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Runa

versión On-line ISSN 1851-9628

Runa vol.42 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires abr. 2021  Epub 21-Abr-2021

http://dx.doi.org/10.34096/runa.v42i1.8287 

Espacio abierto - Artículo original

Sobre fracasos y éxitos relativos.Técnica, política y ontología en los proyectos de crianza animal en aldeas indígenas de Amazonia

About failures and relative successes.Technique, politics and ontology in animal husbandry projects in indigenous villages in the Amazon

Sobre fracassos e êxitos relativos.Técnica, política e ontologia nos projetos de criação animal em aldeias indígenas na Amazônia

Felipe Vander Velden1  * 

1 Universidade Federal de São Carlos, São Carlos, Brasil.

Resumen

Este artículo retoma un ejemplo etnográfico concreto sobre la cría de gallinas entre los karitiana (pueblo indígena de lengua tupi-arikém en el estado de Rondônia, sudoeste de la Amazonía brasileña). Se discuten algunas de las razones por las cuales fracasa la introducción de la crianza de animales a gran escala entre las sociedades nativas de las tierras bajas sudamericanas, que obtienen, en el mejor de los casos, un éxito relativo. Construida como parte importante de las políticas públicas oficialmente dedicadas a los pueblos indígenas desde inicios del siglo XX, la crianza de animales se basa en una serie de presupuestos incompatibles con las formas amerindias de relación con los seres no humanos. Tales divergencias explican el fracaso de los múltiples intentos de implementación de la ganadería, piscicultura o avicultura (entre otras) en aldeas indígenas amazónicas, lo que sugiere que tales actividades no parecen constituir buenas alternativas para la sostenibilidad económica de esas poblaciones.

Palabras clave: Crianza animal; Proyectos; Pueblos indígenas; Amazonia; Etnología

Abstract

This article discusses from a concrete ethnographic example of a failed chicken husbandry project, collected among the Karitiana (Tupi-Arikém indigenous people in the state of Rondônia, southwestern Brazilian Amazon), some of the reasons why the introduction of large-scale animal husbandry in the Lowland South American societies have failed, or, at most, achieved relative successes,. Built as an important part of public policies officially directed at indigenous peoples since at least the beginning of the 20th century, animal husbandry is based on a series of assumptions incompatible with Amerindian forms of relationship with non-human beings. Such imbalances explain the failure of the multiple attempts to implement livestock, fish farming or poultry farming (among others) in Amazonian indigenous villages, suggesting that such activities do not seem to be good alternatives for economic sustainability of these populations.

Key words: Animal husbandry; Projects; Indigenous Peoples; Amazonia; Ethnology

Resumo

A partir de um exemplo etnográfico concreto - de uma fracassada tentativa de criação de galinhas - coletado entre os Karitiana (povo indígena de língua Tupi-Arikém no estado de Rondônia, sudoeste da Amazônia brasileira), este artigo discute algumas das razões pelas quais a introdução da criação de animais em larga escala entre sociedades nativas das terras baixas sul-americanas têm fracassado, ou têm obtido, no máximo, êxitos relativos. Construída como parte importante das políticas públicas oficialmente voltadas aos povos indígenas desde o início do século XX, a criação animal baseia-se em uma série de pressupostos incompatíveis com as formas ameríndias de relação com os seres não humanos. Tais descompassos explicam a falência das múltiplas tentativas de implementação da pecuária, da piscicultura ou da avicultura (entre outras) em aldeias indígenas amazônicas, sugerindo que tais atividades não parecem constituir boas alternativas para a sustentabilidade econômica dessas populações.

Palavras-chave: Criação animal; Projetos; Indígenas; Amazônia; Etnologia

Introducción

Si tomamos la domesticación de animales en su sentido estricto, tradicional (que pone énfasis en el control, sobre todo reproductivo, de especies enteras de animales, definidas como domésticas o domesticadas; aquellas que viven en el domus y bajo dominus humano), debemos decir que esta nunca estuvo presente en la mayoría de las tierras bajas de América del Sur.1 Allí encontramos, como máximo, lo que fue descripto como “familiarización” (o amansamiento, taming): la adopción y adaptación de individuos de ciertas especies animales (principalmente, monos y psitácidos) a la convivencia íntima con colectivos humanos. Tal proceso implica solo raramente una reproducción de esos individuos, y nunca la conservación de ‘linajes’ de animales por períodos continuos de tiempo (Gilmore, 1997; Descola, 2002; Erikson, 2012). Existen evidencias de especies animales libremente asociadas a colectivos humanos en las tierras bajas precolombinas -como el caso del pato criollo o almizclado (Cairina moschata)-, que son usados para algunas funciones como en el combate de insectos (Angulo, 1998), pero tal fenómeno tampoco constituyó domesticación en sentido estricto, pues no parece haber existido ninguna intención por parte de los grupos humanos de ejercer control sobre esos seres.

Esta ausencia de la domesticación en pueblos indígenas fue invariablemente pensada por los invasores europeos como una ‘carencia productiva’, e incluso como una ‘falla civilizacional’. Tal vez porque, en el pensamiento ibérico, la pecuaria siempre estuvo vinculada a la fijación territorial y a la ligación económica con la tierra -además, claro, del aspecto relacionado con el control de los propios animales (Pimentel, 1997)-, que se oponía a lo que siempre se consideró como una excesiva movilidad (a veces descripta como ‘nomadismo’) de los pueblos nativos. La crianza animal era necesaria para fijar a las poblaciones indígenas a sus tierras, lo que queda claro en la documentación que, a lo largo de casi cuatro siglos (XVI a XX), ilustra la necesidad de introducir la actividad pecuaria (entre otras) en la vida de los pueblos indígenas, no solo para mantenerlos circunscriptos a un determinado territorio, sino también para garantizar la renta y el bienestar financiero de las familias europeas y de los pueblos que fundaban. El ganado era (y todavía es) pensado como garantía de propiedad de la tierra: en Brasil todavía es común el refrán que dice: “Tierra con ganado es tierra con dueño” (Fearnside, 1989, p. 64; Durães, 2016).

