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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.26 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2021

 

Artículo

ENTRE LO RECIENTE Y LO CONTEMPORÁNEO. APUNTES PARA UNA HISTORIA PROVINCIAL DE LA DEMOCRACIA

Sebastián Cortesi** 

Mariano Rinaldi*** 

** Universidad de San Andrés Universidad de Buenos Aires, Argentina. E-mail: sebastiangcortesi@gmail.com.

*** Universidad de San Andres Universidad del Litoral, Argentina. E-mail: rinaldimariano22@gmail.com.

Resumen

El artículo ofrece una reflexión en torno a los préstamos que la investigación histórica ha tomado de las ciencias sociales y que han guiado los estudios sobre la democracia en las provincias argentinas a partir de 1983. En este sentido, propondremos un recorrido historiográfico enfocado en la política provincial, identificando las principales premisas, hipótesis y discusiones que orientaron la producción académica, principalmente de raigambre politológica y sociológica. Una vez identificadas, las mismas serán contrastadas con la investigación que versa sobre la política provincial reciente de la provincia de Santa Fe, es decir, la pertinencia histórica de las mismas a partir de los resultados de nuestras propias investigaciones. Por último, el artículo despliega nuestras consideraciones personales y propone periodizaciones tendientes a una agenda de investigación acerca de las leyes electorales, los partidos políticos y los liderazgos desde las provincias.

Palabras clave: democracia; historiaprovincial; estudiossubnacionales; Provinciade Santa Fe; Argentina

Abstract

This article provides a reflection on the ways in which recent historical inquiry on post 1893 democracy has been shaped by social sciences. In this line of reasoning, we shall propose a historiography state of the art on provincial democracy, identifying the main hypothesis and debates that featured sociological as well as political science inquiry.

Then, we will test such hypothesis by contrasting them with the most recent researched conducted on the field of Santa Fe´s political history. Finally, the article concludes proposing a series of periodizations for a research agenda on three of democracy´s main topics: electoral laws, political parties and leaderships.

Key Words: democracy; provincial history; subnational studies; Santa Fe province; Argentina

I. Introducción

El 30 de octubre de 1983 marcó el inicio de un período novedoso en la historia argentina. Durante los últimos treinta y siete años, la democracia ha experimentado profundas transformaciones institucionales como también a nivel de sus actores: partidos, liderazgos, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales. Lo mismo podría argumentarse en el plano de las prácticas y modalidades de sociabilidad política. En conjunto, estos aspectos arrojan la imagen de un régimen difícilmente asimilable al del siglo XX.

En un famoso ensayo, Isaiah Berlin (2013) sostiene que el mundo intelectual es pasible de ser organizado en dos grandes bandos: zorros y erizos. Los primeros se interesan por una caprichosa miríada de objetos inconexos. En cambio, los erizos organizan toda su labor en función de un criterio principal, una visión capaz de dotar de sentido al conjunto de los fenómenos. El presente artículo es el resultado de los diálogos y las preocupaciones de dos erizos. En otras palabras, de todas las aproximaciones posibles a la democracia -historia social, cultural, intelectual o política- hemos optado por la última. En consonancia, propondremos un recorrido historiográfico por los principales textos que han versado sobre los tres pilares de la historia política de la democracia post 1983: las leyes electorales, los partidos políticos y, finalmente, los liderazgos; prestando especial atención al rol de las provincias. Por último, el apartado final recoge nuestras consideraciones personales y propone periodizaciones tendientes a una agenda de investigación de la democracia desde una perspectiva provincial.

II. La democracia en los estudios sociales

A decir verdad, la proximidad temporal del proceso iniciado en 1983 reviste un problema para la historiografía profesional. Si bien el desarrollo de la historia oral ha ofrecido una puerta de acceso a la política reciente, lo cierto es que la historia política aún no ha alcanzado una masa crítica de estudios digna de la densidad del objeto en cuestión. Sea como fuere, hasta ahora no han sido los historiadores sino otros cientistas sociales quienes mayor atención han prestado a la democracia1. Este apartado busca identificar las principales premisas, hipótesis y discusiones que orientaron la producción académica, principalmente de raigambre politológica y sociológica. A su vez, se procederá a historiar algunas de las intervenciones más significativas con el objeto de establecer vinculaciones entre las discusiones académicas y el contexto de su producción.

