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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.30 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2010

 

ARTÍCULOS

El refugio de la claridad1

Josep E. Corbí

Universidad de Valencia

Resumen

La claridad y la argumentación sirven de refugio frente a la charlatanería en el filosofar, pero quienes enfatizan tales principios metodológicos tienden a identificar la claridad con la literalidad y la argumentación con la formalización. En este trabajo, considero los límites de una elucidación filosófica de nuestras prácticas morales que descanse en tal identificación; para ello, examino la relevancia de la posición original de John Rawls para la determinación de los principios de la justicia y, en general, de los experimentos mentales para el estudio de la moralidad. La relevancia de la posición original depende, a mi entender, de un supuesto de concordancia según el cual, a menos que incurramos en algún error deliberativo, no puede haber discrepancia alguna entre nuestros juicios relativos a la justicia acerca de una situación hipotética y nuestros juicios cuando nos enfrentamos realmente a la misma. A lo largo del texto, trato de mostrar que tal supuesto es insostenible a partir del examen de una experiencia moral particular: a saber, la experiencia del soldado; y, para ello, revindico las virtudes deliberativas de la conciencia expresiva de ciertos hechos frente a una mera conciencia declarativa de los mismos; finalmente, extraigo algunas consecuencias de esta distinción para la definición de un estilo filosófico.

PALABRAS CLAVE: Rawls; Posición original; Experimento mental; Deliberación; Canon filosófico.

Abstract

Astress on clarity and argumentation may serve as a refuge against quackery, but often those who focus on such methodological principles tend to identify clarity with literalness and argumentation with formalization. My reflection upon the limits of a philosophical style inspired in such an identification is mainly concerned with the use of thought experiments in the elucidation of our moral practices and, more specifically, with the relevance of John Rawls' original position for the determination of the basic principles of justice. To this purpose, I emphasize that the relevance of the original position rests on a matching assumption according to which, if agents deliberate appropriately, there should not be any gap between our judgments concerning justice about a hypothetical situation and our judgments whenever we are actually confronted with it. I will, nevertheless, explore a particular moral experience, namely, that of the soldier, only to conclude that such an assumption is untenable. More specifically, I will defend the deliberative virtues of an expressive awareness of certain facts as opposed to a mere declarative awareness of them. In the last section, I will derive some implications of this distinction as to the articulation of a philosophical style.

KEY WORDS: Rawls; Original position; Thought experiment; Deliberation; Philosophical style.

"No, no es malo que acabase del modo en que lo hizo, en derrota.
Eso nos abrió los ojos"
(Alexievich 1992, p. 36).

1. Presentación

Abundan en el contexto académico de la filosofía española los textos en los que las citas se acumulan acompañadas de una breve paráfrasis que apenas las ordena e ilumina; se mencionan en los mismos nombres de filósofos reconocidos para que el discurso brille con aparente autoridad. Es manifiesto en tales textos el miedo a defender, e incluso a formular, un pensamiento propio, una idea, una manera de mirar; y también el temor a distinguir y esclarecer. Si uno distingue, se expone a mostrar los límites de su entendimiento; si uno defiende una posición propia, se siente desposeído de los aderezos de la autoridad y el prestigio; tras estas prácticas habita la inseguridad por más que tales palabras se acompañen a menudo de un gesto engolado y circunspecto. Esta manera de actuar tiende a multiplicarse entre quienes centran su atención en el estudio de algún filósofo de la denominada 'tradición continental', aunque no confundo la relevancia de esa tradición con las carencias de algunos de los que se presentan como sus más fieles acólitos. Ante el oscurantismo de tales seguidores, algunos buscamos refugio en la reivindicación de la claridad de otra tradición, la denominada 'tradición analítica'.2 Donde antes se prodigaba una actitud sacerdotal ante los textos de la historia de la filosofía, se reivindica ahora la necesidad de que cada filósofo, por modesto que sea, presente un argumento y defienda una tesis; donde la oscuridad parecía dignificar el discurso, la claridad se convierte en el valor supremo y se trazan continuamente distinciones con el propósito de evitar cualquier posible ambigüedad. Si en un caso se evitaba la discusión y se interpretaban los comentarios como un ataque personal o como una loa, en el otro se hace ostentación de la apertura a la crítica y se subraya el interés por examinar las diferentes propuestas sin atender al reconocimiento académico que sus proponentes pudiesen merecer.
El contacto con la tradición analítica ha traído, a mi entender, aire fresco a los anquilosados hábitos del quehacer filosófico en la universidad española y ha aproximado nuestro trabajo a la comunidad filosófica internacional mediante la introducción de mecanismos de reconocimiento más o menos estandarizados. Estamos lejos de haber alcanzado la normalidad que algunos creíamos desear: no nos vemos todavía como miembros de esa comunidad, sino como periféricos;3 nos nutrimos de voces que todavía percibimos como viniendo de fuera; enviamos a nuestros jóvenes a lugares a los que no pertenecemos para que allí se formen y regresen investidos con el aura de la sabiduría; como neófitos, no acabamos de asimilar los comportamientos que imitamos y exageramos sus aspectos más llamativos hasta rozar lo grotesco. A pesar de todo, si miramos hacia atrás, considero que el contacto con la tradición analítica ha mejorado los hábitos del quehacer filosófico en España y también en Latinoamérica. La cuestión que me ocupa en este escrito no se centra, sin embargo, en nuestra condición de periféricos ni en las dificultades que podamos encontrar para participar de la comunidad internacional, sino en reflexionar acerca de las virtudes de los objetivos mismos que perseguimos. Mi reflexión se alimenta de la sospecha de que tal vez los dioses que adoramos (y agasajamos sin proporción ni medida) nos hayan ayudado a salir de una confusión que nos asfixiaba y, con ello, hayamos mejorado en algún grado nuestras instituciones académicas, pero puede que nos conduzcan a una comprensión inadecuada del papel de la filosofía en nuestro modo de vida. El énfasis en la claridad y el rigor argumentativo nos ha servido de refugio frente a la charlatanería, pero quizá ese refugio se haya convertido en una cueva de la que apenas sentimos la necesidad de salir. Y no es que la claridad y la argumentación tengan por sí mismas ese efecto pernicioso, pero determinada manera, rígida y contraída, de entender tales criterios metodológicos acaban por moldear nuestro pensamiento de tal modo que nos preocupa más atenernos a sus exigencias que comprender el asunto de que se trate, sin que seamos capaces de acomodar la noción de claridad y de rigor argumentativo a lo que cada objeto de estudio nos reclame.4 Si este peligro acecha al quehacer del filósofo periférico es porque se ve en gran medida cumplido en los hábitos de la metrópoli que aquel trata de imitar,5 por lo que la reflexión que sigue acerca de la conveniencia de ciertos hábitos y rituales para el desarrollo de la filosofía y su contribución a la vida humana, será de utilidad para la evaluación del canon filosófico dominante en la tradición analítica, y no solo para dilucidar la condiciones del quehacer filosófico en la universidad española o, en general, en los países de habla hispana.

2. El estilo cientifista

Bernard Williams inicia su artículo 'Philosophy as a Humanistic Discipline' con una pregunta:

¿Qué modelos, ideales o analogías hemos de considerar a la hora de pensar los modos en los que ha de practicarse la filosofía? Esta pregunta es la versión actualizada de una cuestión tradicional y más general de naturaleza filosófica: ¿Cómo ha de entenderse a sí misma la filosofía? (Williams 2006, p. 180, la cursiva es mía).

Sugiere esta pregunta que la filosofía ha de encontrar sus ideales o analogías en otras áreas o empresas de la vida humana, que no debe, por tanto, concebirse como una disciplina auto-contenida, pues su relevancia derivará en gran medida del modo en que se relacione con uno u otro aspecto de nuestra cultura. La pregunta pierde también su inocencia al sugerir que más de un aspecto de la cultura pueda ser fuente de inspiración y modelo de la tarea filosófica. Esta posibilidad no dejará de sorprender a quienes consideran que la ciencia es la única forma de conocimiento y que otras manifestaciones culturales, como la novela o la pintura, sirven para nuestro goce y entretenimiento, pero nada nos dicen acerca del mundo y de nuestra situación en el mismo. Emparentada con esta sorpresa se halla la convicción de que, entre las llamadas ciencias, son la física, la química y la biología las que definen el modelo a seguir y que otras investigaciones, como las de la historia o la psicología, solo pueden reconocerse como formas de conocimiento en la medida en que sus prácticas se asimilen a las de esas ciencias privilegiadas. Parece seguirse que, si la filosofía ha de ser fuente de algún tipo de conocimiento y no vana palabrería, debe adaptarse a los métodos de la ciencia y responder a sus ideales; obtendríamos, de este modo, una respuesta a la pregunta que Williams se formulaba: las ciencias naturales han de proveer los ideales y analogías en los que se inspire el quehacer de la filosofía. Se define de este modo una concepción de la tarea filosófica que podemos denominar 'cientifismo filosófico', y que no se limita a defender que una cierta familiaridad con las prácticas científicas ha de ser ingrediente indispensable de la formación filosófica, sino que insiste en que el buen filosofar ha de seguir los criterios que alimentan tales prácticas. De este modo, el cientifismo filosófico se presenta como una posición filosófica que, entre otras cosas, establece los criterios normativos a la luz de los cuales ha de evaluarse cualquier quehacer filosófico.
No discutiré en el presente artículo la plausibilidad de esta concepción del filosofar, sino la de un estilo de reflexión filosófica muy extendido en la tradición analítica y que suele encontrar apoyo teórico en el cientifismo filosófico, pues interpreta su propia práctica como una traslación al ámbito de las cuestiones filosóficas del rigor argumentativo y la claridad que parecen imperar en las investigaciones científicas; podríamos, por esa razón, denominarlo 'estilo cientifista del filosofar'. Williams (2006, p. 183) lo caracteriza del siguiente modo:

