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Runa

versión On-line ISSN 1851-9628

Runa v.28 n.28 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./dic. 2007

 

ETNOLOGÍA

El sustrato étnico de la política de drogas. Fundamentos interculturales y consecuencias sociales de una discriminación médico/jurídica

Fernando M. Lynch*

+ Licenciado en Antropología, Sección Etnología y Etnografía, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

Correo electrónico: fernlync@yahoo.com.ar

RESUMEN

Desde una perspectiva antropológica focalizada en la incidencia de la diversidad cultural respecto a la delimitación de las normas jurídicas del estado de derecho, se considera el hecho histórico según el cual la prohibición de drogas psicoactivas se fundamenta en la adjudicación de la cualidad de viciosos a hábitos propios de miembros de sociedades diferentes. Los fármacos cuya licitud se recusa son precisamente los asociados en su momento de expansión en E.E.U.U. -centro de irradiación de la política de rigor- con minorías extranjeras: el opio con los chinos, la cocaína con los negros y la marihuana con los latinos -así como hongos y cactus con los aborígenes-. Se observa en conclusión que, implementada a nivel internacional como un vehículo de neocolonización, la política global sobre drogas justifica una actitud represiva que, criminalizando una conducta considerada socialmente "desviada" -devenida "enfermedad" merced al dictamen de las autoridades médicas-, perpetúa en última instancia una modalidad de discriminación étnica encubierta.

Palabras clave: Droga; Diversidad cultural; Política; Discriminación étnica.

ABSTRACT

From an anthropological perspective focused on the incidence of cultural diversity in the definition of laws in modern states, we consider that the historical fact of the prohibition of psychoactive drugs is based on the opinion that qualifies as a vice certain habits belonging to members of different cultures. Drugs which are considered unlawful are precisely the ones associated in its moment of spreading in the U.S.A. -epicentre of the standard policy- with foreign minorities: the opium with the chinese, the cocaine with the african-americans and the marihuana with the hispanics -as well as mushrooms and cactus with the aborigines. As a conclusion we observe that, carried out at an international level as an instrument for neocolonization, the global policies on drugs justify a repressive attitude that, criminalizing behaviour considered socially "deviated" -which turns into an "illness" due to the judgment of medical authorities-, eventually perpetuates a way of undercover ethnical discrimination.

Key words: Drug; Cultural diversity; Politic; Ethnic discrimination

INTRODUCCIÓN

Quisiera en esta oportunidad plantear una interrogación crítica sobre aquellas motivaciones que, más allá de lo expresamente declarado al respecto, llevan a la proscripción de determinadas substancias -psicoactivas- de nuestro diario vivir. El interrogante antropológico del caso gira en torno a la polémica cuestión del criterio selectivo según el cual se determina médica y jurídicamente la ilicitud de los fármacos en cuestión. De acuerdo a los lineamientos epistemológicos tomados como marco de referencia, los propios del paradigma de una Ecología de la mente desarrollado por Gregory Bateson (1985), corresponde en primer lugar poner de relieve la significación heurística de la noción de diferencia. Lo cual, proyectado a las disciplinas particulares pertinentes a nuestra problemática, nos conduce a una reconsideración en clave cultural de las respectivas diferencias entre lo permitido y lo prohibido de acuerdo a lo dictaminado en el plano jurídico del derecho, así como entre lo saludable y lo patológico según la determinación del saber médico -incluyendo a la psiquiatría junto con la psicología en tanto saberes que velan por nuestra salud mental-.

Desde una perspectiva antropológica desplegada a través de la enorme variabilidad de formas sociales de vida humana, lo que nos remite a la conflictiva cuestión de la distintividad étnica, viene al caso considerar el tipo de relación dada entre las drogas que son objeto de interdicción por nuestro derecho y sus respectivos contextos culturales de origen -o quizá mejor, de procedencia-. Lo que a su vez nos lleva a prestar particular atención a la divergencia específicamente cultural de las mismas concepciones sociales de lo saludable y lo enfermizo. Desde ya hacemos notar que resulta cuando menos paradójico que gran parte de las drogas hoy consideradas netamente perjudiciales por la medicina occidental han sido para muchos pueblos antiguos y primitivos objeto de veneración justamente en razón de las cualidades positivas que se les adjudicaban1.

La inquietud que motiva esta exposición es tratar de precisar qué puede aportar la ciencia de la antropología a una mejor disquisición relativa a la problemática de las drogas en nuestra sociedad. Se pone de relieve en primer lugar la singular complejidad de la temática en cuestión, que, de acuerdo a lo observado a lo largo de la evolución histórica de su tratamiento, nos habla de la gravedad de una no menos peculiar situación notablemente confusa en cuanto a los sucesivos intentos de alcanzar algún tipo de solución al respecto. Dentro de este intrincado panorama sobresale justamente la categoría de diversidad cultural como instrumento de análisis pertinente. Nos enfrentamos pues a la polémica dimensión multicultural de la sociabilidad actual, la que nos refiere a variados rasgos de raigambre étnica que es dable asociar al problema que nos ocupa. En tal sentido nos interesa aquí considerar la incidencia que dichos rasgos han tenido en las motivaciones originarias de la política prohibicionista aun vigente, así como poner de manifiesto las inequívocas consecuencias de desigualdad social que semejante política arrastra consigo.

A lo largo de la historia de la humanidad, en razón del imputado peligro que los efectos alterantes que determinadas substancias podían llegar a suscitar, diversas formaciones sociales -en particular de orden estatal- han fomentado políticas discriminatorias análogas. Empero sólo es en la era moderna, ya imbuida de los principios democráticos propios del orden republicano, cuando se formula una política estricta que, en función de las exigencias propias de la expansión capitalista, ha dado en ser difundida desde ciertos centros -"civilizatorios"- al resto de las poblaciones del globo. Desde este ángulo entendemos que si bien en última instancia priman intereses del orden de lo económico -que hacen a la eficiencia productiva del sistema-, no dejan de estar consubstanciados con determinadas inclinaciones - del orden de lo político en lo social, de índole psicológica en sus proyecciones individuales- que arraigan en convicciones de naturaleza étnica respecto a los preconceptos que sustentan el juicio de lo correcto y lo incorrecto, de lo normal y lo desviado. Siendo una de sus consecuencias el cuestionable hecho de que la distinción entre lo que es justo y no lo es se vea teñida por confusas nociones acerca de lo que es virtud o vicio.

De allí que la cuestión a debatir pasa no sólo por considerar si es estricta justicia la penalización del vicio, sino en particular por delimitar cómo es ponderada la diferencia de cualidad viciosa entre unas drogas y otras. Porque nadie negará que una inclinación inmoderada a la bebida o al tabaco -como al juego o a lo que sea-, en la medida que produzca consecuencias indeseadas al consumidor -o bien simplemente a algún tercero-, puede ser lícitamente calificada de viciosa. Pero no por ello, por muy reglamentada y controlada que esté su distribución en el mercado, tales productos son objeto de interdicción legal. En realidad cuando hablamos de "droga" hablamos de un vicio muy especial, que se resiste a las categorías de análisis que son aplicables a las demás substancias generadoras de algún tipo de dependencia. Se trata en una palabra de la "epidemia" de la drogadicción, o bien toxicomanía, que, por su distintiva "tendencia compulsiva a la autodestrucción" -contraste con las adicciones socialmente aceptadas-, se ha convertido en objeto de una singular estigmatización -en concordancia con el hecho de haber sido reconstituido como un verdadero tabú-. Lo llamativo desde un punto de vista antropológico en este caso es precisamente la peculiar evaluación que han merecido estas drogas psicoactivas, puesto que condensa en sí misma toda una serie de prejuicios -y su correlativo falso conocimiento- que la sociedad occidental no ha dejado de mantener frente a los demás pueblos del mundo "descubiertos" y "colonizados" a lo largo de la historia.

