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Runa

versión On-line ISSN 1851-9628

Runa vol.33 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2012

 

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ARTÍCULOS

Las sociedades indígenas del territorio santiagueño: apuntes iniciales desde la arqueología y la historia. Período prehispánico tardío y colonial temprano

Judith Farberman* y Constanza Taboada **

* Dra. en Historia, investigadora del CONICET y del Centro de estudios de historia, cultura y memoria (UNQ). Correo electrónico: jfarberman@unq.edu.ar

** Dra. en Arqueología, investigadora del CONICET en el Instituto de Arqueología y Museo (UNT) e Instituto Superior de Estudios Sociales (CONICET) y docente de la UNT. Correo electrónico: constanzataboada@gmail.com

Fecha de realización: abril de 2012. Fecha de recepción: abril de 2012. Fecha de aprobación: agosto de 2012.

 


Resumen

Este artículo propone una lectura de las crónicas coloniales del siglo XVI sobre Santiago del Estero a partir de preguntas y resultados de la investigación arqueológica. En particular, se ocupa de los llamados "diaguita", "tonocoté", "lule" y "jurí" confrontando información de diverso origen y deteniéndose en las incongruencias que emergen de tal confrontación, entre ellas, las débiles huellas arqueológicas de "lo diaguita" en Santiago del Estero.

Palabras clave: Arqueología; Crónicas coloniales; Santiago del Estero; Diaguita; Tonocoté; Lule

Indigenous Societies in Santiago del Estero: Preliminary Notes from Archeology and History. Late Prehispanic and Early Colonial Periods

Abstract

This article aims to provide an interpretation of 16th Century colonial chronicles of Santiago del Estero Province based on the queries and results of archaeological research. It refers specifically to the so-called "Diaguita", "Tonocoté", "Lule" and "Jurí" groups, focusing on the inconsistencies emerging from the confrontation between diverse textual sources and material evidence such as the weak archeological traces from the "Diaguita culture" in Santiago del Estero.

Key words: Archaeology; Colonial chronicles; Santiago del Estero; Diaguita; Tonocoté; Lule

As sociedades indígenas do território de Santiago: notas iniciais desde a arqueologia e a história. Período pré-hispánico tardio e colonial temprano

Resumo:

Este artigo propõe uma interpretação das crônicas coloniais do século XVI sobre Santiago del Estero, a partir das perguntas e dos resultados da investigação arqueológica. Em particular, trata dos grupos chamados "diaguita", "tonocoté", "lule" e "jurí", confrontando informações sobre suas origens diversas, concentrando-se nas incongruências que emergem de tal confrontação, entre as quais os leves traços arqueológicos do "diaguita" em Santiago del Estero.

Palavras-chave: Arqueologia; Crônicas coloniais; Santiago del Estero; Diaguita; Tonocoté; Lule


 

Introducción

Este artículo intenta pensar articuladamente conocimientos y datos de origen arqueológico e histórico sobre la región de Santiago del Estero. Doble desafío, por no tratarse de una mera sumatoria sino de una propuesta de diálogo superador de las dificultades derivadas de la inteligibilidad de los lenguajes disciplinares específicos, de la naturaleza diversa de las evidencias y procesos de construcción de datos y de las incongruencias emergentes de su confrontación. Aunque se asume que las preguntas que la arqueología formula sobre sus materiales no tienen por qué ser idénticas a las de los historiadores en su interrogación de las fuentes escritas, analizarlas en conjunto nos pareció un ejercicio fértil para ambas disciplinas. En estos apuntes iniciales, tal ejercicio se limitará a señalar las posibles vinculaciones y discordancias entre la cultura material registrada por la arqueología y las "naciones" definidas por dos cronistas de fines del siglo XVI en una región circunscripta: la Mesopotamia santiagueña y las sierras occidentales de Santiago del Estero (ver fig.1). No es nuestra idea conciliar las categorías arqueológicas y las etiquetas de las crónicas; más bien, se procurará interpelar los criterios con los que fueron construidas para pensar interdisciplinariamente la historia prehispánica y colonial de las sociedades indígenas de la región.


figura 1
Fig. 1. Mapa de Santiago del Estero y áreas vecinas. Los puntos indican los sitios arqueológicos conocidos en la Provincia.

"Culturas" y "naciones" entre arqueología e historia

Una inquietud compartida por la historiografía colonial temprana y por la arqueología ha sido la de establecer identidades culturales. Este ejercicio se ha revelado problemático para ambas disciplinas en la medida en que puede conducir a la construcción de meras etiquetas, a reificaciones que poco nos dicen sobre la dinámica de las sociedades del pasado. Por otra parte, mucho más compleja aún se ha demostrado la articulación entre evidencias de diversa naturaleza en la delimitación de dichas identidades. En nuestro caso particular, tal dificultad y posibilidad de lecturas diversas se hizo evidente ya en tiempos de los hermanos Emilio y Duncan Wagner, que simplemente optaron por desestimar la información de las crónicas. Estos controvertidos pioneros de la arqueología santiagueña se negaban a creer que el "salvajismo" de los grupos indígenas descriptos en los textos tempranos tuviera alguna relación con el sofisticado "Imperio de las Llanuras" que sostenían haber descubierto (Martínez et al., 2011). Mientras tanto, contradictores de los Wagner como Serrano y Palavecino se esforzaron por vincular la cultura material "santiagueña" con información textual que incluía los "rótulos étnicos" de las crónicas. Los resultados del ejercicio fueron volcados en cuadros que cruzaban los "elementos culturales" definitorios del "contenido de la Civilización Chaco-Santiagueña" identificada por los Wagner con las "informaciones documentales sobre los pobladores históricos", los llamados juríes. Se trataba, en rigor, de una "lectura arqueológica" de las fuentes escritas, aunque interferida por la obcecación de confirmar lo que los autores creían (y querían) ver y que priorizaba la refutación de las tesis de los Wagner (1934).1

Si bien parte de la información confrontada remitía efectivamente a los mismos sujetos, el método de los críticos de los Wagner no era por cierto el más apropiado para articular historia y arqueología. ¿Pero cómo aprehender a estas poblaciones que fueron adaptándose, negociando y cambiando, en un proceso identitario dinámico que los cronistas "congelaban" y territorializaban en sus escritos y que los arqueólogos leen hoy en un palimpsesto de evidencias producto de estos procesos? A nuestro juicio, quizás sean las prácticas un buen campo de convergencia con la historia ya que éstas, a diferencia de la lengua, dejan huellas observables para el arqueólogo y pueden ser rastreadas en las fuentes coloniales.2

