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versión On-line ISSN 1851-9601

Postdata vol.27 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2022

 

Artículos

Spinoza y el republicanismo: el problema de la libertad

Gonzalo Ricci Cernadas1 

1 Universidad de Buenos Aires. E-mail: goncernadas@gmail.com.

Resumen

El presente trabajo se estructurará en tres momentos. En un primer momento, expondremos la conceptualización que otro autor contemporáneo preocupado por la libertad de raigambre republicana, J. G. A. Pocock tiene respecto de Spinoza. Dicha exposición nos hará remitir a un segundo momento en el que presentaremos la escena político-intelectual en la que el pensamiento de Spinoza se constituyó, signada principalmente por el gobierno republicano de Johan de Witt y las obras de Pieter de la Court. Finalmente, veremos de qué manera Spinoza se relaciona con dicha escena, destacando puntos de conexión de su pensamiento con ésta.

Palabras clave: de la Court; libertad; Pocock; republicanismo; Spinoza.

Abstract

The present work will be structured in three moments. At first, we will present the conceptualization that another contemporary author concerned with freedom of republican roots, J. G. A. Pocock, has regarding Spinoza. That exhibition will make us refer to a second moment in which we will present the political-intellectual scene in which Spinoza’s thought was constituted, marked mainly by the republican government of Johan de Witt and the works of Pieter de la Court. Finally, we will see how Spinoza relates to this scene, highlighting points of connection of his thought with it.

Keywords: de la Court; freedom; Pocock; republicanism; Spinoza.

I. Introducción

Cualquier disquisición contemporánea sobre la problemática de la libertad no puede dejar de parar mientes en la celebérrima división, inaugurada por Isaiah Berlin, entre libertad negativa y libertad positiva1. Para aproximarse a estos conceptos, Berlin esboza dos interrogantes que nos permitimos citar in extenso:

El primero de estos sentidos políticos de la libertad y que siguiendo multitud de precedentes llamaré sentido “negativo”, es el que aparece en la respuesta que contesta a la pregunta: “¿Cómo es el espacio en el que al sujeto -una persona o grupo de personas- se le deja o se le ha de dejar que haga o sea lo que esté en su mano hacer o ser, sin la interferencia de otras personas?”. El segundo sentido, que denominaré “positivo”, es el que aparece en la respuesta que contesta a la pregunta: “¿Qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra?” (Berlin 2019: 60).

Dicho de otra manera: si la libertad negativa tiene como fin evitar cualquier interferencia, la libertad positiva concierne al deseo del individuo para ser su propio amo y señor de todas sus acciones.

En lo que sigue del presente trabajo nos interesa menos hurgar en las derivas totalitarias que Berlin analiza como propias de la libertad positiva y en la defensa que este autor hace de la libertad negativa que estudiar cómo otra forma de libertad es introducida en relación con esa díada de libertad negativa-libertad positiva. Nos referimos a la postulación de Philip Pettit a partir de su concepto de la libertad como no dominación. Para Pettit, el binomio berlineano es ilusorio en tanto en cuanto sostiene que solamente hay dos concepciones de la libertad: una sostiene que la libertad es ausencia de obstáculos externos -libertad negativa- y la otra implica la presencia y el ejercicio de las facultades que fomentan la propia dominación -libertad positiva-. Para Pettit, siguiendo este razonamiento, la mentada oposición entre dos tipos de libertades es engañosa en tanto deja de lado un tercer tipo de libertad, de hontanar eminentemente republicano: la libertad como no dominación. En su parecer, Pettit aboga que “si una persona no es dominada en ciertas actividades -si no están sujetos a interferencias arbitrarias2- entonces por mucho que sufran interferencia no arbitraria o una obstrucción no intencional, hay un sentido en el cual retienen un espacio de la libertad” (Pettit 2010: 26).

Si bien Pettit advierte que el republicanismo no forma una tradición del todo coherente3, sí rescata a un conjunto de escritores (de origen romano, el propio Maquiavelo, Harrington o los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América) de los cuales se desprende una concepción de la libertad entendida como el evitar cualquier tipo de interferencia arbitraria. Así, esto implica entender a la libertad como no dominación, esto es, entendiendo que la libertad es lo opuesto a la esclavitud (vivir bajo el arbitrio de unas personas) como así también postulando que la interferencia puede suceder sin hacer mella en la libertad de cada uno cuando dicha interferencia no es arbitraria ni responde a ningún tipo de dominación. De esta manera, este tipo de libertad, de carácter netamente republicano, escapa a la dualidad de la libertad negativa y libertad positiva al participar de ambos conceptos por igual:

Esta concepción [la de la libertad como no dominación] es negativa en tanto requiere la ausencia de dominación de otros, no necesariamente el propio dominio, independientemente de lo que involucre. La concepción es positiva en tanto, al menos en un aspecto, necesita de algo más que la ausencia de interferencia; requiere de seguridad contra la interferencia, en particular contra la interferencia basada arbitrariamente (Pettit 2010: 51).

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa Spinoza en relación a esta temática? El pensamiento de Spinoza no es ajeno al tópico de la libertad, tal como lo identifica el mismo Berlin al etiquetar su posición bajo el mote de libertad positiva (ver Berlin 2019: 92). Incluso él mismo afirma que el “verdadero fin del Estado es, pues, la libertad” (Spinoza 2012: 415). Para Spinoza, la libertad se encuentra identificada con la esencia de Dios; precisamente es más libre quien actúa teniendo a la naturaleza como causa, esto es, de manera autónoma, capaz de elucidar su acción. Pero no es sólo en relación a la libertad que Spinoza aparece como un interlocutor potente, lo es también por su pertenencia temporal a un período en el cual los Países Bajos adoptaron una forma de gobierno republicana, forma de gobierno que, inevitablemente, empapó a la producción teórica del momento.

¿Pero con eso se sanseacabó el problema? Esto es, ¿con asociar a Spinoza a una tradición positiva de la libertad se da por finalizada la problemática de la libertad en dicho autor? Aún más, ¿cómo podría asociarse la concepción de la libertad del holandés con la tradición republicana mentada recién? Este trabajo sostiene -y es la hipótesis que lo vertebra- que el acercamiento de Spinoza a una concepción republicana de la libertad no está exento de problemas, pero que, a su vez, es en virtud de esta condición que la problemática se vuelve fértil. Esto es, y como argumentaremos, que el de Spinoza no es un pensamiento que deja de ser republicano dado que su concepción no es compatible con la de la libertad republicana esbozada por Pettit más arriba, sino que el mismo puede ser llamado republicano gracias a otros componentes (ver Castro-Gómez 2019: 164-168).

En lo que sigue, pues, estructuraremos el trabajo en tres momentos. En un primer momento, expondremos la conceptualización que otro autor contemporáneo preocupado por la libertad de raigambre republicana, J. G. A. Pocock tiene respecto de Spinoza. Dicha exposición nos hará remitir a un segundo momento en el que presentaremos la escena político-intelectual en la que el pensamiento de Spinoza se constituyó, signada principalmente por el gobierno republicano de Johan de Witt y las obras de Pieter de la Court. Finalmente, veremos de qué manera Spinoza se relaciona con dicha escena, destacando puntos de conexión de su pensamiento con ésta.

