también política. La explicación con que cierra su argumento, sin embargo, apunta más bien al otro sector económico que supone predominante, como factor decisivo de esta situación: el problema de base habría sido la incapacidad del Estado de subordinar y forzar un salto de productividad de la burguesía pampeana. Para que proporcionara, con niveles de precios de los alimentos convenientes para los demás sectores, las exportaciones necesarias para que pudiera crecer en forma sostenida el resto de la economía. Incapacidad que el autor ilustra con el fracaso del impuesto a la “renta potencial de la tierra”, que intentaron instrumentar varios gobiernos del período, y que “apuntaba a forzar a la burguesía pampeana a modernizarse, aumentando su capacidad de producción y, por esa vía, levantar el techo que la balanza de pagos imponía al crecimiento” (1982: 195, 218-9).

O’Donnell no advierte, sin embargo, hasta qué punto esa formulación del problema lo volvía irresoluble: era muy difícil al mismo tiempo bajar los precios de los alimentos y aumentar las exportaciones del sector. Y en cambio atribuye los obstáculos para hallar una salida a un supuesto dudoso: la resiliente cohesión e influencia política de esa burguesía pampeana renuente a cambiar, que le habrían permitido persistir en “tradicionales” prácticas económicas”, actividades extensivas de baja productividad, y también políticas, por “su indisposición a aceptar el mayor peso político adquirido por la sociedad urbana”, en que mandaban los asalariados y el empresariado industrial. La formulación en concreto de este argumento es, además, en sí misma llamativa: según el autor, “la clase agraria, a través de su oposición política y de su ´desaliento´ por el excedente económico que se le retuvo podía, como lo hizo, responder alterando parámetros -como las exportaciones y el precio de los alimentos- fundamentales para el éxito de ese intento de la gran burguesía” (O’Donnell 1982: 219).

De este modo, en suma, atribuye dos fundamentales datos macroeconómicos del período, la pobre evolución de las exportaciones y los cíclicos aumentos de precios de los alimentos, a una supuesta “respuesta” espontáneamente coordinada de la “otra” clase dominante, la tradicional, ante el intento de la gran burguesía urbana de modernizar la economía y consolidar su predominio. Construye así un mito: el de la resiliencia de la gran burguesía agraria (con referencias no muy precisas a su “extraordinaria centralidad”, “gravitación” y “homogeneidad”). Y se lo eleva a la condición de causa eficiente de la inestabilidad, a la vez política y económica, que aquejó al país la mayor parte del siglo XX, con particular intensidad a partir de la década de 1960. En una fórmula que sería continuada y perfeccionada luego por otros muchos estudios (entre otros, Sábato 1988, y Schvarzer 1990). Y con argumentos que confunden los roles como “actores” y “sectores” de los productores agropecuarios, a los que ya nos referimos más arriba, y ahora debemos considerar con más detalle.

Los estudios más recientes y precisos sobre la productividad alcanzada por los distintos sectores económicos en esos años refutan el prejuicio que atribuye al agro un particular retraso (Cortés Conde 2005, Bisang 2007). Pero más interesa aquí la otra premisa del mito: la atribución de unas a todas luces ausentes cohesión y eficacia política a los grandes empresarios del sector y sus representantes, pese a que sus canales de representación apenas se consideran.

Lo cierto es que desde la década de 1930 el empresariado del campo fue perdiendo peso tanto en la toma de decisiones económicas como en la arena propiamente política. En una tendencia que no se alteró mayormente tras la caída del peronismo. Contra la tesis de su supuesta “renuencia a adaptarse” a esta situación, y a “contragolpear” con la ayuda de los militares y, eventualmente, otros sectores empresarios, lo cierto es que lo que predominó fue la resignación a perseguir una agenda mayormente defensiva, orientada a disminuir el peso de los impuestos específicos que cargaban su producción, como las retenciones, y la propiedad de la tierra, y a no quedar del todo excluido de los programas de crédito subsidiado, que por regla general favorecieron a la industria (Lattuada 2006: 74-87, Barsky y Gelman 2009) y de otros incentivos estatales. Esto fue claramente así bajo el primer peronismo: la Sociedad Rural se distinguió de la UIA en ese período más bien por la docilidad con que se acomodó al nuevo orden (Cúneo 1984). Y también durante los gobiernos civiles y militares que le siguieron, que, si ocasionalmente le generaron expectativas y les dirigieron discursos reivindicatorios, no tardaron en frustrarlos. Lo único que ocasionalmente logró unir a las distintas organizaciones del sector fue el reclamo contra las retenciones a sus exportaciones (así sucedió a fines de los años sesenta con la Comisión Coordinadora de Entidades Agropecuarias, de corta vida), o crisis políticas particularmente agudas, como la que se desató a mediados de los setenta, también con efectos efímeros.

e. La solución: el “desempate” industrialista

En cuanto a los industriales, ya destacamos que tendieron a fortalecerse en términos económicos, y que sus intereses ocuparon un lugar mucho más destacado en la agenda de todos los gobiernos. Pero también señalamos, y ahora es oportuno profundizar en ello, que mientras eso sucedía tuvieron cada vez menos incentivos para actuar en conjunto, sobre todo a nivel agregado y político, dado el carácter focalizado y particularista de la mayor parte de las políticas a través de las cuales se estimuló dicho crecimiento y se los compensó desde el Estado por los altos niveles salariales y demás sobrecostos que les impuso la economía cerrada e intervenida. Incentivos que tampoco disminuyeron tras la caída de Perón, al menos hasta mediados de los años setenta: los regímenes especiales por sector se siguieron multiplicando, así como los créditos subsidiados, excepciones impositivas y contratos con el sector público que beneficiaron a grandes empresas nacionales, principalmente (Schvarzer 1983).

O’Donnell da por sentado, de todos modos, que los industriales además de un sector fueron un activo actor colectivo durante el período. Y con ese ánimo identifica, en el desarrollo de su explicación sobre el EBA, a la UIA entre las “organizaciones de la gran burguesía”, y en cambio a la CGE, fundada por Perón en 1953, como “asociación de la burguesía local” (1982: 623 y 105). Pero sintomáticamente se refiere a estos asuntos apenas en notas al pie agregadas evidentemente a posteriori de la redacción principal de su estudio. Y no existe en su trabajo ningún apartado en el que se fundamenten los juicios que formula allí: en una de esas notas, por ejemplo, arguye tan solo que las conclusiones que expone sobre la representatividad y las posiciones atribuidas a las distintas entidades “surgieron claramente en mis entrevistas”.

