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Runa

versão On-line ISSN 1851-9628

Runa vol.39 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2018

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Diagrama de un dispositivo. Prohibición de drogas y constitución de subjetividad

Diagram of a device. Prohibition of drugs and processes of subjectivation

Diagrama de um dispositivo. Proibição de drogas e processos de subjetivação

 

Fernando M. Lynch 1

1 Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Ciencias Antropológicas. Buenos Aires, Argentina
Correo Electrónico: fernlync@yahoo.com.ar

Recibido: 17 de julio de 2017
Aceptado: 6 de diciembre de 2018

 


Resumen

Se considera la prohibición de las drogas en términos de la noción de dispositivo elaborada por Foucault: una red inscrita en un juego de poder que articula la orientación de las conductas por medio de una serie de discursos, instituciones, leyes y otras instancias. En tanto se interioriza bajo la forma de creencias y sentimientos, el dispositivo resulta constitutivo de la subjetividad. Se analiza el dispositivo prohibicionista a través de cuatro dimensiones sociales: la religiosa y la política remiten a los respectivos sustratos moral y étnico que lo fundamentan; la médica y la jurídica refieren a la complicidad disciplinaria que ha sancionado la doble condición de enfermedad y criminalidad. La ambivalencia político-jurídica inherente a la prohibición es propia del 'estado de excepción' según ha sido elaborado por Agamben, con base en cuya contraposición entre potestas y auctoritas se formula una síntesis de los procesos de subjetivación implicados en este dispositivo.

Palabras clave: Dispositivo; Prohibición; Drogas; Subjetividad; Ética

Abstract

The prohibition of drugs is considered in terms of the notion of device elaborated by Foucault: a network inscribed in a power play that articulates the orientation of behaviors through a series of discourses, institutions, laws and other instances. Insofar as it is internalized in the form of beliefs and feelings, the device is constitutive of subjectivity. The prohibitionist device is analyzed through four social dimensions: the religious and the political refer to the respective moral and ethnic substrates that underlie it; the medical and legal refer to the disciplinary complicity that has sanctioned the double condition of disease and criminality. The political-juridical ambivalence inherent to the prohibition is own of the 'state of exception' as it has been elaborated by Agamben, based on whose contrasts between potestas and auctoritas is formulated a synthesis of the processes of subjectivation implied in this device.

Key words: Device; Prohibition; Drugs; Subjectivity; Ethics

Resumo

A proibição das drogas é considerado em termos da noção de dispositivo desenvolvido por Foucault: uma rede social num jogo de poder que articula a orientação de comportamento através de uma série de discursos, instituições, leis e outros organismos. Na medida em que é internalizado na forma de crenças e sentimentos, o dispositivo é constitutivo da subjetividade. O dispositivo proibicionista é analisado através de quatro dimensões sociais: a religiosa e a política referem-se aos respectivos substratos morais e étnicos subjacentes; os médicos e legais referem-se à cumplicidade disciplinar que sancionou a dupla condição de doença e criminalidade. A ambivalência político-jurídica inerente à proibição é em si o "estado de exceção" tal como foi elaborado por Agamben, a partir de cuja contraposição entre potestas e auctoritas se formula uma síntese dos processos de subjetivação implícita neste dispositivo.

Palavras-chave: Dispositivo; Proibição; Drogas; Subjetividade; Éticol


 

 

Las drogas no están prohibidas porque son peligrosas.

Son peligrosas porque están prohibidas.

George Apap (citado en Albano, 2007: 53)

 

La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo

yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley?

Immanuel Kant, "Qué es la ilustración" (2004: 37)

 

Introducción

Estas líneas tienen por objeto analizar la prohibición de las drogas en relación con los procesos de constitución de subjetividad que trae aparejados –tanto en su sentido efectivo de subjetivación como más bien crítico de desubjetivación−.1 En términos de la "arqueología del poder" formulada por Michel Foucault (1978, 1980, 1990, 1992, 2006), entendemos la prohibición en términos de un dispositivo, a saber, una red de procedimientos, instituciones y reglamentaciones de orden esencialmente estatal, cuya función es la de afianzar el control social de la población. Un dispositivo tiene una función estratégica, por cuanto constituye una manipulación de relaciones de fuerza, para desarrollarlas en uno u otro sentido, ya sea para o bien establecerlas o bloquearlas. En sus palabras:

el dispositivo siempre está inscrito en un juego de poder, pero también está ligado a un límite o a los límites del saber, que le dan nacimiento, y, ante todo, lo condicionan. Esto es el dispositivo: estrategias de relaciones de fuerza sosteniendo tipos de saber, y que son sostenidas por ellos. (Foucault, 1978, p. 189)

En la delimitación de este concepto realizada por Giorgio Agamben (2011), un dispositivo es un conjunto heterogéneo que incluye cosas diversas: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas policíacas, proposiciones filosóficas. Tomado en sí mismo, consiste en la red que se tiende entre estos elementos; se trata de un conjunto de prácticas y mecanismos (discursivos y no discursivos, jurídicos, técnicos y militares/policiales) que tienen por objetivo enfrentar una urgencia para obtener un efecto más o menos inmediato. Un aspecto central es que:

el término dispositivo nombra aquello en lo que y por lo que se realiza una pura actividad de gobierno sin el medio fundado en el ser. Es por esto que los dispositivos deben siempre implicar un proceso de subjetivación, deben producir un sujeto. (Agamben, 2011, p. 256).

Poniendo de relieve su condición socializante en sentido amplio, Agamben considera que un dispositivo es todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los sujetos. Además de las prisiones, incluye los asilos, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas y las medidas jurídicas, en las cuales la articulación con el poder tiene un sentido evidente (Agamben, 2011).