EVOLUCIÓN HISTÓRICA:

DE LA MAGIA A LA RELIGIÓN, DE LA RELIGIÓN A LA MEDICINA

Nos interrogamos entonces por qué substancias tan apreciadas en otras culturas han sido objeto de semejante evaluación negativa en nuestra sociedad. De "plantas de los dioses" han pasado a convertirse en frutos del demonio. Consignemos que en el contexto religioso ceremonial de su uso indígena -contexto pues "originario"-, en virtud de promover el contacto con sus espíritus auxiliares, el poder conferido al shamán por la ingesta de una substancia psicoactiva era pasible de ser orientado tanto en el sentido benéfico de curación como en el maligno de daño. Asimismo, en la antigüedad griega, ya desligados de preceptos espirituales, en tanto meras substancias de la naturaleza los fármacos conllevaban la ambivalencia análoga de poder ser tanto remedios como venenos. La cuestión clave al respecto estaba en la medida de su administración, vale decir, en la justeza de la dosis. Sin embargo viene al caso notar que ciertas experiencias de espiritualidad se volcaban en los Misterios, como el de Eleusis por ejemplo, donde se concelebraban oficios en los que se ingería una pócima, el kykeón, sobre el cual se ha postulado la hipótesis de que sería portador del ergot del cornezuelo de centeno, cuyo efecto psicoactivo daba lugares a experiencias de orden singularmente místicas.

Surgió empero en aquellas épocas en Medio Oriente una nueva concepción religiosa, entre cuyas prácticas rituales estaba justamente la comunión con la divinidad a través del consumo del pan y el vino consagrados, el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, el Cristo que vino por fin a redimir al género humano de la falta original: haber probado del fruto prohibido. Se han formulado polémicas hipótesis acerca de que algún componente psicoactivo fuera un ingrediente esencial del sacramento eucarístico. De donde en su origen la religión cristiana habría sido de orden mistérica y practicado un ritual de participación, de comunión real con la divinidad (Escohotado 1994b). De acuerdo al contexto social se habría vivenciando una experiencia de lo "sagrado de trasgresión". Pero su doctrina, en cuanto afirmaba el carácter sacrificial de la redención divina, la muerte violenta en la cruz del Salvador, no dejaba de participar de una ritualidad expiatoria, con el consiguiente "sagrado de respeto", origen de la exclusión2. Una vez reconocido como la religión oficial del imperio romano, el cristianismo se habría reafirmado en la autoridad absoluta de la verdad revelada, impulsando una difusión universal de su credo y sus prácticas ceremoniales. El ritual se habría ido formalizando, y la primigenia experiencia de participación efectiva con la divinidad terminaría siendo reemplazada por la simple creencia en dicha comunión. Quedando el objeto de consumo consagrado desposeído de su potencial psicoactivo, de allí en más produciría apenas un efecto placebo. Sin embargo, con la conquista del Nuevo Mundo, a fines de la Edad Media varios reinos europeos entablaron contacto con un creciente conjunto de poblaciones aborígenes del continente americano donde eran sumamente corrientes prácticas de religiosidad visionaria. Desde un punto de vista religioso hegemónico, en tanto eran reinvindicadas como auténticos "enteógenos", es decir generadores de una experiencia de la misma divinidad, tales plantas psicoactivas no podían ser otra cosa que frutos diabólicos. En cuanto el efecto suscitado cuestionaba el dogma dominante según el cual el único medio verdadero de comunión con la divinidad es la eucaristía consagrada por el sacerdote, dichas prácticas devinieron pues una amenaza para las autoridades del culto oficial. En afán a su integración a la vida civilizada se impuso la conversión compulsiva a la Buena Nueva. Los más peligrosos enemigos de la verdadera fe fueron considerados aquellos cuyas experiencias con drogas psicoactivas eran promotoras de contactos con otras dimensiones espirituales -expresiones de Satán mismo en última instancia-. Tales drogas constituyeron la nueva versión del fruto prohibido, y todos aquellos que las consumieran eran virtuales aliados del ángel caído Lucifer.

De acuerdo a Jonathan Ott (1995), los inquisidores cristianos se vieron obligados a perseguir a quienes consumían productos psicoactivos debido a que las experiencias visionarias así promovidas ponían en evidencia la falta de sacralidad de la propia experiencia religiosa. En tal sentido, la eucaristía cristiana, si bien pudo haber contenido en su origen algún componente psicoactivo -amanita muscaria, como sostuviera Allegro (1985) en base a su peculiar exégesis de los Rollos del Muerto, o bien ergot del cornezuelo de centeno, según se ha postulado respecto a la experiencia iniciática de los Misterios de Eleusis-, habría con el tiempo derivado en una insípida e inocua hostia cuyo única propiedad llegó a ser la de producir un efecto placebo. Tal pues el origen de lo que Ott ha dado en llamar la inquisición farmacrática, antecedente de la actual política prohibicionista sancionada en base al dictamen médico oficial.

Sin embargo, en aquellos tiempos se produjo, por un lado, una disensión interna dentro de la religión oficial, instituyendo la Reforma protestante la libre interpretación de las Sagradas Escrituras, lo que posibilitó en consonancia establecer contacto con la divinidad sin la necesaria intermediación de un representante suyo en la tierra3. Por otro lado, bajo los impulsos del Renacimiento se fue llevando a cabo un estudio progresivamente objetivo de las diversas propiedades de las drogas psicoactivas. Sobre la base del reconocimiento empírico obtenido experimentalmente se fueron determinando sus propiedades terapéuticas, las que se efectivizaban de acuerdo a las correspondientes dosis administradas, surgiendo en ese entonces la farmacopea científica. No obstante, si bien el saber medicinal progresó notablemente, también comenzaron a proliferar quienes ofrecían productos dudosos sin las debidas garantías -los llamados "matasanos"-, lo que motivó la necesidad de establecer controles por parte de las autoridades.

De acuerdo a Escohotado (1997), a fines del Siglo XIX se producen los primeros movimientos sociales que impulsan un cambio político respecto a la normativa jurídica de las drogas psicoactivas. Se caracterizan por ser cruzadas morales, cuya principal preocupación es la difusión de determinados vicios que llevan a conductas consideradas indecentes. Una consecuencia secundaria -suerte de efecto colateral de la prédica sanitaria- fue la promulgación de la Ley Seca en EEUU a principios del Siglo XX, derogada en aras al reconocimiento del mayor grado de perjuicio que ocasionaba en relación a sus pretendidas ventajas. Por otro lado las drogas psicoactivas habían sido el motivo de declaraciones de guerra, como la célebre guerra del opio de Inglaterra con China. Finalmente, merced en especial a la prédica puritana apologética de la sobriedad diseminada desde Norteamérica, se ha llegado a declarar una guerra mundial a las drogas psicoactivas mismas. Su centro difusor lo ha constituido la presidencia de los EEUU, lográndose expandirla al resto de los países del mundo. El objetivo político de derrotar al enemigo de turno se fundamenta en una -supuesta- corroboración médica del carácter eminentemente negativo del efecto de dichas plantas4.

UNA LECTURA ANTROPOLÓGICA:

LA ESPECIFICIDAD ÉTNICA DE LAS DROGAS

En sus respectivas investigaciones sobre la historia de las drogas y sobre el panorama actual de la drogadicción, tanto Antonio Escohotado (1994a) como Guy Sorman (1993) ponen de relieve el hecho histórico según el cual los motivos de la prohibición de determinados fármacos son indisociables de una singular modalidad de discriminación étnica. En efecto, tanto en lo relativo a los orígenes de la prohibición, promovida a principios del Siglo XX desde EEUU, como a las justificaciones de su mantenimiento a nivel mundial, la atribución de extranjeridad de las substancias en cuestión ocupa un lugar determinante. Son pertinentes las asociaciones del opio con los chinos -con su efecto narcótico que imposibilitaría trabajar con la eficiencia requerida por la civilización industrial-, la cocaína con los negros - cuyo efecto estimulante llevaría a una sexualidad desenfrenada- y la marihuana con los latinos -siendo su efecto relajante promotor de un resquebrajamiento de la moral-5.