Pasa por alto, ante todo, que en esos años muchas cámaras y empresas mantuvieron una doble afiliación a las mencionadas organizaciones, y según los momentos y asuntos privilegiaron uno u otro canal de expresión. Así como el hecho de que la UIA mantuvo una actitud oscilante frente a todos los gobiernos, terminaría dividiéndose debido a esas oscilaciones y, en 1972 se fusionó con la CGE. Por lo cual resulta mucho más relevante para comprender las posiciones empresarias las conductas adoptadas por las propias cámaras, que fueron las que negociaron con los gobiernos del período los regímenes arriba mencionados, y a través de los cuales se gestionó concretamente la “política industrial” y se canalizó la cuantiosa asistencia que el Estado destinó a impulsar al sector. Mientras que, dado que la representación política de la cúpula industrial a través de la UIA se fue volviendo cada vez más problemática, habría que considerar como lo más sintomático del período el surgimiento de una organización específica para cumplir esa finalidad, el Consejo Empresario Argentino (fundado en 1967). Entidad que tendría igualmente un éxito acotado en esa tarea, y a la que también O’Donnell solo se refiere en una nota al pie. Donde la distingue como “correa de transmisión entre el Ministerio de Economía y los amplios intereses que esas empresas controlaban o podían influir -incluso en el ámbito de las organizaciones corporativas de la burguesía” (Íbid: 215). Velando así el corazón del problema: la relación inestable y conflictiva en los años finales del período entre la siempre difusa voz política de la cúpula empresaria y las representaciones gremiales.

Los “tecnócratas”, economistas y otros “expertos” ubicados en áreas decisivas de la gestión pública, en particular pero no exclusivamente la económica, cumplieron un rol en alguna medida supletorio de la frágil representación política del gran empresariado. Rol que O’Donnell advierte y destaca con agudeza. Aunque es preciso señalar que el mismo no alcanzó su plenitud hasta muchos años después, y seguiría aún entonces ofreciendo una problemática mediación con los actores políticos (Viguera 2000).

Las cámaras industriales, multiplicadas y fortalecidas a partir de los años cuarenta -hasta entonces existían 28 reconocidas en toda la industria, y considerando todas las actividades, 84, en las siguientes tres décadas se sumaron 69 y 148 respectivamente, y a fines de siglo llegarían a ser 153 y 304 (Camarco 2015, Lindemboim 1976)-, además de por la multiplicación de los regímenes sectoriales, por la legalización de las negociaciones colectivas, que rigió de todos modos esporádicamente desde los años cincuenta, merecen también una acotada atención de parte de O’Donnell. En su “Estudio de la burguesía local” (1978: 35) las atribuye a la intervención del Estado como “tutor” de “actividades incipientes”, aludiendo a los “conflictos interburgueses” que ese tipo de organizaciones también canalizaban, tanto entre sectores como entre PyMEs, grandes firmas nacionales y multinacionales. Pero sin dar detalles ni sacar conclusiones respecto al impacto que todo eso habría tenido en la difícil configuración de los industriales como un actor colectivo más integrado, y en su incapacidad de promover políticas globales a favor de la producción. Problemas que es importante resaltar pues, ¿cómo podía componerse una política industrial, si ya de partida existían decenas de políticas específicas por sector de actividad?

Tal vez O’Donnell minimiza este problema por entender que el único conflicto relevante al respecto habría sido el que enfrentó a la “burguesía local” con la “transnacional”, y que en algunos pasajes sostiene, como ya vimos, que se habría expresado en el choque entre la CGE y la UIA. Choques que en otros momentos achaca, igual que otros autores, a una cuestión de tamaño, y en cambio en estudios más específicos y documentados sobre el tema se explican en mayor medida por la respectiva afinidad o distancia con el peronismo (Cúneo 1984: 165-187, Brennan 1998: 92 y ss., 2013). De nuevo, relativizando lo “inconciliables” que pueden haber sido en principio los conflictos de intereses entre sectores industriales y destacando el papel que tuvo la intensa politización de los mismos para que terminaran siéndolo. Como sea, es indudable que el sentido que atribuyó O’Donnell al EBA fue “resolver” esas disputas. Para lo cual sustituir las alianzas circunstanciales y efímeras entre fracciones empresarias y gobiernos por un entendimiento programático entre los militares, los tecnócratas y la gran burguesía industrial local era el primer paso. Pero el segundo debía ser sostener en el tiempo dicho entendimiento, para que redundara en un proceso de consolidación de los sectores de punta de la economía, y ellos pudieran a su vez cumplir el rol modernizador sobre el resto que ningún otro tenía a su alcance. Y el autor explica que en esto nuestro EBA fracasó. Debido a las inconsistencias con que tanto militares como empresarios encararon su tarea. Entonces, ¿el “desempate” de las disputas intestinas en nuestra clase empresaria no fue suficiente para resolver el problema, o él no fue suficientemente lejos? Este interrogante no tiene respuesta en el marco interpretativo propuesto por O’Donnell, como enseguida veremos.

III. Tensiones entre poder estructural e influencia y la cuestión de la inflación

El panorama descrito, en suma, nos habla de tensiones múltiples y superpuestas entre el poder económico o estructural y la influencia pública de los capitalistas, que fueron agravándose desde la etapa peronista. Y que se reflejaron, entre otras cosas, en que los tibios o ambiguos intentos oficiales por organizar al empresariado en su conjunto, e integrarlo a la toma de decisiones, tanto bajo dicho régimen como durante los que le siguieron, no prosperaran. De los varios intentos del peronismo en este sentido, el de la mencionada CGE, creada en 1952, fue el más abarcativo y duradero. Pero Perón no se atrevió a avanzar hacia la afiliación obligatoria para consolidar esa organización, y fracasó en el intento de incorporar a ella a la cúpula industrial (Brennan 1998: 88-99), en parte porque al mismo tiempo la desalentó con sus políticas de estímulo económico, a la vez particularistas y discrecionales, y extendidas e indiscriminadas: si los beneficios podían llegar a todos, y en todo caso la vía para incrementarlos eran las relaciones opacas y particularistas con los funcionarios de gobierno, no había incentivos positivos ni negativos entre los empresarios para actuar colectivamente. En esas condiciones, la presión empresaria a favor de las políticas favorables a la inversión que se sometieron a discusión en los Congresos de la Productividad fue acotada, y ellos, que podrían haber consagrado a la CGE como instancia de representación más general de los capitalistas, fracasaron. Tras el golpe de 1955 la CGE fue disuelta. Y aunque tiempo después sería rehabilitada, ya no lograría superar sus limitaciones ni su sesgo partidista, que le impidieron convivir con las tradicionales, en particular con la UIA, y más todavía absorberlas (Villarreal 1987, Baudino 2012).