De este modo, las múltiples misiones católicas fundadas por toda América del Sur, desde los primordios de la conquista, incluían la crianza de ganado entre las actividades que deberían ser instituidas a los indígenas: así, transformación espiritual y productiva deberían ir siempre juntas. Por ejemplo, tal y como lo expresa Boomert (2016) con respeto al proyecto misionario español en Trinidad y Tobago: “[lo]s [indígenas] eran sometidos a instrucción religiosa, iniciados en los rudimentos de la lectura y escritura y en el entrenamiento en diversos oficios, agricultura y crianza de ganado [stockbreeding]” (p. 131, nuestra traducción).

Uno de los ejemplos más claros de adopción de la crianza animal ocurrió en las misiones jesuíticas del Paraguay (que se distribuían por los territorios actuales de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil) donde, después de la introducción emprendida por los religiosos, se formaron inmensos rebaños de decenas de miles de bovinos, que incluían también equinos, caprinos, ovinos y otros (Sarreal, 2013, 2014). Poco sabemos de las relaciones de los guaraníes de las misiones con los animales y con las técnicas y saberes de su crianza, así como sobre el impacto que esta experiencia histórica dejó a los actuales grupos de lengua guaraní (y también en los grupos kaingang) que ocupan la misma región, tema que demandará investigaciones documentales y etnográficas más profundas. El caso de los guaraníes misionalizados, no obstante, es interesante para los propósitos de este artículo. De hecho, un análisis renovado de la introducción de la crianza de ganado en las misiones de la Cuenca del Plata demuestra que los religiosos jamás lograron convertir a los guaraníes en ganaderos, a pesar de que fuesen amantes de la carne de vaca. Varias razones, especialmente la existencia de enormes rebaños de bueyes asilvestrados (alzados o cimarrones) en la región y el valor y prestigio asociados a las actividades cinegéticas, habrían mantenido a este pueblo como cazadores, y no criadores, de bueyes hasta finales del siglo XVIII (Sarreal, 2013). Algo semejante parece haber ocurrido con las poblaciones nativas de la Pampa y de la Patagonia (Palermo, 1986, 1988), aunque allí el potencial de desarrollo de la crianza animal indígena fue brutalmente interrumpido por el cercamiento de las propiedades y por la conquista militar de la región (Baretta y Markoff, 1978).

Así, la actividad pecuaria es encarada, a lo largo de la historia de las tierras bajas sudamericanas, como una de las más potentes técnicas de ‘civilización’: un emblema de la ‘evolución’, del control productivo sobre tierras nuevas, salvajes e incultas (Anderson, 1994, 2002) y signo potente de la conversión, a la fuerza, de las extrañas tierras tropicales en paisajes familiares a los ojos y gustos europeos (Crosby, 1988). Mucho del indigenismo oficial naciente en el Brasil de inicios del siglo XX se configura a partir de estas ideas de progreso o desarrollo de los pueblos indígenas considerados ‘fetichistas’. Así, nacidas a la luz del ideal de Auguste Comte, las acciones de la primera agencia indigenista brasileña, el Serviço de Proteção ao Índio (SPI, fundado en 1910) consideraba a los indios criaturas ubicadas todavía en una etapa histórica inicial del desarrollo humano (el estado ‘teológico’, o también llamado ‘fetichista’), que debía ser superado por medio de la evolución en múltiples sentidos. Y uno de los mecanismos más poderosos para incentivar este “proceso civilizatorio”, para hacer “progresar industrialmente” a los indígenas, según las ideas del propio Cândido Mariano da Silva Rondon (primer director del SPI y figura heroica de la historia de Brasil), era la mejora de los niveles de vida de estas poblaciones por medio de la garantía de tierras que fuesen destinadas a la agricultura y al pastoreo -o sea, al perfeccionamiento de sus bases productivas (Viveiros, 1958; Gagliardi, 1989; Lima, 1995)-. Sin embargo, si bien la mayoría de las sociedades nativas del país ya practicaban alguna forma de horticultura, la crianza animal a gran escala (pecuaria o pastoril) era prácticamente desconocida. La excepción la constituían aquellos pueblos que ya habían adoptado rebaños en función del contacto, desde el siglo XVII, con frentes de expansión colonial caracterizados por la presencia masiva de bueyes, caballos y otros animales de rebaño, como los grupos nativos del nordeste brasileño (Macêdo, 2006), los makuxi y wapixana en las sabanas de Roraima y de Guyana (Henfrey, 2017), los bakairi en Mato Grosso (Barros, 2003) y los kadiweu en el extremo este del Gran Chaco (Mitchell, 2015), entre otros.2 En este sentido, la actividad terminaría por adoptar un particular relieve entre las prácticas del indigenismo oficial: la introducción de ganado en las aldeas indígenas en Brasil, con miras a garantizar la ocupación de las tierras y el compromiso de los pueblos indígenas en una rama de actividad cuyo dinamismo ganaba peso en el país, gracias al desarrollo de la moderna industria de la carne (Dias, 2009).3

El siglo XX (especialmente, en su segunda mitad) asistió a la emergencia de un nuevo discurso a favor de la crianza -y consecuentemente, de la domesticación- animal: aquel ligado a la ‘seguridad alimentaria’, y posteriormente, a la ‘soberanía alimentaria’. Así, muchos proyectos de implantación de crianza animal en aldeas indígenas de Brasil -sobre todo a partir de la década de 1960- se ocuparon explícitamente de la idea de que la reducción del acceso a la carne de caza debía ser naturalmente compensada por la crianza de animales (Salgado, 2007; Guerra, 2008). Los organismos gubernamentales y no gubernamentales -que se abocaron a ejecutar dichos proyectos- basaron sus acciones en un contexto al que describían como de degradación ambiental, con su consecuente carencia alimentaria y la profundización del hambre. La crianza debería sustituir a la caza en el abastecimiento de un alimento tan fundamental como la carne. Dichas acciones se emprendieron sin considerar que, para muchos pueblos indígenas, la asociación entre carne de animales de caza (‘del monte’) y carne de animales de crianza no es evidente, y que los animales criados en las aldeas y aquellos de la misma especie (desde nuestro punto de vista) que viven libres en la selva son seres totalmente diferentes (Erikson, 1987). Nótese también la idea movilizada desde los organismos gubernamentales y no gubernamentales de que promover la seguridad y la soberanía alimentaria pasa necesariamente por la oferta de carne y no de otros alimentos. Detectamos aquí ecos de aquella visión de los pueblos indígenas como atrasados e improductivos: la caza es vista como una actividad arcaica (e incluso con implicaciones ambientales negativas), y debiera ser sustituida por la pecuaria, mucho más eficiente y racional y, obviamente, mucho más ligada a los discursos sobre el poder y el éxito del agronegocio que no pararon de crecer en el Brasil desde los últimos 50 años, que lo han tornado en una especie de “destino manifiesto” nacional (Michelini, 2016). Los pueblos indígenas deberían ser, así, incorporados al proceso de ‘zootecnización de los Estados’, que Iván Ávila Gaitán (2017, p. 108) identifica como característico de las relaciones entre política y animales en el mundo de la segunda mitad del siglo XX.