En su estudio conjunto sobre los inmigrantes y los drogadictos desplegada en varios lugares del mundo, Sorman se plantea el interrogante crítico de hasta qué punto existe una interrelación encubierta entre estas dos problemáticas. A lo largo de su periplo por Estados Unidos, la (ex)Unión Soviética, China, Japón, Francia, Inglaterra, Holanda y Suiza, constata la regularidad de una predisposición a juzgar nocivas determinadas drogas que tienen en común precisamente el ser de procedencia foránea. Comentando la sentencia del tribunal correccional de Lyon sobre un joven de origen magebrino de dos años de prisión por traficar cannabis, ante la gravedad de la pena, Sorman se pregunta si no tendrá acaso la sociedad un enemigo peor que la "hierba". Salvo que la condena tenga que ver con el color de la piel del condenado. Se plantea al respecto:

"¿Qué relación se estableció en la mente del juez entre el origen étnico de Slimane y la droga? En ambos casos, ¿puede verse amenazada la cultura occidental? ¿Por la inmigración de una cultura o por la ingestión de una sustancia extranjera? ¿O por ambas? Slimane y el cannabis provienen uno y otro "de otra parte", ambos simbolizan el pensamiento mágico contra el pensamiento racional, el desorden contra la sociedad burguesa, la barbarie contra la modernidad" (Sorman 1993: 9).

Advierte Sorman que el drogado, al igual que el inmigrante, es alguien aparte, diferente, bárbaro: mediante el opio escapa de la sociedad burguesa, con la cocaína rebasa sus normas, con los alucinógenos las niega. Pero al hacer notar que la toxicomanía es la ingestión de un cuerpo extraño, extranjero, que produce una experiencia de extrañamiento, no hay que pensar que la relación entre droga e inmigración es sólo metafórica, puesto que los crímenes relacionados con drogas llenan la mitad de las prisiones occidentales, y prácticamente todos esos delincuentes son inmigrantes clandestinos. Para confirmar que la droga es objeto de reprobación no sólo porque es tóxica sino porque es extranjera, Sorman señala que en 1620 Luis XIII prohibió la hierba de Nicot, más que por ser peligrosa y perturbar el orden público, por provenir del exterior. Por su parte el gobierno de los EEUU prohibió el opio recién cuando empezó a ser comercializado por traficantes chinos, así como la marihuana porque la introducían los mexicanos y la cocaína porque se suponía que volvía agresivos a los negros. En 1930 el gobierno francés prohibió la heroína porque provenía de Alemania. El emperador de China desterró el opio a partir del momento en que los ingleses lo importaron, antes su producción y consumo era libre. También el gobierno japonés prohibió el opio porque venía del exterior. Sin embargo, durante la guerra produjo y distribuyó una anfetamina made in Japan para estimular a sus soldados (Sorman 1993: 211-12).

El llamado en EEUU el "zar de la droga", Bob Martínez, dice a Sorman (1993: 216): "Al combatir la droga protegemos a los más débiles, a los pobres, a los negros, a los hispanoamericanos, puesto que ellos son sus principales víctimas". Se trata pues de una guerra de "protección", pero no sólo física sino moral, de defensa de la ética del capitalismo, puesto que una de las mayores preocupaciones de las autoridades es la pérdida de producción que representarían los drogados para la economía estadounidense. Ante el panorama que observa en Rusia se pregunta Sorman (1993: 230-35) si caído el comunismo las drogas no constituirían una nueva forma de disidencia, convirtiéndose para los nomenklaturistas la guerra contra la droga en un pretexto modernizado de su tradicional represión social. Gracias a ella la nueva KGB rusa se ha vuelto un interlocutor internacional de algún modo respetable y válido. En suma, los pretextos de los norteamericanos de "extender el orden mundial" sirven aquí de coartada y chivos expiatorios para perpetuar el "orden interno". En China en cambio, según el comisario entrevistado, los toxicómanos son en general "comerciantes independientes y dueños de cooperativas", es decir, empresarios capitalistas que "quieren estar a la moda y caen víctimas de la heroína". Se trata de una población especialmente expuesta por su tendencia "individualista". En cambio los trabajadores del sector estatal colaboran en la construcción del socialismo por lo que están inmunes ante la tentación de la droga. En suma, la nueva guerra contra el opio es una guerra ideológica en defensa del socialismo y contra las debilidades del individualismo. Curiosamente, la prohibición de la droga que hace un siglo y medio había colocado a China al margen de las naciones, permite en la actualidad reintegrarla al concierto internacional. Sin embargo, la guerra contra la droga es una vez más un pretexto para la represión: al tratar al opiómano como un inadaptado o un criminal condenado a trabajo forzado, el gobierno chino, lejos de curar la toxicomanía, revela su rechazo de toda disidencia (Sorman 1993: 241-46).

En la década del '40 en Japón se inventó un poderoso estimulante, la metaanfetamina Philopon, con una buena dosis de la cual se inyectaban los kamikazes. Pronto se convirtió en una "pasión nacional" para miembros de distintos estratos sociales -incluidos varios escritores importantes-. Sin embargo, a raíz de un asesinato en Tokio "bajo la influencia del Philopon", la droga fue prohibida en 1953 - casualmente "año del resurgimiento nacional"-. Según las estadísticas del Ministerio de Salud, mientras en 1990 fueron sometidos a desintoxicación voluntaria dos heroinómanos y quinientos ochenta y siete consumidores de Philopon, en 1991 fueron encarcelados un centenar por consumir cocaína, mil quinientos por consumo de hashís y quince mil por philopomanía. De donde Sorman (1993: 247-52) infiere que, fieles a su droga nacional, reticentes a las exóticas, los japoneses se muestran patrióticos y proteccionistas hasta en su toxicomanía.

En su propia tierra natal, Sorman (1993: 272) constata que si bien ningún consumidor está preso -ya que el consumo de droga está despenalizado de hecho por iniciativa de la Fiscalía y de los magistrados, dejándose pues de aplicar la ley-, la mayoría de los consumidores son "otra cosa", como ser distribuidores, aunque más no sea para procurarse medios para costear su propio consumo. De allí dos categorías de consumidores: los que tienen recursos y no son molestados, y los que no poseen medios y son inculpados porque trafican. De hecho hay en la cárcel miles de delincuentes apresados por traficar; lo que podría ser una justa distinción ya que sanciona los delitos contra terceros pero tolera ese delito contra uno mismo que es la intoxicación. Salvo que se ignore que es la misma prohibición, la que al hacer subir los precios transforma al consumidor en traficante. En consecuencia, la diferencia de tratamiento judicial entre el consumidor y el traficante se debe menos a su capacidad de perjudicar que a la distinción entre quienes disponen o no disponen de medios para comprar.

Es elocuente el testimonio del propio juez de instrucción: "En cuanto un toxicómano entra en mi despacho sé con quién tengo que vérmelas: burgués fumador de hachís, pequeño distribuidor, gran traficante...". Siendo a su vez el distribuidor "en casi todos los casos beur, magrebino, africano", Sorman precisa que semejant poder de "distinción" constituye también una preclara discriminación racial. La justicia francesa se ocupa principalmente de los intermediarios, revendedores que son casi siempre inmigrantes y a menudo en situación irregular. Ahora bien, en tanto el pequeño tráfico de droga es un medio de vivir en Francia para miles de personas que carecen de papeles, y ello en cuanto la droga es cara y es cara porque está prohibida, Sorman (1993: 273) enfatiza la siguiente paradoja: ¡la prohibición de la droga es lo que fomentaría la inmigración ilegal!

Concluye en fin Sorman (1993: 309-10) sosteniendo que en realidad la guerra contra la droga más que un "remedio" para el toxicómano constituye una legitimación sustitutiva de gobiernos debilitados por su ineficacia social, llegando incluso a favorecer la recolonización del Tercer Mundo. ¿Pero quién es en verdad el enemigo en esta cruzada? Siendo la droga sólo hierba, la guerra no es tanto contra la droga sino contra el extranjero: la toxicomanía viene de otra parte, sobre todo viene de abajo, de los estratos inferiores. Así fue cómo en EEUU la guerra contra la cocaína comenzó justamente cuando esta droga descendió de la elite de Manhattan a los guetos del Bronx. Se observa además que el toxicómano es tanto más bárbaro por cuanto ingiere drogas procedentes del Sur (marihuana, cocaína) en lugar de las del Norte (alcohol, tabaco). Estas son un producto de cultura, aquellas son simplemente salvajes. En suma, la guerra contra la droga es en el fondo una guerra de razas y culturas, del Norte contra el Sur, así como una guerra de clases, del partido del orden contra los desviados.