Y es que el posperonismo no ofrecería una solución mejor al problema: durante los primeros años posteriores al golpe de 1955 se intensificó el activismo de las viejas representaciones sectoriales, que crearon, además, en rechazo a la CGE, una nueva instancia de coordinación, Acción Coordinadora de Entidades Empresarias Libres (ACIEL, que reunió a la UIA, la SRA, la CAC y la Bolsa de Comercio). Pero esta pronto enfrentó su propia crisis, debido a tensiones entre sectores de actividad (sobre todo entre la industria y el agro por las retenciones y las políticas comerciales) y dentro de ellos - de nuevo, particularmente intensos en la industria, debido a la puja por razones políticas entre la UIA y la rehabilitada CGE, entre grandes y PYMEs por el acceso a los créditos subsidiados, y también entre sectores, debido a los regímenes especiales, las regulaciones comerciales e impositivas (Brennan 1998: 100-103, Baudino 2012)-.

Lo que queda en claro, tras una rápida mirada al período posperonista, es que los problemas del gobierno de la economía nacidos de la etapa anterior, el desequilibrio fiscal y la alta inflación, se agravaban. Y fueron más determinantes en los ciclos de sobrevaluación y devaluación de la moneda que las preferencias de los sectores empresarios al respecto. Estos fueron más bien a la cola de los acontecimientos (al respecto, Gerchunoff y Llach 1998: 258 y ss.). O al menos tuvieron sobre ellos menos gravitación que las preferencias de otros actores, social y políticamente más cohesionados. En particular los sindicatos, cuya capacidad para coordinar intereses y hacerlos pesar en la toma de decisiones excedió en muchos momentos la de los empresarios. Y los propios militares.

En cuanto al período que O’Donnell interpreta con el lente del EBA, el que va de 1966 a 1983, los análisis más recientes destacan precisamente la autonomía alcanzada por la cúpula castrense y la acotada e inestable gravitación de los intereses empresarios sobre la misma. Autonomía que se expresaría de modo contundente en los momentos más críticos de los dos experimentos autoritarios del período: cuando los oficiales “liberales” conducidos por Alejandro Lanusse intentaron salvar a las Fuerzas Armadas del colapso de la Revolución Argentina sacrificando la normalización económica, y cuando Fortunato Galtieri intentó hacer otro tanto con el Proceso, invadiendo las Islas Malvinas (García 1995, Novaro y Palermo 2003). Sin embargo, si bien O’Donnell toma nota del problema de la autonomía al analizar el inicio del primer experimento, lo hace en términos de su “escasez” y en relación a una coyuntura y una cuestión puntuales: la ausencia de una crisis previa al establecimiento del régimen, que habría determinado que las autoridades del mismo no lograran autonomizarse de las demandas puntuales de la sociedad, en particular las de sus clases dominantes (Íbid: 255, 300 y ss.).

Se obvia así el rasgo que aquí hemos considerado central de la sociología política del período: que los actores económicamente dominantes, enfrentados a serios obstáculos para traducir su poder estructural en influencia en un contexto signado por la inestabilidad y la crisis de legitimidad del sistema político, encontraban siempre más incentivos a seguir actuando en forma particularista y adaptativa, antes que unificada y programáticamente. Y que incluso eso fue así para quienes por su posición lograron sacar mayor provecho de las políticas económicas de estos gobiernos, los grupos económicos diversificados de capital nacional (Novaro 2019: 98 y ss.).

Que poder estructural e influencia divergieran más y más, aún cuando los gobiernos en lo fundamental se orientaron a fortalecer al gran capital doméstico, se vincula también y muy significativamente a la persistente alta inflación, la manifestación más directa y contundente de la inestabilidad reinante en la economía, que desde el ocaso del peronismo ya no dio respiro a los sucesivos gobiernos. Y es que mientras la inflación estimula en los asalariados la acción colectiva, fortaleciendo el rol de los grandes gremios nacionales por rama de actividad, pues de sus gestiones dependen más que nunca los ingresos de sus representados, el efecto sobre los empresarios es más bien el opuesto, y tanto el alza de precios en forma directa, como sus reverberaciones en el desequilibrio fiscal y los shocks externos (devaluaciones y cambio consecuentes en los precios relativos) aumentan su dispersión, sobre todo entre sectores, pero también en alguna medida entre las unidades de cada sector. Esta diferencia en los efectos de la inestabilidad en la acción de asalariados y empresarios pasó desapercibida a O’Donnell, según el cual las conductas especulativas y el cortoplacismo habrían sido rasgos comunes, y de efectos semejantes, en todos los sectores (1982: 300 y ss.).

Los empresarios formadores de precios tenían en este contexto fuertes incentivos para no cooperar con el resto. Y los grandes en general para concentrar sus esfuerzos en convertirse en formadores de precios, moviendo sus inversiones hacia las actividades que lo permitían, o volviéndose oligopólicos o monopólicos en aquellas en que ya se destacaban. Y todos ellos los tenían, además, para reducir al mínimo necesario sus inversiones fijas, y orientar la acumulación a favor del capital líquido. Con lo cual la tensión entre rentabilidad e inversión se fue agravando, y el rendimiento global de la economía se deterioró. Al mismo tiempo que se debilitaba la acción colectiva y los lazos de cooperación en general en las capas empresarias.

Conviene detenerse, aunque más no sea brevemente en esta cuestión, pues en los análisis “estructuralistas” o “heterodoxos” en circulación en los años sesenta y setenta también ella se solía ligar con problemas en cierta medida ligados a la noción sociológica de “empate” (una síntesis de estos análisis, sobre distintos casos de América Latina, y en particular sobre Argentina, en Hirschman 1980: 689, 694-695). En ellos queda bien en claro, de todos modos, que el fondo del problema no residía en un supuesto y simplista “equilibrio entre bloques sociales”, tal como la noción es usada en la literatura que estamos considerando, sino en una persistente e intensa competencia por el ingreso entre sectores empresarios, asalariados y consumidores, que el Estado no logra domeñar. Conflicto que se vuelve más intenso a medida que crece el número de actores independientes intervinientes (Íbid: 694), en lo que aquí nos interesa, a medida que crece la dispersión del campo empresario. Por esta vía los análisis “sociológicos” o “políticos” de la inflación iluminan los déficits en la capacidad de gobernar el conflicto distributivo, y se conectan con la dispersión del campo empresario que aquí venimos señalando, y que a su vez fue alimentado por la misma dinámica inflacionaria.

Y algo equivalente puede decirse de la inestabilidad política. La polarización e intensificación de los conflictos y la consecuente politización de toda la vida social, con sus efectos cada vez más gravitantes sobre las reglas económicas, tuvieron efectos distintos en los distintos actores sociales: mientras que ese proceso siguió uniendo y movilizando al sindicalismo, y empujándolo al centro de la escena, ya que se había vuelto la expresión más sólida y difícil de excluir del movimiento peronista, tuvo el efecto contrario en el empresariado, cuyas organizaciones se dividieron aún más de lo que ya estaban por divergencias políticas cada vez más difíciles de conciliar. Sólo cuando las amenazas al orden y a la propiedad se volvieron agudas dicha dispersión se revirtió (fue lo que sucedió parcialmente en 1966 y más contundentemente entre 1975 y 1976). Pero en forma espasmódica, y los efectos cohesivos fueron efímeros.

