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Análisis filosófico

versão On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. v.25 n.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2005

 

El "privilegio" de la postergación. Dilemas En las nuevas historiografías de la identidad

Verónica Tozzi

UBA-UNTREF

Resumen

En "La evidencia de la experiencia" Joan Scott lanzó un desafío a las concepciones que sustentan las políticas de la identidad, de tal profundidad y agudeza, que llega incluso a cuestionar la razonabilidad de sus reclamos y la eficacia de tal política. Las reacciones no tardaron en llegar, generando múltiples intentos de responder al desafío. Se destacan entre ellos el programa Realista pospositivista de Satya Mohanty, cuyo objetivo primordial será ofrecer una consideración alternativa de la noción de experiencia subjetiva —antiesencialista (de allí pospositivista) pero se opondrá a la disolución deconstructiva del posmodernismo (de allí realista). En el presente trabajo, analizaré cómo una u otra consideración puede responder más eficazmente a reclamos de legitimidad de identidades marginalizadas.

PALABRAS CLAVE: Experiencia; Evidencia; Identidad; Realismo; Postpositivismo

Abstract

In "The Evidence of Experience" Joan Scott challenged the philosophical accounts that support identity politics based on the fact that this tradition puts the razonability of the claims and the efficiency of this policies at risk. Multiples responses have been given to this argument, but the most profound and sharpest critiques were introduced by the Realist Post-positivist Programme. This theory, developed by Satya Mohanty and et al, tries to give an alternative consideration of the notion of "subjective experience"—antiessencialist (this is the reason for his antipositivism) but the opposite to the posmodernist deconstructive dissolution of this term (this is the reason for his realism). In this paper I analyze both positions and I will try to give a consideration on my own in order to offer a better and more efficient response to identity-claims.

KEY WORDS: Experience; Evidence; Identity; Realism; Post-positivism

La historiografía en el mundo contemporáneo no deja de enfrentar requerimientos aparentemente paradojales. Por un lado, la ocurrencia en los pasados cien años de sucesos de masiva violencia sistemáticamente dirigida contra ciertas minorías (generalmente como resultado de decisiones de Estado), así como la bienvenida proliferación de movimientos políticos y civiles en demanda de reconocimiento y legitimidad de "nuevas" u olvidadas identidades, exigen que se cuente la "verdadera" historia de lo que sucedió. Por otro lado, cuanto más urgentes los reclamos de representación histórica, más se ponen en duda los instrumentos y los recursos para llevar a cabo dicha historización. El cuestionamiento tiene una doble dimensión: política y epistémica. En términos políticos, se denuncia a la historiografía tradicional, porque en su exclusiva atención a perspectivas de las elites políticas o, alternativamente, por interesarse en el develamiento de los procesos históricos de gran escala que subyacen a las interacciones humanas eliminando cualquier perspectiva subjetiva, se ha "olvidado" de "otros" actores, de otras agencias, otras voces. En reparación, se exige que sus experiencias adquieran un rol privilegiado en la conceptualización de la identidad reclamada y en la consideración de los procesos sociales de los que fueron desafortunados protagonistas. En términos epistemológicos, desarrollos en la filosofía y en las ciencias sociales, imbuidos de los efectos del giro lingüístico, denuncian hasta qué punto los historiadores subestiman las dificultades de representar objetivamente y con verdad el pasado. No obstante, ambas dimensiones críticas resultan difíciles de distinguir cuando se trata de jaquear de manera eficaz a una práctica disciplinar como la historia que nunca ha negado sus lazos con las preocupaciones de su sociedad. La aparente paradoja, entonces, consiste en la persistente demanda de historización y la subsiguiente puesta en cuestión sobre la confiabilidad y legitimidad de los recursos para llevarla a cabo. El presente trabajo indagará en esta situación paradojal con el objeto de desplegar sus consecuencias para la posibilidad de historización en respuesta a demandas de voz.
Como podrá imaginarse, la noción de "identidad", como categoría representativa de las experiencias de postergación, discriminación y violentación, ha sido el foco de interés de aquellos historiadores1 receptivos a las diversas demandas de movimientos políticos del tercer mundo, poscoloniales, feministas, queer, entre otros. Como consecuencia concreta contamos hoy con una gran cantidad y diversidad de historiografías que otorgan un pasado a los grupos postergados, así como también, encontramos reescrituras de los grandes sucesos del pasado (luchas de independencia, revoluciones, etc.) en los que los protagonistas ya no son las elites, sino las mujeres, los marginales, etc. Ahora bien, lo que en un primer momento resultó en una perceptible humanización y renovación pluralista de la historia, no tardó en mostrar sus limitaciones, siendo tal vez la más inaceptable la esencialización y reificación de las categorías de identidad. Esto es, en la promoción de alguna dimensión de la identidad (como, por ejemplo, la de género) para dar significado a la experiencia individual, ha pasado inadvertido el hecho fundamental de que las identidades no son homogéneamente constituidas en diferentes contextos históricos y sociales: no es lo mismo ser una esclava americana que una ama de casa victoriana, o una mucama zulu y su ama sudafricana. Como pregunta Paula Moya, ¿cuál sería la adscripción relevante de su femineidad como para avizorar una noción genérica de mujer para todas ellas?2 Similares dificultades se presentan a la hora de dilucidar las identidades reclamadas por quienes han sufrido siglos de marginalización étnica, por las incipientes naciones surgidas de los procesos de descolonización o por los largamente postergados países del tercer mundo. ¿Cuál sería el criterio "objetivo" para decidir qué experiencias deberían ser tomadas como ejemplares o auténticas, tanto para su legitimación política como para la producción de las representaciones históricas adecuadas? En todos estos casos, nos arriesgamos a caer en la trampa de tomar por la "identidad" el discurso impuesto por una elite hegemónica al interior de ese supuesto colectivo homogéneo.3
La persistente paradoja a la que se enfrenta la historiografía se evidencia entonces en que lo que en principio implicó la desmitificación de aquellas categorías herededas de la tradición (ser humano, persona, sujeto racional —por su sesgo occidental, europeo, machista y heterosexual) posteriormente arrastró a las propias categorías cuyos sujetos estaban siendo reclamados. Esto es, denunciado el olvido de las mujeres en la historia, la nueva historiografía no percibió que lo ahora elevado como "la experiencia" de la mujer, no era más que otro constructo arbitrario; en definitiva, se naturalizó la identidad de un grupo como prescriptiva, marginando la de otro.4 Es en este contexto, que quiero analizar, en primer lugar, los desafíos a la esencialización de la experiencia y la reificación de la identidad lanzados a la historiografía de la identidad por la historiadora feminista Joan Wallace Scott, por ser quien ha elaborado los más agudos y profundos argumentos. En segundo lugar, como testimonio del esfuerzo por resistir esta disolución de la "evidencia de la experiencia" a la que nos conduce Scott, analizaré (en los apartados II, III y IV) los recientes desarrollos de teóricos realistas de la identidad, quienes, desde una perspectiva pretendidamente pospositivista, recuperan para la "experiencia" su función privilegiada de base para justificar decisiones teóricas en cuanto a cómo concebir las categorías de "identidad". Por "experiencia" en estos enfoques se entiende "relatos de experiencia" y los realistas pretenden recuperar algún privilegio epistémico en ellos y derivar el compromiso realista con la identidad. Como habrá quedado en evidencia, el problema en torno a cómo deberíamos concebir la experiencia subjetiva y qué papel podrá cumplir en la historización será el hilo conductor del presente escrito, lo cual me conducirá a revisar críticamente la apelación al privilegio epistémico y la pretensión realista de estas respuestas. En los apartados V y VI, ofreceré una extensa argumentación a favor de la adopción de una estrategia pragmatista antirrealista en la historiografía dado que de ella se pueden derivar criterios (que llamaré heurísticos) de distinción entre malas y buenas representaciones de la identidad. La evaluación sugerida se desplegará a través de la promoción de reescrituras de la historia que en la garantía de estimular mayor investigación, se constituyen en antídoto a versiones esencializantes de la identidad.