Las primeras investigaciones son prácticamente coetáneas al proceso que ellas mismas denominan “transición a la democracia”. Los estudiosos no eran ajenos a las expectativas abiertas por el fracaso de Malvinas: la posibilidad de recuperar el self-government luego de años de terror y represión estatal. Este deseo estuvo en la base del espíritu normativo que orientó el debate transitológico durante “la corta década del ochenta” (Ferrari 2008: 65). Como su nombre indica, la transición tenía un destino concreto: la institucionalidad democrática; para obtenerla, la argentina debía dejar atrás las encerronas hegemónicas y la ingobernabilidad que habían transformado a la política del siglo XX en términos de O’Donnell (1972) en un “juego imposible”. En ese sentido, la literatura coincidía en señalar el rol que debían desempeñar los partidos políticos. Eran precisamente ellos -no los militares, ni las corporaciones ni tampoco los sindicatos- quienes estaban llamados a canalizar las demandas sociales y la participación política, conciliar los intereses y ofrecer un conjunto de políticas públicas capaces de garantizar un mínimo de bienestar.

La institucionalización partidaria fue concebida como el principal desafío. En efecto, la historia de la UCR y el PJ distaba considerablemente del patrón “de creación externa” de los partidos de masas europeos2. Imbuidos en la teoría organizacional, los analistas de los ochentas consideraron que el destino de la democracia estaba en juego en 1982.

Vicente Palermo (1986) fue de los primeros en explicitar dicha hipótesis en su estudio acerca de las elecciones partidarias en la Ciudad de Buenos Aires. Luego de años de “completa anormalidad”, los partidos se hallaban ante un nuevo “momento fundante”: una oportunidad singular para reconstituirse como sujeto político y renovar los vínculos con la sociedad. Para llegar a buen puerto, las tendencias democratizantes debían superar los reflejos autoritarios que habían permitido la supervivencia organizacional3. En resumidas cuentas, un partido democratizado era aquel que alentaba la afiliación y seleccionaba candidatos mediante elecciones directas.

A decir verdad, el 30 de octubre apuntaló el argumento transitológico. La victoria de Alfonsín era juzgada meritoria en tanto Renovación y Cambio había sabido desempeñar el papel prescripto. Más aún, el hecho de que el PJ y la UCR hubiesen acaparado el 71 por ciento de las afiliaciones y el 92 por ciento de los votos permitía a los analistas presagiar, a contramano de la tendencia que se verificaba en occidente, que la Argentina iba camino a una democracia de partidos4. Sumamente ponderado por las modernas teorías del gobierno representativo, el bipartidismo en ciernes aparecía como la solución final a la inestabilidad política del siglo XX. De ahí se explica que la pregunta por las posibilidades de éxito de la renovación peronista se convirtiese en un tópico ineludible. Al respecto, Ferrari (2008) ha señalado acertadamente que buena parte de las reflexiones en torno a la renovación estaban políticamente comprometidas con el alfonsinismo. Es decir, la lectura de la obra de De Ipola o Portantiero no puede escindirse de su participación en el Grupo Esmeralda.

Kuhn (1962) argumenta que ningún paradigma sobrevive la acumulación de “anomalías”. En efecto, la hiperinflación de 1989 y la entrega anticipada de mando dieron por tierra con la teleología de la transición. Al modo de la historiografía progresiva americana o la versión whig, los estudiosos de los ochenta habían imaginado el proceso abierto en 1983 como una sucesión de ajustes parciales y acumulativos. Al optimismo lo sucedió un realismo más bien pesimista. La democracia argentina no se hallaba en un sendero que la conduciría a los cielos poliárquicos; por el contrario, desentrañar la naturaleza ambigua del régimen era el problema en cuestión. Indudablemente, Guillermo O’Donnell (1994) fue quien mejor lo hizo. En ese sentido, la democracia argentina era “delegativa”, constituía un subtipo disminuido respecto del modelo propuesto por Robert Dahl (1971). El enfoque en cuestión resultaba atractivo en la medida que movía el foco de atención hacia factores de tipo estructural.

Muchos politólogos compartieron la intuición de O’Donnell: si los partidos habían naufragado como actores centrales del proceso político, de lo que se trataba era de hallar los factores que explicaran semejante resultado. Consecuentemente, la sociología de las organizaciones fue relevada por la punta de lanza de la ciencia política: la sistemática electoral. Al igual que las empresas, los partidos eran maximizadores de beneficios (votos) y, por ende, eran las reglas de la competencia quienes moldeaban su agencia. A pesar del cientificismo que caracterizaba las sentencias en torno a las “consecuencias políticas de las leyes electorales”, lo cierto es que los politólogos tampoco fueron ajenos a su objeto (ver Rae 1971).

