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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. v.25 n.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2005

 

RESEÑAS

José Antonio Robles, Laura Benítez (comp.), La filosofía natural en los pensadores de la Modernidad, México, IIF, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, ISBN: 970-32-2287-0,176 pp.

Hoy se suele hablar de ciencias duras y ciencias blandas, muchas veces con un solapado matiz discriminatorio. Los que se reconocen a sí mismos como integrantes del primer grupo -los duros- observan con cierto sesgo de condescendencia. a los del segundo grupo. A su vez, quienes se dedican a las llamadas ciencias blandas, se ufanan de pertenecer, aun cuando integren una categoría presuntamente inferior (o cuanto menos diversa), al nombre genérico de ciencia. Algo semejante acontece entre aquéllos que proclaman un mundo donde Dios ha muerto y aquéllos que, desesperados, intentan mostrar (cuestión compleja si la hay) que Dios, si se me perdona el sacrilegio, pervive vivito y coleando. La obra reseñada se ubica más allá de estas divisiones, en la medida que reúne la mirada de las ciencias duras con la de las blandas, así como la de un mundo ordenado mecánicamente con una teología que continúa proclamando la presencia divina en la belleza y en el orden del mundo. De esa reunión, resulta un inusual ensayo que rescata del pasado el pensamiento del siglo XVII, la posibilidad de llevar a cabo una lectura que hace a un lado las divisiones de nuestra visión actual. Así pues, al abordar sus páginas, recorreremos un itinerario que partirá de la hermenéutica, se encaminará desde la temporalidad subjetiva hacia la química de los elementos, se detendrá en los límites epistémicos de los procesos perceptivos, recalará en la semántica y en la producción de la realidad finita, para dirigirse, finalmente, hacia la temporalidad y la infinitud, la gravedad, la teoría cuántica y la inercia de los cuerpos. Por cierto, un itinerario con diversas y desafiantes estaciones.
Acompañados por Alejandra Velázquez Zaragoza nos iniciamos en dicho trayecto, volviéndonos hacia una obra de Francisco de Sales quien, a juicio de la autora, mediante su postulación de un criterio de interpretación del texto bíblico, rebasaría los cotos del fideísmo en su peculiar defensa de la causa católica contra el ataque de los reformadores. Y pese a que Sales no llega a trasladar este postulado al texto de la naturaleza, colabora sin proponérselo para que otros emprendan la tarea. En sus controversias, Sales se dirige a atacar diversos planteamientos de los reformadores que desafiaban la autoridad papal, afirmando que, al sustentarse en autoridades, la Iglesia puede errar. Si la Iglesia se equivoca, también pueden equivocarse Lutero y Calvino, pues "las escrituras ya no son trans parentes para nadie" (p. 22). Es así que mientras los reformadores se fundan en la certeza subjetiva fundada a su vez en su persuasión íntima, Sales reclama una validez intersubjetiva. En estos términos, Velázquez Zaragoza nos descubre una faceta distinta sobre la comprensión del pasaje hacia el sujeto interpretante moderno.
Ese mismo sujeto epistémico hunde sus raíces en las célebres preguntas agustinianas sobre el tiempo, entre otras, en la pregunta de si existe o no el tiempo independientemente del sujeto que lo mide. A juicio del estudioso Piero Ariotti, evocado por Patricia Díaz Herrera, en el siglo XIII se formarían dos corrientes -el reduccionismo celeste y el absolutismo- que coincidirían en atribuir una existencia no mental al tiempo y que se distinguirían por el tipo de realidad asignada. En el marco reduccionista, el tiempo no puede subsistir independientemente de los cuerpos en movimiento (tesis defendida por Ockham, Buridan, Copérnico, Suárez y, tal vez, hasta por Galileo). En el marco del absolutismo, en cambio; el tiempo es una entidad que subsiste por sí misma, independientemente del movimiento y de la mente y asociado a Dios (tesis expuesta por Escoto, Oresme y ¿por qué no?, en el origen remoto del concepto de tiempo absoluto, por Newton). Ariotti sostiene que el tiempo y el movimiento, en el marco suareciano, se distinguen sólo conceptualmente. En disidencia, la autora nos advierte que en la doctrina suareciana, la medición del tiempo es una función del sujeto y cree ver en Suárez "una barroca profusión de nociones de tiempo" (p. 32), siendo inclasificable de acuerdo con la taxonomía de Ariotti. y nos recuerda que, según Suárez, el cuándo debe explicarse por un principio más universal que el tiempo, esto es, fa duración, que le permite afirmar que todo tiempo es duración pero no toda duración es tiempo, pues existirían duraciones no temporales. Como la duración se predica de todas las cosas reales, es coextensiva con la existencia, la cosa que dura es algo que existe en acto y "persevera en la existencia". Pero duración y existencia no son sinónimos, pues si bien comparten la misma extensión, difieren en su intensión. Al señalar dicha particularidad, la autora concluye que el tiempo no sólo es un predicado interno de toda entidad sucesiva inherente a las cosas creadas y corruptibles. Además, ya se perfila como un producto de la mente que compara magnitudes. Es un tiempo que, en esta visión renacentista que la autora retoma, se humaniza y hasta se subjetiviza.