I. Documentar la experiencia

En el ya clásico artículo "The Evidence of Experience" (1991), la historiadora feminista y teórica de la historia foucaultiana Joan W. Scott lanzó un desafío a las concepciones que sustentan las políticas de la identidad, de tal profundidad y agudeza, que llega incluso a cuestionar la razonabilidad de sus reclamos y la eficacia de tal política. Su estrategia analítica y deconstructiva se puede describir en dos pasos: por un lado, mostrar la insostenibilidad de los presupuestos conceptuales y epistemológicos que dan sustento e inspiración a todos aquellos estudios emprendidos en respuesta a reclamos de identidad. Por otro lado, mostrar cómo este esquema teórico, concebido en principio para delatar sistemas de opresión e inspirar políticas emancipatorias, puede volverse en contra y paradójica e incontrolablemente contribuir a perpetuar las condiciones de discriminación y opresión. Como se habrá podido apreciar por el título del trabajo de Scott, la noción a la que apuntó sus dardos venenosos es la de "experiencia" y su supuesto status de evidencia fundante de la teorización, con el objeto de advertirnos de los peligros de la naturalización y esencialización de categorías ideológicamente condicionadas que estructuran la experiencia del yo y del mundo.
Documentar la experiencia de las identidades postergadas y reprimidas se ha convertido afortunadamente, reconoce Scott, en la agenda de las historiografías de la diferencia y de los sucesos traumáticos recientes. El esfuerzo por hacer visible la experiencia de aquéllos que se han visto coaccionados a ocultar su verdadera identidad sexual o que han sido discriminados o directamente perseguidos y hasta asesinados por cuestiones de raza o religión, tuvo y tiene como resultado positivo la promoción de nuevas áreas de investigación historiográfica con un indiscutible vínculo social y político. Sin embargo, el encanto por escuchar estas experiencias silenciadas ha impuesto a la disciplina límites de dudosa legitimidad, pues, como señala Scott, involucra, aún para aquéllos que promueven una historiografía antifundacionista, una vuelta a los fundamentos: la experiencia es el fundamento reintroducido (1999, p. 65).5 Si bien la historiografía pareciera proporcionarnos aquel relato que documenta el acceso a una dimensión previamente oculta de especial interés, sin embargo, la propia noción de "experiencia",6 no tematizada en su uso como piedra de toque de una realidad prediscursiva, se impone acríticamente como límite y fundamento desde el cual juzgar diferentes interpretaciones. Ahora bien, el proyecto de hacer visible una experiencia que se supone anteriormente negada aunque guiada por un deseo definido tiene, señala Scott, consecuencias epistemológicas y políticas inadmisibles:

1. supone un sujeto con una identidad ya constituida y una experiencia acorde aunque silenciada,
2. reproduce las propias categorías cuestionadas de representación —mujer, negro, homosexual, heterosexual— como unívocas y homogéneas, tratándolas como atributos esenciales de los individuos,
3. obstruye la investigación de las interrelaciones por las que dichas categorías llegan a ser hegemónicas.

En un importante sentido, las historias de la diferencia en su respuesta a los reclamos de dar voz a esas identidades y experiencias ignoradas plantearon un importante desafío a la historiografía tradicional, consistente en cuestionar interpretaciones existentes hechas sin la consideración de género o ignorantes de la intervención en los procesos históricos de ciertas minorías como sujetos históricos. Ejemplo de ello nos es ofrecido por el cuestionamiento a las historiografías inmediatas a los procesos de independencia en el continente americano, relatos que enfocaban las revoluciones como fenómenos de construcción de la nación, suponiendo que la identidad nacional precedía a las acciones de ruptura con las metrópolis coloniales. En todos estos casos, la introducción de categorías de clase social, destacando los conflictos de clases, marcó un claro desafío y estimuló la reescritura de la historia de las revoluciones de una manera más compleja. No obstante, no demoraron en evidenciarse las pretensiones también naturalizantes y ahistóricas de categorías tales como la de clase social, dando lugar a la introducción de nuevas identidades. Los afroamericanos, los indígenas, las mujeres se legitimaron como actores protagónicos en dichos procesos, estimulando una vez más nuevas reescrituras de los mismos.7 Finalmente, estas nuevas historiografías, escritas ya no en términos de una gran narrativa unificada de progreso y homogeneidad sino más bien de historias fragmentarias que ponen en duda la idea de una humanidad (por más diversa que sea) avanzando hacia un fin de reconciliación, recayeron a su vez en la naturalización y deshistorización de las categorías para las que reclamaban legitimidad: "la experiencia vivida de las mujeres es vista como algo que conduce directamente a resistir la opresión, al feminismo, se considera que la posibilidad política descansa en una preexistente experiencia de las mujeres y se sigue de ella" (Ibid., p. 73). El resultado perverso del regreso a la experiencia se instala en el círculo que se inicia con una estrategia antifundacionista y antiesencialista para retornar al fundacionismo de las experiencias silenciadas de sujetos postergados como transparentes y accesibles. Lo que es enmascarado por este abordaje es el carácter discursivo de la experiencia, pues se supone un ámbito de la realidad fuera del discurso basado a su vez en la presuposición de una clara distinción entre experiencia y significado, la primera como portadora del segundo. Desde este punto de vista, "La evidencia de la experiencia funciona como un fundamento que brinda un punto de comienzo y una clase concluyente de explicación más allá de la cual pocas cuestiones necesitan o pueden preguntarse." (Ibid., p. 75).
Ésta es la situación en la que se encontró Scott en tanto protagonista de la renovación feminista en la historiografía y de la cual quiso escapar. Como primera medida, entonces, preguntemos qué noción de experiencia de la marginación o discriminación es la que deberá intervenir en la historización. Y, lo que llama inmediatamente mi atención, es que aquello para lo que se reclama privilegiadamente legitimidad no es la experiencia desnuda sino el "relato" de la experiencia. "Historias de experiencia" es justamente una categoría elevada por las feministas, de manera que, cuando se nos habla de los reclamos de voz a la historia tradicional, de lo que se trata es de atender a aquellas narrativas más sutiles de experiencia marginal como para evidenciar su resistencia y desafío a los discursos históricos hegemónicos. El reconocimiento por parte de las feministas de que aquello a lo que debemos prestar atención son otros relatos, otras versiones, no deja de tener consecuencias; justamente ello le permite a Scott advertir que lo que tomamos por "yoes" que tienen experiencias están construidos a través de prácticas discursivas. De manera que los relatos de las personas marginalizadas no son inocentes. Tanto las narrativas personales como las historias producidas sobre ellas reinscriben los supuestos acerca de identidades, diferencias y sujetos autónomos que subyacen en los discursos que se han instalado. El punto de Scott se hace agudo y recalcitrante al interpretar el relato autobiográfico de Samuel Delany, The Motion of Light in Water, publicado en 1988. Delany, un escritor gay negro de ciencia ficción, narra su experiencia al asistir por primera vez en 1963 a un sauna gay. El objetivo de su reporte, según Scott, es documentar la existencia, variedad y cantidad de esas instituciones "... y volver histórico lo que había sido hasta ahora ocultado de la historia." (Ibid., p. 61). La metáfora de la visibilidad, de hacer visible lo sistemáticamente oscurecido, inunda todo el relato, expresando la creencia en una experiencia visual y visceral, en la que una identidad, su identidad gay, y un deseo, el deseo gay, sistemáticamente omitidos en las historiografías dominantes, son expuestos o documentados para corregir la omisión. Para Delany, su relato testificaba "...una toma de conciencia de sí mismo, un reconocimiento de su auténtica identidad, una que siempre había compartido..." (Ibid, p. 78). Según Scott, en el relato de Delany, como en todos los relatos de experiencias marginales, se supone que la identidad sólo necesita ser develada para ser entendida, dejando las nociones de "identidad" y "experiencia" al margen de toda investigación y crítica.
Negándose a persistir en las metáforas visuales de desocultamiento para emprender la tarea de una historiografía alternativa, Scott instará a la adopción de una tesis teórica y una metodológica. La primera invita a abordar la emergencia de una nueva identidad como un acontecimiento discursivo, rechazando por incomprensible la separación entre "experiencia" y lenguaje, e insistir en la calidad productiva del discurso—adopción coherente con el reconocimiento de que aquello a lo que debemos atender son relatos de experiencia. Esta tesis no involucra, según la autora, una nueva forma de determinismo lingüístico ni despoja a los sujetos de agencia (Ibid, p. 77). La propuesta metodológica sugiere analizar el lenguaje proveyéndose de los recursos literarios por ser ellos más proclives a resaltar los procesos complejos contradictorios de la realidad social y política. Como resultado empírico concreto, Scott leerá los relatos de desocultamiento de identidades reprimidas como la sustitución de una interpretación por otra, haciéndose cargo del carácter cambiante y contingente de las categorías de identidad. (Ibid, p. 79). En consecuencia, aceptado el desafío de Scott, surgen tres dificultades:

1. En la deconstrucción por parte del posmodernismo de las categorías de experiencia e identidad, se puede percibir un efecto perverso: durante la hegemonía occidental se sostuvo una noción poderosa de individuo, persona, sujeto, experiencia personal, etc., sin embargo, en cuanto diversos grupos marginales adquieren legitimidad política de su identidad (mujeres, gays, minorías étnicas, etc.), la reacción de los académicos informados de los límites de la representación disuelve las identidades reclamadas al status de ficción, haciendo evidente con máxima intensidad los peligros políticos de la discusión (Rosenau, P., 1992).
2. Para cualquiera que se ocupe de los reclamos de identidad, sean académicos o activistas sociales y políticos, existe el problema de asumir la representación de otros o hablar por otros, haciendo explícito el doble carácter de la representación histórica: su pretensión descriptiva y su pretensión legitimadora (Moya, op. cit., p. 20).
3. Debe quedar un espacio para detectar el error, esto es, alguna manera de distinguir malas y buenas representaciones de la identidad de aquéllos que han sido o siguen siendo víctimas de la marginalización y postergación, pero evitando apelar a las metáforas visuales de distorsión u ocultamiento de una experiencia prediscursiva y fundante.

Veamos algunas tentativas de responder a los interrogantes legados.

II. Recobrar el privilegio epistémico

Como se podrá adivinar, las reacciones en contra no demoraron su arribo, generando múltiples intentos de responder al desafío de Scott y recuperar de una manera renovada las políticas de la identidad (primer problema que nos legó Scott). Se destacan entre ellos el programa realista pospositivista de Satya Mohanty (1997) cuyo objetivo primordial será ofrecer una consideración alternativa de la noción de experiencia subjetiva, antiesencialista (de allí pospositivista) sin deslizarse a la disolución deconstructiva del posmodernismo (de allí realista).8 Para apreciar su propuesta retomaremos con cierto detenimiento la relectura que Mohanty efectúa de las reflexiones de Naomi Scheman acerca del relato de Alice en su ingreso a un grupo de concientización feminista. 9 En el medio seguro proporcionado por otras mujeres como ella, Alice aprende a reconocer que su depresión y culpa, aunque sinceramente sentidas, pueden no ser legítimas, sino encubridoras de otros sentimientos —como la angustia— legítimos y justificables en su particular situación. El interés de Scheman en el relato de Alice reside en que le permite mostrar lo errado de aquellas nociones tales como nuestra propia interioridad para concebir nuestras emociones y sentimientos. Las emociones llegan a ser lo que son, según la autora, a través de la mediación del medio ambiente social y emocional que grupos de concientización proporcionan. Scheman en particular no extrae aquí una lectura realista, no se trata de traer a la superficie algo que Alice sabía y sentía desde siempre. Por su parte, Mohanty acompaña a Scheman hasta aquí, gracias a su participación en el grupo Alice ahora llega a experimentar angustia o reinterpretar sus viejos sentimientos, no obstante cree poder derivar una concepción realista de este proceso. Si bien se cuida de caer en la ingenuidad de suponer que nuestras experiencias y emociones tienen significados autoevidentes, admitiendo que son "...en parte cuestiones teóricas y que nuestro acceso a nuestros más remotos sentimientos es dependiente de narrativas sociales, paradigmas y aún ideologías" (p. 208), hay ciertas redescripciones que permiten, según Mohanty, explicar adecuada y verdaderamente —como teoría social, moral y psicológica— los rasgos constituyentes de la situación de Alice, de su yo y de sus necesidades. En conclusión, "El descubrimiento de la angustia puede ocurrir no por concentrarse en los propios sentimientos sino de una redescripción política de su propia situación" (Ibid.), pero gracias a esta redescripción en términos de angustia, subraya, Alice adquiere un saber, su angustia es un prisma teórico a través del cual verse a sí misma y a su mundo correctamente.
Para Mohanty, entonces, los reclamos de legitimidad de la identidad política no necesitan adoptar ni una posición esencialista o individualista de la experiencia personal ni una totalmente escéptica, reduciéndola a fabricación o mistificación radical. Dado que su estrategia para escapar de esta, según él, falsa disyuntiva, consistió en asumir el carácter teóricamente cargado de toda experiencia, pero asimilando "carga teórica" a"componente cognitivo", podemos ahora reconocer en la experiencia de los sujetos un componente cognitivo y por tanto evaluable en términos de verdad o falsedad. Ahora bien, ¿cómo discriminamos las malas de las buenas representaciones de la identidad? —tercer problema de Scott. La respuesta la encuentra Mohanty en la posibilidad de que la experiencia individual sea comprendida en términos de la identidad cultural de la persona y, a su vez, dicha identidad cultural expresada en términos de su ubicación social objetiva (p. 216). Es la revelación de su locación social el criterio para preferir ciertas representaciones en lugar de otras. ¿Cómo legitimar la representación de los otros, los postergados? —segundo problema legado por Scott. Son ellos, según Mohanty, quienes nos guiarán hacia ese objetivo. Retomemos el argumento. Asumiendo la carga teórica de la experiencia, el autor justifica su inscripción en el pospositivismo (emprendiendo de una manera renovada la demanda de las políticas de la identidad —primer problema de Scott— sin sus consecuencias esencializantes), comprometiéndose con la discriminación entre interpretaciones verdaderas o falsas de la experiencia, entendemos su inscripción en el realismo. Desde esta perspectiva entonces, historiadores y teóricos sociales deberían recuperar de manera privilegiada las "experiencias marginalizadas", es decir, aquellos tipos de experiencia que son y han sido sistemáticamente oscurecidos u omitidos en las representaciones culturalmente dominantes.10
Debemos reconocer que Mohanty se ha hecho cargo del desafío de Scott al tematizar la experiencia y asumir su dimensión teórica; sin embargo, partiendo de aquí efectúa dos saltos no justificados: el salto al realismo y el salto al privilegio epistémico, como si además se reforzaran el uno al otro. De la teoría avanza al compromiso con la realidad de las entidades postuladas por ella y de aquí al privilegio epistémico de la experiencia que nos revela estas locaciones. Justamente, al caracterizar la experiencia individual en términos de la locación social real expresada en su identidad, el oprimido puede detentar un privilegio epistémico. Previendo críticas antifundacionistas, Mohanty advierte que la noción de "privilegio epistémico" no significa que el oprimido acceda de manera privilegiada a la experiencia propia, dado que, como reconoce el autor, su experiencia puede ser tanto fuente de conocimiento como de mistificación social acerca de las condiciones de su opresión. No obstante, la experiencia —interpretada correctamente— puede develar las fuentes de mistificación. En otras palabras, la experiencia si bien no es fundamento autoevidente, aún así provee el material bruto con el que construir su identidad (su locación social objetiva) y avanzar a su liberación. (Ibid., p. 204). ¿Por qué? Porque al otorgar ese privilegio al oprimido, al Otro, se abre la posibilidad de que la propia perspectiva epistémica, es decir, la de la Academia a la que Mohanty pertenece, advierta su parcialidad potencial, formada también por su ubicación social y necesite ser ella misma comprendida y revisada.