Destaca el filósofo italiano que en la raíz de todo dispositivo se localiza un deseo de bondad humana, muy humano, y tanto la apropiación como la subjetivación de ese deseo se alojan al interior de una esfera separada, que constituye su potencia específica (Agamben, 2011). En tal sentido, Foucault ha mostrado cómo los dispositivos aluden, mediante una serie de prácticas y discursos, a la creación de cuerpos dóciles pero libres, que asumen su identidad y su libertad de sujetos en el proceso mismo de su asubjetivación. Así pues, el dispositivo es sobre todo una máquina que produce subjetivaciones; y por ende también es una máquina de gobierno.

Agamben alude al ejemplo clave de la confesión: la formación de la subjetividad occidental, completamente escindida y, por tanto, controlada pero segura de ella misma, es inseparable de la acción del dispositivo de la penitencia, donde un nuevo yo se constituye por la negación y la recuperación del viejo yo. "Así, la escisión del sujeto puesta en marcha por el dispositivo penitenciario produce un nuevo sujeto que encuentra su verdad en la no-verdad del yo pecador repudiado" (Agamben 2011, p. 261).2 Se trata precisamente del mismo proceso atravesado por quienes se identifican como exadictos: una vez recuperados de su pre-supuesta enfermedad, se habrían rehabilitado de su anterior condición desviada –objeto pues de repudio, análogo al caso de aquellos indígenas que, tras aceptar la verdad de la doctrina cristiana, rechazan el modo de vida de sus ancestros como propio de "salvajes" todavía inmersos en el pecado.

La noción de dispositivo nos habla entonces de un conjunto de prácticas y saberes que conforman una suerte de red que conjuga prescripciones y proscripciones a través del cual se orientan la acción y el pensamiento de la población de tal forma que tiendan a conducirse de acuerdo con determinadas pautas. En tal sentido, en cuanto logran de algún modo "sujetar" a las personas a los lineamientos establecidos, los dispositivos son constituyentes de subjetividad. Puede pues decirse que un dispositivo es un conjunto de ordenamientos que predispone a los sujetos hacia determinadas conductas, no solo en cuanto deben atenerse al cumplimiento de lo dictaminado por la ley, sino además –y sobre todo, tal es su poder constituyente− a las conductas concebidas como las únicas auténticamente "sociables"; en nuestro caso, a las propiamente "saludables" según el dictamen médico, las que se ajustan a la "normalidad" en sentido societario estricto.

De allí que, si bien la prohibición de las drogas constituye una ley, sus alcances van más allá de lo propiamente jurídico, puesto que su fundamentación –y acatamiento− se instituye, en primer lugar, en razones de orden sanitario: la corporación médica ha diagnosticado el mero consumo de las drogas prohibidas como una enfermedad mental. Empero, se trata de una concepción de la salud que tiene una impronta moral, y en ese sentido, la postulada enfermedad es también descalificada como un vicio –al que se sucumbe, no como es propio de las enfermedades comunes por causas físicas, sino debido a un problema de falta de voluntad personal−. Se dictamina que la caída en la drogadicción se ha producido por una toma de decisión equivocada, que no solo implica un daño para el propio sujeto sino que, en la medida que transgrede la ley, constituye a su vez una falla moral por no acatarla.

De acuerdo con esta doble descalificación, quien consume drogas es concebido tanto un enfermo como un criminal. Es esta complicidad médico-jurídica –impregnada de resonancias morales− la que caracteriza la matriz disciplinaria del dispositivo prohibicionista Hügel, 1997, Lynch, 2017). Sin embargo, antes que propiamente sanitaria o jurídica, la raíz de este dispositivo es fundamentalmente religiosa, la que se ha desplegado históricamente con base en una prédica impregnada de discriminación étnica, funcional a su vez a una proyección política de dominación neocolonial (Sorman 1990; Escohotado, 1994; Lynch, 2008, 2012).

A fin de poner de manifiesto los procesos constituyentes de subjetividad que lo caracterizan, procederemos a diagramar el dispositivo prohibicionista exponiendo las líneas principales de las cuatro dimensiones sociales que lo atraviesan: la religiosa, con su mecanismo sacrificial; la política, en su doble vertiente de discriminación étnica y dominación colonial; la sanitaria, con su diagnóstico naturalista y su prescripción abstencionista; y la jurídica, relativa a la falta de aplicación / suspensión de la ley, instancia que nos conduce por último a la singular cualidad de "estado de excepción" que este dispositivo exhibe en su funcionamiento político-jurídico.

 

Dimensión religiosa: el orden sacrificial

En primer lugar, la impronta moral de la prohibición tiene un origen histórico propiamente religioso, cristiano en general, protestante en particular. En efecto, han sido predicadores puritanos quienes, hacia fines del siglo XIX y principios del XX en EE.UU., impulsaron una corriente de opinión que tuvo una significativa influencia sobre las mismas autoridades políticas, las que dieron en dictar la prohibición de ciertas drogas (Escohotado, 1994a, 1994b). Se destaca en primer lugar el ideal de "humanidad" esgrimido al respecto, el ser humano sobrio, libre de cualquier dependencia viciosa, aquel que se conduce correctamente de acuerdo con lo dictaminado por las autoridades.

En ese sentido, la prohibición de las drogas ilustra el pasaje histórico del interés metafísico-religioso en la salvación hacia el interés médico-mundano en la vida saludable –tal como lo expone Thomas Szazs (1981) en su postulación de una Teología de la medicina−. Lo cual nos remite a la fundamental herencia teológica del concepto de dispositivo que rastrea Agamben. De acuerdo con el derecho romano, las cosas que de algún modo pertenecerían a los dioses eran sagradas, por cuanto se sustraían al uso común de los ciudadanos. Se trata de un movimiento de separación, esencial a la liturgia religiosa: "No solamente no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva ante sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que echa a andar y que norma la separación es el sacrificio" (Agamben, 2011, p. 260).