Una cuestión que me intriga y cuya respuesta desconozco es la relación entre la concepción cientifista de la filosofía, por un lado, y, por otro, el estilo habitual de numerosos textos de filosofía analítica que buscan la precisión con un control mental total, mediante el recurso a continuas (y rígidas) indicaciones interpretativas. De algún modo, este proceder le resultará familiar a cualquier lector de filosofía analítica, y demasiado familiar a todos los que contribuimos al mismo. Este estilo trata de deshacer por adelantado cualquier malentendido (o mala interpretación u objeción) concebible, incluyendo los que solo se le ocurrirían a una mente maliciosa o una persona patológicamente centrada en la literalidad. Esta actividad por sí misma es a menudo tristemente equiparada con la cacareada claridad y rigor de la filosofía analítica. … Cuando el cientifismo está en el ambiente, tal estilo puede alimentarse del espíritu científico y tratar de imitar los escrupulosos procedimientos de la ciencia. Sus practicantes pueden convencerse de que si multiplican suficientemente sus matizaciones y contra-ejemplos, están procediendo según el equivalente filosófico de un protocolo bioquímico.

El esfuerzo del científico por recoger en sus protocolos solo los hechos que observa (independientemente de lo ingenuo que tal empeño pueda parecer) se convierte entre los practicantes del estilo cientifista en un apego por la claridad entendida como literalidad y por evitar el sonrojo que conlleva un error meramente formal en la argumentación.7 Por ello, el filósofo analítico se esfuerza en formular definiciones y tesis que sean, en su literalidad, invulnerables (atributo que va a menudo en detrimento de su relevancia) y, para ello, se demora en todo tipo de aclaraciones y objeciones como si se tratase del laboratorio en el que tal tesis se ha de contrastar. No dudo de los beneficios filosóficos de la discusión; suscribo, incluso, la afirmación de que en un sentido relevante la discusión y el diálogo son el laboratorio de la filosofía; aún más, entiendo que las objeciones y clarificaciones han de jugar un papel significativo en toda elucidación filosófica. El problema surge, a mi entender, cuando se pierde de vista la noción de relevancia; cuando interesa más que la tesis defendida sea sostenible en su literalidad que su capacidad de iluminar el objeto sobre el que supuestamente versa el análisis.8 Si alguna vez se menciona la relevancia de la cuestión que se suscita, es simplemente para ubicar la tesis en el seno de un debate académicamente acotado, pero cuya significación efectiva para nuestra vida y para otros aspectos de la cultura a nadie parece preocupar.
La proliferación del estilo cientifista no es ajena a su capacidad de ordenar los mecanismos de reconocimiento en un contexto en el que, a diferencia de lo que ocurría hasta hace tan solo dos siglos, la filosofía se practica fundamentalmente en la universidades y en los institutos de investigación.9 Tales instituciones están sometidas a criterios burocráticos de control que se ven favorecidos por la existencia de mecanismos estandarizados de evaluación y cuya satisfacción garantiza el prestigio social de la institución. Las dificultades en el ejercicio del estilo cientifista, con sus retruécanos y su énfasis en la abstracción, garantizan la exclusión de los 'dilettantes' y un nivel mínimo de competencia entre sus practicantes. Se entiende, entonces, que la cuestión de la relevancia quede reducida al papel de la propuesta examinada en algún debate  académicamente establecido. No es de desdeñar el lugar que en este proceso juegan las revistas especializadas,10 ordenadas en un estricto orden jerárquico, así como las enciclopedias filosóficas continuamente actualizadas en las que se define lo que ha de saberse sobre el asunto de que se trate. Cualquier exploración que no se ajuste a tales requisitos es reservada a los filósofos consagrados o desechada por su escaso rigor y profesionalidad. Si añadimos los sistemas mercantiles de contratación que proliferan en las universidades anglosajonas, obtenemos una práctica filosófica centrada en la reproducción de un patrón que garantiza la satisfacción de ciertos requisitos estandarizados y se despreocupa de cualquier forma de comprensión que requiera de una inversión cuyos frutos sean inciertos y que, en cualquier caso, solo pueden producirse a largo plazo. Tal vez, los sociólogos puedan demostrar que, a pesar de que la institucionalización de la filosofía da lugar a una masa de académicos con escasa inventiva, es el mejor procedimiento para que las mentes verdaderamente creativas destaquen y elaboren sus más novedosas propuestas. Puede que tales instituciones sean provechosas para el avance tecnológico, pero dudo de que la idea de una masa de filósofos especializados, con una escasa comprensión del papel de su reflexión en el contexto de la cultura, sea el mejor procedimiento para que la tradición filosófica cumpla un papel fructífero en la vida de los seres humanos, aun si de ese modo se favorece el surgimiento de otros filósofos significativamente más creativos.11 No entraré, en cualquier caso, en esta compleja cuestión sociológica, sino que estudiaré otra de naturaleza más filosófica, a saber: si las mentes más creativas en filosofía pueden proceder razonablemente según el estilo cientifista. Como es natural, no abordaré esta cuestión en toda su amplitud, sino que centraré mi reflexión en un ámbito particularmente relevante del filosofar: la elucidación de la naturaleza de nuestras prácticas morales y su papel en una vida humana que pueda aspirar a cierto grado de sentido; en concreto, atenderé a un aspecto nuclear del estilo cientifista en el estudio de tales prácticas, a saber: el uso de los experimentos mentales para la determinación de los principios que las articulan. No es mi propósito negar que los experimentos mentales deban jugar un papel en la deliberación moral. Mi preocupación estriba simplemente en que, si la reflexión en torno a experimentos mentales no se ve complementada con otros medios, puede descansar en una comprensión distorsionada de nuestras prácticas morales que, fruto de la aparente sofisticación del experimento, quedaría indebidamente robustecida y confirmada.
Son muchos los motivos que favorecen el uso de experimentos mentales como el recurso metodológico fundamental en la elucidación de cuestiones éticas y meta-éticas. Algunos arraigan en cierta concepción de la razón y del papel que ésta ha de jugar en el gobierno de nuestras vidas. Tal es el caso de la posición original que John Rawls propuso como instrumento deliberativo para determinar los principios de la justicia que han de articular la estructura básica de una sociedad. En la sección que sigue, caracterizaré sucintamente tal experimento mental, así como la concepción de la racionalidad que presupone y los criterios metodológicos que, según Rawls, deben satisfacerse para que el mismo contribuya a determinar los principios de justicia. Subrayaré, en concreto, que la relevancia de la posición original depende de un supuesto de concordancia según el cual, a menos que incurramos en algún error deliberativo, no puede haber discrepancia entre nuestros juicios relativos a la justicia acerca de una situación hipotética y nuestros juicios cuando nos enfrentamos realmente a la misma.
Trataré de mostrar que tal supuesto es insostenible, al menos si las capacidades deliberativas de las que hablamos han de ejercerlas seres humanos de manera que la posición original pueda sernos de utilidad para determinar los principios de la justicia. Con tal fin atenderé con cierto detalle a una situación particular, a saber: las transformaciones metafísicas y epistémicas que se producen en el soldado entre la partida, el campo de batalla y el regreso. Examinaré tal cuestión a la luz de las experiencias de los soldados soviéticos en la guerra de Afganistán (1979-1989), tal y como quedan recogidas en el libro de Svetlana Alexievich Zinky Boys. Soviet Voices from a Forgotten War; defenderé, en concreto, la existencia de una barrera (metafísica y epistémica) infranqueable entre el mundo de quienes permanecen en casa y el mundo de quienes regresan. La naturaleza de tal barrera se articulará en torno a la distinción entre la conciencia declarativa y la conciencia expresiva de ciertos hechos, que está vinculada a las transformaciones metafísicas y epistémicas que sufre el soldado cuando se encuentra en el campo de batalla y a las que quienes permanecen en casa son necesariamente ajenos.12 No obstante, para que este argumento afecte a la posición original es necesario mostrar que (a) la disparidad entre el juicio del soldado y de quien permanece en casa es relevante para una concepción política de la justicia y (b) que hay casos centrales en los que no ha de prevalecer el juicio hipotético o distanciado. Es fácil ver, respecto a la primera cuestión, que el modo en que se entienda la experiencia del soldado es relevante a la hora de determinar las políticas de reparación y, por ende, concierne a las condiciones de una respuesta políticamente justa a la experiencia del daño; la segunda de las cuestiones será objeto, en cambio, de las secciones 3 y 4 de este escrito.

