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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.26 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2021

 

Artículo

PARTICIPACIÓN SOCIAL Y GESTIÓN DEL HÁBITAT: FORMAS Y TIPOS DE PARTICIPACIÓN EN LA EXPERIENCIA DE AMÉRICA LATINA

María Mercedes Di Virgilio* 

* Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires Conicet, Argentina. E-mail: mercedes.divirgilio@gmail.com.

Resumen

La Nueva Agenda Urbana compromete a los países a la implementación de políticas de vivienda que incorporen la planificación participativa. La propuesta plantea la participación de las poblaciones en la gestión de infraestructuras y servicios urbanos, promoviendo su involucramiento en políticas urbanas inclusivas y propiciando el desarrollo urbano y territorial sostenible. En particular, promueve la participación en los procesos de gestión del hábitat y en la implementación de las políticas públicas orientadas al sector. En este marco, el trabajo reflexiona sobre los desafíos que estos lineamientos suponen para los procesos de producción de vivienda (en particular, aquella destinada a los sectores de menores ingresos) y de gestión del hábitat en las ciudades de América Latina y el Caribe. Para ello, se interroga sobre ¿cuáles son las formas de participación que se pueden observar en los procesos de gestión del hábitat popular?,

¿qué escenarios de participación se configuran en torno a la gestión del hábitat popular en los países de América Latina?, ¿ómo esos escenarios favorecen (o no) el involucramiento efectivo de las comunidades en la gestión del hábitat?

Se trata de un estudio descriptivo que se apoya en la revisión bibliográfica de trabajos publicados en revistas nacionales e internacionales y en libros del área de las políticas públicas y del urbanismo. El trabajo con la bibliografía se articuló con resultados de investigaciones propias que tuvieron y/o tienen a las políticas de producción del hábitat como objeto privilegiado de análisis. La estrategia analítica se apoyó en la recuperación de casos documentados en las publicaciones con base en los cuales se reconstruyeron escenarios típicos de gestión del hábitat que incorporan componentes participativos. La mención a experiencias de países como Argentina, Chile, Ecuador o México obedece a la recurrencia con la que las mismas son tratadas en la bibliografía. De este modo, busca dar cuenta de los rasgos y las características que definen las lógicas de participación, indagando en las formas y los grados de involucramiento de los distintos actores en la implementación de las políticas públicas.

Palabras clave: participación; procesos de gestión del hábitat; políticas urbanas; Nueva Agenda Urbana

Abstract

The Nueva Agenda Urbana commits countries to the implementation of housing policies that incorporate participatory planning. The proposal proposes the participation of the populations in the management of urban infrastructures and services, promoting their involvement in inclusive urban policies and promoting sustainable urban and territorial development. Inparticular, it promotes participation in habitat management processes and in the implementation of public policies oriented to the sector. In this framework, the work reflects on the challenges that these guidelines pose for the processes of housing production (in particular, that destined to the lower-income sectors) and of habitat management in the cities of Latin America and the Caribbean. To do this, it asks what are the forms of participation that can be observed in the popular habitat management processes? What participation scenarios are configured around popular habitat management in Latin American countries?

How do these scenarios favor (or not) the effective involvement of communities in habitatmanagement? It is adescriptive study that is based on the bibliographic review of works published in national and international journals and in books in the area of public policy and urban planning. The work with the bibliography was articulated with the results of own investigations that had and / or have habitat production policies as a privileged object of analysis. The analytical strategy was supported by the recovery of cases documented in the publications, based on which typical habitat management scenarios that incorporate participatory components were reconstructed. The mention of experiences from countries such as Argentina, Chile, Ecuador or Mexico is due to the recurrence with which they are treated in the bibliography. In this way, it seeks to account for the features and characteristics that define the logics of participation, investigating the forms and degrees of involvement of the different actors in the implementation of public policies.

Key words: Participation; habitat management processes; urban policies; New Urban Agenda

I. Introducción: la nueva agenda urbana y la participación social en la gestión del hábitat en América Latina

La Nueva Agenda Urbana (NAU)1 es el documento que surge del acuerdo concretado entre los países que suscribieron a la Conferencia HABITAT III (Naciones Unidas 2017), llevada a cabo en octubre de 2016 en Quito. La NAU constituye una guía para orientar los esfuerzos en materia de desarrollo de las ciudades, con el objeto de proponer líneas de acción para los próximos veinte años con foco en un amplio abanico de actores: Estados, líderes urbanos y regionales, donantes, programas de las Naciones Unidas, organizaciones sociales y la sociedad civil en general.

Entre sus lineamientos, la NAU compromete a los países a la implementación de políticas de vivienda “en las que se incorpore la planificación participativa y se aplique el principio de subsidiariedad2, a fin de asegurar la coherencia entre las estrategias de desarrollo, las políticas sobre la tierra y la oferta de vivienda” (Naciones Unidas 2017: punto 105). Como parte de esta propuesta, uno de los aspectos centrales del acuerdo plantea la participación de las poblaciones en la gestión de infraestructuras y servicios urbanos, promoviendo su involucramiento en políticas urbanas inclusivas y propiciando el desarrollo urbano y territorial sostenible a partir de las mismas. Sobre estos principios, la NAU propone promover la participación en los procesos de gestión del hábitat, en general, y en la implementación de las políticas públicas orientadas al sector, en particular.

En este marco, el trabajo intenta reflexionar sobre los desafíos que estos lineamientos suponen para los procesos de producción de vivienda (en particular, aquella destinada a los sectores de menores ingresos) y de gestión del hábitat en las ciudades de América Latina y el Caribe. Para ello, se interroga sobre ¿cuáles son las formas de participación que se pueden observar en los procesos de gestión del hábitat popular? ¿Qué escenarios de participación se configuran en torno a la gestión del hábitat popular en los países de América Latina? ¿Cómo esos escenarios favorecen (o no) el involucramiento efectivo de las comunidades en la gestión del hábitat?

A fin avanzar en la respuesta a estas preguntas, el trabajo parte del análisis de los modos de organización social y de las redes de ayuda mutua que intervienen como estrategias cotidianas para el acceso al hábitat entre las familias de menores ingresos (Di Virgilio y Rodríguez 2013, Di Virgilio 2000)3 y de las articulaciones de dichas experiencias con las políticas públicas. Asimismo, reflexiona en torno al concepto de participación a fin de abordar las diferentes experiencias con una lente que nos permita dar cuenta de las limitaciones y potencialidades de dichos procesos.

Se trata de un estudio descriptivo que se apoya en la revisión bibliográfica de trabajos publicados en revistas nacionales e internacionales y en libros del área de las políticas públicas y del urbanismo. El trabajo con la bibliografía se articuló con resultados de investigaciones propias que tuvieron y/o tienen a las políticas de producción del hábitat como objeto privilegiado de análisis4. La estrategia analítica se apoyó en la recuperación de casos documentados en las publicaciones con base en los cuales se reconstruyeron escenarios típicos de gestión del hábitat que incorporan componentes participativos. La mención a experiencias de países como Argentina, Chile, Ecuador o México obedece a la recurrencia con la que las mismas son tratadas en la bibliografía. De este modo, se buscó dar cuenta de los rasgos y las características que definen las lógicas de participación, indagando en las formas y los grados de involucramiento de los distintos actores en la implementación de las políticas públicas. De este modo, si bien la tipología a la que se arriba no es necesariamente exhaustiva, la clasificación sistematiza la heterogeneidad presente en numerosas ciudades y países a lo largo y ancho de la región.

Ante de avanzar más francamente en el desarrollo del trabajo y de pensar sobre la factibilidad de implementar los lineamientos de la NAU en las realidades latinoamericanas y del Caribe, resulta imprescindible señalar que la participación en la gestión del hábitat entre los sectores de menores ingresos no es una novedad, sino una experiencia cotidiana. De hecho, la autoproducción del hábitat -que es la principal fuente de producción de suelo y vivienda entre los sectores populares urbanos de la región- se sostuvo (y aún hoy se sostiene), en gran medida, en procesos colectivos. Es por ello por ello que, a la hora de reflexionar sobre los procesos de participación social en las políticas públicas de construcción del hábitat -tal como lo propone la NAU-, resulta fundamental considerar los mecanismos de autoproducción y las experiencias de participación existentes.