En términos concordantes se ha postulado la existencia de un sustrato religioso de la prohibición de las drogas según el cual estas asumen la condición de una víctima propiciatoria (Lynch, 2015). De acuerdo con lo postulado por René Girard (1983) en su obra La violencia y lo sagrado, se trata de un mecanismo de cohesión que sería consustancial al origen mismo de la sociedad humana. Sin embargo, en tanto tal alcance societario implica una centralización ritual ausente en agrupaciones primitivas, asumimos que semejante función cohesionadora solo ha sido posible al nivel de la emergencia de un ordenamiento estatal –en el cual la "alianza" político-religiosa asume una cualidad esencialmente jerárquica.

Asimismo, en su consideración de la "violencia salvaje" en relación con la temática del don, Giles Lipovetsky (2007) ha realizado una observación crítica de la propuesta de Girard. Si hay algo que caracteriza a la socialidad primitiva, destaca aquel, es la significación del honor, inherente a las prácticas del don tanto como de la venganza. Se trata de un imperativo de la conducta según el cual una afrenta debe ser respondida, so pena de sufrir humillación y hasta algún daño de un pariente muerto no vengado. La venganza, así, es un instrumento de socialización y, en correspondencia con los planteos de Pierre Clastres (1978, 1981) de la sociedad primitiva como una "sociedad contra el Estado" y correlativamente como una "sociedad para la guerra", Lipovetsky afirma que funciona como un mecanismo nivelador: en tanto no existe una autoridad superior que dirima los conflictos y sancione las faltas, todos os individuos son responsables de hacerse cargo de cualquier desafío, son todos pues iguales en la violencia.

El mecanismo de la víctima propiciatoria, en cambio, es solidario de una organización centralizada que dispone del poder coercitivo suficiente para dirigir la ceremonia del sacrificio. A diferencia del sentimiento de vergüenza que dinamiza el control social del don y la venganza, se promueve el sentimiento de miedo a cometer cualquier falta que pueda llegar a ser objeto de sanción por parte de las autoridades –origen del sentimiento de culpa−. Esta transformación del modo de ejercer el poder es correlativa a la inversión de la deuda que, de acuerdo con Clastres (1981), acontece en el pasaje de las primitivas bandas igualitarias hacia sociedades ya estratificadas: el deber de generosidad del líder se invierte en la obligación del tributo por parte de la población. Se constituye así un nuevo modo de asociación que se estructura sobre la base del miedo en lo político-militar, la deuda en lo económico y la culpa en lo religioso. Frente a la dinámica igualitaria de la venganza primitiva, emerge un modo de organización social estratificado en la clave simbólica de la víctima sacrificial, esto es, en el afianzamiento de un poder centralizado que recurre a un mecanismo de exclusión de un otro –un ser diferente, pero semejante a su vez en algún aspecto.3

En lo que hace a nuestra problemática, han sido justamente organizaciones sociales de determinado nivel de concentración de poder las que han dado en discriminar y prohibir ciertas drogas psicoactivas. Si bien estas políticas se han fundado en principio en motivos de orden mágico-religioso, ellas se han desplazado a la esfera de lo sanitario en las sociedades modernas secularizadas –acorde con el paso dado desde el interés por la salvación al de la curación−. De allí pues, quienes son objeto de persecución ya sea por su producción, intercambio y/o consumo de drogas ilícitas, vienen a constituir una versión actual del antiguo phrarmakós griego –aquel ser en algún sentido diferente que, sin ser expresamente culpable de algo, era objeto de sacrificio en aras al bien de la comunidad en términos de un chivo expiatorio.

Así pues, las drogas psicoactivas ilícitas –no menos que sus consumidores y comerciantes− serían objeto de una suerte de sacrificio ritual que, mediante el mecanismo cohesionador de la víctima propiciatoria, permite desviar la violencia que, supuestamente, pondría en jaque la estabilidad del orden social vigente. Tal amenazante violencia la encarnarían, por un lado, los peligrosos efectos perturbadores que se proyectan a nivel sanitario como una nueva peste, un nuevo flagelo que se propagaría en formas cada vez más inquietantes sobre la salud pública; y por el otro lado, las enormes organizaciones criminales que han surgido como subproducto de la prohibición, los cárteles de la droga cuyos alcances han llegado en algunos casos a desafiar el mismo poder de los Estados nacionales.4

 

Dimensión política: implicancias étnicas y coloniales

En segunda instancia, el juego de poder implicado en el dispositivo prohibicionista tiene alcances propiamente políticos, los que se conjugan en dos dimensiones históricas sucesivas. En lo que hace a su emergencia, la prédica religiosa en Norteamérica se orientó a la descalificación de prácticas propias de minorías extranjeras –chinos, negros y latinos, principalmente−, siendo tales hábitos foráneos considerados vicios peligrosos que atentarían contra un modo de vida decente –occidental y cristiano−. Se consumó así una efectiva discriminación étnica –con consecuencias prácticamente etnocidas (Sorman, 1989; Escohotado, 1994a y 1994b; Henman, 1986; Lynch, 2008, 2014). En esta primera instancia, en consonancia con el ideal moral de sobriedad que se impuso, se tendió a una uniformización de la inclinación consumista en términos que no atentaran ni contra la eficiencia económica del sistema capitalista ni contra la "normalidad" (pre)establecida que dictamina como una enfermedad cualquier consumo proscrito.