En la superficie de esas ideas -de acuerdo con las cuales implantar la crianza de animales resolvería, de una vez, los problemas territoriales y económicos de los indios (problemas creados por los propios actores que ahora intentan solucionarlos)- centenas de proyectos de crianza de animales fueron diseñados y realizados en aldeas indígenas de norte a sur de Brasil (Schröder, 2003; Vander Velden, 2011). Bueyes, caballos, cabras, ovejas, gallinas, conejos, peces exóticos, abejas y otros animales fueron colocados en las tierras indígenas, o adoptados por estos pueblos, desde los albores de la colonización del país. Como mencioné, esta práctica se ha convertido en política oficial desde el inicio del siglo XX (con la implantación de un indigenismo oficial en el país) y se volvió más “científicamente dirigida” sobre todo en los últimos 50 años.

Sin embargo, la abrumadora mayoría de estas introducciones de crianza animal -no de los animales, nótese- deben ser descriptas como rotundos fracasos. O, al menos, como éxitos solamente relativos, en el sentido de que los animales fueron adoptados, pero su uso y aprovechamiento para las finalidades a las que se destina la actividad pecuaria -la garantía del territorio y especialmente el abastecimiento continuo de alimentos, en la forma de carne, leche, huevos y otros productos- no. Así, entre varios pueblos indígenas del Brasil (bakairi en Mato Grosso; kadiweu en Mato Grosso do Sul; macuxi y wapixana en Roraima; kiriri en Bahía, entre otros), existen significativos rebaños de ganado bovino. Por ejemplo, en la mayoría de ellos, aunque los animales son cuidados y se reproducen, no son sacrificados, o lo son muy raramente, y son apenas aprovechados para lo que podría llamarse ‘usos-no consuntivos’ (o sea, no se los usa como carne o fuente de productos provenientes de sus cuerpos, como cuernos o cuero).4 De la misma forma, el amplio proyecto de piscicultura llevado adelante entre los pueblos indígenas del Alto Río Negro (de lenguas tukano y arawak) fue, a primera vista, un éxito, pues la actividad se reprodujo en muchas comunidades y dio origen a una producción significativa de pescado allí donde las poblaciones nativas afirmaban que existía una escasez creciente de recursos pesqueros. Pero, de nuevo, este fue un éxito que llamaríamos relativo, ya que -como atestiguan algunos estudios (Martini, 2008; Estorniolo, 2014)-, aunque los peces estén siendo (re)producidos en cantidad y en varias comunidades la iniciativa parece haber funcionado bien, en muchas otras el pescado no es consumido, sino vendido en las ciudades próximas para la adquisición de otros alimentos (como pollos congelados) -mucho más caros, valga la aclaración.

Pero concentrémonos en los fracasos. Argumentaremos que son dos las razones que explican la falencia de la mayor parte de los proyectos de introducción de cría de animales entre pueblos indígenas de Brasil. La primera es el establecimiento de lazos que podrían definirse como de parentesco o filiación entre humanos y no humanos. La segunda, las dificultades técnicas generadas por la inadecuación de los supuestos de los proyectos y los modos de organización productiva indígena. Mostraremos esto por medio de nuestro propio material de campo, colectado entre los indios karitiana, un grupo de lengua tupi-arikém compuesto por aproximadamente 310 personas5 que se dividen en cinco aldeas en el estado de Rondonia, norte de Brasil y sudoeste de la Amazonia brasileña. Nos encontramos trabajando con este grupo indígena desde 2002, y nos focalizamos, entre otras cuestiones, en sus relaciones con las especies animales introducidas luego del contacto, lo que incluye animales de cría. Luego de 15 meses de trabajo de campo (mayormente realizados en Kyõwã, la más grande y antigua aldea karitiana, pero también con técnicos y administradores y en archivos institucionales de la ciudad de Porto Velho), se documentó la presencia y la ausencia de estos seres en las aldeas. Describimos las ausencias a partir del análisis de documentos (proyectos, memorias y memorandos de organismos oficiales de investigación agropecuaria y de política indigenista)6 y de las discusiones con indígenas y técnicos (entre quienes hay indígenas y no indígenas) ligadas a los deseos y proyectos de introducción de crianza sistemática de animales entre los karitiana y otros pueblos vecinos. Particularmente, nos interesamos en comprender las múltiples razones -tanto prácticas como simbólicas- que hacen que estas intenciones no hayan, en su mayoría, ni siquiera salido del papel; y por qué aquellas que fueron implantadas invariablemente fallaron y fueron discontinuadas. Estas observaciones resultaron en algunos trabajos que discutieron estas cuestiones entre los karitiana (Vander Velden, 2011, 2015, 2018). El presente artículo busca, por medio de una reflexión comparativa (fundamentada en una continua revisión de la literatura técnico-científica relacionada con la crianza de animales en aldeas indígenas del Brasil y en países vecinos) y de largo plazo, un abordaje más amplio de los fracasos y los éxitos relativos a la cría animal en las tierras bajas sudamericanas. A partir del análisis de múltiples proyectos, debates y procesos relacionados con la introducción, o no, de estos animales en las aldeas, buscamos comprender las bases que subyacen al rechazo, por parte de las sociedades amerindias, de esta modalidad de relaciones jerarquizada entre los seres, cuyo vinculo con la emergencia de las diferencias de poder entre humanos -tal y como apuntan varios autores discutidos en la conclusión- parece ser por ellos percibida y consecuentemente evitada.

Nuestra intención final es sugerir que la idea de civilización que conlleva la introducción de la cría animal (especialmente de ganado bovino) entre pueblos indígenas de las tierras bajas de América del Sur se cimenta en una larga historia de relaciones intrínsecamente jerarquizadas entre humanos -algunos incluso más desfavorecidos que otros- y no humanos. Dichos vínculos, a su vez, son incompatibles con las modalidades de relación social y política entre los integrantes de los colectivos indígenas y entre estos y los seres no humanos.