II. ¿Qué significa participar en la gestión del hábitat?

La participación como principio de formulación de las políticas públicas se ha convertido en un paradójico lugar de consenso para las diferentes vertientes ideológicas. En este sentido, la “participación” aparece como un mandato propuesto por los organismos multilaterales de crédito, así como por las agencias gubernamentales encargadas de diseñar y ejecutar políticas, a la vez que emerge como una demanda sostenida por las organizaciones sociales y la población en general. Este aparente consenso ha dado lugar a que la idea de participación haya funcionado como principio central en la formulación de políticas públicas en los últimos años. Sin embargo, el consenso formal sobre su importancia, encuentra muchas veces limitaciones en un desacuerdo real entre los actores a la hora de concebir los alcances y potencialidades de la participación -dando lugar a fuertes disputas por definir los lugares y sentidos de la misma (Latapí Sarre 2005)-. Es posible pensar que, este desacuerdo se sostiene en la complejidad del concepto y en la multiplicidad de sentidos asociados al mismo.

En primero lugar, es posible señalar que la participación supone una articulación entre una práctica individual y otra colectiva. Es decir, implica reconocer una “articulación entre la lógica de actuación individual y la lógica de actuación colectiva en un ámbito público” (Di Virgilio 2011: 6). Desde este punto de vista, pensar la participación implica considerar el origen de la misma en un acto de voluntad individual que supone la decisión del individuo de interactuar con otros en una actividad pública. A su vez, es posible agregar que esta acción voluntaria resulta de una evaluación, realizada por los sujetos, sobre los costos de la participación (tiempo, esfuerzo personal, perjuicio por dejar de realizar otras actividades, etc.) en función del valor que asigna a los beneficios (materiales o simbólicos) que espera obtener de dicha participación. Sin embargo, esta decisión individual no es condición suficiente para el desarrollo de procesos participativos. La participación supone, además, que las voluntades individuales se articulen en una acción colectiva y organizada. Son, precisamente, los procesos de acción colectiva, con diferentes grados de organización e inscriptos en la arena pública, en donde se procesan decisiones acerca de acontecimientos que afectan la vida cotidiana de los actores involucrados.

En torno a este punto, Edgerton et al. (2000)5 destacan que la participación es un proceso que permite a los actores sociales influenciar y compartir el control de las iniciativas y decisiones, así como también de los recursos que los afectan. Los autores señalan que quienes intervienen en este tipo de proceso pueden estar organizados previamente al inicio del mismo o bien constituirse como colectivo en el proceso mismo de participación. De este modo, es posible distinguir la participación concebida como un fin en sí mismo, como un medio que permite la obtención de nuevos objetivos o como recurso que puede utilizarse en futuros procesos de toma de decisión (Oakley 1991, Morgan 2001). Retomando estas ideas, Morgan (2001) asocia la concepción de la participación como medio con una perspectiva utilitaria de la participación, mientras que la participación como fin estaría ligada una perspectiva democrática de la misma en tanto amplía el espacio de toma de decisiones en las instituciones6 e incluso mejora las relaciones de convivencia entre los habitantes de una comunidad específica (ver también Relinque Medina et al. 2014). Sobre este punto, algunos enfoques dan cuenta de la participación como un recurso local que permite la sobrevivencia dentro de los contextos de pobreza, mientras que otras perspectivas resaltan el aspecto orientador que la participación puede tener para la transformación social (Oakley 1991).

Otro aspecto importante a considerar es la duración de los procesos de participación. En este sentido, algunos autores (Edgerton et al., en Irarrazabal, 2005) sostienen que, para poder hablar de participación es necesario que el involucramiento de los individuos y grupos en la acción pública no se remita a un hecho puntual y aislado, sino que la participación constituye en sí misma un proceso en el cual los interesados influencian y comparten el control de las iniciativas, de las decisiones y de los recursos que los afectan. Como señala Vázquez et al (2003), en la medida en que se concibe a la participación como un proceso, es posible reconocer en su desarrollo diversos niveles o gradientes de participación. Sobre este aspecto, estos autores reconocen dos niveles básicos de participación: un primer nivel, denominado participación simbólica, en el cual la participación se asimila a la utilización de servicios públicos e incluye actividades de información y consulta. Y un segundo nivel, denominado control ciudadano, que involucra un proceso que comienza con la colaboración e incluye la delegación de poder. El control ciudadano expresa la posibilidad de que se produzca un ejercicio de poder decisorio, solidario y compartido por parte de la sociedad. Asimismo, este último supone una exigencia mayor para el participante, en la medida en que requiere el cumplimiento de una serie de requisitos como conocimiento, autonomía, conciencia de intereses, capacidad de liderazgo y de gestión, etc.

Desde este abordaje institucional de la participación, Cunill Grau (1991) propone definir la participación como las “experiencias de intervención de los individuos y los grupos en actividades públicas para hacer valer sus intereses sociales”. La misma constituye “un medio de socialización de la política” que supone la apertura de espacios y mecanismos de articulación entre el Estado y los actores sociales, así como la creación de instrumentos y procedimientos gubernamentales puestos a disposición de los ciudadanos y los grupos para facilitar su intervención en los asuntos públicos (Cunil Grau, 1991: 263). En consonancia con esta perspectiva, algunos autores (Hernández 2013, Restrepo 2001) resaltan la participación social como un proceso por el cual la sociedad civil interviene en los asuntos públicos que tradicionalmente competen al Estado. Es desde este punto de vista que para entender la participación Montecinos Montecinos (2005) pone especial énfasis en los mecanismos institucionales a través de los cuales se puede enmarcar esta participación. En especial, este autor pone especial atención en la experiencia chilena de participación municipal, la cual aparece como la contrapartida de la descentralización estatal7.

Esta perspectiva pone de relieve dos elementos fundamentales que es necesario considerara la hora de pensar la participación enmarcada institucionalmente: por un lado, la intervención de los individuos y grupos en actividades públicas, en función de hacer valer sus intereses sociales y, por el otro, supone la apertura de espacios y mecanismos de articulación entre el Estado y los diversos actores sociales, así como la creación de instrumentos y procedimientos gubernamentales puestos a disposición de los ciudadanos y los grupos para facilitar su intervención en los asuntos públicos. Desde este enfoque, la participación aparece como originada en dos posibles vertientes: por un lado, puede tener su origen en acciones emanadas desde la sociedad civil que crea mecanismos de intervención y espacios de intermediación con el sistema político, en la búsqueda de influencia; por el otro, puede surgir de una acción específica convocada por el Estado, a partir de la cual se generan espacios institucionales que permiten a los individuos y los grupos tomar parte en los asuntos públicos (Alvarez Enríquez 2002)8. Obviamente estos dos orígenes no se contradicen entre sí, siendo muchas veces uno el catalizador del otro. En este sentido, en algunas oportunidades, la participación puede trascender los márgenes institucionales en los que se enmarca (Martínez López 2006). De este modo, podemos comprender la participación como el “proceso a través del cual las personas identifican problemas, proponen y negocian alternativas de resolución, entendiendo que para cada problema existe un abanico de posibles soluciones y que cada alternativa puede responder de manera precisa -o no- a los intereses de determinados actores sociales” (Zapata 2018: 109).

En relación a la participación convocada por el Estado, en el marco de políticas o programas públicos, ésta puede tomar diferentes sentidos y grados: desde la incorporación de “componentes participativos” limitados a la implementación de los programas hasta la constitución de “escenarios multiactorales” o de “control ciudadano”. En este marco, es posible reconocer algunas condiciones que propician la participación popular. En primer lugar, el acceso o disponibilidad de mecanismos de participación es una condición necesaria (pero no suficiente) para que sea posible una participación de los actores involucrados. Por otra parte, la existencia de mecanismos es insuficiente si los mismos no son utilizados. A la vez, la utilización de estos mecanismos debe implicar efectivamente cambios en las políticas públicas que los habilitan (Di Virgilio 2011: 19-28).

