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Runa

versión On-line ISSN 1851-9628

Runa v.29  Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./dic. 2008

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Derroteros de una institución científica fundacional: el Museo público de Buenos Aires, 1812-1911

Pablo Perazzi*

* Lic. en Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires - CONICET. Correo electrónico:pabloperazzi@yahoo.com.ar

Resumen

La intención de fundar un establecimiento científico destinado a atesorar productos de la naturaleza surgió en los años posteriores a la Revolución de Mayo. Legataria de una tradición reciente -con la aparición del British Museum de Londres en 1753 y del Muséum National d'Histoire Naturelle de París en 1794-, constituyó una pieza significativa del programa cultural rivadaviano. El objetivo del artículo consiste en una aproximación histórica al Museo público de Buenos Aires, desde sus orígenes hasta la época del Centenario: sus directores, colecciones y publicaciones, sus mudanzas de local, la cuestión edilicia, las intrigas palaciegas, el personal científico y de custodia, los problemas presupuestarios, las asociaciones de amigos, el público especializado y los visitantes de ocasión.

Palabras clave: Museos; Historia de la ciencia; Colecciones; Naturalismo; Cultura letrada

Abstract

The intention of founding a scientific institution oriented to tresure the products of nature was born some years after the May Revolution. As a legacy of a recent tradition -the creation of the British Museum in London (1753) and the Musée National d´Histoire Naturelle in Paris (1794)- the Public Museum of Buenos Aires (PMBA) constituted a significant element of the Rivadavian cultural program. The purpose of this article consist of an analysis of the social and cultural history of the PMBA, from its early origins until the time of the centennial. The article takes into account several components of an "ethnography of Museums" such as authorities, colections, publications, location of buildings, scientific and security staff, budget problems, associations of friends and their diverse intrigues, specialized audience, occasional visitors, among others.

Key words: Museums; History of science; Collections; Naturalism; Learned culture.

1. Introducción

En el segundo decenio del siglo XIX se inicia el proceso de formación de la cultura científica vernácula. El entusiasmo revolucionario y las nuevas doctrinas venidas de ultramar iban a proveer el clima propicio para la aparición de un circuito intelectual a la medida de las posibilidades de la flamante república. Aunque el clero ilustrado siguió conservando protagonismo, la secularización de los espacios de erudición comenzó a tornarse una cuestión impostergable. Es la época en la que surgen las primeras asociaciones científicas, como la Escuela de Matemática (1810), el Instituto Médico (1813) y la Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas (1822), se funda la Biblioteca Pública (1810), se crea la Universidad de Buenos Aires (1821), se alienta el arribo de profesores extranjeros, como Aimé Bonpland, Pedro Carta Molino, Pedro de Angelis y Carlos Ferraris, se diversifica la enseñanza de la historia natural, y se amplia el espectro de publicaciones periódicas, entre ellas La Abeja Argentina, Crónica Política y Literaria de Buenos Aires, Correo Político y Mercantil. Es la época en la cual, en resumidas cuentas, se empieza a inocular el ideario de la nación cultivada.

La burguesía y el patriciado urbanos son los factores fundamentales del proceso en marcha, quienes se revelan proclives a la circulación del saber y de la ciencia; poco a poco, se ponen "a la moda". El interior del hogar se puebla de obras de arte, monetarios, armaduras, incunables, pergaminos y "curiosidades naturales". Aunque hay mucho de snobismo, las inquietudes espirituales ganan terreno y el coleccionismo se transforma en un hábito de clase: la acumulación de objetos (signos) obedece al deseo de legitimar una posición recién adquirida y las colecciones transfieren un evidente prestigio cultural.

La expresión pública del coleccionismo privado es la "institución museo", que no hace sino exteriorizar y poner en escena las conquistas culturales de la burguesía ascendente: el museo es, propiamente hablando, una institución cultural burguesa. De ahí que algunos coleccionistas opten por ceder sus pertenencias y convertirse en respetados donantes, elección que por supuesto, no está exenta de beneficios: su nombre dejará una huella en alguna de las salas.

En términos generales, puede decirse que los museos públicos surgen a finales del siglo XVIII, tras la nacionalización de los reales gabinetes de curiosidades como corolario del ciclo revolucionario que sacudió a Europa entre 1789 y 1848 (Aurora, 1990; Rivière, 1993). Las principales colecciones de historia natural -que son las que aquí importan- se formaron durante los viajes de exploración y expansión colonial, en esa "dialéctica ideológica entre empresas científicas y comerciales" (Pratt, 1997: 69). Las piezas conservadas intramuros, organizadas según criterios geográficos y analíticos, simbolizaron el potencial imperial de las naciones centrales.    

No habiendo posesiones coloniales que conocer y administrar, el Museo público de Buenos Aires colocó su atención en la colecta de las riquezas naturales de "tierra adentro". Como sea, fósiles o minerales, plantas o insectos, las colecciones de historia natural también reflejaron los triunfos y aspiraciones de la burguesía vernácula. Dichas existencias constituyeron un tipo específico de "mercancía", una mercancía que, como el ganado y los cereales, cruzó océanos y fue exhibida en las "Exposiciones Universales", eventos paroxísticos del capitalismo decimonónico, "lugares de peregrinación al fetiche que es la mercancía" (Benjamin, 1999: 179). Por ende, no es extraño que el Museo público quedara asociado desde su origen, a la idea de "depósito", como si se tratara de una especie de muestrario representativo de las energías científicas y económicas de la joven nación sudamericana.