3. La posición original

La posición original no es una situación histórica, sino hipotética, en la que los sujetos se atienen a un conjunto de condiciones en su deliberación acerca de los principios que deben articular la estructura básica de la sociedad.13 El objeto de la deliberación consiste en formular hipótesis acerca de los principios de la justicia en los que coincidirían todos los sujetos que deliberasen de ese modo. Las condiciones a las que Rawls se refiere se resumen en lo que sigue:

(1) deliberar tras un velo de ignorancia que se cifra en el desconocimiento (a) del lugar que uno ocupa en la sociedad así como
(b) de sus rasgos biológicos particulares y (c) de cuál sea la concepción del bien con la que se identifica.14
(2) suponer que los sujetos son iguales en tres aspectos: (a) son capaces de elegir "los medios más efectivos para determinados fines" y, en este sentido, son racionales;15 (b) poseen ciertos poderes morales tales como (i) un sentido de la justicia, que asegura que los principios en los que se concuerde serán respetados;16 (ii) la capacidad para una concepción del bien, si bien los sujetos han de hacer abstracción de la concepción del bien con la que cada uno de ellos se identifica;17 y (c) todos los sujetos han de gozar de los mismos derechos a la hora de participar en los procedimientos mediante los que se determinan los principios de la justicia.18

Si la posición original ha de ser un instrumento que utilicen los seres humanos, no podemos esperar que los sujetos se sitúen efectivamente en tales condiciones, pues son inconsistentes con las habilidades propias de un ser humano adulto. No podemos (y esta es una imposibilidad conceptual) reconocerle a alguien tal condición sin conceder a un tiempo que conoce algo de su dotación biológica particular, de su situación social efectiva y de la concepción del bien con la que se identifica. Lo más que podemos esperar es que los sujetos hagan abstracción de los rasgos psicológicos o sociológicos que se cumplen en su caso particular, aunque, naturalmente, esa pretendida ignorancia sea compatible con que los sujetos hagan uso del conocimiento que tengan de ciertas verdades psicológicas o sociológicas de naturaleza general. Rawls (y con él muchos otros) está convencido de que tal distanciamiento de los detalles de los propios rasgos psicológicos y biológicos es imprescindible para alcanzar la imparcialidad que requiere el establecimiento de los principios de la justicia. Ahora bien, tal procedimiento solo es posible si suponemos que las capacidades deliberativas que participan en la determinación de los principios de la justicia están significativamente encapsuladas, de tal modo que su ejercicio sea independiente de cualesquiera otros rasgos del sujeto y que, por eso mismo, han de concebirse como meramente idiosincráticos.
Rawls nos advierte que su concepción de la racionalidad ha de ser compatible con una concepción filosófica y psicológicamente razonable del sujeto.19 No se demora en la discusión de hasta qué punto tal requisito pueda verse cumplido, pero su mera existencia nos revela que lo que le ocupa no es diseñar un procedimiento que sea adecuado para determinar los principios de la justicia por parte de unos supuestos seres meramente racionales, sino en qué medida tal procedimiento puede ayudarnos a establecer tales principios;20 y tal 'nos' solo puede aludir a los seres humanos que participan efectivamente en nuestras prácticas morales y políticas. Se sigue que el uso de 'posible' que se haga en la determinación de nuestras capacidades deliberativas ha de verse constreñido por las posibilidades que están abiertas o cerradas a tales seres humanos. Si la capacidad de hacer abstracción del propio carácter está abierta a tales sujetos y además ese procedimiento les permite alcanzar una estimación de lo justo más apropiada que otros medios, la posición original (y, en general, los experimentos mentales) quedará reivindicada como un instrumento ventajoso para la determinación de los principios de la justicia; si por el contrario, tal capacidad de distanciarnos aparece como beneficiosa en ocasiones, mas en otras como distorsionadora, nos veremos en algún momento obligados a rebasar los límites de un ejercicio deliberativo encapsulado; y si tales ocasiones no son accidentales, sino centrales en nuestras prácticas morales, el papel de los experimentos mentales quedará disminuido y, con ello, la pertinencia del estilo cientifista al menos en lo que concierne a la reflexión filosófica en torno a cuestiones éticas y meta-éticas.
La posición original se propone, en cualquier caso, como "un mecanismo de representación o, alternativamente, como un experimento mental pensado para la clarificación pública y la autoclarificación" (Rawls 2002, p. 41), con el propósito de determinar los principios de la justicia de una sociedad. Este propósito solo podrá verse cumplido si, como indica Rawls, la posición original satisface los requisitos metodológicos del equilibrio reflexivo,21 es decir, si tanto los principios que hipotéticamente se acuerden en la posición original como los juicios particulares que se deriven de los mismos, concuerdan con "nuestros juicios ponderados una vez debidamente pulidos y ajustados" (Rawls 1979, p. 38).22 Es fácil ver que, si este requisito metodológico ha de tener algún contenido, los criterios para identificar cuáles sean nuestros juicios ponderados han de ser razonablemente independientes del hecho de que tales juicios concuerden o no con los que se deriven de la posición original y, en lo que a los juicios acerca de la justicia se refiere, atender a casos paradigmáticos de producción del daño y a sus condiciones de reparación ha de ocupar un lugar relevante y, por ello, el estudio de la experiencia del soldado parece pertinente, aunque sea asunto más espinoso ponderar la relevancia precisa de los testimonios particulares en los que me apoyo. En este artículo, podré insinuar por qué entiendo que tales testimonios son iluminadores y relevantes, pero para vencer mayores reticencias necesitaría extenderme en la consideración de cómo iluminan otras experiencias de daño como, por ejemplo, la tortura.23 Parece claro, en cualquier caso, que la concordancia entre nuestros juicios ponderados y los que se sigan de la posición original solo puede garantizarse si suponemos que, "cuando los sujetos deliberan correctamente, los juicios hipotéticos acerca de una situación particular coinciden necesariamente con los que los sujetos emiten cuando se enfrentan de hecho a la misma". Es decir, si admitimos el supuesto de concordancia.
Cualquier discrepancia que pueda darse entre ambos tipos de juicios deberá explicarse por alguna carencia en el proceso deliberativo, ya sea porque la cercanía despierta las pasiones del sujeto y sesga su juicio, ya sea porque la distancia le impide percibir debidamente algunos aspectos de la situación. La cuestión que importa es que tales deficiencias han de ser identificables y, lo que es más importante, subsanables; si bien la modalidad a la que se hace referencia ha de ser relativa, como ya he subrayado, a las capacidades deliberativas de los participantes en las prácticas morales y no a la de un sujeto idealizado. Alguien podría insistir en que la idea misma de deficiencia deliberativa conlleva la referencia el ejercicio reflexivo de un sujeto idealizado. Es fácil ver, sin embargo, que tal conclusión no se sigue a no ser que impongamos condiciones al modo en que se lleva a cabo la idealización acerca del modo en que nos alejamos de los comportamientos efectivos para idealizarlos; pues, si no impusiésemos restricción alguna y dejásemos que la idealización se llevase a cabo con entera libertad, no habría razón alguna para pensar que hacer abstracción del propio carácter es, como propone Rawls, mejor modo de deliberar acerca de la justicia que comprometerse emocional y personalmente con la situación de que se trate. Podríamos, con tal propósito, idealizar el modo en que las emociones impactan sobre el sujeto y considerar que, en un sujeto ideal, no nublarían realmente su entendimiento, sino que le procurarían una comprensión más atinada y profunda. Por tanto, si ha de primarse una idealización frente a otra, como el modelo de Rawls parece dar por entendido, deberá justificarse al menos por qué una y no la otra se halla al alcance de de los participantes en nuestras prácticas morales, y un modo muy razonable de lograrlo sería argüir que una y no otra está al alcance de tales sujetos morales; llegaríamos así al punto del que partía: lo posible de lo que hablamos ha de estar constreñido por las capacidades deliberativas de los participantes en nuestras prácticas morales. Mi propósito es mostrar que las virtudes deliberativas que la posición original presupone no están al alcance de tales partícipes y esta conclusión afectará, como veremos, a las condiciones en las que la reflexión filosófica sobre tales cuestiones puede resultar iluminadora. Para ello, me demoraré en un asunto aparentemente alejado de tales preocupaciones, a saber: la experiencia del soldado y, en concreto, los testimonios acerca de la guerra de Afganistán que se recogen en el libro de Alexievich mencionado anteriormente.
Se podría objetar, como ya he insinuado, que mi elección es arbitraria y, en este artículo, no podré mostrar suficientemente que no lo sea. Conviene, sin embargo, subrayar que los ejemplos y contra-ejemplos que se esbozan en la discusión de uno u otro experimento mental, no se encuentran en mejor situación que mi propuesta; pues, a no ser que se trate de establecer condiciones necesarias y suficientes, en cuyo caso la relevancia de un contra-ejemplo está claramente determinada, todos los ejemplos y contra-ejemplos que se propongan están, como las experiencias que consideraré en este escrito, sujetas a la cuestión de cuán relevantes puedan ser para la comprensión de nuestras prácticas o, dicho de otro modo, a la valoración de en qué medida el contra-ejemplo que se sugiere alude a un aspecto central de las mismas o constituye tan solo una excepción.24 No se me ocurre otro modo de ponderar la relevancia de uno u otro caso que atendiendo a su capacidad de mejorar nuestra comprensión de ciertas experiencias, aunque no sea esta cuestión menos escurridiza que la de la relevancia. El estilo cientifista tiende a esquivar estas preguntas y genera a menudo la impresión de que pueden evitarse por completo, pero, tarde o temprano, la cuestión de la relevancia no deja de surgir y no hay algoritmo ni juego lógico alguno que la resuelva. Por esa razón, el hecho de que la relevancia de los casos que estudio no pueda establecerse de manera estrictamente formal no va en su menoscabo, simplemente nos recuerda que el modo en que pueda confirmarse la pertinencia de la elección de cualquier ejemplo o contra-ejemplo depende de su capacidad para iluminar otros aspectos de nuestras prácticas morales y, en concreto, la estructura del daño y la forma en la que uno ha de relacionarse con el mismo.