Desde una perspectiva específicamente antropológica, centrada en la política del estado brasilero respecto a la adopción de la marihuana por parte de la población aborigen Tenetehara de la región del Marañón, Anthony Henman llega por su parte básicamente, a una constatación análoga. En función de su experiencia etnográfica entre estos indígenas, y en paralelo a la denuncia del empleo de tortura por parte de las fuerzas del orden involucradas6, Henman (1986: 92) pone de relieve el oscurantismo que caracteriza el discurso oficial desarrollado con el fin de combatir el problema de la droga, así como sus efectos desorientadores e incluso contraproducentes. En tal sentido, por intermedio de la ridiculización e infantilización de los consumidores, no sólo se distorsiona la realidad de los efectos de alteración perceptiva de las drogas psicoactivas -de lo que no parece saberse gran cosa-, sino que, en lo que hace a su adopción por parte de los aborígenes, no dejan de proyectarse prejuicios etnocentristas, paternalistas y moralistas que ponen en evidencia su notable ignorancia sobre hecho de que el uso de estas sustancias está en última instancia sujeto a controles de orden cultural.

Observa Henman (1986: 95) que las referencias a un empleo "ritual" y hasta "místico" de la maconha, según es predicado por parte de los funcionarios del caso, no hacen otra cosa que reafirmar los estereotipos arraigados en la población de un "indio inocente", "cuasi infantil" -en contraposición a los violentos "viciosos" de las grandes urbes-; en efecto, si bien aparentarían cierta "tolerancia" al respecto, no muestran ningún respeto hacia el considerable entendimiento propio de los nativos de las propiedades de la marihuana. Los tenetehara declaran que para lo que más suelen recurrir a ella es para las tareas que requieren el uso de la fuerza, ya que fumarla les brinda mayor ánimo para trabajar. Destaca Henman (1986: 102-103) que esta planta no es usada ni en el shamanismo ni en los principales ritos de iniciación o pasaje propios de esta sociedad. Sí refiere su empleo en rondas nocturnas, advirtiendo que de "ceremonial" sólo tienen ciertas pautas de circulación de la sustancia7.

A fin de alertar a la opinión pública, Henman (1986: 92) pone de manifiesto los "efectos frecuentemente infelices de las campañas contra el uso de drogas", apuntando así a "demostrar que tales campañas -lejos de ser moralmente incuestionablesse inspiran en una clara voluntad etnocida de parte de nuestra civilización, que busca denigrar y suprimir aspectos considerados 'indeseables' en la cultura de los indígenas supervivientes del Brasil" -ahora justificada con el concurso cómplice de la "guerra a las drogas"-. Por supuesto advierte que no sólo los aborígenes sufren este tipo de interferencia, ya que un proceso similar es observable a propósito de las campañas contra el uso de drogas en muchos otros segmentos de la sociedad, especialmente en aquellos cuya apariencia y comportamiento difiere significativamente del que se considera aceptable para la mayoría de la población. Al analizar los discursos de las diferentes autoridades involucradas en esta problemática, teme Henman (1986: 115) que en breve se verán multiplicados los casos de abusos -tortura incluida- sobre los nativos que usan marihuana, coca o cualquier substancia considerada "alucinógena", "tóxica" o "estupefaciente". En los círculos oficiales se espera sin duda que como resultado de las campañas se confirme la tesis de la "no indianidad" del consumo de esas drogas, y que efectivamente su uso deje de ser parte de las culturas indígenas. En suma, al desarrollar semejante política discriminatoria, el estado brasilero no hace otra cosa que poner en evidencia el hecho de que, en el fondo, según postula Henman, la guerra a las drogas es una guerra etnocida.

MARCO GEOPOLÍTICO: NEOCOLONIALISMO Y POLÍTICA DE DROGAS

A esta altura de la historia de la humanidad, pues, el problema de las drogas es de alcance global. Sólo desde hace escasas décadas, a lo sumo un siglo -haciendo salvedad de los tiempos de la Inquisición-, la presencia de fármacos psicoactivos se ha constituido en un problema importante en la sociedad occidental. Estando inmersos en un proceso de globalización, sus implicancias son correlativas a la virtual imposición de un determinado ordenamiento internacional. En tal sentido, si bien dentro de cada nación impera un orden social determinado -que responde a normas pautadas en las constituciones respectivas-, dentro del orden internacional reina básicamente la anarquía. En consecuencia no se trata de relaciones equitativas, puesto que, de acuerdo a los divergentes grados de poderío nacional, se entablan relaciones bilaterales y multilaterales que se atienen a las respectivas capacidades de influir sobre los demás estados. Para lograr que el interés propio prevalezca sobre el ajeno se realizan determinadas presiones, de índole sobre todo políticoeconómicas. De allí que se hable de una "diplomacia disciplinaria" y de la "condicionalidad" de las relaciones internacionales.

Respecto a lo acontecido a nivel internacional sobre la problemática de las drogas, Louk Hulsman (1987: 49-77) ha puesto de relieve cómo un grupo muy reducido de países (Estados Unidos, la ex Alemania Occidental) han fomentado y desarrollado, mediante convenios internacionales celebrados bajo sus influencias, un programa político múltiple cobijando al sistema prohibicionista como vehículo de colonización. A su vez, en base a su estudio de la política brasilera sobre las drogas, Henman (1986: 98) ha sostenido que a partir de una formulación racista de principios del Siglo XX, el discurso oficial se impuso históricamente hasta llegar a la teoría epidemiológica de los '50 "made in USA" y reproducida por la ONU en sus acuerdos internacionales.

Según observa por su parte Juan Tokatlián (2000) en su estudio de la relación entre narcotráfico y violencia en Colombia, es sabido que los Estados Unidos vienen "influenciando" al resto de los países mediante instrumentos jurídicos internos e internacionales y reuniones grupales y bilaterales que imponen su política. Con tales influencias han reformulando el colonialismo, en particular en los países de la órbita latinoamericana. Paradigmático al respecto es el instrumento de certificación, según el cual se evalúa el grado de colaboración de las diversas naciones a la política hegemónica estadounidense. Sostiene Tokatlián (2000: 229) que, a través de la imposición internacional de su legislación antinarcóticos, Washington pretende disciplinar a los países productores, procesadores y traficantes de sustancias psicoactivas. Además, más allá del amplio espectro de opciones económicas y militares de sanción y retaliación que posee, EEUU dispone de un vasto instrumental legislativo para apremiar, chantajear y hasta estrangular a los países que puedan formar parte de la "red del narcotráfico".

Lo que a su vez vincula Tokatlián con el cambio acaecido en cuanto al concepto de soberanía nacional. Mientras se definía antaño en términos absolutos de autonomía, dependencia, autarquía, en la actualidad se lo concibe en el sentido relativo de heteronomía, interdependencia, jerarquía. Lo cual también responde a un cambio en la política internacional respecto a posibilidad de intervención, de injerencia arbitraria en asuntos ajenos, ya sea que afecten a intereses generales de humanidad o bien a intereses particulares (Tokatlián 2000: 272-74). Washington sostiene que, en tanto afectan a los intereses norteamericanos, las drogas son un problema de "seguridad nacional"; y en cuanto especialmente las drogas procedentes de Colombia producen un gran mal a la población estadounidense, propagando un vicio peligroso, no hay mejor solución que un corte de raíz: la erradicación de los cultivos -los colombianos, no los norteamericanos-8.

Consecuente con la declaración de guerra se ha propuesto una solución militarista que, en cuanto a resultados prácticos, no ha sido en realidad muy efectiva. No al menos en cuanto a los propósitos expresos de reducir la violencia social. Sí, argumenta Tokatlián, en cuanto a promover en suma medida el crimen organizado. De allí la situación dramática que vive la sociedad colombiana estos últimos tiempos ("tiempos violentos"). Si bien hace algunos años se llegó a propiciar un debate en torno a la legalización de las drogas, las presiones de Washington nunca permitieron que el mismo prosperara más allá de cierto punto. Sostiene al respecto que es obvio que mientras existan bienes demandados por el público y que sin embargo estén prohibidos, existirán sin duda oportunidades y condiciones para que prosperen modalidades de criminalidad organizada. De donde infiere:

"Mientras se mantenga y refuerce el prohibicionismo de las drogas psicoactivas, se preservará e incrementará el poder del crimen organizado ligado a este producto. El prohibicionismo, por tanto, está en la raíz del fenómeno criminal y este hecho no puede pasar inadvertido ni ser tergiversado. De lo contrario se implantarán retóricas, se construirán imágenes y se diseñarán políticas que en nada aportarán a resolver de manera seria, responsable y decisiva el problema originario (Tokatlián 2000: 58-59)."