2. Primeros tiempos

El primer documento instando a erigir un primitivo Museo de Historia Natural fue labrado el 27 de junio de 1812.

La circular, dirigida al comandante general de Patagones, encargando el "acopio de todas las producciones extrañas y nativas", presentaba interesantes detalles.

En primer lugar, la referencia a la idea de "depósito". Aunque en términos formales se hablaba de "museo", su condición se expresaba invocando el concepto de depósito: producciones "dignas de colocarse en aquel depósito", se leía. De modo que, además de evidenciar que aún no había definida percepción de su significado, se lo designaba con un vocablo de la jerga mercantil.

En segundo lugar, la referencia a los destinatarios: "ciudadanos amantes del buen gusto". Aquello indicaba dos cosas: primero, que evidentemente había interesados; segundo, que no constituía una práctica especializada sino un hábito de coleccionistas y amateurs. El coleccionismo privado, en tanto que moda cultural de la incipiente burguesía urbana, no era todavía conceptuado en clave problemática.

En tercer lugar, la referencia a la manera en que habría de acrecentar sus existencias: por intermedio de donaciones voluntarias dadas a conocer a través de La Gazeta de Buenos Ayres.

Aunque "la liberal idea de establecer un Museo de Historia Natural" -según rezaba un despacho del Cabildo de Mendoza (Vilardi, 1943: 301)- fue recibida con entusiasmo, se registró una sola transferencia en 1813, la del presbítero español Bartolomé Doroteo Muñoz.

Desde entonces y hasta 1824, año en que por intermediación de la compañía minera Hullet Brothers (Londres), se efectuó la contratación como director del naturalista turinés Pedro Carta Molino -con un salario de 400 pesos anuales-, el Museo permaneció en un estado de inercia casi completo.

Con Carta Molino instalado en una celda alta del Convento de Santo Domingo, se abrieron sus puertas al público. Aunque se ignora la fecha exacta, es de presumir que sucedió en diciembre de 1826 (Lascano González, 1980: 45). De entrada libre, las visitas se efectuaban los martes, jueves y días de fiesta, entre las once y las doce del mediodía.

El arribo de Carta Molino y de su coterráneo asistente Carlos Ferraris -boticario y taxidermista diplomado en París- implicó un gran avance, pero el Museo no consiguió despejarse de su condición de "depósito". De paso por Buenos Aires en 1830, el viajero francés Arsenio Isabelle ([1835] 1943: 52) lo describió como "un gabinete de curiosidad" que no cumplía otra función que la de ser un "adorno para la ciudad". Germán Burmeister señalaba (1864a: 2): "El único documento que existe sobre los primeros ingresos al Museo es un cuaderno de 1828 con el original título: 'Regalos en que se hallan los nombres de cincuenta y dos personas, que hicieron donaciones al gabinete de historia natural del Museo' ".

La estadística resultaba elocuente: entre 1828 y 1833 ingresaron 214 "regalos", de 1828 a 1842 no se registraron movimientos, y a partir de allí hasta 1852 las entradas se limitaron a "los trofeos de la guerra civil y algunos otros objetos, presentados a D. Juan Manuel de Rosas" (Burmeister, 1864a: 3).     

El primer intento de mejoramiento ocurrió el 6 de mayo de 1854 con la creación, por decreto del Superior Gobierno de la Asociación de Amigos de la Historia Natural del Plata. Aunque se trataba de una medida alentadora, los "considerando" de la ordenanza preanunciaban un funcionamiento accidentado:

"Que las miras del Gobierno no podrán al presente llenarse por sí solo en toda su latitud, desde que no le es dado dotar de mayor número de empleados, a tan importante establecimiento, sino poniéndolo desde luego también bajo la dirección de una asociación amiga de las ciencias, que quisiera dedicarse con ahínco a su fomento" (Lascano González, 1980: 63).

La Asociación estaba presidida por el rector de la universidad Juan María Gutiérrez, aunque fueron Manuel Ricardo Trelles y Augusto Bravard los que se ocuparon positivamente del establecimiento. La primera acción consistió en la mudanza de local, del Convento de Santo Domingo a una sala de la planta alta del edificio de la academia porteña. La custodia de las colecciones fue asignada a un "portero", nombrado por decreto el 23 de agosto de 1854, con una retribución de cien pesos mensuales. En 1855 se iniciaron las tareas de catalogación del "monetario principal" -adquirido por Rivadavia en 1823-, cuyos resultados fueron publicados en el Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires, primer órgano de difusión del Museo público.

El margen de maniobra de la Asociación era limitado y las tareas incontables. Si bien la crítica fue severamente hostil -"no dejó más huella de su efímera existencia que la distribución de algunos diplomas de honor" (Carranza, 1865: 275)-, lo cierto es que no se verificaron progresos significativos, exceptuando tal vez el moderado incremento de las colecciones. La colección zoológica pasó de 1475 objetos, en 1854, a 2052 dos años más tarde. Sin embargo, aquella curva ascendente, propia del entusiasmo inicial, tendría corta duración. En 1858, ingresaron 417 ejemplares; en 1859 unos 248 y en 1860 solamente 33 objetos. Por otra parte, desde el alejamiento de Ferraris en 1842, el Museo se vio privado de un taxidermista y con ello de todo lo relativo al tratamiento y preservación de los objetos. En su informe de 1856, Trelles llamaría la atención sobre el lento pero visible deterioro de la estatua egipcia donada en 1843 por Tomás Gowland, obsequio de un valor e importancia excepcionales.