De este modo, los procesos participativos vinculados a la implementación de políticas públicas, en general, y urbanas, en particular, pueden analizarse en función de diferentes componentes. Con base en la propuesta de Irarrazabal (2005) y en función de nuestro análisis, destacamos algunos de estos componentes o parámetros de análisis que utilizaremos luego para generar nuestra tipología de escenarios de participación. En primer lugar, un componente central es la envergadura de la participación que el programa propicia, es decir, la cantidad de instancias o etapas en las que está contemplada la participación. Analíticamente, podemos distinguir seis etapas en las que se puede contemplar la participación: a) el diagnóstico; b) el diseño del programa; c) la asignación del presupuesto o de los recursos; d) la gestión y ejecución del programa; e) el monitoreo y control; f) evaluación de resultados. Un segundo eje o componente son el tipo de actores que son contemplados en la participación y el rol que se les asigna. En este sentido, no todos los actores deben necesariamente estar incorporados del mismo modo, ya que sus capacidades de acción y gestión son diferentes. Por otra parte, es posible considerar articulaciones con actores individuales o colectivos. En tercer lugar, podemos reconocer el nivel o extensión territorial en la que ocurre la participación, pudiendo ser esta nacional, estadual, regional, etc. Un cuarto eje lo constituyen las herramientas e instrumentos que se utilizan para que se desenvuelva esta participación. Por último, un quinto componente de los procesos de participación son las modalidades que este adquiere, que en muchos casos sintetiza algunos de los elementos señalados anteriormente. Sobre este punto, Edgerton et al. (2000) y Wandersman (1981) distinguen cuatro modalidades de participación: a) información, donde los participantes tienen acceso a información sobre el programa, que es difundida unidireccionalmente desde los ejecutores del programa, b) opinión y consulta, modalidad en la cual se contempla un diálogo entre quien realiza el programa y quienes son beneficiarios del mismo, generándose un flujo bidireccional de información, c) colaboración e involucramiento, modalidad que contempla que los beneficiarios de los programas sociales puedan, ya no sólo informarse u opinar sobre el mismo, sino ser parte del proceso de control y de la toma de decisiones. Finalmente, d) decisión y empoderamiento, que es la modalidad en la cual los actores involucrados se convierten ellos mismos en gestores del programa, implicando una transferencia del control y de la toma de decisiones, así como de los recursos.

Recuperando estas coordenadas teóricas y las experiencias desarrolladas en la región vinculadas al acceso al hábitat, en general, y a la vivienda, en particular, en los parágrafos que siguen revisitamos los procesos de participación y su alcance. Asimismo, reflexionamos, también, sobre cómo la trama de relaciones en la que participan las familias de menores ingresos para asegurarse el acceso al hábitat es contemplada en los programas de políticas públicas sectoriales.

III. Los tipos de colectivos que participan en la gestión del hábitat

Con el fin de abordar las distintas modalidades en que es posible pensar políticas públicas destinadas a la construcción y mejoramiento del hábitat que contemplen la participación popular, en el siguiente apartado propondremos dar cuenta de diferentes experiencias de gestión del hábitat popular en ciudades de América Latina y el Caribe. Para ello, en base a hallazgos realizados en investigaciones propias y de otros investigadores, proponemos realizar una clasificación de esas experiencias, con el objeto de comprender las diferentes formas que puede adquirir la participación en el marco de las políticas sectoriales.

Estos tipos o formas de articulación no deben ser entendidos como tipos puros de participación, sino más bien, como un intento por ilustrar diferentes lógicas que subyacen en los procesos de interacción social entre Estado y sociedad. Para ello, retomaremos el concepto de escenario entendido como el ámbito “social de encuentro entre individuos, grupos y fuerzas sociales y/ o políticas que permite la confrontación de opiniones, aspiraciones, iniciativas y propuestas, representativas de una gama de identidades y de intereses específicos de los cuales son portadores tales agentes” (Velásquez et al. 1992: 271). Por ello, los escenarios deben concebirse como espacios de confrontación en el que “se despliegan relaciones de poder”. Es posible entonces identificar diferentes escenarios de participación, que estructuraremos en función de los componentes propuestos por Irarrazabal (2005) y que ilustraremos con algunos casos concretos. Vale la pena advertir que las experiencias utilizadas para ejemplificar estos escenarios suponen, la mayoría de las veces, situaciones híbridas o combinaciones, en las que coexisten diferentes lógicas, por lo cual su clasificación en uno de estos escenarios no debe entenderse de un modo taxativo, sino ilustrativo, sin ninguna pretensión de reducir la complejidad de estos procesos.

a. Escenario 1: Espacios cuasi privados de gestión de la cotidianidad

Una característica propia de muchas urbanizaciones populares urbanas es la presencia de unidades y organizaciones sociales “suprafamiliares que participan y colaboran en la reproducción de las unidades domésticas. En este sentido, es habitual que las familias realicen y organicen formas colectivas de consumo como, por ejemplo, comedores u ollas populares, compras comunitarias o incluso el reparto de alimentos y elementos de uso cotidiano. Estas unidades toman en la práctica diversas formas, algunas de las cuales son respaldadas jurídicamente, pero que la mayoría de las veces se sostiene en formas de organización informales y espontaneas (Menéndez 1998: 16). En este sentido, constituyen espacios “cuasi privados”, fragmentados y atomizados de gestión colectiva de la cotidianeidad, los cuales, por otra parte, no llegan a constituirse como modelos de organización de las tareas cotidianas alternativos a la domesticidad familiar, ni a reconocerse como un espacio de acción colectiva común.

Podemos identificar estos escenarios de participación próximos a lo que Coraggio (1989) denomina como “particular privado” en tanto las acciones y decisiones surgen y se efectivizan a partir de la iniciativa individual de los vecinos hacia las instancias públicas o privadas, que se constituyen en referente obligado para la canalización de las demandas (Herzer et al. 2000). A su vez, en tanto estas actividades suelen suponer financiamiento de organismos de gobierno, estas unidades habilitan a quienes participan en ellas relaciones con referentes políticos locales intermedios (en Argentina, llamados “punteros”) quienes, a través de su inserción en el sistema institucional del Estado o de los partidos políticos, tienen acceso directo a recursos estatales. Esta práctica de reparto de recursos habilita, a su vez, intercambios de información que circula por la mediación de estos actores sociales. En este sentido, este canal de información permite, por ejemplo, el conocimiento de canales formales de distribución de alimentos o el acceso a programas sociales, constituyéndolos en protagonistas de las redes de intercambio que sostienen la vida cotidiana de los sectores de menores ingresos. La investigación de Auyero (1998), en barrios pobres del Conurbano bonaerense, acerca evidencia empírica sobre este tipo de mecanismos, destacando a su vez la importancia de estas relaciones en la red de resolución de problemas de la vida cotidiana. A su vez, estas redes de relaciones mediatizadas, suelen estar estrechamente vinculadas a las características personales de los promotores sociales y al tipo de relación que establecen con las familias beneficiarias. Podemos observar que estas relaciones habilitan a las familias, por ejemplo, acceso a los beneficios de programas sociales, permitiendo, por ejemplo, el ingreso ex post de familias no relevadas oportunamente a la nómina de destinatarios y/ o beneficiarios o a recibir raciones extras de bienes sobrantes una primera distribución o bien flexibilizar los horarios en los que habitualmente éstos se reciben (ver, entre otros, Andrenacci et al. 1999).

Los escenarios cuasi privados también se organizan para dar respuesta a las necesidades habitacionales. De hecho, las redes familiares constituyen un elemento central en torno al cual se estructuran las estrategias habitacionales de los sectores populares urbanos, constituyéndose en uno de los recursos movilizados para hacer frente a la resolución del problema habitacional (véase Cosacov, Di Virgilio y Najman 2018). En particular, las redes familiares constituyen una canal para brindar soluciones habitacionales de corresidencia o cohabitación, por ejemplo, incorporando miembros de la familia a un grupo residencial preexistente. En numerosas oportunidades, esta solución puede impactar negativamente en las condiciones habitacionales del núcleo receptor -en tanto se transforma en un factor de allegamiento interno o externo-.

