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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.30 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2010

 

ARTÍCULOS

El "estado de excepción" de la filosofía1

Jesús Vega Encabo

Universidad Autónoma de Madrid

Resumen

¿Cómo pensar hoy la naturaleza y el valor de la reflexión filosófica? La influencia omnipresente del modelo del conocimiento experto parece exigir una autocomprensión de la filosofía como una disciplina entre las disciplinas. Este artículo propone que la filosofía debe resistirse a esta tentación. Defenderé, por tanto, una especie de "excepcionalismo" para la filosofía basado en la idea de que no puede pretender ser una disciplina. Sea o no cierto que hoy en día las actividades filosóficas estén legitimadas institucionalmente por los principios de un Canon, voy a sugerir una estrategia de transgresión del Canon al rechazar cualquier asimilación de la filosofía a una disciplina, aunque fuera "anómala". La filosofía debe contribuir a la comprensión de nuestros diversos modos de conceptualizar y de transformar el mundo y dar sentido a la experiencia humana. La filosofía debe reclamar para sí una "estado de excepción" y abrir un espacio para cuestionar todo aquello que parece obvio e incuestionable.

PALABRAS CLAVE: Metafilosofía; Disciplinas; Conocimiento experto; Canon filosófico; Anomalía disciplinar.

Abstract

How to think today about the nature and value of the philosophical reflection? The pervasive influence of the model of expert knowledge seems to require a selfunderstanding of philosophy as a discipline among the disciplines. This paper argues that philosophy should resist this move. So I will defend a kind of "exceptionalism" for philosophy based on the idea that philosophy cannot pretend to be a discipline. Be true or not that philosophical activities are nowadays institutionally legitimized by the principles of a Canon, I will suggest a strategy of transgression of the Canon by rejecting any assimilation of philosophy to a discipline, even if an "anomalous" one. Philosophy must contribute to the understanding of our different ways of conceptualizing and transforming the world and to make sense of human experience. The thesis of this paper is that philosophy must claim a "state of emergency" for itself a open a space for freely questioning what it appears as obvious and unchallengeable.

KEY WORDS: Metaphilosophy; Disciplines; Expert knowledge; Philosophical Canon; Disciplinary anomaly.

"Philosophy is not at its most interesting when it is talking about itself"
(Williams 2006)

¿Vive la filosofía en un estado de excepción? El estado de excepción representa una suspensión, quizá legítima, de derechos con el objetivo de garantizar la continuidad de la sociedad y el estado. La condición legítima del ejercicio de los saberes surge de la sanción social de las distintas esferas disciplinares. El síntoma más claro de la excepcionalidad filosófica es su renuncia a constituir un marco disciplinar. El ejercicio filosófico se inaugura a través de la suspensión de sus posibles derechos disciplinares.
Nada más lejos de la práctica filosófica actual, se objetará. No es necesario un profundo estudio sociológico para reconocer los signos más evidentes de disciplinariedad en el modo en que se ejerce la filosofía. Tiene su lugar institucional, generalmente universitario; sus profesionales son capaces de identificar un conjunto de problemas que les ocupan, un corpus de saber filosófico transmisible y una metodología adecuada a los problemas que tratan. Como cualquier otra disciplina, podría decirse, realiza un trabajo de trazado de límites y de fronteras; lleva a cabo su propia gestión de construcción de identidad. ¿Qué hay, pues, de "excepcional" en la filosofía? Nada, dirían algunos. Su aparente excepcionalidad es el efecto de un exceso de celo a la hora de considerar su diferenciación "sociológica", quizá históricamente constituida, como filosóficamente esencial.
Hay otra forma de excepcionalismo más difundida entre los filósofos, una forma que configura su conciencia e identidad profesionales: la disciplina filosófica es anómala (Rabossi 2008). Hay varias explicaciones posibles de esta "anomalía", pero he aquí una de ellas. Frente a otras disciplinas, acotadas por principios metodológicos y teóricos firmes, según los cuales tiene sentido hablar de un cierto avance en la resolución de problemas y en la codificación de saberes positivos, la filosofía está sumida en el desconcierto y en el enfrentamiento interminable de posiciones en contraste, si no contradictorias, sin sólidos principios metodológicos ni estándares que ayuden a dirimir los conflictos, sin hechos o teorías filosóficas que susciten consenso. La "anomalía" procede, entonces, de esta dificultad para dotar de sentido legítimo a sus pretensiones cognoscitivas en la línea de otras estructuras disciplinares. En otras palabras, la filosofía no establece del mismo modo que otras disciplinas lo que son las condiciones de su "ejercicio legítimo".
Eduardo Rabossi, en su excelente libro En el comienzo Dios creó el Canon. Biblia berolinensis (2008), da cuenta de la situación actual de la filosofía en cuanto disciplina e institución. Para ello, identifica un Canon filosófico cuya función es delimitar adecuadamente estas condiciones de ejercicio legítimo. Con independencia de la explicación última de la anomalía, constatable, de la disciplina filosófica, el Canon implícito, como él mismo dice, en la práctica institucional establece un marco en el que es lícito identificar problemas filosóficos y formas de abordarlos. El Canon establece, si no el carácter legítimo del estado de excepción de la filosofía, sí la legitimidad de su práctica anómala.
El modo en que Rabossi plantea las cuestiones metafilosóficas sugiere que estamos encerrados en las prácticas canónicas y que, ni siquiera los que abogan por la transgresión del Canon, están en disposición de renunciar a sus derechos (legítimos) de ejercicio profesional. Pretendo explorar la posibilidad de pensar la filosofía desde un marco no disciplinar como base para explicar su "estado de excepción". Las condiciones anómalas de la supuesta disciplina filosófica deberían hacernos pensar que quizá el error procede de querer ver su actividad en cuanto sometida a pautas disciplinares. En otras palabras, la renuncia a la disciplinariedad convierte en sin sentido hablar de anomalía. No cabe duda de que la idea de una filosofía no disciplinar, fuera de los parámetros establecidos por el Canon, no está exenta de paradojas. Pero, realmente, cabe preguntarse si hay una posible concepción metafilosófica estable. Las paradojas conllevan, casi siempre, un peligro no desdeñable de autodisolución al que parece condenada la filosofía.