El segundo momento histórico concierne a su propagación a nivel internacional en tanto un singular modo de dominación colonial. En cuanto tuvo su epicentro en EE.UU. y de allí se difundió al resto del mundo, la prohibición de las drogas ha constituido un eficaz vehículo de neocolonización (Hulsman, 1987; Neuman, 1991). En los términos elaborados por Aníbal Quijano (1991, 2000) se trataría de un caso de colonialidad del poder –y del saber−; esto es, de un patrón de poder capitalista basado en una clasificación étnica de la población. Mediante una efectiva represión de saberes y prácticas propias de los colonizados, la colonialidad tiene implicancias en la conformación de la subjetividad; en efecto, opera una colonización de las perspectivas cognitivas; vale decir, impacta en los modos de dar sentido a los resultados de las experiencias materiales e imaginarias, así como del entramado de las relaciones intersubjetivas.

Al destacar el lugar central de la "corporeidad" en el que se juegan en última instancia las relaciones de poder, señala Quijano que las luchas contra la explotación y la dominación implican actualmente la lucha por la destrucción de la colonialidad en tanto eje articulador del patrón de poder capitalista. Lo cual lleva a pensar, a repensar incluso, formas específicas para la liberación de la "corporeidad", esto es, para la liberar a las personas de las sujeciones del poder hegemónico. Fin cuyo medio no es otro que la "socialización radical del poder"; lo que significa, según sus palabras, "devolver a las personas mismas, de modo directo e inmediato, el control de las instancias básicas de su existencia social" (Quijano, 2000, p. 380).5

En su obra Cultura Cannabis, apelando a las formulaciones de Foucault y Deleuze, Sergio Albano sostiene que el llamado "problema de la droga" permite exponer el funcionamiento de los dispositivos del poder a partir de la demonización que opera sobre su consumo. Esta cuestión no se agotaría en los problemas del adicto y la sustancia, sino que formaría parte de un "sistema", de un "dispositivo" que se autorreplica según sus propias reglas de funcionamiento, y es su ignorancia lo que hace posible su propagación (Albano, 2007). Advierte Albano que la invocación al miedo es lo que constituye el eje organizador en torno al cual se funda la prédica prohibicionista. Y es la combinación del miedo con la ignorancia lo que orienta el sentido común al respecto. Indica en este sentido que se trata de dispositivos de nivelación, mecanismos de uniformización por los que se vacía la subjetividad deseante (Albano, 2007). De allí que la enfermedad declarada por las psicologías y las psiquiatrías priva al "adicto" de ejercer su soberanía corporal y de hacer uso de sus goces como le plazca. Advierte el autor que la presencia silenciosa del Estado en los goces, en los cuerpos, en las decisiones soberanas, no es tan solo un mero control ejercido desde fuera, sino una operación de transformación que aspira a la nivelación subjetiva y a la reducción progresiva de la responsabilidad ética (Albano, 2007).

En la interpretación de Albano, es la misma intervención del Estado −por medio de sus aparatos reguladores− la que se transforma en una "fábrica de adictos". Observa que, si bien la tensión que se establece entre los dispositivos del poder y la naturaleza deseante de los sujetos ha sido puesta de manifiesto por el psicoanálisis, ha sido encubierta o falsificada por el dictamen médico oficial. De allí que los tratamientos orientados a la recuperación de "adictos", si bien fracasan sistemáticamente en el plano terapéutico, resultan exitosos en el plano político, pues no se trata de "recuperar" al adicto, sino de estigmatizarlo. El despojo en que se ha convertido el adicto es justamente el pilar firme y a la vez débil en el que se apoya la prédica "antidroga" (Albano, 2007).

En consonancia con lo que hemos considerado respecto del sustrato religioso de la prohibición, Albano (2007) pone de relieve la proliferación de metáforas bíblicas que asisten al proceso de "recuperación del adicto". Señala que lo que llama la "fábula" del adicto gira en torno a los tópicos del sacrificio, el arrepentimiento y la salvación, fábula en la que se retoman de una forma secularizada tres mitos fundacionales del cristianismo. Afirma Albano que, al estar así más subyugado por los dispositivos del poder que por la sustancia que ingiere, el "adicto" viene a ser la víctima propiciatoria ofrecida a los altares de la "moral" y la "salud pública".

 

Dimensión sanitaria: el diagnóstico naturalista

En lo relativo a la dimensión sanitaria, en primer lugar cabe poner de relieve la definición oficial de salud. Esta no solo implica una apología de la sobriedad –que descalifica la recurrencia a la embriaguez obtenida por determinadas sustancias como algo patológico−, sino una concepción de la "enfermedad" cuya existencia depende del diagnóstico de las autoridades médicas sin que haya necesariamente un malestar por parte de los propios "damnificados". Se trata pues de una determinación unilateral, basada en un pretendido criterio de autoridad prácticamente incuestionable –si bien, paradójicamente, se trata de "expertos" sin experiencia en el tema.

Este diagnóstico se funda a su vez en una concepción naturalista de la imputada enfermedad mental. En ese sentido, se presupone que "la droga" es la "causa" objetiva de determinado "efecto" subjetivo –indudablemente nocivo−. De allí la prescripción de una absoluta abstención exigida en los tratamientos "terapéuticos" a la que se ven sometidos quienes son identificados como drogadictos –cuando se trata de consumidores detenidos por las fuerzas del orden, dichos tratamientos son obligatorios, es decir, constituyen la alternativa a la prisión-, condición que ha sido observada como un impedimento para la obtención de una genuina eficacia terapéutica.