4. La experiencia del soldado

La experiencia del soldado se articula en tres momentos: la partida, el campo de batalla y el regreso. Estos tres momentos están necesariamente separados por la barrera (metafísica y epistémica) que separa lo real de lo imaginario; o, al menos, eso es lo que trataré de argumentar. El estudio de la relevancia que tal barrera pueda tener para el supuesto de concordancia y, en general, para el papel que los experimentos mentales (y, en general, el estilo cientifista) puedan tener en la elucidación de nuestras prácticas morales, lo reservaré para la sección última de este escrito.

4.1. La partida

Las autoridades reclutan al soldado para que luche en el campo de batalla; las razones que esgrime son, a menudo, vagas e imprecisas, pero arraigan en la inanidad de su vida cotidiana y ocultan la dureza del campo de batalla tras el encanto de la heroicidad y la aventura:

Me presenté voluntario. Quería saber de lo que era capaz, soy muy ambicioso. Fui a la universidad, pero allí no puedes demostrar ni saber de qué madera estás hecho. Lo dejé el segundo año, quería ser un héroe y buscaba una oportunidad para serlo. (Alexievich 1992, p. 70).

La figura del héroe es solo uno de los factores que inducen a los jóvenes a alistarse. Una motivación más robusta proviene de la convicción de que esa guerra es imprescindible para proteger a sus seres queridos y, en general, el espacio del hogar que tanto les aburría y ahora parece merecer el sacrificio de sus vidas:

Acepté hasta tal punto la versión oficial que incluso ahora, después de todo lo que he leído y oído, todavía tengo momentos de duda en los que pienso que nuestras vidas no fueron del todo inútiles… El oficial político nos dio una lección acerca de la situación internacional, nos dijo que las tropas soviéticas se habían anticipado por una hora a la invasión aérea de Afganistán por parte de los boinas verdes americanos. Nos machacaban continuamente con la idea de que era un 'deber internacional' sagrado, que acabamos creyéndolo (Alexievich 1992, p. 44).

Hay una situación que simboliza paradigmáticamente la partida: las tropas desfilando por la amplia avenida, desplegando su armamento, vestidos con sus uniformes impecables, las banderas que ondean al viento; las gentes, el pueblo, que les aclama desde las aceras y admiran el poder, la belleza y el entusiasmo de sus tropas; finalmente, las autoridades que contemplan el desfile desde lo alto de sus tribunas y dan muestras de contento y aprobación. El desfile es una despedida, pero la atmósfera de unidad difumina y oscurece los hechos de la guerra. Los soldados todavía no se perciben a sí mismos ni como víctimas ni como verdugos, sino como defensores de la patria; las gentes que los aclaman desde las aceras parecen olvidar que están enviándolos a la muerte; y las autoridades, desde la alta tribuna, se sienten aclamadas y poderosas, como si ya estuviese presta la victoria. Estos momentos de unidad entusiasta solo parecen posibles porque la realidad de la guerra permanece, en algún sentido relevante, lejos de sus conciencias: todos ven en las tropas y en su armamento el poder de la patria, lejos quedan todavía los cadáveres y los cuerpos heridos que irán regresando poco a poco. Podemos decir que todos tienen una conciencia meramente declarativa de los hechos de la guerra, saben simplemente que ciertas cosas ocurren en el campo de batalla, pero carecen de la conciencia de las mismas que el soldado adquirirá cuando se encuentre en el campo de batalla.

4.2. El campo de batalla

Cuando el soldado entra en combate, oye el ruido de la bala que penetra en el cuerpo de su compañero y le parece irreal. El ruido de la bala que hiere es tan extraño que su mente lo interpreta como parte de un sueño, mas ¿por qué habría de ser tan extraño? ¿Acaso no sabía que era así? ¿No había oído ese ruido en las películas o leído acerca del mismo en la novelas? Trataré de mostrar que esa extrañeza define el núcleo de la experiencia del soldado, pero también que, en la misma, se halla la raíz de las dificultades para que el supuesto de concordancia pueda cumplirse y, por tanto, para que la deliberación sobre cuestiones morales pueda realizarse primordialmente desde el refugio hipotético de los experimentos mentales y su engañosa claridad.
Cuando el soldado parte por primera vez hacia el campo de batalla, su sentido de la realidad está todavía conformado por un mundo en el que las balas no hienden los cuerpos humanos. La bala que penetra el cuerpo de su compañero le parece tan extraña porque ese hecho no puede formar parte del mundo aparentemente hospitalario que acaba de abandonar y que todavía constituye el horizonte de su experiencia:

Cuando una bala hiere a una persona, puedes oírlo. Es un sonido inconfundible que nunca olvidas, como una especie de manotazo húmedo. Tu compañero cae junto a ti enterrando su cara en la arena, una arena que sabe tan amarga como la ceniza. Le das la vuelta y el cigarrillo que acababas de ofrecerle está todavía encendido entre sus dientes. La primera vez que ocurre reaccionas como en un sueño. Corres, lo arrastras, disparas y, después no recuerdas nada, no le puedes decir nada a nadie. Es como una pesadilla que ocurre tras un cristal. Te despiertas asustado y no sabes por qué. (Alexievich 1992, p. 16).25

Al principio, el soldado ve el cadáver de su compañero como parte de una pesadilla, como ajeno a su concepción de lo que puede contar como un hecho; no pasa mucho tiempo, sin embargo, antes de que el soldado reconozca que el campo de batalla está lejos de ser parte de un sueño, que su compañero yace allí muerto y su cadáver pesa:

El hecho es que para experimentar el horror tienes que recordarlo y habituarte a él. En dos o tres semanas no queda nada de tu viejo yo excepto tu nombre. Te has convertido en otro. Ese nuevo yo no se asusta de un cadáver, sino que se pregunta tranquilamente (e, incluso, un poco harto) cómo va a arrastrarlo por las rocas y acarrearlo varios kilómetros con un calor sofocante.
Esta nueva persona no tiene que imaginar: conoce el olor de las tripas colgando, el olor de los excrementos mezclados con sangre. Ha visto cráneos chamuscados sonriendo entre un montón de metal derretido, como si cuando murieron unas horas antes hubiesen estado riendo y no llorando. (Alexievich 1992, p. 16).

Esta modificación de la percepción conlleva una transformación radical en la identidad del soldado, que éste sólo percibe con claridad cuando trata de regresar:

Cuando regresé, no podía ponerme mis pantalones y mis camisas anteriores a la guerra. Pertenecían a un extraño, aunque todavía oliesen a mí, como aseguraba mi madre. Ese extraño ya no existe. Su lugar ha sido ocupado por otro con el mismo apellido -que prefiero que no mencione. Me gustaba esa otra persona. (Alexievich 1992, p. 38).

La extrañeza del campo de batalla es tan profunda que solo un sujeto transformado puede vivirlo como real. Las expectativas de protección que consideramos constitutivas del mundo del hogar se ven quebradas en el campo de batalla.26 Y tales expectativas están tan arraigadas en nuestra identidad que su quebranto es vivido como la muerte del antiguo yo y la emergencia de un yo nuevo, aunque dañado. Podría, así, decirse que la experiencia del soldado queda escindida en dos mundos: el mundo del hogar, en el que uno espera que el otro le proteja, y el mundo de la batalla, donde esa expectativa se ha quebrado.27 El yo que habita el hogar no puede dejar de confiar, el yo que regresa de la batalla es otro y está dañado, ya no puede confiar.
Podría replicarse con la observación metafísica de que realmente hay un solo mundo y un solo sujeto, por lo que sería más adecuado concebir el hogar y la batalla como dos aspectos (o, tal vez, dos regiones) de un único mundo; convendría igualmente hablar de un solo sujeto por más diferencias que haya entre sus experiencias en el mundo del hogar, en el campo de batalla y tras el regreso. Ahora bien, si la experiencia del soldado requiere de una explicación es precisamente porque se resiste a estas triviales verdades metafísicas y ello puede deberse a otras verdades (igualmente metafísicas) acerca de las condiciones de identidad de un ser humano sano y cómo tales condiciones afectan a su capacidades deliberativas, en la medida en que afectan a su capacidad de vivir ciertas experiencias como reales y por tanto, su capacidad de responder adecuada o proporcionalmente a las mismas.
Mientras permanece en casa, alejado de las balas, el soldado sabe que en el campo de batalla se mata y se muere, que las balas hacen ruido al hendir la carne, pero no se relaciona con el contenido de tales creencias como si no fuesen hechos, sino criaturas de su imaginación; pues su conducta y actitudes antes de la batalla no son proporcionales a la gravedad de los mismos y, cuando toma contacto con ellos, los vive como una pesadilla. Parece, pues, que la conciencia declarativa de ciertos hechos es al menos consistente con relacionarse con ellos como si fuesen imaginarios, es decir, sin permitir que tales hechos articulen nuestras emociones y actitudes de manera proporcional a su gravedad.
Tras unos días y las transformaciones consiguientes de su identidad, el soldado adquiere una nueva forma de conciencia de esos mismos hechos, una conciencia que podríamos denominar 'expresiva', pues, a diferencia de lo que ocurre en el desfile que celebra la partida, sus respuestas emocionales y conductuales son proporcionales a los mismos.28 Podríamos, así, concluir que el soldado puede tener inicialmente una conciencia declarativa de ciertos hechos acerca del campo de batalla, pero que, dado el papel que esa conciencia juega en su vida, no podemos decir que sea expresivamente consciente de los mismos en tanto que hechos; solo cuando entra en el campo de batalla adquiere tal tipo de conciencia. Y no es esta una situación accidental, sino que responde, como hemos visto, a la necesidad de preservar las expectativas de protección que son constitutivas de su identidad como un sujeto sano y confiado, es decir, como un sujeto que se cree habitante del mundo del hogar. Lo que descubrirá cuando trate de regresar es que tales expectativas son inevitablemente ilusorias y descansan en mecanismos de distorsión que transforman los hechos que nos amenazan en criaturas de nuestra imaginación. Es este un proceso al que el soldado ya no tiene acceso, pero que afecta necesariamente a quienes permanecieron lejos de la batalla, en el mundo del hogar. La cuestión que nos interesa en este escrito, y que examinaremos en la sección 5, es cómo tales mecanismos de distorsión limitan nuestra capacidad de deliberar tras el velo de la ignorancia acerca de la experiencia del soldado y el tipo de reparación que el daño producido merezca; pero para hacernos una idea de la fuerza de tales mecanismos conviene atender a la experiencia del regreso.