En "Innovaciones brunianas a la idea de elemento", Ernesto Schettino, con suma erudición, nos invita a que nos volvamos hacia un tema tan antiguo como actualísimo: los elementos, y nos revela la asociación de la idea de elemento a la tabla periódica, pero también, a nosotros, profesionales de la filosofía, a los cuatro elementos  tradicionales. En verdad, es el inquietante itinerario de la noción de elemento, la que nace con Anaxímenes, es retomada críticamente por Aristóteles, perdura en el Renacimiento, es revisada luego por Robert Boyle, por Lavoisier, en el Tratado de 1789 y por Berzelius a comienzos del siglo XIX (a quien, dicho sea de paso, se le debe la determinación de los pesos atómicos), para reaparecer más tarde en las elaboraciones del siglo XX que desembocarán en las partículas elementales (quarks, leptones, fermiones, bosones y otros exóticos nombres que cualquier lego asociaría más a productos alimenticios de supermercado que a partículas subatómicas). Pero el autor se detiene, en especial, en la formulación bruniana de una nueva teoría atómica y en las bases que sentaría este filósofo del concepto de molécula. Por último, examina una tesis que constituiría un verdadero anticipo de la física contemporánea: su postulado de la enorme fuerza del átomo que, en su carácter de potencia absoluta, es condición de los cuerpos físicos materiales.
Leonel Toledo Marín se vuelve hacia una de las cuestiones más acuciantes de la metafisica teológica. El autor se interroga: ¿acaso el orden instaurado por Dios en la creación es incorruptible, dado que la voluntad divina es inmutable, tal como pensaban los intelectualistas? ¿O, por el contrario, Dios pudo haber creado mundos regidos por leyes diferentes de las que rigen en éste, tal como pensaban los voluntaristas, y puede cambiarlas si así lo desea? Frente a la tesis cartesiana de que la inmutabilidad divina garantiza la permanencia de las verdades eternas instauradas con la creación, Gassendi, en franca oposición, y deseoso de no limitar el poder divino, acentúa la voluntad divina y la contingencia de la creación, de lo cual infiere que hasta las leyes de la naturaleza pueden ser destruidas o cambiadas por Dios. Y, aunando su empirismo negador de las ideas innatas con una concepción voluntarista de la deidad, recoge y modifica las tesis epicúreas y, con su nueva versión, aspira a formular un sistema explicativo de valor meramente probable. Toledo Marín nos invita a descubrir la enseñanza de Gassendi, en particular, su anticipación del criticismo kantiano, al mostrar los límites epistémicos que, como más tarde lo haría Kant, califica como infranqueables.
Al abordar el interaccionismo cartesiano, Zuraya Monroy adelanta una propuesta que, partiendo de la doctrina cartesiana de los signos, explicaría el modo en que las sensaciones físicas se convierten en ideas de sensación, colaborando con la cuestión de cómo es posible un conocimiento científico de las propiedades de los cuerpos físicos provenientes de las percepciones sensibles. Acompañando esta idea, se interroga la autora: "Dado que las sustancias cartesianas son heterogéneas, ¿cómo puede la mente interactuar con el cuerpo para alcanzar un conocimiento verdadero de [ ... ] los cuerpos por medio de los órganos sensoriales y del cerebro?" (p. 98). Si sabemos de la unión mente-cuerpo por lo que se siente, ya no necesitamos explicar cómo es posible la interacción entre sustancias, sino que debemos abocarnos a esclarecer la naturaleza de esta interacción por medio de la cual las sensaciones se convierten en ideas y forman parte de los juicios sobre el mundo físico. Ajuicio de Monroy -y en contraste con la interpretación de que las ideas o las sensaciones están destinadas a convertirse en signos-, la teoría semántica del signo inverso propuesta por Yolton declara que la relación cartesiana del signo es al revés: el movimiento físico como signo físico (de o para la sensación) nos brindaría la clave de esta explicación. Distanciándose de la explicación tradicional que apelaba al recurso de las especies intencionales, Descartes las sustituye por signos y se funda en una fisiología de la sensación que explica cómo los movimientos de los cuerpos externos se transmiten a los órganos de los sentidos y al cerebro. En la medida que las ideas no son concebidas como efectos causales del movimiento, sino como respuestas semánticas a éste, según la interpretación de Yolton citada por Monroy, los signos naturales, al llevar el significado de las propiedades de los cuerpos, establecen una conexión distinta, de orden semántico, en lugar de la tradicional causalidad mecánica.