II. El neo-republicanismo y Spinoza

Ausente en las reflexiones neo-republicanas4 de Pettit y de Skinner (2012)5, es en Pocock donde vemos explayarse con mayor vehemencia la problematicidad de un acercamiento de Spinoza hacia la tradición republicana6. En una ponencia publicada en 1987 intitulada “Spinoza and Harrington: an excercise in comparison”, John Pocock se propuso trazar una comparación entre dos autores que ocuparon un lugar preeminente dentro de la historia de la teoría política, dos autores que habitaban en distintos países, con sistemas políticos diferentes y con culturas religiosas diversas, que no tenían conocimiento uno del otro: Baruch Spinoza y James Harrington. Si bien, teniendo en cuenta esto, parecería que ambos autores se encuentran separados por un abismo, habría, empero, factores que habilitan una comparación: ellos vivieron en un mismo periodo de tiempo (de hecho, murieron el mismo año, en 1677), intervinieron en contextos políticos similares (signados por gobiernos republicanos que se alternaban con otros monárquicos) y lidiaron con problemas e interrogantes cercanos.

De esta manera, Pocock procede con su artículo señalando una serie de puntos que lo que harían es marcar las diferencias entre ambos autores. En primer lugar, Spinoza era un filósofo que utilizaba un modelo matemático-deductivo para estudiar la política mientras que Harrington no. En segundo lugar, Spinoza analizaba la existencia de la sociedad política derivándola de principios de la naturaleza humana y del derecho natural, mientras que Harrington no. En tercer lugar, Spinoza era indiferente a las formas de gobierno (bien se trate de una monarquía, una aristocracia o una democracia) y consideraba que la única distinción entre éstas dependían del lugar en el que se localizaba la soberanía, mientras que Harrington las consideraba como modelos de ejercer la soberanía, cada uno con sus fortalezas y debilidades, y que debían ser combinados de manera que las virtudes de cada uno contrarrestaban las tendencias latentes degenerativas de las demás (lo que se conoce como la teoría del gobierno mixto).

Este pequeño contrapunto permite destacar que entre Spinoza y Harrington hay una diferencia bien notoria que es imposible de salvar: Spinoza habla en términos filosóficos, en clave de la soberanía y con una raíz clara de jurista, mientras que Harrington habla en términos de la prudencia, en clave de gobierno mixto y con una raíz clara de humanista. Esto, además, permite ver qué separa a la teoría republicana inglesa de la holandesa (si es que algo así existe como tal): la teoría política anglosajona tiene un lenguaje histórico complejo, de claro fundamento humanista, cuyas conclusiones políticas nada tienen que ver con el lenguaje propio del iusnaturalismo. Dicho en otras palabras: la teoría del gobierno mixto es incompatible tout court con un lenguaje jurídico que hace énfasis en la soberanía y que hace énfasis en el estado de naturaleza y en el derecho natural. Este último, el lenguaje de la soberanía y del iusnaturalismo, sería no sólo utilizado por Spinoza sino que sería el predominante en el contexto holandés, según Pocock. Así, se concluye que Spinoza, preso de un lenguaje jurídico y deudor de teorías de la soberanía, no es un republicano, mientras sí lo es Harrington, interesado en un régimen virtuoso.

En particular, en The Machiavellian moment, Pocock identifica cuatro grandes desarrollos que han hecho variar los conceptos de libertad, virtud y tiempo. Así, uno primero puede ubicarse en la Europa medieval, en donde la eternidad sagrada propia del medioevo (cuyo ejemplo más acabado sería Consolación de la filosofía de Boecio) se va modificando y acercando a un contexto particular del Renacimiento y del humanismo cívico, caracterizado por la contingencia temporal y la historia secular (cuyo ejemplo puede ser ubicado en la producción de Leonardo Bruni). Un segundo desarrollo puede ubicarse en la emergencia del humanismo cívico como respuesta al desafío que afectaba la estabilidad política de las ciudades-Estado italianas del siglo XV y XVI. Los estudios realizados bien por Nicolás Maquiavelo bien por Francesco Guicciardini dan cuenta de cómo distintos autores buscaban abordar la problemática de la estabilidad política frente a las vicisitudes de la fortuna y la corrupción. Un tercer momento podría ser ubicado dentro de la historia inglesa temprano-moderna, donde podría detectarse un influjo de un pensamiento republicano que busca proveer una fundación y un balance permanente para una República inglesa, basada en la rotación del poder, la posesión de las armas y la distribución de la tierra. Aquí la figura más destacada es James Harrington con su La República de Océana (1987), que va a tener impacto en un conjunto de hombres coetáneos a David Hume y John Locke. Un cuarto y último momento podría ubicarse en el contexto del pensamiento norteamericano pre-revolucionario.

Es pues en el tercer momento que recién describimos en el que se ubica ese ejercicio comparativo entre Harrington y Spinoza que Pocock se proponía en la ponencia que citábamos al principio. De esta manera, siguiendo las indicaciones metodológicas proporcionadas por Pocock, debemos contemplar tanto a Harrington como a Spinoza como agentes que no pueden ser separados de los esquemas, relaciones o estructuras que enmarcan su actuación y que pueblan junto con otro número de actores, actuando, cada uno en su contexto particular (Harrington en el inglés, Spinoza en el neerlandés), en donde los agentes actúan unos sobre otros a través del lenguaje. Así, para entender un texto, una obra, es menester analizar la relación entre texto y contexto, entre el discurso y el lenguaje.

En base a esto, Pocock vislumbra que Harrington se inserta dentro de la tradición republicana mientras que Spinoza no. Sin embargo, estas observaciones, si bien ponen el acento sobre la forma en que Pocock ha leído a Spinoza (y, en menor medida, a Harrington) no atañen a aquello que nos interesa realizar aquí, que es mostrar cómo las conclusiones obtenidas por Pocock no tienen en cuenta sus propias precauciones metodológicas. Porque precisamente, en una obra de carácter metodológico, Pocock (2011) previene al filósofo de una serie de cuestiones, una serie de experimentos interpretativos en los que éstos incurren, una suerte de juegos que no contemplan el carácter histórico de la materia sobre la que trabajan, esto es, los textos de autores clásicos. Si la filosofía política es aquello que sucede “cuando la gente reflexiona en torno a sus lenguajes políticos” (Pocock 2011: 68), entonces se hace imprescindible que el historiador o el dominio de la historia acudan al rescate del filósofo: para ayudarle a eliminar esos monstruos que ha creados, esto es, a ser conscientes y dar cuenta del momento en que el filósofo empieza a realizar juegos del lenguaje, totalmente desconectados de los actos de habla de aquellos con los que quiere dialogar7.

Pero, aún a riesgo de parecer un exceso crítico creo que, en el mismo momento en que Ego insiste en que su experimento no responde a los sucesos que tienen lugar en el seno del lenguaje ordinario y la historia compartida, sino solo a lo que ocurre en el universo de su experimento (si es que eso tiene algún tipo de historia) sus actividades se vuelven triviales, irresponsables y vienen motivadas, consciente o inconscientemente, por mero afán de poder. No deberíamos permitir que Ego transformara nuestro universo en un laboratorio-cueva en el que pudiera reinar adoptando el papel de científico loco (Pocock 2011: 78).