Así, en coincidencia con cómo se articularán hasta principios del siglo XX las estrategias empresarias de acumulación, orientadas por precios más que por productividad, y la baja intensidad de la acción colectiva, en la segunda mitad del siglo ambas tendencias resultaron alimentadas por las soluciones particularistas privilegiadas por el Estado y un cuadro de marcada inestabilidad económica y política. Lo que incluso agudizó en el gran empresariado su ya tradicional dispersión. Tendencia que se reflejó, además de en su acción colectiva, en el debilitamiento de las redes que habían vinculado tradicionalmente a los directorios de las grandes firmas (redes que, de todos modos, aquí nunca llegaron a ser tan sólidas y extendidas como en otros países de la región: Lluch y Salvaj 2012). El hecho de que sucesivos proyectos ordenancistas fracasaran en el intento de superar estas dificultades no confirma si no que más bien desmiente que la raíz del problema estuviera en una situación de equilibrio o “empate” entre polos empresarios enfrentados, cuestión que merece aún una consideración más detallada.

IV. Causas y consecuencias del fracaso de las soluciones autoritarias

Volviendo a la literatura en revisión, vimos que O’Donnell se propuso sistematizar, pero también modificar en cierta medida los argumentos previos al dar forma a su teoría del EBA, con la que lograría ofrecer una a la vez más precisa y más amplia lectura de las acciones empresarias en un contexto de conflictividad creciente.

Su hipótesis es que el gran empresariado, no sólo el industrial, a cuyos miembros más destacados identifica como “burguesía altamente oligopólica y transnacionalizada” (otorgándole al capital internacional, como ya vimos, un rol preeminente en ella), para superar los ciclos de crisis, más y más amenazantes aunque pudieran ser redituables puntualmente (“esta es la paradoja de capitalistas ruidosamente descontentos en circunstancias en que realizan grandes ganancias”, 1982: 45; aguda observación que sintetiza la tensión entre poder estructural e influencia a la que nos venimos refiriendo), podía reemplazar las alianzas efímeras y discordantes hasta allí ensayadas por un entendimiento programático de largo aliento con el poder militar y la tecnocracia del Estado, que se ofrecían a ejecutar dicho programa desde la gestión pública. Esa fue la explicación que el autor brindó del origen y de la dinámica de la Revolución Argentina (1966-1973) y de su par brasileña, la dictadura iniciada en 1964. Y que también aplicó al Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). En ambos experimentos de los militares argentinos, O’Donnell identificó el objetivo no sólo de estabilizar sino de “normalizar” el capitalismo local, a través del disciplinamiento, para empezar, de los sindicales y los partidos, pero también de amplias capas empresarias. Para combatir tanto el “saqueo especulativo” alentado en ellas por la inestabilidad reinante (y del que participaban con particular entusiasmo los grandes capitales), como las “ineficiencias” de burguesías locales favorecidas por la expansión del consumo y la sustitución de importaciones en las etapas previas. En este marco, “normalizar” significaba restablecer la hegemonía de la gran burguesía, amenazada por las distorsiones acumuladas hasta el arribo de los EBA (Íbid: 143 y ss.; 295 y ss.).

El modelo corporativo que buscó aplicar el presidente Juan Carlos Onganía en el arranque de la Revolución Argentina valida al menos en parte esta tesis. Y bien puede verse ese momento como un hito en la cooperación entre grandes empresarios y militares. Sostenido en la explícita decisión gubernamental de fortalecer a una parte de la cúpula, la industrial de capitales domésticos, a través de la promoción de inversiones para la producción de combustibles y bienes intermedios, vía créditos subsidiados, desgravaciones impositivas, la obligación autoimpuesta al Estado del “compre nacional”, más la continuidad de la protección comercial y los tipos de cambio diferenciados. Y cabría considerar como evidencia y factor coadyuvante a esta cooperación el surgimiento, poco después, de la primera entidad de cúpula formada directamente por grandes compañías y grupos, el ya mencionado CEA, por iniciativa de alrededor de 30 hombres de negocios que intentaron sortear las dificultades que habían enfrentado previos experimentos organizativos de la elite. Así como también el reclutamiento del primer gabinete económico de Onganía en la ACDE (Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa), creada poco tiempo antes.

Pero lo cierto es que el desarrollo de ese experimento militar tuvo poco que ver con esas premisas. El acuerdo entre la elite militar y el gran empresariado fue acotado, y sobre todo efímero: de un arranque en que un gran arco de entidades había apoyado al régimen se pasó pronto a un más complejo y ya bien conocido juego de presiones cruzadas, en el que entidades como la UIA reclamaban al mismo tiempo control de los salarios y liberación de precios, subsidios y protección arancelaria, y lograban arrastrar detrás suyo a otras organizaciones. En una segunda etapa, con la designación en Economía de Adalberto Krieger Vasena, miembro del directorio de varias grandes compañías -con él, dice O’Donnell (1982: 122) “las fracciones más dinámicas y transnacionalizadas de las clases dominantes ocupaban buena parte del aparato civil del Estado”-, el régimen intentó privilegiar el acuerdo con la UIA. Aunque la central fabril siguió reclamando contra la “excesiva exposición a la competencia externa”, la aprobación de inversiones extranjeras sin consulta previa y otros asuntos en discusión, mientras empeoraba su relación con la SRA, por las retenciones, con la CGE, por la concentración de los subsidios estatales en las empresas más grandes, y con distintas ramas de actividad por la insuficiencia de los regímenes especiales que las protegían y promovían (Cúneo, 1984: 228-30).

El propio O’Donnell admitió esta decadencia de las relaciones entre los militares y los capitalistas, atribuyéndola principalmente a las tensiones facciosas entre paternalistas, nacionalistas y liberales entre los uniformados, de los cuales solo los últimos habrían tenido, según el autor, un acuerdo firme con referentes del gran empresariado local e internacional (1982: 93) pues “hablaban su mismo idioma” (Íbid: 100; 126 y ss.). El supuesto detrás de esta explicación es que otro hubiera sido el destino de la Revolución Argentina si hubiera logrado cohesionarse en torno a los objetivos de clase que solo a medias y equívocamente asumían los sectores paternalistas y nacionalistas de los cuarteles: el pleno desarrollo de la dominación capitalista transnacionalizada sólo podría lograrse consolidando las capas más dinámicas de la gran burguesía, esto es, y como ya hemos leído en otros trabajos, instrumentando una política más consistente y sostenida de industrialización; algo que solo los liberales en el Ejército y algunos de sus interlocutores civiles, como Krieger Vasena, habrían tenido en claro, mientras que las otras dos facciones militares lo consideraban conducente a un “capitalismo individualista y apátrida” y una amenaza para la salud de la nación.