¡Gallinas sí; gallineros, no!

Los karitiana no son diferentes de otros grupos indígenas amazónicos: no existe nada allí que se asemeje a la domesticación animal, salvo, como ya se dijo, la familiarización de ciertos animales recogidos en la selva. Lo que existe hoy, luego del contacto con los ‘blancos’ o no indígenas (oficialmente, a fines de los años sesenta), es la presencia de animales de especies domésticas exógenas7 en sus aldeas: cerdos, gallinas, patos, pavos, caballos, burros, perros, gatos y, a veces, conejos y bueyes. Pero esos animales no pueden ser formalmente definidos como domesticados por los karitiana, ya que no se reproducen continuamente: o sea, no existe control reproductivo, y los karitiana tienen con esos animales una relación de familiarización, de la misma forma que la tienen con los monos, coatíes y papagayos nativos. La única excepción -pues sí se reproducen en las aldeas- son las gallinas. Tal vez por eso el rotundo fracaso de un proyecto de crianza de gallinas en confinamiento en la mayor aldea karitiana, Kyõwã, llame la atención (Vander Velden, 2015).8 Por medio del análisis de este fracaso esperamos mostrar las dos razones que, sugerimos, impiden o al menos dificultan la introducción de la crianza sistemática de animales -pecuaria, piscicultura- entre las sociedades indígenas en el este de América del Sur.

Los karitianas afirman haber visto animales de rebaño (ganado y caballos) cuando observaban, de lejos, las primeras instalaciones de no indios en su región, el valle del río Candeias (uno de los grandes afluentes del río Madeira), probablemente a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. De hecho, Rondon introduce en 1914, entre los indios arikém (un grupo -aparentemente extinto- cultural y lingüísticamente relacionado con los karitiana), en el río Jamari, técnicas y estructuras de una “agricultura racional y del pastoreo” (Cavalcante, 2015, p. 57) que incluía animales, en una región regularmente recorrida por los karitiana y muy próxima a la zona entonces ocupada por el grupo aún sin contacto oficial. Tenemos información de varios intentos no realizados de implementación de cría tanto de ganado, como de peces en las aldeas de este último grupo indígena. Pero apenas dos de ellos fueron realmente implantados y no funcionaron: el primero, la crianza de cabras -probablemente en los años noventa- falló porque, según los indígenas, los animales murieron al alimentarse de una planta venenosa que descubrieron pastando por la aldea. En este contexto, los técnicos indigenistas afirmaban que el proyecto fue descontinuado por la propia FUNAI en función del desinterés de los indios y sugirieron que ellos mismos habían dado muerte a los animales “por tiro o veneno”. Versiones encontradas sobre el destino de las cabras y de los proyectos figuran también en los relatos acerca de la cría de gallinas, respecto de la cual vi apenas las ruinas del gallinero instalado en Kyõwã, inmediatamente atrás del puesto local de salud, en nuestra primera incursión de campo en abril de 2003.

Los karitiana dicen que las gallinas de ese gallinero comunitario extinto -pues, según lo que entiendo, el proyecto implantado hacia el final de la década del noventa debía ser gerenciado por toda la aldea- eran “gallinas blancas, diferentes de las que se crían en casa”, “gallinas de granja”, estableciendo cierta distinción entre las aves que ya existían sueltas y aquellas producidas por el proyecto. Nótese que la gran mayoría de las gallinas sueltas no tienen raza definida: son las así llamadas ‘galinhas-carijós’, de las que se resalta la variedad de tamaños y de coloración del plumaje. Esta crianza no prosperó: como recuerdan algunos karitiana, cuando los técnicos dejaron la aldea, las gallinas confinadas comenzaron a matarse entre sí. Los indígenas me contaron, con horror, que las gallinas “se comían el culo unas a otras, se arrancaban las tripas para afuera”, sin que pudieran explicarse las razones, “y ahí todas murieron y el proyecto acabó”. Y agregaron que “el gallinero de la aldea no funcionó porque la gente no tenía la técnica para cuidar, y ni comida, y ni apareció un técnico para enseñar la crianza”.

En eso se contradicen las explicaciones de los funcionarios indigenistas responsables: ellos defienden que el proyecto falló porque los karitiana se comieron todas las gallinas, en contraposición a la versión argumentada por los indígenas. Una explicación, que escuchamos de otro técnico en Porto Velho, corrobora el fracaso:

Ningún proyecto de crianza con los karitiana funcionó. Dieron 2000 gallinas para criar en gallinero, los indios estaban de acuerdo: después de que el gallinero fue instalado en la aldea, avisaron a los indios que ellos tendrían que plantar maíz sólo para alimentar a las gallinas. Los indios quedaron indignados, porque nadie les había avisado. Entonces, ellos se comieron todas las gallinas (Donato, Porto Velho, noviembre 2007).

Otra indigenista me informó que el gallinero fue instalado, pero en una semana los indígenas se habían comido las gallinas allí dispuestas (entre 800 o 2000, los números son vagos); esto corrobora el destino dado por los karitiana a las gallinas confinadas.

La versión karitiana sobre la desaparición de las gallinas blancas y el fracaso de su crianza en confinamiento apunta al comportamiento anómalo de aquellas aves. Los pocos comentarios que recogimos sobre la experiencia parecen sugerir un gran distanciamiento de las personas de la aldea en relación con el nuevo gallinero, desinterés que culminó en la ruina del emprendimiento. Si los técnicos veían la negligencia e incapacidad técnica de los indígenas (y culparon, de esta forma, a los agentes humanos del proceso), los karitiana enfocaban su atención en la agentividad de las gallinas, en la extrañeza de sus cuerpos blancos y de su situación anómala de confinamiento; sin dejar de criticar la negligencia, ahora de los técnicos (no indios) responsables. Disensos como estos parecen estar en la raíz de las fallas de muchos proyectos de crianza animal en pueblos indígenas.