De todos modos, lo cierto es que los estudios de los noventa se inauguraron el campo de los estudios “subnacionales”, el cual trascendió los vaivenes de la política. A diferencia del trabajo pionero de Palermo (1986) estos no concebían a las provincias simplemente como unidades de análisis; por el contrario, el estudio de lo provincial respondía a una serie de premisas fundamentales. Por un lado, el prefijo “sub” remite a una concepción de la política como una arena multinivel -nación, provincias, municipios- donde los actores adoptan estrategias específicas que más temprano que tarde inciden en otro nivel. En ese sentido, se comprende la importancia que los politólogos comenzaron a prestarle a las reformas electorales y constitucionales en las provincias (ver De Riz 1992). Por el otro, emprender un estudio subnacional equivale a recurrir a una metodología comparativa. Se presume que una adecuada selección de unidades y escalas permite aislar variables y elaborar explicaciones. Interesados por los efectos de descentralización política y financiera de los años noventa, los estudios del federalismo fiscal florecieron al calor del comparativismo subnacional (ver Gervasoni 1998 y 2010). En su conjunto, el corpus subnacional confluye en una conclusión unánime: las provincias son el locus de la política argentina post 1983, allí es donde realmente se construye y se ejerce el poder político (ver Ortiz de Rozas 2016).

Interpelada por teorías y categorías de las ciencias sociales, la historia reciente no tardó en adoptar el “dispositivo subnacional”. En ese sentido, el estudio de Novaro (1994) sintetiza el cruce entre la perspectiva histórica y el comparativismo subnacional. Interesado por desentrañar la transformación política representada por el liderazgo menemista, Novaro (1994) recurre a las provincias para poner a prueba un modelo sociológico, donde el fenómeno menemista es acompañado por la emergencia de varios liderazgos similares. Su análisis se detiene en aquellas provincias “periféricas” y “tradicionales”, cuyos vínculos políticos basados en relaciones clientelares y caudillistas no lograron sortear la crisis hiperinflacionaria de 1989, dejando como saldo importantes sectores sociales “disponibles” para un nuevo formato de representación política.

A la hora de observar liderazgos, el punto de partida, o mejor dicho, la clave interpretativa será el proceso de transformación de la representación política que atraviesa Argentina desde 1983. Siguiendo la clásica definición de liderazgos de Weber ([1922] 1994) y por otro lado lo propuesto por Manin (2006) al momento de entender la representación política moderna como un sistema compuesto por una variedad de arreglos institucionales concretos; los estudios recientes acerca de los liderazgos han organizado la reflexión alrededor de ciertas transformaciones en los atributos del vínculo entre representantes y representados. Entonces, la figura del líder adquiere centralidad a partir de 1989 relegando a la organización partidaria a un rol meramente instrumental. Los ciudadanos, o el llamado electorado flotante, convalidarán esta transformación al votar a la persona en vez de al partido o su plataforma programática. Este fenómeno de representación personalizada se desenvuelve en un ámbito organizado a manera de audiencia y en la que participan los ciudadanos según la confianza que le generen ciertos líderes de opinión, como los denomina Cheresky (2006).

En otras palabras, los liderazgos se construyen a través de plataformas mediáticas y sondeos de opinión, siendo estos los ejes principales para entender esta democracia postpartidos.

III. Perspectivas historiográficas

Hasta aquí el ensayo se ha dedicado a identificar esquemáticamente las principales líneas que han orientado las investigaciones sobre la democracia. En adelante, los erizos nos dedicaremos a enjuiciar la pertinencia histórica de las mismas en función de los resultados obtenidos por nuestras propias investigaciones. Dicho juicio no aspira a condenar la validez de las proposiciones elaboradas por las ciencias sociales; por el contrario, pretende adoptar aquellas que resisten con éxito la prueba del archivo e incorporarlas a una propuesta historiográfica. En efecto, este ejercicio podría considerarse como un primer paso hacia una productiva colaboración interdisciplinar de “préstamos recíprocos”.

Naturalmente, la primera -y quizá principal- preocupación del historiador consiste en el recorte temporal y espacial de su objeto. Buena parte del futuro de la pesquisa se define allí; en efecto, no hay edificio duradero sin bases sólidas. Como bien indica el título de este artículo, coincidimos plenamente en la pertinencia del espacio provincial como punto de partida para la investigación de la democracia. Sin embargo, no podemos decir lo mismo respecto de las periodizaciones abordadas. Aunque los estudios de los ochentas y los noventas difieren en varios aspectos, ambos adoptan las respectivas décadas como unidades temporales. Dicha selección apenas y requiere explicación: las décadas prácticamente coinciden con los cambios de gobierno. Esta división tripartita reviste un problema para la investigación histórica puesto que ofusca la posibilidad de organizar la temporalidad en función de ejes temáticos, capaces de estructurar la historia política. Esto es precisamente a lo que nuestra apuesta apunta. En vez de estudiar las leyes electorales, los partidos y los liderazgos durante el alfonsinismo, el menemismo o el kirchnerismo; pretendemos erigir estos ejes en problemas históricos.