Pero incluso en esta formulación más acotada de la “alianza de clases” que habría sostenido al EBA, se exagera tanto el peso de las opiniones reinantes en los cuarteles, como la coherencia de las convicciones ideológicas y programáticas atribuidas al gran empresariado. O’Donnell afirma, por caso, que ese liberalismo que vinculaba a militares y capitalistas era “la ideología de los sectores más avanzados y dinámicos de la sociedad de la que emerge el BA, de sus partes más modernas y transnacionalizadas (y) no es hostil per se a una expansión del aparato estatal, ni siquiera de sus actividades económicas (…) siempre que sirva a la expansión de la estructura productiva oligopólica de la que surgen sus principales portavoces (lo cual a su vez lo aleja tanto del Estado ‘equilibrador’ de los paternalistas como del estatismo empresarial al que apuntan los nacionalistas)” (Íbid: 100). Cuando, en verdad, no es para nada claro que los grandes capitalistas tuvieran una posición definida y compartida frente a esas afinidades y diferencias en el campo militar. Más bien recurrieron y respaldaron puntualmente a una u otra facción según las ventajas también puntuales que pudieran extraer de las iniciativas por ellas promovidas en cada momento. Lo que reforzó el particularismo desde un principio imperante en las relaciones público-privadas y ayuda a entender la inestabilidad e inconsistencia de las políticas económicas del período.

La crisis de 1969, la caída de Onganía y la deriva del régimen hacía un enfoque más nacionalista y heterodoxo, en busca de aliados sectoriales muy distintos a los de 1966, pondría de manifiesto estos problemas que habían aquejado a la apuesta corporativa desde un principio. Y no sólo por la heterogeneidad de opiniones en los cuarteles, como O’Donnell tiende a pensar, sino porque esa heterogeneidad no era mucho menor entre los grandes empresarios, que sumaban además su habitual ambigüedad; y por la decepción mutua sobre las posibilidades de cooperar entre sí, particularmente intensa entre los militares, dado que los empresarios tendían a exigirles que atendieran demandas incompatibles entre sí. Dos cuestiones que alimentarían aún más la autonomía de las FFAA y su pretensión de identificarse con el interés general, factores no suficientemente valorados en la teoría del EBA y decisivos de allí en más.

O’Donnell admite entre las causas de la crisis del EBA ciertos rasgos problemáticos de su relación con los empresarios. Pero las reduce a su carácter no mediado, directo, sin una referencia a sus rasgos particularistas e inestables, ni a la debilidad de las representaciones del empresariado que eso al mismo tiempo reveló y potenció. A esto el autor le suma la supuesta exclusión de los demás actores sociales, que no parece haber sido tan marcada, según el propio análisis que se plantea sobre el papel de los sindicatos. Se pasa además por alto la persistente conflictividad que una gestión particularista de los generosos alicientes económicos ofrecidos al capital durante esos años generó “al interior del aparato estatal”. Y que bloqueó la “diáfana conjunción de las capas burocráticas civiles y militares con las clases dominantes” (Íbid: 295) que según la propia teoría el régimen hubiera necesitado para lograr sus metas.

Por lo dicho, no llama la atención que resulte aún más difícil aplicarla a siquiera el arranque del Proceso de Reorganización Nacional en 1976. Esta dificultad ya ha sido señalada por Héctor Schamis (1991) en un trabajo que destaca las notables diferencias existentes entre los planes de 1966 y 1976 en relación a la industria, el rol del Estado y la apertura económica. Aquí nos interesa enfocarnos en un rasgo colateral a esas diferencias: la mayor distancia que el Proceso desde un comienzo estableció con los grupos de interés, incluidos los empresarios, y la exaltación manifiesta de la autonomía militar.

Ante todo, la estrategia monetarista que el primer equipo económico del Proceso, encabezado por José Alfredo Martínez de Hoz, adoptó para combatir la inflación y “reorganizar” la economía argentina, dada la prioridad otorgada a lograr un equilibrio de los agregados monetarios, abriendo la cuenta de capital, independientemente de los costos más o menos circunstanciales que eso pudiera tener para el nivel de actividad de determinados sectores, supuso de por sí una toma de distancia de los grupos de interés, incluidos los más afines al régimen. La relevancia de esa toma de distancia queda, además, del todo a la luz cuando atendemos al hecho de que fue precisamente por esa característica “disciplinaria” del programa monetarista que la cúpula militar, más allá de las diferencias y reservas que existieran en otros terrenos entre sus integrantes, lo adoptó como propio (Canitrot 1980, 1983).

Es importante destacar además que, a mediados de los años setenta, el monetarismo no era para nada una doctrina difundida ni aceptada por el empresariado local. Ella contradecía aspectos medulares de su sentido común. Incluso del de sus sectores más liberales y aperturistas, que por tradición atendían con exclusividad a los equilibrios comerciales y no consideraban conveniente prescindir ni del control de cambios ni de la regulación estatal del crédito y el movimiento de capitales. El hecho de que la política antinflacionaria adoptada desde 1977 combinara libertad financiera y control de cambios, con una tasa decreciente de devaluación, puede estimarse como una suerte de transacción entre el afán disciplinador con que el equipo económico adoptó el monetarismo, y ese sentido común empresario (y del público en general): aquel intentó así convencer a estos de que el equilibrio de los flujos de capital se iría ajustando a una tasa declinante de inflación, contra sus expectativas fundadas en la experiencia, y contra la inercia propia del fenómeno inflacionario. Y que se nutrirían al mismo tiempo del persistente desequilibrio en las cuentas públicas y la muy gradual y despareja reducción de aranceles (derivados tanto de lobbies militares y empresarios, como de la fuerza de la tradición). En una pulseada que sometería a una creciente tensión al conjunto del sistema financiero.

Por otro lado, si bien tras la descomposición de ACIEL en 1973, su heredera, APEGE (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias), que reunió a la SRA, CRA, la Bolsa de Comercio, la Cámara de Comercio, la Cámara de la Construcción, ADEBA y parte de la UIA, dio aliento al golpe de Estado de marzo de 1976 (por medio de un sonado lock out de fines de 1975, entre otras iniciativas), y validó los primeros pasos y el programa económico del nuevo experimento militar, no hay que olvidar que esta nueva entidad de cúpula fue disuelta, por impulso del propio régimen, antes de que concluyera su primer año de vida, y varios de sus integrantes fueron intervenidos o desactivados. Los militares se arrogaban ahora el derecho a imponer las soluciones que creyeran necesarias “de arriba hacia abajo” y no esperaron de la sociedad, incluidos los sectores más afines con sus planes, otra cosa que obediencia. Se lanzaron a perseguir esas soluciones con un máximo de autonomía. Lo que volvería sus disputas internas, intensificadas desde los años de Onganía, más difíciles de contener.