Ahora bien, en cuanto las drogas psicoactivas producen una alteración de la conciencia, estamos frente al caso de una influencia de la materia sobre el espíritu que da cuenta de la existencia de una relación dinámica entre ambas instancias. Ello constituye una infracción al dictamen cartesiano que ha postulado una distinción neta entre rex extensa y rex pensante, entre el cuerpo y la mente (Escohotado, 1994b). De allí que, desde el psicoanálisis, cuestionando la validez del diagnóstico oficial que dictamina la existencia de la enfermedad por la lógica mecanicista de la causa y el efecto –inherente al modo de explicación propio de las ciencias naturales−, el cual conlleva consecuencias desubjetivantes, se ha puesto de relieve la relación dinámica que se establece entre la sustancia y el sujeto (Vera Ocampo, 1987). Se ha distinguido al respecto la operación del fármaco, aquella relación en la cual el sujeto sucumbe al yugo de la dependencia –la expresa drogadicción−, y el principio del fármaco, aquel que actúa de por sí en el mero consumo de cualquier sustancia psicoactiva, pero que no deja de estar bajo el dominio de la decisión propia del sujeto (Le Poulichet, 1997). Se trata, en una palabra, de la cuestión clave correspondiente a la administración consciente y responsable de la dosis adecuada.

Aquí es donde entra en juego una mecánica propia del dispositivo prohibicionista que ha sido puesto de manifiesto por Douglas Husak (2001), a saber, la generalización de los peores escenarios; esto es, se produce la confusión de la operación y el principio del fármaco, por cuanto se atribuye a todo consumo el carácter patológico del primer caso. Es importante observar que la política vigente se funda en generalizar los casos de consumidores en verdad problemáticos –sea porque su consumo haya motivado reales conductas antisociales; sea meramente porque hayan sido percibidos como seres peligrosos por personas de su entorno, y ello haya sido generador de determinados conflictos−. Sin embargo, se desconoce así que la mayoría de quienes recurren a la ingesta de las sustancias psicoactivas ilegales –millones de personas en todo el mundo− lo hacen sin padecer al respecto consecuencias negativas concretas.

En su ensayo dedicado describir la relación entre la subjetividad y las drogas, Roberto García Salgado (2007) advierte que ha sido en la antigua filosofía griega sobre la que se fundó la iniciativa para imponer la sobriedad y la racionalidad ante el entusiasmo y la ebriedad en el desarrollo de la humanidad. En primera instancia, mediante las admoniciones platónicas que sustentan la cultura de la abstención; y posteriormente, por medio de la prédica cristiana condenadora del consumo de sustancias "diabólicas" y propiciadora del ideal humano de sobriedad, hasta culminar en la actual cultura prohibitiva-preventiva inherente a la lucha contra las drogas contemporánea −con todas las consecuencias en la salud y en la moral que ha sido promovida por "especialistas desembriagados" (García Salgado, 2007).6

En la estela de la noción de dispositivo de Foucault, García Salgado sostiene que los discursos que se despliegan sobre las sustancias psicoactivas son los que producen sujetos a partir de dominios y relaciones de poder. En tal sentido advierte que, en materia de drogadicción, la idea de prevención responde a intereses orientados al control social. En tanto la palabra prevención deriva de la idea de anticipación, García Salgado (2007, p. 5) afirma que esta noción implicaría, desde el ángulo de lo privado, reflexionar y elegir las ideas/acciones consideradas por los propios sujetos pertinentes para su desempeño personal. No obstante, en lo que hace al consumo de sustancias, la prevención como anticipación marca la intromisión del Estado para definir y decidir las pautas a las que deben ajustarse las personas frente al peligro que supuestamente encarnan las drogas.

Considera García Salgado (2007) que los programas denominados de "tolerancia cero" y de "reducción de daños" −extremos que en su continuum albergan diversas modalidades de coacción−, expresan en sus premisas y acciones formas de poder ejercidas sobre la vida cotidiana fundadas en la (des)calificación de los individuos; tales programas implican un atamiento a su propia identidad, imponen una verdad que deben reconocer y que los otros deben reconocer en ellos. Se trata pues de una forma de poder que transforma a los individuos en sujetos según los lineamientos inherentes al dispositivo.

Observa que, en cualquiera de sus acciones, la prevención se inscribe al amparo de un humanismo bienhechor –el "deseo de bondad humana" presente en la raíz de todo dispositivo según Agamben−. Empero, en palabras que retoma de Foucault, García Salgado (2007) advierte que esta posición humanista "corrompe la aproximación del problema planteado por las drogas"; lo que se debe a que dicho humanismo produce una serie de motivos para los cuales las personas se encuentran sojuzgadas, al mismo tiempo que se les hace creer lo contrario. "El humanismo resulta fecundo para inventar toda una serie de soberanías sujetadas"; el individuo se ve "sometido a las leyes de la naturaleza o a las reglas de la sociedad". Concluye su alegato contra la prevención en materia de drogas sosteniendo que se trata de un preclaro ejercicio del poder para sujetar/someter −mediante nigromancias discursivas en los intersticios de la intersubjetividad− a aquellos que, por consenso cultural, desempeñan el papel de chivos expiatorios (García Salgado, 2007).

 

Dimensión jurídica: falta de aplicación / suspensión de la ley

En relación con la otra disciplina coimplicada en el dispositivo prohibicionista −la específicamente jurídica− observamos a su vez que su desempeño también adolece de una serie de irregularidades.7 En primer lugar, la conjunción en una misma persona de las condiciones de víctima y victimario que, como observa Antoine Garapon (1994), pone en cuestión las categorías tradicionales del derecho. Ello se corresponde con el hecho de que se trata de una conducta que, en principio al menos, no produce un daño hacia un tercero. Argumenta al respecto Husak (2001) que por tal motivo es cuestionable la sanción penal de dicha conducta.