Que, en tanto se mantiene el prohibicionismo, es de hecho lo que está sucediendo, siendo que toda política que se implementa, en tanto responde a las consignas dominantes de la solución final abstencionista, no deja de obedecer a los dictámenes puritanos hegemónicos. Observa Tokatlián (2000: 76) que si bien "los vicios o los placeres individuales o colectivos vinculados a diversos productos psicoactivos naturales y/o sintéticos generan enormes dificultades emocionales, psicológicas, morales y de salud en la ciudadanía, y por ello deberían ser objeto de atención fundamental de las políticas públicas", no constituyen un problema de seguridad social o comunitaria, ni menos de "seguridad nacional". Advierte que en realidad es la prohibición de una sustancia y no la sustancia misma lo que motiva que se la identifique como un asunto que exige un tratamiento decisivo y contundente. Por el contrario, antes de su prohibición expresa, las drogas psicoactivas -su consumo, procesamiento, tráfico y cultivo o producción-, no constituían per se e ipso facto una cuestión de seguridad nacional. Sin embargo, en una apreciación realista final, Tokatlián reconoce que ante el contexto internacional impuesto por la presión de Washington, a Colombia le resulta impracticable trasladar el problema de las drogas ilícitas del terreno de la seguridad al campo de lo social.

Por su parte Elías Neuman (1991: 158-60) subraya que la visión latinoamericana no puede soslayar la abrumadora dependencia, amenaza de las soberanías y estabilidad de los países a manos de la política unilateral ejercida por los Estados Unidos con sus constantes presiones -sanciones comerciales, arancelarias, crediticias, financieras, hasta insinuaciones de posibles intervenciones policiales y militares-. Señala en tal sentido que las drogas han pasado a ser hoy una mercancía que abre nuevas brechas entre el centro y la periferia del capital mundial. No obstante, más allá de lo enormemente perniciosa que resulta la situación actual, confía Neuman que es posible que la legalización de las drogas se convierta en un futuro en un elemento de liberación nacional y permita a los países involucrados depender de sus propias convenciones jurídicas y éticas sobre este problema y otras cuestiones conexas, y brindar las estrategias libremente mancomunadas para su prevención y el cabal respeto a la libertad humana.

DIAGNÓSTICO MÉDICO: UNA ENFERMEDAD EXTRAÑA

La otra cara de la discriminación política de las drogas es la pretendida fundamentación científica de su interdicción en base al dictamen médico oficial que sustenta la normativa vigente. A este respecto es pertinente el planteo de Thomas Szasz (1981: 25) sobre lo que ha dado en llamar "la teología de la medicina", vale decir, sobre el hecho histórico de acuerdo al cual la autoridad que en el Antiguo Régimen era detentada por el poder eclesiástico respecto a las conductas y hábitos apropiados de los fieles, ha sido en nuestras sociedades secularizadas transferida en gran medida al poder médico, constituyendo los especialistas en salud una suerte de nueva forma de sacerdocio, cuyo afán cuidador del prójimo, en razón de las necesidades de las políticas propias del Estado moderno -estado "terapéutico" en ese sentido-, no puede dejar de ser funcional a los requerimientos de distintos grados de control social por parte de la autoridad establecida. En connivencia con los intereses económicos de los grandes laboratorios, la discriminación del caso reside en la presencia o ausencia de autorización expresa por parte de los expertos calificados respecto a la administración de lo que se considere medicamento.

Aflora aquí justamente la discrepancia entre productos del orden de lo "salvaje", sean los propiamente naturales como determinadas hierbas, hongos o frutos, o bien artificiales como los procesados químicamente, y productos ya "civilizados", aquellos que, además de haber sido elaborados farmacológicamente, son avalados por la autoridad médica correspondiente. Las drogas recusadas son pues las que no han sido objeto de domesticación ciudadana, y continúan asociadas a poblaciones que, en virtud de su consumo, evidencian conductas bárbaras que no merecen ser aceptadas en el buen vivir. Lo que se recusa es pues el singular tipo de experiencia que producen dichas drogas, una experiencia de alteración psíquica que, en relación a la conciencia habitual, es propiamente de extrañamiento.

Durante el medioevo las acusadas de brujería, en razón de su pacto con el diablo, gozaban de una experiencia de voluptuosidad juzgada entonces indudablemente pecaminosa. Si bien puede pensarse que en la actualidad también lo que se desaprueba es la potenciación del placer obtenido gracias a estas substancias, aunque no se lo considere en verdad diabólico, lo que está en realidad en cuestión es la clase de placer que este consumo promueve. Puesto que, más allá de las creencias del caso -como las de comunicación con seres espirituales, o transporte a una realidad extraordinaria-, se trata sin ninguna duda de una experiencia placentera por completo diferente a las obtenidas por cualesquiera de los medios lícitamente disponibles -como ser cualquiera de los innumerables fármacos de venta libre o aun de venta restringida-. Para ser precisos, la singular experiencia de ebriedad que producen las drogas visionarias como los cactus, hongos, la cannabis o la ayahuasca, no sólo no es en absoluto comparable por ejemplo a la propia de la embriaguez etílica, sino que implica por el contrario justamente un incremento de la capacidad perceptiva tanto del entorno físico como del propio psiquismo; lo cual, si se toman los recaudos adecuados, es traducible a su vez en un neto incremento de la cualidad placentera de dicha experiencia. Lo que está en discusión, pues, es la libertad de vivenciar semejantes experiencias 9

De acuerdo a esto, para mantener el control disciplinado de la población frente a ciertas inclinaciones, el estamento dominante debe proscribir la libre circulación de productos que atentarían sobre la credibilidad de la eficacia terapéutica monopólica que se arrogan las autoridades médicas10. Pues si bien no se trata de que los fármacos recetados sean simples placebos -como la hostia católica-, sí se ignora -cuando no se proscribe- el acceso al conocimiento relativo a que, para ciertas dolencias al menos, existen otras posibilidades alternativas a la oficial, algunas incluso más eficaces -como se está verificando cada vez más con respecto a las múltiples afecciones que alivia la marihuana -glaucoma, quimioterapia del cáncer, epilepsia, depresión, etc.-, así como está atestiguada la eficacia terapéutica del L.S.D., de la ayahuasca y de derivados de hongos psilocibe-11. Todo lo cual en última instancia no haría otra cosa que socavar la autoridad que ha dictaminado su carácter nocivo -así como, en otro orden de cosas, peligrarían los "beneficios" de las grandes corporaciones fabricantes de fármacos- y en consecuencia, los de los propios médicos.

Una cuestión clave a discutir es la aseveración médica de la cualidad "estupefaciente" de las drogas así (des)calificadas, la que se sostiene en la adjudicación de creadoras de dependencia física y/o psíquica y consecuente distorsión de la personalidad. En primer lugar hay que precisar que no todas las drogas psicoactivas -ni siquiera su mayoría- producen adicción alguna -como sí lo hacen tantos fármacos de curso legal-. Tampoco se ha verificado la tesis de la escalada que llevaría irremediablemente de las drogas "blandas" a las "duras". Menos aún hay pruebas empíricas que pongan en evidencia un efecto distorsionador de la personalidad por el consumo habitual de dichas substancias. En función de todo esto hay que subrayar que la que se ve distorsionada en este caso es la verdad de los efectos reales de tales substancias -no menos que la de los fundamentos de su interdicción médica y jurídica-. Esta distorsión cognoscitiva no puede dejar de tener efectos corruptores en relación a la autoridad de los respectivos especialistas. Siendo un hecho notorio que la elevada falta de observancia respecto a las prescripciones -y concomitantes prohibiciones- del caso, descansa en una evidente percepción de semejante arbitrario ejercicio de la autoridad -que en no pocas ocasionas deriva en un inequívoco abuso de la misma-.