El oficio de taxidermista implicaba un talento especial y un vasto dominio de drogas y preservativos, lo que de alguna manera explicaba su original asociación a las labores de boticarios, como el mencionado Ferraris y su colega Antonio Demarchi. No se trataba, por cierto, de una actividad salubre: la manipulación de tóxicos (pesticidas, licor de Smith, alcanfor, barniz, cera virgen, bramante, insecticidas, etc.) lo tornaba una actividad peligrosa. Si bien se intentó la búsqueda de un especialista en el viejo continente, terminó abandonándose la empresa debido a que la oferta salarial resultaba poco tentadora. En 1857, no habiendo postulantes acreditados, el puesto fue asignado provisoriamente a Ángel Roncagliolo (Camacho, 1971: 25).

3. Germán Burmeister

Paradójicamente, mientras el Museo se hundía en su letargo, sus colecciones despertaban el interés de la comunidad científica internacional. Fue entonces cuando se decidió confiar sus destinos a un experto, jerarquizando el cargo de director y estipulando un sueldo razonable. Primero se propuso a Augusto Bravard, quien denegó el ofrecimiento por sus estrechas relaciones con el Muséum National d'Histoire Naturelle de París. Enterado del rechazo, Germán Burmeister solicitó al ministro de la Confederación Germánica en Buenos Aires, Freiherr von Gülich, que pusiera en conocimiento del gobierno provincial (Mitre-Sarmiento) sus deseos de asumir las riendas del establecimiento. Sarmiento conocía a Burmeister -probablemente a través de Alberdi, con quien el sabio había mantenido un encuentro en París en 1856- y convenció a Mitre de su contratación. Von Gülich dio parte del pedido del compatriota, aunque aclaró que, si bien probo, no era un individuo ejemplar: "B. es un erudito muy distinguido, pero como hombre tiene sus flaquezas, poca amabilidad y suavidad del tacto y demasiado aprecio de sí mismo" (von Gülich en Auza, 1996: 138).

Las virtudes prevalecieron sobre los defectos. El 1° de julio de 1861 el prusiano partía de Halle, llegando a Buenos Aires el 1° de septiembre. El 21 de febrero de 1862 se firmaba el decreto designándolo director. Una vez instalado, solicitó el desembolso de  veinte mil pesos  que fueron utilizados según un plan de reorganización general. En el balance del primer bienio, expresó:

"Después de dos años que desempeño este nuevo empleo, el Museo de Buenos Aires ha cambiado enteramente en su contenido, lo he arreglado al modo europeo, como existen las colecciones en esa parte del mundo, y he introducido hasta hoy tantos objetos nuevos de los huesos fósiles, que sin exageración se puede decir que ningún Museo Europeo es más rico en estos como el de Buenos Aires" (Burmeister, 1863: 272).

Las colecciones fueron recatalogadas conforme a una división tripartita (arte, historia, ciencia) y se mandaron fabricar pedestales nuevos, respetando el modelo que Burmeister había aplicado como custodio de la colección zoológica de la Universidad Real Prusiana de Halle. Aunque los progresos se manifestaron inmediatamente, su presencia generó suspicacias. Arrogándose la representación de los "amigos de las ciencias naturales", Ángel Carranza afirmó:

"Lo único que sabemos sobre el Sr. Burmeister es que estuvo a sueldo del emperador del Brasil [.] que no ha hecho sino copiar a Azara, Molina, Bengger, Masimiliano de Weid-Neurried, y otros sabios [.] Merced a Dios, los argentinos, aunque con dolorosas experiencias, nos vamos emancipando al fin, de los Gerviso, Tongeux, Lartet, Charles, Manghi, médicos, químicos, aeronautas, gladiadores, dramaturgos, verdadero rosario de farsantes, que bajo diversos caracteres y en distintas épocas, han invadido y explotado a esta crédula y impresionable sociedad" (Carranza, 1863: 2).

Evidentemente -y a juzgar también por el número de donaciones- su figura no concitaba simpatías. La transformación del Museo no era congruente con las prácticas de los coleccionistas particulares, quienes hasta entonces se habían manejado con absoluta desenvoltura. La presencia de Burmeister restringía considerablemente sus acciones. Cercenados en sus privilegios, ensayaron una táctica ingeniosa: el intercambio de duplicados. Para contrapesar los efectos de la crítica Burmeister formó alianzas con periódicos de residentes extranjeros, como The River Plata Magazine, y con publicaciones científicas locales, como la Revista Farmacéutica. Por fin, en 1864, con la aparición de los Anales del Museo público de Buenos Aires -"primera publicación científica con jerarquía internacional" (Camacho, 1971: 36)- conseguía independencia editorial y tribuna desde la cual publicitar sus aportaciones:

"Los Anales, que hoy principiamos, están destinados a introducir nuestro Museo en la sociedad de sus rivales [...] Entramos también por medio de nuestros Anales en relación con los establecimientos más o menos análogos de toda la tierra, para recibir en cambio las publicaciones de ellos y fundar de este modo un comercio continuo con los sabios" (Burmeister, 1864b: III).  