Como es sabido, ni los datos arqueológicos ni los textuales son transparentes. Los primeros son susceptibles de múltiples interpelaciones y la información aparentemente unívoca puede ser leída e interpretada diversamente según el contexto arqueológico y de producción académica y según también la perspectiva teórica del investigador. Tampoco los dichos de los textos -siempre intencionados- pueden aceptarse literalmente, no sólo porque los españoles estaban describiendo a "otros culturales" radicalmente diversos -que conocían poco, mal y a menudo indirectamente- sino por las inevitables mediaciones de sus expectativas y experiencias anteriores con otros grupos humanos (en particular de los Andes centrales).3 Sin pretender resolver este dilema, en lo que sigue interrogaremos a dos fuentes muy conocidas -la Relación de Pedro Sotelo de Narváez (1583) y la Carta de Alonso de Barzana (1594)- desde las preguntas y los conocimientos arqueológicos. Cabe destacar que estos escritos se produjeron en el contexto de una sociedad colonial relativamente consolidada, con sus "ciudades" y autoridades constituidas y con un buen número de "indios de servicio" ya repartidos. Como consecuencia, las referencias a las sociedades indígenas que en ellos encontraremos remiten a una cartografía particular en la que la apropiación del trabajo nativo, su asignación a los encomenderos y las tareas de evangelización en marcha organizaron las "etnografías" que los dos cronistas -uno laico y el otro eclesiástico- propusieron. De esta manera, ya han desaparecido en estos textos las denominaciones del período de las entradas -que discriminaban a juríes, yugitas y comechingones, rótulos que le darían nombre a la gobernación identificando sus provincias internas- para dar lugar a una nomenclatura más sofisticada, que reconocía una diversidad de "pueblos" dentro de grupos mayores recortados a partir de criterios lingüísticos. Este esquema -por lo demás muy frecuente- es reproducido por las crónicas de fines del siglo XVI que remiten a Santiago del Estero (aunque sea complicado ajustar la cartografía frente a relatos geográficamente imprecisos) y que diferencian de cuatro a cinco macro entidades lingüísticas: diaguita, tonocoté, lule, sanavirón e indamás.4

Comenzando por Pedro Sotelo de Narváez, no queda claro si estas cinco lenguas eran habladas por los indios "del servicio de Santiago", y más concretamente por los del río Dulce, o si la referencia valía para el Tucumán en sentido amplio (Jaimes Freyre, 1915: 86).5 En contraste, no ofrece dudas la mención específica de los "pueblos que sirven a Santiago" localizados sobre el río Salado, los cuales "(...) los más de ellos hablan lengua que dicen Tonocoté y otra Canabirona y de ahí abajo están en guerra" (Jaimes Freyre, 1915: 89). Tampoco es ambiguo el cronista en relación con la sierra donde, nuevamente, los "indios que sirven a Santiago" "(...) siempre visten a fuer de los Diaguitas y hablan su lengua" (Jaimes Freyre, 1915: 91).6 Un "panorama etnográfico" semejante al de Sotelo emerge de la famosa carta de 1594 de Alonso de Barzana, aunque la distribución territorial gana en precisiones. El jesuita identificaba como hablantes del cacán a todos los diaguitas habitantes "(...) del valle de Calchaquí y el valle de Catamarca y gran parte de la conquista de La Nueva Rioja" y "(...) a los pueblos casi todos que sirven a San Tiago así los poblados en el río Estero como otros muchos que están en la sierra" (Furlong, 1968: 82 [itálica nuestra]). Por cierto, notemos que la referencia apunta exclusivamente a la lengua, sin clasificar a los individuos descriptos como "diaguitas". En el mismo sentido, Barzana indicaba que el tonocoté "(...) lo hablan todos los pueblos que sirven a San Miguel de Tucumán y los que sirven a Esteco, así todos los del río del Salado y cinco o seis del río de Estero" (Furlong, 1968: 82).7 Un dato importante, por la posibilidad de inteligibilidad mutua, era que con esta última lengua "(...) no sólo se ha traído a la fe toda la nación tonocoté pero también a gran parte de la nación que llama Lules" (Furlong, 1968: 82).

En resumen: los criterios utilizados por ambos cronistas para clasificar a estos indios "domésticos" sometidos a las cargas laborales y objeto de la labor evangelizadora son ante todo lingüísticos y, algo más imprecisamente, territoriales, aunque tales territorios ya estén configurados por el dominio colonial. Como ha señalado Castro Olañeta (2010), esta separación reaparece al fijarse los tres partidos santiagueños -el Dulce, el Salado y la Sierra-, delimitados sobre la base de variables ambientales pero también de diferencias culturales que los españoles creyeron discernir entre las sociedades indígenas que los habitaban. El Dulce y la Sierra eran percibidos -más claramente en el caso de Barzana- como genéricamente diaguitas en virtud de la lengua que allí se escuchaba, mientras que el Salado aparecía como un territorio tonocoté y lule.8

Nuestros cronistas aportaron también descripciones del modo de subsistencia y del vestido indígenas, datos no siempre ajustadamente asociados a los hablantes de una misma lengua o a los habitantes de una misma zona. Así para Sotelo, "los indios de estas provincias" situados sobre el río Dulce "(...) bestíanse los varones de plumas de Avestruces con que tapaban sus vergüenzas y unas mantas muy pequeñas las mujeres, que se hacían de cierta paja y de lana de algún ganado que tenían de la tierra como lo de esta del Perú" (Jaimes Freyre, 1915: 86). Sin embargo, agregaba a continuación, "(...) después que los Cristianos entraron en aquella tierra se visten todos en general a fuer de los del Perú de Lana y Algodón" (Jaimes Freyre, 1915: 86) como si, a la par de la hispanización del paisaje y de la organización económica, las poblaciones sometidas -cuya primera descripción recuerda a las más antiguas de los juríes- se hubieran vuelto "más andinas". En contraste, los indios de la sierra "visten a fuer de los Diaguitas y hablan su lengua" mientras que de la indumentaria de los tonocoté del Salado, aquellos antiguos juríes, nada se dice.

Una década más tarde, Barzana sostenía sin ambigüedad y confirmando los dichos de Sotelo, que los indios "(...) que sirven a San Tiago del Estero y a San Miguel, que son las ciudades más antiguas, andan vestidos como la gente del Pirú y así también andan muchos de Salta, Esteco y Córdoba" (Furlong, 1968: 86). Esta vez, el contraste en la ropa era con la mayoría de "(...) la gente de los pueblos que sirven a Esteco [que] andan cubiertos con unos plumeros de avestruces" (Furlong, 1968: 86) y que, recordemos, también eran identificados como tonocoté y lule por los mismos cronistas. De manera que también en esta descripción es el proceso colonial el que introduce las diferencias.