Quizá la sugerencia de un modelo comunitario también fue determinante para la extinción del proyecto: los karitiana no parecen muy inclinados a encarar modelos comunitarios de producción. Lo mismo ocurre en otros pueblos indígenas de Brasil, entre los cuales la vida productiva es organizada sobre bases esencialmente familiares (Fernandes, 1993).9 Resulta evidente la dificultad de los técnicos indigenistas en establecer y mantener, por ejemplo, chacras comunitarias, pues la ‘familia’ (o la casa) es la ‘unidad de producción agrícola’ y también parece serlo ‘en las relaciones con los animales de cría’. Aunque los Karitiana se hayan comido a las gallinas, eso solo evidencia un distanciamiento en relación con aquellas aves a las que jamás consideraron como propias, como sus animales de cría. Estas gallinas eran muy diferentes -blancas, confinadas y comunitarias- de aquellas criadas junto a las residencias; su destino no podía ser la familiarización, dependiente de la convivencia, y base para las relaciones con animales que habitan las aldeas en compañía de los humanos. Al rehusarse a alimentarlas y/o al acabar por devorarlas, los karitiana iluminaban otro límite de los proyectos de cría de animales: no se cuida aquello que no se reconoce, no se vela por aquello que no se considera como suyo, teniéndose a la casa o a la familia como punto de referencia.

No se trata, claro, de intentar averiguar lo que realmente sucedió o, todavía menos, quién está en lo cierto y quién está equivocado. El hecho es que los Karitiana parecen haber observado un comportamiento ya registrado en gallinas confinadas sometidas a un estrés excesivo: los picotazos y el canibalismo. Se puede argumentar que esto ocurrió porque las aves, traídas desde una granja y confinadas en condiciones muy distintas de las que se encuentran en las ciudades, habían experimentado condiciones radicalmente diferentes, como excesivo calor, mucha humedad, presencia de predadores nocturnos, falta de alimento y de comodidad, sobrepoblación en un espacio reducido; sumado al desconocimiento general karitiana de cómo administrar adecuadamente su crianza. Como consecuencia, fueron los altos niveles de estrés, lo que habría llevado a la agresión mutua y al canibalismo (Vander Velden, 2015). Es decir, varias de las condiciones que favorecen la emergencia de estos problemas estuvieron presentes en el lugar donde las gallinas fueron instaladas en la aldea Kyõwã y tal vez, los karitianas hayan observado efectivamente a las aves matándose unas a otras.

Así, ellos explican el fracaso del proyecto de cría de gallinas por la acción de las propias aves, acción provocada, al fin y al cabo, por la ausencia de conocimiento técnico sobre cómo deberían tratar y cuidar a estos seres extraños y diferentes de aquellos con los cuales normalmente conviven -conocimiento que debería haber sido transmitido por los técnicos y promotores de la iniciativa, lo que no fue así- y por su desinterés en administrar una forma extraña de cuidar animales -el gallinero-, en franco contraste con los animales domésticos (gallinas, incluso) siempre sueltos en los patios de las residencias. Además, los karitiana argumentan que los animales en las aldeas están vinculados a casas o familias, de modo que un conjunto de aves bajo propiedad comunitaria no tenía ningún sentido: ¿quién debería cuidar de algo que sería luego usufructuado por todos? ¿Quién sacaría comida (maíz) de la mesa propia para alimentar aves que deberían alimentar a toda la aldea?

Pero pienso que hay otra razón que ilumina por qué muchos proyectos de introducción de cría de animales entre los karitiana -y en las aldeas indígenas por todo el Brasil- no funcionan. Los mismos proyectos, vinculados a la crianza de “pequeños animales”, continúan en el horizonte de las políticas indigenistas interesadas en la salud económica y nutricional de los karitiana y de los otros pueblos indígenas. En junio de 2009, un camión llevó 120 gallinas para ser distribuidas entre las familias de Kyõwã y decían que un nuevo cargamento de 2000 aves estaría en camino, a pedido de los indígenas. Cada familia recibiría entre tres y cinco aves. Nótese que esas gallinas, apropiadas por las mujeres de las residencias karitiana, difícilmente solucionarían el problema de la falta de caza/carne que reclamaban los indígenas ya que, así como muchos otros pueblos indígenas amazónicos, ellos raramente sacrifican a sus gallinas, y las dejan que se críen sueltas. Incluso “dicen que las comen, pero no las comen” (Vander Velden, 2012, p. 271-74; ver también Queixalós, 1993, p. 78-79). Las aves, para ser comidas deben ser robadas, intercambiadas o compradas. No se come a los animales ‘criados’, ya que son “como hijos”. Y los hijos, obviamente no son comida. Es así como llenar las aldeas karitiana de gallinas criadas sueltas tampoco resuelve los problemas que el proyecto buscaba solucionar, el de la escasez de animales de caza y de carne o la creciente dificultad para obtener dicho alimento.10

Se puede argumentar que las gallinas blancas confinadas del proyecto fueron devoradas porque nunca fueron reconocidas “como hijas” por los indígenas. Sin embargo, más allá de lo extrañas que resultaban estas aves anómalas (“gallinas blancas, de granja”) para el universo cotidiano indígena, lo cierto es que la crianza en confinamiento es bizarra a los ojos indígenas. Esto último es porque, aunque la cría conduce, de alguna forma, a la familiarización de los animales -lo cual impide, entonces, que sean sacrificados y comidos-, lo hace de forma imperfecta, al colocarlos distanciados, sin el contacto cotidiano que caracteriza allí a la domesticidad. Esas gallinas eran animales de crianza, pues eran dóciles (o sea, tolerantes a la presencia humana, al contrario de los animales de la selva) y vivían dentro de la aldea. Pero al mismo tiempo eran algo extrañas, porque estaban confinadas y privadas de la convivencia doméstica efectiva con las personas.

Tal vez sea posible hipotetizar que lo que estaba en juego en aquel gallinero no era propiamente su estructura física o su organización en sí, sino su potencial para generar continuos desentendimientos o equívocos (Viveiros de Castro, 2004). En efecto, cuenta el mito karitiana de origen de los animales de la selva que, cuando fueron creados por Botyj̃ (ser primordial al que los indígenas llaman “Dios”), los colocó en un cercado o corral, donde habrían permanecido si no fuera por la acción malvada y torpe de la serpiente acuática Ora, hermano de Botyj̃ y especie de trickster karitiana: es él quien, para contrariar lo hecho por su hermano, abre la puerta del corral para liberar a los animales -que, al salir en disparada, acaban por matarlo-, lo que dio origen no solo a la fauna salvaje, sino también a la necesidad de cazar. Así, lo que llamé en otra ocasión como la “forma corral” -o sea, el confinamiento de animales con vistas a su aprovechamiento- no es, a primera vista, extraña al pensamiento karitiano como no lo es tampoco para otros pueblos amerindios (Vander Velden, 2012).