IV. Leyes electorales (1986-2005)

El régimen electoral es probablemente el aspecto de la democracia que más transformaciones ha sufrido. Los politólogos han sido los primeros en reconocer y cuantificar el fenómeno. Gracias a ellos hoy sabemos que desde el retorno de la democracia las provincias han efectuado alrededor de 33 reformas constitucionales y otras 57 reformas electorales (ver Ratto 2007). Además, los cientistas políticos han desplegado sofisticados modelos estadísticos para desentrañar tanto las causas como los efectos de las reformas subnacionales. A grandes rasgos, los estudios coinciden al señalar que las mismas han sido motivadas por la fragmentación del sistema de partidos

-aparición de nuevos competidores- y que su implementación ha beneficiado generalmente al oficialismo provincial, impulsor de la reforma. Esto no significa que las reformas hayan impedido la alternancia; por el contrario, al potenciar la representación política del desempeño electoral oficialista estas han amortiguado el impacto institucional de los triunfos de la oposición. Si bien estos modelos proporcionan una explicación sólida y de carácter general, lo cierto es que la cuestión está lejos de ser saldada. Desconfiada de las hipótesis deductivas, la historiografía está llamada a complejizar la cuestión a partir de las pistas que le proporcionan los documentos.

En primer lugar, resulta indispensable contextualizar adecuadamente las reformas provinciales. Aunque hiera nuestro orgullo parroquial, lo cierto es que la Argentina no constituye un caso excepcional en este sentido. En efecto, parece haber una correlación interesante entre las transiciones a la democracia e ímpetus reformistas. Tributarias de la tercera ola democratizadora, tanto América Latina como Europa Oriental se han embarcado en procesos masivos de reforma institucional durante las dos últimas décadas del siglo XX (ver Huntington 1998 y Elster 1991). En cuanto a América Latina, no ha habido transformaciones de esta magnitud desde que la región viró hacia los sistemas proporcionales hacia mediados de siglo (ver Wills-Otero 2017 y Wills-Otero y Pérez-Liñán 2005).

Centrándonos ahora sí en Argentina, la dimensión del fenómeno provincial invita a sostener que efectivamente nos hallamos frente a un nuevo momento reformista en nuestra historia electoral, comparable a aquel de comienzos de siglo (1902-1912) y a la ingeniería institucional peronista (19491955). Es notable que los politólogos no se hayan percatado de ello. En efecto, estos estudios se han enfocado tanto en demostrar la conveniencia oficial de las reformas que han reducido el fenómeno a una cantera de datos. La historiografía debe entonces reponer la naturaleza histórica del momento reformista para profundizar el conocimiento sobre la democracia. Estamos convencidos de que una masa crítica de estudios de caso provinciales permitirá desentrañar interrogantes pendientes como también matizar algunos argumentos; después de todo, los historiadores somos empiristas, no nominalistas, creemos en la diversidad y no en las esencias (ver Rakove 2004). Más aún, los propios politólogos reconocen la necesidad de indagar en algunos casos “desviados” del modelo general. Por ejemplo, mientras que 17 provincias adoptaron diseños proporcionales, Santa Fe, Chubut y Entre Ríos mantuvieron la pluralidad de sufragios como fórmula constitucional. Si bien los efectos de las reformas parecen contundentes, lo cierto es que en muchos casos los oficialismos no siempre contaban con mayorías legislativas, siendo Santa Fe un caso paradigmático en ese sentido. Por lo tanto, resulta necesario indagar las modalidades y características de esta cooperación legislativa. Si las reformas guardaban efectos redistributivos tan notables ¿Por qué la oposición habría de dispararse a los pies?

A decir verdad, el problema reside más en el analista que en las fuentes. Al igual que la teoría económica, la sistemática electoral asume una visión estrictamente estratégica del mundo. Como lo expresa Downs (1957) los partidos, al igual que las empresas, buscan únicamente maximizar sus beneficios. Por lo tanto, a las leyes electorales se las concibe como reglas pasibles de ser manipuladas por inescrupulosos rent seekers. Uno de los principales problemas de esta visión es que relega las ideas políticas a un lugar subordinado. En efecto, como afirman Calvo y Escolar (2005) las concepciones políticas expresadas en los debates legislativos son calificadas como un “Caballo de Troya” que ha permitido a los partidos electoralmente dominantes la obtención de beneficios extraordinarios.