Cómo filosofamos

Volvamos sobre el libro ya citado de Eduardo Rabossi. Su primera sugerencia es metodológica. Se supone que su proceder es adecuado filosóficamente. Además, es la respuesta a una búsqueda infructuosa. La pregunta "¿Qué es la filosofía?" debe ser sustituida por otra más cercana y fácil de abordar: "¿cómo se filosofa?" Los compromisos del primer tipo de pregunta son tan omnipresentes como discutibles dentro de la tradición. Se pide una definición, bien real, bien nominal de la filosofía.
Ni una definición real, que dé cuenta de la esencia de la filosofía, ni una definición nominal, que permita agrupar coherentemente a la clase de las actividades filosóficas, promueven excesivo consenso. Mayor rendimiento parece ofrecer la pregunta por el "cómo". Olvidemos las definiciones de cualquier tipo y centrémonos en las prácticas del filosofar, en sus condiciones institucionales y en su genealogía. Es más, la renuncia a captar la naturaleza esencial de la filosofía no tendría por qué hacernos olvidar las condiciones de un buen ejercicio de la actividad filosófica. Hay que liberarse de viejas concepciones en las que responder a la pregunta por la esencia significaba, al mismo tiempo, identificar un cierto ideal, como si sólo la naturaleza de la cosa pudiera gobernar su buen uso.
Hay quizá razones, que no dudaríamos en clasificar de filosóficas, para abandonar ciertas preguntas, al menos si esconden supuestos tan problemáticos, y no refrendados tras una larga historia de esfuerzos baldíos por clarificarlos. Pero esto no autoriza sin más la nueva pregunta: ¿cómo filosofamos? ¿Es un tipo de pregunta filosófica? ¿Por qué no lo sería? Recordemos una imagen, seguramente idealizada, de una sustitución semejante en nuestra historia cultural: Galileo dejó de ordenar su investigación sobre el movimiento en torno a la pregunta "¿qué es el movimiento?", que sustituyó por esta otra: "¿cómo se mueven los objetos?". Los avances fueron indudables. Primero, describir; después, explicar, si fuera posible. Los frutos recogidos los conocemos todos. Hagamos lo propio con la filosofía: descripción y quizá explicación, esta vez históricogenealógica. Rabossi lo hace y aventura la hipótesis -quizá menos descabellada de lo que pudiera parecer en un principio- de que la filosofía nace a caballo de los siglos XVIII y XIX animada por las huestes idealistas y sus ansias de reforma universitaria. Uno podría decirse: bueno, lo que ofrece Rabossi es menos una idea filosófica de la filosofía cuanto una descripción/explicación con mayor o menor pedigrí científico. Correspondería a los historiadores de la cultura confirmar tal hipótesis.
Sin duda, Rabossi está animado por un espíritu naturalista; la comprensión de las condiciones de ejercicio de la filosofía no puede lograrse sin atender a las contribuciones de las distintas ciencias (la sociología de la filosofía ya está, en cierto modo, consagrada, aunque su extensión y vigencia no sean muy grandes).2 Pero sería injusto no reconocer en su discurso pretensiones que son genuinamente filosóficas. Por ello, la hipótesis historiográfica esconde una propuesta, ahora sí sometida a debate filosófico, sobre lo que constituye una práctica filosófica legítima. Recuérdese que una consideración genealógica3 sobre las instituciones no hace prescindible una elucidación sobre el lugar y valor de la práctica en la cultura. Pero recuérdese igualmente que una genealogía, en sentido estricto, no tiene por qué ser vindicatoria.
Por eso, la reconstrucción de Rabossi se centra finalmente en aquellos elementos que ayudan a elaborar un marco desde el que contemplar la actividad filosófica a partir de expectativas normativas compartidas. No otra cosa es el Canon, un "molde" que delimita culturalmente la legitimidad de la práctica filosófica.4 Tal preceptiva fija lo lícito y lo ilícito al interior de la práctica, y traza fronteras con otras prácticas. Curiosamente, lo hace de manera extraña. Sus "preceptos" fomentan la discrepancia, la falta de criterios "definitivos" de aceptabilidad, la proliferación de imágenes alternativas. El Canon sanciona la "anomalía".
Por un lado, el Canon pretende delimitar el terreno de problemas, verdades y modos de proceder propios de la filosofía; por otro lado, el Canon no sólo acepta sino que anima el disenso. Es obvio que esta última condición conlleva igualmente el reconocimiento de discrepancias (¿irresolubles?) sobre la posibilidad de superar el disenso. ¿Hay que aceptar sin más esta condición? ¿No es una fuente de tensiones e incoherencias?
La cuestión forma parte de las disputas intracanónicas más enconadas. Tanto aceptar (tras una pretendida justificación) el estado natural de conflicto como rechazarlo a favor de normas disciplinares (que fundan lo racionalmente aceptable en una práctica filosófica) son actitudes ambas permitidas por el Canon y actualmente defendidas sin provocar, en apariencia, mayores consecuencias. Se podría decir que, en nuestros días, no se ha perdido cierto optimismo, y hay quienes creen posible aún poner a la filosofía en el seguro camino de la ciencia. ¿Por qué sería la filosofía distinta de otras disciplinas? ¿Por qué su supuesta metodología a priori habría de ser radicalmente diferente a la metodología a posteriori de las ciencias naturales? ¿No es claro que existe genuino conocimiento filosófico? Como retóricamente exhiben algunos, deseosos por otro lado de un rigor férreo en la argumentación, ¿no están las teorías de cualquier área filosófica mejor desarrolladas en 2007 que las mejores teorías del área en 1957? (Williamson 2007).5 En el magma de posiciones en disputa, aún pueden identificarse avances reconocibles para aquellos que se entregan con paciencia y austeridad a una teorización filosófica cuyo ideal no está alejado de la matemática.6 Hay genuina disciplina filosófica, la que delimita definitoriamente el campo del buen ejercicio filosófico. Pero repárese en que esta delimitación no es efecto del Canon como tal sino de una decisión sobre los aspectos que "disciplinan" la actividad (sean éstos cuales sean). Es tan canónica como la de aquellos que toleran e, incluso, fomentan la falta de consenso. Si esto es así, el Canon aprueba la convivencia de formas diferentes de enfrentarse a la disciplinariedad. Sibilinamente, la práctica ajustada al Canon ha asentado las bases para que su legitimidad permanezca intacta.
Rabossi considera igualmente la posibilidad de cuestionar la legitimidad instaurada por el Canon. ¿Por qué habría uno de seguir los preceptos canónicos, aunque éstos se hayan convertido, tras un largo proceso de institucionalización, en el marco normativo de la práctica filosófica actual? Los "transgresores" no reconocen como genuinamente filosóficas las prácticas sancionadas por el Canon. Sí, es una cuestión de legitimidad. Pero, independientemente de cómo se concrete la transgresión, cabría preguntarse qué hace lícito cualquier cuestionamiento del Canon: ¿una idea pre-teórica de la filosofía? ¿Un ideal filosófico, olvidado y pervertido por las versiones canónicas? ¿Cómo puede ser coherente la transgresión del Canon con el hecho de que la filosofía no sea sino lo que su institucionalización nos ha entregado? Rabossi es más que explícito respecto al carácter constitutivo del proceso de institucionalización:

Considero que la institucionalización y la práctica profesional de la filosofía no son adornos circunstanciales, sino factores constitutivos de la manera como la concebimos, practicamos y valoramos…En este sentido global, la filosofía es lo que es porque está institucionalizada tal como está (Rabossi 2008, p. 195).

Planteada la cuestión en términos de legitimidad y de autoridad, quizá deberíamos decir que la mejor estrategia para inaugurar una nueva forma de pensar sobre la filosofía es superar la pregunta por el "cómo". La cuestión (meta-) filosófica fundamental es: ¿por qué filosofar?7 No se malentienda: se trata menos de diseñar una vana justificación de la función social de la filosofía que de dar sentido al tipo de valores que se promueven a través de la práctica filosófica. Sin duda, esto está implícito en cualquier estrategia de transgresión, pues ¿de dónde procede la necesidad de transgredir el Canon? Todo transgresor quiere ofrecer cierta "imagen posible" de la filosofía sin tener que plegarse por ello a las prescripciones institucionales. El reto consiste, pues, en identificar la fuente de autoridad de tales imágenes, en dar sentido a las potenciales virtualidades derivadas de "comprender" la filosofía bajo cada una de ellas. Si la pregunta es "¿por qué filosofar?", es de extremada importancia que las imágenes de la filosofía reivindiquen una particular forma de "ser correctas". No debe quizá el transgresor asumir que hay un ideal filosófico que podríamos extraer de un conocimiento a priori de la naturaleza esencial de la filosofía (o de un análisis de su concepto) y al que deberíamos acomodarnos necesariamente para justificar así la corrección de las prácticas filosóficas. Pero la filosofía -independientemente de su estructuración canónica- no puede evitar el cuestionamiento de su realidad institucional. La condición filosófica fundamental reside en la legitimidad no sancionada de cuestionarse sus propias condiciones legítimas de ejercicio.
Pero ¿de dónde procede esta legitimidad si no deriva de su forma institucionalizada? ¿Por qué filosofar así? Una de las derivas más cuestionables del pensamiento filosófico ha sido, a lo largo de la historia, su pretensión de trascender las limitaciones propias de las realidades socio-históricas en que nos movemos. Lejos de ello, conceptos y prácticas filosóficas -los esfuerzos por dotarnos de imágenes para avanzar en la comprensión de cómo se imbrica el hombre en la realidad- arraigan en las condiciones reales en que se amplía la experiencia del mundo; la filosofía ha de configurar su propia imagen en consonancia con la comprensión que ofrece de las formas de conceptualizar y de transformar el mundo que se consideran legítimas en una cultura. Esta reconfiguración, no obstante, está lejos de ser "acomodaticia"; se hace visible a través de una perentoria necesidad de poner en suspenso ciertas pretensiones tomadas como legítimas en cualquier terreno, incluido el que concierne a su propio estatuto y ejercicio.
La insatisfacción es la motivación filosófica fundamental. No le es exclusiva; como otros muchos aspectos de la actividad filosófica lo comparte con otros saberes, con otros ámbitos de la cultura humana. En la filosofía, sin embargo, es seña de identidad. Garantiza, además, su excepcionalidad sin por ello fundarla en ilegítimas pretensiones que su deseo insatisfecho mismo ha logrado desenmascarar. Abre así un espacio para una libertad de pensamiento que se apoya en la fragilidad humana y en lo que sabemos que ignoramos.
Por eso, aunque aceptemos que es constitutivo de la práctica filosófica legítima el hecho de que se institucionalizara, a partir del siglo XIX, como disciplina autónoma y anómala en torno a la preceptística de su propio Canon, sentimos la necesidad de transgredir una tal acomodación en el espacio de los saberes. No actuamos por ello cegados por un horizonte de ideales sólidos, más firmes que las realidades a las que nos aferramos. Las ilusiones también se cuelan en las autoimágenes filosóficas. Voy a proponer una imagen de la filosofía que renuncie a su estatuto de disciplina, una más en el conjunto de las disciplinas, en el mismo plano, con pretensiones cognitivas propias de una especie de saber independiente, con reivindicaciones metodológicas particulares. No ocultaré que la imagen que se dibujará ante nuestros ojos está llena de tensiones; quizá es resultado más de una superposición de planos y superficies que no componen, como en un cuadro cubista, una figuración estable. Espero, no obstante, que cada superficie exhiba su atractivo filosófico y reclame una cierta autoridad.