Esto es, cuando un intérprete (Ego) empieza descontrolarse con los actos de habla en relación a los autores que interpreta (Alter), la historia debe intervenir con el objeto de evitar que recaiga en ese tipo de actitudes.

¿A qué nos conduce esto? A que si el historiador quiere reconstruir el discurso en el que se expresa el pensamiento político, debe tener en cuenta no sólo que los lenguajes de la política son plurales y flexibles sino que también debe considerar cierto modelo heurístico por el cual reconozca la coexistencia simultánea de distintos paradigmas8 lingüísticos. Para ello, el historiador tiene que tomar una serie de recaudos, entre los que pueden nombrarse los siguientes:

descubrir el lenguaje o lenguajes en el que fue escrito el texto que está estudiando y los parámetros del discurso; hallar los actos de habla que el autor realizó o quería realizar, así como cualquier punto en el que pudieran entrar en conflicto con los parámetros impuestos por los lenguajes; debe asimismo demostrar con ayuda de qué lenguajes han interpretado esos textos los interlocutores y preguntarse si son los mismos usados por el autor para redactar los textos. Habría que ver, además, si el proceso de interpretación generó una de esas tensiones entre intención, acto de habla y lenguaje que imaginamos pudieron llevar a la innovación o modificación del lenguaje político y sus usos (Pocock 2011: 95).

Como se ve, la principal cuestión con la que el historiador debe lidiar si quiere reconstruir un discurso es hurgar en los lenguajes circulantes o en boga al momento en que el autor redactó el texto en cuestión. La historia del discurso es así sumamente compleja, tiene lugar en una serie de juegos del lenguaje perfeccionados con el tiempo y compartidos por una comunidad de hablantes. También se encuentra plagada de debates, juegos lingüísticos con estrategias e incluso acciones9.

Es por eso que, decíamos más arriba, creemos que Pocock no ha respetado sus propios preceptos metodológicos en su mentado artículo que versa alrededor de Spinoza y Harrington. Su veredicto de que Harrington es un autor que participa de y utiliza un lenguaje de veta republicana y que Spinoza no, no toma en cuenta el modelo del discurso empleados por distintas personas en la comunidad a la que pertenecía cada autor, como así tampoco el lenguaje utilizado para discutir públicamente. Es por ello que a continuación reconstruiremos brevemente el discurso político, aquel tipo de diálogo intermedio entre “teoría y práctica” (Pocock 2011: 97), con el objeto de poder apreciar mejor las coordinadas intelectuales en las que Spinoza se ubicaba. Para ello, restituiremos el contexto en que el régimen republicano de Johan de Witt se desarrolló y haremos lo mismo con el pensamiento de Pieter de la Court, defensor de dicho régimen y uno de los autores más prominentes de una tradición que podemos nombrar como “republicanismo neerlandés”.

III. Johan de Witt y Pieter de la Court

Ya durante la rebelión de los Países Bajos, aquel fenómeno político que tuvo lugar entre 1566 y 1648, se había manifestado que la “libertad [era] uno de los valores políticos claves, prácticamente igualado con la ley suprema del bien común” (van Gelderen 1992: 280). La libertad se constituía, así como el centro de imputación principal del conjunto de valores dentro de este fenómeno signado por la lucha contra el dominio de España en los Países Bajos. En este sentido, no buscamos enfocarnos tanto en el conjunto ingente de tratados, obras y demás escritos que fueron publicados durante el período aludido, sino en concentrarnos en las similitudes que dicho fenómeno guardó con algunas ideas presentes en la filosofía republicana, al menos tal como la entienden Pettit (2010), Pocock (2016) y Skinner (2012). La ideología de la revolución neerlandesa estaba basada principalmente en la idea de la libertad, pero también, junto con la filosofía republicana,

Concebía la libertad en términos de auto-gobierno; reconocía que la preservación de la libertad de una comunidad era una pre-condición de la libertad personal; veía que las conquistas de facciones y de potencias extranjeras eran una amenaza existencial a la libertad; enfatizaba la necesidad de la concordia (…); argumentaba que, para preservar la libertad de una comunidad, las leyes e instituciones propias eran esenciales; favorecía una forma mixta republicana de gobierno; subrayaban la importancia de la virtud cívica para la preservación de la libertad (van Gelderen 1992: 280).

No obstante, la revolución en los Países Bajos también manifestaba sus especificidades: a diferencia de Maquiavelo, los autores neerlandeses sostenían que la justicia era indispensable, interpretaban la libertad en términos de libertad de conciencia y sostenían que lo primordial era la necesidad de la concordia antes que del conflicto (van Gelderen 1992).

Vemos de esta manera cómo se hacen presentes en ese período llamado como rebelión en los Países Bajos ciertos elementos que pueden ser considerados como republicanos, al mismo tiempo que se hacen presentes otros que resaltan ciertas determinaciones que le serían propias. De cualquier forma, sólo nos interesa señalar esto a título propedéutico debido a que la figura política reconocida por antonomasia como líder de los Países Bajos, cuyo gobierno se solapa con la última parte de la rebelión neerlandesa: Johan de Witt. Caracterizada por un marcado aislamiento en el plano de las relaciones internacionales, internamente el gobierno de de Witt supuso, en términos constitucionales, una adaptación del sistema en operación desde 1477, sino anterior. De Witt no buscó centralizar el gobierno, sino que “continuó trabajando dentro del sistema provincial de asambleas de Estados y junto a los gobiernos municipales” (Prokhovnik 2004: 116).

El gobierno de Johan de Witt se superpuso a las condiciones políticas imperantes a fin de la rebelión de los Países Bajos. Como se ve, de Witt buscó el mantenimiento de esas condiciones, lo que implicaba sostener el equilibrio reinante entre los componentes políticos y sociales: “de hecho la capacidad de persuasión y de mediación entre los diversos intereses en juego constituye la cualidad principal de de Witt” (Visentin 2001: 245). El objetivo de de Witt es construir un balance entre los distintos intereses de las provincias y de la propia Holanda.

A esto, podemos sumarle el hecho de que de Witt adscribía a un partido que se orientaba hacia la “Verdadera libertad” (ware vrijheid). La expresión se encuentra desarrollada en las “Demostraciones” de de Witt, escritas para justificar el Acta de Exclusión, por la cual los Orange quedaban barridos de cualquier oportunidad por ocupar cargos del estatuderato o de la capitanía general.

En realidad, la expresión era una defensa contra los ataques de otras provincias que denunciaban el Acta aprobada por el Estado de Holanda como una violación de la Unión de Utrech. (...) Al mismo tiempo, el énfasis puesto en ware (“verdadera”) sugería una polémica: los staatsgezinden estaban defendiendo su posición de algo que aparecía, a sus ojos, como una “incorrecta” libertad (Secretan 2010: 86-87).

En el plano de las relaciones internacionales, como mencionamos recién arriba,

de Witt expresa al máximo grado su capacidad de mediador y de tejedor de alianza con otros Estados europeos, con el fin de salvaguardar la independencia de la República, a cuya fuerza económica no correspondía una potencia militar en grado de sostener un confrontamiento con los principales ejércitos de la época (Visentin 2001: 246).