La prensa empezó a moderar su desconfianza, aunque no sus comentarios. En 1863, el semanario El Mosquito incluyó un verso irónicamente titulado "El Museo de Historia Natural. Variaciones sobre un tema de música tudesca", firmado por un tal Paganini (Camacho, 1971: 36). En 1865, La Revista de Buenos Aires dedicó a los Anales tres largas notas, en las cuales, sin disimular disidencias, se reconocieron ciertos méritos:

"Personalmente desafectos al autor del libro [Burmeister], respetamos su ciencia y concluiremos incitando a nuestros lectores a que visiten el Museo y arrojen una mirada de interés sobre esos armarios que contienen mucho de lo que vuela, se arrastra y brilla en las aguas, sobre la tierra y bajo el firmamento, desde el informe trilobita hasta los mayores mamíferos fósiles de los terrenos de transporte de la hoya del Plata" (Carranza, 1865: 617).

Burmeister debió afrontar las dificultades derivadas de un presupuesto que apenas alcanzaba para los gastos ordinarios. De 1862 a 1865 contó con un solo empleado, el portero, viéndose obligado a oficiar simultáneamente de director, bibliotecario, guía, preparador y naturalista viajero. En 1865 se sumó el cazador y ayudante Luis Moser. En 1868 se agregó un segundo cazador, Federico Schulz, y un preparador, Luis Jorge Fontana, quien en 1871 abandonó el cargo para desempeñarse como conservador del gabinete de historia natural de la Universidad. La vacante fue ocupada José Monguillot, primer taxidermista de nota desde la época de Ferraris. En 1872 se solicitó la creación del puesto de "inspector". Aceptada la propuesta, se gestionó el contrato del conservador del Museo de Riga, el entomólogo ruso Carlos Berg, quien desarrolló funciones entre 1873 y 1876, año en que fue nombrado director del Gabinete de Historia Natural del Colegio Nacional. La plaza no fue cubierta y el puesto fue suprimido del organigrama. En el "Proemio" al segundo tomo de los Anales, Burmeister expresó:

"Para superar todos estos impedimentos, y otros aun que no quiero mencionar, se necesita no solamente un carácter duro y perseverante, sino también una salud completa, que pueda sostener el trabajo perpetuo, molesto e incompatible con la verdadera ocupación científica del sabio" (Burmeister, 1870-1874: III).

Los grandes fósiles pampeanos ya no eran solo materia de doctos y eruditos, sino también de legos y novatos. En junio de 1869 el centro comercial Fusoni Hnos. (en cuyas instalaciones solían celebrarse espectáculos de diversa índole) organizó la muestra del esqueleto de un Megaterio. Hasta donde se sabe, consistió en la primera exposición de un cuadrúpedo antediluviano fuera de la órbita pública. Al respecto, La República manifestó:

"Es digno de verse el esqueleto de ese animal que está en exhibición en lo de Fusoni. Es el más completo que de su clase existe en el mundo, y está admirablemente armado. Creemos que el gobierno debe comprarlo para el Museo, para completar la valiosa colección de fósiles que hoy tiene ese establecimiento. El Megatherium, a que nos referimos, es notabilísimo, tanto por su tamaño gigantesco cuanto por la perfección con que está armado, y sería una lástima que perdiésemos un objeto tan precioso, pues su dueño, si el gobierno no lo compra, lo llevará a Europa, donde será apreciado justamente".

El prestigio de Burmeister atrajo la presencia de jóvenes aspirantes, como Francisco Moreno y Estanislao Zeballos, quienes supieron sacar provecho de los servicios prestados. Como el prusiano no dominaba el español, Moreno se encargó del recibimiento de las visitas y de la atención de la biblioteca y Zeballos se ocupó de la corrección de los Anales y de otras obras en las que el sabio se encontraba trabajando. A cambio, obtuvieron su respaldo para realizar expediciones y para continuar acrecentando sus respectivas colecciones particulares.

La carencia de personal se tornó un asunto dramático. El establecimiento se mantenía en pie gracias a los esfuerzos de dos preparadores y un portero. Ni siquiera había tiempo para los Anales. El cuadro de situación era grave, generando preocupación incluso entre quienes no comulgaban con sus doctrinas. En febrero de 1878, Eduardo L. Holmberg, un ardoroso militante darwinista, manifestó:

"Y si todos los visitantes preguntan algo ¿a quién?, ¿al preparador que no tiene casi tiempo para impedir se toquen los objetos?, ¿quién satisface las dudas?, ¿quién arrebata la máscara a la ignorancia? El Director tiene mucho que hacer y por lo tanto no puede ocuparse de ciertos detalles, que en realidad no corresponden a un Director del Museo [...] Los Anales del Museo ya no se publican [...] La biblioteca del establecimiento, indispensable sin duda, no puede utilizarla el público estudioso, porque no hay quien la atienda, y no puede suponerse que el director se constituya bibliotecario" (Holmberg, 1878: 39).