El problema está justamente en la calificación de ilegalidad de determinadas drogas, puesto que no es consistente con la licitud de tantas substancias no menos dañinas. Si fuera así, fumar tabaco y tomar alcohol constituirían a su vez actos indignos, y el verdadero "hombre nuevo" por fin libre de tantas cadenas dependientógenas, no sería otro que el abstemio total -que, si bien puede resultar aceptable en tanto ejemplo a imitar, si así se lo propone, deviene inconducente cuando se lo quiere imponer como una obligación a cumplir bajo amenaza de condena-. A la inversa, muchas de las substancias prohibidas no son en absoluto dañinas como se pretende. En tanto no producen prácticamente ningún efecto secundario negativo, ni un grado relativo importante de toxicidad, ni en especial ninguna forma de dependencia, la ingesta de cactus, hongos, flores, semillas, lianas y otros vegetales psicoactivos, así como de L.S.D., no puede decirse en ningún sentido que su consumo sea indigno, que violente nuestra libertad. Justamente se trata de tomar la decisión de atravesar por una experiencia que altera de tal modo nuestra percepción habitual del mundo y de nosotros mismos que, en cuanto a la profundidad e intensidad de las vivencias que promueve, conlleva naturalmente cierta aprehensión.

En este caso pues, debemos poner de manifiesto que el conocimiento científico en verdad disponible no avala el dictamen médico-jurídico oficial: el consumo de determinadas plantas psicoactivas no es en absoluto dañino como se sostiene. Por el contrario, si se las emplea en forma adecuada son excepcionalmente saludables, pudiendo incluso implementarse con objetivos terapéuticos. A veces se lo hace en contextos rituales con improntas cristianas, donde el acento está en el acto de constricción, la expiación de los pecados, el arrepentimiento y consiguiente alivio de la culpa. Se favorece una experiencia catártica, cuyo efecto es pues el de actuar como una purga para el espíritu12. También se las emplea en ceremonias de otras religiosidades -hindú, budista, sufí, taoísta, rastafari, etc.-. Otras veces estas "plantas maestras"13 son usadas sin un significado religioso determinado, aunque siempre poniendo de relieve el cuidado y respeto que implica atravesar por semejante experiencia espiritual.

DIAGNÓSTICO PSICOANALÍTICO: LA ENFERMEDAD DEL TABÚ

Tal como se ha observado, en nuestra sociedad las drogas psicoactivas han sido investidas de una indudable cualidad tabú14 -sobrecargadas a su vez de un potencialmente peligroso poder mana-15. A tal efecto nos resulta pertinente un intento de "interpretación psicoanalítica" de las motivaciones de fondo que subtenderían el prohibicionismo de rigor de acuerdo a la asociación considerada por el propio Sigmund Freud (1985: 29-44) entre los "irracionales" tabúes de los pueblos salvajes en general y la moderna disfunción psíquica denominada neurosis obsesiva -la "enfermedad del tabú"-.

En primer lugar es destacable el sobredimensionamiento que se ha hecho de la problemática en cuestión. En tal sentido, indudable objeto de proyección, desde una óptica prohibicionista la droga es percibida como una de las principales causas de nuestros males, cuyas más nefastas encarnaciones las constituirían el miserable drogadicto por un lado y el terrorífico narcotráfico por el otro. Ha sido su extrema peligrosidad lo que ha obligado a emprender una guerra sin cuartel contra semejante "flagelo". De donde resulta una irrefrenable tendencia a la manía persecutoria, cuyo excesivo celo lleva a consecuencias no pocas veces más peligrosas que las provocadas por el mal que se pretende combatir.

Y es precisamente la irrefutable racionalización que sustenta semejante proceder lo que constituye la prueba de su corrección: la bondad hacia quien está sufriendo el padecimiento de semejante "mal". Tan segura es la convicción del bienestar que se promueve se justifique, incluso, la utilización de la fuerza si es necesario para convencer al sujeto en cuestión -después de todo es por su propio "bien"-.

Poniendo de relieve la singular ambivalencia de esta constelación psíquica, señala al respecto Freud (1983: 69-72) que semejante preocupación moral en verdad suele encubrir una actitud inversa fundada en la necesidad de castigar al infractor, sobre quien se descarga una hostilidad inconsciente. La cual, si bien se justifica en la falta del transgresor, en la indignación que ha provocado su ultraje a la sociedad, correspondería en lo inconsciente a un sentimiento de envidia de la audacia del criminal.

Sin embargo, más allá de especulaciones sobre motivaciones inconscientes -en última instancia imposibles de comprobar-, es significativa la observación de Freud (1985: 101) sobre la inclinación hacia la evasión de la realidad propia de los neuróticos obsesivos. Si bien se suele afirmar que el efecto negativo de las drogas -el específicamente "narcótico"- es el de producir semejante tendencia utópica negativa, ello sólo es predicable de aquellos que efectivamente se drogan periódicamente -recurriendo por supuesto tanto a fármacos lícitos como ilícitos-, y padecen pues una conducta drogadependiente en sentido estricto -adictos a la heroína, morfina, cocaína, anfetaminas, antidepresivos, etc.-. También se podría referir semejante diagnóstico a quienes afirman viajar a otros mundos gracias a la psicoactividad visionaria de - en virtud de experimentar un estado alterno de conciencia - lograr el acceso a la "realidad no-ordinaria". Pero en cuanto tales substancias enteógenas no producen adicción, no es asociable su uso a un comportamiento neurótico obsesivo. Sí podría decirse, en función de las propiedades "psicotomiméticas" de estas plantas, que sus efectos pueden ser referidos a un cuadro "psicótico", pero reconociendo que se trataría del mismo padecido por todo creyente en cualquier orden extraordinario de existencia, en algún Otro Mundo más allá de nuestra experiencia convencional.

De allí que la inclinación evasora de la realidad característica de la neurosis obsesiva se ajuste mejor a la pretensión utópica negativa de erradicar por completo del planeta todas las substancias productoras de efectos psicoactivos. Más allá de deseos y expectativas, la realidad es que una significativa proporción de la población, contraviniendo la legalidad establecida -desafiando la persecución policial así como desoyendo la autoridad médica subyacente-, consume este tipo de drogas. Tal es así que diferentes voces autorizadas, con diversos grados de experiencia en el tema y aun desde posiciones enfrentadas al respecto, no dejan de converger en cuanto a sostener, a pesar y en contra de la prédica todavía predominante, que esta "guerra contra las drogas" en verdad está perdida.

Quizá lo haya estado desde sus inicios, justamente en razón de la falacia involucrada en la declaración misma de una guerra contra un adversario indefinible, cuya animosidad yace más bien en temores irracionales propios de tabúes primitivos y se expresa en una retórica de predicación religiosa con contenido inquisitorial. Lo que no es sino la contracara de una actitud de hostilidad hacia la extrañeza de la experiencia visionaria, encarnada en la extranjeridad de la substancia que la vehiculiza. Después de todo, pasadas varias décadas de infructuosas políticas farmacráticas represivas, los mismos especialistas en el tema comienzan a ponderar la posibilidad de que la prohibición misma sea en verdad productora de mayores malestares de los que supuestamente pretende aventar16. De por sí no es insignificante el efecto "tentador" que promueve lo prohibido, especialmente cuando dicha interdicción no tiene fundamentos razonables evidentes. O bien, cuando se sospecha -si no es que se sabe- que los efectos negativos que se le atribuyen, como reveló la serpiente a Eva respecto a lo afirmado por Dios sobre el árbol del conocimiento, no son en verdad tales.