Nuestra investigación sobre el caso santafesino nos ha permitido desarrollar una visión diferente del reformismo finisecular. A diferencia de los politólogos, no consideramos que la legitimidad democrática sea únicamente producto de la eficacia del régimen político (ver Linz 1978). Es decir, como exponen Calvo y Micozzi (2005) las reformas electorales no pueden entenderse solamente en función de las desventuras de la gestión económica. Una mirada desde las provincias revelará que desde 1986, mucho antes del estallido inflacionario, los elencos políticos subnacionales habían comenzado a transformar sus regímenes electorales. Los mecanismos eran variados: la “Ley de Lemas”, las primarias abiertas, cambios en el tipo de lista o en el orden del distritamiento constituían las principales opciones de un menú reformista orientado a influir sobre la selección de candidaturas. Detrás de esta diversidad subyacía un diagnóstico común, un rechazo al rol de los partidos políticos en tanto productores de la representación.

El argumento era sencillo pero poderoso. Quien aspirase a la representación necesariamente debía procurar el respaldo de algún partido, puesto que ellos detentaban el monopolio de las candidaturas. Conseguir la rúbrica partidaria implicaba entablar un intercambio desigual con la dirigencia, es decir aquellos con control sobre los afiliados y las internas. Como contrapartida, el candidato debía reconocer la jefatura política de aquellos que habían hecho posible su acceso a la representación y, que además, decidirían su eventual reelección. Resulta lógico que la ciudadanía fuese proclive a concebir a los partidos políticos como agentes intermediarios que desvirtúan la representación. Todos aquellos que no participaban de la política partidaria- los ciudadanos de a pie- veían erosionado su poder electoral. La idea del acto comicial como un momento de autorización y control del poder político era tensionada por una oferta previamente digitada. El corolario de todo este entramado era la creación de una “clase política” librada a sus propios intereses y pujas internas. Cuando surgieron a la luz casos de corrupción -el affaire de los juguetes en Santa Fe durante 1989 o las coimas en el Senado- o cuando la economía entró en declive -hiperinflación de 1989 o la crisis financiera del 2001- este diagnóstico ya se encontraba arraigado en una sociedad que no dudó en responsabilizar a los partidos.

Por último, todavía queda mucho por indagar respecto a la dinámica misma del momento reformista. Por ejemplo, resulta notable el rol desempeñado por La Ley de Lemas durante esos años. Al comienzo de la década del noventa, la Ley de Lemas estaba presente únicamente en Formosa, Santa Cruz y Tucumán. Para 1991 se incorporaron al listado Misiones, Santiago del Estero, Chubut, Jujuy, Salta, La Rioja, Río Negro y, por supuesto, Santa Fe. El DVS alcanzó su punto máximo en 1995, año en el cual llegó a regir la competencia para al menos una categoría en 12 de los 24 distritos electorales del país (ver Reynoso 2004). A su vez, resulta llamativo que buena parte de las provincias que adoptaron la Ley de Lemas viraron hacia sistemas PASO a partir de 2002 (ver De Luca 2005). Estos ejemplos invitan a considerar la existencia de importantes sinergias entre los procesos de reforma provinciales. De hecho, tanto los debates legislativos como los proyectos y dictámenes de Santa Fe durante el período 1990-2004 arrojan la imagen de unos elencos políticos profundamente interesados en las iniciativas y experiencias de otras provincias. En efecto, sabemos muy poco acerca de la circulación de las leyes electorales entre las provincias. La primacía del método comparado opera sobre la ficción de unidades de análisis independientes, ofuscando este tipo de interrogantes. Un ejemplo más ayudará en este sentido. Para convencer a los demás legisladores provinciales sobre la conveniencia de sancionar una Ley de Lemas en la provincia de Santa Fe, en mayo de 1990 un grupo de intendentes organizaron la “Jornada de Análisis y Discusión” en la municipalidad de Puerto General San Martín. Allí concurrieron no solo legisladores y académicos locales, sino que se invitó al presidente de la Asociación Uruguaya de Derecho Público, Dr. Esteva Gallicchio. Durante la reunión se discutieron las distintas modalidades con que la Ley de Lemas había sido adoptada en otras provincias. Este tipo de espacios de socialización política y académica es tan solo una forma de pensar las conexiones que pavimentaron el sendero del reformismo finisecular.

Sin lugar a dudas, estas conclusiones no pueden dejar de resultar provisorias. El estudio del reformismo santafesino ha permitido trazar apenas los contornos de este nuevo momento de reformas en nuestra historia electoral. En principio, existen motivos para considerar que extender la periodización puede ser necesario. Si bien los relevamientos existentes sitúan el corte en el año 2005, nada indica que las provincias hayan abandonado el sendero reformista.