Las perspectivas no eran consoladoras. El gobierno se encontraba embarcado en la guerra contra el indio y, aunque los recursos para el sostenimiento de la institución representaban una cifra infinitesimal, se desentendió del problema. Había que armarse de paciencia. Concluida la matanza, el Museo recobraría dinamismo: la expansión de la frontera abrió paso a un territorio científico inexplorado. Se iniciaba de ese modo la era de las grandes expediciones fosilíferas:

"Nunca como entonces, tan pocos hombres pudieron realizar tanto para las generaciones venideras, cubriendo áreas extensas y obteniendo en ellas materiales que en poco tiempo colmaron la capacidad de instalaciones consideradas casi eternas. Nunca tampoco como entonces hubo una conjunción tal del coraje con la sed de nuevos conocimientos" (Fernández, 1982: 28).

Con la nacionalización del Museo en octubre de 1884 (hasta entonces había pertenecido a la órbita provincial), el poder ejecutivo autorizó la ampliación de su planta estable: director (Burmeister), inspector (Agustín Péndola), naturalista viajero (Enrique de Carlés), preparador general (José Manguillot), cazador y ayudante del preparador (Luis Moser) y portero (Francisco Hermida). Como sea, la escala salarial transparentó una situación de explosiva desigualdad entre empleados rasos y personal jerárquico -la distancia entre el sueldo del director y el del portero era de 10 a 1- y el ambiente empezaba a enrarecerse. El 1° de marzo de 1890, acorralado por la protesta de los empleados, Burmeister elevó una nota al ministro de Instrucción Pública, Filemón Posse, exponiendo el cuadro de situación:

"[D]ebo reiterar mis proposiciones, solicitando no solamente aumento de sueldos para cada uno de los empleados, sino también aumento de personal [...] no olvide recordar que el número de empleados del Museo Provincial de La Plata pasa de treinta, contando los empleados extraordinarios, y que el Museo Nacional del Brasil, en Río de Janeiro, tiene también más de veinte personas empleadas en la conservación y aumento de los objetos. Nuestro Museo Nacional no tiene más que tres" (Burmeister en Biraben, 1968: 38).

A esa altura, con 85 años, su fisonomía mostraba signos de decaimiento. El 8 de febrero de 1892 cayó de una escalera y dio contra una vidriera que le provocó un corte en la arteria frontal. La hemorragia le ocasionó una anemia y falleció a los tres meses. Por extraño que parezca, el Estado financió los gastos del sepelio.

4. Carlos Berg

El sucesor de Burmeister fue el entomólogo ruso Carlos Berg. Las condiciones en las que se produjo el recambio no fueron ideales. Los coletazos de la crisis de 1890 no habían sido superados y el panorama se presentaba sombrío. No obstante, contaba con una ventaja: a diferencia de su antecesor, de "carácter severo y difícil", Berg "era la antítesis del tipo convencional del sabio brusco, huraño y misántropo" (Gallardo, 1902: XII y XXI). Ello le significó una fácil llegada tanto a los medios científicos y literarios como a los sociales y políticos. En cualquier caso, los problemas acumulados eran de larga data y las buenas relaciones no lograrían contrapesarlos.

El asunto más acuciante (que aparecía siempre encabezando la sección "Necesidades" de las Memorias del Museo) era el edificio. Lo primero que propuso fue la construcción de un inmueble de grandes dimensiones, en el cual albergar los diferentes museos nacionales: de Historia Natural, de Bellas Artes e Histórico Nacional. La idea no era descabellada y además prestaba una solución integral a la problemática general del campo museístico. La respuesta consistió en la formación de una "Comisión especial" y en la consabida dilación del asunto. En 1898 volvería a insistir. Esta vez no se trató de un edificio colectivo (el Museo de Bellas Artes había conseguido sede propia), sino de uno particular "de capacidad tal que no haya obligación de ensancharlo por lo menos en treinta años" (Berg, [1898] 1902: 5). El costo de la obra rondaría los 600 mil pesos por metro cuadrado. El proyecto no fue considerado y el reclamante decidió abandonar la contienda:

"Convencido de la completa ineficacia de mis gestiones para conseguir un lugar adecuado para este Museo Nacional, digno de su importancia y de la cultura de la República, omito entrar en nuevas consideraciones respecto a la insuficiencia y malas condiciones del edificio que ocupa esta institución" (Berg, [1899] 1902: 3).

A la cuestión edilicia se agregó la laboral, derivada de la delicada asociación de bajos salarios y exceso de funciones:

"El recargo de tareas, que resulta para la persona encargada simultáneamente de la biblioteca, de la secretaría y de la contabilidad, al mismo tiempo que debe atender como vice-director a la administración en general, es tan grande, que no se concibe que ninguno de estos cargos pueda ser debidamente llenado, y si el señor Agustín Péndola ha desempeñado con celo este conjunto de puestos, con una remuneración nada equitativa, puedo asegurar al Sr. Ministro que lo ha hecho a costa de su salud, sacrificándose en horas y días feriados en que debería estar libre" (Berg, 1895: 14).

El cuadro se agravaría con las muertes de Juan Valentín (durante una expedición a la Patagonia) y del preparador José Manguillot, "después de 27 años de permanencia en el Museo" (Berg, [1897] 1899: 49). En 1899 una nueva restricción presupuestaria provocaría una masiva renuncia de personal: Felipe Silvestri (1er. jefe de sección), Federico Burmeister (naturalista viajero) y Francisco Rodríguez (ayudante preparador).