Pero si no se tratara en realidad de una "guerra" -actividad que requeriría cuando menos cierto grado de equivalencia entre las partes enfrentadas, por lo menos en sus respectivas posibilidades de hacer uso de la fuerza -así como eventualmente de querer hacerlo-, sí es definible la inquisición farmacrática como una cruzada. Viene al caso comentar que, en pos de la convicción religiosa de acceder a la morada última del Salvador en la misma Tierra Santa, contingentes de guerreros cristianos aniquilando o reduciendo a todos aquellos paganos que se anteponían en su camino, conquistaron por fin Jerusalén. Sin embargo, al constatar la vacuidad del Santo Sepulcro, lo que conquistó en realidad la cristiandad de aquella época no fue, según Hegel, sino la confirmación de la pura interioridad de su verdadera fe. Lo que por otra parte no impidió que, posteriormente, el celo persecutorio se recondujera hacia los "infieles" dentro de la propia religión, de donde emergió la actitud inquisitorial tristemente célebre. Cabe esperar que los partidarios de esta nueva cruzada, en la medida en que constaten la ilusoriedad del enemigo en cuestión -ya sea, según el ángulo de visión que se privilegie, percatándose de su cualidad fantástica, alucinógena, visionaria, enteógena, psiquedélica, etc.-, confirmen por su parte el carácter de "pura interioridad" propia de los efectos psicoactivos y no sigan en consecuencia proyectando ni en su extrañeza ni en la exterioridad de sus consumidores un peligro que no es en realidad el que se propaga ser.

Por otro lado es significativa la observación histórica acerca de que muchas plantas en principio demonizadas fueron posteriormente incorporadas a la vida moderna habitual, tal el caso del tabaco, la yerba mate, el café, el cacao, etcétera. Como Juana de Arco varios siglos después de su quema en la hoguera -por pretender ser depositaria de mensajes divinos-, tales substancias fueron rehabilitadas. Así como fue rehabilitado el alcohol después de constatar los enormes perjuicios producidos por la Ley Seca. En nuestro caso, pues, la discriminación farmacológica se ha desplazado de lo específicamente étnico a lo distintivamente social, y es una mejor conjugación de determinados valores lo que reclama una nueva rehabilitación histórica, dentro del plano de lo político, básicamente un nuevo balance entre la igualdad y la libertad, en el plano médico, un nuevo equilibrio entre la salud y la (auto)medicación. Es digno de hacer notar el criterio selectivo según el cual son apresados y condenados miles de personas por la mera posesión de drogas ilícitas, constituyendo en su gran mayoría jóvenes de bajos recursos pertenecientes a determinados estratos sociales.

Una cuestión crucial a tener en cuenta son las consecuencias efectivas de la penalización, con la consecuente "exhortación" a realizar un tratamiento de desintoxicación. Significativa es, por un lado, tanto la proporción de condenados que reúnen determinadas condiciones sociales -lo que habla de cierto criterio selectivo en la aplicación de la ley17-, como las mismas condiciones clínicas de los tratamientos de "cura" implementados18; por el otro lado no menos significativa es la falta de aplicación efectiva de la ley por parte de la gran mayoría de los jueces 19. Constatamos en última instancia que se ha producido una indudable situación de inequidad social en la que la ley, o directamente no es aplicada o, peor aun, lo es de forma desigual. Tal es así que, poniendo en ejercicio justamente la virtud de la jurisprudencia, muchos jueces, estimando de algún modo reprobatorio el sustrato discriminante que conlleva la sanción penal de las drogas psicoactivas, no condenan a la mayoría de los acusados de tenencia o pequeño tráfico.

A MODO DE SÍNTESIS:

HACIA UNA DIALÉCTICA DE LO SALVAJE Y LO DOMESTICADO

Para terminar quisiera sugerir que lo que está en juego en relación a la problematicidad social de las drogas psicoactivas es pasible de ser interpretado antropológicamente en términos de una relación dialéctica entre la naturaleza y la cultura. En primer lugar es menester puntualizar que, como señalara Escohotado (1994b), en tanto estas substancias producen un efecto sobre el espíritu, cuestionan el axioma cartesiano de una separación neta entre cuerpo y mente. En tal sentido contradicen la convicción propiamente humana de ejercer un dominio inequívoco sobre el mundo material. Corresponde inquirir en este sentido sobre las implicancias antropológicas de una redefinición de la naturaleza humana que trascienda la linealidad de la dicotomía materia/espíritu hegemónica. Tal como planteara Bateson desde su formulación epistemológica crítica del dualismo cartesiano, es menester considerar la posibilidad cognoscitiva de ir más allá de los postulados predominantes respecto a una jerarquía unilineal de lo espiritual sobre lo material o viceversa.20

En el mismo sentido, en su propuesta de una real solución al "problema" de las drogas -a través del ejemplo de la concreción de una efectiva "paz con la coca"- , Henman (2003) plantea una crítica del enfoque antropocéntrico según el cual las demás especies sólo existirían para satisfacer necesidades humanas. Si bien es de gran antigüedad -presente ya en el Génesis en su exhortación al hombre de enseñorearse de la creación-, este enfoque no sólo no es propio de todas las sociedades humanas, sino que incluso es contrario a la percepción del mundo de gran cantidad de grupos aborígenes americanos. Definido por Eduardo Viveiros de Castro como "perspectivismo" y "multinaturalismo", el enfoque nativo implica un universo habitado por múltiples seres con su propia subjetividad autónoma, cada uno percibiendo el mundo desde un punto de vista distinto a los demás. Subraya Henman que se trata de una concepción inversa a la de nuestra moderna "multiculturalidad", la que supone una unidad de la naturaleza física de las formas de vida y una multiplicidad de las adaptaciones culturales. Desde la perspectiva multinatural se concibe por el contrario el mundo como una unidad del espíritu, de la cultura, de la percepción, todo lo cual es compartido por todas las especies, mientras que la diversidad está en los cuerpos y en las formas concretas de cognición y representación.21

De acuerdo a esto, pues, una reformulación dialéctica de lo natural y lo cultural, de lo material y lo espiritual, conformaría la clave antropológica interpretativa crítica de la problemática de las drogas, puesto que lo que está en juego es justamente la relación entre esa otredad, esa ajenidad, y nuestra propia mismidad, lo que nos constituye en propiedad. Desde la postura tradicional lo "natural" es lo salvaje, lo no socializado, lo agresivo, hostil, aquello que se mueve en función de la imposición de la mera fuerza. Su antítesis es la vida propiamente "civilizada", la que, más allá de inevitables tensiones y conflictos, hace prevalecer una relación pacífica entre los miembros de la comunidad. Y así como se han domesticado ciertas plantas y animales, es menester domesticar a otros (in)ciertos seres humanos, ya sean salvajes, bárbaros o paganos. En nuestra época puede decirse que la domesticación está dirigida hacia los miembros de nuestra propia sociedad que se han desviado de la normativa vigente.22

Pero puesto según hemos visto que lo que se condena en realidad es una experiencia de ebriedad en principio propia de otras culturas, se trata de una desviación de raigambre específicamente étnica. No obstante la significación cultural del caso, lo que resulta nocivo en la actualidad está en el cambio de contexto acaecido, puesto que si bien puede llegar a ser aceptable que determinados grupos practiquen sus ceremonias religiosas en sus propios términos -como las iglesias del peyote o de la ayahuasca, o acaso los empleos "místicos" de la marihuana por parte de los tenetehara-, no es tolerable que determinado sector social, precisamente el correspondiente a la juventud -perteneciente a una singular brecha generacional histórica-, recurra autónomamente a ciertos fármacos psicoactivos. Se trata de un desvío que no es sólo orgánico sino moral, que amerita la aplicación imperiosa de medidas de seguridad, "medidas de seguridad curativa" en cuanto al tratamiento de rehabilitación obligatorio -como a nivel internacional, en el caso europeo, la implementación de medidas de "ayuda mutua represiva", y en el caso americano, políticas intervensionistas-.

Constatamos pues que estamos frente a un notorio caso de duplicidad conceptual, puesto de manifiesto en la complicidad disciplinaria de los saberes médico y jurídico en cuanto a la confusa racionalización de una "pena curativa". En cuanto se define a priori la orientación conductual como toxicómana, esto es, inclinada hacia la producción de un mal por parte del sujeto hacia sí mismo, no menos que delictiva, en tanto se realiza infringiendo la ley, se dictamina un doble castigo, tanto natural por parte del propio organismo -perenne sufrimiento de la eterna dependencia-; como social por parte, en principio, de las autoridades jurídicas -policía y juez-, y en última instancia, de las autoridades médicas -terapeuta-.

Sin embargo, convendría al respecto atender a la simple -no menos que profunda- observación de Frazer retomada por Freud (1985: 162): "lo que la naturaleza misma prohíbe y castiga no tiene necesidad de ser prohibido y castigado por la ley". En realidad, de acuerdo al desconcertante panorama ofrecido por el problema de las drogas en la actualidad, parece ser que semejante "redundancia" es sin lugar a dudas contraproducente.