4.3. El regreso

Al regresar, el soldado ha de hacer frente a serias acusaciones por parte de personas que nunca abandonaron el espacio del hogar:

No iba a llamarte más, pero subí a un autobús y oí a dos mujeres hablando: ''¡Menudos héroes eran! Asesinando a mujeres y a niños. Están enfermos. Y, fíjate, ¡los invitan a hablar en las escuelas! Tienen privilegios especiales…" Me bajé en la siguiente parada y me puse a llorar. Éramos soldados que obedecíamos órdenes. En tiempos de guerra te disparan por desobediencia y nosotros estábamos en guerra. (Alexievich 1992, p. 69).

Como acreditan numerosos testimonios, las gentes están más dispuestas a escuchar la narración de la víctima de un accidente de tráfico que la del soldado que regresa con sus miembros amputados;29 tal circunstancia resulta todavía más inquietante si recordamos que el soldado partió hacia la batalla con el propósito de defender el mundo del hogar que tales gentes disfrutan y al que el soldado no puede regresar en gran medida por la actitud distante de las mismas; mas ¿por qué están tan interesadas en desoír la historia del soldado, en tratarla como un lastre del pasado que todos debemos olvidar? No es ésta más que una variante de la cuestión que he ido sugiriendo a lo largo de este escrito: ¿Por qué nos resistimos a ver los hechos? La necesidad de las gentes de mirar a otro lado, su resistencia a escuchar al soldado y a echarle una mano, revela su conciencia expresiva (aunque probablemente no declarativa) de la verdad de cierto contrafáctico: 'Si llegase a adquirir cierto tipo de conciencia (a saber, el tipo de conciencia que he denominado 'expresiva') de los hechos de la guerra, caería en la cuenta de que también yo he contribuido a los crímenes que ocurrieron en ese lugar aparentemente lejano, con el agravante de que los soldados al menos pusieron sus vidas en peligro, mientras que yo me quedé cómodamente en casa, alimentando con mi aplauso o mi indiferencia el exterminio de tantas vidas'. La presencia de un soldado tullido amenaza con quebrar la ilusión que les permite confiar en el mundo y, sin embargo, lo que el soldado necesita para recuperar su confianza es que cada uno reconozca su propia responsabilidad en los crímenes de la guerra.30 Solo de ese modo podría el soldado reconciliarse con el mundo y mirar confiado hacia un futuro compartido; la vieja inocencia se habría perdido para siempre, pero cierta confianza mutua aún podría haberse restaurado. Sin embargo, el soldado se siente inexorablemente alejado del mundo humano en la medida en que comprende que tal reparación no tendrá lugar; tanto las autoridades como las terceras personas preferirán cerrar los ojos ante la evidencia, como ya lo hizo él mismo en el momento e la partida, y seguir habitando la ilusión de su propia humanidad.31
Parece, pues, que la vida del soldado está dañada para siempre, el campo de batalla persiste en su vida sin futuro, en la distancia infranqueable que le separa del hogar.32 Si el soldado no pudo vivir como real el campo de batalla en el desfile militar, ¿cómo podemos esperar que quienes aplaudían desde las aceras o desde la tribuna puedan percibirlo de ese modo? Los mismos factores que distorsionaban la mirada del soldado en la partida están presentes en su regreso, con la única
diferencia de que ahora él ya no puede dejarse engañar por la ilusión. En el mundo del hogar, lo manifiestamente inhumano solo puede vivirse como imaginario porque, de otro modo, nos inquietaría la conciencia (expresiva) del hecho de que el mundo, nuestro mundo, está impregnado con el olor de los cuerpos en el campo de batalla.

5. El supuesto de concordancia y la conciencia expresiva

El juicio del soldado antes de la batalla no coincide con su juicio tras el regreso, mas ¿qué relevancia tiene tal divergencia para el supuesto de concordancia en el que, según hemos visto, descansa la posición original de Rawls? El supuesto de concordancia solo se vería amenazado por esa divergencia si se diese entre dos juicios maduros y ponderados y, por tanto, si tenemos la convicción de que no habría podido evitarse mediante una deliberación más cuidadosa. No hay, sin embargo, razón alguna para pensar que tales condiciones se cumplen en la experiencia del soldado, pues, como hemos visto, el juicio antes de la partida es un juicio apresurado y confuso, fruto de la necesidad de heroicidad y aventura, alentado por las soflamas de la autoridad y el entusiasmo embravecido de las gentes; por lo que, en el mejor de los casos, solo el juicio del soldado tras el regreso podría reconocerse como suficientemente maduro y meditado.
El análisis de la experiencia del soldado que propongo revela no solo que su juicio al regresar es distinto de su juicio desde antes de la partida, sino que, a la luz del regreso, el juicio inicial aparece como distorsionado; no se sigue de ello tampoco que este último deba primar sistemáticamente sobre el primero. La propuesta metodológica que defiendo en este escrito no requiere con todo de una conclusión tan general, pero debo al menos mostrar que no siempre ha de primar el juiciohipotético y distanciado sino que, en algunos casos centrales, el juicio efectivo y comprometido del sujeto resulta más claro y penetrante. Y esta tesis no puede encontrar su fundamento en el mero hecho de que la mirada del regreso discrepe del juicio inicial o que el juicio inicial aparezca a su luz como pueril y distorsionado, sino más bien en el reconocimiento de los mecanismos que distorsionan la mirada de quienes se quedaron en el mundo del hogar y cuya necesidad es tanto más poderosa cuanto más arraigada se encuentre en la estructura psicológica del sujeto. La profundidad de tal necesidad se manifiesta en el hecho de que las gentes (incluido el propio soldado) no pueden dejar de desplazar los hechos de la batalla al ámbito de lo imaginario, tal y como se manifiesta (a) en el entusiasmo con el que las gentes despiden a los soldados en el desfile a pesar de saber que muchos de ellos no volverán, (b) en la facilidad con la que las soflamas de las autoridades seducen a los jóvenes, (c) en la extrañeza del soldado al encontrarse cara a cara con los hechos que supuestamente no hacían más que confirmar sus creencias acerca de la batalla y, finalmente (d) en el hecho de que las gentes miren para otro lado cuando el soldado regresa y trata de compartir su experiencia. Es difícil explicar esta última maniobra sin suponer que las gentes reconocen veladamente la verdad del siguiente contrafáctico: 'Si no mirase para otro lado, no podría dejar de ver que las autoridades (y los demás) lejos de protegerme son a menudo una amenaza para mi vida'. El contenido mismo del contrafáctico revela el tipo de necesidad que pretende satisfacerse a través de la distorsión, a saber: la necesidad de sentir a los demás como seres que no te amenazan, sino que te protegen; es decir, la necesidad de vivir en un mundo hospitalario cuya satisfacción las circunstancias de la batalla parecen desmentir. Hemos visto, por otro lado, cómo la necesidad de protección es tan profunda que el reconocimiento de su imposibilidad es vivido por el soldado como la destrucción de su identidad y la emergencia de un yo nuevo, pero dañado.
Si el defensor de las virtudes epistémicas de una deliberación hipotética y distanciada subraya los sesgos en la comprensión que genera la proximidad emocional de los hechos sobre los que se delibera; el análisis de la experiencia del soldado sugiere, en cambio, que el distanciamiento respecto a ciertos hechos morales puede igualmente distorsionar nuestro juicio, pues el modo que se lleva a cabo tal distanciamiento es a menudo una maniobra de auto-protección y carece, por tanto, de la neutralidad o imparcialidad emocional que por defecto se le atribuye.33 Alguien podría, no obstante, replicar que, aunque todo eso fuere cierto, en nada afecta al filósofo que delibera desde la distancia, pues, al ser éste consciente de los riesgos cognitivos que le amenazan, podría evitar sus efectos distorsionadores y ponderar adecuadamente la situación del soldado y el tipo de reparación que pudiera merecer sin verse atrapado por los miedos que habitualmente condicionan a las gentes. O, dicho de otro modo, se sugiere que el filósofo podría hacer abstracción de su situación en el mundo (es decir, como habitante del mundo del hogar o de la batalla) donde las gentes normales no pueden (o, al menos, no suelen) conseguirlo. Esta réplica supone, con todo, que no basta con distanciarse, sino que el distanciamiento ha de llevarse acabo de ciertomodo para evitar las graves distorsiones apuntadas, si bien se confía todavía en que el buen filósofo será capaz de culminar con éxito tal empresa. De todos modos, para que esta propuesta sea algo más que una declaración de buenas intenciones, es necesario responder al menos a las tres cuestiones que siguen:

(1) ¿Cómo podría el filósofo vencer las resistencias que afectan al común de las gentes y que, en algunos casos centrales, les impide alcanzar un modo de distanciarse que beneficie a la deliberación moral?
(2) ¿A qué criterio podríamos apelar para determinar si el filósofo ha tenido realmente éxito en ese empeño?
(3) ¿Podría determinarse desde una perspectiva meramente hipotética y distanciada el hecho de que tal criterio se haya visto o no cumplido?