Un aspecto central de la anomalía jurídica que conlleva la política de drogas es la concerniente a la elevada tasa de falta de aplicación de la ley. En efecto, en lo que hace a los detenidos por tenencia simple para consumo, la mayoría de los jueces dejan pasar los casos sin efectivizar las sanciones correspondientes.8 Estamos ante una situación en la que los tribunales se rehúsan a dar cumplimiento efectivo a lo que dicta la ley, por cuanto se produce una interferencia en la división de poderes: el Poder Judicial actúa en términos que competen al Legislativo. Sucede lo que destacó Hans-George Gadamer (1991) a propósito del devenir histórico que atraviesa toda legislación: en la medida en que la aplicación de la ley tiene que ir determinándose en el transcurso del tiempo, puede ocurrir que aquello que se consideraba justo en el pasado se considere injusto en el presente –como acontece concretamente con la penalización del mero consumo−. De allí la importancia de la interpretación en lo referente a una aplicación responsable de la ley, dimensión hermenéutica del accionar jurídico que Gadamer pone de relieve en sintonía con la facultad de comprensión que se pone en juego en los juicios de prudencia. En lo que hace a nuestro caso, al comprender la injusticia que supone sancionar a un simple consumidor de drogas −aunque la ley se lo demande−, la mayoría de los jueces opta prudentemente por omitir su concreción.

En términos de Hans Kelsen (1971), estamos frente a una situación en la cual la validez de la norma jurídica se ve afectada por su falta de eficacia. Se trata de casos en que las costumbres han cambiado en tal grado que puede decirse que se ha llegado a "descriminalizar" de hecho determinadas acciones –como sucedió en su momento con el consumo del café, del cacao, de la yerba mate−. De allí que los tribunales se rehúsan a aplicar una ley que ha caído en desuso, por cuanto se impone una actualización de la legislación que se adecue a la apreciación vigente de lo justo en el presente histórico. Sin embargo, en tanto en la práctica se mantiene el hiato entre lo establecido formalmente y lo actuado –o dejado de actuar−, la ambivalencia jurídica correspondiente da cuenta de la referida interferencia en la división de poderes inherente al sistema republicano: el Poder Judicial actúa como debiera hacerlo el Legislativo. Dicha interferencia en la potestad gubernamental es un indicio de una suerte de quiebre en las condiciones propiamente democráticas de nuestra organización política.

 Tal como pone señala Agamben (2004), semejante ambigüedad político-jurídica es una expresión del "estado de excepción" que, de acuerdo con lo planteado por Walter Benjamin (2007), se ha vuelto en realidad la regla en el desenvolvimiento de los regímenes democráticos modernos.9 Resulta pertinente considerar los procesos de constitución de subjetividad inherentes al dispositivo prohibicionista a la luz de la complementariedad postulada por Agamben –suerte de conclusión de su estudio sobre el estado de excepción− entre dos figuras políticas del antiguo derecho romano: la potestas y la auctoritas.

Potestas es el poder representativo, el cual el pueblo ha delegado en los gobernantes, en los magistrados en general. Auctoritas, en cambio, es el poder carismático que emana de la propia persona, aquel que se imponía en los términos de su propia manifestación. Postula Agamben que, si bien es preciso distinguir netamente la auctoritas de la potestas, ambas figuras forman juntas un sistema. Se trata pues de dos elementos heterogéneos, el normativo y jurídico en sentido estricto –potestas−, y el anómico y metajurídico –auctoritas−, que no obstante, funcionan bajo cierta coordinación:

En el caso extremo [...] la auctoritas parece actuar como una fuerza que suspende la potestas donde ésta tenía lugar y la reactiva allí donde ésta ya no estaba en vigor (subrayado del autor). Consiste, en definitiva, en un poder que suspende o reactiva el derecho, pero que no rige formalmente como derecho. (Agamben, 2004, p. 144, énfasis nuestro)

Ahora bien, independientemente de lo experimentado en la ocasión, lo que nos resulta significativo en el acto de consumir una droga prohibida es la facultad de la propia toma de decisión realizada; esta implica una apreciación subjetiva según la cual se perciben las cosas de una forma distinta a la socialmente establecida −aquella que, en consonancia con su interdicción jurídica, presume la condición inequívocamente dañina de semejante acto−. Esta cualidad de "sobrevisión" del horizonte dominante de la problemática de las drogas es la que confiere al acto en cuestión de un estatus que se sustrae a la disposición oficial. De tal modo, dejando de observar la ley, pero sin en principio pretender necesariamente transformarla, en palabras de Agamben (2004) se produciría una deposición del derecho.

 En tal sentido, la auctoritas que se estaría poniendo de manifiesto en nuestro caso, más que referida a una autoridad sobre algún tercero, haría referencia a una autorización sobre sí mismo respecto de una falta de observancia de la legalidad instituida –en principio, exclusivamente en lo que hace a esta cuestión en particular, en que lo que pone en evidencia la falta de autoridad de la normativa vigente es la notoria ausencia de un daño hacia un tercero−. Esta falta de observancia de la ley, a su vez, no sería sino el reverso de aquella sostenida por los mismos jueces que han rehusado sancionar a tantos detenidos por la mera tenencia de drogas para consumo personal.

Así pues, si bien en un sentido manifiesto, quienes recurren a las drogas prohibidas están infringiendo la ley −por cuanto son calificados objetivamente de "criminales"−, no obstante también es verdad que, en lo que hace a su percepción subjetiva −en tanto no se reconoce estar dañando a un tercero; a lo sumo quizás se pueda reconocer un daño hacia uno mismo, al igual que sucede con el consumo de tabaco y alcohol−, la comisión de esta trasgresión no se percibe en absoluto como un acto delincuencial. Se trata a su vez del complemento de la condición subjetiva de no considerarse un "enfermo" por consumir drogas, condición que las autoridades médicas han señalado como el principal obstáculo para desarrollar los tratamientos de rehabilitación de los "toxicómanos" que han sido derivados a los centros especializados por parte de las autoridades judiciales, y que se materializa en la ausencia de demanda de una atención terapéutica –lo cual, desde la óptica psicoanalítica, dificulta en gran medida la elaboración del proceso de transferencia esencial a su eventual eficacia (Kamienecki, 2001).