En tanto se trata en suma de una prohibición que, según hemos visto, no cuenta con un fundamento racional, podemos decir que en torno al tema de las drogas se ha instaurado un auténtico tabú, cuya interdicción legal sólo es la cara visible de un temor irracional más profundo. Este temor es precisamente el que se tiene ante lo desconocido, lo diferente, pudiendo decirse en función de lo expuesto que su trasfondo social descansa en un prejuicio de discriminación étnica encubierto. Lo que se rechaza en forma inconsciente -o si se prefiere veladamente- es en última instancia la extranjeridad de la procedencia de la substancia, así como consonantemente el extrañamiento de sus efectos psicoactivos. Lo que se descalifica es su cualidad excepcional respecto a nuestra concepción antropológica predominante de la relación entre naturaleza y cultura: sólo los fármacos ya domesticados son pasibles de obtener la facultad prescriptiva de los expertos, y en consecuencia ser aceptables dentro del orden de nuestro derecho civil; por el contrario, en tanto atentarían contra el armónico estado de convivencia característico de nuestras maneras ya civilizadas, las drogas en estado salvaje son pues objeto de atención de nuestro derecho penal.

Notas

1 Cuyos usos terapéuticos eran indisociables de su carácter sagrado, tal el caso de las llamadas plantas de los dioses según el designio de Schultes y Hofmann (1989).

2 Esta dimensión ritual de nuestra problemática la hemos tratado a la luz de la hipótesis de la víctima sacrificial formulada por René Girard (Lynch 2002).

3 Viene al caso lo observado por Mary Douglass (1978: 31-33) acerca de que la religión peyotera de la Iglesia Nativa Americana constituye, en pequeña escala, un fascinante caso de Reforma, puesto que sus partidarios recurren a la ingesta ritual de la Lophophora Willemsipara entablar un contacto directo con la divinidad.

4 Tal como por ejemplo sostiene, en base a sus estudios farmacológicos sobre la marihuana, uno de los más fervientes cruzados del prohibicionismo, Gabriel Nahas (1990).

5 Antecedente de lo cual lo ha constituido la actitud inquisitorial de los evangelizadores cristianos ante los cultos aborígenes con su consumo ritual de hongos, cactus, semillas varias y tantos otras "plantas mágicas".

6 Se trató del caso del nativo Celestino Guajajara, ocurrida durante la Operação Maconhaemprendida por agentes de la Policía Federal en las áreas indígenas de Maranhão en 1977, y que tuviera alguna difusión en la prensa un años después. Aclara Henman que si bien es el único que ha tenido cierta resonancia pública, no es en absoluto un caso aislado, siendo revelador de una inequívoca "metodología" de acción propia de este tipo de operaciones.

7 Otro uso distintivamente tenetehara de la marihuana -no compartido según Henman (1986: 105) por otros grupos aborígenes- es para favorecer la caza, puesto que se considera que el poder mágico de fumarla puede aprovecharse para "llamar" o "encantar" animales -en particular pájaros y roedores ávidos consumidores de sus semillas-. Asimismo otros animales son considerados presas más fáciles para quien haya fumado maconha, ya que la sensibilidad resultante le permite al cazador aproximarse a una menor distancia sin espantar al animal.

8 Correlativamente existe un grave déficit económico producto de la circulación monetaria ilegal y el lavado de dinero.

9 A este respecto es ilustrativa la propuesta de una "filosofía de la droga" propuesta por Giulia Sissa (2000) en base a su articulación del placer y el mal como las dos caras de una misma moneda. Fiel en ello al platonismo que sustenta su postura abstencionista, desvaloriza las implicancias éticas de una postura antagónica como la de la filosofía epicúrea.

10 En relación a este punto, Henman (1986: 109) sostiene que, más que solucionar un problema de salud pública, en el fondo lo que se procura con la política de drogas es asegurar la representación de una "verdad" científica, monolítica e intolerante, que al mismo tiempo refleja y justifica el autoritarismo de la estructura política en el plano general.

11 Sobre esta temática pueden verse Grinspoon y Bakalar (1997), Fisher (1997), Grof (2005), Palma (2002), entre muchos otros.

12 Expresiones americanas de esta "religiosidad enteogénica" actual las he reseñado en lo que he dado designar "el nuevo mundo de lo sagrado" (Lynch 2005a).

13 Una fundamentación antropológica de esta designación, donde se señalan los beneficios de una apertura a posibles "enseñanzas" de estos vegetales -no sólo cognoscitivos sino en particular éticos-, puede verse en Henman (2005).

14 Esta cuestión ha sido observada por henman (1986: 98) a propósito del caso del uso de la marihuana en brasil; en efecto, señala que a pesar de su larga trayectoria histórica y amplia difusión en este país, "continúa siendo un asunto tabú en la gran mayoría de las discusiones políticas, inclusive, y especialmente, en determinados sectores de la izquierda".

15 Según ha acertado a llamar la atención Antoine Garapon (1994), quien por otro lado ha identificado el consumo de drogas psicoactivas ilícitas con la nueva versión del pacto de Fausto con Mefistófeles.

16 En este punto es revelador el testimonio de uno de los adalides del movimiento prohibicionista acerca de la contradicción efectiva entre sus intenciones y los resultados logrados: "a las prohibiciones establecidas por la convención única de 1961, se habían agregado las de la convención sobre drogas que alteran la mente en 1973. pero parecía que cuanto más aumentaban las

17 Es pertinente la reflexión de Aquiles Roncoroni (2001): "¿Guerra a la droga o a los consumidores?".

18 No menos pertinente al respecto, aunque en un sentido inverso al anterior, es el testimonio de Mario Kameniecki (2001), reconocida autoridad en la materia a nivel nacional. Este aspecto de nuestra problemática lo hemos tratado en Lynch (2007).

19 Es ilustrativo en este punto el análisis estadístico de nuestro país por parte de Niño (2001), coincidente con lo observado al respecto en Francia por Sorman.

20 Al respecto Bateson (1989: 61-73) cuestiona la unilateralidad de ambas posiciones, sugiriendo no aceptar ninguna de las dos supersticiones: "ni sobrenatural ni mecánica".

21 En elmismo sentido, criticando las premisas aún vigentes de la idea tradicional de una deidad trascendente , Bateson (1985:947) ha postulado la existencias de una suerte de "mente inmanente" ---en absoluto sobrenatural - que se caracterizaría por su notable determinismo.

22 Sin embargo esa es su cara visible, la de los consumidores de drogas ilícitas que recurren al uso (indebido) o bien abuso de sustancias psicoactivas -socialmente no autorizadas por los "expertos" del caso-. la otra cara de la domesticación farmacológica es la absolutamente legal, netamente comercial, la que corresponde al creciente recurso a fármacos de todo tipo para obtener o mantener un buen estado de ánimo. resulta significativo el efecto psicoactivo inverso de ambas clases de drogas: mientras unas son psiquedélicas, esto es, revelan el alma, y en virtud de ello ahondan en la percepción de los sentimientos más íntimos, las otras más bien reducen la significancia de los problemas y de tal modo alivian el malestar (Schultes y Hofmann 1989: 178).

AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer los comentarios realizados por Fernando Balbi y Mauricio Boivin en ocasión de la elaboración de la primer versión de este trabajo. También a Anthony Henman por haberse tomado la molestia de escanear y enviarme su texto recomendado por el evaluador de este artículo. Por último a quienes me han brindado su ayuda a través de conversaciones y colaboraciones varias sobre esta conflictiva problemática: Isabel Menéndez, Ricardo Abduca, Akira Igaki, Salvina Spota, Leonardo Vidoni, Celina Ballón y Maggie Díaz. Querría en fin de algún modo rendir homenaje a nuestro tempranamente extinto compañero de estudios y de cátedra Jorge Alessandria, genuino antropólogo "visionario" quien nos introdujera en una experiencia en verdad crítica de lectura de textos. Por supuesto lo finalmente expuesto es de mi exclusiva responsabilidad.

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Fecha de entrega: 24/10/2007.
Fecha de aprobación: 17/3/2008.

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