Pero ese confinamiento tiene una existencia efímera y un destino singular: producir la caza, que, al tratarse de la actividad más apreciada y valorada por los karitiana, los define como cazadores y, consecuentemente, apasionados por la carne. De hecho, ellos mencionan que la carne de los animales domésticos de los blancos -la que la gente come en las ciudades- es “tratada” o “vacunada” y, por lo tanto, es más débil que la carne de animales de presa y suele ser incluso pensada como impropia para el consumo. El corral, aunque intelectualmente concebible, no puede producir una carne apropiada o sana. En este contexto, la carne de caza solo se produce con la propia negación del confinamiento y la emergencia de la necesidad de perseguir y matar animales en el bosque, y conforma la legítima modalidad de subsistencia.11 Cabe señalar que, en la lengua karitiana, una misma palabra (himo) designa la carne y la caza: la carne propiamente dicha es la carne de caza.

Entonces, en la confluencia de esas múltiples contradicciones -por un lado, animales domésticos adultos a los que se debería alimentar (siendo que usualmente solo se alimentan crías, ya que los adultos deben “darse maña” o “aguantarse” y buscar su alimento por cuenta propia; cf.Vander Velden, 2012, p. 198-200); por otro, animales que no pertenecían a ninguna familia específica, seres que deberían ser cuidados pero que estaban lejos de las casas, encerrados en una estructura que dispensa la acción humana masculina que produce, efectivamente, a la carne como alimento privilegiado-, otro proyecto fracasó.

Sugerimos entonces que la falta de compromiso de los karitiana con aquellas gallinas debe ser explicada atendiendo a tres razones: una de naturaleza que podríamos llamar simbólica, otra que podríamos llamar técnica y otra que parece una combinación entre ambas. Primero, porque las gallinas blancas y confinadas no fueron reconocidas propiamente como animales de crianza, aunque tampoco eran animales de caza: estaban en un in between, con un estatuto ambiguo. Segundo, porque los karitiana carecían de instrucciones técnicas para la manutención del gallinero. Y finalmente -asociando razón práctica y simbólica-, a ellos no les parecía correcto tener que alimentar a gallinas confinadas, no solo porque no había consenso acerca de qué unidad productiva familiar debería proveer maíz al proyecto comunitario, sino también por el hecho de que no se alimentan animales adultos: como dicen los karitiana, ellos tienen que “darse maña” (“se virar”).

Así, sugerimos que lo técnico y lo simbólico se combinan para explicar el fracaso generalizado de la introducción de la cría de animales entre los karitiana y, en general, en las aldeas indígenas de Brasil (como muestran varios ejemplos de Schröder, 2003). Como mencionamos al inicio, lo que puede explicar estas falencias es el establecimiento de lazos de parentesco entre humanos y no humanos (o sea, los animales “como hijos”) y las dificultades técnicas generadas por la inadecuación de los presupuestos de los proyectos a los modos indígenas de organización económica. Tendríamos, así, una serie de contradicciones afectivas y productivas que vienen inviabilizando la implantación de la actividad pecuaria y otras modalidades de cría sistemática de animales domésticos en las tierras bajas de América del Sur. Incluso los casos de éxito relativo pueden ser explicados por esta matriz: en ausencia de instrucciones técnicas para el manejo, sumada al establecimiento de lazos de parentesco y afecto con los animales, los rebaños son dejados sueltos y se reproducen infinitamente sin demasiadas interferencias humanas. Lo que se cría no se sacrifica ni se come, tal como sucede con las gallinas karitiana.

Para los pueblos indígenas de aquella región no es evidente que un animal sea igual a carne. Los animales domésticos o familiares en general no son carne, y la carne procede solamente de animales cazados. De este modo, la cría de animales en aldeas no soluciona la cuestión de la falta o ausencia de animales de presa y, por lo tanto, de ese alimento tan preciado que es la carne. Solo yendo más allá de la fuerza de los poderosos discursos del agronegocio y la industria de la carne en el Brasil actual, las políticas de preservación ambiental y de conservación de la fauna silvestre tendrán mucho más éxito en garantizar las economías y el buen vivir indígena, que es cimentado, entre otras cosas, por la oferta constante y abundante de carnes, de preferencia bien grasosas (y por eso, sabrosas).

Consideraciones finales

No parece ser una buena idea introducir animales de cría para la solución de los problemas (nutricionales o de otra naturaleza) en las aldeas indígenas amazónicas -aunque pueda, en algunos casos, serlo para garantizar el territorio, pues “tierra con ganado es tierra con dueño”, como se dice en Brasil-. No sugerimos que tales emprendimientos nunca funcionarán adecuadamente. No se trata de hacer una sociología del futuro, sino tan solo de constatar que lo que se ha hecho hasta ahora, aparentemente, no ha resultado muy efectivo. Solo se obtuvieron fracasos completos o, en algunos casos, lo que llamé “éxitos relativos”, en los cuales los animales son adoptados y pasan a convivir en las aldeas, pero no se utilizan para las funciones originalmente propuestas (que es la alimentación con productos cárnicos). Ambos resultados, como se muestra arriba, pueden ser detectados entre los karitiana: la crianza de gallinas en confinamiento fracasó por completo; de esta forma, los proyectos de bovino-cultura y piscicultura jamás salieron del papel. Además, muchas gallinas son criadas sueltas en las aldeas, aunque su aprovechamiento es absolutamente restricto. Estas aves son raramente comidas, y sus huevos, hasta donde se sabe, tampoco se utilizan, pues los Karitiana asocian los huevos de gallina con la reproductibilidad incontrolada (“gallinas”, en lengua indígena, opok ako, se traduce como “aquello que los blancos tienen mucho, en exceso”), por lo que lo consideran un alimento peligroso (Vander Velden, 2012).