Tampoco faltan en las crónicas algunas escuetas referencias al tipo de poblado y a los medios de vida de los habitantes. Los mismos sujetos que según Sotelo vivían sobre el Dulce9 y vestían plumas de avestruz son clasificados como labradores que "(...) sustentábanse de maíz y frijoles de muchas maneras y raíces secas como la yuca, aunque silvestres y de mucha algarroba y chañar (...) y tienen mucho pescado en los ríos" (Jaimes Freyre, 1915: 86), mientras que de los grupos del Salado rescata la pesca "en corrales, redes y flechas" reiterando que los indios domésticos "(...) tienen las comidas de los dichos, aunque estos lo mas que cogen es de temporal y los del otro río de los vañados" (Jaimes Freyre, 1915: 89). Los indios de la sierra no se destacaban especialmente en la descripción, sustentándose ellos "(...) como los demás y siembran de temporal y algún poco de regadío (...)" aunque se tratara de "(...) gente de mas razón y (que) tienen mas ganados de los dichos como los del Perú" (Jaimes Freyre, 1915: 91).10 Para concluir con la comparación, subrayemos que Barzana tiende a homogeneizar todavía más a los grupos objeto de su descripción cuando afirma que "el modo de vivir de todas estas naciones es el ser labradores", aunque subraye el refuerzo proveniente de la recolección. Así, sostenía el jesuita, si bien "(...) sus ordinarias comidas son maíz, la cual siembran en mucha abundancia", "(...) también se sustentan de grandísima suma de algarroba, la cual cogen por los campos, todos los años, al tiempo que madura y hacen de ella grandes depósitos y cuando no llueve para coger maíz o el río no sale de madre para poder regar la tierra, pasan sus necesidades con esta algarroba" (Furlong, 1968: 85).

Analicemos ahora estas referencias desde otro lugar. Es interesante que, aun cuando desde las crónicas se postulen al menos cuatro grupos diferentes, se desprenda de dichos textos una no especificidad en la cultura material -al menos no hay referencias al respecto-, sólo cierta diferenciación en relación con el vestido -aunque poco discriminada geográficamente y vinculada prioritariamente a procesos coloniales- y prácticas de subsistencia similares.11 Así, dejando de lado la lengua, la heterogeneidad más visible aparece en la vestimenta que, según los cronistas, la ocupación hispana volvería más homogénea y "peruana". En esta perspectiva, es significativa la distinción que señala Barzana entre los tonocoté "santiagueños" -que al igual que otros grupos sometidos irían adoptando una vestimenta más andina- y los de la más reciente ciudad de Esteco -que no habrían abandonado (todavía) las plumas-.12

En conclusión, la diversidad de las clasificaciones asignadas por los cronistas a los grupos humanos que describen no parece tener un correlato a nivel de las prácticas. Ya sea falta de interés de los cronistas sobre la cultura material o porque a sus ojos predominaba la homogeneidad, lo cierto es que las diferencias no fueron enfatizadas en los textos. Esto parecería entrar en consonancia con cierta homogeneidad general a nivel de cultura material de momentos tardíos señalada tradicionalmente por la arqueología.13

¿Cómo interpretar esta discordancia entre diversidad taxonómica y homogeneidad en las prácticas y en la cultura material? Una posible respuesta apuntaría a acotar la diversidad a las lenguas y a otros aspectos no visibles o aún no identificados por la arqueología. Aunque ésta sería la fórmula más sencilla para explicar las incongruencias entre los diferentes tipos de registros y su lectura, no podemos descartar que la diferencia lingüística es un aspecto cultural lo suficientemente significativo como para involucrar diferentes identidades étnicas, sociales o políticas (aunque también podría tratarse de asimilaciones que atendían a cuestiones estratégicas). De ser así, tales identidades podrían concebirse lo suficientemente importantes como para generar algún tipo de materialidad, estructura o práctica diferenciadora que los arqueólogos pudieran identificar y visibilizar. La pregunta, entonces, se mantiene: ¿por qué motivos la diversidad lingüística no parece expresarse también a nivel de la cultura material y las prácticas? ¿Por qué motivos un grupo humano habría de diferenciarse lingüísticamente sin interponer distinciones a nivel de aspectos altamente denotativos, simbólicos y adscriptivos como la cultura material? Nos enfrentamos, en suma, con dos problemas:

1. El de la invisibilidad para los arqueólogos de uno de los principales elementos de distinción -la lengua- presente en las fuentes textuales. Una dificultad, pero también un desafío para pensar en las implicaciones simbólicas y denotativas de una diversidad sostenida sólo por el idioma (o potencialmente también por otros indicadores no visibles para la arqueología) y que coexistiría con cierta homogeneidad a nivel de prácticas y cultura material. En otras palabras, que grupos con lenguas distintas hicieran, usaran y actuaran de formas similares.

2. El de la selección de criterios pertinentes para definir nuestro objeto. Las categorías lingüísticas y la división por naciones mencionadas en las fuentes presentan dificultades inherentes a su propia definición como también las construidas por la arqueología (culturas arqueológicas, estilos cerámicos). Optar de manera excluyente por un criterio implicaría otorgarles a estos instrumentos un valor resolutivo y forzar los datos disponibles para una u otra disciplina. Quizás el diálogo interdisciplinario requiera aceptar que estos criterios -como otros- pueden adquirir valor diferenciador (o aglutinante) en determinadas coyunturas históricas y sociales, invisibilizándose en otras.

Podría así abrirse otra rendija desde la cual mirar. Una arqueología más detallada y menos normativa que aquélla que definió "culturas" homogeneizadoras permitiría desagregar y marcar procesos diversos en juego -tal vez en correspondencia con las diferenciaciones lingüísticas y de otro tipo reconocidas por cronistas- sobre la base de una cultura material bastante similar a nivel general pero con variantes y matices contextuales y espaciales, de asociación, de escala de producción, de incorporación o negación de rasgos particulares.14

En general, la "arqueología santiagueña" ha elegido, nombrado y hecho visible sólo algunos de sus materiales, dejando otros sin explorar. Recientemente, hemos planteado que esta aparente homogeneidad material puede ser problematizada a partir de un análisis fino, capaz de dar cuenta de cierta variabilidad en los procesos locales y de interacción acaecidos poco antes de la conquista (Taboada, 2011a). Estos procesos bien pudieron afectar sólo a ciertas poblaciones o bien suscitar diferentes respuestas de los grupos que interactuaban (Lorandi, 1977, 1978, 1980; Angiorama y Taboada, 2008; Leiton, 2010; Taboada y Angiorama, 2010; Taboada, 2011a y b; Taboada et al., 2012): sería quizás éste el caso de los patrones de subsistencia y de movilidad, de los cuales los cronistas resaltaron y generalizaron las similitudes como grupos labradores y aldeanos (exceptuando a los lule, identificados por Barzana, y por otros cronistas antes que él, como nómades).15

Una salvedad importante, sin embargo, se impone respecto de la economía en la sierra. Aunque los cronistas señalan diferencias con la llanura, esto no implica necesariamente la existencia de grupos humanos diferentes. Más lógico es pensar en un aprovechamiento acorde a las posibilidades y requerimientos de cada ambiente e incluso en una relación de complementariedad. Así, por ejemplo, el regadío a través de canalizaciones de piedra y uso de las pendientes, factible en la sierra y el piedemonte, era impracticable para los pobladores de la llanura que, según sostenían los cronistas, se valían de la agricultura por inundación (y en el Salado también "de temporal"). La complementación con la sierra debió ser un hecho normal, que quizás no interesara o pasara desapercibido para los cronistas pero que otras evidencias -materiales y textuales- sugieren intensamente. En este sentido, Lorandi (1978) ha planteado la hipótesis de la instalación en la sierra de colonias de la llanura para una más eficiente cría de rebaños para lana mientras que Ferreiro (1997), partiendo de fuentes textuales, ha señalado la explotación de coro y cebil en la sierra por parte de los indios de la encomienda de Maquijata. Ambos casos invitan a conjeturar múltiples complementos e intercambios entre las poblaciones de la llanura, la sierra, el piedemonte y los valles como lo muestran también algunos análisis arqueológicos (ver Taboada et al., 2012).