Así, el objetivo principal de la tentativa dewittiana consistió en mantener al margen a las Repúblicas Unidas de los Países Bajos de los conflictos que sucedían en el marco del concierto europeo, de manera de defender los intereses económicos neerlandeses.

Por otro lado, el concepto de interés iba a pasar a ocupar un lugar cada vez más preponderante en la reflexión política de de Witt. Como tal, el concepto de interés, comprendido en el marco de la corriente teórica inaugurada por el Renacimiento y consolidada en el siglo XVII, permitía identificar la base de un nuevo paradigma político, a través del cual era posible poner un freno a las tensiones autodestructivas presentes en las pasiones humanas, sin caer en una abstracción moralista de la construcción de una sociedad utópica. Trasladada a la dimensión estatal, este concepto de interés puede reconceptualizarse de la siguiente manera: “[i]dentificar el interés de un Estado significa tomar el inestable punto de convergencia de cada interés particular de una colectividad; en el caso de las Provincias Unidas, eso coincide según de Witt con la defensa de la política económica neerlandesa” (Visentin 2001: 248-249).

Podemos entonces definir el republicanismo de de Witt como un “gobierno holando-céntrico, tolerante y sin estatúder, un gobierno sobre una confederación de alianzas de Estados” (Prokhovnik 2004: 115). En otras palabras, el gobierno de de Witt supo adaptarse a la coyuntura neerlandesa en la que se ubicaba, a la par de desarrollar un gobierno eminentemente republicano y opuesto a cualquier instancia monárquica. Asimismo, parte del republicanismo de de Witt incluía ponderar con suma estima el balance de poder de las siete provincias de la Provincias Unidas y a prestar la debida atención a sus reclamos.

Expuesta la praxis política de Johan de Witt, pasemos ahora a la teoría de los hermanos de la Court. “La obra política de los hermanos de la Court fue en gran parte escrita en reacción a los desarrollos políticos en la República Unida de los Países Bajos en los 1650” (Haitsma Mulier 1980: 167). Como holandeses, ellos explicitan su cometido claramente:

Al contrario, el servicio a mi país, el cual valoro por encima de todos mis asuntos humanos, era la única cosa que tenía en mente cuando escribía esta obra. No soy un servil cortesano, que puede no preocuparse por el bienestar de su país, y aprende a hablar o quedarse callado tal como concierne a esta materia. Soy un verdadero holandés, quien siempre llama a la espada la espada, y odia caminos indirectos. Puedo ser en cierto sentido servicial a mi país y amigos y como un buen ciudadano que se encuentra instruido por un buen nivel de experiencia, me he abocado a inquirir sobre el verdadero interés y máxima de nuestra República y seguir el camino de la verdad con el mayor de mi poder (de la Court 1702: IX).

En especial, se destaca la obra de los hermanos de la Court por su tendencia a racionalizar las nuevas relaciones que habían surgido de los eventos de esos años. Cada ciudad continuaba gobernándose a sí misma y un Estado consistía en una alianza de ciudades. Esa especificidad fue trabajada por los hermanos de la Court a través de una revisión de obras de la Antigüedad, del Renacimiento y de otras que le eran coetáneas, produciendo un mundo de pensamiento totalmente novedoso.

Para el caso, el pensamiento de Thomas Hobbes, en particular su antropología y su forma de conceptualizar el origen del Estado, influenció a los hermanos de la Court. En su Politike Weegschaal, sostenían, como Hobbes en su De cive, que el estado de naturaleza estaba dominado por una guerra de todos contra todos hasta que eventualmente la gente realizara un pacto por el cual vivir en seguridad y acorde a la razón. Subyacía así a la fundación del Estado un pacto o un contrato en el cual la autoridad legítima sólo podía ser atacada en el caso de que dejara de proteger a sus súbditos. De esta manera

los de la Court encontraron en Hobbes una fuente de autoridad para tres elementos importantes de su teoría: la representación de una igualdad natural y miedo mutuo como la fundación de la organización política, el consiguiente argumento de que todo gobierno se origina en la democracia, y la eventual clasificación de la soberanía como necesariamente absoluta e indivisa (Weststeijn 2012: 150).

Pero es hasta este punto donde los de la Court coinciden con Hobbes, puesto que, en lo sucesivo, se apartarán del filósofo inglés. Efectivamente, los de la Court no creían que la transferencia de derechos por parte de los sujetos fuera realizada en pos de un monarca absoluto. Si Hobbes sostenía algo del estilo, los hermanos de la Court pensaban que dicho estadio era apenas una mera abstracción. Para los pensadores neerlandeses, pues, la forma más antigua de gobierno y la predilecta era la popular: la asamblea era el órgano de gobierno más alta para los de la Court.

El punto decisivo reside en la siguiente cuestión. Si luego del pacto los ciudadanos continúan presos de la pasión fundamental que es el amor propio, entonces ¿puede haber lugar para la moralidad cívica si los ciudadanos siempre persiguen su propia preservación?

El núcleo del pensamiento moral de los hermanos de la Court implica un intento de aliviar esta tensión. En la base de ese intento yace un reapropiamiento de la ambición ciceroniana como la verdadera, sincera forma de amor propio, el deseo de ser digno de elogios por los propios conciudadanos. Esta caracterización da cuenta de un interés propio no necesariamente corre en contra del bien común: como Guicciardini argumentó antes, el deseo por honores es justificable si conlleva un comportamiento que sirve al grueso de la sociedad. Esta forma de interés propio involucra la habilidad de conectar la “ventaja privada sabiamente con el bien común”, la habilidad de entender cómo las ganancias individuales pueden ser relacionadas con el bien público (Weststeijn 2012: 176).

Se trata aquí de una noción del propio interés bien entendido, un interés que funciona en pos de la comunidad, y no de un propio interés mal entendido que obra en detrimento de aquélla. Los de la Court se sirven entonces de la noción del interés propio como la clave para definir las características propias del comportamiento humano, de manera que éstas puedan ser reconciliadas con el interés de la sociedad considerada en su conjunto. Que la noción de interés es algo que está patente en sus obras, llegado el punto que de ella depende el bienestar de las Provincias Unidas, tal como lo explicita al decir que “el bienestar y la prosperidad de Holanda depende enteramente en el florecimiento de manufacturas, pesquería, navegación de embarcaciones de cargas y tráfico” (de la Court, 1702: 58). Aún más, es el verdadero interés “el fundamento en el cual descansan toda prosperidad y adversidad” (de la Court 1702: 19).

Considerada así, la riqueza privada puede ser vista como el resultado de una virtud de origen mercantil, una virtud que no se opone al bien de la sociedad. La riqueza no es signo de corrupción ni de decadencia moral, “sino de competencia, de virtù, y por tanto es propio de los ricos gobernar la República” (Weststeijn 2012: 200). La moral pública es coincidente, de esta manera, con la naturaleza mercantil de las Provincias Unidas de los Países bajos: la riqueza es equiparada a la virtud cívica, entendida bajo el lenguaje del honor y del interés propio.

En este sentido, la libertad aparece como una noción que es capaz de habilitar el camino para el enriquecimiento propio a través del comercio.