Si bien la consideración cognitiva de la experiencia y el reconocimiento de su revisabilidad significa un avance frente al esencialismo, la pretensión de otorgar privilegio epistémico es inconducente. En primer lugar, al reconocer la carga teórica de la experiencia, la despojamos de su rol fundacional, los conflictos teóricos no pueden apelar a dicha experiencia para su resolución. En segundo lugar, tampoco se sostiene que el descubrimiento de la contingencia y revisabilidad del punto de vista propio depende de que se le otorgue el privilegio epistémico al oprimido, pues el propio oprimido puede necesitar del punto de vista de otro (incluso el académico) para reinterpretar su propia experiencia en términos de discriminación, postergación u opresión. De hecho, Mohanty mismo ha reconocido la necesidad para las personas oprimidas de participar en movimientos políticos específicos pues en el intercambio con sus pares militantemente informados reinterpretan su experiencia en términos de opresión o discriminación —sólo después de su encuentro crucial con las feministas, Alice pudo percibir sus sentimientos de angustia en términos de los efectos de la discriminación machista. En definitiva, Mohanty nos confunde al utilizar la noción de privilegio epistémico, noción que sugiere la adopción del punto de vista desde el que accederemos a la representación adecuada, verdadera u objetiva de una situación. No obstante, lo que él logra efectivamente mostrar es la urgencia y necesidad de preocuparnos por la situación del oprimido y consecuentemente que este encuentro nos haga revisar nuestras propias creencias simplemente por el hecho de descubrir que otros piensan distinto. En un caso se trata sólo de un privilegio o reconocimiento de tipo político y en el otro de una motivación heurística, pero en ninguno de legitimidad epistémica, esto es, del lugar de origen y base para discriminar la interpretación adecuada.
Una ilustración posterior de la inconsecuencia de la estrategia realista nos la provee Paula Moya quien, siguiendo a Mohanty retoma la idea de "privilegio epistémico". En Learning from Experience (2002), la autora especifica dos advertencias acerca de esta noción. La primera indica que por privilegio epistémico sólo debemos atender a la especial ventaja de obtener o poseer conocimiento acerca de lo social. La segunda sostiene que ese privilegio proviene del reconocimiento por parte de los oprimidos de que su experiencia les puede proporcionar la información que todos necesitamos para comprender cómo las desigualdades operan para desplegar regímenes de poder existentes (pp. 38-40). Si nos atenemos a su primera advertencia, no nos queda otra alternativa que acordar plenamente con Paula Moya en que promover la ignorancia de los oprimidos no puede contribuir a ningún proyecto emancipatorio. En cambio, si suscribimos la segunda —la que señala que es la propia experiencia la que otorga la información relevante— nuestra conclusión inevitablemente nos llevará a ver cómo la tesis de Moya resulta autoderrotante. Esto es, si apreciar el valor epistémico de la experiencia propia no es otra cosa que la adscripción a una lectura, interpretación o teoría acerca de la situación en la que se está, por oposición a posibles lecturas que legitimen la vigencia del sistema, no se está afirmando otra cosa que el hecho de que no cualquier adscripción teórica evidenciará lo informativo de la experiencia. Pero éste será un privilegio epistémico entrecomillado para evitar lecturas esencialistas, de este modo Moya se expone a las mismas críticas que presentamos a Mohanty.
El carácter entrecomillado de su consideración se hace más manifiesto en su noción de experiencia. Por "experiencia", Moya estipula entender nuestras interpretaciones teóricas de los eventos (p. 38)  inescapablemente condicionadas por la ideología y las teorías, no obstante, su argumentación, advierte, se dirigió a destacar que "...la experiencia en su forma mediada contiene un compromiso epistémico a través del cual podemos ganar acceso al conocimiento del mundo" (p. 38, subrayado mío). Nuevamente, Paula Moya entrecomilla la noción de experiencia para evitar lecturas esencialistas encubriendo el hecho de que lo que está en conflicto son diversas teorías o versiones sin ninguna experiencia ateórica que pueda ser criterio puramente cognitivo de decisión.
En este punto, me vuelvo a interrogar por qué Moya y Mohanty sostienen una teoría realista y pospositivista de la identidad. Postpositivista por su entrecomillamiento de la experiencia. Ahora bien, la prescindibilidad de los compromisos realistas, una vez eludido el esencialismo, se hace más patente en la pretensión de Paula Moya de no abandonar los criterios de "verdad" y "objetividad" a la hora de considerar su propia identidad como Chicana en lugar de Mexican American o Hispana o Estadounidense. "Chicana" es más verdadera (sic), según ella, porque es una categoría política a diferencia de, por ejemplo, la claramente descriptiva de Mexican American, en la medida en que ésta última refiere a personas con herencia mejicana nacidas en USA y con nacionalidad estadounidense. (p. 42) Chicana, por el contrario, evidencia un reconocimiento de su posición desventajosa en una sociedad desigual al tiempo que expresa su compromiso en la lucha por cambiar dicho sistema. Ahora bien, ¿qué puede querer decir en este contexto más "objetivo" o más "verdadero"? Si, en el caso de su consideración de la experiencia, su argumento era autoderrotante, en el caso de la identidad, su explicación es circular, pues supone que lo que la hace más verdadera u objetiva es la adscripción de dicha identidad a una teoría social específica. Esto es, siguiendo a Mohanty, es la teoría para la que nuestro mundo está constitutivamente definido por relaciones de dominación (p. 43) la que hace su identidad en tanto Chicana especialmente más verdadera. Sólo gracias a dicha teoría de los fenómenos sociales es que posibilitamos la especial autodescripción de la identidad Chicana en la que Paula Moya se reconoce. En suma, la relación entre teoría, identidad y experiencia está a tal punto conceptualmente entretejida que determinadas adopciones teóricas de lo social promocionan determinadas teorías de la identidad y determinadas teorías de la experiencia.
En conclusión, al aceptar la carga teórica de la experiencia, Mohanty y Moya se han privado de apelar a esta misma experiencia teóricamente informada para ser base de decisión entre interpretaciones teóricas en competencia. Resultará pertinente, en este punto, detenernos en uno de los seguidores de Mohanty, quien previendo en cierto sentido esta objeción, indaga en alguna vía que nos permita hablar, evitando el esencialismo  y la mitificación, de experiencia prediscursiva.