En cuanto a la ropa y a las materias primas utilizadas, dos interrogantes sobresalen: si el algodón se cultivó y usó en época prehispánica y si la lana pudo producirse en la llanura o fue traída desde la sierra o tierras altas. Algunos indicadores arqueológicos habilitarían la primera hipótesis (López Campeny, 2010; Taboada y Angiorama, 2010) y, de hecho, las menciones de las crónicas sobre la introducción del algodón desde Chile luego de la conquista (Levillier, 1919: 116-117)16 fueron ya planteadas por Lorandi (1978) como una posible reintroducción a causa de su agotamiento por quemas y guerras en la zona. En cualquier caso, los datos sobre las características de la vestimenta que Sotelo remonta a la conquista española no pueden ser soslayados. ¿Es posible aceptarlos literalmente, considerándolos asociados a grupos humanos diferentes o podría tratarse, como exploran nuestros planteos arqueológicos, de grupos que habían incorporado elementos incaicos y que quizás se generalizaran durante la colonia? Pensamos que algunas de las diferencias señaladas en el vestido o la economía apuntarían más a formas alternativas de observar y organizar la información por parte de los cronistas y a estrategias particulares de posicionamiento político y social de las poblaciones locales que a una real diversidad étnica o cultural. Las diferencias de interacción con el ambiente, el cambio estacional de ciertas prácticas, los intercambios también diversos con otros grupos (en particular con incas y diaguitas de los valles) bien pudieron conducir a poblaciones de la sierra y la llanura santiagueñas a adecuar la escala de su producción, a adoptar ciertas pautas de vestimenta e incluso otro idioma (el cacán o el quichua).

Otro problema es el de la relación entre estas clasificaciones lingüístico-culturales y las estructuras políticas de grupos diseminados en un territorio que, en rigor, superaba en extensión a la mesopotamia y sierras santiagueñas. Las fuentes sugieren que habrían existido acciones conjuntas (de lule contra tonocoté, por ejemplo) y dirigidas hacia determinados fines (resistencia o aceptación de la expansión incaica o de las acciones de conquista hispana).17 ¿Es posible concebir la existencia de organizaciones políticas que incluyeran diversos grupos, con hábitos o lenguas diferenciados? Quizás, aunque tal vez sólo operativas en determinadas coyunturas históricas, como la etnohistoria lo ha demostrado para los valles calchaquíes (Lorandi y Boixadós, 1987-88; Lorandi, 2002).

A estas cuestiones debe sumarse el diverso registro del cambio por parte de la arqueología y de la historia. La primera ha planteado que los procesos de reconfiguración identitaria -como, por ejemplo, los tributarios de la vinculación con el estado incaico y las poblaciones tardías de los valles- no se operaron tanto en las características generales de la cultura material como en el uso y el consumo, en las prácticas, en una incorporación sutil de significantes, en un cambio en las escalas y formas de organización que seguramente afectaron las relaciones sociales e identitarias subyacentes (Lorandi, 1980, 1984; Leiton, 2010; Taboada y Angiorama, 2010; Taboada et al., 2012). También el contacto con el europeo conllevó cambios profundos y adaptaciones a lo largo del tiempo, que fueron modificando las relaciones entre grupos, las prácticas y la cultura material: la historia poco podrá aportar sobre ese traumático momento si no es acudiendo a la arqueología. Como hemos apreciado, las fuentes textuales son excesivamente escuetas e impresionistas como para asomarnos a los cambios veloces y radicales de la segunda mitad del siglo XVI. El mejor texto hasta ahora disponible sobre la conquista y colonia temprana (Palomeque, 2009) nos deja la imagen de un proceso de destrucción extrema de los recursos materiales y humanos de la zona, que modificó indeleblemente el equilibrio entre las tierras bajas y altas, a la postre favorecidas. Sin embargo, sólo una mirada de largo plazo podrá acercarnos a la verdadera magnitud de las transformaciones coloniales tempranas, que venían a sumarse a otras apenas conocidas (como la expansión incaica y las presiones desde el Chaco).

En adelante, hemos de concentrarnos en los grupos identificados en las crónicas como diaguita, tonocoté y lule, confrontando la información textual con los datos arqueológicos disponibles. Dejaremos de lado en esta oportunidad a los llamados sanavirones que, se supone, habitaban la zona de Salavina, población del sur de Santiago del Estero sobre el Dulce (Furlong, 1968: 83), poco conocida aún para la investigación arqueológica.

¿Diaguitas en Santiago?

El antiguo Tucumán comprendía subregiones que incas y conquistadores hispanos delimitaron por su ecología y por la diversidad de grupos que creyeron identificar allí: la puna, el área valliserrana central y el Tucumán propiamente dicho (que se extendía sobre las sierras del Aconquija, parte del Ambato y el Alto-Ancasti hasta el borde de la llanura santiagueña y la llanura interfluvial de Santiago del Estero -Ottonello y Lorandi, 1987- ). En los documentos más tempranos, el área valliserrana se reconoce como diaguita, el Tucumán como diaguita-jurí y la mesopotamia santiagueña como jurí (posteriormente, lule y tonocoté), aunque esta aserción presente contradicciones al confrontar las distintas fuentes.18

Como es sabido, la lengua común y la belicosidad aparecen como rasgos omnipresentes en las referencias a los pobladores diaguitas del valle Calchaquí. Sin embargo, los presuntos diaguitas -o más precisamente, los hablantes de cacán- de nuestro interés son los asignados por Barzana y Sotelo al territorio santiagueño y que -además de representar una novedad respecto de las fuentes más tempranas que sólo registran allí juríes- habrían conformado una porción minoritaria (y pacífica) de los hablantes del cacán.19

Además de los cronistas ya analizados, existe una confusa referencia temprana que acerca a los diaguitas al río Dulce en Santiago en la probanza de Pedro González de Prado sobre la entrada de Diego de Rojas (Levillier, 1919).20 Según el relato de los testigos, después de la muerte del capitán a manos de los juríes, la hueste sentó sus reales "en la dicha provincia de soconcho", donde se abasteció de alimentos. La quema del pueblo motivó a los conquistadores a trasladarse a "(...) la provincia de los yugitas (...) adonde hallamos mucha comida de maíz y algarroba e chanar e muchas ovejas, donde estuvo asentado el dicho rreal casi un año" (Levillier, 1919).21 Figueroa (1924), Palavecino (1940) y Lizondo Borda (1943) no dudaron en situar la "provincia de los yugitas" en Santiago del Estero. Sin embargo, la referencia geográfica de la crónica sigue siendo imprecisa y Levillier (1926), por ejemplo, localizó tal "provincia" en territorio catamarqueño. Por lo tanto, siguen siendo los textos más tardíos y ya referidos de Barzana y Sotelo de Narváez los que localizan hablantes del cacán en Santiago -o mejor dicho en los "pueblos casi todos que sirven a Santiago" en el río Dulce y en la sierra-.