Nuestro argumento es que, en esos desencuentros -o “equívocos”, principalmente en el segundo caso, en el cual los animales efectivamente prosperan pero por razones distintas a las originalmente diseñadas, lo que muchas veces no es percibido por los técnicos o agencias responsables (Viveros de Castro, 2004)-, tienen que ver dos aspectos. Por un lado, con cuestiones técnicas vinculadas a la ausencia de capacitación, formación, enseñanza y acompañamiento de las actividades propuestas a los pueblos indígenas (como si la crianza animal fuera, de hecho, autoevidente). Por otro, con cuestiones simbólicas asociadas a la constitución de relaciones análogas al parentesco o la filiación con los animales (que son “como hijos”), con la exterioridad y extrañeza de esos seres adventicios y, finalmente, con una especie de rechazo a la verticalidad de las relaciones entre humanos y no humanos12 -sin contar con los impactos ambientales que la expansión bovina provoca (Wilcox, 2004, pp. 240-245) y que pueden ser percibidos negativamente por muchos pueblos indígenas-. ¿Estaría ahí, en esta última razón, la clave tanto para la idea de que la cría animal opera como vector de civilización, como para el generalizado rechazo indígena a las formas de actividad pecuaria o pastoreo?

Se sabe que hay un nexo crucial, en la historia eurasiática, entre la domesticación (de plantas y de animales) y la emergencia de lo que llamamos civilización (o, dicho de otra forma, de Estado), sobre todo aquella calcada sobre la desigualdad, la dominación, el control y la jerarquía (Hodder, 1991; Benveniste; 1995, Leirner, 2012; Scott, 2017): “[las] civilizaciones se forman en parte por los animales domésticos que crean y con los que conviven” (Boomgaard y Henley, 2004, p. 5, mi traducción), tesis originalmente defendida en obras de gran circulación por el biólogo Jared Diamond (2007). La conexión entre la domesticidad y las formas de civilización es, así, un modelo de longue durée acompañado, como parece ser, de un modelo jerárquico de sociedad en la que animales, junto con ciertas categorías de humanos (esclavos y siervos, mujeres, niños y otros) están en la base del sistema controlado por fuentes de poder generalmente masculinas. Notemos que ya en la antigua Sumeria (aproximadamente 5000-4000 años antes de Cristo), y a lo largo de la historia antigua de Oriente Medio y Europa, los animales domésticos y los esclavos o siervos a menudo se representaban por los mismos signos lingüísticos en las lenguas y en las escrituras (Tani, 1996). También, la asociación entre esclavitud/servidumbre/sumisión y domesticidad permea muchas de las formas de conceptualización del lazo comensal que une humanos a ciertas especies de animal en el mundo occidental (Haudricourt, 1962; Jacoby, 1994; Serpell, 1996; Burgat, 1998). En las palabras del historiador inglés Keith Thomas:

La domesticación se convirtió, por lo tanto, en el modelo arquetípico para otras formas de subordinación social. El modelo básico era el paternal, con el gobernante como el buen pastor, tal como el obispo con su rebaño […]. El ideal del predominio humano también repercutió en la relación de los hombres entre sí, no sólo en el modo de tratar el mundo natural. (2010, pp. 62-63, traducción nuestra)

Como enseña la zooarqueóloga Nerissa Russell (2012), la domesticación de plantas y animales está estrechamente vinculada a la emergencia de la separación entre la cultura/humanidad y la naturaleza, y a la subordinación de esta a aquella, que produce el control “no solamente de otras especies sino también de [otras] personas” (p. 172., traducción nuestra).

¿Por qué, en términos generales, los pueblos indígenas en las tierras bajas de América del Sur vienen rechazando la crianza animal a gran escala? ¿Por qué en los países donde el agronegocio está en franca expansión y el mercado de carne crece cada año, no se han desarrollado genuinas pecuarias indígenas? ¿Será que, como escribe Philippe Descola (2002), la idea de animales con dueños humanos -como el ganado- es conceptual y prácticamente imposible en mundos en los que todo es coordinado por dueños no humanos?

A modo de conclusión, sugerimos que las poblaciones amerindias rechazan la cría animal (y la domesticación, en términos más amplios) también por el aspecto civilizacional de la ganadería: ella introduce el dominio y la jerarquía, el control de unos (humanos) sobre otros (no humanos) que puede conducir -como parece haber ocurrido en Eurasia- al control de unos humanos sobre otros humanos. Y si, como sugirió Descola (2012), las relaciones con seres no humanos también son relaciones sociales (Descola, 2012), entonces: ¿cómo jerarquizar delante de un igual? La asimetría brutal de los animales ante sus dueños o maestros humanos en el mundo eurasiático no parece funcionar bien en el Nuevo Mundo. Lo que Michel Foucault (1990) denominó poder pastoral, fundado en la homología entre el padre, la divinidad suprema y el pastor, que cuidan cariñosamente de sus rebaños justamente porque tienen sobre ellos el poder de decidir quién vive y quién muere, no opera en esos contextos en que la horizontalidad impera sobre las relaciones verticalizadas. Por eso, tal vez, no haya rebaños en las tierras bajas sudamericanas. Y tal vez no haya rebaños porque no puede haber pastores.

Agradecimientos

Una versión anterior de este trabajo fue presentada en un encuentro de intercambio realizado en la Estación Experimental de Altura Miraflores, del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), Jujuy, Argentina, el 7 de septiembre de 2018. Agradezco a Lucila Bugallo y Francisco Pazzarelli por la invitación a dialogar con los profesionales que trabajan en el perfeccionamiento de la crianza animal en el noroeste argentino. Quisiera agradecer también a todos los que comentaron este texto en el INTA, especialmente a Marcelo Echenique, Hugo Lamas, Francisco Acuña y Laura Califano. También, a las sugerencias críticas de las antropólogas y los antropólogos presentes en el evento: Luisa Elvira Belaunde, Cassandra Torrico, Verónica Lema y Celeste Medrano. Por último, agradezco nuevamente a Francisco Pazzarelli y Celeste Medrano por la versión en español de este texto.

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1 . Hablamos en ‘sentido estricto o tradicional’ porque existen cada vez más formas de pensar la domesticación y la domesticidad, que buscan dejar de lado la importancia del control, y apuestan a la constitución mutua y simbiótica entre humanos y animales. También es preciso decir que aquí dejamos fuera la posible existencia del perro doméstico (Canis familiaris) en ciertas regiones de las tierras bajas, como las Guyanas y las franjas occidentales de Amazonia. El hecho es que en el centro y este de América del Sur -área que incluye la mayor parte de Amazonia y Brasil-, no había perros ni ningún otro animal domesticado en tiempos precolombinos (con la excepción, también controvertida, del pato Cairina moschata; cf.Donkin, 1989).