Filosofar

Sigamos el consejo de Rorty (2002), quien afirma que no puede dar más señas del filósofo que por su constante referencia a Platón y Kant. Son referencias canónicas, inexcusables. Nos recuerdan igualmente que no es necesario pensar la legitimidad de la filosofía desde el Canon. No pretendo una reconstrucción histórica que contraste con la excelente presentación que Rabossi introduce en el capítulo 2 de su obra. Ni siquiera pongo en tela de juicio su diagnóstico: sin duda, hoy en día nos encontramos en un momento en que la filosofía cree no poder pensarse a sí misma más que desde la legitimidad canónica. Esto no quiere decir, en absoluto, que la filosofía necesite pensarse así. Es más, la filosofía siempre ha reconocido las dificultades para dotar de valor a su actividad; cierto es que, a veces, lo ha hecho cayendo en la tentación de delimitar un reino al que privilegiadamente tendría acceso. No obstante, de cualquiera de los modos en que intente la filosofía encerrarse en un lugar disciplinar sentirá la necesidad de la transgresión.
Platón representa ya las tensiones que acechan a cualquier delimitación de la figura del filósofo. Al comienzo del Sofista, nos pone sobre aviso de la dificultad para llegar a discernir e identificar al filósofo. Promete un diálogo dedicado al tema, y la obra platónica de nuevo calla aquello que se supone más noble.

SÓCRATES. Semejantes hombres -los auténticos, no los que se fingen filósofos- al ir de ciudad en ciudad estudiando desde lo alto [el subrayado es mío ] la vida de los de aquí abajo, aparecen revestidos de una gran variedad de formas a causa de la ceguera de las gentes. Para algunos, un hombre así no tiene razón de ser; para otros, está por encima de toda consideración; a veces tiene aspecto de político; a veces, de sofista; y a veces parece pura y simplemente un loco. Pero si nuestro huésped me lo permite, quisiera preguntarle qué piensan sus  conciudadanos y cómo utilizan estos nombres.
TEODORO: ¿Qué nombres?
SÓCRATES: Sofista, político, filósofo… ¿piensan ellos que todos éstos son sólo uno, o dos, o distinguen tres tipos y aplican un nombre a cada uno?…
EXTRANJERO: … Ellos consideran que se trata de tres personas diferentes; pero lo que no es tan fácil es definir claramente cada una… Creo que nos convendría comenzar por el estudio del sofista y tratar de esclarecer su naturaleza y definir lo que es. Por el momento, lo único que poseemos en común es el nombre. La cosa a la cual ambos aplicamos este nombre quizá sea algo propio de la mente de cada uno; pero siempre es deseable haber alcanzado un acuerdo acerca de la cosa en sí misma por medio de afirmaciones explícitas, en vez de contentarnos con utilizar el mismo nombre sin preguntarnos lo que significa (Sofista, 216 c 4-218 c 5).

Sin duda, Platón adopta, en las palabras de Sócrates y los interlocutores de sus diálogos, la actitud filosófica por excelencia, un insistente y pertinaz cuestionarse sobre los presupuestos que subyacen a la conceptualización del mundo y a las acciones de los hombres. Y, al hacerlo, se cuestiona, al tiempo, la propia actividad de filosofar. Nada mejor que el ejercicio de la filosofía, de la indagación, para incitar al filosofar y para lograr su comprensión. Toda filosofía es protréptica.
Platón no sentía menos que nosotros la imposibilidad de discernir la figura del filósofo entre los que cultivan los saberes o los que gobiernan a los hombres. Quizá también hoy el nombre "filósofo" se haya convertido en un nombre más que se confunde con los distintos personajes que pueblan el cambiante y heterogéneo mundo de la cultura, y no designe nada real. Quizá su actividad no se distinga de la de los animadores culturales de cada época y tenga que abandonar sus pretensiones y privilegios. La tarea es siempre configurar y reconfigurar la imagen del filósofo a través de la comprensión del valor de otras figuras. Sabemos que al Político (continuación de Sofista) debía seguir el diálogo titulado Filósofo, y que Platón no escribió. Quizá el diálogo escrito, en cuanto juego serio, sea lo único que la dialéctica puede mostrar del deambular del filósofo entre las verdaderas realidades. O, más bien, tal y como se sugiere al final del Sofista, quizá sea inevitable que toda investigación concluya en un claro discernimiento de la actividad filosófica:

Hemos tropezado inadvertidamente con el conocimiento del hombre libre y, así, al buscar al sofista, ocurrió que encontramos primero al filósofo (Platón, Sofista, 253 c7-9.).

Basta con suscitar una pregunta por las pretensiones de saber en cualquier ámbito "aceptado" como legítimo para toparse con la figura del filósofo. "Definimos" al filósofo al interior de todo ejercicio de cuestionamiento; al tratar de discernir las actividades del sofista o del político nos daremos de bruces con el filósofo.
Filosofar es un ejercicio de elevación para adquirir una perspectiva sinóptica8 que abarque las cosas y permita un mejor discernimiento. ¿Elevación? Por supuesto, la metáfora no es ingenua dentro del platonismo. Nuestra tradición interpretativa ve en ella una justificación de la dignidad del filósofo que, una vez contemplada la realidad verdadera de las Formas, no puede sino mirar desde lo alto la confusión en que se mueve la supuesta realidad de lo empírico. "Mirar desde lo alto" parece denotar una cierta superioridad del punto de vista y una cierta arrogancia. ¿No hemos identificado, entonces, al filósofo como aquél que accede a esa realidad más allá de lo "real"? Aunque tengo mis dudas de que, en Platón, el filosofar sea, en sí mismo, un ejercicio de contemplación de Formas, lo que me interesa de la metáfora platónica de "mirar desde lo alto" es el tipo de perspectiva a la que quiere acceder: mirar desde lo alto quiere decir mirar en conjunto, no dejarse vencer por la particularidad de los saberes.
En cierto modo, Platón representa una duplicidad en las imágenes de la filosofía de la que parece que no podemos liberarnos. Por un lado, filosofar es espontáneo; como hemos visto, para Platón, la imagen del filósofo se revela ya en el mero suscitar preguntas sobre la autoridad de otras figuras de la cultura. Por otro lado, el platonismo deja abierto un camino que dotará al saber filosófico de un privilegio especial de acceso a un terreno de realidades objetivas, a lo verdadero mismo. Esta reclamación, la que conforma una imagen del filósofo como "sacerdote" de la verdad y garante de la razón, es propia de una realidad histórica ya pasada.
Las pretensiones de la tarea filosófica sufren un primer embate con la separación de las esferas culturales y de valor propias de la modernidad. Habermas (1988) ha ofrecido, siguiendo la configuración de las esferas axiológicas de las que habla Max Weber, una imagen de la modernidad como tránsito desde la unidad totalizante de las cosmovisiones míticas, religiosas o metafísicas a una cultura desmembrada en ámbitos de racionalidad dispersos y autonomizados, que se reflejan en las esferas de la ciencia (y la tecnología), el derecho y la moral, y el arte. Según esta idea, Kant representa la primera toma de conciencia y la primera reacción filosófica ante esta situación de autonomía racional de las esferas culturales, e inaugura, por ello, un proyecto propio de la modernidad cuyo objetivo era mediar entre los criterios de validez establecidos en cada institución. En Kant, esta reacción se apoya sobre una metáfora jurídica, cuyos rendimientos son aún visibles en la discusión metafilosófica actual. La crítica de la razón es una necesidad de la razón, si de lo que se trata es de pavimentar el camino de fundamentación de las ciencias empíricas y trazar así sus propios límites. La filosofía en cuanto crítica de la razón se erige en "el verdadero tribunal de todos los conflictos".

Sin esa crítica, la razón se halla como en estado de naturaleza, sin poder hacer valer o asegurar sus tesis y sus pretensiones de otra forma que mediante la guerra. La crítica, en cambio, que deriva todas sus decisiones de las reglas básicas de su propia constitución, cuya autoridad nadie puede poner en duda, nos proporciona la seguridad de un estado legal en el que no debemos llevar adelante nuestro conflicto más que a través de un proceso. En el primer estado lo que pone fin a la disputa es una victoria de la que ambas partes se jactan y a la que las más de las veces sigue una paz insegura, implantada por una autoridad que se interpone; en el segundo, es la sentencia. Ésta garantizará una paz duradera por afectar al origen mismo de las disputas. Los interminables conflictos de una razón meramente dogmática necesitan también buscar, finalmente, la paz en una crítica de esa misma razón y en una legislación basada en ella (Kant 1787, B779-80).