Ahora bien, estos supuestos "diaguitas santiagueños" descolocan a la arqueología pues no se conocen en Santiago sitios con las características materiales y de instalación habitualmente vinculadas a estos grupos en los valles y piedemonte tucumano (cerámica santamariana, casas-pozos, grandes asentamientos conglomerados, etc.). Aunque existen en Santiago evidencias de cultura material típica de las poblaciones tardías de los valles calchaquíes -asignadas de forma general a los diaguitas- éstas se hallaron en el área del río Dulce exclusivamente en contextos coloniales y, muy puntualmente sobre el Salado, en sitios que remiten a momentos de posible interacción con el incario.22 Por otra parte, lo "diaguita santiagueño" se define en las crónicas por dos variables -la lengua, invisible para la arqueología y algo dudosa para la crítica textual, y, eventualmente, la vinculación con la sierra-, ambas pistas interesantes pero poco concluyentes.

Nos preguntamos si la referencia temprana a las "muchas ovejas" de la "provincia de los yugitas" podría ser la clave para desvincular a la llanura santiagueña de tal "provincia", ubicándola entre las sierras y los valles (finalmente, tanto Sotelo como Barzana sitúan posteriormente allí, y sin ambigüedades, a hablantes del cacán). Aunque también en la mesopotamia santiagueña pudo haber camélidos (Lorandi y Lovera, 1972; Cione et al., 1979), es probable que su lana no fuera aprovechable; de allí la hipótesis de Lorandi (1978) sobre su posible cría en la sierra por parte de colonos de la llanura.

Por cierto, en el piedemonte más bajo de Catamarca hemos excavado asentamientos tardíos (fechados entre los siglos XV y XVI) con evidencias arqueológicas (cerámica Averías, torteros y otros artefactos) y de uso del ambiente parecidos a los de las poblaciones de la llanura santiagueña (Taboada, 2011a y b), mientras que no se han registrado sitios o materiales típicos de las poblaciones de los valles. En el marco de esta hipótesis, puede especularse con la idea de la adquisición y uso del cacán por parte de los habitantes de esta zona para habilitar la comunicación con las poblaciones de los valles (entre otras, las referidas como diaguitas) en tiempos prehispánicos. Para tiempos incaicos y posteriores, cabría a su vez plantearse la posibilidad de que la interacción establecida -o aun la presencia concreta de mitimaes de regreso- introdujera la lengua y algunos rasgos y prácticas de las poblaciones de los valles -como, por ejemplo, el vestido- lo que quizás pudiera conducir a los cronistas a señalarlos como diaguitas.

Una situación diferente atañe a una zona acotada del departamento santiagueño de Robles, en el área del río Dulce, donde von Hauenschild (1949) registró vasijas santamarianas asociadas a elementos coloniales. El autor explicó entonces su hallazgo apelando a crónicas que informarían sobre el traslado de calchaquíes vencidos a Santiago del Estero: en su opinión, algunas otras piezas santamarianas halladas hacia el norte del río Dulce habrían jalonado "la ruta de esta caravana". También Serrano (1938) aportó referencias sobre la presencia de materiales típicos de los valles en la zona de Manogasta y Sabagasta, sobre el Dulce, pero siempre asociados a contextos coloniales y pueblos de indios. Los hallazgos de von Hauenschild y Serrano podrían converger, entonces, en la hipótesis de un traslado colonial de poblaciones de los valles al río Dulce, que pudo coincidir con las rebeliones pero quizás también ser anterior (von Hauenschild no menciona su fuente).23

Resta por último observar que, como ya lo habían subrayado Ottonello y Lorandi (1987), no todos los pueblos que servían a Santiago se localizaban en la llanura santiagueña. Y en efecto, una encuesta de 1608 ordenada por Felipe II, que reúne los testimonios de la totalidad de los vecinos de la ciudad, nos muestra que, incluso medio siglo después de fundada la ciudad le seguían sirviendo varios grupos encomendados más tarde en vecinos de San Miguel como Chiquiligasta, Gastona y Nacche, datos que se sumarían a relativizar la información escrita sobre los "diaguitas santiagueños" para la llanura.

No puede, no obstante, dejarse de lado que lo analizado se basa en los datos hasta ahora conocidos para una región que incluye vastos espacios todavía inexplorados por la arqueología (Taboada, 2011b). Uno de ellos se encuentra en el este medio de la provincia -continuación del piedemonte tucumano, donde sí se localizan asentamientos santamarianos- cuyo conocimiento podría cambiar nuestra visión actual. Otro tema vinculado es el de la distribución de la cerámica tardía Averías (o su reformulación vallista Yokavil), típica de la llanura santiagueña, en la sierra, piedemonte y valles. Si bien es clara su asociación a contextos incaicos en el Valle de Yokavil, existen otras zonas en Catamarca en las que tal distribución podría retrotraerse a momentos y procesos anteriores (Lorandi, 1984), habilitándonos a pensar que poblaciones con tradiciones culturales compartidas o similares a las de las poblaciones prehispánicas tardías de la llanura santiagueña habrían habitado e interactuado con otras diversas y en espacios amplios hacia el occidente.

Tonocoté, lule, jurí

Vayamos ahora a los grupos considerados sin ambigüedad y desde temprano como habitantes de las llanuras (no sólo santiagueñas sino también de San Miguel y Esteco): los lule y tonocoté, antiguamente llamados juríes. Ya se dijo que tonocoté y lule denotaban lenguas diferentes pero inteligibles entre sí y que los cronistas destacaban la similitud en la cultura material y la unidad en el atuendo de estos grupos. Por su lado, Barzana (entre otros) apuntaba al nomadismo y a la belicosidad de los lule y a una enemistad permanente con los sedentarios tonocoté.24

¿Cómo ponderar los alcances de la similitud material planteada en las crónicas? La pregunta es relevante porque va más allá del uso de los mismos elementos, apuntando a la ausencia de estrategias de diferenciación en ese plano. En otras palabras, siguiendo a los cronistas, estos grupos no habrían interpuesto cuestiones simbólicas de representación o distinción en aspectos altamente denotativos como el vestido, manteniendo en cambio la diferenciación lingüística (que, de todos modos, no impedía la comunicación). También la supuesta hostilidad señalada por Barzana nos interpela: ¿cuál era la lógica interna que marcaba las relaciones sociales, políticas, económicas, de pertenencia e identidad? ¿Hasta qué punto eran las dinámicas coyunturales de conflicto o armonía las que generaban los sentidos internos y las percepciones externas de identidad o diferencia? Atender a estas cuestiones advierte sobre los riesgos de las clasificaciones tajantes -emergentes de lecturas literales de las fuentes o de miradas normativas de la cultura material- entre grupos tenidos a veces por discretos y otras englobados en una misma entidad cultural.