Un Estado donde ningún hombre puede dictar, sino donde el mayor aparece en una cierta asamblea para emitir el voto de uno de manera de llegar a una conclusión con la mayoría de los votos (…). A este Estado los griegos y los romanos lo han llamado libertad: porque nadie está obligado a vivir según la voluntad y el deseo de un hombre (…) sino según el espíritu de la orden y de la ley, a los cuales cada habitante del Estado está sujeto uniformemente, como así también lo están a la razón (…). Por lo tanto, nadie en tal Estado es señor, y nadie es esclavo. De hecho, uno puede difícilmente llamar a un residente de tal país un sujeto, dado que no se encuentran sujetos a nadie (de la Court, citado en Weststeijn 2012: 238).

Para los hermanos de la Court la “libertad entraña no sólo la ausencia de interferencia, sino que también la condición del gobierno propio bajo el imperio de la ley sin ser dominado arbitrariamente por el poder de otro - un estatuto opuesto diametralmente al de un esclavo” (Weststeijn 2012: 238). Para los de la Court, la libertad sólo puede desarrollarse en un Estado libre donde los ciudadanos se gobiernan a sí mismos. Esta libertad entendida como independencia de cualquier dominación arbitraria se hace claro eco de la fórmula de la “Verdadera libertad” de de Witt. La libertad en el sentido de no dominación no puede subsistir bajo una figura monárquica como la del Estatúder. Podemos decir que en la obra de los de la Court se solapan dos tipos de libertades: una en sentido negativo, como ausencia de interferencia, y otra en sentido republicano, como libertad de una dominación monárquica. Empero, la no interferencia y la dominación se aúnan en un lugar clave: que son sólo las verdaderas repúblicas donde los ciudadanos se gobiernan a sí mismos las que salvaguardarán la libertad de movimiento y ocupación y proteger la propiedad privada y el libre comercio.

En suma, sólo la libertad republicana como opuesta a la dominación monárquica puede garantizar la prosperidad de un Estado comercial. (…) Y así la libertad de no interferencia coincide con la libertad de no dominación como la fundación de una ética mercantil de una industriosa frugalidad (Weststeijn 2012: 240-241).

De esta manera, ambos conceptos de libertad se refuerzan mutuamente: la libertad liberal de ausencia de interferencia (que aboga por la libertad de empresa y por el comercio libre) encaja de manera perfecta con una libertad republicana (que critica cualquier concepto de dominación monárquica).

El concepto de la libertad, de esa manera, da cuenta no sólo de la situación política particular en la cual los Países Bajos se encontraban insertos, sino que también se acomoda sin ningún tapujo a la práctica de de Witt. La obra de los de la Court es el parangón teórico que permite sostener la praxis del Gran Pensionario de los Países Bajos. Si hay una especificidad propia del republicanismo neerlandés, centrado de manera eminente en la libertad como opuesta a cualquier instancia monárquica y de tinte comercial, ¿puede dicho republicanismo encontrarse presente también en la obra de Spinoza? Avancemos y veámoslo.

IV. Baruch Spinoza

Spinoza se encuentra preocupado por las condiciones políticas de los Países Bajos, y podemos encontrar en este punto una similitud con los postulados de los de la Court retratados en el apartado anterior. Tanta es la aprensión que la coyuntura neerlandesa le suscita que el autor interrumpió la redacción de su Ética para escribir su “Tratado teológico-político”, una obra donde denunciaba la alianza entre los elementos monárquicos y teológicos que persistían al interior de los Países Bajos como amenaza al régimen republicano de de Witt.

Pero no es sólo en el “Tratado teológico-político” donde Spinoza deja manifestar su atención por la situación política de los Países Bajos. También podemos encontrar otra referencia a las Provincias Unidas en su “Tratado político” cuando analiza la forma de gobierno que él denomina como aristocracia descentralizada. Spinoza contempla en el capítulo IX del “Tratado político” otro modelo de la aristocracia distinta a la centralizada. Si el tipo de aristocracia centralizada se definía por estar conformada por una ciudad que funciona a su vez como capital, Spinoza pasa a estudiar la existencia de un Estado formado por varias ciudades, esto es, una aristocracia descentralizada. El beneficio de este tipo de aristocracia es que, al estar conformado por varias ciudades, los patricios de cada ciudad buscarán aumentar su participación en el Senado (institución encargada de la administración de los asuntos del Estado) a través del incremento del número de patricios. El resultado será, pues, como lo hace notar Matheron (2011), que el derecho a acceder al patriciado se reducirá a una mera formalidad y todos los habitantes de cada ciudad serán virtualmente patricios. La aristocracia descentralizada o federal se acerca enormemente a la democracia. La democratización del poder permite, como dice Spinoza, una proliferación de la paz, la libertad y del bien común: al no residir el poder en una ciudad determinada, no hay Consejo Supremo alguno que pueda ser destruido, se elimina la posibilidad de que una ciudad imponga su interés por sobre las demás y se erradica el temor producidos por los ciudadanos al disminuirse su amenaza (ver Mugnier-Pollet 1976).

De este tipo de modelo de aristocracia descentralizada se han vistos, dice Spinoza, “muchos ejemplos en Holanda” (Spinoza 2010: 230). Asimismo, en el anteúltimo parágrafo del capítulo abocado a la aristocracia descentralizada, Spinoza añade lo siguiente:

Y, si alguno objetara que este Estado de Holanda no se mantuvo mucho tiempo sin un Conde o un sustituto que hiciera sus veces, que le sirva esto de respuesta. Los holandeses creyeron que, para conseguir la libertad, era suficiente deshacerse del Conde y decapitar el cuerpo del Estado. Y ni pensaron en reformarlo, sino que dejaron todos sus miembros tal como antes estaban organizados, de suerte que el condado de Holanda se quedó sin conde, cual un cuerpo sin cabeza, y su mismo Estado ni tenía nombre. Nada extraño, pues, que la mayor parte de los súbditos no supieran en qué manos se hallaba la potestad suprema del Estado. Y, aunque así no fuera, lo cierto es que quienes detentaban realmente el poder estatal, eran muchos menos de los necesarios para gobernar a la multitud y dominar a poderosos adversarios. De ahí que éstos lograron a menudo amenazarles impunemente y, al final, destruirles. La caída súbita de su república no se produjo, pues, porque se hubiera gastado inútilmente el tiempo en deliberaciones, sino por la deforme constitución de dicho Estado y por el escaso número de sus gobernantes (Spinoza 2010: 230-231).

Se advierte en el presente pasaje citado una crítica al régimen de Johan de Witt: que su república seguía siendo un condado. El Estado se encontraba constituido de una manera imperfecta: el cargo de Estatúder no había sido suprimido ni ocupado legalmente (por lo cual restaba solamente que Guillermo III consiguiera la mayoría de edad para ocupar el cargo) y, al mismo tiempo, de Witt no dio forma democrática al Estado cuando se convirtió en el Gran Pensionario de Holanda. Es la mala constitución del Estado entonces, y no las deliberaciones que se llevaban a cabo en éste, la causa fundamental por la cual el régimen de de Witt pereció.