Llamativamente, mientras las dificultades asediaban a la dirección, el público se incrementaba exponencialmente. La estadística indicaba la presencia de una audiencia ávida de novedades. Aun abriendo sus puertas los jueves y domingos de 12 a 16, se pasó de 11598 visitantes en 1894 a 46405 en 1896. La contemplación de los grandes mamíferos antediluvianos parecía surtir efecto. El museo se había transformado en un espacio pedagógico-disciplinante, ámbito propicio para una suerte de higiene moral de la multitud: "Para el pueblo inculto se ha convertido el Museo en un sitio ameno de reunión; respetuoso, observa lo que contiene [...] y olvida la taberna que quizá lo lleva al crimen" (Moreno, 1890-1891: 33).

Las colecciones también registraron un incremento considerable: 2696 objetos en 1896; 1719 objetos en 1897; 6599 objetos en 1898 y 10933 objetos en 1899. En 1896 y 1897, los ingresos por "donaciones" superaron ampliamente a los provenientes por compra y excursiones, invirtiéndose la tendencia a partir de 1898, en respuesta a la ingobernable sangría de fósiles patagónicos con destino a los museos metropolitanos.

El canje de los Anales con publicaciones análogas reportó ostensibles beneficios: se pasó de 316 volúmenes, en 1894, a 1088 cuatro años después. Hacia 1899 la lista de instituciones científicas con las que se practicaba intercambio llegaba a 297, abarcando los cinco continentes. Alemania y Estados Unidos lideraban la nómina, con 46 suscriptores respectivamente. A la ampliación del acervo bibliográfico, se agregaron los esfuerzos por mejorar el rendimiento del sistema de difusión, abreviando los plazos de aparición de los Anales y creando una publicación nueva, Comunicaciones del Museo Nacional de Buenos Aires, destinada a "divulgar a la mayor brevedad posible y en forma concisa todo aquello que, refiriéndose a estos países, me parece de suficiente interés para la ciencia" (Berg, 1898: 1). A diferencia de la administración de Burmeister, la de Berg se caracterizó por la apertura de los órganos de prensa a estudiosos vernáculos. Los conflictos interpersonales ya no se interpondrían en el camino: Ameghino, que arrastraba una vieja disputa con Berg, pudo estampar por primera vez su apellido en los Anales.

5. Florentino Ameghino

Tras la muerte de Berg en enero de 1902 se suscitó inquietante compás de espera. Aunque se descontaba la elección de Ameghino, el retraso generaba nerviosismo. En carta a su hermano Carlos, el candidato señaló: "De novedades, poco puedo decirte. Ha muerto Berg hace más de dos meses, pero hasta ahora no le han nombrado reemplazante".

Ocurría lo siguiente: Moreno se había enterado, estando en Europa, del deceso del sabio ruso y mandó una nota al presidente Julio A. Roca solicitando el aplazamiento del asunto. Según parece, tenía pensado refundir los museos de Buenos Aires y de La Plata en un establecimiento único y dirigir sus destinos. Enterado de la maniobra, Joaquín V. González, entonces ministro de Instrucción Pública y admirador de la obra ameghiniana, rechazó el proyecto e impulsó la candidatura del consagrado paleontólogo. Por fin, el 19 de abril de 1902, se oficializaba el nombramiento de Florentino Ameghino como director del Museo Nacional. Al día siguiente, exultante, escribía a su colega y amigo Hermann von Ihering:

"Afortunadamente, pronto abandonaré los negocios para dedicarme exclusivamente a la ciencia [...] El Gobierno me ha nombrado después de haberlo reflexionado mucho, y me ha dado carta blanca para obrar según yo lo entienda en beneficio de la Institución, en la que pienso introducir reformas radicales".

Una vez instalado en su oficina, dispuso la inmediata reorganización del esquema operativo. El Museo se dividió en seis secciones y fueron designados como encargados figuras de variada trayectoria: zoología (Roberto Dabbene), paleontología y geología (Carlos Ameghino), entomología (Juan Brethes), botánica (Luciano Hauman-Merck) y numismática (Aníbal Cardoso). Enrique de Carlés continuó en funciones como naturalista viajero, al que luego se sumaría el joven Martín Doello-Jurado. Como preparador y jefe de talleres fue nombrado Santiago Pozzi, quien hasta entonces había desarrollado análogas labores en el Museo de La Plata. Las colecciones y la biblioteca, antes de uso limitado, fueron puestas al servicio "de todos los cultores que necesiten consultarlas" (Ameghino en Márquez Miranda, 1951: 311). Los Anales alcanzaron una periodicidad inusitada: en solo nueve años Ameghino triplicó las entregas aparecidas en el curso de cuatro décadas. La acción más novedosa consistió en la admisión de adscriptos noveles, varios de los cuales terminarían conformando la primera escuela naturalista institucionalmente determinada.