También se destaca, como una forma particular de resolución del hábitat, la ocupación “por goteo” de terrenos o viviendas deshabitadas. En estos contextos, las redes familiares están presentes e intervienen activamente brindando informaciones en la búsqueda del terreno o la vivienda, así como en la financiación en aquellos casos en los que el acceso está mediado por transaccionales en el mercado informal de tierra y/o viviendas (Di Virgilio 2015, Mascarell Llosa 2002, Déchaux 1998). Un ejemplo de esta situación, la constituyen los procesos de ocupación de inmuebles vacantes o tierras en la Ciudad de Buenos Aires. Estos inmuebles son localizados a través de individuos ligados al barrio que operan como abridores de casas. En este sentido, las investigaciones sobre ocupaciones de inmuebles en la Ciudad de Buenos Aires (Herzer et al. 1997, Rodríguez 2005) ponen en evidencia que los abridores de casas son generalmente, o bien, punteros de partidos políticos que permiten, a veces mediante el pago de una suma de dinero, que las familias se instalen; o bien, familiares o conocidos ya radicados en la zona que trabajan en el aparato municipal y que allanan el camino hacia la ocupación, haciendo incluso recomendaciones sobre los sitios más convenientes a ocupar.

El accionar de los líderes locales en procesos de incorporación urbanística de asentamientos de origen informal con base en la delimitación de áreas especiales en la ciudad Recife, Brasil -denominadas Zonas Especiales de Interés Social (ZEIS)9- parece alinearse, también, con una lógica de organización de escenarios cuasiprivados de gestión de la vida cotidiana. Dichos procesos preveían mecanismos de participación de los ciudadanos. Sin embargo -tal y como lo muestra de Souza et al (2013)- tales mecanismos se utilizaron más bien para “desmovilizar a los movimientos populares urbanos que amenazan el orden social dominante”, sirviendo como espacios de legitimación de algunos “líderes locales” que regulaban el acceso a los beneficios del programa “posibilitando el surgimiento de un semi-individualismo en su accionar”.

Los procesos de ocupación de tierras pertenecientes a los ejidos comunales en la periferia de la Ciudad de México, también, parecen seguir en oportunidades este patrón de organización. Como señala Vega (2016), producto de la expansión urbana de la Ciudad de México, algunas organizaciones vinculadas a los partidos políticos promueven la ocupación ilegal de tierras comunales. Una vez ocupadas, las tierras son incorporadas al mercado informal de compra y venta de lotes, siendo comercializadas por intermedio de los referentes de las organizaciones. Este proceso de venta de tierras no autorizado recae en el beneficio de los organizadores de las ocupaciones que se reservan para sí las mejores ubicaciones y generan una ganancia extraordinaria en el proceso. Asimismo, la “amenaza de ocupación” lleva a que los antiguos labradores rurales se vean obligados a vender, a riesgo de que sus tierras sean ocupadas.

Como vemos, estas formas de participación expresan la capacidad que tienen los sectores populares para articular respuestas que suponen la movilización de redes y recursos colectivos. Sin embargo, por lo general las mismas no logran plasmarse en modalidades innovadoras de acción colectiva o que trascienden el accionar particular, constituyendo espacios cuasiprivados, fragmentados y atomizados de gestión de la cotidianeidad (ver Herzer et al. 2005). En este sentido, en general, una vez que las necesidades son satisfechas o los servicios básicos son provistos, las relaciones se debilitan y las actividades barriales colectivas disminuyen (Cardarelli y Rosenfeld 1998, Jelin 1998). Por su parte, la activación de estas redes sociales y la relación con los referentes políticos locales, suele también estar mediada por la satisfacción inmediata de la necesidad, no logrando constituir un esquema de participación, poniendo en evidencia que no necesariamente las prácticas vinculadas a colectivos tienen un sentido político o de participación (tomando en sentido amplio ambos términos), sino que es la satisfacción de necesidades básicas el organizador fundamental de esta experiencias.

En resumen, este proceso, que podemos denominar como organización privada del mantenimiento cotidiano, se constituye en este contexto en un mecanismo socioeconómico viable para las unidades familiares que suple, en parte, la falta de seguridad social, reemplazándola por un tipo de ayuda mutua basada en la reciprocidad y en la activación de un sistema de redes sociales que permite a parir de los referentes políticos locales la mediación con el Estado10. Sin embargo, estas acciones de participación encuentran su limitante en que no constituyen un esquema de participación que supere la dimensión privada de la vida cotidiana. Si bien estas formas de participación operan como un modo de articular, resolver y canalizar situaciones puntuales de la vida cotidiana de las unidades domésticas familiares, no genera un escenario público de gestión, pues no se ha constituido aún un sistema de relaciones que facilite la emergencia de procesos colectivos. Por otra parte, es necesario tener en cuenta que esta capacidad de los hogares para movilizar recursos no es independiente de otros factores sociales como, por ejemplo, el aumento de la pobreza y el desempleo (González de la Rocha 1998). En este sentido, las condiciones del contexto afectan los vínculos sociales en la medida en que la estructura de opciones se torna más acotada y, por ende, la reciprocidad encuentra sus límites.

b. Escenario 2: Organizaciones “ad hoc” diseñadas desde arriba

Un escenario de participación diferente al descripto anteriormente lo constituyen iniciativas de gobierno referidas a la solución habitacional que proponen la participación de los sectores interesados a partir de la conformación ad hoc de espacios de base, como cooperativas o mutuales, y que son encargadas de la construcción o mejoramiento del hábitat. En este sentido, estos programas se constituyen como una propuesta a la solución habitacional, que aborda paralelamente la solución de otros problemas, fundamentalmente el desempleo11. Es importante destacar que, en este contexto, el enfoque de estos programas concibe a las cooperativas o mutuales como un medio para el cumplimiento de los fines internos al propio programa (como por ejemplo promover la reinserción laboral de personas desocupadas), antes que como colectivos orientados a profundizar el desarrollo de organización social o permitir la participación social (Rodríguez y Ostuni 2007). En este sentido, si bien el programa puede prever este componente de participación desde su diseño, el mismo aparece como una realización secundaria en la obtención de otro beneficio y no se espera que esta organización trascienda la existencia del programa.

Un ejemplo de este tipo de escenarios se puede ilustrar a partir del Programa Federal de Emergencia Habitacional Techo y Trabajo (Argentina), que suponía la creación de cooperativas de trabajo especialmente destinadas a los fines de implementación del programa, sin prever estrategias de articulación con organizaciones sociales o colectivas preexistentes (las iniciativas de articulación quedaban en la órbita de los gobiernos locales). Referido a esto la investigación realizada por Marichelar (2008) sobre este programa en los municipios del Área Metropolitana de Buenos Aires puso en evidencia la existencia de múltiples formas de promoción y articulación con las organizaciones sociales, que dependía de la situación política local. Mientras en algunos municipios las cooperativas fueron pensadas como “empresas municipales” para la ejecución de obras, dejando poco lugar a la participación de las organizaciones, en otros municipios, el gobierno local fue un motorizador de las mismas que paulatinamente incentivó su autonomización, promoviendo la constitución de organizaciones de segundo grado (Federaciones) que realizaron luego trabajos a terceros. Por su parte, en otros municipios, con mayor tradición organizativa, fue ejecutado de forma directa y exclusiva desde las organizaciones sociales (saltando la intervención municipal), constituyendo una experiencia de gestión directa (ver más adelante).

Otra experiencia, la constituye el proceso de regularización dominial de viejos inquilinatos de propiedad municipal en el barrio de La Boca (CABA). Este proceso fue impulsado por la antigua Comisión Municipal de la Vivienda y tomó como base para su implementación a una organización barrial constituida por el municipio en gestiones anteriores, la cual nucleaba a las familias locatarias de los inquilinatos de propiedad municipal12. En este programa, la Mutual era la encargada de la gestión y administración del sistema de recupero y desempeñando “roles de articulación social y técnica” (Narváez 1997: 275). Sin embargo, el protagonismo de dicha organización en el proceso de regularización dominial fue muy limitado, en tanto los cambios en el contexto político y económico pusieron en jaque la legitimidad de la organización, fuertemente vinculada a las instancias de gobierno. Por otra parte, el aumento del desempleo limitó las posibilidades de pago de las cuotas estipuladas en el plan de regularización. A su vez, en un contexto de falta de recursos materiales y escasa experiencia organizativa, los vecinos no lograron generar prácticas de gestión conjunta de los inmuebles que les permitieran resolver los problemas comunes a través de, por ejemplo, la constitución de un consorcio (Di Virgilio, Lanzetta, Redondo y Rodríguez 2002).