III. Transformarme en lo que soy

En "¿Hay algo que quieras contarme? Coming out y la ambigüedad de la experiencia", William Wilkerson (2000) abogará por recuperar las historias de experiencia marginalizadas, en especial, se concentrará en la cuestión de cómo dar una consideración no esencialista de aquellos relatos en primera persona de "descubrimiento" (coming out) de la experiencia del deseo del mismo sexo y la adopción de una identidad gay/lésbica. (p. 252). De este modo, enfrentará el punto tal vez más recalcitrante de Scott con su sugerencia de leerlos como sustitución de interpretaciones, rechazando por incompresible su apropiación como documentaciones del proceso de hacer visible una experiencia y un deseo silenciados. Wilkerson propone ampliar el realismo pospositivista de Satya Mohanty con las reflexiones de Maurice Merleau Ponty con el objeto de delimitar una dimensión no discursiva de la experiencia, de modo de discriminar ciertas interpretaciones de ella como más o menos agudas y ciertas comprensiones de la identidad como más o menos agudas de acuerdo con esas interpretaciones de la experiencia. Gracias a Mohanty, según Wilkerson, podemos leer los relatos de "coming out" como reinterpretación de experiencias homoeróticas, antes pensadas como prohibidas y ahora como legítimas y positivas. Este cambio de valoración y autocomprensión involucra cambios del carácter mismo de la experiencia que había motivado ese descubrimiento. En los relatos de "coming out", la experiencia es tanto descubierta como construida, por lo cual asistimos a una transformación en lugar de sustitución de interpretaciones. De este modo, se explica por qué esta transformación admite juicios de verdad o falsedad.
Wilkerson previene una objeción: si la experiencia cambia en relación con la nueva identidad, ¿en qué sentido es ella una interpretación aguda de las experiencias previas? Una respuesta positiva se la proporcionan aquellas ocasiones en que alguien decide "revelar" a sus amigos su "verdadera" identidad (gay en su caso) para enterarse de que para ellos no se trata de ninguna novedad, suscitando cuestiones en torno al autoconocimiento y la propia experiencia corporal (p. 253). Reconocer la contribución ajena en el logro de la interpretación adecuada de la propia experiencia e identidad separa sin duda al realismo pospositivista del esencialismo. No obstante, con este avance nos aleja también de la posibilidad de sostener coherentemente alguna noción interesante de privilegio epistémico y experiencia prediscursiva. Veamos por qué. Siguiendo a Merleau Ponty, Wilkerson subraya la relación entre la autocomprensión de uno, su propia posición social y las teorías disponibles acerca de la sociedad. De este modo, aunque la experiencia está mediada por las actividades cotidianas y constituida por fuerzas sociales, la misma, según el autor, sigue proporcionando una fuente de conocimiento sobre la identidad (p. 257). Ahora bien, al conferir a ciertos factores su carácter de fuente de conocimiento, no necesitamos también conferirle un rol fundacional. "Fuente" puede además significar "recurso", elemento que contribuye, pero cuya legitimidad en su contribución puede ser a su vez problematizada. Justamente, lo que hace interesante el relato del propio Wilkerson acerca de la participación de los otros en el "descubrimiento" de su identidad gay, no proviene de hablarnos de interpretaciones más agudas de una experiencia previa sino (y seguramente muy bien visto por Scott) por ser relatos, discursos o interpretaciones políticamente legitimantes de su participación en una nueva forma de vida.
En su intento por ofrecer argumentos a favor de la posibilidad de discriminar cognitivamente entre interpretaciones más agudas de la experiencia y, de este modo, comparar a la persona antes y después de "descubrir" su nueva identidad, Wilkerson conduce su aproximación fenomenológica a la adopción del realismo. Nuestro mejor test de la agudeza de una interpretación de la experiencia, sostiene, reside en proporcionarnos la comprensión más provechosa y duradera de la propia identidad (p. 264), en otras palabras, si continúa dando explicaciones agudas de futuras experiencias.11 Sólo con un compromiso realista con la experiencia previa puede, según Wilkerson, afirmarse que la persona vivía en el error por causa de la hegemonía, en nuestra sociedad, de las teorías homofóbicas acerca de las personas y de la sexualidad (p. 267). Pero la apelación a la coherencia y continuidad de la experiencia no es justamente la base para un argumento típicamente realista, como veremos en los parágrafos finales, y la conclusión valorativa de error y postergación es política, no proviene de la experiencia sino del modelo teórico de la sociedad crítico alternativo propuesto para interpretar y constituir la experiencia.
Wilkerson insiste en retomar la pregunta de si hay experiencia prediscursiva esperando interpretación. ¿Tiene sentido la pregunta? ¿No se cuela la distinción entre relatos de experiencia y discursos académicos?

Veamos un último intento de acceder a una distinción semejante.

IV. ¿Aprender de la experiencia?

El ejemplo más claro de la indecisión en la respuesta al desafío de Scott, acerca de si se recobra la experiencia o los relatos de experiencia, lo encontramos en Shari Stone-Mediatore, "Chandra Mohanty y la revalorización de la 'experiencia'". Por un lado, la autora reconoce los méritos de Scott en su tematización del lenguaje como un campo en el que se negocian significados, atendiendo a metáforas, oposiciones y exclusiones por las que las representaciones de la experiencia obtienen significado (para los sujetos que experimentan y para quienes teorizan) y por lo que ciertas cosas han llegado a ser tomadas como experiencia y no otras (p. 92). No obstante, Stone-Mediatore advierte que, si abandonamos las historias de experiencia marginalizada por conllevar prejuicios positivistas, despojamos a las líderes del poder de ofrecer perspectivas críticas acerca de su mundo a través de la narración de sus experiencias. Es decir, su preocupación reside en legitimar una crítica a los discursos hegemónicos e instalar una narración alternativa —de este modo, respondería a los tres problemas legados por Scott: recuperar la identidad, legitimar la representación y eliminar las malas representaciones. Su argumentación nos insta a recuperar alguna noción de subjetividad y experiencia prediscursiva.
Según Stone-Mediatore, al no distinguir experiencia de discurso, Scott no puede explicar los recursos para la creación ni las motivaciones para emplear discursos de oposición, nos dejaría, en definitiva, sin legitimidad para "releer experiencias", primero porque oscurece el papel que tiene la experiencia subjetiva en la motivación y su intervención formadora de prácticas de representación (Ibid.) y segundo, la experiencia diaria está no sólo delineada por el discurso hegemónico sino que también contiene elementos de resistencia a dichos discursos, elementos que, cuando están estratégicamente narrados, desafían a las ideologías que naturalizan organizaciones sociales e identidades. Tal noción de experiencia —como recurso para la confrontación y renarración de las fuerzas complejas que constituyen la experiencia, permitiría indagar tensiones experimentadas que motivan respuestas creativas (pp. 97-98).
Por su parte, Stone-Mediatore sí nos dice por qué hay que preferir las narrativas de experiencia, porque, según ella, se oponen al discurso dominante. Pero no nos dice en qué sentido (si es que tiene alguno) son prediscursivas, más bien, presupone aquello que hay que mostrar, la conceptualización de la experiencia prediscursiva. Esto es, el "reporte" de "experiencias" diarias no delineadas por el discurso hegemónico no significa que hayamos accedido a un ámbito no discursivo, sino más bien, a un discurso de resistencia.12 En definitiva, la insistencia de Stone-Mediatore en que sin una noción de existencia subjetiva distinta de las representaciones de la existencia subjetiva se deslegitima el reclamo de identidad no dilucida en qué consiste esa experiencia, por el contrario, su caracterización retoma la jerga de relatos de experiencia. Justamente, el deslizamiento al lenguaje se evidencia en su recuperación del relato de Delany. A través de "su relato" se desafían principios básicos del discurso sexual, esencializaciones  y la división entre su vida laboral y su vida sexual y de este modo, según la autora, Delany llega a mostrarnos "...que la renarración basada en la experiencia de su historia no requiere de un completo autoconocimiento o un análisis social completo" (p. 98); de este modo, Stone-Mediatore no ha podido ir en contra de la identificación de experiencia y discursividad, ni ha logrado efectivamente enfocar a una experiencia no discursiva resistiendo el discurso hegemónico. Lo que ha evidenciado la autora no es otra cosa que la confrontación entre discursos en conflicto. ¿Qué tipo de experiencia, entonces, es la que toma como base? Si reconoce en la lucha un papel activo a la narración, entonces no ha desafiado la crítica epistémica de Scott en cuanto a una supuesta evidencia de la experiencia. Apoyando mi crítica, hacia el final de su trabajo nos convoca a leer textos como el de Delany "...como respuesta creativa a tensiones globalmente ubicadas y experimentadas, no lo enfrentamos ni como representación ni como ficción, sino invitación a reconsiderar el mundo histórico desde la perspectiva de esa narrativa" (p. 105). Nuevamente, estas reconsideraciones son narrativas y por tanto discursivas, con lo cual no nos hemos alejado de Scott.
Para concluir y en respuesta a la pregunta del título del apartado, Stone-Mediatore nos ha recomendado ¿aprender de la experiencia o de los relatos de la experiencia? Lamentablemente, debo decir que la autora no ha tenido el valor de sostener que si bien hay prácticas discursivas hegemónicas, puede haber prácticas discursivas que escapen a ellas constituidas en la interacción cotidiana más pequeña y que tengan un potencial subversivo sin necesidad de presuponer una experiencia no mediada lingüísticamente. Como espero que sea apreciado, mi intención en el presente trabajo no se dirige a ofrecer un argumento escéptico en contra de la experiencia prediscursiva, sino a advertir de la imposibilidad de descansar en tal experiencia para decidir acerca de la objetividad de la aceptación de un relato y el rechazo de otro.