El tránsito se expresa como renuncia al dogmatismo de las escuelas y de sus ansias por encontrar primeros principios de todas las cosas para construir sus sistemas metafísicos, y abrazo del criticismo como derecho de la razón misma para evaluarse y legislarse a sí misma (mediante el uso público, añadiría Kant). Pero en ese ejercicio de la crítica, el filosofar se arroga aún el derecho de guardián de la racionalidad, en cuanto juez supremo. A la filosofía corresponde el derecho legítimo de juzgar autónoma y libremente sobre la verdad, y demandar del resto de las disciplinas y saberes conformarse a los principios que ha establecido (Kant 1798, A27). La labor filosófica, mediante la crítica, instaura la paz perpetua en las pretensiones de las esferas culturales y de valor.
Kant percibe claramente la tensión entre las injustificadas pretensiones cognitivas de la filosofía, sacrificada al enfrentamiento eterno de los sistemas, y la necesidad de responder a la legitimidad de cada reivindicación de racionalidad en el nuevo espacio cultural. Sin duda, su conocida distinción entre "crítica" y "sistema" responde a esta duplicidad (Kant 1787, B866). Frente a la filosofía, como "mera idea de una ciencia posible" que no puede realizarse en concreto, la realidad filosófica se traduce en filosofar, como ejercicio de la razón desde sí misma "salvando el derecho de la razón a examinar esos principios en sus propias fuentes y a refrendarlos o rechazarlos" (Kant 1787, B866). La filosofía no se configura, en este sentido, como un saber último (a pesar de que regulativamente pretenda la unidad y sistematicidad de lo racional mismo) sino como una actividad, la de la crítica.
Una nueva distinción abunda en la misma idea. En su Kritik der reinen Vernunft, Kant propone distinguir entre dos conceptos de filosofía: el concepto de escuela y el concepto mundano o cósmico. La crítica de la razón en el autoexamen que hace de sus propias condiciones de validez tendrá un impacto sobre las pretensiones "arrogantes" de las escuelas filosóficas, que no podrán nunca más ser guardianas de verdades superiores y alejadas del público. El único saber que está destinado a poseer exclusivamente el filósofo es el que emana de la crítica de la razón. Pero la razón misma propone la idea de una ciencia posible, en forma de sistema de conocimientos en su unidad y perfección lógica: a tal idea la denomina Kant concepto de escuela de la filosofía. En cuanto mera idea, no está realizado y, por tanto, la filosofía, en este sentido, no puede ser enseñada: sólo el filosofar como actividad puede ser enseñado.
Pero a este concepto escolar de la filosofía contrapone Kant un concepto cósmico que ha servido de fundamento a su dignidad en la figura del filósofo:

desde este punto de vista, la filosofía es la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana (teleologia rationis humanae), y el filósofo es un legislador de esa misma razón, no un artífice de ella (Kant 1787, B867).

Podríamos traducir estas palabras, sin desvirtuarlas en demasía, a los siguientes términos: la razón ha encontrado en las diferentes esferas culturales contextos en los cuales se expresan sus formas de aceptabilidad de creencias, acciones o normas, pero ninguno de tales ámbitos, "artífices de la razón", ofrece una visión sinóptica de su unidad y coherencia en el cumplimiento de los fines de la razón humana. No por casualidad la pregunta por qué es el hombre se presenta como fundamental y última en la obra kantiana. El fin supremo de la razón no está desligado del destino del hombre. Es incluso esta filosofía la que debe poder hacerse popular, someterse al público, tener responsabilidad en la ilustración: la filosofía no puede renunciar a preservar, mediante la correspondiente legislación, "los intereses humanos en general" y "la utilidad que el mundo extrajo hasta hoy de las enseñanzas de la razón" (Kant 1787, B XXXII).
Pero ¿no fue Kant quien abrió el camino a que la filosofía se "disciplinara" como una facultad más entre las facultades universitarias? Es la idea de la filosofía recogida en su escrito Der Streit der Fakultäten in drei Abschnitten la que dará origen a su progresiva autonomía institucional. La tensión platónica se manifiesta ahora bajo nuevas condiciones. En esta obra, Kant distingue entre las facultades superiores (Teología, Derecho, Medicina) y la facultad inferior (Filosofía). Las primeras están sometidas, en lo que respecta al uso público de la razón, a los dictados del gobierno. No sin cierta ambigüedad, Kant defiende que el gobierno no puede inmiscuirse en las doctrinas mismas, pero sí en los deberes funcionariales de cada facultad para con el Estado. La facultad inferior no puede en ningún caso estar sometida a ninguna constricción, puesto que es finalmente la garante de los intereses de la razón misma, cuyo cumplimiento exige una libertad y autonomía absolutas manifestadas en un derecho a la expresión pública no restringida.9 El papel de tal facultad debía ser, según Kant, legislador y fundante:

la facultad de filosofía, en cuanto deber ser enteramente libre para compulsar la verdad de las doctrinas que debe admitir o simplemente albergar, tiene que ser concebida como sujeta tan sólo a la legislación de la razón y no a la del gobierno (Kant 1798, A25).

De hecho, Kant desea legitimar un espacio en el que la ciencia pueda libremente dedicarse al cumplimiento del interés por la verdad sin injerencias del poder político. La "facultad inferior", que incluye en la época a las incipientes ciencias naturales, hereda ese derecho. Es despositaria del derecho de la razón a examinarse a sí misma libremente, y a hacerlo públicamente.10 Al mismo tiempo, Kant quiere establecer la legitimidad o ilegitimidad de los conflictos que puedan surgir entre las facultades superiores y la facultad inferior, y asegurar así el derecho de esta última a un debate público en aras de los intereses de la razón misma. Por ello, la facultad ha de reclamar su autonomía, derivada de las exigencias de la razón: cada conflicto ha de resolverse mediante sentencia y no simple acuerdo; la filosofía debe estar siempre en guardia en los conflictos; debe mediar en aquellos que impliquen una reforma de los saberes de las facultades superiores; y asegurar un progreso hacia la abolición de las trabas a la libertad.
En Kant, se exhibe como única reclamación legítima de la filosofía el saber derivado del ejercicio de la crítica de la razón. Ésta parece dotada de una especie de "derecho natural" (de una necesidad interna a su estructura e intereses) de examinarse a sí misma en plena libertad y autonomía y de examinar, desde ahí, las pretensiones de las esferas culturales que se reclaman "artífices" de la razón. Pero la cuestión se ha de plantear también institucionalmente y ahí se manifiesta la duplicidad de la solución kantiana: por un lado, filosofar en sentido genuino sólo puede llevarse a cabo sin dependencias, autónomamente; por otro lado, la filosofía se ha de encarnar institucionalmente en una "facultad", germen de una posible estructura disciplinar. Kant respondía, con su imagen del filosofar, a las transformaciones del saber y la cultura de su época. Pero la imagen no se limita al reconocimiento de un derecho quasi- disciplinar a un saber específico. Más bien, en el pensamiento kantiano, está implícita la idea de que el filosofar se ha de ejercer como mediación entre las esferas culturales. El filósofo se mueve entre los saberes expertos sin constituir un saber experto como tal. Las culturas de expertos adquieren legítimamente sus competencias académicas y profesionales mediante los intercambios internos entre su público y los criterios de aceptación que instituyen; pero finalmente su actividad debe ser juzgada por la sociedad civil (a pesar de que su lugar dependa finalmente de las sanciones reconocidas por el Estado). Kant propone que la filosofía vele por los intereses de la razón permitiendo un espacio de reflexión en el ámbito público (que se extienda ahora de hecho más allá de las "facultades") tal que se expresen los conflictos respecto a las pretensiones de racionalidad de las distintas esferas y de éstas en relación con intereses más generales del ser humano o, si se quiere, de la experiencia humana.