Por otra parte, la literatura histórica y antropológica ha reconocido generalmente la filiación chaqueña de los tonocoté y lule, origen que los separaría claramente de los diaguitas (Ottonello y Lorandi, 1987). En las fuentes jesuíticas se recogen estos orígenes, introduciendo distinciones que se volverían perdurables. En este sentido, Lozano reproduce una carta del padre Gaspar Osorio (de fines del siglo XVI o principios del XVII), que señalaría una primera distinción entre estos pacíficos chaqueños de la periferia y los temibles de tierra adentro:

"(...) el Chaco, en opinión de la gente de Tucumán, son los indios Tonocotés, que se huyeron de esta gobernación cuando entraron los primeros conquistadores (...). Estos son labradores, siembran en los bañados del Pilcomayo, sobre el cual río y otro llamado Yabebiri, está la gente del Chaco diferente de los Tonocotés sobredichos; hácenlos un maremagnum de indios" (Lozano, 1941: 172-73).

Aunque la descripción regresa a la grilla simplificada labradores sedentarios versus cazadores, tiene el interés de situar a los tonocoté de ambos lados de la frontera -como labradores recién llegados al Chaco (empujados por la presión colonial), con diferentes costumbres respecto del "maremágnum" de grupos no conquistados-. Sin duda, esta clasificación arraiga en las relaciones que los españoles trabaron con los diferentes grupos: los "indios amigos", los ayudantes de las entradas con fines punitivos y misionales, serían identificados como tonocoté y lule.

¿Cómo vincular esta información con la provista por la investigación arqueológica? Ya se habló de que las fuentes textuales proporcionan noticias contradictorias respecto de la relación entre las dos "naciones": mientras Barzana apuntaba a la guerra, otros autores más tardíos las incluían en un mismo grupo. En este punto cabe recordar la hipótesis de Lorandi (1978, 1980) acerca de la posibilidad de aldeas originalmente biétnicas (¿lule-tonocoté?) con tal grado de integración posterior entre los grupos que bien pudo confundir a españoles tan avezados como Barzana.25 La evidencia material que la sustenta descansa en la coexistencia en los mismos contextos arqueológicos de dos clásicos estilos cerámicos de la llanura santiagueña (Averías y Sunchituyoj) y en la presencia de otros elementos culturales vinculados a unos u otros contextos cuando estos se hallan aislados (Lorandi, 1978, 1984, 1991). Según Lorandi, la cerámica Averías pudo haber sido introducida por grupos andinos arribados hacia el año 1200 a la llanura, donde otra gente ya usaba la alfarería Sunchituyoj, y esta interacción pudo generar la conformación de aldeas biétnicas en las que cohabitaron y se integraron poblaciones de ambas tradiciones, influenciándose culturalmente. La ya mencionada inteligibilidad entre el lule y el tonocoté apoyaría tal posibilidad de interacción.

En un análisis más fino aún, cabría agregar que sólo en algunos sitios de Santiago se presentan asociados los dos estilos cerámicos, y que en los sitios del comienzo y del final de la etapa de presencia del estilo Averías tal asociación suele estar ausente (Taboada, 2011a). O sea, es posible que en un momento dado empezaran a coexistir y combinarse modos de hacer y actuar diferenciados, que hasta el momento se encontraban aislados social o territorialmente. Tal integración parece haberse concretado en un período central de interacción: quizás no fue posible en los primeros momentos (lógica etapa de conocimiento mutuo), ni al final de la secuencia (cuando los españoles percibieron dos grupos diferentes pero relacionados). Se trata de una entre otras interpretaciones posibles, que requiere de la generación de nueva información de campo que mantenga presente las preguntas de Lorandi y la situación arqueológica detectada para avanzar en su indagación.

En el mismo sentido, cabe señalar que, a diferencia de la Sunchituyoj, sólo la cerámica Averías ingresó en un circuito de distribución y uso fuera de la llanura santiagueña. Tal circulación de Averías ha sido asociada a la movilización de mitimaes incaicos de la llanura a los valles aunque podría también retrotraerse a un proceso de expansión e interacción anterior (Lorandi, 1978, 1980, 1984). En cualquier caso, vale la pena preguntarse tanto por los motivos de la circulación exclusiva de Averías fuera de Santiago, como por las razones que impulsaron a los incas a relacionarse solamente con usuarios de este estilo cerámico. Podríamos conjeturar que los incas privilegiaron las destrezas artesanales de grupos productores de cerámica Averías, una tradición alfarera "más andina" que la "chaqueña" Sunchituyoj. Incluso cabría preguntarse si no habría existido mayor afinidad cultural entre los incas y algunas de las poblaciones asentadas en la llanura santiagueña productoras de cerámica Averías, afinidad capaz de habilitar relaciones de reciprocidad con ellas (Taboada, 2011a). La relación señalada por la arqueología entre algunas poblaciones de la llanura santiagueña y los incas (Lorandi, 1978, 1980; Gramajo de Martínez Moreno, 1982; Williams y Cremonte, 1994; Angiorama y Taboada, 2008; Taboada y Angiorama, 2010; Taboada et al., 2012; etc.) encontraría su respaldo en las crónicas (Cieza de León y Garcilaso de la Vega) y fue señalada también por la etnohistoria (Lorandi, 1984; Pärssinen, 2003; Castro Olañeta, 2010). Desde esta última perspectiva, los mediadores fundamentales habrían sido los llamados juríes de la llanura tucumano-santiagueña.

Para finalizar

A menudo la arqueología utilizó las fuentes históricas a manera de "parches" para completar información faltante. O bien, como lo hicieron los Wagner pero también sus críticos, para rastrear en los textos el hallazgo arqueológico, en una lectura básicamente confirmatoria. Del otro lado, salvo las miradas integradoras de Lorandi y los recientes aportes de Palomeque (2009) y Castro Olañeta (2010), la historiografía colonial específica sobre la región desestimó la información arqueológica, casi desinteresándose por las sociedades indígenas. Su hispanismo indisimulado soslayó que fueron las energías de aquellas poblaciones las que habilitaron no sólo la existencia misma de la "Madre de Ciudades" sino también la expansión de la conquista. Hubo que esperar los aportes de los etnohistoriadores para reunir arqueología e historia y aun así los inicios coloniales de esta región siguen siendo poco conocidos.

En este artículo procuramos construir interdisciplina, lo que difiere -y es más arduo- de generar conocimientos complementarios. Lo hicimos a través de un ejercicio que pretendemos complejizar en próximos trabajos, empleando pocas fuentes escritas y ampliamente conocidas y haciéndolas dialogar con las evidencias arqueológicas hasta ahora conocidas o estudiadas. Reflexionamos en paralelo y conjuntamente sobre las poblaciones que hallaron los conquistadores y que, en alguna medida, los desconcertaron. Más allá de los rótulos étnicos que les asignaron, estos "santiagueños" del llano y de las sierras no entraban en las grillas clasificatorias más simples. No eran selváticos ni andinos, ni campesinos ni nómades, eran distintos del "maremágnum" de los grupos del Chaco pero distintos también de los belicosos labradores diaguitas valliserranos.