También podemos retomar la experiencia chilena del Programa Quiero Mi Barrio (PQMB). Tal y como describe Rodríguez Matta (2013), este programa surge de acuerdo con el principio de subsidiariedad, a partir del fomento de la participación y la creación de colectivos de vecinos. En el programa se propone la conformación de un “Consejo Vecinal de Desarrollo”. El Consejo es el encargado de la elaboración de un plan de desarrollo para el barrio que se materializa en un “contrato de barrio” y que es subscripto por las autoridades. La ejecución del contrato supone en algunos casos la participación de los colectivos y el trabajo voluntario (no remunerado) de los pobladores. Como señala Rodríguez Matta (2013), este tipo de experiencias “no logran revertir la marginalidad estructural”, en tanto basado “excesivamente en el trabajo voluntario de mujeres y desempleados”. En este sentido, la autora señala que este tipo de políticas, a pesar de recurrir a las organizaciones comunitarias pre-existentes, en tanto no destina recursos para el desarrollo de las obras no permite un verdadero fortalecimiento de las mismas.

Retomando estas experiencias es posible visualizar las limitaciones que el uso de organizaciones sociales ad hoc puede tener en la implementación de políticas habitacionales, si las mismas son diseñadas sin tener en cuenta el desarrollo de capacidades organizativas y de gestión. En este sentido, la génesis de la organización con la que estos programas se vincula, es decir, si la misma se generó por iniciativa de los vecinos o por iniciativa del Estado, y la experiencia organizacional que van desarrollando sus miembros en el transcurso de la experiencia, modelan las acciones a partir de las cuales se desarrolla el programa y constituyen un activo importante para asegurar la generación de “normas de reciprocidad generalizada que sirvan para reconciliar el interés propio con la solidaridad” (Cunil Grau 1997: 161).

En estas experiencias señaladas, resulta fundamental considerar los modos de institucionalización en los cuales se desenvuelven estas iniciativas en tanto facilitador de generar una cooperación mutuamente beneficiosa en una comunidad (Moser 1996). Como señala Cunil Grau (1997: 111) la constitución de organizaciones con base territorial cede paso a arreglos organizacionales que se estructuran en torno a criterios de representación funcional13, que permite explicar que las organizaciones permanezcan como arreglos organizacionales formales, con escasa capacidad para articular intereses territorialmente, en los que la obligatoriedad de la gestión colectiva inhibe la participación antes que facilitarla. En este sentido, es importante que la intervención a partir de organizaciones sociales del aparato estatal permita y potencie las reservas de capital social preexistente, ya que como señalan algunos autores, resulta común que estas intervenciones disminuyan la capacidad de las familias de hacerse oír, de reclamar y de solucionar problemas de su vida cotidiana (Cunil Grau 1997:112).

A su vez, como podemos observar en este segundo escenario, existe una considerable variabilidad en función de la existencia (o no) de experiencias y organizaciones previas, y sobre todo del modo en que se generan articulaciones con estas. En este sentido, la falta de experiencias territoriales fuertes (o de articulaciones efectivas con las mismas) genera situaciones de organización “desde arriba” que tienen fuertes limitaciones para la participación en la gestión, sobre todo si estas experiencias no son acompañadas de herramientas o programas que permitan el desarrollo de estas experiencias y su sustentabilidad (Merlisnky 1997)14. En este sentido, la existencia de un acervo organizativo territorial previo y la articulación que se propone desde el programa para ello genera profundas heterogeneidades en las experiencias participativas, que no siempre fueron resguardadas por parte del Estado. Debido a la impronta que tienen estas experiencias de articulación nos enfocaremos a continuación en experiencias en las que la presencia de organizaciones sociales o no gubernamentales resulta clave para la gestión de las experiencias.

c. Escenario 3: ONGs en la gestión del hábitat popular

Un escenario diferente al planteado, que se podía vislumbrar como parte de la heterogeneidad de experiencias que se señaló anteriormente, lo constituyen los programas sociales de construcción o mejoramiento de la vivienda que contemplan la posibilidad de que las ONG o las organizaciones de base actúen como organismos responsables de su implementación15. En estos casos, las organizaciones sociales se constituyen en ámbitos a través de los cuales es posible acceder a los beneficios de estos programas y su presencia en la implementación no surge como algo posterior, sino que es parte del diseño mismo de la política pública. Es importante señalar que estas experiencias dependen en gran medida del desarrollo de otras experiencias previas de organización en los territorios en los que se desea implementar. En este sentido, la presentación y desarrollo de proyectos de este tipo que puedan ser financiados por algún programa es una tarea que exige desplegar capacidades que, en la mayoría de los casos, no son propuestas del propio programa. Por su parte, las organizaciones de base que implementan estas experiencias entienden las mismas como un modo de acceso a las redes de las familias de menores ingresos para sus propios intereses territoriales.

Como señalan diversos autores refiriéndose al caso argentino (véase Almansi 2005, Rodulfo et al. 1999), desde mediados de la década de 1990 existe un importante número de ONG que se involucran en la gestión del hábitat16. Estas experiencias son heterogéneas entre sí y abarcan diferentes aspectos de la mejora del hábitat, pero sin embargo tienen como aspecto común el hecho de que son las mismas organizaciones las que se encargan de la promoción y la administración de los proyectos, así como de la asistencia técnica y social a la población beneficiaria, articulando para ello organizaciones de base, universidades y agencias de cooperación (Almansi 2005). Unas de las formas en las que opera esta acción es a través de la administración de ayudas financieras proveniente de fondos públicos, las cuales se distribuyen atendiendo a la demanda local efectiva y de forma descentralizada.

Como un ejemplo de este tipo de accionar podemos mencionar la experiencia de SEDECA, que establece un Programa de Créditos a partir de los fondos que otorga el Programa 17 y, luego, el Programa 37. La organización involucra en su desarrollo diferentes instancias colectivas: por un lado, se generan vínculos con las organizaciones de base existentes en los barrios y, por el otro, si bien el crédito es otorgado de forma individual, para recibirlo se exige a las beneficiarias asociarse y constituir un grupo solidario, que responde solidariamente frente al incumplimiento (Rodulfo et al. 1999).

Como señalan Clemente y Smulovitz (2004), en base al análisis de experiencias participativas en el municipio de San Fernando, este modelo de “gestión asociada” contribuye a redefinir las relaciones entre las instancias gubernamentales y no gubernamentales, alentando la conformación de redes de cooperación y promoviendo una mayor horizontalidad en las relaciones con el gobierno local. En este sentido, este modelo aparece como una alternativa a los mecanismos tradicionales (con eje en la figura de los punteros y de organizaciones asiladas). A su vez, este tipo de escenarios de participación social en el desarrollo del hábitat, se destaca porque además de generar soluciones habitacionales, ha permitido instancias de promoción social de las familias, las que, a partir del proceso organizativo, logran poner en valor aspectos relacionados con su capacidad de ahorro y la valoración social de sus recursos no monetarios. Estos elementos funcionan a su vez como incentivo a la capacidad de planificación de las estrategias familiares, mejorando su calidad de vida y el reconocimiento de su capacidad de inclusión en la economía formal. En este sentido, Clemente y Smulovitz (2004) señalan que durante este tipo de proceso las organizaciones sociales de base, asociadas a los gobiernos locales, han ido conformados como activas asistentes directas para el funcionamiento de otros programas e involucrándose también en el desarrollo de tareas mayores y de cooperación. En este marco, esta experiencia permite el fomento y acrecentamiento de las funciones de las organizaciones sociales, las que no solamente actúan como un nexo entre el gobierno y los vecinos, sino que asumen “la representación de intereses (…) y sobre todo, reinterpreta la racionalidad y lenguaje de la misma ante la comunidad” (Clemente y Smulovitz 2004).

En consonancia con este tipo de escenarios se pueden ubicar las iniciativas de la fundación sin fines de lucro TECHO (“Un techo para mi país”).