V. Liderazgos partidarios (1988-2003)

La figura del líder ha sido la clave propuesta para entender el proceso de transformación de la representación política que atraviesa la Argentina desde 1983. Con la recuperación de la democracia y la refundación de las organizaciones partidarias comenzó un largo proceso en el cual los partidos buscaron generar legitimidad tanto en las instituciones estatales como en sus propias prácticas políticas. En palabras de Portantiero (1987) producir la política y las reglas para construir la política.

La transición a la democracia coincidió con el agotamiento de un modelo de gestión pública que suponía una presencia estatal generalizada, en términos de Cavarozzi (1997) un agotamiento de la matriz Estado-céntrica. Los partidos políticos debieron enfrentar el dilema del colapso de los modelos de desarrollo dirigidos por el Estado. En correlato, los cambios introducidos con la reforma de 1989 y la ley de convertibilidad de 1991 sentaron las bases de un nuevo orden económico. La combinación de hiperinflación, austeridad económica y ajustes estructurales transformaron las relaciones sociales, en especial aquellos lazos que el peronismo había forjado a lo largo del siglo XX. Por lo tanto, su estudio nos permite visualizar los cambios producidos dentro de las estructuras partidarias en términos de una adaptación a un entorno atravesado por la incertidumbre. Esta reestructuración partidaria tuvo como principal ingrediente la aparición de candidatos “exitosos en su performance electoral”. Líderes que lograron sortear seguras derrotas, torciendo así el destino de sus respectivos partidos en elecciones que han quedado como claros parteaguas:

… el discurso alfonsinista devino en la construcción de una clara frontera respecto al pasado, una experiencia que repetiría seis años después la emergencia del liderazgo de Menem. Uno y otro proceso adquieren para nuestro interés una particular importancia, dado que es precisamente en estas donde encontraremos las huellas que nos permiten comprender la transformación de las principales identidades políticas (Aboy Carlés 2001: 168)

Dado que el líder fue clave para entender la restructuración del partido, la ciencia política se propuso observar aquellos vínculos que unían a estos prestigiosos líderes con sus votantes y adeptos en desmedro de los partidos políticos. En este sentido, la noción misma de representación personalizada, que en un principio remitía únicamente al carisma del líder, fue incorporando otros atributos que enriquecieron la heurística. La personalización implicaría también un sistema caracterizado por el control y acaparamiento de los recursos, la toma de decisiones y, finalmente, la función representativa por parte de líderes “ejecutivistas” que se relacionan en forma directa con la ciudadanía5.

Dicho esto, estudios recientes provenientes de la sociología han movido el foco de atención hacia las transformaciones atravesadas por las estructuras partidarias. Esta literatura construye sus argumentos a partir de la experiencia de las reformas estructurales implementadas durante el primer gobierno de Carlos Menem (1989-1995) y como estas reformas propiciaron una transformación vincular entre los partidos políticos y la ciudadanía. Es decir, estos autores proponen una intersección de redes políticas que sostienen a líderes personalistas y que están atravesadas por tres cuestiones fundamentales: primero, que no necesariamente están articuladas al partido y por tanto hay una alta concentración de recursos en manos del líder; segundo una creciente inserción en la estructura estatal y tercero una reducción de miembros activos partidarios, los cuales fueron reorganizados en dos tipos de redes: unas orientadas a la gestión de gobierno y otras a la competencia electoral. Generando de esta forma redes que fluctúan alrededor de líderes y que claramente se diferencian en sus roles políticos, la primera sería una red de tipo profesional y la segunda de tipo territorial (ver Vommaro 2008 y Scherlis 2009).

Por último, el enfoque organizacional examina la ligazón entre el partido y el líder a partir de la baja institucionalización del justicialismo. Allí, el liderazgo estructura al peronismo como organización política al mismo tiempo que funda su legitimidad en el voto popular. Esto tiene como resultado un fortalecimiento en los lazos representativos; es decir, la débil institucionalización partidaria lejos de debilitar al peronismo lo ha fortalecido (ver Ollier 2010). Siguiendo este argumento, se ha concluido que la capacidad adaptativa del peronismo y la informalidad de sus prácticas internas no tiene que ser vista como su talón de Aquiles, sino más bien, como un rasgo que lo dota de gran resiliencia6.

Todas estas explicaciones han proporcionado argumentos sólidos en torno al proceso de transformación nacional de la representación política, atendiendo interrogantes como ¿Cuáles fueron los componentes de la crisis de representatividad partidaria? ¿Qué rol jugó la emergencia de figuras ajenas a la política? ¿Cuáles fueron los nuevos atributos representativos de estos líderes? No obstante, los liderazgos de las provincias argentinas han contribuido a esta literatura como reflejos de explicaciones construidas a partir de la observación de la arena nacional. Algunos de ellos arribistas de la arena política, otros con vínculos más tradicionales y de una trayectoria política con fuertes lazos locales. En palabras de Novaro (1994) estos líderes generaron nuevos vínculos de identificación, otras formas de confianza y se diferenciaron de la clase política que los precedía.