V. La mirada de los otros

En mi recorrido por las reflexiones en torno a la noción de experiencia y su lugar en la teorización social, he partido, por un lado, de la aceptación de dos requisitos: 1) la agenda política de las denuncias de postergación y 2) la necesidad de establecer criterios para discriminar entre interpretaciones que respondan a esa agenda. Pero he rechazado, por otra parte, los argumentos que suponen que 1 y 2 requieren una aproximación realista basada en una experiencia privilegiada, con todos los sofisticados atenuantes sugeridos por los diversos autores analizados. Como habrá quedado claro de mi exposición, no hay modo de justificar epistémicamente la atención privilegiada a la experiencia de los postergados, lo cual no descarta que no podamos, en el curso de la indagación histórica, valorarlas preferencialmente en términos heurísticos y políticos.
Mi primera razón para el rechazo del privilegio epistémico proviene de tomarme en serio y conjuntamente la agenda política y el desafío de Scott. Cualquier aproximación teórica a adoptar debe evitar el peligro de reproducir aquello que se quiere evitar: las condiciones que favorecen la postergación. En este sentido, si bien valoro positivamente el esfuerzo de Wilkerson por encontrar dimensiones ajenas al discurso hegemónico y con un potencial de resistencia, el interés de cualquier investigador por encontrar estos focos rebeldes no debe soslayar su irreductibilidad a lo puramente subjetivo y vivencial. Al respecto, la distinción giddensiana entre conciencia discursiva (aquella que se aparece clara) y conciencia práctica (aquella que hace referencia al conocimiento tácito que los actores tienen de su vida) resulta heurísticamente superior para orientar la detección de prácticas que no reproducen pasivamente las condiciones sociales, pero que aun cuando opongan resistencia y expresen indicios de disconformidad pueden igualmente contribuir a su perpetuación.13 En otras palabras, si bien estas prácticas rebeldes se nos imponen como demandas a tener en cuenta, no exigen otorgarles el privilegio epistémico en cuanto a su situación. Es más, podemos afirmar que, a pesar de los impulsos progresistas de Mohanty, Moya, Wilkerson y Stone-Mediatore, atribuir experiencias privilegiadas resultará retrógrado e incluso de un tinte prepositivista para cualquier estrategia científica, pues aquello que aceptemos como base para nuestras decisiones teóricas14 debería ser "compartido" por todos los que participan del contexto en el que se aborda el problema, de ningún modo, puede limitarse a la adecuación con la experiencia prediscursiva de un individuo o grupo.
Mi segunda razón me la proporcionan desarrollos de la nueva filosofía de las ciencias, específicamente las reflexiones de Bas van Fraassen (1996), y se dirige a mostrar la inconsecuencia de derivar compromisos realistas a partir de una apropiación optimista de la adecuación con la experiencia. Para apreciar mi argumento, recordemos, una vez más, el esfuerzo de Wilkerson para ofrecer argumentos a favor de la posibilidad de discriminar cognitivamente entre interpretaciones más agudas de la experiencia. Emprendiendo una asociación entre la fenomenología y el realismo, cree ahora poder comparar a la persona antes y después de "descubrir" su nueva identidad. Esto es, debemos apropiarnos de aquellas interpretaciones de nuestra experiencia que contribuyan a una comprensión duradera de nuestra identidad y persistan en dar cuenta de futuras experiencias. Sin embargo, la apelación a la coherencia y continuidad de la experiencia no son condiciones suficientes para el realismo. La coherencia y continuidad de la experiencia, la adecuación empírica, el salvar los fenómenos o el éxito predictivo, han sido sistemáticamente relevados como criterios para la aceptación de teorías y el rechazo de otras, no obstante, aceptar una teoría por su agudeza empírica no implica ni licencia a comprometernos con la verdad realista de sus hipótesis. Ésta es, en términos generales, la cuestión que plantea van Fraassen: una vez que una teoría ha mostrado éxito predictivo, éxito que nos lleva a aceptar la teoría, ¿qué razón extra agregaría para nuestra aceptación el compromiso realista? En rigor de verdad, ninguna; más aún, sólo estamos legitimados a introducir cualquier nueva hipótesis o categoría si contribuye a derivar nuevas consecuencias empíricas (1996, pp. 53-54). Hay tres observaciones a la noción de adecuación empírica y su rechazo del realismo por parte de van Fraassen que nos permitirán apreciar la pertinencia de sus reflexiones para nuestro tema. En primer lugar, su consideración contextual de adecuación empírica, si bien en el caso de las ciencias naturales la noción relevante es la de observabilidad. Al respecto, van Fraassen no adopta una concepción esencialista o en términos absolutos sino como observable en función de la comunidad epistemológica, 'es observable' significa observable para nosotros, revisable según los últimos desarrollos de la propia ciencia (la biología, la psicología) mostrando su carácter revisable (pp. 30-36). En segundo lugar, van Fraassen ha caracterizado de modo dinámico la adecuación empírica, esto es, como el compromiso a involucrarse en cierto programa de investigación más que en la constatación puntual de alguna consecuencia exitosa, esto es, comprometernos a usar los recursos conceptuales de la teoría para enfrentar cualquier fenómeno futuro (p. 29). Estas dos observaciones de van Fraassen permiten apropiarnos del desafío de Scott y de la agenda política de la identidad, dado que lo que sea la experiencia en las indagaciones humanas es algo revisable. Todavía más, si llegáramos a adoptar alguna noción de adecuación con la experiencia de la postergación, la noción alcanzada debería ser consensuable contextualmente, y las razones que contribuyan al consenso en el contexto de la práctica historiográfica pueden ser políticas (atender los reclamos de voz) y heurísticas (promover nuevas vías de investigación).15
Por último, hay una tercera observación sugerida por van Fraassen, de especial relevancia para la historiografía, concretamente, en relación con el hecho frecuentemente señalado de que las grandes controversias historiográficas son irresolubles en términos de su conformidad con la evidencia. Dado que las interpretaciones históricas contienen dimensiones estéticas y políticas ineliminables e irreductibles a términos de experiencia, aislar un ámbito supuestamente prediscursivo no sería de gran ayuda para dirimir conflictos interpretativos. En las ciencias naturales, advierte van Fraassen, es posible encontrarnos con teorías empíricamente equivalentes —la adecuación empírica no bastará para resolver una decisión teórica—, es por ello que deberemos apelar a criterios pragmáticos. Ahora bien, la apelación a la dimensión pragmática de la aceptación no es un desacuerdo entre realistas y antirrealistas, reconoce van Fraassen, pero le permite sugerir que en la medida en que la equivalencia empírica empuja a los criterios pragmáticos evidencia la inutilidad del plus realista para la decisión teórica (cap. 1). En el caso de la historia y las humanidades, el equivalente de la adecuación empírica puede venir dado por la conformidad con la evidencia o con la experiencia colectiva de la historicidad.16 En cualquier caso, en el ámbito de la historiografía, lo considerado evidencia o experiencia es también algo a producir e investigar, no es reducible a "lo dado". En definitiva, el hecho de que lo considerado experiencia o evidencia es revisable y el hecho de que aún acordando este punto no basta para dirimir nuestras controversias historiográficas, frente a casos de equivalencia empírica deberemos apelar pragmáticamente a otros criterios políticos y estéticos. Por todo ello, estamos entonces obligados a discutir cuáles son los fines de la investigación historiográfica y de la historización para las políticas de la identidad. En conclusión, si bien estas sugerencias argumentales de van Fraassen no promueven una respuesta definitiva a los problemas planteados, al menos nos permiten apreciar hacia dónde se dirigía la crítica de Scott a la evidencia de la experiencia.
Mi tercera razón para el rechazo de estrategias de investigación que apelan al privilegio epistémico de los postergados deriva de las anteriores. Se trata de señalar la predilección por aquellas estrategias teóricas—de carácter dialógico— que confluyen en la constitución de la experiencia y la identidad políticas; y la historiografía es una contribución a dicha constitución. El procedimiento nos viene sugerido por aquella área de investigación historiográfica que más ha promovido el retorno del privilegio epistémico de la experiencia subjetiva y por ello está más advertida contra sus efectos, me refiero a la historiografía de los sucesos traumáticos recientes. Como señala Cathy Caruth (1996), en su definición más general, el trauma describe una experiencia demoledora de acontecimientos catastróficos en los que la respuesta al acontecimiento ocurre—a menudo— en forma demorada. Ahora bien, señala Caruth, en el encuentro con el trauma asumimos la posibilidad de una historia que no sea directamente referencial, suscitada justamente donde la comprensión inmediata no es posible, pues el suceso horroroso no es completamente percibido mientras ocurre. Un relato será un relato de una experiencia traumática o —si se nos permite la extensión— un relato de la postergación, si puede ser escrito sólo en la inaccesibilidad de su ocurrencia (p. 18). El punto de Caruth que quiero rescatar es que en este tipo de historias se hace más patente lo propio de la comprensión histórica, su carácter social y contextual, "...dado que podemos decir que los acontecimientos son sólo históricos al punto que ellos impliquen otros y, en el caso parti cular de las historias traumáticas y de minorías postergadas, la historia del sufrimiento de unos también ha sido el sufrimiento de los traumas de otros" (p. 18).
Justamente, en la medida en que hemos abandonado una consideración esencialista de la experiencia, que hemos adoptado una aproximación pospositivista de la teorización social, debemos asumir que aquello que sea la experiencia será informado sólo en el propio proceso de investigación científica —sea histórica, sociológica, biológica o psicológica. Sólo así, concluyo, podremos aceptar que la interpretación de la experiencia propia de la postergación requiere el intercurso de los otros, que es una tarea revisable y contingente y para la cual no hay ningún privilegio cognitivo.