Como relata Corral González (2011), esta fundación propone, a partir de una metodología de voluntariado y junto a los pobladores de los asentamientos, la construcción y mejoramiento de viviendas y espacios urbanos en dichos asentamientos17. La experiencia, nacida en Chile durante la década de 1990, tiene en la actualidad una importante extensión territorial, con presencia en la mayor parte de los países latinoamericanos (según la página de la fundación se encuentran actualmente en 19 países de América Latina y cuenta con oficinas operativas en Estados Unidos). En este proceso de construcción “solidaria y colaborativa”, la organización trabaja articulando entre los pobladores de los asentamientos, los voluntarios y los organismos o particulares que financian parte de la construcción. Esta articulación supone cuatro momentos de intervención: el inicio en el que la organización identifica los asentamientos a intervenir, las mesas de trabajo en las cuales se propone un espacio de diálogo entre los pobladores y los voluntarios para definir la modalidad de la intervención, el momento de acción en el que se implementan los planes definidos y el momento de evaluación del trabajo desarrollado.

Los países de América Central han sido escenarios privilegiados de este tipo de iniciativas. Morales (2005), por ejemplo, relata la experiencia desarrollada por FNUAP-ONU en la ciudad de Managua (Nicaragua). Esta experiencia propone el desarrollo de un planeamiento y ordenamiento urbano de barrios populares con base en el diagnóstico participativo de las comunidades para el desarrollo de proyectos urbanos. La iniciativa de la Alcaldía de Managua (ALMA), en colaboración con el FNUAP-ONU, promueve la participación de las organizaciones comunitarias existentes, generando un proceso de fortalecimiento de las instancias comunitarias. En este sentido, como señala Morales, la incorporación de las organizaciones sociales a la gestión del proyecto ha permitido el crecimiento de la participación en dichos espacios que son visualizados por los pobladores como herramientas de acceso a la toma de decisiones. En algunos casos, el proyecto ha implicado la identificación de organizaciones que no eran al momento de la implementación espacios de participación y que, a partir del proyecto, lograron desarrollarse como espacios de nucleamiento de la identidad barrial. Como contrapartida, la experiencia ha permitido a la Alcaldía el acceso y vinculación con poblaciones en las cuales resultaba difícil la intervención de los agentes estatales.

Sin embargo, también es interesante señalar algunas limitaciones que este tipo de programas presenta. En primer lugar, no siempre las organizaciones sociales tienen un grado de representatividad que les permita llevar adelante estas políticas, a lo que se suma la dificultar de agregar intereses relativamente amplios y mantener la independencia en sus líneas programáticas. Por otra parte, como señalan Clemente y Smulovitz (2004: 80) este tipo de organizaciones suele presentar fuertes liderazgos internos “que no se renuevan, y [que] en muchos de los casos tampoco amplían la base de consenso”, lo cual constituye un limitante para el desarrollo de prácticas participativas. Asimismo, otro punto importante a destacar se refiere a la diversidad de los actores convocados en la asociación, tanto en su conformación como en sus capacidades, vinculaciones y objetivos. En este sentido, muchas veces resulta difícil atender a la multiplicidad de intereses de las organizaciones, por lo que es necesario brindar estrategias para “conjugar las preocupaciones de las ONG que trabajan con una misma población” (Grompone 2005: 195). La fragmentación de espacios participativos es impulsada muchas veces por la superposición de intereses de distintas entidades, “a lo que se le agrega el entrecruzamiento con las prioridades de las agencias de cooperación internacional, que siguen a menudo pautas estandarizadas de intervención de patrones internacionales y que no realizan (…) análisis de los distintos contextos en los que actúan” (Grompone 2005:195).

d. Escenario 4: Organizaciones diseñadas desde abajo

Otra situación se plantea en el caso de territorios en los que existen organizaciones con una importante base de representación territorial, que supone un acervo organizativo acumulado a partir de la construcción de organizaciones de base firmemente radicadas. Este tipo de organizaciones suelen tener su propia agenda de demandas, que van expresando y resolviendo a partir de acciones reivindicativas con respecto al Estado. Se trata de actores colectivos que tienen la capacidad de mediar entre los efectos de las operaciones del mercado y las familias, a partir de la promoción de derechos. Este tipo de organizaciones de base suele establecer redes sociales de participación densa y democráticas. Cunil Grau (1997: 159) señala la importancia que cumple el tejido “asociacional” en la sociedad en la medida en que el mismo contribuya a democratizar diferentes esferas de la vida social. En este sentido, la autora considera “clave el rol que la red asociacional puede tener en la amortiguación de las inquietudes que el mercado genera (...) De hecho, en tanto la dominación y la deprivación que también resultan de la operación del mercado son procesos socialmente mediados, la estructura de mediaciones que acompañe a los individuos puede contrarrestar tales efectos”. Una experiencia paradigmática en este escenario es, sin lugar a dudas, la desarrollada desde la década del ‘60 por las Cooperativas de Vivienda de Uruguay, las cuales como nos relata Salgado (2015), se organizan bajo dos fórmulas (“cooperativas de usuarios” y “cooperativa de propietarios”) que se diferencian entre sí por el carácter colectivo o particular de la hipoteca, siendo la primera la predominante. Como señala Salgado (2015: 8), “[l]a cooperativa de autoconstrucción por ayuda mutua (cooperativa de usuarios) constituye la fórmula más extendida en el país, comprendiendo al 90% de los proyectos”, lo que permite a los participantes en la cooperativa el acceso a una fuente de trabajo, constituyéndose “en una asociación de familias con una necesidad común de vivienda que contribuyen con su esfuerzo y la iniciativa de sus miembros para la construcción de las casas”. Este mecanismo permite que sean las poblaciones de bajos ingresos quienes mayormente busquen este modo de solución habitacional. Además, la experiencia uruguaya de construcción cooperativa sostiene un fuerte vínculo con los sindicatos, que funcionan como nexo con los organismos de financiamiento público.

En esta misma línea, la experiencia de la cooperativa “Unión Palo Alto” en Ciudad de México, también, parece ser expresiva de procesos de gestión social “desde abajo”. Esta cooperativa surge luego de la quiebra de una mina de arena en 1972, que llevó a que sus trabajadores propusieran este modo de organización para obtener los derechos sobre la tierra (donde estaban sus viviendas mientras existía la mina). A partir de esta experiencia, en 1973 realizaron una ocupación del terreno y, paulatinamente se fue desarrollando un proceso de autoproducción de la vivienda (HIC-AL/Grupo de trabajo de PSH, 2017).

A veces, las experiencias logran perforar incluso los límites de las organizaciones y plasmarse en marcos normativos más amplios. Tal es el caso de la Ley 34118 en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina) que habilitó la construcción de vivienda por autogestión en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Esta ley nace en respuesta a intereses de organizaciones sociales involucradas a la problemática del hábitat19 y en el marco de la implementación, dichas organizaciones han logrado disputar espacios para la construcción autogestiva en áreas centrales de la ciudad, que actualmente protagonizan procesos de gentrificación, evitando de esta manera que este proceso del mercado del suelo expulse a los pobladores tradicionales de estas zonas (HIC-AL/Grupo de trabajo de PSH, 2017, Rodríguez 2013)20.