Disciplinas

La tradición posterior a Kant se dejó vencer por la tentación disciplinar y académica. En eso coincido con el veredicto de Rabossi. Las razones, para ello, no son menos conocidas. La imagen disciplinar de la filosofía tiene sentido en el marco de una reacción a la reordenación cultural de los saberes durante el siglo XIX. Tanto la diferenciación de esferas culturales como la especialización motivada por el imperativo de la división del trabajo convergían en un mismo punto: los saberes se constituyen como dominios autónomos gobernados por principios teóricos y metodológicos propios. Si la filosofía quiere encontrar acomodo en tal panorama, es decir, reclamar con derecho cierta autoridad intelectual, debe identificarse a partir de su peculiar conocimiento y sus criterios metodológicos. Es cierto que, como ha sugerido Rabossi, para ello encontró inspiración en la idea kantiana de una "facultad" de filosofía. A partir de entonces importará menos el hecho de que se conciba como la cima de los saberes (como en toda una tradición antigua) o como su base fundacional (en cierta arquitectura moderna) o como su juez en lo que respecta a la verdad o como la guardiana de la razón (según el criticismo) que como esta imagen de sí misma como disciplina (facultad) entre las disciplinas (o facultades).
Disciplinariedad involucra tres aspectos que merecen ser recordados aquí para comprender por qué, creo, debe cuestionarse cualquier esfuerzo de la filosofía por asimilarse a una imagen disciplinar.

1) Las disciplinas están caracterizadas por prácticas teóricas internas conforme a las cuales se distribuye el reconocimiento de tipo social al que tienen derecho sus participantes.
2) Toda disciplina se posiciona en relación al espacio más general de disciplinas; su constitución es relacional, dependiente de las reclamaciones de otras disciplinas sobre el ámbito al que pueden contribuir legítimamente.
3) Las disciplinas son elementos centrales en la cultura de expertos; aceptan someterse a las demandas sociales en relación a las cuestiones propias de su ámbito de competencia.

Cada uno de estos aspectos depende, a su vez, de tres condiciones que aseguren la autoridad cognitiva y social que reclama la disciplina:
i) la primera, si se quiere, es sociológica e implica la construcción de barreras de admisión a una comunidad que lleva a cabo constantemente procesos de delimitación frente a otras;
ii) la segunda es ontológica, pues reclama el derecho a pronunciarse sobre un ámbito de objetos y de verdades de los que se ocupa característicamente;
iii) la tercera es teórica y metodológica: una disciplina se identifica según un conjunto de principios teóricos que gobiernan las explicaciones aceptadas en su ámbito y una serie de procedimientos metodológicos para evaluar la aceptabilidad de las soluciones adoptadas.

Pero ¿cómo podría articular la filosofía su carácter disciplinar y la autoridad bien delimitada de su saber? Por ejemplo, cada disciplina constituye, aunque sea de manera imprecisa, su propio ámbito de objetos. ¿Cómo podría hacerlo la filosofía? ¿Existe un saber especial al que podamos llamar conocimiento filosófico? ¿Respecto a la verdad o falsedad de qué proposiciones se pronuncia la filosofía? ¿Hay verdades que corresponde identificar a la filosofía y sólo a la filosofía? Si es así, ¿qué diferencia estas verdades "filosóficas" de otras a las que accedemos desde el sentido común o desde la ciencia o desde cualquier otra forma de saber?
Tampoco aclara excesivamente la situación hablar de la actividad el filosofar en contraste con un saber filosófico sui generis. ¿Qué se añade a la actitud socrática ante la filosofía como un eterno saber del no saber? ¿Cuál es la seña de identidad de la actividad del filosofar? Para muchos, es el hecho de tener genuinos problemas filosóficos lo que permite delimitar esa área propia de actividad. Pero ¿cómo identificar, entonces, un problema filosófico? Un primer rasgo que se viene a la mente es negativo: su respuesta no está abierta a la investigación empírica. Otras disciplinas, generalmente científicas, están en mejor disposición de acceder a verdades que pueden ser establecidas mediante observación y control experimental. Surge entonces la tentación de establecer una distinción, canónica, entre verdades empíricas y verdades conceptuales. Éstas últimas quizá pudieran ser incluso accesibles a priori. Las cuestiones conceptuales son patrimonio de la reflexión filosófica. Pero ¿es así? ¿No están las ciencias atravesadas de búsqueda y de refinamiento conceptual? Y, por otro lado, ¿por qué debería el filósofo preocuparse exclusivamente de los conceptos? Al abordar las cuestiones que reconocemos como epistemológicas, ¿nos preguntamos por el concepto de conocimiento o por el conocimiento mismo? La cuestión crucial, sin embargo, sigue estando en la dificultad para determinar en qué sentido tal o cual verdad cuenta como filosófica. Tómese el caso de Moore y sus argumentos filosóficos a favor de la existencia del mundo externo. Cuando apela a la proposición "Hay aquí una mano", ¿hay algo que haga de la misma una verdad a la que se accede mediante procedimientos netamente "filosóficos"? O quizá ¿la pregunta que requiere verdades filosóficas es aquella más general, más alejada del sentido común, que pregunta por la existencia del mundo externo y cuya respuesta afirmaría, por ejemplo: "no existe el mundo externo"? Igual que el físico de partículas se pregunta legítimamente por la carga del muón, el filósofo está en su derecho de plantear preguntas por la existencia del mundo externo. Es más, incluso aunque no pudiera establecer un criterio que permitiera decidir a priori qué tipo de preguntas son filosóficas y, por tanto, han de ser objeto de su atención, no tiene problemas para "reconocer la diferencia entre filosofía y no filosofía" (Williamson 2007, p. 4). Claro, como el resto de las disciplinas.
Pero el reto no está ahí: ¿qué hace legítimas las preguntas mismas? Es decir, ¿cómo podemos dar sentido al preguntar mismo que constituye la actividad del filosofar si no es posible establecer a qué tipo de verdades podría uno apelar para zanjar las discrepancias sobre aquello que se pregunta? Quede claro, mis dudas no afectan a la legitimidad del preguntar filosófico; tienen que ver, más bien, con la posibilidad de que esta forma de preguntar pueda ser vista desde los requisitos disciplinares que suponen, como he dicho anteriormente, una delimitación de objetos y verdades a las que la disciplina tiene acceso.
Filosofar no es sino forzar el lugar común, lo trivial, para desvelar su falta de trivialidad, su no carencia de presupuestos. Filosofar no ha de preservar las intuiciones en lo que son sino investigarlas, inquirir sobre aquello que lastra la comprensión. Y, en esa medida, se inmiscuye sobre lo no tematizado de cada uno de los saberes, percibe grietas (según la hermosa imagen de Waismann) en la estructura conceptual de las ciencias. Sus problemas le son propios porque los extrae punzando y escarbando en los ámbitos de realidad de otros saberes. En consecuencia, el sentido del preguntar filosófico no tiene por qué agotarse en la constitución de un ámbito disciplinar propio. Más bien, al contrario, el filósofo se re-plantea problemas surgidos en las disciplinas particulares y entre ellas, seguramente desde un mayor nivel de generalidad. Así, este "lugar" o quizá, como diré luego, "nolugar" habilita a la filosofía para forzar el lugar común. Se puede incluso hacer filosofía desde los ámbitos disciplinares, pero no en un ámbito disciplinar, es decir, sometiendo el preguntar a constricciones que le son ajenas, aunque no indiferentes. Si el preguntar se acompaña de respuestas, de hipótesis y argumentos, éstos serán con toda seguridad de carácter general; excederán los estrechos límites de la disciplina desde la que fueron planteados. La actividad del filósofo se mueve por encima o entre los saberes; examina sus presupuestos y sus formas de comprensión de la realidad; busca su coherencia y su unidad. Aeso podría haberse referido Platón con su "mirar desde lo alto", a una visión que no se agote en lo que cada saber acepta en su interior; no otra cosa es la reflexión. Filosofar no delimita, pues, un terreno de objetos y de verdades propio; filosofar es un ejercitarse en la reflexión sobre aquellos problemas que surgen en su mayor generalidad al presionar sobre los presupuestos y las condiciones de posibilidad de cada saber; filosofar es una búsqueda de la unidad de tales saberes en cuanto sometidos a una pretensión general de mantener ciertas condiciones de racionalidad, ciertos ideales del hombre.
Si existe una peculiaridad de la filosofía es que no puede convertirse en una disciplina entre las disciplinas; no puede llegar a ser una institución.11 La filosofía no puede definirse y establecer sus límites disciplinares dada la incontinencia de su cuestionarse lo evidente en cualquier disciplina o en lo que discurre entre las disciplinas. Es más bien una actitud.12 En este sentido, la filosofía no puede devenir profesional, un ejercicio cuya maestría esté codificada y sancionada públicamente.¿Qué presentación pública de verdades podría ofrecer la institución tal que el Estado pudiera garantizar un derecho legítimo a ejercer tal actividad? La libertad del preguntarse no necesita estar sancionada por el Estado. Su imagen no puede trazarse a imagen y semejanza de saberes expertos.
Esto parecería entregarnos a una situación paradójica. ¿Qué hacer, entonces, ante la situación institucional actual de la filosofía, con su enseñanza universitaria? Kant otorgó un lugar a la Facultad de Filosofía, tal como él la entendía, en cuanto depositaria del legítimo derecho al ejercicio de la razón y de preservación de la verdad dentro de la institución universitaria. Schelling respondió con aquello de que es imposible que exista una Facultad de Filosofía dentro de la estructura universitaria, porque al ocuparse de la totalidad no podía reducirse a una particularidad. ¿No abogó, implícitamente, por un cierto no-lugar institucional del preguntar filosófico? Y, si es así, ¿en qué sentido respondemos a las exigencias de pensar nuestro tiempo, en el que ocupar un lugar disciplinar parece ser condición del legítimo ejercicio del saber? Desde mi punto de vista, este no-lugar disciplinar fortalece la reivindicación última de la filosofía. Si hay una condición universitaria ideal de la filosofía, es la que el propio Kant había supuesto para la misma idea de Universitas, la reunión de los doctos en plena autonomía. Si no detenta el derecho de la enseñanza de un saber profesional es porque se encuentra entre los saberes y allí debe cultivarse con todo su derecho.13
Entre las consecuencias de construir una imagen disciplinar de la filosofía, una de las más perniciosas es pretender que el pensar filosófico debe verse reflejado en otras disciplinas, científicas o humanísticas, debe tomarlas como modelos o analogías desde las cuales poder confirmar su naturaleza disciplinar y su reivindicación cognoscitiva. La filosofía se cultiva a sí misma, ha de cuidar de sí misma a través del autoexamen reflexivo de sus propias condiciones de existencia. Si no, corre el peligro de continuar una larga historia de auto-humillaciones.