 

Conclusiones

Al proyectar entonces esta distinción entre potestas y auctoritas a la problemática de las drogas se derivarían dos modos de subjetivación diferenciados: aquel que convalida los dictámenes oficiales, y que, correlativamente, aun cuando le reconoce un sentido positivo a la prohibición se mantiene sujetado al imperio de la ley –y se abstiene por completo de la experiencia de drogarse−; y aquel otro que desconoce el valor y el sentido de semejante descalificación y, al optar pues por incorporar este consumo prohibido a su vida habitual, al decir de Agamben, depone la ley –embriagándose de una u otra forma, según las diversas propiedades psicoactivas de las diferentes drogas proscritas.

Sin embargo, la fuerza del dispositivo prohibicionista es tal que trasciende esta distinción subjetivante, puesto que, aun asumiendo la decisión individual de consumir drogas –la puesta en acto de la mentada auctoritas−, no se deja de estar sujeto en varios aspectos a los condicionamientos sociales que se imponen a su través –no se deja de estar atrapado en sus redes condicionantes de subjetivación−; como acontece por ejemplo en el generalizado sentimiento de miedo que produce la prohibición. Si bien este es compartido en sus consecuencias, es divergente respecto de su motivación: miedo a las sustancias y a sus consumidores, por un lado; miedo a las fuerzas del orden y demás autoridades competentes, por el otro.

Un aspecto clave de la colonización de la subjetividad producida por el dispositivo prohibicionista es su connivencia con el predominio de la razón instrumental.10 Lo cual es correlativo al predominante utilitarismo como modo privilegiado de evaluar las problemáticas sociales en general –correlato a su vez del descuido de su dimensión ética, contracara de la impronta moralista de la prohibición−. En consecuencia, al evaluar sobremanera los hechos en función de su pretendida utilidad social, se dejan de lado los principios involucrados (Husak, 2001); o bien se ignoran los valores que están en juego: libertad, igualdad, verdad, etcétera.

Esta cuestión lo ilustra el paradigmático caso cannábico, especialmente en relación con el ya legitimado –e incluso legalizado− consumo medicinal de marihuana, el que contrasta notablemente con el todavía estigmatizado –y por supuesto, en general ignorado− consumo recreativo de la misma planta. En cuanto resulta útil, y es por tanto una medicina que cura una enfermedad o alivia una dolencia, la marihuana es buena. Pero en tanto solo es una práctica que no conlleva un beneficio social apreciable –salvo la sensación subjetiva de cierto bienestar, así como un incremento de la percepción del placer−, es un vicio condenable –y por cierto penable, a diferencia de vicios similares como los consumos de alcohol y tabaco−.

Lo que deja de lado la mirada instrumentalista −que el cannabis medicinal pone en evidencia− es lo concerniente a su dimensión política –en particular en el marco de nuestro modo democrático de vida−. Puesto que, más allá del valor práctico de la eventual utilidad de estos consumos tan singulares, lo que está en juego es el reconocimiento de la licitud del acto en cuestión, el ejercicio de la libertad correspondiente; y por ende, el reconocimiento del derecho a consumir dichas sustancias sin un motivo medicinal –y por supuesto, sin la autorización correspondiente de los profesionales del caso−. Lo que nos remite a la crucial disyuntiva sobre qué modelo de ser humano se sostiene, qué modelo de sujeto consumidor se prefiere, si uno heterónomo, atenido a acatar ciegamente los dictámenes y diagnósticos de las autoridades; u otro más bien autónomo, uno que confíe en su propia decisión sobre qué cosas consumir y cuáles no, y que asuma en consecuencia la responsabilidad de sus acciones.

En síntesis, la prohibición de las drogas viene a ser un caso paradigmático que pone en evidencia cómo la constitución de la subjetividad moderna está condicionada por un conjunto de instancias –religiosas, políticas, jurídicas, sanitarias, morales, etc.− cuya complicidad tiende a impedir un ejercicio en verdad libre –y soberano− de la conducta, como es la decisión personal sobre la elección de los propios objetos de consumo. Este dispositivo prohibicionista es un preclaro ejemplo de sobreprotección –cuando no de falsa protección−, que, en su singular conjugación de miedo e ignorancia, conlleva el mantenimiento de los ciudadanos respecto de las autoridades en una situación de tutelaje análogo al de los menores hacia los mayores. De allí que puede hablarse en suma de una subjetividad minorizada.11

En este sentido, la prohibición de las drogas consiste en un dispositivo socializador cuyas consecuencias, en tanto despojan a las personas de la propia responsabilidad que deben asumir respecto de determinadas cuestiones de incumbencia individual –consumir o no una sustancia−, tienden a coartar una efectiva maduración personal. Estamos frente a un singular caso en que la impronta moralista de la legislación de rigor tiene tales implicancias desubjetivantes que socavan la dimensión propiamente ética de la acción humana.