En cuanto al caso específico del CEA, del cual Martínez de Hoz fue presidente hasta que asumió como ministro, siguió siendo vocero del apoyo global de los grandes capitalistas al régimen. Pero es forzado deducir de eso su nivel de influencia. La gestión de Martínez de Hoz se caracterizó también por aspirar a la máxima autonomía posible tanto frente a los grupos de interés como a los propios cuarteles, contra las presiones facciosas que de ellos recibía, y que en importantes terrenos (como el gasto público, el manejo de las empresas del Estado y la apertura comercial) lograron en ocasiones torcerle el brazo. Lo que redundó en una marcada inestabilidad de las reglas de juego cambiarias, financieras y comerciales. Además, la orientación liberalizadora en esas áreas convivió con la continuidad en la promoción de emprendimientos sustitutivos, en particular en bienes intermedios y para algunas economías provinciales. Políticas que expresaron tanto las preferencias de algunas de las facciones militares en pugna, como los reclamos empresarios por estas canalizados, procedentes de cámaras sectoriales o de firmas particulares, que lograban un eco muy desigual según se procesaran a través de otras áreas del Ejecutivo nacional, las gobernaciones de provincias beneficiarias o, más comúnmente cuando el régimen se consolidó, de la Comisión de Asesoramiento Legislativo, su órgano legislador (Bonvecchi y Simison 2018). En suma, una red intrincada de mecanismos de mediación que, junto a la desactivación de las entidades gremiales, agravó la ya desde antes marcada fragmentación del campo empresario, y la incertidumbre sobre la conducta que habrían de adoptar las autoridades, favoreciendo solo a algunos de los grupos diversificados: aquellos que combinando todos esos instrumentos lograron sacar el mayor provecho y minimizar los costos del complejo mix de políticas resultante, cuyas inconsistencias habrían de estallar en sucesivas oleadas de crisis a partir de 1980.

¿Cuál es el saldo, en suma, del largo período que va de 1966 a 1983, en que desde el Estado se buscó abiertamente, a través de diversos instrumentos, pero siempre con gran aporte de recursos públicos, fortalecer la cúpula empresaria local? Cabe considerarlo al mismo tiempo previsible y paradójico: se beneficiaron algunas viejas compañías de la cúpula e ingresaron a ella algunas nuevas y otras hasta entonces de menor volumen, pero activas en sectores favorecidos; aunque el crecimiento más importante se dio entre las que absorbieron a otras firmas en problemas y así aumentaron su participación en los mercados locales, recibieron contratos públicos o adquirieron los activos de multinacionales en retirada, y en general entre las que diversificaron sus negocios. Es decir, resultó premiado el privilegio del capital líquido, que permitió aprovechar los fuertes cambios de precios relativos y las oportunidades para ganar posiciones en distintos mercados domésticos, y el contacto particularista con el sector público para captar rentas extraordinarias.

Y todo esto sucedió sin que se resolvieran los problemas de la etapa anterior, la crónica inestabilidad macroeconómica, la escasa capacidad de exportación y generación de divisas de los sectores industriales más modernos (ellas crecieron muy paulatinamente, y solo en algunas ramas de bienes intermedios, por lo que los problemas de cuenta corriente continuaron), y la aun más escasa capacidad de acción colectiva de esos sectores y del campo empresario en general, sobre todo para la representación de sus intereses más amplios y darse una voz política. Con el agravante de que hacia el final del período sus componentes fortalecidos tendrían aun menos capacidad que antes de impulsar el crecimiento del resto de la economía y contribuir al establecimiento de reglas de juego medianamente estables. Tanto por limitaciones propiamente económicas como por sus agudos déficits de legitimidad, pública y sectorial, debido a la naturaleza del proceso que los había encumbrado. Y es que, volviendo a las relaciones entre la cúpula empresaria y la política, el dato más destacado había sido que el éxito o fracaso de las compañías dependió por sobre todo de decisiones de gobierno, en particular de ventajas muy puntuales sobre créditos, comercio, subsidios, impuestos y contrataciones con el sector público.

Como explicó poco tiempo después Jacques Hirsch, presidente de la UIA, “muchos ineficientes tienen una salud más robusta en 1981 que en 1976, y muchas empresas eficientes están muriendo o ya han muerto” (citado en Villarreal 1987: 246). Y la razón era bien sencilla, según la explicación que en inesperada coincidencia brindarían Jorge Schvarzer y Fulvio Pagani. El historiador económico la remitió a una elocuente respuesta recogida de un inversor muy activo en esos años: “resulta mucho más redituable para el empresario contar con un fluido acceso al poder o a los mecanismos habituales de presión, en lugar de incorporar tecnología moderna o cualquier otro esfuerzo tendiente a mejorar el aparato productivo” (1983: 412). En tanto para el presidente de Arcor el problema era que “como consecuencia de esta tendencia los empresarios han sido impulsados a dedicar más esfuerzo al lobby que al aumento de la eficiencia en la producción” (citado en Ostiguy 1990: 306). En suma, una intensa, opaca y muy particularista politización de las relaciones público-privadas se había instalado en el país, y a través suyo no se lograba precisamente compatibilizar el poder estructural de los grandes actores empresarios con su influencia política como actor colectivo, sino más bien al contrario, su divorcio se volvía más agudo.

V. Conclusión: politización y soluciones hegemónicas y pluralistas para la Argentina

Al revisar la literatura sobre el papel de los grandes empresarios en las dificultades económicas y políticas que el país atravesó desde mediados de siglo pasado hemos identificado dos hipótesis básicas. Que nos sirvieron de guía para someter a crítica dicha literatura.

En primer lugar, la hipótesis de la hibridación o diversificación inhibitoria, según la cual la tendencia de los inversores a privilegiar la movilidad de su capital entre sectores y actividades, para captar rentabilidades de corto plazo nacidas de variaciones en los precios, dificultó el avance de la industria vía ganancias de productividad, y colateralmente, alentó políticas inconsistentes con su promoción y limitó la autonomía de los industriales frente a otros sectores del capital, principalmente el agropecuario, al mismo tiempo que, más en general, limitó la autonomía del sector público y la implementación de políticas económicas sostenibles. La diversificación habría conspirado, por estos distintos canales, contra la modernización de la economía y el establecimiento de un orden político más estable, porque la especulación y el cortoplacismo a ella asociados habría reproducido y profundizado la inestabilidad que ya desde un comienzo diera marco al proceso de industrialización.