Establecer una "verdadera" identidad de estos grupos (poniéndoles un "nombre" a los productores de tales o cuales materialidades) ni tiene sentido ni es una cuestión que la confrontación entre disciplinas esclarezca. Sin embargo, sí resultan útiles otro tipo de entrecruzamientos que, más que confirmar, siembran dudas, cuestionan nuestras certezas y las mismas tipologías coloniales y arqueológicas.

En esta ocasión, interrogamos a las fuentes textuales con preguntas provenientes de la arqueología. El resultado fue problematizar las aserciones de los cronistas, cuestionar sus grillas, recordarnos que no todo es lo que parece. Que no necesariamente hablar cacán "hacía" al diaguita y que procesos atribuidos por los contemporáneos al dominio colonial bien podían ser anteriores. Que la categoría de "nómade" o "sedentario" podía reproducir la imagen fotográfica de un modo de vida variable según las estaciones y las interacciones con otros grupos humanos. Que existieron relaciones de diverso tipo que las crónicas -siempre intencionadas- invisibilizan pero que dejan huellas que el arqueólogo puede decodificar y visibilizar.

Las preguntas de la arqueología alientan una lectura menos ingenua de las fuentes escritas y ayudan a tener presentes sus limitaciones. Pero también invocan las dificultades de la arqueología, recordándole lo que no puede ver -la lengua, la estructura política- y que la historia consigue -con los recaudos del caso- inferir, reproponiéndole la pregunta al arqueólogo. Realizamos esta tarea de "deconstrucción" siguiendo el "mapa" de los cronistas, con sus anotaciones de lenguas (cacán, tonocoté y lule), regiones ambientales y culturales (Dulce, Salado y Sierra) y prácticas. La confrontación de estos datos con los arqueológicos evidenció contradicciones e incongruencias, que despertaron nuevas preguntas. ¿Podemos discutir la presencia diaguita en Santiago, o mejor, la definición de "lo diaguita"? ¿No es pertinente pensar en lules y tonocotés desde una mirada dinámica, que ponga en juego múltiples procesos y vaivenes identitarios y de interacción que pudieron mediar en sus caracterizaciones? ¿Podría identificarse a los grupos de la sierra como culturalmente diversos de los de la llanura, tal como se desprende de las crónicas, o era el ambiente el que proponía estrategias de uso diferentes y complementarias? Replantear estas inquietudes para retomarlas con más elementos -textuales y materiales- ha sido el objeto de este primer ensayo.

Notas

1 Además de una discusión académica, en el debate planteado en el seno de la Sociedad Argentina de Antropología (Relaciones, 1940) se jugaba el posicionamiento de cada cual en un campo en disputa en el contexto del surgimiento de la antropología como disciplina (Cfr. Martínez et al., 2011).

2 Con los recaudos de considerar las diversas percepciones y clasificaciones de las prácticas. Como se verá, las confrontaciones agricultores/recolectores, sedentarios/nómades, domésticos/salvajes, por ser etiquetas estereotipadas, no permiten advertir los vaivenes entre diferentes categorías que las poblaciones pudieron manifestar frente a diversas coyunturas. No debe olvidarse, por ejemplo, que la categoría de "nómade" en los textos coloniales sirvió a menudo para clasificar a los grupos no conquistados o no conocidos (Boccara, 2011).

3 Las taxonomías coloniales tempranas están siendo objeto de trabajos específicos desde la historia y la antropología. Los procesos de "etnificación" por fragmentación nominativa del mundo indígena de los diversos grupos son el eje de los trabajos recientes de Boccara (2011) y Giudicelli (2011a y b). Este último autor ha detectado que a la forja de una primera tipología sociopolítica de los "bárbaros", que homogeniza la percepción y "construye simbólicamente el espacio global de barbarie" le sucedió una segunda perspectiva, fragmentadora y destinada a "la producción y a la administración de las diferencias dentro de este primer espacio", a fin de incorporar a las diversas naciones indígenas al esquema colonial. Esta nueva clasificación sería representativa del control colonial una vez conseguida la "policía" (Giudicelli, 2011b). Sobre las taxonomías tempranas aplicadas a las sociedades indígenas del Tucumán, mantiene su vigencia Lorandi y Bunster (1990).

4 En este primer aporte, pensaremos en la jurisdicción de Santiago tal como, de manera aproximada, la concebían los cronistas del siglo XVI y posteriormente la administración hispana: la llanura santiagueña (con sus dos subregiones de los ríos Dulce y Salado) y el complejo serrano de Guasayán.

5 Es probable que se refiera a los indios "domésticos" de Santiago, y más precisamente del río Dulce, puesto que luego recorre el Salado y la sierra santiagueña y detalla cada una de las cabeceras coloniales.

6 Así como los términos "nación" y "parcialidad" de las fuentes tempranas son complicados de decodificar, el de "pueblo" remite sin ambigüedad a la aldea indígena (cfr. Lorandi, 2002). De estos pueblos, además, se dice que "sirven" a tal o cual ciudad, lo que indica que ya habían sido repartidos en encomienda.

7 Tomamos la "Carta al padre Juan Sebastián", del padre Barzana, de Furlong, 1968.

8 Lo cual ya implica un cambio importante respecto a las informaciones más tempranas (desde la probanza de Pedro González del Prado de 1548 en adelante) que reconocen, por lo menos a la mesopotamia santiagueña, como "los llanos de los jurís", la tierra de los indios de las flechas emponzoñadas.

9 Ahondaremos el tema en otra oportunidad, pero cabe tener presente que tanto el Dulce como el Salado atraviesan la provincia y pudo haber diferencias en todo su largo que no han sido especificadas en los textos. De hecho, desde la arqueología éstas son visibles y ubicables en el espacio (Taboada, 2011b).

10 Queda la duda de si la apreciación acerca de la "mayor razón" de estos grupos de la sierra se establece en contraste con los "menos andinos" de las llanuras o con los diaguitas valliserranos.

11 Por cierto, algunas omisiones pueden vincularse a la percepción de los cronistas. Pero incluso en este caso, es interesante pensar el motivo de las omisiones y de la selección de lo descripto. En algunos casos, el momento de observación pudo incidir en la información transmitida (por ejemplo, al ser las prácticas de economía mixta estacionales, es posible que se registren sólo algunas de ellas). Nótese la diferencia con el dato obtenido por el arqueólogo, que observa en un mismo sitio la acumulación de evidencias a lo largo de un período más prolongado y el potencial sistema de vinculación funcional o de otro tipo entre sitios contemporáneos dispuestos en el espacio.