Si bien estos líderes provinciales detentaron orígenes heterogéneos y procuraron mostrarse ajenos a las experiencias políticas de sus partidos, consideramos que en realidad estamos ante liderazgos provinciales heterónomos que lejos de erosionar al partido provincial fueron una reacción por parte de los mismos en un contexto histórico incierto caracterizado por el agotamiento de la matriz Estado-céntrica, reformas electorales y un descontento ciudadano que criticaba duramente cierto paternalismo y monopolio de la representación política.

Al buscar el aporte que la renovada historia política puede dar en este escenario que gira alrededor de los liderazgos políticos, se vuelve fundamental entender que el vínculo historia política e historia provincial de la democracia es la amalgama necesaria para generar ciertos aportes académicos desde un punto de vista historiográfico con innegables lazos con la ciencia política7. Nuestra investigación sobre el caso santafesino, especialmente la candidatura del expiloto de Fórmula 1 Carlos Alberto Reutemann en 1991, nos ha permitido trazar un argumento diferente. El surgimiento de nuevos líderes provinciales no puedo ser entendido como un epifenómeno de la transformación de la política nacional. Es decir, esa “democracia postpartidos” inaugurada a fines de los ochenta y recrudecida hacia comienzos de los años dos mil. Detrás del líder, en las provincias existe un capital simbólico que en contextos determinados toma sentido político y los convierte en un candidato “exitoso”. Su llegada, ni mesiánica ni irrefrenable, representa un cambio partidario que es producto de luchas e internas inherentes a la política distrital.

Estos enfrentamientos y desacuerdos intrapartidarios, que tienen que ver con la formación de líneas o sectores internos, pero también, con una dinámica y volatilidad en sus instituciones, nos advierte que los partidos provinciales no son actores en absoluto pasivos o secundarios respecto a la aparición del líder. Esta confrontación partidaria, más que sólo un antecedente previo a su aparición es un elemento crucial a la hora de explicar el origen de estos liderazgos. En este sentido, en el justicialismo santafesino se asiste a un proceso (1983-1990) en donde no se plasma la consolidación de una coalición dominante estable y cohesionada. Los distintos sectores partidarios se constituyeron en elementos desestabilizadores del propio mapa de poder organizativo8. Además, la relación entre el Congreso Nacional y el Congreso Provincial Justicialista en materia de decisiones que atañen a la política provincial y en especial las candidaturas, se caracterizó por una compleja trama de alianzas y disputas entre actores que hacen al peronismo santafesino. A comienzos de 1990 se evidencia un sentido direccionamiento en el accionar de sus dirigentes. Algunas de esas acciones venían gestándose con anterioridad y maduraron en ese momento, otras fueron consecuencias de un entorno cargado de incertidumbre y fragilidad en las posiciones alcanzadas por buena parte de su elenco político. Más allá de las declaraciones públicas del candidato y luego gobernador Carlos Alberto Reutemann con respecto a su independencia y autonomía en tanto extrapartidario, el justicialismo santafesino proveyó desde sus filas a buena parte de sus agentes electorales y sus funcionarios de gobierno. Dicha estrategia interna resultó decisiva para consagrarlo gobernador y a su vez sortear una interna partidaria que, a pesar de la intervención desde el Consejo Nacional y la sanción de la Ley de lemas, no ofrecía signos de agotamiento.

Por lo tanto, la aparición de nuevos líderes provinciales está profundamente relacionada con una profusa confrontación partidaria provincial, que además se aleja de conducir inexorablemente a un “autoritarismo subnacional” de vocación hegemónica, como han mencionado recientes estudios que ponen en duda el alcance efectivo de los niveles de democratización alcanzados en las provincias9.Un partido político, que en medio de un proceso de mutación representativa, se muestra incapaz de seguir operando con “las heredadas murallas de una ciudadela cerrada”, apuesta a un liderazgo heterónomo que le permite resguardar con éxito su autonomía partidaria.

A comienzos de la década del noventa, el justicialismo pondrá en marcha una búsqueda que tiene como finalidad “conducir” al peronismo a la victoria en las elecciones provinciales promocionando para ello a candidatos extrapartidarios; todo en el marco de en un contexto histórico que reviste un desafío desconocido para el peronismo. Por lo que estos “nuevos líderes, en viejos partidos” buscarán obtener un lugar entre pares, aunque no supeditados exclusivamente a los designios nacionales sin que eso signifique un “autoritarismo subnacional”, ni tampoco una “inoperancia organizativa partidaria” que le permitiera al presidente Carlos Menem tener un poder discrecional sobre los gobernadores provinciales.