Autohumillación de la filosofía

Pensar la filosofía en relación a la ciencia se ha convertido en obsesión en los dos últimos siglos. Es como si el armazón canónico de la filosofía no pudiera sino constituirse mediante un doble proceso de diferenciación y de acercamiento a la ciencia y sus legítimas pretensiones de ofrecer conocimiento certificado. Por ello, no cesa de repetirse, en ocasiones como justificación última de su valor, que todas las ciencias son hijas, retoños, del pensamiento filosófico. Cierta molesta ambigüedad acompaña a tal idea: por un lado, es cierto que la historia intelectual de Occidente pone a ambas bajo el paraguas de la "teorización"; por otro lado, la constante desmembración de los saberes durante los siglos XIX y XX, tras la consolidación del ámbito de las ciencias empíricas, amenaza con dejar sin contenido al ámbito de la supuesta "teorización" filosófica. ¿No sería previsible (para algunos, incluso, deseable) que, en un futuro, aquellos problemas que aún están en manos de los filósofos pasasen a manos de la ciencia empírica una vez que ésta encontrara las técnicas y estrategias para abordarlos sistemática, concienzuda y definitivamente? El estado de debate, confusión y de guerra que acompaña a la filosofía -su supuesta anomalía disciplinar- no es sino un síntoma más de que las alternativas son o bien el abandono de las preguntas filosóficas o bien el establecimiento de programas empíricos de investigación que logren una formulación clara y contrastable de las cuestiones en disputa. Ante este panorama, la filosofía, en los dos últimos siglos, ha fluctuado entre una progresiva humillación ante la ciencia o una exaltación especulativa con tintes poéticos de su tarea.
El impacto de la autoridad epistémica de la ciencia en la cultura ha generado varias líneas de autodisolución filosófica. La desmembración a la que hacía referencia se ha saldado tanto con una actitud de desamparo y abandono como con una reacción exaltada y optimista de conversión de la filosofía en una ciencia. Los intentos en esta segunda línea fueron muchos a principios del siglo XX. Uno de ellos, el de Husserl, quien creía aún en el ideal de la filosofía "como ciencia estricta", postulaba que el camino más seguro para lograrlo era, paradójicamente, separar la filosofía de los procedimientos y objetivos de las ciencias particulares, bien sean las ciencias naturales (nomológicas), bien sean las ciencias del espíritu (tal y como se venían conociendo desde Dilthey). La filosofía puede devenir una ciencia cuyo objetivo es la crítica de las pretensiones de conocimiento. La fenomenología se presenta como el comienzo de una ciencia universal, cuyo objetivo es la fundamentación de todo saber. La filosofía como ciencia estricta es la ciencia de la justificación de toda pretensión de validez que se cumple en el ejercicio de la epoche y la reducción transcendental (Husserl 1910-1911).
Pero una segunda línea ha resultado ser más dramática para la filosofía. El alejamiento de la especulación (y de la metafísica) es el paso definitivo para poder plantear genuinos problemas filosóficos. En 1929, el Círculo de Viena, en las voces de Neurath, Carnap y Hahn (quienes firman el prólogo) publica un manifiesto bajo el título Wissenschaftliche Weltauffassung: Der Wiener Kreis. La superación de la metafísica es, en realidad, la superación de la filosofía mediante la adopción de un método científico para el filosofar: el "análisis lógico de las proposiciones y conceptos de la ciencia empírica" (Carnap 1930). La lógica, renovada tras las contribuciones de Frege, Peano o Russell, proporciona un método seguro para definir y resolver los problemas filosóficos. Ese es el único camino fiable para asegurar la "cientificidad" de la filosofía. La tradición iniciada por el Círculo de Viena y el positivismo lógico ha ofrecido varias concepciones (¡y metáforas!) sobre el "análisis filosófico" en cuanto "análisis lógico": la más "científica" pretendía ver en la desmembración de las proposiciones en conceptos y en la reducción de los conceptos a conceptos más básicos las fases fundamentales. Dos requisitos poco halagüeños y que pronto se convirtieron en promesas incumplidas se derivaban de esta adopción de un método científico para la filosofía: en primer lugar, la necesidad de ofrecer un criterio de demarcación entre los enunciados científicos y los no-científicos; en segundo lugar, una aclaración sobre el estatuto de las proposiciones filosóficas mismas.
Pero, para el desarrollo de la que vino a denominarse filosofía de la ciencia, la década de los años 30 del siglo XX fue milagrosa: ¡toda la filosofía pasaba a ser, de hecho, filosofía de la ciencia! (Danto 1976). Y, en ese afán reductor del discurso, la filosofía de la ciencia sólo podía pretender ser lógica de la ciencia, ya que únicamente los aspectos formales y sintácticos de los lenguajes de la ciencia podían ser tratados "científicamente" y ofrecer "proposiciones filosóficas" genuinas. El resto de supuestos problemas sobre la ciencia podía ser planteado y "resuelto" mediante una traducción de sus versiones "materiales" a sus correspondientes formales (Carnap 1934). La esclavitud de la filosofía pasaba de la teología a las ciencias; el Círculo de Viena proponía una philosophia ancilla scientiae.14 La retirada se hace incluso más dramática al reconocer como su exclusivo terreno el interior de las mismas ciencias:

Si la filosofía hubiera de circunscribirse a la filosofía de la ciencia no destacaría como disciplina independiente. Se podría llevar a cabo mejor su trabajo de crítica y elucidación dentro de las ciencias. Pues es éste un trabajo de especialistas… Pero esto significa suponer que el trabajo del filósofo es puramente analítico (Ayer 1975, p. 16).