12 Aunque la andinización de la vestimenta resulta para Barzana de un proceso colonial, desde la arqueología hemos planteado que podría retrotraerse a influencia incaica sobre algunas poblaciones asentadas justamente en el Salado Medio (Taboada y Angiorama, 2010; Taboada et al., 2012), sin quitar que su generalización pudo haberse dado durante la colonia.

13 Dicha homogeneidad se basa en la construcción de una Cultura Averías, generalizada para el período tardío previo a la conquista, que fue definida fundamentalmente en base a un conjunto cerámico indiscriminado en sus detalles y contextos particulares y que actualmente hemos empezado a discutir (Taboada, 2011b).

14 Quizás nos encontremos ante una situación similar a la de la arqueología del Valle Calchaquí. La aparente homogeneidad general de la cultura material, la arquitectura de la zona, etc., no parecen dar cuenta de la multiplicidad de grupos que diferenció allí la etnohistoria (cfr. Lorandi y Boixadós, 1987-88), aunque es factible vislumbrar diversidad poniendo en juego elementos como los señalados arriba.

15 Si bien la arqueología de Santiago no se ha ocupado particularmente de rastrear evidencias de grupos nómades, puede afirmarse la movilidad parcial de las poblaciones de la región, que alternaban el asentamiento semi-permanente y la economía mixta según la época y condiciones ambientales (Lorandi, 1978). Estas condiciones incentivaban la migración durante las grandes sequías y las crecidas de los ríos.

16 En la probanza de Alonso Abad de 1585 se lee que "(...) asimismo truxeron semilla de algodón, sarmientos e otras plantas e que el dicho algodón ha sido y es gran remedio para los españoles e naturales e su sustento porque con él se visten e antes carescían de todo ello en esta tierra (...) con la venida del dicho sacerdote se quietó la gente despañoles e se empezaron a dar a sembrar las dichas semillas de frutas e algodón con que se vestieron". Este sacerdote habría sido Juan Cydron, residente en Chile. Biblioteca Nacional, CGGV, 2559, 41.

17 Sotelo apunta que los indios (¿del Tucumán en general?) "tienen caciques pero mal obedecidos". Más adelante, las dificultades para valerse de los caciques como articuladores en la explotación de la mano de obra serían esgrimidas por los vecinos encomenderos contrarios a la aplicación de las ordenanzas de Alfaro (1611-1612) que pretendían estipular tributos a la manera del Virrey Toledo.

18 Como de hecho ocurre en las crónicas presentadas de Sotelo y Barzana, que reconocen en territorio santiagueño a hablantes del cacán.

19 ¿Implicaba la lengua común una etnicidad común? En principio, la misma asignación de las lenguas a un grupo determinado por parte de los cronistas es algo dudosa ya que ni siquiera los más avezados dominaban, por ejemplo, el cacán (Cfr. Giudicelli, 2011b, en relación con el caso de Alonso de Barzana). El cruce entre la información textual y la arqueológica podría, además, poner en duda la citada correspondencia. Nos preguntamos si en nuestro caso el cacán pudo adquirirse a través de interacciones (forzadas o no), como las vividas por mitimaes "santiagueños" trasladados por los incas a los valles y luego regresados a sus comunidades de origen en la llanura o a interacciones anteriores con las poblaciones de los valles.

20 Para una interpretación reciente de esta fuente, cfr. Berberián y Bixio, 2007.

21 La "información de servicios de Pedro González de Prado" fue publicada en Levillier, 1919, tomo I, pp. 1-67. De esta cita es interesante la referencia a la siembra escasa a causa de la guerra, que mostraría la alteración de las prácticas tradicionales frente a determinadas coyunturas. No habría que descartar que procesos o lecturas de este tipo hayan mediado en las clasificaciones y oposiciones que leemos.

22 Se trata de objetos de metal típicos del Período Tardío de los valles, que hemos interpretado con relación a un vínculo entre el incario y ciertas poblaciones de los valles y de la llanura santiagueña localizadas en la zona del río Salado medio (Angiorama y Taboada, 2008; Taboada y Angiorama, 2010; Taboada et al., 2012).

23 Es notable que los "diaguitas de llanura" localizados en la zona del Dulce fueran caracterizados como de "menos razón" por Sotelo de Narváez. Refiriéndose a los grupos de los valles, "junto a la cordillera que viene desde Santa Marta hasta Chile" sostiene que se trata de "una gente diaguita belicosa, vestida y de más razón que la de los llanos", provistos de "caciques y es gente que los respeta" (Jaimes Freyre, 1915: 91). Esta referencia podría sumar a la hipótesis de los diaguitas del Dulce como poblaciones trasladadas, dando cuenta de su situación de desarraigo. Otra posibilidad, si se tratara de poblaciones prehispánicas asentadas en la zona, es interpretar el texto en clave de una menor adecuación de estos grupos al ambiente y de una estructuración política más laxa, vinculada a una inserción territorial más reciente y por ello débil.

24 "Gran parte de la nación que llama Lules, esparcida por diversas regiones como alárabes, sin casa ni heredades, pero tantos y tan guerreros, que si los españoles al principio de la conquista de la provincia de Tucumán no vinieran, esta nación sola iba conquistando y comiendo unos y rindiendo otros y así hubiera acabado a los tonocotés (Furlong, 1968: 83). Cabe destacar que también el jesuita Jolís, aunque muy posteriormente (1789), englobó a lules y tonocotés en una misma "nación". Su nomenclatura alternativa reducía el número, a su juicio exagerado, de los grupos pobladores del Gran Chaco identificados por Lozano. Y concluía explicitando sus criterios de clasificación: "(...) yo consideraré como Naciones diferentes solamente a aquellas que hablan diverso lenguaje, si no del todo, al menos notoriamente y que por tales son consideradas entre ellas, demostrando así todo error y todo equívoco" (Jolís, 1972: 252).

25 Un memorial inédito de 1605 sugeriría una cierta mezcla entre los dos grupos, no sólo en Santiago sino también en Esteco. Aunque no es del todo concluyente porque los repartos obedecían a la necesidad de los encomenderos, podría apoyar la hipótesis de residencia conjunta. Así, se dice del encomendero Alonso Pérez de Naba que "tenía 40 yndios tonocotes y otros sesenta lule" y que el pueblo de Matará, situado entonces en el interior del Chaco, era "de indios Tonocotes y Lules, encomendado al General Alejandro de Vera y Aragón" AGI, Charcas 37. Encomiendas. 1605.

Agradecimientos

Esta investigación interdisciplinaria se enmarca en el PICT 1021, financiado por la Agencia FONCyT. Las autoras reconocen su deuda de gratitud con Ana María Lorandi quien, además de escuchar generosamente sus inquietudes y aportarles sus comentarios críticos y recomendaciones bibliográficas, les entregó en préstamo numerosos libros y artículos de su biblioteca personal.

En una versión preliminar, este trabajo fue presentado en las XIII Jornadas Interescuelas y Departamentos de Historia, celebradas en Catamarca en agosto de 2011. A los participantes del simposio, y nuevamente a Ana María Lorandi, comentarista de la ponencia, nuestro agradecimiento.

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