La cuestión edilicia continuó siendo un problema central. Inspirado en la experiencia del Museo de Bellas Artes, Ameghino intentó convencer al gobierno de la concesión del Pabellón Argentino de la última Exposición Universal (París, 1900). El hecho es que el inmueble se encontraba ocupado por un muestrario industrial privado y debió abandonar el proyecto. Poco después presentó los planos de una estructura metálica formada por cinco amplias galerías y una dependencia anexa (casa del director). La realización correría por cuenta de la constructora norteamericana Milliken Brothers, que se había comprometido a concluir la obra en el plazo de once meses. La idea fue rechazada por entender que no se correspondía con el estilo arquitectónico de un museo, sino más bien con el de un "galpón de cereales" (Ameghino, 1910: 5).

El local había llegado al límite de sus posibilidades y estaba al borde del colapso. Las grietas en bóvedas y muros eran preocupantes y se vio obligado a solicitar autorización para el traslado de parte de las colecciones a organismos cercanos (Colegio Nacional, Casa de la Moneda y Biblioteca Nacional), solicitud que también fue desoída. A cambio, se ofreció la compra de la residencia del antiguo Hospital Italiano, lo que fue denegado por Ameghino al considerar que su disposición interna era totalmente disfuncional. Luego se propuso la mudanza a un caserón de Barracas al Norte. Se trataba de un local interesante, pero rechazó la propuesta "por su malísima ubicación en un barrio apartado, exclusivamente obrero y sobre una calle completamente a trasmano" (Ameghino, 1910: 8).

En 1907 el asunto pareció encontrar un cauce razonable. La ley 5050 facultaba una partida especial para la construcción del Museo en el terreno ocupado por el Asilo de Mendigos, situado en una esquina del privilegiado barrio de la Recoleta. El plan había sido impulsado por el bloque conservador del Senado, lo que conllevaba:

"sacar del centro de Buenos Aires, de su barrio más floreciente, el que ha costado más sacrificios para abrir grandes avenidas, transformar sus empedrados, dotarlo de aguas corrientes, darle cloacas y hacerlo en fin el barrio más lujoso y más completo, el único barrio que Buenos Aires puede exhibir como algo que se aproxima a lo que debe ser en el futuro, y quitarle esa lacra del Hospicio de Mendigos, que derrama la miseria en el centro de todo lo más culto" (senador Lainez en Ameghino, 1910: 62).

Ahora bien, ¿dónde reubicar a los asilados? Primero se sugirió su traslado al cuartel de artillería de Liniers, despertando la inmediata oposición de los altos mandos. Luego se tanteó con el terreno fiscal conocido como Chacarita de los Colegiales, pero la municipalidad señaló que "los mendigos se encontraban bien en donde estaban" y que, de desalojar el predio, se erigiría un hospital de crónicos (Ameghino, 1910: 14). Como compensación se adjudicarían 58000 metros cuadrados del barrio de Palermo Chico, aunque más tarde se supo que ya habían sido concesionados para "levantar pabellones de algunas de las exposiciones del centenario, y en parte para espectáculos públicos" (Ameghino, 1910: 16).

Entre tanto, Ameghino debió afrontar las quejas de instituciones extranjeras con las que se había acordado canje de duplicados:

"Tenemos una larga serie de cajones de colecciones recibidas del Museo Británico de Londres, del de Nueva York, de París, etc. [...] y dentro de poco me veré en la vergonzosa necesidad de devolverlos, porque el Museo de Buenos Aires no puede retribuir tales atenciones, por no saber lo que tenemos, ni duplicados con los que contamos, ni podemos intentar buscarlos en el hacinamiento enorme de material sustraído a la vista, debajo de pilas de cajones que lo contienen" (Ameghino, 1910: 19).   

Por si fuera poco, el Gobierno había girado fondos para la ampliación del Colegio Nacional y el contratista inició los trabajos de demolición. El martilleo se tornó insoportable y el establecimiento debió cerrar sus puertas. Comprendiendo que la continuidad de las obras desataría un desastre patrimonial, el concesionario decidió suspender las actividades. El director ya había abandonado la batalla. Murió en 1911, a los 56 años, en la plenitud de su pensamiento, pero institucionalmente derrotado: "No se llevó de la vida, sino una amargura: el fracaso de sus empeños, durante diez años estériles, para dar casa decente al museo" (Lugones, 1915: 139).

Notas de pie:

1 Para la reproducción facsimilar del citado documento ver: Vilardi (1943).

2 Según Camacho, "el material obsequiado se componía de: libros, entre los que figuraba el Curso elemental de botánica de Casimiro Gómez de Ortega, planos, láminas de animales y vegetales, "quinientos Testáceos que forman una regular colección de conchas de sus 36 géneros de Linneo", muestras minerales, tres fósiles "preciosos": echinites, planorbites y cardiolites, un microscópico, un anteojo acromático para observaciones astronómicas, un termómetro y un prisma" (Camacho, 1971: 10-11).   

3 "Sueldo del portero del museo", Ley N° 19, Período Legislativo I.- Año 1854-1855, Leyes del Estado y Provincia de Buenos Aires, p. 31.