Por otra parte, la noción de interés cifra el acercamiento de Spinoza a las teorizaciones de los de la Court. La palabra latina utile, junto con sus declinaciones, aparece 92 veces en la Ética y, podríamos decir, junto con Ramond, que es una de las nociones cardinales del pensamiento de Spinoza (Ramond 1998). Precisamente, la primera vez que Spinoza la utiliza es en el Apéndice a la primera parte, donde se menciona que “los hombres lo hacen todo por un fin, es decir, por la utilidad que apetecen” (Spinoza 2000: 68), esto es, la situación inicial de hombre sumido en la experiencia vaga en la que desea algo porque lo considera bueno. Pero en un sentido bien particular que define esta posición inicial: los hombres son conscientes de sus deseos pero ignorantes de sus causas: queremos o deseamos algo, pues, porque lo juzgamos bueno: “fin” y “utilidad” como sinónimos. “Utilidad”, entonces, como un fin inscripto de antemano en la cosa con el cual nos topamos cuando buscamos satisfacer nuestras necesidades: conociendo así las cosas no como son en sí, por razón de la causalidad eficiente que rige su concatenación, sino que adjudicándole un fin exterior a ellas. ¿Pero esta concepción finalista nos obliga a desechar las categorías de los bueno y malo? No, ciertamente. Spinoza nos brinda su propia definición de lo bueno, ahora ya despojada de todo finalismo, en la definición 1 de la cuarta parte de la Ética: “Por bien entenderé aquello que sabemos con certeza que nos es útil” (Spinoza 2000: 186). Ahora, la noción de utilidad parecería referir a todo aquello que aumenta la potencia. De hecho, ya en la tercera parte Spinoza se había referido a esta cuestión: en el escolio de la proposición 9 se había mencionado que “no nos esforzamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque juzgamos que es bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno, porque nos esforzamos por ello, lo queremos, apetecemos y deseamos” (Spinoza 2000: 134). Inversión ahora de los términos que elucidábamos en el párrafo anterior: las cosas no son intrínsecamente buenas sin razón alguna, sino que es bueno porque lo deseamos primero.

La noción de utilidad permea por toda la filosofía de Spinoza: “la noción de utilidad es desarrollada en referencia al interés vital que se desprende del movimiento natural del conatus, un conatus racional que tiene por objeto aumentar la potencia y asegurar el perseverar en el ser” (Ricci Cernadas 2018: 18). Perfección, realidad, utilidad, virtud y potencia no se oponen. Y esto porque la noción de utilidad de Spinoza no se reduce al interés propio y al egoísmo10. La utilitas de Spinoza reenvía a “la copertenencia de los seres humanos en comunidad de los vivientes” (Bodei 1995: 296).

Podemos entroncar esta defensa del concepto del interés con el carácter mercantil y pacífico afirmado por el filósofo como virtud de un Estado, pues Spinoza “es favorable a una política de paz y cooperación, más beneficiosa para la defensa y el comercio de la república neerlandesa que la política belicista de las monarquías” (Peña 2018: 170). El interés se imbrica con una salvaguarda por el carácter comercial del Estado, el cual, a su vez, deviene por una política de tintes pacifistas, pues nadie “negará que el Estado más estable es aquel que sólo puede defender lo conseguido y no ambicionar lo ajeno” (Spinoza 2010: 173).

Por otra parte, de acuerdo a Spinoza, “[s]e llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar [agere]” (Spinoza 2000: 40). De resultas, tenemos que la noción que cumple con semejantes condiciones para ser libre es ni más ni menos que Dios o la sustancia absolutamente infinita, aquella cosa que es en sí y se concibe por sí. La libertad aparece, en efecto, identificada con la sustancia divina. Pero lo opuesto a lo libre no es lo necesario, sino que es lo coaccionado, puesto que todo lo que existe por Dios lo hace necesariamente. En otras palabras, la sustancia es libre por necesidad, mientras que los modos actúan por otro. La noción de libertad recién esbozada es, como se ve, eminentemente positiva: es una libertad como autodeterminación, como existir por la propia necesidad de su naturaleza y determinarse a sí misma a actuar.

De hecho, para West (1993), con una definición positiva llegamos al corazón de la libertad spinoziana: ella, la libertad positiva, nos permite, por un lado, condenar cualquier forma de interferencia, la cual no puede ser considerada como otra cosa distinta a una intrusión a la libertad y, por el otro, ella, lejos de la tiranía, es, por antonomasia, la práctica autónoma del auto-entendimiento, de donde se desprende que la sociedad, si bien es un catalizador necesario, nunca suplantará a la práctica de la libertad individual.

¿Pero es la libertad en sentido positivo la única caracterización que puede darse dentro de la obra de Spinoza? Ante una respuesta afirmativa frente a dicha incógnita, Prokhovnik disentiría al argumentar lo siguiente:

La libertad negativa y el empoderamiento son asumidos pero no muy discutidos. El tratamiento de Spinoza de los derechos naturales, como que el individuo es el “guardián de su propia libertad” (TPP 10), sí implica una forma de libertad negativa, y el empoderamiento puede ser identificado con la preservación del soberano de la libertad individual (TTP 207) (Prokhovnik 2004: 219).

Prokhovnik destaca la existencia de una libertad con contenidos negativos en el pensamiento de Spinoza, aunque siempre presente de manera no muy explícita, sino elusiva11. De cualquier manera, dice Prokhovnik, este sentido negativo de la libertad es en Spinoza uno muy secundario, puesto que la libertad, para el holandés, es siempre en primer lugar positiva, como libertad para perseguir el amor de Dios y para gobernarse y dirigir los asuntos de la comunidad por sí mismo.

Empero, ya la presencia de un concepto con semejante tenor en la obra de Spinoza constituye un verdadero motivo republicano. Por más que su definición positiva de la libertad no coincida con la de la libertad como no dominación de Petitt, “si hay un rasgo capital del republicanismo es la reivindicación de la libertad como valor supremo” (Peña 2018: 158), y esto es evidente para Spinoza, pues, como afirma en el “Tratado teológico-político”, el “verdadero fin del Estado es (…) la libertad” (Spinoza 2012: 415). Aún más, para el holandés es libre quien es capaz de gobernarse a sí mismo, de la misma manera en que hay en su pensamiento una defensa del bien común por sobre el interés individual. Es, precisamente, el fin del Estado ni “dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro [alterius iuris facere], sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad (…) y que ellos se sirvan de su razón libre” (Spinoza 2012: 414-415). Esa es la vida con seguridad, la cual no está solamente presente en el “Tratado teológico-político”, sino que también aparece en el “Tratado político”: “Cuando decimos, pues, que el mejor Estado es aquel en el que los hombres llevan una vida pacífica, entiendo por vida humana aquella que se define (…) por encima de todo por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (Spinoza 2010: 128).

En este sentido es que debe entenderse la denuncia realizada por Spinoza en el Prefacio de su “Tratado teológico-político” de la monarquía, la cual mantiene engañados a los hombres bajo la superstición de manera que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación, mientras que, por el contrario, en “un Estado libre no cabría imaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a la libertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios o coaccionarlo de cualquier forma” (Spinoza 2012: 64). La libertad sólo puede ser lograda en el marco de un Estado organizado democráticamente, el único “totalmente absoluto” (Spinoza 2010: 243), en el cual todos los ciudadanos pueden devenir verdaderamente libres.