Incluso, aunque de hecho la filosofía nunca pueda convertirse en una ciencia, ya que no puede tener función constructiva ni postular el conocimiento a priori de primeros principios, el resultado de tomar sólo en consideración las teorizaciones de otros saberes (en especial, de las ciencias) obliga a una retirada al interior de cada disciplina para garantizar el cumplimiento de "sus tareas".
En cierto modo, también la tradición del análisis escribe un nuevo acto de autohumillación filosófica. No es extraño que algunos de sus defensores se inspiraran y, por supuesto, reaccionaran al veredicto wittgensteiniano de que las proposiciones filosóficas son un sinsentido (Wittgenstein 1922); y, si fuera así, como sugiere Ramsey (1931), el filosofar sería una actitud y tendencia que deberíamos reprimir. Ante las dificultades de llevar a cabo las reducciones previstas y de responder a las paradojas del análisis en cuanto desmembración de conceptos, cobra vida una reacción terapéutica que tampoco promete demasiados rendimientos filosóficos. Ciertamente, el filosofar, como actividad, no ofrece tesis, doctrinas; su proceder se autolimita mediante la exigencia de preservar los usos cotidianos de los términos; ha de no excederse en sus límites para no generar confusiones, embrollos y ansiedades. La filosofía pretende curar las enfermedades provocadas por el uso ilegítimo de ciertos términos que encuentran su lugar adecuado, en el lenguaje común (Wittgenstein 1953, &255). Y el resultado no es más halagüeño para la filosofía, porque de hecho no sólo, como decía Aristóteles, la filosofía se desarrolla en la ociosidad del pensamiento y la reflexión sino que es fruto y resultado de tal ociosidad, de ciertas "vacaciones" intelectuales. "Pues los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje hace fiesta" (Wittgenstein 1953, &38). La tradición de la seriedad15 vence pírricamente: lo más serio es no empujar al lenguaje más allá de sus límites. Y la inevitabilidad de la malinterpretación de las formas lingüísticas que genera "profundas inquietudes" (Wittgenstein 1953, &111) no es mayor consuelo filosófico, ya que condena al filósofo o a la ansiedad o al quietismo.16 Quizá la dieta sea el mejor remedio: no devores problemas filosóficos, el ascetismo del pensar es la mejor manera de no enredarse en embrollos y no caer enfermo.17
Pero cabe releer las observaciones wittgensteinianas con otro espíritu. La filosofía no es una terapia para una enfermedad creada por ella misma. Ni tampoco una restitución del lenguaje a sus únicas condiciones legítimas de uso, las cotidianas. El problema es el siguiente: ¿cómo establece la filosofía el sentido de su tarea de cuestionamiento? Recordemos las metáforas con las que Wittgenstein salpica las Investigaciones filosóficas. Es atractiva la imagen del lenguaje como una ciudad en crecimiento, a la que a los antiguos barrios góticos se suman partes del lenguaje regimentadas y ordenadas (Wittgenstein 1953, &18). La multiplicidad de barrios remeda la multiplicidad de juegos del lenguaje. Entonces, ¿instaura la filosofía, como otras "ciencias", un juego propio, el juego filosófico, sostenido por prácticas regladas? ¿La incapacidad de identificar las reglas de ese juego no significa el abandono de la filosofía?
El lenguaje adecuado a la tarea filosófica nos ha de decir algo. Esta es la única condición mínima para su inteligibilidad. Se somete con ella a la "disciplina" de lo ordinario. Wittgenstein lucha por vencer una tentación, la de hacer de la filosofía un "juego del lenguaje" regimentado y aislado, como única respuesta a sus ansias teóricas. Es ahí donde podría perderse lo que da sentido al filosofar: su anclaje entre múltiples juegos del lenguaje. Si el lenguaje de la filosofía derivara hacia la dulce autosuficiencia de su teoría, entonces se "alienaría"18 de las condiciones en que ejerce con sentido su preguntar. Quiere esto decir que no puede responder únicamente a reglamentaciones internas, disciplinares, con "vida propia". La paradoja que subyace a todo intento por dar cuenta de la legitimidad de la filosofía procede del hecho de que sólo concebimos un modo en que tenga sentido la idea de "corrección", es decir, al interior de un marco en que se responda de cierta forma -bajo las condiciones disciplinares- al mundo. La responsabilidad de la filosofía depende también de cómo "responde al mundo", el complejo mundo de las  conceptualizaciones y formas de acción propias de lo humano. Lo prefilosófico atraviesa lo filosófico desde su mismo origen. La filosofía ha de vivir fuera de sí; ha de atender a otras demandas, a otras convicciones, a las formas de vida en su multiplicidad y riqueza. No existen reglas del juego filosófico; tampoco puede pretender instaurarlas en un acto a-jurídico que declare (performativamente) su legítimo derecho a decir.19 El rigor filosófico es inexcusable; quizá más exigente de lo que requiere el esfuerzo por la claridad y la férrea argumentación. Se mide por la responsabilidad adquirida por las imágenes que pone ante nuestros ojos para avanzar en la comprensión de lo que sabemos y hacemos, en definitiva, de lo que somos.

Conclusión

Espero no haber hecho verdad con mis palabras el aserto de Bernard Williams que he puesto al frente de este texto. De lo que no me cabe duda es que muchas de las cuestiones más interesantes han quedado al margen. Que la filosofía renuncie a sus pretensiones disciplinares difícilmente puede significar que la imagen que da de sí misma difumine definitivamente su valor cognitivo y las virtudes de su ejercicio. Mi intención en este texto era la de desmarcar la imagen de la filosofía de una supuesta condición disciplinar sancionada por un Canon en cuanto anómala. No hay anomalía disciplinar más que si se autocomprende como una disciplina; esta autocomprensión, profundamente errónea, no es sino la respuesta a exigencias culturales cuyos presupuestos la misma filosofía debe ayudar a entender. La filosofía ocupa en la cultura de expertos un lugar peculiar, en cierto modo "de excepción", pues no puede reclamar para sí un espacio propio de saber del que se hace responsable profesionalmente. Pretender hacerlo así es haber aceptado previamente que toda "corrección" y todo valor cognitivo están en manos de los espacios disciplinares. Esto parece haber obligado a ciertas corrientes filosóficas a buscar modelos en disciplinas bien constituidas en vistas a reclamar legítimamente un lugar entre los saberes. En las secciones anteriores he mostrado algunos ejemplos de cómo a lo largo del último siglo, la filosofía se ha apoyado en las credenciales de la ciencia para justificar tal reclamación. Pero ¿sugiere esto que la filosofía debería encontrar modelo en otros saberes, como por ejemplo los humanísticos? ¿Es la filosofía una disciplina humanística? Permítaseme añadir unas palabras sobre un tema que habría necesitado una mayor atención.
No debe la filosofía tampoco sucumbir a la tentación de asimilarse a los procedimientos y prácticas de las disciplinas humanísticas. ¿Por qué habría de hacerlo? Podría ser tan perjudicial como un modelo o un estilo "cientificista". La cuestión, sin embargo, tiene varias aristas que dificultan una respuesta inmediata. Por "humanidades" se entienden muchas cosas muy diferentes, desde un complejo de disciplinas bien consolidadas con pautas metodológicas y principios teóricos más o menos sólidos hasta una serie de actividades ricas y abiertas, conformadoras de cultura. Pero además, las así llamadas "guerras culturales" en el cambio de siglo han generalizado la idea de que las humanidades están despojadas de valor cognitivo y de autoridad, para unos por estar "poco" disciplinadas y, para otros, porque su valor es otro, quizá performativo. ¿Qué modelo de humanidades podría ayudar a conformar la imagen de la filosofía? ¿El de aquellos que se "disciplinan" y establecen sus propios límites de ejercicio? ¿El de aquellos que reclaman unas nuevas humanidades no sometidas a ningún límite disciplinar? ¿No he estado abogando por esto último también para la filosofía? ¿No forma parte esencial de ese complejo de nuevas humanidades? Tal imagen, sin embargo, no deja de ser reductora, pues está acompañada normalmente de una sospecha generalizada hacia los saberes expertos (de la ciencia, en general) en cuanto dotados legítimamente de valor cognitivo. Hacer la filosofía a imagen y semejanza de las humanidades puede significar el peligro contrario al de un acercamiento excesivo a la ciencia en cuanto modelo "cognitivo", perder de vista un tipo de rigor como ideal del conocimiento humano. En un profundo artículo, B. Williams reclamaba la filosofía como "disciplina humanista" (Williams 2006). Creo, no obstante, que estaba confundiendo dos ideas: la filosofía no necesita modelos disciplinares, tampoco de las humanidades, pero no puede renunciar a ser una "empresa humanista". Es esta idea la que subyace a la exigencia kantiana de reconducir el filosofar, en su dimensión mundana, a una teleologia rationis humanae que intenta abarcar las más variadas formas de experiencia humana.
La filosofía reclama un estado de excepción disciplinar. Pero ¿de dónde procede la legitimidad de tal reclamación? ¿Es capaz la filosofía de dotar de sentido a su tarea de cuestionamiento de las formas de conceptualización y de acción en el mundo? Dos aspectos son cruciales en la respuesta a esta pregunta: el primero tiene que ver con la inteligibilidad de su modo de preguntar; el segundo con la corrección en la manera de llevar a cabo su tarea. No es condición general de inteligibilidad el que sea posible establecer condiciones de respuesta a cada pregunta. O, al menos, el valor cognitivo de una cierta tarea no se deja atrapar en firmes condiciones de ratificación. La inteligibilidad del preguntar filosófico se remite al complejo espacio de la experiencia humana, una experiencia trufada de valor y de exigencias racionales. Es la experiencia la piedra de toque del sentido de todo preguntar filosófico. También la corrección se ha de entender como "responsabilidad" ante la experiencia humana. Quizá no pueda decirse nada más concreto sobre los valores y virtudes que promueve la filosofía sin generar una y otra vez paradojas sobre su condición. Al menos sabemos que no descubre nuevos hechos; como sugería Wittgenstein, todo está a la vista, pero no todo aparece ante nuestros ojos de modo adecuado. Muchos aspectos de nuestra existencia parecen desvanecerse ante una mirada errada, desfiguradora. Entre las exigencias ineludibles del buen filosofar está la de escapar a esas imágenes que velan nuestra percepción y mejorar la comprensión de la vida humana. Su cuestionamiento, siempre motivado por una cierta insatisfacción, se enmarca en una búsqueda de comprensión que, en la filosofía, no puede tener como último criterio más que la autoridad derivada de nuestro carácter como seres intelectuales y como seres prácticos, morales. Para seres como nosotros, puede decirse, hay modos de cuestionamiento, resultado de aplicar virtuosamente nuestras capacidades de reflexión, que son inevitables.
Esta imagen de la filosofía, libre de las trabas disciplinares, y en este sentido "excepcional" en nuestra cultura de expertos, no responde a una esencia del filosofar, pero tampoco es un resultado institucional contingente. Su auto-comprensión remite no sólo a las condiciones reales de su ejercicio sino también a la insatisfacción con una práctica que se vuelve sobre sí misma y se oculta a la realidad humana. Berlin, en una de las caracterizaciones (meta)filosóficas más hermosas que conozco, resumía así el sentido de su búsqueda:

La tarea de la filosofía, difícil y penosa a menudo, consiste en desenterrar, en sacar a la luz las categorías y los modelos ocultos en función de los cuales piensan los seres humanos (esto es, el uso que hacen de palabras, imágenes y otros símbolos), para poner de manifiesto lo que de oscuro o contradictorio hay en ellos; para discernir los conflictos que los oponen entre sí e impiden la construcción de manera más conveniente de organizar, describir y explicar la experiencia (ya que toda descripción, lo mismo que toda explicación, encierra algún modelo en términos del cual se llevan a cabo la descripción y la explicación); y luego, en un nivel todavía "más alto", consiste en examinar la naturaleza de su propia actividad (epistemología, lógica filosófica, análisis lingüístico) y sacar a la luz los modelos ocultos que actúan en esta actividad de segundo orden, filosófica… (Berlin 1982, p. 40-41)

Esta actividad, socialmente peligrosa, intelectualmente difícil, a menudo dolorosa e ingrata, pero siempre importante, es la labor de los filósofos; tanto si se ocupan de las ciencias naturales, como si meditan sobre cuestiones morales, políticas, o puramente personales. La meta de la filosofía es siempre la misma; ayudar a los hombres a comprenderse a sí mismos para que de este modo puedan "actuar a plena luz, en vez de salvajemente en la oscuridad" (Berlin 1982, p. 42).

Notas

1 La redacción de este texto se ha hecho en el marco de un proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español (HUM2006-03221). Agradezco los valiosos comentarios de Fernando Broncano y Josep Corbí a versiones previas del mismo.

2 Recuérdese la ya clásica obra de Collins (1998).

3 Hay varias ideas posibles de genealogía. Implícitamente, estoy adoptando una concepción en la que una reconstrucción histórico-genealógica no separa las cuestiones descriptivas de las razones que justifican la aparición y consolidación de una cierta actividad. Mi idea última es que la pregunta por el "cómo" (también en Rabossi) esconde una cuestión sobre el "por qué".

4 No voy a comentar los diez preceptos que Rabossi incluye en su reconstrucción del Canon filosófico. Estoy seguro de que él mismo habría estado dispuesto a sustituir alguno de ellos o a admitir otros. Tiene menos interés cómo se formula la preceptiva canónica cuanto la función que desempeña en la articulación de la anomalía disciplinar de la filosofía.

5 A lo cual podría responderse, con una retórica no menor: ¿no estaban las teorías sobre el intelecto agente más desarrolladas en el siglo XV que en sus orígenes?

6 Algo así se sugiere en la obra de Williamson (2007), quien también queda vencido por un cierto cientificismo. En sus palabras, no estaría de más aplicar la matemática a muchos de los problemas filosóficos (aunque, añade, no sea posible la reducción de la filosofía a la matemática). Cabría preguntarse si los problemas filosóficos resolubles (los únicos genuinos) no son sino problemas de matemáticas aplicadas; pero si es así, sorprende que los matemáticos estén tan poco interesados por ellos. Debe ser prurito profesional.

7 Más bien, la idea es la siguiente: si la pregunta por el "cómo" no quiere verse reducida a una mera demanda de "hechos", debe estar gobernada por cuestiones de valor. Josep Corbí me animó a ver así la cuestión.

8 La expresión "visión sinóptica", como es bien sabido, procede de Sellars.

9 Ya en el prólogo a la segunda edición de la Kritik der reinen Vernunft, Kant instaba a que el gobierno legislara para facilitar la libertad de expresión mediante la cual la razón pudiera examinarse a sí misma con total autonomía.

10 En realidad, Kant concibe ese espacio público como interno a la labor universitaria. El objetivo al escribir este opúsculo era, ante todo, justificar el derecho a dirimir el conflicto fe/razón que subyacía al debate que suscitó la publicación de La religión dentro de los límites de la mera razón y que le valió una advertencia desde el poder. El problema es de amplio calado, pues plantea la cuestión acerca de cómo la ciencia misma se constituye como una esfera pública no sometida al arbitrio de la opinión de la esfera pública política, en aquello que concierne a la determinación de la verdad.

11 Derrida, en varios textos, se ha ocupado de la cuestión (Derrida 1984, 1990, 2002).

12 "Philosophy as a certain attitude, purpose and temper of conjoined intellect and will, rather than a discipline whose boundaries can be neatly marked off", (James 1924, p. 6). En la obra cita a Dewey como fuente de la idea.

13 Muchas consecuencias deberían derivarse de este hecho en la organización misma de los estudios filosóficos. Manuel Sacristán, en un conocido ensayo publicado en 1968, introdujo algunas propuestas que, desde mi punto de vista, siguen vigentes hoy en día y deberían ser discutidas más seriamente. Sacristán (1968) aboga por el cierre de la especialidad de filosofía y su transformación en un instituto de investigación que se nutriera del resto de las disciplinas. De hecho, cabe destacar que la imagen de la filosofía que intento dibujar da sentido a una actitud naturalista amplia en la que el pensamiento filosófico no se hace en el vacío sino en el contacto con cualquier saber legítimo.

14 Sólo Schlick en un par de extraños y casi paradójicos artículos pudo defender que (1) la filosofía no es una ciencia; (2) es, al mismo tiempo, la "reina de las ciencias" y (3) puede adoptar un método científico de planteamiento y resolución de problemas. Véase Schlick (1930) y Schlick (1932).

15 Sobre el contraste entre la tradición de la seriedad y la del juego libre, véase el artículo de Sosa (1988) y, por supuesto, la defensa rortyana de la ironía y el juego.

16 Las observaciones sobre la filosofía que incluye Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas son, en apariencia, tan "profundas" como las del Tractatus y no menos "autodisolutorias". Véanse parágrafos como los siguientes: &116, &123, &133. En el texto ofrezco una relectura más caritativa con los esfuerzos wittgensteinianos por pensar la identidad de la filosofía.

17 Esto no significa que la tradición del análisis que busca reconocer y mostrar los errores lógicos de buena parte de las proposiciones filosóficas no tenga interés. Pero la filosofía no puede ser únicamente una forma de terapia interna consistente en poner remedio a las enfermedades que ella misma ha creado. Es otra manera de la autocomplacencia que conduce a su fin. Para diferentes versiones del análisis véanse los artículos de la recopilación de Rorty (1967).

18 Tomo aquí la expresión de Williams (2006), quien critica a Wittgenstein por no haber sabido expresar adecuadamente lo que significa la necesidad de que la filosofía no "se aliene de la conciencia ordinaria" (p. 208). Yo propongo una interpretación más amplia de lo que debe incluirse en esta idea de lo ordinario, que incluye otras formas de teorización y de acción que incluso excedan las condiciones del mundo de la vida.

19 Algo así parece querer defender Derrida (2002) en un atractivo texto. Otros han sugerido que la tarea filosófica ha de exhibirse a través de la creación de conceptos (Deleuze y Guattari 1991); pero, de nuevo, tal actividad carecería de legitimidad si no "respondiera" a las exigencias de "lo ordinario", en el sentido amplio en que lo he definido, o si respondiera únicamente a las exigencias del "pensamiento" (sea lo que sea que se quiera decir con esto último). El filósofo no está más habilitado para crear conceptos que cualquier otra persona en otras de las esferas culturales.

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