Respecto a la primera de las cuestiones, no hay duda de que los filósofos se verían afectados por las mismas necesidades que conducen a las gentes a percibir los hechos de la batalla como imaginarios, ¿cómo podrían evitar, entonces, que sus deliberaciones se viesen distorsionadas de ese modo? ¿Bastaría con un ejercicio de la voluntad o con la manifestación de una intención firme en tal dirección? Mas, ¿cómo podría el esfuerzo de la voluntad evitar que los hechos de la batalla se vivan como imaginarios desde el mundo del hogar? ¿De qué modo tal esfuerzo podría haber evitado la extrañeza del soldado al oír el ruido de la bala penetrando en el cuerpo de su compañero? La necesidad de sentirse protegido por los demás es tan profunda que altera nuestra percepción de los hechos y no parece que el ejercicio de la voluntad (o una declaración de intenciones) pueda atenuar tal distorsión, excepto indirectamente. Sin embargo, esos medios indirectos a los que podríamos forzarnos, tales como prestar atención a la narración del soldado o exponernos a ciertas experiencias de daño, derivarían sus virtudes epistémicas de una voluntad de acercarnos a lo que inicialmente nos repele y, por tanto, difícilmente podría servir para reivindicar las virtudes filosóficas del distanciamiento si éste se concibe como una capacidad deliberativa encapsulada. El incremento de la conciencia declarativa de ciertos hechos en poco nos beneficiaría a no ser que se utilizase como medio para el incremento de la propia sensibilidad, pero, en tal caso, estaríamos de nuevo negando que el distanciamiento sea la atalaya desde la que examinar las cuestiones morales y reconoceríamos, más bien, tal actitud como un paso orientado a incrementar nuestra conciencia expresiva de ciertos hechos. Dicho de otro modo, si el filósofo tiene a su alcance algún medio para vencer los mecanismos de distorsión que afectan a las gentes, tales medios no pueden ir dirigidos a enfatizar el distanciamiento, sino a recurrir al mismo como un paso para alcanzar un modo más profundo y matizado de conciencia expresiva y, por tanto, de cercanía. Lo que vale para el filósofo vale para el común de las gentes, quizá con la diferencia de que el filósofo encuentre en cierta forma de distanciamiento una perspectiva desde la que incrementar la sensibilidad ante ciertos hechos que otros, como el pintor o el payaso, puedan hallarla en formas diferentes de relacionarse con el daño.
Consideremos ahora la segunda de las cuestiones: ¿cuál es el criterio para determinar que el filósofo moral ha logrado la forma adecuada de distanciamiento? Según la concepción de la racionalidad en la que descansa la posición original, el filósofo habrá alcanzado tal distanciamiento si y solo si logra hacer abstracción de la propia idiosincrasia y pudiera parecer que es éste un criterio cuyo cumplimiento se puede determinar tan fácilmente como uno responde a la pregunta acerca de si todavía lleva en la cartera los libros que quería devolver a la biblioteca, es decir, basta con mirar y ver si uno está o no haciendo uso de sus aspectos idiosincráticos en el proceso deliberativo. Sin embargo, la experiencia del soldado sugiere que es crucial distinguir entre cuando nos parece que nuestra forma de distanciamiento es apropiada (pues tal es el parecer de las gentes que desoyen la voz del soldado y la califican, sin evidencia específica alguna, de sesgada y resentida) del éxito efectivo en tal empresa; y que esa distinción solo puede trazarse si atendemos a las manifestaciones conductuales (ya sean o no verbales) que se derivan de tal estado y donde la primera persona pierde con facilidad la autoridad para definir su condición. Necesitamos, pues, una respuesta diferente a la segunda de las cuestiones. Lo relevante para la discusión que nos ocupa es que sea cual sea el nuevo criterio que se proponga solo favorecerá a la posición original (y, en general, al uso de los experimentos mentales como recurso metodológico dominante para la elucidación de nuestras prácticas morales) si se trata de un criterio que sea no solo apropiado, sino cuyo cumplimiento pueda determinarse desde una perspectiva hipotética y distanciada, por lo que llegamos a la tercera cuestión.
Una vez que concedemos que el propio sujeto no goza de particular autoridad para determinar si ha llevado a cabo adecuadamente el proceso de distanciamiento, parece necesario recurrir al criterio de terceras personas a la hora de evaluar el cumplimiento de tal proceso y, entre tales personas, no podemos dejar de distinguir entre quienes permanecieron en el mundo del hogar y el soldado que regresa, pues, como hemos visto, el juicio de los primeros se ve afectado por los mecanismos de distorsión que ahora el filósofo trata de evitar, por lo que la valoración que hagan de la actividad del filósofo estará en general condicionada por los mismos mecanismos cuyo efecto se trata de evitar. La mirada del soldado que regresa ocupa, en cambio, un lugar privilegiado, dado que ante sus ojos se desvelan con naturalidad las torpezas en las que están atrapados quienes nunca han abandonado el mundo del hogar y en las que él mismo incurrió antes de su partida.34 No basta, sin embargo, con escuchar a quien trata de regresar porque escuchar no es fácil y esa actitud se ve de nuevo alterada por los mismos condicionantes de los que antes hablábamos, de manera que a menudo la escucha queda reducida a una apariencia de la misma, a un esfuerzo por integrar en el mundo del hogar los aspectos disonantes que narra el soldado desplazándolos sutilmente al ámbito de lo imaginario, difuminando su contenido. Tal distorsión es de algún modo inevitable, pues parte de lo que defiendo es que la barrera epistémica y metafísica que separa al soldado de quien permanece en el hogar, es infranqueable. No podemos, sin embargo, dejar de plantearnos cómo tal barrera podría tornarse porosa o adelgazarse y en qué medida ciertas formas de distanciamiento propias del filosofar pueden contribuir a esa tarea.
La conciencia declarativa de ciertos hechos y relaciones puede ayudar en algún grado, aunque únicamente en la medida en que en su discernimiento no se dejen de lado los afectos y otros rasgos del carácter más que parcial y provisionalmente. El enriquecimiento de tal forma de conciencia se entendería así como parte de un intento por mejorar nuestra conciencia expresiva de la experiencia del soldado y, en consecuencia, por responder de manera emocional y conductualmente apropiada a la gravedad de los hechos de que se trate. Los experimentos mentales pueden jugar un papel relevante en este proceso de distanciamiento, pero solo mejorarán nuestra sensibilidad ante la experiencia del soldado si se ven complementados con formas de exposición más comprometidas, menos distantes, a tal experiencia, que nos hagan revivir la extrañeza que sintió el soldado cuando oyó por primera vez el ruido de la bala que hendía las carnes de un compañero.35 El grado de sensibilidad que resulte de tal distanciamiento y de otras formas más próximas de exposición no tornará los hechos de la batalla reales hasta el punto de que, como le ocurre al soldado, nuestra vida se vea desfigurada por los mismos, pero al menos nuestra confianza se verá suspendida por un momento y ello nos acercará al soldado que trata de regresar y, en algún grado, disminuiría nuestra tentación de aceptar ciegamente el discurso legitimador de la violencia que las autoridades difunden sin pudor.

Notas

1 Agradezco a Julián Marrades, Verónica Peláez y Jesús Vega su cuidadosa lectura de la primera versión de este escrito; sus comentarios me han ayudado a mejorar la estructura del mismo y a refinar alguna de sus ideas centrales. La investigación necesaria para la redacción de este escrito, ha contado con la financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación a través del Proyecto de Investigación 'Filosofía del Lenguaje, de la Lógica y la Cognición' (HUM2006-08236) y la Ayuda a la Movilidad PR2008-0221. Conviene indicar, finalmente, que en la sección 4 utilizo materiales provenientes de Corbí (2006).

2 Si bien el oscurantismo del filosofar puede favorecer el desarrollo del autoritarismo, el énfasis en el rigor y la claridad en la reflexión filosófica no evita la adopción de posiciones peligrosamente autoritarias en el ámbito político. Glover (1999, cap. 39) examina brevemente esta cuestión a la luz de la relación entre el pensamiento y la posición política en Martin Heidegger y Gottlob Frege.

3 Cf. Rabossi (2008, pp. 103-107) para una breve caracterización de los rasgos que identifican al filósofo periférico y de las limitaciones que tal concepción del propio quehacer conlleva.