Diana Cohen reflexiona sobre la estructura de la sustancia spinozista, cuyos elementos son los atributos, los modos infinitos y los modos singulares. En ese marco se interroga de qué manera se producen los modos finitos, cuando entre la infinitud del atributo y las cosas singulares, los modos infinitos operan a manera de intermediarios en el sistema de la sustancia. La autora señala, finalmente, que gracias a la postulación de estos modos infinitos, y en el intento de escapar de una física fundada en una metafísica creacionista al modo cartesiano, Spinoza se salva de caer en las redes del emanatismo.
Hernán Miguel representa el modelo de asociación entre ciencia y filosofía que desafía la distinción entre ciencias duras y ciencias blandas, examinando el papel de las leyes naturales en las nociones cartesianas de espacio y tiempo. Comienza por anticipar una asimetría entre la noción de espacio y la de tiempo en la física cartesiana. Con el propósito de evitar un infinito por división, el autor señala que en el marco cartesiano, "la materia de hecho no está dividida indefinidamente, [pero] ello no impide que la extensión conserve su carácter de divisible en potencia, ya que el movimiento no es una propiedad esencial de la materia sino que su propiedad esencial es la extensión" (p.117). Gracias a esta distinción puede sostener que las leyes del movimiento impiden un infinito en acto por división, esperable en una física plenista como lo es la cartesiana, y que si bien la extensión es divisible, no es dividida, de hecho, al infinito. Y los corpúsculos (que no llegan a ser átomos, porque por esencia no son indivisibles) cumplen, sin embargo, una función defensiva: son una suerte de "escudo" que desalienta la amenaza del infinito por división. Diferente se nos presenta la otra de las dimensiones analizadas, el tiempo, pues es anisótropo, esto es, posee una dirección privilegiada. La división e independencia de las partes temporales hacen que Descartes postule la noción de partes del tiempo o momentos sin duración, desalentando la idea de instantes o átomos temporales. Por cierto, la metafísica cartesiana obliga a postular una desconexión causal entre instantes sucesivos. Pero gracias a Dios (pocas veces tan justa la expresión), una vez más, con su creación continua, garantiza la sucesión de la existencia. Así concluye Hernán Miguel que nuevamente Descartes abriga la ilusión de generar corpúsculos temporales que alejen la amenaza, en este caso temporal, del infinito por división.
José Robles, en el marco de la filosofía natural, enlaza el sermón del primer conferencista de la Cátedra Boyle, Richard Bentley, con la mecánica cuántica. Pero no satisfecho con ese juego casi mágico, va por más: también asociará la propuesta newtoniana sobre la gravedad con la teoría cuántica de David Bohm. En un original trabajo, nos advierte que, con el propósito de no ser acusado de extrapolar los conocimientos del pasado en el presente, mostrará que cierta motivación teológica del siglo XVIII resurge tras una motivación mística en el siglo XX. Tras esta declaración, se vuelve hacia Bentley, quien, dirigiéndose a los ateos, compone un argumento donde intenta probar que, puesto que los cuerpos son inertes, tal como afirmaba Newton, la atracción gravitatoria que opera entre ellos debe provenir de una entidad activa espiritual. Por esta vía, se sustrae a cierto sector de los fenómenos de la mecánica, pues, en palabras de Robles: "debe haber un ser espiritual, activo, encargado de mantener el orden y la belleza del universo" (p. 150). Entidad que, según coinciden los representantes de la ciencia del siglo XVIII y XX, cual holograma, se encuentra extendida en todo lugar.
Laura Benítez cierra la obra con la exposición de una polémica entre el newtonismo y el cartesianismo, a propósito del movimiento rectilíneo. La autora aspira a hacer justicia histórica y nos propone ver las dos formulaciones de la ley de inercia cartesiana como un antecedente de la newtoniana, mancomunadas, a juicio de Benítez, por la idea de movimiento rectilíneo, presente en Descartes, y que la autora cree distinguir en Newton. Sin embargo, nos recuerda, Dios ama lo simple. Y ante la pregunta ¿cómo es que Dios impone en el universo el movimiento rectilíneo, en lugar del circular, considerado el movimiento perfecto?, la autora concluye que el movimiento circular compuesto del mundo no es sino una multitud de pequeñas rectas. Pero la distancia de Descartes a Newton se centra en la inercia de la materia, que para el primero se asocia a una ontológica perseverancia en el ser y para el segundo, a la resistencia de la materia. Más allá de estas diferencias, señala la autora, la tendencia de los cuerpos a moverse inercialmente en línea recta habría alumbrado la concepción newtoniana del movimiento. Y además, como señala finalmente, ambos filósofos, pese a sus divergencias, fundan sus sistemas de filosofía natural en tesis metafísicas.
Creo que estas últimas ideas esbozadas por Laura Benítez condensan, acertadamente, la línea directriz que recorre la obra: un trabajo laborioso, casi de puntillismo, donde se revela la posibilidad de un sincretismo entre filosofía natural y metafísica. Sincretismo en torno del cual, todavía hoy, científicos y metafísicos se interrogan una y otra vez.

Diana Cohen

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