En contradicción con la importancia dada en el discurso oficial a la educación, lo que en verdad así se produce es la promoción de un notable grado de desconocimiento –así como de efectiva desinformación− que, si hemos de dar crédito a lo sostenido por Kant en su célebre texto Qué es la Ilustración –texto puesto en relieve en varias ocasiones por el propio Foucault−, conlleva una tendencia antiilustradora: "La ilustración consiste en la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro" (Kant, 2004, p. 33).12

 

Notas

1 Una primera versión de este trabajo ha sido presentada en las IV Jornadas de debate y actualización en temas de Antropología Jurídica, 21 y 22 de Noviembre de 2016, Escuela del Servicio de Justicia del Ministerio Público Fiscal.

2 Este "dispositivo penitenciario" constituye un engranaje esencial del poder pastoral caracterizado por Foucault (1978, 1990, 2006) en sus análisis del modo de dominación propio de la religión cristiana.

3 La afinidad teórica entre la obra etnológica de Clastres y la "arqueológica" de Foucault es manifiesta al menos en dos aspectos. En primer lugar, el elogio del mismo Foucault (1990) a los análisis del poder desarrollados por Clastres indica que, a diferencia de la tradición etnológica que va de Durkheim a Lévi-Strauss, la que asume una concepción jurídica del poder, en consonancia con sus propios planteos, Clastres se basa en una concepción tecnológica del poder; es decir, lo analiza según la lógica efectiva de su funcionamiento (como lo alude la evocación foucaulteana del título de uno de sus últimos trabajos: Arqueología de la violencia). En segundo lugar, en contra de la célebre definición de Clausewitz según la cual "la guerra es la continuación de la política por otros medios", Foucault (1996) ha sugerido que, en perspectiva genealógica, es más precisa la fórmula inversa, a saber, la política es la continuación de la guerra por otros medios, lo cual es consonante con la tesis clastreana de la sociedad primitiva como una sociedad para la guerra.

4 Hay que advertir que, si bien la figura del "narcotráfico" ha sido muy demonizada por los medios masivos y los dirigentes políticos en general, paradójicamente, resulta por otro lado funcional al incremento del carácter represivo de determinadas medidas de gobierno. La antropóloga Brígida Renoldi (2008, 2014) ha planteado una problematización crítica de esta noción, que pone en evidencia varias de las inconsistencias inherentes a la aplicación de la política prohibicionista. Entre muchas otras obras sobre narcotráfico, véase Tokatlián (2000) sobre el caso colombiano, Bataillon (2015) sobre el mexicano y Emmerich (2015) sobre América Latina.

5 Un análisis de la prohibición de las drogas como un caso de colonialidad del poder puede verse en Lynch (2012).

6 Ilustrativa al respecto es "la filosofía de la droga" formulada por Giulia Sissa (2000), en la que se conjugan las postulaciones platónicas con las elaboraciones del psicoanálisis sobre el (doble) vínculo indisoluble entre las figuras del placer y el mal.

7 Resulta ilustrativo al respecto el análisis de la Nueva Ley de Drogas de la ciudad de San Pablo realizado por Marcelo da Silveira Campos y Marcos Álvarez (2017) a la luz de la misma noción de dispositivo retomada de Foucault. Sostienen que, a pesar de la intención de privilegiar la dimensión médica sobre la punitiva en la atención a los detenidos por drogas, este nuevo dispositivo médico-criminal lleva, en realidad, a tratar a los usuarios y a los traficantes de modo tal que intensifica su criminalización y el rechazo a derivarlos desde la jurisdicción penal hacia la sanitaria.

8 Esto ha sido observado por Guy Sorman (1993) en Francia y por Carlos Niño (2001) en Argentina. Una lectura hermenéutica jurídica de esta problemática puede verse en Lynch (2013).

9 Los alcances de esta tesis respecto a la cuestión de las drogas pueden verse en Lynch (2010).

10 Como observa el filósofo Charles Taylor (1994), el enfoque tecnológico de la medicina derivado de la razón instrumental ha llevado a que los pacientes sean tratados, más que como personas, como meros asuntos técnicos. En el mismo sentido ha argumentado el antropólogo Michael Taussig (1995) respecto de lo que ha identificado como el problema de la "reificación del paciente", inherente a lo que denuncia como la construcción clínica de la realidad. El caso de los "drogadictos" sometidos a tratamiento ejemplifica notablemente esta inclinación cosificante (Hügel, 1997; Le Poulichet, 1997).

11 Tal como reconoce a su modo el jurista Garapon en su propuesta de una "justicia inteligente", orientada a "restaurar al toxicómano como sujeto de derecho". Sostiene al respecto que la consideración jurídica del niño ha tomado tanta importancia que se habría vuelto, "paradójicamente, el paradigma del sujeto de derecho contemporáneo" (Garapon, 1994, p. 288). En su comparación de los "toxicómanos" con los menores de justicia −"el niño, por definición persona incompleta"−, es pertinente su observación de que, en relación con el tratamiento, "la justicia prefiriera, en su visión del sujeto, un 'yo útil' más que un 'yo verdadero' (Garapon, 1994).

12 Viene al caso mencionar en fin la pertinencia relativa de los últimos desarrollos del trayecto intelectual de Foucault (1997, 1999), los concernientes a una hermenéutica del sujeto. Considera allí cómo la participación en la luchas de poder y en los juegos de verdad se ensambla con la recurrencia a determinadas prácticas de libertad –según las evoca de la antigüedad grecorromana−. Se trata de prácticas de sí centradas en la autotransformación del sujeto, en la generación de las condiciones de su acceso a la verdad y el consiguiente alcance de la gubernamentalidad –el gobierno de sí mismo en primer lugar−. Antes que en el autoconocimiento, estas prácticas se centran en el cuidado de sí, por cuanto constituyen una práctica ética de la libertad. En tanto la noción de gubernamentalidad permite hacer valer la libertad del sujeto y la relación con los otros, constituye la materia misma de la ética (Foucault, 1999).

 

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