VI. Reescritura de la experiencia, o ¿por qué desconfiar del lenguaje?

Como hemos visto a lo largo del trabajo, las reflexiones de Scott habían desestimado cualquier posibilidad de legitimar los relatos de desocultamiento  y experiencias marginalizadas en términos realistas y de privilegio epistémico, mostrando que no podemos más que constatar la sustitución de una interpretación por otra. Los realistas pospositivistas hacen frente al desafío, tratando de legitimar de una manera sofisticada estos relatos en términos de carga teórica de la experiencia. Como he argumentado en el trabajo, estos intentos se han mostrado fracasados. No obstante, todos los estudiosos de la identidad (realistas o no) comparten la preocupación por evitar que sus estrategias contribuyan a perpetuar aquellas condiciones que pretenden desbancar. Mi propia contribución al debate aconseja apartarse de dicotomías irresolubles, ficción-esencia, realismo-antirrealismo, esto es, evitar llevar la cuestión al punto de estar obligados a tomar postura a favor o en contra de una realidad extralingüística o una experiencia preteórica como fundamento de nuestras decisiones lingüísticas o teóricas. Mi propuesta reside en profundizar en la función de estas constantes reescrituras de la experiencia y de las historias de la identidad. Estas reescrituras suceden efectivamente, queramos o no, en dos ámbitos, aparentemente desconectados. Por un lado, en el presente trabajo hemos constatado la redescripción de la experiencia individual en la vida de las personas, tal es el caso de Alice al ingresar a una nueva forma de vida: el movimiento feminista. Gracias a su participación en un nuevo juego de lenguaje, las narrativas feministas, Alice ahora experimenta angustia en lugar de culpa en su vida conyugal. Por otro lado, cualquiera interesado en la historia de algún suceso o proceso pasado sabrá que ello involucra familiarizarse con la historia de la historia de ese acontecimiento, es decir, la historiografía de cualquier suceso es la sucesión de nuevas reescrituras históricas del mismo. Dado entonces el hecho de que la participación política conlleva la redescripción de la experiencia de sus militantes y la investigación historiográfica conlleva reescrituras de los sucesos del pasado, podríamos adoptar una actitud positiva de las mismas como para discriminar ciertas redescripciones como mejores que otras en lugar de limitarnos a constatar sucesivas sustituciones arbitrarias.
Mi actitud es pragmática, en el sentido de que atiendo a la práctica histórica concreta para constatar su carácter inevitablemente redescriptivo. Las reescrituras históricas se hacen a partir de los recursos disponibles, esto es, historias académicas anteriores, historias no académicas de oposición, relatos de experiencia que nos obligan a revisar los discursos recibidos. Mi valoración es heurística; en la medida que evitamos adoptar narrativas que se arriesguen a perpetuar el status quo y escapamos de la ingenuidad del ideal de la versión definitiva de la historia, aconsejamos atender a las memorias locales, mininarrativas, etc. No se trata de elevar estos modos alternativos apelando a formas alternativas de concebir la verdad (como una verdad local en oposición a la verdad universal), sino como sugerencias de pensar las cosas de otro modo. Se trata de estar atentos a la nunca agotada posibilidad de formas alternativas de narrar, describir o mirar. No se trata de otorgar privilegios epistémicos sino de abrirse a alternativas. Mi actitud pragmática y mi valoración heurística promoverán la reescritura de la historia como antídoto a los intentos de estabilizar versiones definitivas o privilegiadas de la identidad, pues promueve mayor investigación, más preguntas, más problemas y hasta nuevas reescrituras de la historiografía de la identidad. Si el criterio es promover más investigación, en el sentido de dar lugar a más preguntas, a nuevas miradas y nuevas reescrituras, entonces ya no hay lugar para miradas privilegiadas ni divisiones tajantes entre la voz académica y la voz militante o del postergado, menos aún pensar a los/as historiadores de la identidad como perteneciendo sólo a la Academia y no a la comunidad. Ello me permite en definitiva dar cuenta de lo que al principio diagnostiqué como el carácter aparentemente paradojal de la historiografía: demandada a historizar y cuestionada en sus historizaciones concretas, demandas y cuestionamientos que motivan mayor investigación y nuevas reescrituras.