Hemos visto, sin embargo, que ni la diversificación fue un rasgo especialmente marcado en el empresariado argentino en los comienzos de este ciclo de inestabilidad, ni es fácil precisar las conexiones causales entre ella y estos otros fenómenos a los que se alude como sus consecuencias. También encontramos que, más que una integración excesiva entre los intereses sectoriales en la cúpula empresaria, lo que dificultó su acción y organización colectiva en sustento de políticas de desarrollo sostenidas en el tiempo parece haber sido lo contrario, la falta de integración. Lo que es consistente con el hecho de que la actividad gremial en defensa de intereses por sector ha sido tradicionalmente mucho más intensa y rentable (mencionamos como indicadores al respecto la abundancia de cámaras sectoriales y su rol en la negociación de los regímenes especiales que proliferaron desde fines de los años cuarenta), que la acción política de las organizaciones de representación más amplias e integrales.

También concluimos del análisis de la secuencia entre estos distintos fenómenos que la diversificación fue más un resultado que una causa: ella es mucho más marcada al final del período, gracias a la consagración de los grupos económicos locales como actores predominantes, tanto de la cúpula como del campo empresario en general, que, en el comienzo del mismo, cuando esos grupos fueron más bien fenómenos puntuales y los sectores de actividad más dinámicos estaban inclinados a la especialización. Otro buen motivo para atender a otras fuentes de la inestabilidad.

En segundo lugar analizamos la hipótesis del empate catastrófico, según la cual la sociedad y la política habrían enfrentado una crisis de hegemonía a partir de la emergencia del peronismo, por el equilibrio relativo entre dos bloques de poder, uno en torno a los viejos actores dominantes, los terratenientes y demás beneficiarios del modelo agroexportador, y otro a la industria sustitutiva, que alternativamente ocuparon el Estado pero no lograron destrabar la situación a su favor de forma definitiva o siquiera duradera. Lo cual habría tenido un efecto dilemático en el empresariado, en particular en los grandes industriales de capital doméstico, llamados a completar el proceso de modernización económica del país, “protagonizar el desempate”. Pero que alternativamente se aliaron con uno u otro bloque, en función de intereses momentáneos, reviendo esas alianzas cada vez que emergieron tensiones en dichos bloques, y aquellos reevaluaron las prioridades entre esos intereses.

La contrastación de estos argumentos con el desarrollo de los procesos económicos y políticos del período nos condujo a relativizar la cuestión del “empate” y poner el acento en la debilidad de los recursos e instituciones del Estado para gobernar la economía, y la contribución en esa debilidad de un patrón de relaciones público-privadas dominado por la politización, el particularismo y el coyunturalismo. Del que, nuevamente, la dispersión del sector empresario parece haber sido una consecuencia directa. Y que ayuda a entender por qué el equilibrio de fuerzas descrito como “crisis de hegemonía” no favoreció soluciones pluralistas sino más bien alimentó la inestabilidad y la desinstitucionalización de las reglas económicas más básicas.

Y la revisión de esta tesis tiene aún otras implicancias: El supuesto que la acompaña es que la solución para los problemas de inestabilidad y subdesarrollo que cada vez más agudamente enfrentaba el país se encontraría una vez que se destrabara la situación de equilibrio, o dicho de otro modo, cuando se asegurara el predominio de una de las coaliciones en pugna, y ella creara incentivos claros y duraderos para que se enfocaran las inversiones y se distribuyeran los recursos disponibles según sus necesidades de reproducción. Una solución, en suma, hegemónica (“normalizada” u “ordenada”, según la terminología que prefiere O’Donnell), que pudiera “profundizar” y “completar” el proceso de industrialización. El juego pluralista podría resurgir una vez que esa hegemonía hubiera realizado sus tareas fundamentales, y los cambios se hubieran vuelto irreversibles, no antes.

Esta lectura se sustenta en las teorías de la dominación social que, no hace falta decir, gravitaban “hegemónicamente” en la academia local, en particular en los estudios sociológicos, durante el período que estamos considerando. Incluso en la versión más sofisticada que ofrece O’Donnell, esa perspectiva es la predominante: si bien se combina con un enfoque pluralista e institucionalista de los procesos políticos, el autor no se cuestiona cuál es la “determinación en última instancia” de los mismos. Así encontramos que, tras analizar con aquellos instrumentos más flexibles los avatares de la lucha política, los circunscribe, en base a estos conceptos más rígidos, en un cuadro general que explica finalmente tanto los éxitos como los fracasos por la búsqueda de parte de la gran burguesía de una vía para “restablecer su dominación social”.

Desde esta perspectiva una solución pluralista, es decir, una fórmula institucional capaz de convertir en una fuente de estabilidad el equilibrio relativo entre los intereses en pugna, a través del compromiso entre ellos en el sostén de reglas de juego económicas e institucionales generales, no es vista siquiera como una posibilidad. Y no llama la atención, por tanto, que tampoco se consideren ni valoren los componentes pluralistas y de compromiso que en alguna medida formaron parte de los proyectos en danza en el período, incluso de los autoritarios. Como fue el caso de la Revolución Argentina, con sus esfuerzos por satisfacer simultáneamente los puntos de vista de las distintas facciones militares, y de distintos sectores empresarios. Precisamente la desigual fortuna en lograr estos compromisos en el caso argentino de fines de los años sesenta y en el brasileño a él contemporáneo sirve para entender los resultados también desiguales de ambos proyectos autoritarios, tanto para el empresariado como para los propios militares (Sikkink 1993, 2009). Como dijimos, no es tan sorprendente que esta literatura haya reproducido las ideas y los enfoques que predominaban en los años sesenta y setenta del siglo pasado, tanto en la academia como en la vida pública. Sí lo es, en cambio, que sus juicios y conclusiones hayan seguido plenamente vigentes por mucho tiempo más, pese a la democratización, la modernización de las ciencias sociales y, sobre todo, pese a los valiosos aportes realizados por la historia política, social y económica en décadas más recientes, que como hemos visto aquí relativizaron o impugnaron los supuestos empíricos sobre los que se asentaron las tesis del empate y de la diversificación.

Esta resiliencia es ostensible en el modo en que buena parte de la literatura más reciente ha considerado los cambios registrados tanto en las políticas económicas como en las relaciones público-privadas desde 1983, así como sus continuidades. La gestión de Raúl Alfonsín ha tendido a considerarse, así, como un experimento “indeciso” entre darle continuidad a la “predominancia” de los intereses de los grandes grupos económicos supuestamente legada por la última dictadura, o reconstruir el “polo sustitutivo”. El menemismo y sus reformas de mercado, como la consagración y profundización de aquella predominancia. Y el proceso económico posterior a 2001 como su reversión, cuyas dificultades para completarse y perdurar se atribuyen, siguiendo la misma lógica, a la persistencia de los factores aquí analizados, la diversificación de inversiones y el privilegio de conductas cortoplacistas por parte de los sectores industriales favorecidos, y el bloqueo practicado por los “actores tradicionales” perjudicados. Cuya máxima expresión, sin mayor esfuerzo, se encuentra, respectivamente, en la ausencia de una política más decidida para “profundizar la sustitución de importaciones”, y en las protestas protagonizadas en 2008 por las entidades agropecuarias contra las retenciones móviles (al respecto, Azpiazu y Notcheff 1994, Castellani 2016, Pucciarelli y Castellani 2017, Vommaro 2019).