Se trata, en fin, de entender que la libertad verdadera no es algo dado de antemano, preexistente a los individuos, sino que la misma debe ser conformada y realizada efectivamente a través de un ordenamiento estatal. Puesto que es la libertad positiva política la única por la cual los ciudadanos pueden devenir, precisamente, libres e iguales, alcanzar el summum bonum que los sacaría de un estado de esclavitud pobre y permanente. Porque, la libertad es el bien más precioso del que las personas pueden disfrutar y que los separa de una esclavitud rayana al sometimiento esclavo, al mismo tiempo que esta debe ser conquistada por la propia labor activa de un conjunto de individuos, esto es, la misma debe ser lograda a fuerza de un proceso llevado a cabo por la misma colectividad, como la propia independencia de los Países Bajos respecto de España, una independencia que debe ser alcanzada a fuerza de luchas, a través de una tarea sin un origen predeterminado, pero que también aparece como sin un fin pleno, porque la libertad se trata de un devenir continuo, nunca asegurado y siempre abierto. Y esta libertad, junto con la igualdad, debe ser promovida por el Estado.

V. Conclusión

Resumamos un poco en qué ha consistido nuestra pesquisa en el presente trabajo. En primer lugar, hemos reconstituido el argumento principal de un artículo en el que Pocock comparaba a Harrington con Spinoza, concluyendo que por el vocabulario que utilizaba el primero era republicano mientras que el segundo no, para contrastarlo con los preceptos metodológicos del autor neozelandés. El historiador de Pocock, para llevar a cabo una investigación correcta y coherente, debe tener en cuenta los lenguajes en boga circulantes al momento en que un texto fue publicado. A su vez, para analizar la historia de la teoría política, acota Pocock, debemos tener en cuenta tanto la teoría como la práctica del discurso político en boga.

Es por ese motivo que hemos procedido, en segundo lugar, a estudiar el régimen del entonces Gran Pensionario de Holanda, Johan de Witt -el elemento de la praxis- como así también la obra de los hermanos de la Court -el elemento de la teoría-. En Johan de Witt, hemos destacado su preocupación por la regulación de las relaciones de las distintas provincias que constituían las Provincias Unidas, la adhesión a un motto de la verdadera libertad y la patencia de un elemento de interés en su política interna. Estos distintos elementos llevados a cabo cuando ejerció como funcionario se ven reflejados en la obra teórica de los hermanos de la Court. Los de la Court también se inscriben en la candente coyuntura neerlandesa, tendientes a racionalizar el nuevo balance de poder surgido entre las distintas ciudades que componían las Provincias Unidas. De manera semejante a de Witt, se destaca en los de la Court una noción del interés propio, que, entendido en sentido correcto, no antagoniza, sino que se complemente con la del bien de la comunidad. La riqueza no es un sinónimo ni de corrupción ni de decadencia, sino que es la virtud par excellence de la comunidad, la misma se integra perfectamente al desarrollo político y social de la sociedad política. Por último, se destaca una noción de la libertad que bascula entre un sentido negativo y otro como de no dominación que se reúnen en una noción del ciudadano como capaz de gobernarse a sí mismo y defender a su Estado de cualquier intromisión externa. Así, de Witt y los de la Court se unen en la defensa de la libertad de las Provincias Unidas frente a cualquier injerencia de un elemento monárquico en la constitución del Estado (plasmado en la figura del Estatúder y en su ocupación por miembros de la casa de los Orange).

Parte de estos rasgos pueden visualizarse también en la figura de Spinoza. Spinoza también se siente atraído por la situación de los Países Bajos, no sólo interviniendo en ella con su “Tratado teológico-político”, sino que, haciendo referencia a la misma en su “Tratado político”, justamente en el capítulo en el que se detiene sobre el modelo político de la aristocracia descentralizada. Allí se hace una crítica al régimen de de Witt, señalando que el mismo sucumbió por mor de su propia mala organización en tanto que Estado. Precisamente, cuando Spinoza publicó su primer tratado, su objetivo era defender al régimen de de Witt de la amenaza teológica-política constituida por el clero y por la casa de los Orange. Asimismo, detectamos en Spinoza un uso de la noción de interés, de carácter positivo, que se diferencia de un uso negativo con resonancias finalistas. La noción de utilidad es equiparada a la de la virtud: “El primer y único fundamento de la virtud o fundamento de la norma recta de vida (por 4/22c y 4/24) es buscar la propia utilidad” (Spinoza 2000: 267). La utilidad es entendida aquí en un sentido no egoísta, esto es, reenvía a una concepción de la utilidad como copertenencia entre los distintos hombres. Finalmente, encontramos en Spinoza una concepción de la libertad en términos positivos, una concepción que difiere de la concepción negativa y de no dominación que tienen los de la Court pero que no obstante coincide con el espíritu anti monárquico y en pos de postular un gobierno propio de los ciudadanos del Estado que los hermanos de la Court comparten con de Witt.

Citamos la política de de Witt y la obra teórica de los de la Court para ubicar la teoría política (aquél dominio del saber que engloba tanto la teoría como la práctica, de acuerdo a Pocock) de Spinoza en sus coordenadas espacio-temporales circundantes (ver Visentin 2016). Hemos elegido a de Witt por la eminencia de su figura en el paradigma de los Países Bajos y por haberse constituido como un representante defensor del republicanismo. Por su parte, hemos optado por los hermanos de la Court entre la miríada de autores que se destacaron en el territorio neerlandés (ver Kossman 2000b) dada la relación que los autores mantuvieron con el propio de Witt y producto del conocimiento que de ellos tenían Spinoza mismo.

Aun así, vertidas todas estas consideraciones, hemos de advertir que, si bien Pocock no tiene en cuenta el lenguaje ni el discurso que le era coetáneo a Spinoza (Miquieu 2012, Scott 2004, Weststeijn 2013), sí podemos compartir sus argumentos en torno su estudio comparativo entre Harrington y Spinoza: el contexto inglés y el neerlandés manejaban, efectivamente, discursos distintos, separados por una vastedad que tal que hacía imposible aplicar la tradición defendida por Pocock de republicana a los Países Bajos. Es por ese mismo motivo que, si bien nos parapetamos en sus argumentos, no colegimos las mismas conclusiones que Pocock obtiene de ellos12. Esto es, no por no compartir un mismo discurso cementado en el lenguaje de la virtud, humanista y defensor del gobierno mixto -como sucedía en el caso inglés- puedo concluirse, como hace Pocock, que el paradigma neerlandés no pueda calificarse de republicano. Incluso más: pese a la afirmación de Kossman de que no es posible interpretar la historia del republicanismo neerlandés como una tradición por sí sola (ver Kossman 2000a), no por ello debe invalidarse la existencia de una tradición republicana neerlandesa. Antes bien, podría tratarse de una tradición que admite tantos puntos de vista como autores existentes, pero todos ellos unificados por un mismo motivo: la erección de la libertad como valor supremo, plasmado en el gobierno de los ciudadanos por sí mismos y enfrentados a cualquier elemento de tinte monárquica. Como ya afirmó debidamente Geuna (1998), el concepto de republicanismo no maneja una definición unívoca.