En conclusión, en el presente trabajo he analizado cómo cada consideración intenta responder más eficazmente a demandas de legitimi dad de identidades marginalizadas. Como he señalado, los reclamos que motivan las políticas de identidad plantean una agenda presente para la historiografía y los estudios sociales, exigiendo un intercambio dialógico con los sujetos de experiencia: no sólo de respuesta política sino de revisión de los presupuestos epistemológicos que las fundan. En este sentido, son requisitos obligatorios para cualquier teorización que asuma dicha agenda, garantizar, por un lado, algún acceso a una caracterización adecuada de esas condiciones que favorecen sistemas de opresión, y, por el otro, que la interpretación propuesta no contribuya a su vez a perpetuar esas condiciones. De acuerdo con ello, a pesar de que posiciones como las de Scott pueden cuestionarse por aparentemente no dar lugar a políticas constructivas, valoro el antirrealismo en su estrategia deconstructiva de las categorías de identidad por evitar los peligros de perpetuar las condiciones a los que se arriesgan las estrategias esencializantes. Además, dicha posición resulta más eficaz para enfrentar el carácter aparentemente paradojal de la historiografía que señalé al comienzo: demandada por un lado a narrar la verdadera historia, perpetuamente cuestionada en sus historizaciones concretas. Dicha paradoja, paradójicamente, empuja notablemente a renovadas reescrituras del pasado.
Por otra parte, si bien es valorable el esfuerzo del realismo pospositivista por el abordaje a la experiencia y la identidad en términos de teoría social (afín a los pospositivistas Giddens y Bhaskar), no obstante ésta no alcanza a dar una consideración coherente de la noción de experiencia como para erigirse en alternativa viable al esencialismo y al antirrealismo. No se ve en qué consiste el privilegio epistémico de una experiencia que se reconoce cargada teóricamente. Como he tratado de mostrar, su decisión de otorgar privilegio epistémico no proviene de consideraciones cognitivas sino de una previa decisión política del investigador, suscitando el interrogante de por qué llamar realista a la decisión de legitimar ciertas políticas de la identidad. Finalmente, quiero señalar que la estrategia realista es portadora de una desventaja crucial, al insistir en una consideración "realista" de la experiencia, se arriesga a reprimir la tarea crítica y potencial denuncia de operaciones de perpetuación y opresión tras las categorías de identidad que informan la experiencia. Éste era el desafío de Scott al que el realismo pospositivista no ha podido contestar.

Notas

1 Dilemas similares se presentan en los estudios culturales y demás disciplinas ocupadas de la sociedad.

2 Véase Paula Moya y Michael Hames García (eds.), (2000).

3 Como ha señalado extensa y detalladamente Robert Berkhofer Jr. (1995), las nuevas historizaciones, en su preocupación por esquivar esta trampa, se embarcaron en la ardua tarea de desmitificar todas aquellas categorías consideradas básicas en la cultura occidental, luego proyectadas como universales a la cultura, y finalmente deificadas como fundamentales para las humanidades mismas. En forma paralela, se exponen los usos políticos de tal esencialismo en una sociedad. Al final, tal desmitificación crea un relato de cómo una cultura presumiblemente compartida, pero ecléctica tanto en sus contenidos y en las divisiones sociales de sus audiencias, fue transformada en categorías de cultura segregada por las clases sociales de sus patrocinadores y depositarios, (p. 7).

4 Véase Moya, P., en Moya y Hames García (2000).

5 Esta es una traducción al castellano de una versión resumida del artículo de 1991.

6 Como señala Shari Stone-Mediatore (1999), su interés reside en su supuesto doble carácter de aprehensión visual y visceral, sensorial y emocional.

7 Véase Scott (1991) donde analiza críticamente el estudio de E. P. Thompson sobre la experiencia en la historia de la conciencia de clase. (pp. 786-787).

8 Esta estrategia ha sido bien recibida por los filósofos John Zammitto y William Wilkerson, y ha sido continuada en el plano teórico y en un desarrollo empírico por Paula Moya y Hames García. (Moya y Hames García, op. cit.).

9 El relato de Alice aparece en Scheman, N. (1980) citado por Mohanty (1997), p. 206.

10 La salida es promover una teoría causal de la referencia que, supuestamente, permitirá conservar su carácter fundacional al tiempo que da respuesta a las demandas políticas de la marginación (Mohanty (1997), pp. 66-72).

11 "Coming out no es ni reconocimiento autoevidente, ni la esencia inmutable, ni una reinterpretación fragmentada de uno, sino el reconocimiento simultáneo de la identidad, el reconocimiento simultáneo y reordenamiento de las experiencias junto con las líneas de nueva identidad simultáneamente descubiertas y construidas" (p. 268).

12 Giddens ha introducido una interesante distinción para describir el conocimiento de los actores acerca de su realidad entre conciencia discursiva (que involucra conocimiento y deliberación) y conciencia práctica (para describir la cognoscibilidad tácita de las condiciones de su actuar). Este último sentido nos permite hacer referencia a un conocimiento preteórico.

13 Específicamente, Giddens, Bhaskar y Habermas (entre otros) han retomado el ideal de una ciencia social teórica que vaya más allá de las propias concepciones de los actores. Al respecto, recordemos la investigación de Willis del comportamiento rebelde en las escuelas (analizada detalladamente por Giddens como aplicación empírica de su teoría de la estructuración). El estudio revelaba el conocimiento (pretéorico) por parte de los "chicos" en sus burlas y "gastes" a los maestros, acerca de las casi nulas oportunidades que tenían de mejorar su situación social, conseguir mejores empleos, por el hecho de haber accedido a la educación. Los niños "saben" que su futuro es la fábrica al igual que sus padres. Pero, al rebelarse a la disciplina escolar, los niños reproducen las condiciones que los catapultan en el sistema productivo. En definitiva, sus manifestaciones de resistencia al sistema contribuyen a su reproducción. No obstante, reconocer a los actores como agentes cognoscentes, las limitaciones de su conocimiento y la necesidad de la teoría social, la cuestión pendiente es si este ir más allá involucra un compromiso realista. Como ha sugerido van Fraassen, parece que no hace falta, esto es no haría falta un compromiso realista con la teoría de la estructuración de Giddens para mostrar su eficacia en su aplicación empírica al caso estudiado por Willis.

14 Sea la base empírica —Popper—, la evidencia histórica —documentos, ruinas y monumentos (Collingwood)— las construcciones de primer grado —Schütz.

15 La noción de "evaluación heurística" la he tomado de Nickles (1989) y la he aplicado en Tozzi (2005).

16 Tal como han considerado los teóricos de la historia inspirados en la fenomenología, por ejemplo, Ricoeur y Carr.

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