4 En el prefacio de Ethics and the Limits of Philosophy (1985), Bernard Williams subraya la peculiaridad del modo analítico de entender el concepto de claridad, así como la necesidad de someterse a cierta noción de claridad y de orden argumentativo para que el discurso del filósofo sea escuchado, aunque el propósito de este último sea, como ocurre en el presente artículo, subrayar el daño que una concepción de la racionalidad inspirada en tales criterios haya podido ocasionar a la deliberación sobre asuntos morales y, en general, a nuestra comprensión de los modos en que la reflexión puede contribuir al sentido de nuestras vidas: "El objetivo de la filosofía analítica es, según se dice habitualmente, ser clara. No estoy totalmente seguro de su derecho a tal título y mucho menos de que tal derecho le sea exclusivo… No me importa mucho si este trabajo es tratado como filosofía analítica, solo indico que lo será. Sí me importa, en cambio, que sea lo que llamo 'claro'. Sugiero a lo largo del libro que ciertas interpretaciones de la razón y de la comprensión clara como racionalidad discursiva han dañado al pensamiento ético y han distorsionado nuestra concepción del mismo; mas si tales afirmaciones han de resultar convincentes cuando las realiza un filósofo, es preferible que se presenten con cierto grado de racionalidad discursiva y orden argumentativo. Sin duda, he fracasado a menudo y hay muchas cosas que son oscuras aunque haya intentado hacerlas claras. Puedo reconocer tal cosa con más certidumbre que el hecho de que algunas cosas se hayan tornado oscuras porque haya tratado de esclarecerlas de ese modo, aunque seguro que esto último también es verdad." (Williams 1985, p. viii)

5 La condición de periférico presupone un centro (o centros) en el que se define el mérito de los productos filosóficos y de sus creadores. Rabossi resume como sigue el modo en que se articula la dinámica centro/periferia en el ámbito del quehacer filosófico: "Apelar únicamente a la dialéctica entre la pólis filosófica mundial y las póleis filosóficas particulares no es suficiente. Existe un factor adicional en el juego político de la filosofía que está conformado por protagonistas colectivos que por tradición se autoasignan la tarea de proveer los contenidos y definir las áreas de especialización filosóficas, decidir acerca de los filósofos eminentes y darlos a conocer, identificar las doctrinas valiosas, fijar los criterios para evaluar la originalidad, registrar los problemas dignos de discusión y reconocer los estilos filosóficamente correctos. Estos protagonistas dinamizan la pólis filosófica mundial y la gobiernan, por así decir, porque monopolizan su abastecimiento con las versiones canónicas que producen. Ocupanámbitos geográficos precisos, se encarnan en seres de carne y hueso, apelan a discursos autoidentificatorios; son las potencias productoras de filosofía: Alemania, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña; poseen un Lebensraum preciso, ejercen una influencia universal y manejan enclaves o dominios propios. Son las póleis filosóficas domésticas. Al grupo que componen lo denominaré 'G4'" (Rabossi 2008, p. 97)

6 Bernard Williams habla de 'stylistic scientism' (Cf. Williams 2006, p. 182) para referirse al estilo que se describe en el texto que se cita a continuación.

7 A la luz de esta manera de trasladar el quehacer de la ciencia a la investigación filosófica, uno puede razonablemente preguntarse en qué medida el estilo cientifista (así como el propio cientifismo filosófico) descansa en una visión estereotipada y simplista de tal quehacer, fruto precisamente de la falta de familiaridad con las prácticas científicas de investigación. Una cuestión interesante, que no trataré en este escrito, es cómo se relaciona este tipo de distorsión con la que atribuiré a quienes reflexionan sobre la experiencia del soldado de un modo meramente hipotético y distanciado.

8 Es relativamente fácil trazar distinciones claras en su literalidad, pero mucho más arduo mostrar la relevancia de distinguir de un modo y no de otro, por lo que una tesis puede ser verdadera y, sin embargo, confundente en la medida en que descansa en una distinción que se aleja de lo relevante. Olvidar la cuestión de la relevancia de las distinciones y de las tesis que a partir de ellas se formulan, equivale a dar por sentada la verdad del nominalismo en la articulación misma del estilo filosófico: "Pero es precisamente en este último punto, el de conseguir los propios fines, donde aparece la insuficiencia del convencionalismo terminológico del nominalista, que se conforma con distinguir con precisión, despreocupándose de asemejar. Aquí es donde se justifica la protesta de un antinominalista radical -como el que yo, por inclinación y por decisión, tiendo a ser- ante el convencionalismo burocratizante de los nominalistas: tan importante como establecer con precisión la diferencia que delimita la aplicación de un término es decir el campo de semejanzas (o, como antaño se decía, el género próximo) en cuyo seno va a jugar tal diferencia. El antinominalista sostiene que esta decisión -la de fijar, bajo el criterio que fuera, el campo de semejanza más idóneo o más fecundo- no es en modo alguno indiferente para el conocimiento de las cosas." (Sánchez Ferlosio 2000, p. 16).

9 En Rabossi (2008, cap. 2), podemos encontrar una sucinta descripción del proceso de institucionalización del quehacer filosófico que se inicia en Alemania a finales del siglo XVIII y acaba por extenderse al resto de los países en los que se cultiva la filosofía.

10 Rabossi resume como sigue el modo en que la aparición de las revistas especializadas contribuye a la articulación disciplinar del quehacer filosófico: "La aparición de las revistas de filosofía evidencia un cambio importante en la manera de concebir y practicar la filosofía. La revista impone un formato específico a la producción teórica: restringe el número de páginas disponibles, alienta el tratamiento de cuestiones puntuales, facilita la comunicación rápida de la ideas, incentiva la polémica; da testimonio, además, de las áreas específicas de interés y, a menudo, es la expresión de corrientes de pensamiento con vocación protagónica. Fue casi natural, pues, que la nueva situación institucional de la filosofía propiciara y fortaleciera las publicaciones periódicas. Como veremos, el fenómeno se reitera en los países que importan la reforma universitaria y reconocen la nueva situación de las facultades de filosofía." (Rabossi 2008, p. 39)

11 Subraya Günther Anders que el desarrollo tecnológico y la división social del trabajo aumentan, por un lado, la capacidad de producción del daño y, por otro, nos permite ignorar las consecuencias morales de nuestra actividad al centrar nuestra atención en la pequeña tarea que dentro del sistema de producción hemos de cumplir. Nos podemos sentir fácilmente culpables por no llevar a cabo adecuadamente esta tarea e inocentes respecto del terrible resultado final. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con quienes consumimos en el primer mundo bienes que han sido producido en condiciones de explotación o cuya materia prima ha dado lugar a guerras y masacres para el control de su obtención: "No, no somos ni médicos ni psicólogos. Nos ocupamos llenos de angustia, de aclarar aquellos problemas morales que a todos nosotros, hoy, nos cierran el camino. He aquí uno de ellos: la mecanización del ser. El hecho de que nosotros, sin saberlo y de modo indirecto, y en cierta manera como tornillos de una máquina, podamos participar en acciones cuyos efectos no podemos prever, y aunque pudiéramos, no podríamos aceptar; este hecho ha cambiado la situación moral de todos nosotros. La técnica ha traído consigo que, en cierto modo, podamos convertirnos en 'culpables inocentes', lo cual, antes, en tiempo de nuestros padres, cuando la técnica no estaba adelantada, no hubiera sido posible." (Eatherly y Anders 1962, pp. 5-6. Cf. igualmente Anders (2001)). Si la tarea del filósofo ha de inscribirse en esta dinámica, en la que uno hace caso omiso de las consecuencias más generales de la propia actividad, su quehacer no haría más que reproducir y avalar con su autoridad la concepción de la propia actividad que favorece, en las sociedades tecnológicamente avanzadas, la producción del daño mientras sus agentes se sienten inocentes.

12 Naturalmente, no todos los soldados que se enfrentan al campo de batalla sufren este tipo de transformaciones, ni siquiera la mayoría, pero sí un número significativo. La relevancia de estos últimos derivará, como veremos, de su capacidad para identificar los mecanismos que permitieron a esos otros preservar su antigua visión.

13 "En la justicia como equidad, la posición original de igualdad corresponde al estado de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social. Por supuesto que la posición original no está pensada como un estado de cosas hipotéticamente real, y mucho menos como una situación primitiva de la cultura. Se considera como una situación hipotética caracterizada de tal modo que conduce a una cierta concepción de la justicia." (Rawls 1979, p. 29); cf. también Rawls (2002, sec. 6.3) y Rawls (1996, pp. 307 y ss.). En las citas de Rawls (1979) en las que aparece 'imparcialidad' para traducir 'fairness', he optado por corregir la traducción y utilizar el término 'equidad'.

14 "Entre los rasgos esenciales de esta situación, está el de que nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o status social; nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de ventajas y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondré, incluso, que los propios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psicológicas especiales. Los principios de la justicia se escogen tras el velo de la ignorancia" (Rawls (1979), p. 29; cf. también Rawls (2002, sec. 2); Rawls (1996, p. 342).

15 "Un rasgo de la justicia como equidad es el pensar que los miembros del grupo en la situación inicial son racionales y mutuamente desinteresados. Esto no quiere decir que sean egoístas, es decir, que sean individuos que sólo tengan ciertos tipos de intereses, tales como la riqueza, prestigio y poder. Sin embargo, se les concibe como seres que no están interesados en los intereses ajenos… Más aún, el concepto de racionalidad tiene que ser interpretado, en lo posible, en el sentido estrictamente tradicional de la teoría económica, según la cual se emplean los medios más efectivos para fines dados. En alguna medida modificaré este concepto, tal como se explica posteriormente (§ 25), pero se debe tratar de evitar introducir en él elementos éticos controvertidos de cualquier clase. La situación inicial ha de estar caracterizada por estipulaciones ampliamente aceptadas." (Rawls 1979, p. 31; cf. también § 25).