VI. A modo de cierre

El presente artículo aspira a sugerir y pavimentar líneas de investigación para la democracia provincial en la Argentina post 1983. En efecto, el campo en cuestión aún permanece en gran medida inexplorado por la historiografía. Sin embargo, aquí argumentamos que la disciplina puede contribuir significativamente al conocimiento acerca de la democracia provincial a partir de un diálogo interdisciplinar con las ciencias sociales. Por un lado, la historiografía tiene mucho para ganar sometiendo las hipótesis y las claves de lectura sugeridas por la literatura tanto politológica como sociológica a la prueba del archivo. Efectivamente, ese ha sido el punto de partida de las tesis aquí reseñadas. Como resultado, hemos arribado a la necesidad de profundizar en el estudio de las relaciones y sinergias entre las provincias entre sí y con la nación como una dimensión fundamental a la hora del análisis político. Por otro lado, la historiografía también se encuentra en condiciones de proponer nuevos marcos y claves de lectura. En ese sentido, el auge de la historia global o de las perspectivas posnacionales invitan a considerar la productividad de enfoques que coloquen a la democracia subnacional en diálogo con otras latitudes. Resulta dificultoso considerar que otros sistemas federales no atravesaron transformaciones similares durante las últimas décadas del siglo XX. Por lo tanto, la observación de dichas experiencias invita a repensar el abanico de recursos analíticos con los cuales interrogar a nuestra recuperada democracia.

Bibliografía

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1 En este punto coincidimos plenamente con las ideas esbozadas por Marcela Ferrari (2008).

2En efecto, la imbricación histórica del radicalismo y el peronismo con el Estado era presentado como un defecto que apartaba a los partidos argentinos del modelo deseable de desarrollo organizacional.

3Palermo (1986) reconocía tres tendencias autoritarias. Por un lado, el radicalismo adolecía el dominio de caudillos notables, irresponsables ante las bases sociales del partido. En cambio, el PJ había sido colonizado por otra organización, los sindicatos. Finalmente, ambos partidos compartían prácticas de tipo clientelares.

4Durante 1982 se efectuaron 2.966.472 afiliaciones, de las cuales 1.489.565 correspondieron al PJ y 617.251 a la UCR. El remanente se repartió entre el resto de los partidos de alcance nacional.

5Ver los trabajos pioneros de Novaro (1994), Cheresky (2006), Pousadela (2004) y Annunziata (2012).

6Lo propuesto por Levitsky (2005) en donde el autor manifiesta que la informalidad del peronismo radica en que la mayoría de sus subunidades son redes de organización y funcionamiento autónomo —sindicatos, clubes organizaciones no oficiales, domicilios de activistas, etc.— que no figuran en los estatutos delpartido y permanecendesvinculadas de la burocracia partidaria. Su bajo nivel de rutinización se debe a que sus reglas y procedimientos internos, no son conocidos, aceptados ni acatados a nivel general, sino que son fluidos, cuestionados e ignorados.

7Sin duda la influencia de los trabajos pioneros de Darío Macor (1997, 2003) en cuanto a pensar la propia dinámica provincial, en donde lo local no debe ser autosuficiente, sino más bien, enmarcarse, aunque con ritmo y agenda propia, en relación profunda con lo nacional. Como también Marcelino Maina (2007) para quien pensar la política en las provincias representa un doble desafío: por un lado, dar cuenta de sus propios procesos de producción y por otro reconstruir los entramados y redes que vinculan a estos fenómenos políticos con las claves de tipo nacional.

8En este sentido, a fines de la década del ochenta, en el interregno 1988-1989, podemos observar dos momentos, en lo que concierne al propio reagrupamiento interno y a la necesidad imperante de unidad. Un primer momento, y luego de la victoria de Menem sobre Cafiero en las elecciones internas nacionales, el 9 de julio de 1988, urgía la necesidad de parte del justicialismo santafesino de demostrar, ante sus pares nacionales, cierta unidad. Un segundo momento, luego del resultado electoral de las elecciones internas provinciales, pero también de las elecciones nacionales de 1989, que tuvo como correlato la asunción presidencial con un traspaso de mando adelantado de parte de Alfonsín a Menem, el justicialismo santafesino ve desmoronar esa unidad que intentaba consolidar. Es decir, una artificiosa unidad requerida desde Nación.

9Nos referimos a los estudios sobre federalismo de Gibson (2005) y Gervasoni (2010).

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