El Contrato Social por la Vivienda de Ecuador, también, surge como iniciativa de un conjunto de organizaciones que, en el año 2005, luego de un proceso de incidencia y de debate, consiguen incorporar en la nueva Constitución ecuatoriana algunos elementos sobre el derecho a la vivienda (enmarcados en la idea del “Buen vivir”). Estos lineamientos, posteriormente, se plasmaron en programas de acceso participativo al hábitat en los que media la articulación de actores estatales y sociales (Rodríguez et al. 2016). Más allá de las interesantes potencialidades que tiene este tipo de escenarios para ampliar la esfera de participación en la gestión del hábitat, esto no sucede de modo automático, sino que por el contrario es necesario tener en consideración algunos aspectos. En primer lugar, la historia y trayectoria de las organizaciones resulta un factor clave, en tanto esta es la que provee la experiencia asociacionista de las familias que ellas representa. En este sentido, su trayectoria y representatividad en el territorio será un elemento fundamental a considerar, en tanto la misma será la base para canalizar los intereses particulares de los pobladores. A su vez, esta trayectoria se relaciona con un segundo punto, que es el grado de formalidad que alcanza la organización. Esta formalización les otorga, por un lado, el reconocimiento legal ante otros actores sociales y, por otro, obliga a sus miembros a la participación en la estructura formal de la organización, eligiendo periódicamente sus autoridades y legitimándolas ante los vecinos asociados mediante esos mecanismos formales de elección. Un tercer elemento es considerar la capacidad para amoldar y resignificar sus propios objetivos en función de las nuevas realidades políticas y sociales. Un último elemento que es necesario considerar en este tipo de escenarios es el modelo de organizativo que predomina, en tanto si la toma de decisiones se realiza “de arriba hacia abajo” o si se generan procesos de ampliación hacia los miembros de base intentando transformar las asimetrías en la representación.

e. Los colectivos importan: reflexiones para pensar un hábitat participativo

A lo largo de estas páginas escudriñamos la cuestión de la participación en la gestión del hábitat popular. El proceso nos permitió hacer un balance en torno a los escenarios con los cuales deben interactuar los lineamientos e imperativos de participación que promueve la NAU. En este marco, interesa resaltar que en los diferentes escenarios se presentan situaciones muy heterogéneas desde las cuales pensar la participación social y ciudadana en el marco de las políticas de construcción del hábitat.

Un elemento que parece central en orden a (re)pensar estos procesos de participación en el marco de los lineamientos de la NAU y que se destaca en todas estas experiencias, es considerar la forma que adquieren los colectivos y sus características. El modo en que se estructuran los colectivos parece constituir un factor determinante para la implementación de políticas públicas participativas. En particular, el grado de autonomía de esas organizaciones sociales y las condiciones para gestionar los conflictos que surgen en el desarrollo de toda política pública, son elementos ineludibles a la hora de planificar articulaciones con los mismos. En este sentido, como vimos el origen y el “tipo” de colectivos resultan una cuestión determinante a la hora de pensar la participación en la gestión del hábitat. Como hemos visto, muchos de estos colectivos han surgido “desde arriba”, lo que limita su capacidad de autonomía si no son acompañados por el Estado en este proceso. Por otra parte, en general, estos colectivos orientan sus estrategias a la sobrevivencia cotidiana, por lo que resulta difícil consolidar acciones que superen la esfera particularista de las familias, en función de intereses comunes al conjunto de las familias.

Sin embargo, como hemos intentado señalar, en los sectores populares coexisten e interactúan prácticas y experiencias organizativas que responden a lógicas disímiles y heterogéneas, lo cual obliga a analizar las situaciones organizativas específicas. Más allá de esta heterogeneidad, es necesario comprender que, en todos los casos, estas formas de organización social deberían ser consideradas como un capital social acumulado por los individuos y las familias, que de hecho estas movilizan a la hora de responder a situaciones relacionadas con el hábitat. Sin embargo, también es necesario tener presente que cada una de estas formas organizativas se asocia a un tipo de capital social diferente. En este sentido, los distintos tipos de capital social que se construyen en torno a los diferentes modos de organización aluden a niveles diferenciales de autonomía que regulan las relaciones entre actores sociales, en general, y entre los participantes de las redes y el Estado, en particular.

Asimismo, como plantean Abramo et al. (2016), la construcción del hábitat popular urbano es siempre un espacio de disputa. En este sentido, las formas en las que las formas de participación se articulan es indisociable de esta situación de tensión en el marco de las lógicas de disputa que atraviesan a las ciudades latinoamericanas.

En este marco, no es posible soslayar que a la hora de planificar estrategias participativas en la construcción del hábitat es necesario tener presente la importancia e incidencia que tienen en las mismas las características de los colectivos y las tramas sociales (siempre “en disputa”) en las cuales estos proyectos se articulan. En este sentido, los procesos participativos no pueden ignorar las experiencias y el capital organizativo acumulado por las comunidades. Por otra parte, debe considerarse que evaluar las características de los colectivos, sus niveles de autonomía, así como sus capacidades de promover propuesta de cambio, no implica que necesaria y directamente esto se traslade a una mayor capacidad de incidencia pública de los mismos. En este sentido, la capacidad de incidencia está atada a las características del contexto político, que no siempre son permeables a las propuestas de los colectivos. Debe considerarse que la incidencia tiene intensidades y que, a veces producto de las propias iniciativas públicas y de las necesidades políticas, tiene techos en la medida en que depende de la capacidad de las organizaciones de articularse en un proyecto político más amplio y autónomo.

CUADRO 1 Escenario cuasi privado de gestión de la cotidianeidad 

Fuente: Elaboración propia con base en trabajos previos.

CUADRO 2 Escenario con componente participativo creado “desde arriba” 

Fuente: Elaboración propia con base en trabajos previos.

CUADRO 3 Escenario de gestión asociada 

Fuente: Elaboración propia con base en trabajos previos.

CUADRO 4 Escenario de participación con gestión social “desde abajo” 

Fuente: Elaboración propia con base en trabajos previos.

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1 La Nueva Agenda Urbana es tributaria del enfoque de las Naciones Unidas acerca de la urbanización global que recoge los lineamientos de la Declaración de Estambul sobre Asentamientos Humanos (Naciones Unidas 2001), documento elaborado en la conferencia Hábitat II en el año 1996. El documento surgido de esa reunión y denominado “Programa Hábitat”, contiene 100 compromisos y 600 recomendaciones y fue adoptado por 171 países. Esta agenda de acciones se apoyó en una visión explícitamente urbana, centradas en los objetivos de hábitat y vivienda adecuada, desarrollo sostenible en un mundo en proceso de urbanización, creación de capacidades y desarrollo institucional, cooperación y coordinación internacional y medidas específicas de implementación y seguimiento del Programa Hábitat. El documento, por otra parte, contrasta con otros lineamientos y compromisos globales posteriormente formulados. Para cumplir con estos compromisos, el programa incluyó acciones centradas en los objetivos de hábitat y vivienda adecuada, desarrollo sostenible en un mundo en proceso de urbanización, creación de capacidades y desarrollo institucional, cooperación y coordinación internacional y medidas específicas de implementación y seguimiento del Programa Hábitat. Desde entonces, más de 100 países han recogido en sus constituciones el derecho a la vivienda adecuada.

2El principio de subsidiariedad establece que un asunto debe ser resuelto por la autoridad (normativa, política o económica) más próxima al objeto del problema sobre el cual se ha de intervenir.

3Para las familias de menores ingresos, la participación en redes y en organizaciones sociales supone un modo de acceso a un sistema de intercambios de ayudas mutuas, que aumenta su potencial de ingresos y modifica la relación entre necesidades y recursos (Di Virgilio 2000). Es por ello que la reproducción de las unidades domésticas, depende, en parte, de su capacidad para gestionar y sostener estas relaciones sociales. Como señala Baranger (2002), las redes sociales operan como una forma de capital multiplicadora de otras formas de capital —económico, cultural, etc.— y permite la consecución de otros objetivos. En particular, estas redes vinculan a las familias con los recursos de programas y servicios públicos, por lo cual su participación en dichas redes y espacios de organización resultan sumamente importantes para mejorar su lugar dentro de la estructura social y afrontar los problemas de vivienda. A su vez, las redes de ayuda mutua y las organizaciones de base territorial, contribuyen a definir, en conjunto con las políticas públicas sectoriales (políticas urbanas y de vivienda), la estructura de oportunidades que estas familias toman como parámetro en la definición de las posibilidades de acceder o mejorar su hábitat. En este marco, la participación en estas redes sociales modela el contexto normativo e informacional de las decisiones acerca del uso de los propios de recursos y los canales de acceso a ellos. Por otra parte, esta relación no es unidireccional, en tanto estas estructuras de oportunidades no son sólo percibidas y aprovechadas, sino también creadas por las propias familias y organizaciones (Tarrow 1994, Sikkink 1999), siendo un proceso en el que los diferentes actores estructuran y son estructurados por dicha estructura de oportunidades. Por último, este sistema de relaciones en el que se insertan las familias está conformado por una diversidad de tipos de redes, cada una de las cuales supone diferentes modos de funcionamiento, que generan institucionalidades heterogéneas y diversas. La dimensión colectiva adquiere así características disímiles que van desde relaciones de parentesco, que funcionan como contención y apoyo durante un proceso individual de autoproducción del hábitat, pasando por redes de acceso a recursos a las que se adhiere individualmente, hasta distintas formas organizativas con diferentes grados de formalidad, que inciden en todo o parte del proceso de acceso a la vivienda e involucrar alguna forma colectiva de toma de decisión.