Y si bien Spinoza se conecta con esta tradición en tanto comparte los elementos principales que hemos detectado en el presente trabajo -a saber, su preocupación por el contexto político de las Provincias Unidas, la presencia del concepto del interés y la centralidad del elemento de la libertad13-, no hemos, por ello, dejar de señalar que el contenido de su concepto de libertad, entendida en términos positivos, difiere cualitativamente y es incompatible con la tradición republicana que la entiende como no dominación como afirma Petitt (ver Abdo Ferez y Fernández Peychaux 2016, Volco 2010, 2015), ni conciliable con la tradición republicana como la entiende Pocock ni tampoco es acorde con la libertad como la entienden los hermanos de la Court (en términos negativos). Quizás cabe reconocer que, en este punto versado sobre la cuestión de cómo define la libertad, Spinoza también es anómalo respecto a su propio tiempo.

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1 Podríamos hacernos eco también de la obra de Benjamin Constant, en particular de su texto “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, donde afirma que la libertad de los antiguos se emparentaba con la participación en la vida pública, mientras que la libertad de los modernos se encontraba propincua a la defensa de la vida privada y de los intereses individuales (Constant 2020).

2Pettit define la arbitrariedad de la siguiente manera: “Un acto es perpetrado sobre una base arbitraria, podemos decir, si está sujeto al arbitrium, la decisión o el juicio del agente” (2010: 55).

3“Quizás el republicanismo no merece el nombre de una tradición, por ejemplo, por no ser suficientemente coherente o conectado de manera de ser tratada así” (Pettit 2010: 10).

4“El neo-republicanismo puede ser definido como el intento por los cientistas políticos, filósofos, historiadores, abogados y otros profesionales actuales, por recurrir a una tradición clásica republicana para el desarrollo de una filosofía pública atractiva con fines contemporáneos” (Lovett y Pettit 2012: 11).

5No obstante, deberíamos recalcar que Spinoza aparece marginalmente en una nota al pie en un artículo intitulado “The idea of negative liberty” (Skinner 1984: 217).

6Independientemente de las referencias realizadas antes al pensamiento de Pettit y de las alusiones que se harán posteriormente a las postulaciones de Pocock, existen otro número de autores cuyos trabajos también se abocan a la cuestión del republicanismo, trabajos que no serán abordados explícitamente en el presente artículo. No obstante, mencionaremos algunos de ellos con el objeto de dejar asentada su existencia: así, podemos destacar los aportes realizados por Vatter referidos a la consideración del republicanismo de Duso en función de autores como lo son Hobbes y Altusio (2010), ceñido a la locación geográfica del Río de la Plata por parte de Entín (2009), como así también los análisis sobre la tradición republicana por parte de Rosler (2016). Luego, un republicanismo centrado en los inicios de los Estados Unidos de América, podemos destacar la obra de Winship (2012), como así también la de Weithman (2004) y la de Glover (1993), las cuales giran en torno a la cuestión del republicanismo en relación al pensamiento perfeccionista y al estudio de la tradición republicana en Inglaterra, respectivamente.

7Debe, no obstante, quedar en claro que “[c]onvertir a la historia en auxiliar de la filosofía no resolverá el problema de los puntos de contacto de Frankenstein” (Pocock 2011: 70), esto es, supeditar la historia a la filosofía no servirá para impedir crear confusiones a la hora de realizar filosofía política. De lo que se trata es entonces de articular de manera adecuada una colaboración entre filosofía e historia.

8“Tal como lo defino, un paradigma es una forma de estructurar un campo de investigación y otro tipo de acción intelectual que da prioridad a ciertas estructuras y actividades excluyendo otras” (Pocock 2011: 86).

9Debe entenderse, siguiendo estas elucidaciones recién mentadas, la forma en que el pensamiento de Pocock se inscribe en una corriente denominada como Historia Intelectual (también conocida como Escuela de Cambridge). No obstante, es dable a destacar que las postulaciones de Pocock no se encuentran exentas de comentarios o de críticas por parte de un nutrido conjunto de intelectuales. A continuación, citaremos un par de autores cuyas propuestas entran en una relación conflictiva con la de Pocock. Ricoeur propone que se denomina texto “a todo discurso fijado por la escritura” (Ricoeur 2002: 127) que refiere al mundo real y a una serie de otros textos. De esta manera, a partir de la noción de apropiación es que Ricoeur puede afirmar que, cuando una persona interpreta un texto determinado, también está, de alguna manera, llegando a ser un acto de auto-interpretación. Subyace a esta consideración que un texto es análogo a un discurso, mediante el cual un evento o una acción puede ser realizada en el presente. Siguiendo esta idea, Ricoeur propone que la tarea de un historiador implica una operación de repetir un texto pasado al abrirlo y representarlo hacia el presente y el futuro. Bloom, por su parte, advierte que la inserción de un autor en su medio ambiente intelectual puede conllevar la consecuencia de perder de foco su creatividad e innovación, sin contemplar lo inédito de sus razonamientos y argumentaciones (1980). Hampsher-Monk (1984), por su parte, avisa sobre el riesgo que tiene Pocock en recaer sobre cierto neo-idealismo al esquematizar un lenguaje transhistórico a partir de una serie de usos en los que dicho lenguaje se encuentra inserto. A esto le acompaña también una tendencia a la sobredeterminación, esto es, los pensadores se comportan formando parte de una situación dada en la que las posibilidades que se le abren se ven determinadas infinitamente por lo que hacen. Rosanvallon entiende que la historia debe ser abordada de manera comprensiva, esto es, hurgando el pasado de una manera que no se encuentre desconectada con las interrogantes que se nos plantean en el presente (2016). Respecto de la comprensión de las sociedades contemporáneas, la historia social, la sociología y la teoría política habrían hechos grandes aportes, pero en particular, dice Rosanvallon, se debe parar mientes en la historia de las ideas: dicha corriente debe ser aprehendida correctamente con el objeto de exponer las diversas falencias que encierra. Justamente, para Rosanvallon, no se trata de analizar solamente las grandes obras, sino de proponer una historia conceptual que incorpore a ese relevamiento de los textos clásicos el complejo entramado cultural en el que éstos se insertan (2016). Palti, por su lado, no rechaza la posición de Pocock sobre cómo ha de efectuarse un estudio sobre textos histórico-políticos pero sí la enmienda: reconoce que las ideas no se han modificado sino que se han alterado los modos y las circunstancias en que las palabras se articulado en un sentido público (2008). Se trata, en la rectificación llevada a cabo por Palti, de poder conectar a la Escuela de Cambridge con el terreno de la retórica.

10En todo caso la oposición de del interés propio y el egoísmo con el ámbito de la sociedad es algo que no es dado, sino a lo sumo posible, y que puede ser salvado por la vía de la razón.

11Para una caracterización de la libertad de Spinoza que encierra una concepción negativa y positiva, ver Bijlsma (2009).

12Posición que Pocock mantendrá años más tarde en otras intervenciones teóricas. Ver Pocock (1982, 2010).

13Para la presencia de otros elementos que mancomunan a Spinoza a su contexto neerlandés republicano, ver Blom (1988, 1995).

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