En síntesis, de este modo, se vuelven inteligibles los procesos políticos y económicos de la etapa democrática proyectándolos sobre un escenario que viene dado, es en esencia siempre el mismo y asigna papeles bien determinados a cada actor y a sus “reencarnaciones”. Lo que resulta finalmente, en términos analíticos, en una repetición recurrente de la misma explicación, sean cuales sean los acontecimientos, cambios y conflictos que estén en danza. Y se corresponde muy ajustadamente con lo que se ha denominado, en otros contextos, mito o ideología.

Este modo de proceder ofrece sin duda algunas ventajas, entre ellas, la certidumbre de los resultados explicativos. Y ha demostrado ser, en alguna medida por esas ventajas, muy influyente sobre los actores políticos y sectoriales. Algo muy necesario en un contexto de incertidumbre e inestabilidad crónica como ha sido el de la democracia argentina de las últimas décadas. Más allá de esta utilidad práctica, al menos aparente, ¿a qué factores específicamente analíticos cabría atribuir la resiliencia de estas tesis? En parte, a que, como hemos visto en este trabajo, ellas explican sin duda una porción no menor de los problemas que tienen delante. Pero en parte también a que los aspectos menos asimilables a sus argumentos pueden ser, gracias a su carácter mítico o ideológico, sistemáticamente ignorados o subestimados.

Los problemas de acción colectiva de los empresarios son un ejemplo de esto último y no es casual que su estudio haya sido comparativamente pobre en nuestro país. Lo mismo puede decirse sobre las tensiones entre el poder estructural y la capacidad de influencia de esos actores, algo que es particularmente problemático en el caso de las elites de negocios. Y otro tanto de sus conexiones con la frágil gobernabilidad económica. En este trabajo hemos intentado hacer un aporte para reparar algunas de esas falencias. Que puede servir no sólo para comprender mejor el período en el que la literatura escogida se elaboró y se enfocó, si no también el proceso histórico posterior. En relación a esto último cabe preguntarse, ¿qué cambió de esos problemas con la transición democrática de los años ochenta? La literatura aquí revisada no es tampoco buena guía para responder esta pregunta, porque lo fundamental que cambió, aunque lentamente y no sin inconvenientes, fueron los mecanismos de traducción del poder estructural en influencia, en el marco de un notable avance en dirección al establecimiento de un sistema pluralista.

La elite empresaria local atravesó con dificultades las sucesivas crisis que desde 1981 golpearon la economía argentina. Y en particular esas dificultades fueron más graves para sus actividades y componentes industriales, hasta entonces el núcleo de sus sectores modernos y modernizadores. Pero, en compensación, la extinción del poder militar y la centralidad que adquirió desde entonces la política de partidos le ofrecieron canales más legítimos, amplios y estables para influir en la toma de decisiones. Lo que para la gestión de la economía resultó un recurso fundamental, dado el simultáneo debilitamiento del Estado que también se siguió de esas crisis.

De todos modos, la debilidad de la acción colectiva de la cúpula empresaria, y en particular la de sus entidades más políticas y de representación más amplia siguió siendo un rasgo distintivo de nuestro país, en comparación con nuestros vecinos, en que la democratización supuso la simultánea consolidación de un rol público y más institucionalizado del gran capital en la toma de decisiones de gobierno (Schneider 2010). En Argentina, en cambio, los gobiernos siguieron extrayendo ventajas circunstanciales de la informalidad y el particularismo, y se esmeraron poco y nada para superarlos. En tanto la inestabilidad, por la reiteración de las crisis y los cambios subsecuentes de reglas de juego, así como por esa misma persistencia de las soluciones coyunturales y particulares como mecanismo privilegiado en las relaciones público-privadas, hizo lo suyo para que la situación se reprodujera.

Cuánto influyó todo esto en las dificultades para crear instituciones más sólidas de gobierno de la economía es algo que escapa a las posibilidades de este análisis. Pero podemos suponer que ese efecto no fue menor, extendiendo lo que hemos discutido sobre las décadas anteriores.

No casualmente, la diversificación de negocios, como hemos visto, se tornó una apuesta aún más necesaria y vital para la elite económica en este marco. Eso no impidió que los actores más exitosos fueran socios centrales de los gobiernos democráticos, por su capacidad de inversión, tributación y exportación. Pero sí dificultó que se establecieran compromisos institucionales efectivos, orientados por reglas de juego generales, con ellos.

En cuanto a la hipótesis del empate catastrófico, era evidente ya desde una década antes de la transición democrática que el equilibrio postulado entre “bloques sociales” en pugna, si alguna vez había existido, era cosa del pasado. De todos modos, poco impactó esto en la remoción de las dificultades para llegar a acuerdos sobre reglas de juego económicas, y sostenerlos en el tiempo. Antes bien, puede decirse incluso que la democratización estuvo acompañada de un agravamiento de esas dificultades, lo que se reflejó en la mayor intensidad del fenómeno inflacionario y los sucesivos ajustes caóticos que enfrentó la economía desde 1983.

Con lo cual se ha vuelto más evidente que lo que estaba, y en alguna medida sigue estando, en el origen de estos inconvenientes no era un “empate”, una cierta relación de fuerzas entre actores sociales supuestamente irreconciliables entre sí, sino una falencia de orden institucional: la falta de confianza y de respeto de reglas básicas, cualquiera sea la relación de fuerzas entre los actores particulares, y entre ellos y el sector público. Y que, si esa falencia persistía, y seguía expresándose en una intensa conflictividad, a la vez política y distributiva, había sido más que nada por factores propiamente políticos e institucionales. En particular, por la conflictiva politización que seguía signando las relaciones económicas, tanto entre empresarios, asalariados y consumidores, como entre distintos sectores empresarios.

Fruto de este cuadro de situación, el coyunturalismo y el particularismo han seguido dominando las relaciones público-privadas, y actuando como refugio para los actores a ella sometidos. Cuya utilidad quedaría una y otra vez ratificada durante y después de las cíclicas crisis que la economía padeció. Y que también reprodujeron la preferencia por la diversificación y el privilegio del capital líquido. En lo que se vuelve a verificar que estos se tornan problemáticos no tanto por sí mismos, como por su combinación con el ambiente institucional descrito.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco los comentarios de Alejandro Bonvecchi y de Vicente Palermo a una versión preliminar del mismo, así como las sugerencias de un revisor anónimo. E-mail: marcosnovaro@gmail.com.

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