2. No obstante, esos animales de criadero -y muchas de las técnicas empleadas en su manejo- son todos de origen exógeno, europeo o euroamericano. La emergencia de técnicas y tecnologías nativas de manejo de ganado de diferentes tipos sigue siendo un tema que demanda mucha investigación (ver, por ejemplo, Lévi-Strauss y Belmont, 1963) en los modelos de lo que ya existe para la región andina de América del Sur, donde ya hace algún tiempo se investiga la configuración de estructuras sociotécnicas y mítico-rituales en torno a los animales icónicos (como el buey) de origen europeo (véase Rivera Andía, 2016).

3. Es interesante que ciertos análisis materialistas del sacrificio guerrero y del canibalismo mexica (azteca) también atribuyeron esta práctica a la ausencia de domesticación a gran escala: porque no tenían ganadería, los mexica carecían de una alimentación adecuada, en la cual la carne estaría ampliamente ausente; luego comían carne humana para saciar el hambre de carne (Nicolás Careta, 2001, p. 142). De esta forma, la ausencia de la domesticidad y de la cría animal conduce a una de las prácticas más incivilizadas y ‘animalescas’ desde el punto de vista europeo, la antropofagia. La introducción de la ganadería, así, también cumple su misión civilizadora. Se debe notar, además, que la noción de que la ganadería (y la agricultura) funciona como instrumento civilizacional no pertenece al pasado, sino que retorna con fuerza en Brasil en este momento, en que el nuevo gobierno federal electo en 2018 ya se inicia resucitando viejos discursos de “integración” de los pueblos indígenas, de nuevo pensados a partir de su integración al agronegocio y “participación” en sus ganancias. El 3 de enero de 2019, el gobierno de Jair Bolsonaro anunció la intención de “liberar la explotación de tierras indígenas por el agronegocio. El objetivo es autorizar alianzas entre los indios y los productores rurales, para cultivo y cría de ganado en tierras ya demarcadas”; así, los pueblos indígenas podrán ser “realmente integrados” al país, y participar de las bendiciones prometidas por los ruralistas (Governo Bolsonaro quer liberar produção agrícola em terras indígenas. Jornal Zero Hora, 03/01/2019, Recuperado de https://gauchazh.clicrbs.com.br/economia/noticia/2019/01/governo-bolsonaro-quer-liberar-producao-agricola-em-terras-indigenas-cjqgef2qz011601pcdsixnhy9.html)

4. Un uso bastante común de los bovinos entre pueblos indígenas es como animal de transporte de personas y otras cargas, como muestra Cândido Rondon (1953) entre los bakairi en Mato Grosso. En este mismo texto, el patrono del indigenismo brasileño teje entusiasmados elogios a la introducción del ganado y de la ganadería en este grupo karib en el Brasil central, cuando afirma, por ejemplo, que “no falta leche para los niños Bacairí [sic]” (Rondon, 1953, p. 77).

5. Este es el censo oficial de la población karitiana, pero hay informaciones de que ya son más de 400 individuos hoy en día (Iris Araújo, comunicación personal).

6. Especialmente de la FUNAI (Fundacão Nacional do Índio, el órgano indigenista oficial de Brasil) y de la Empresa de Assistência Técnica e Extensão Rural do Estado de Rondônia (EMATER/RO), esta última una institución público-privada dedicada al desarrollo agropecuario.

7. Decimos exógenas porque son así reconocidas por los karitiana, que afirman que esos animales “no tienen historia” (en el sentido de no figurar en las narraciones de los tiempos antiguos, que la antropología define comúnmente como ‘mitos’) y fueron todos “traídos por la mano” de los blancos. Varios individuos, incluso, se acuerdan de las primeras veces en que vieron algunos de esos animales (Vander Velden, 2012).

8. En ese trabajo se encuentra un análisis detallado del caso aquí resumido.

9. Parece ser, de hecho, muy difícil encontrar ‘la comunidad’ entre los karitiana: en cierta ocasión, mientras deseábamos incluir al grupo en un premio ofrecido por el gobierno brasileño, el formulario de inscripción solicitaba la “anuencia de la comunidad”; intentamos, por varios días y con varias personas, comprender cómo obtener este acuerdo comunitario, pero los karitiana planteaban innumerables dudas: ¿quién debe dar este consentimiento? ¿Es el cacique? ¿El presidente de la asociación indígena? ¿Toda la comunidad reunida en asamblea? ¿incluyendo mujeres y niños? Al final, terminamos desistiendo de la idea inicial.

10. Se dice lo mismo sobre los peces en los igarapés (riachos) de la región: que están acabando, que la pesca está cada vez más difícil, y que hay que andar mucho para llegar a buenos puntos de pesca. En vista de ello, vienen apareciendo proyectos de implantación de piscicultura en las aldeas karitiana en los últimos años, como analicé en otro lugar (Vander Velden, 2018).

11. En las dos únicas veces, en casi dos años de investigación de campo, que vimos gallinas domésticas ser abatidas para el almuerzo (una vez porque no había otra carne disponible, y una comida sin carne no constituye una comida), fueron jóvenes armados de arcos y flechas quienes persiguieron a las aves hasta matarlas.

12. Tal vez deba decir un “relativo rechazo a la verticalización”, para indicar que existe algún componente de asimetría en esas relaciones, como, por lo demás, también lo hay en las relaciones entre humanos, ya que cada vez más se reconoce que las sociedades nativas de las tierras bajas sudamericanas no constituían unidades sociopolíticas radicalmente igualitarias y antijerárquicas (véase Guerreiro Jr., 2015).

Recibido: 31 de Octubre de 2019; Aprobado: 01 de Junio de 2020

Correo electrónico: felipevelden@yahoo.com.br.

Biografía

Felipe Vander Velden posee un doctorado en Antropología Social por la Unicamp (Brasil) y un posdoctorado por las universidades de Aarhus (Dinamarca), Leiden (Países Bajos) y Federal do Paraná (Brasil). Es profesor del Departamento de Ciencias Sociales y del Programa de Posgrado en Antropología Social de la Universidade Federal de São Carlos (UFSCar).

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