4Proyecto PICT 1491: “Reconfiguración territorial, políticas públicas habitacionales y acceso a la centralidad en el AMBA (2003-2015)”. ANPCyT, Plan Argentina Innovadora 2020. Directora: María Carla Rodríguez. Grupo responsable: María Mercedes Di Virgilio y Cecilia Zapata. 2016-2019. Proyecto: “Políticas públicas y urbanizaciones informales consolidadas en Brasil y en Argentina: Los casos de Recife y Área Metropolitana de Buenos Aires”. Programa de Proyectos Conjuntos de Investigación del Mercosur (CAPES-SPU, Ministerio de Educación). Instituciones asociadas: Programa de Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires y Programa de Pósgrado en Desarrollo Urbano (MDU), Universidade Federal de Pernambuco (UFPE). Coordinador del Proyecto Brasil: Dr. Flávio Antonio Miranda de Souza Coordinador del Proyecto Argentina: Dra. María Mercedes Di Virgilio. Resolución 4017/2013 SPU. 2014-2017. | Proyecto S097 “Producción social del hábitat y políticas habitacionales en las principales ciudades del Cono Sur (Área Metropolitana de Buenos Aires, Gran Santiago y Montevideo)”. Programa de subsidios UBACyT. Área de Estudios Urbanos del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires. Directora: María Mercedes Di Virgilio. Co directora: María Carla Rodríguez. 2010 -2012.

5Citado en Irarrazabal (2005).

6Son muchos los autores que destacan el potencial de la participación como herramienta de la práctica política en sentido amplio. Es en este sentido que Martínez López (2006: 73) señala que la participación social en materia urbanística puede ser considerada una herramienta que permite radicalizar la democracia representativa o incluso constituir instituciones que se propongan suplantarla. Entendiendo que la participación resulta una contraparte consustancial de la democracia ya que, tal como señala Ziccardi (2004), las formas de representación que se sustentan en el voto no siempre garantizan una intermediación efectiva y eficaz entre representantes y representados. Frente a este escenario, la promoción de espacios y mecanismos de articulación entre Estado y sociedad para la gestión de los asuntos públicos, así como el sentido y los alcances de dichos espacios y mecanismos de articulación varían en función de: a) el involucramiento de la ciudadanía en los procesos de diseño y adopción de políticas sociales; b) así como de la definición de reglas de actuación de los diferentes actores que contribuyen a ampliar/ acotar su estructura de oportunidades (Ziccardi 2004).

7Es interesante el caso chileno en tanto nos muestra como algunos procesos de participación pueden ser la contracara de un proceso institucional de descentralización estatal antes que un proceso surgido de abajo. En sintonía con este problema, Restrepo (2001: 247-248) propone repensar el concepto de participación en un sentido histórico que relocalice este concepto como parte de una trama histórica en la cual el Estado se desliga de la gestión de “lo público” y por lo tanto, la participación social aparece como una redefinición de la relación entre Estado y sociedad que se opone a la democracia participativa.

8Sobre este punto, resulta interesante destacar que hacia las décadas de 1980 y 1990 hubo en América Latina y el Caribe importantes reordenamientos jurídicos e institucionales que habilitaron o instituyeron nuevas formas de participación basados en mecanismos de democracia directa o semi-directa (Cunill Grau 1997). Entre estos mecanismos quizás la distinción más importante resulte entre aquellos países que asignan a estos mecanismos de participación un carácter vinculante o no. Más allá de estas diferenciaciones, es importante resaltar que, hasta el momento, muy pocos países han hecho uso efectivo de estos mecanismos (en algunos casos de forma limitada).

9La delimitación de Zonas Especiales de Interés Social (ZEIS) permite a los gobiernos locales reconocer las características particulares de los asentamientos, sin necesidad de ajustarse a las restricciones que establecen las normativas de uso y ocupación del suelo, facilitando su regularización según criterios propios.

10Un ejemplo de ello puede verse, también, en la experiencia de “gestión vecinal de vivienda”, en el marco de la gestión del Fondo Solidario de Vivienda (Chile). “Los gestores vecinales” compran terrenos urbanos y funcionan como intermediación entre los vecinos y las empresas privadas de gestión social de servicios: “los gestores vecinales son quienes gestionan el proyecto o, en jerga local, «arman el negocio»” (Castillo Couve 2016: 214). La autora señala que, en general, esta mediación que realiza el “gestor vecinal de vivienda” suele tomar formas muy personalistas y no siempre es reconocida por la labor estatal, en tanto los gestores vecinales funcionan como “empresarios en potencia” que buscan el acceso a la vivienda al tiempo que defienden sus propios intereses en esa intermediación.

11Un ejemplo de este tipo de iniciativas lo constituye el Programa Federal de Emergencia Habitacional Techo y Trabajo, implementado en Argentina durante los primeros años del gobierno kirchnerista, que recurría a la formación de colectivos en su desarrollo y orientaba sus intervenciones a “solucionar la emergencia habitacional y laboral a través de la participación de los beneficiarios (…) organizados en forma de Cooperativas de Trabajo, para la construcción de viviendas. De esta manera, la política del programa prevé dar respuesta simultáneamente a problemas habitacionales y laborales, permitiendo aplicar fondos, actualmente destinados a subsidios por desempleo en la emergencia, a la generación de un proceso productivo que permita la reinserción social y laboral” (Subsecretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda 2003).

12La Mutual Esperanza se constituyó en 1990 por iniciativa del intendente Grosso, quien desde la Secretaría de Planeamiento impulsó un conjunto de acciones tendientes a ampliar la estructura de oportunidades (Cunil Grau 1997: 170) de los sectores populares desarrollando metodologías participativas.

13La representación funcional alude a los arreglos organizacionales que se constituyen a partir de la representación de intereses sociales sectoriales.

14“Con un mínimo de cobertura en asistencia técnica, sin estrategia de capacitación en distintos planos y sin estrategia de financiamiento, las cooperativas de trabajo no se plantean como una opción masivamente sustentable” (Rodríguez y Ostuni 2007).

15Ejemplos de este tipo de experiencias en Argentina son el Programa de Autogestión de Viviendas (PAV) y/o Mejoramiento Habitacional e Infraestructura Básica (Programa 37).

16Organizaciones como el MOI, SEDECA, IIED, Madre Tierra, Fundación Vivienda y Comunidad, PRO.VI.SOC., PRO.CON., Obispado de Quilmes, Centro Comunitario San Cayetano, entre otras, son las que han tenido mayor protagonismo en el Área Metropolitana de Buenos Aires.

17Como señala Corral González (2011) el modelo de la organización supone tres etapas: una primera etapa en la que se construyen viviendas de emergencia, una segunda etapa en la que se proponen “Planes de habilitación social”, que incluye talleres y reuniones focalizados “en movilizar los capitales físicos, humanos y sociales”, y una tercera etapa donde se busca la construcción de “comunidades sustentables”, en las que se gestionen soluciones definitivas a los problemas desarrollados.

18La Ley 341 (y su modificatoria 964) fue propuesta e impulsada por organizaciones sociales de la CABA con el fin de conseguir la compra de terrenos con el fin de lograr la construcción de conjuntos habitacionales por parte de las organizaciones, permitiendo a la vez que la satisfacción de la necesidad habitacional, la creación de trabajo para los miembros de la organización.

19Movimiento de Ocupantes e Inquilinos (MOI), la Mutual de Desalojados de La Boca y, el acompañamiento de organizaciones como el Comedor Los Pibes, los Delegados de la ExAu3 y otras organizaciones socio-territoriales. 20 Es posible encontrar otras experiencias de este tipo en el libro Utopías en construcción (HIC-AL y Grupo de trabajo PSH, 2017).

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