4 A propósito de aquella colección, Trelles apuntó: "Las medallas de que se compone se hallaban completamente desordenadas; y no trepidamos en confesar que fuimos los primeros que nos ocupamos de estudiar esa bella colección numismática, que poseía el país desde el año de 1823, sin que ningún amigo de la ciencia se hubiese contraído a examinarla [...] El catálogo original, cuya traducción empezamos a insertar, fue hecho por Mr. Oberlin, uno de los Jefes del Gabinete de Medallas de la gran Biblioteca Pública de París, y la colección a que se refiere la formó el Padre Casone, durante sesenta años que fue Guardián de las Medallas del Vaticano. Fue comprada a dicho Casone, en Italia, por Mr. Dufresne de Saint Leon, quien la vendió al Gobierno de Buenos Aires en 1823, en la cantidad de seis mil francos" (Trelles, 1859: 135). El desorden no se circunscribió al monetario, sino que abarcó a todas las existencias atesoradas: "Considerado del punto de vista científico, no ha sido más feliz nuestro Museo. Parece que en algún tiempo estuvo clasificada toda, o la mayor parte de la sección zoológica, pero en su decadencia ha perdido casi todas las clasificaciones, y no se ha encontrado catálogo de ese ramo entre sus papeles" (Trelles [1856] en Lascano González, 1980: 71).

5 La estadística de ingresos, a cargo de Trelles, solía publicarse en el Registro estadístico del Estado de Buenos Aires, bajo el título de "Museo. Objetos adquiridos en el año...". 

6 Por cierto, la institución no le era desconocida. En su Viaje por los estados del Plata (1857-1860), expresó: "De todos los establecimientos de la ciudad visité solo la Universidad, la cual se encuentra en el antiguo Colegio de los Jesuitas, a 3 cuadras al sur de la Plaza, frente al mercado de frutas. Es un edificio grande y sólido con muchos salones, entre estos, habilitado uno para el Museo Nacional y otro para Biblioteca. El primero es aun bastante insignificante y requiere un vigoroso empuje para elevarse al rango que con razón y derecho debería ocupar, dados los grandes tesoros histórico-naturales que se encuentran enterrados en las proximidades de Buenos Aires, en lo que a animales extinguidos se refiere. Una dirección hábil podría en pocos años hacer de esto un establecimiento de primer orden, siempre que fuera dotado de los medios necesarios para exhumar las riquezas escondidas, para cuyo objeto desgraciadamente por ahora al parecer nada se hace" (Burmeister, 1943: 94-95). Más adelante añadió: "Buenos Aires, después de Río de Janeiro, es la ciudad más grande y más populosa de la América del Sur y que probablemente supera a todas en frescura y lozanía intelectual. Aquí tiene la ciencia y el verdadero arte no solo algún valor, sino que en esta tierra existen hombres que las comprenden y las saben apreciar" (Burmeister, 1943: 95).

7 En el curso de los primeros dos años de gestión (1862-1864) solo se produjeron dos donaciones: un gliptodon cedido por David Lanata y la cabeza de un toxodon por cortesía de Francisco J. Muñiz.   

8 Fue Carranza, una vez más, el portavoz del mensaje: "Entre las colecciones particulares que conocemos o tenemos noticia, ocupa el primer rango la del señor Lamas, que fue la de De Angelis, quien la adquirió de don J. J. Araujo. Vienen enseguida las de los señores Scrivener, Trelles (don Rafael), Mitre, Varela (J. C.), Carranza, Eguía, Montes de Oca (don M. A.), etc. Damos esta noticia por lo que pueda interesar a la Dirección del Museo, pues terminado el arreglo de las suyas, podría buscar un partido ventajoso para sus ejemplares dobles entre esos amateurs que, como se ve, apenas pasan de media docena" (Carranza, 1865: 283). 9 En su tirada del 1° de enero de 1864 (vol. 1, n° 5, pp. 309-318), se incluyó un artículo con su firma titulado "The Public Museum of Buenos Ayres".  

10 En su entrega del 1° de octubre de 1863 (año 5, tomo III, pp. 271-280), figura un opúsculo suyo titulado "Observaciones sobre las diferentes especies de Glyptodon en el Museo Público de Buenos Aires".

11  La Revista de Buenos Aires, año III, nros. 26, 27 y 28, 1865.

12 Lo de "otros aun que no quiero mencionar" aludía a un ataque del que había sido víctima tras una discusión con el portero (Santiago Pérez), al que había sorprendido en actitud de robo, y que culminó con "un terrible garrotazo en la cabeza" que lo arrojó escaleras abajo (Burmeister y Burmeister, 1943: XV).

13 La República, 6 de junio de 1869, p. 2.

14 En aquella época, Burmeister estaba completamente dedicado a la elaboración de Los caballos fósiles de la Pampa argentina y de Description Physique de la République Argentine. En una carta dirigida a Moreno (10 de noviembre de 1875), Zeballos manifestó: "Burmeister sigue encarnizado con su célebre obra del caballo fósil. Ha comenzado ya a recibir algunos pliegos de la edición francesa sobre la República" (Zeballos en Moreno, 1942: 52).

15 Ley 1520 (30/ 09/ 1884) "Organización del Archivo General, Biblioteca y Museo de la Nación".

16 Carta de Florentino a Carlos, fechada en La Plata el 8 de abril de 1902 (Ameghino, 1936: 11). 17 Carta de Ameghino a von Ihering, fechada en La Plata el 20 de abril de 1902 (Ameghino, 1936: 68).

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Fecha de recepción: 03/08/2007-
Fecha de aceptación: 18/12/2007

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