16 "Existe una suposición adicional para garantizar la estricta observancia de las reglas. Se supone que las partes son capaces de tener un sentido de la justicia y que este hecho es de conocimiento público. Esta condición asegura la integridad del acuerdo hecho en la posición original. No significa que en sus deliberaciones las partes apliquen alguna concepción particular de la justicia ya que esto anularía el objetivo del supuesto de la motivación. Significa, por el contrario, que las partes pueden confiar mutuamente en que entenderán y actuarán conforme a los principios que finalmente hayan convenido." (Rawls 1979, p. 172); cf. también Rawls (2002, sec. 7.1).

17 "La otra facultad moral es la capacidad de poseer una concepción del bien: es la capacidad de poseer, revisar y perseguir racionalmente una concepción del bien. Dicha concepción consiste en una familia ordenada de fines y objetivos últimos que define la concepción que tiene la persona de lo que tiene valor en la vida humana o, dicho de otro modo, de lo que se considera una vida plenamente valiosa." (Rawls 2002, p. 43).

18 "Parece razonable suponer que los grupos en la posición original son iguales, esto es, todos tienen los mismos derechos en el procedimiento para escoger principios; cada uno puede hacer propuestas, someter razones para su aceptación, etc. Obviamente el propósito de estas condiciones es representar la igualdad entre los seres humanos en tanto que personas morales, en tanto que criaturas que tienen una concepción de lo que es bueno para ellas y que son capaces de tener un sentido de la justicia." (Rawls 1979, p. 37).

19 "La idea de persona, cuando la especificamos hasta convertirla en una concepción de la persona, pertenece a una concepción política… Esto significa que la concepción de la persona no se extrae de la metafísica o la filosofía de la mente, ni de la psicología; puede tener poco que ver con las concepciones del yo discutidas en esas disciplinas. Por supuesto, debe ser compatible con (una o varias de) dichas concepciones filosóficas o psicológicas (siempre que sean sólidas), pero esto es otra historia." (Rawls 2002, p. 44).

20 Williams insiste en que la idea de un sujeto que se comporta racionalmente no puede coincidir con la idea de un sujeto que sea racional y nada más: "Podría pensarse que la cuestión se responde a sí misma porque, como meros agentes racionales, no hay nada más que puedan ser y no habrá diferencia alguna entre ellos; mas llegar a este modelo de ese modo es poco convincente. Estamos considerando lo que cualquier persona, independientemente de cuan fuerte o efectiva pueda ser, debería razonablemente hacer en tanto que sujeto racional, y esto no es lo mismo que lo que ella haría su fuese un sujeto racional y nada más. (Williams 1985, p. 63). Según Williams, la propuesta de Rawls logra esquivar en gran medida esta dificultad: "Un test más razonable sería preguntarse por lo que las personas harían si no conociesen nada acerca de sí mismas excepto que son seres racionales o, de nuevo, lo que las personas deberían hacer si supiesen algo más que eso, pero no sus poderes específicos y su posición." (Williams 1985, p. 63). El test de Rawls se compromete, no obstante, con una concepción encapsulada de nuestras capacidades deliberativas acerca de la justicia política, es decir, que están aisladas del resto del carácter del sujeto y, sin embargo, tienen un efecto sobre su estructura motivacional y su acción. En este escrito, trataré de aportar algunas razones en contra de tal concepción de nuestras capacidades deliberativas.

21 Nelson Goodman introdujo por primera vez el equilibrio reflexivo como recurso metodológico para determinar las reglas de inferencia inductiva: "Esto parece flagrantemente circular. He dicho que las inferencias deductivas están justificadas por su conformidad con reglas generales válidas y que las reglas generales se justifican por su conformidad con inferencias válidas. Se trata, sin embargo, de un círculo virtuoso. La idea es que las reglas y las inferencias particulares se justifican igualmente en la medida en que se ponen en concordancia las unas con las otras. Una regla se corrige si da lugar a una inferencia que no estamos dispuestos a aceptar; una inferencia se rechaza si viola una regla que no estamos dispuestos a corregir. El proceso de justificación es la delicada tarea de hacer ajustes mutuos entre las reglas y las inferencias aceptadas, y en el acuerdo alcanzado se encuentra la única justificación necesitada para ambas. (Goodman 1979, p. 64). Posteriormente, Rawls aplica este criterio para la determinación de los principios de la justicia (Rawls 1979, pp. 39-40, 67-73) y, desde entonces, se ha constituido como en el criterio metodológico dominante en las reflexiones éticas y meta-éticas.

22 Me aparto de la traducción española. El original inglés reza así: "our considered judgments duly pruned and adjusted." (A Theory of Justice, Oxford, Oxford University Press, 1999, p. 18).

23 En Corbí (manuscrito), cap. 2, trato de mostrar cómo se vincula el análisis que propongo de la experiencia del soldado con otras experiencias de daño, incluyendo la tortura y también la culpa. La relevancia del análisis se ver reforzada por sus conexiones con el debate sobre particularismo moral, así como con el debate sobre autoconocimiento y, en concreto, sobre la cuestión acerca del tipo de conciencia que puede tener efectos terapéuticos en el tratamiento psicoanalítico.

24 En Corbí y Prades (2000, caps. 3, 4 y 5), defendemos la irreductibilidad metafísica de la distinción entre causa y trasfondo causal. Ello afecta al modo en que se determinan las posibilidades contrafácticas que se consideran relevantes para determinar la verdad de un enunciado causal y, por tanto, la verdad del hecho de que, si no se hubiese dado la causa C, no se habría producido el efecto E, a no ser que accidentalmente hubiese tenido lugar otra cadena causal conducente al mismo efecto (cf. Putnam 1992, pp. 63-64 para una posición similar). En la medida en que esta idea pueda aplicarse a otro tipo de contrafácticos (y no solo a los contrafácticos causales) y que el uso de contra-ejemplos descansa en intuiciones acerca de la verdad de ciertos contrafácticos, la idea misma de un experimento mental parece comportar el recurso a la noción de relevancia. Por otro lado, los intentos por eliminarlo o por establecer criterios generales de relevancia que vayan más allá de la apelación a nociones tales como comprensión, claridad, etc, se ven, a mi entender, enfrentados al problema del marco, central en el debate sobre inteligencia artificial (cf. Dennett (1987) para una presentación muy atractiva del mismo).

25 Algo parecido relata Bruno Bettelheim acerca de la respuesta de los prisioneros en los campos de concentración nazis: "Todos los pensamientos y emociones que el autor tuvo durante el transporte fueron extremadamente distantes… Este distanciamiento estaba extrañamente entremezclado con la convicción de que 'esto no puede ser verdad, estas cosas no pueden pasar'. No sólo durante el transporte, sino durante todo el tiempo pasado en el campo, los prisioneros tenían que convencerse de que eso era real, de que estaba ocurriendo realmente y no era sólo una pesadilla. Y nunca acababan de tener éxito. El sentimiento de distancia, el rechazo de la situación en la que se encontraban los prisioneros, podía considerarse un mecanismo de defensa de la integridad de su personalidad." (Bettelheim 1980, pp. 62-63). Jean Améry destaca igualmente cómo, desde el mundo del hogar, las celdas de tortura parecen irreales y viceversa: "Nada, en efecto, sucede como lo esperamos ni como lo tememos. Pero no porque, como se suele decir, el acontecimiento 'supera toda imaginación'… sino porque es realidad y no imaginación… Que alguien sea conducido esposado en un coche parece 'normal' sólo cuando se lee la noticia en el periódico… Todo se da por supuesto y nada es normal apenas somos arrojados en las simas de una realidad, cuya luz nos ciega y nos penetra; aquello que solemos denominar 'vida normal' puede desvanecerse en una representación anticipadora y en una expresión banal" (Améry 2001, pp. 87-88).

26 Jean Améry, superviviente de Auschwitz y víctima de las torturas de las SS, destaca que un aspecto crucial del daño que sufre la víctima de la tortura, un daño que aparece con el primer golpe, es la pérdida de la confianza en el mundo: … "Estoy seguro de que ya con el primer golpe que se le asesta pierde algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo… el supuesto más importante de esta confianza… es la certeza de que los otros, sobre la base de contratos sociales escritos o no, cuidarán de mí, o mejor dicho, respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico. Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, sólo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir." (Améry 2001, pp. 90-91).
No cree Améry que el concepto de dignidad humana pueda ayudarnos a entender el impacto psicológico del primer golpe y trata de caracterizarlo en términos del fracaso de ciertas expectativas. La primera de esas expectativas es que Améry, al igual que cualquiera de nosotros, esperaba que nadie tocase su piel si él no lo deseaba, confiaba en que los demás respetasen su integridad física. Y, de pronto, esa expectativa se ve truncada al sentir el golpe que le asesta otro ser humano. Es fácil que terceras personas se vean a sí mismas como meras espectadoras de esa quiebra y, sin embargo, esa tentación va en contra del segundo de los componentes de nuestra confianza en el mundo. No sólo esperamos que nadie toque nuestra piel a menos que lo deseemos, sino que también confiamos en que, en el caso de que esta expectativa primaria nos falle, en el caso de que alguien nos hiera (o nos encontremos en estado de necesidad), otros acudirán a ayudarnos y nos protegerán: "La esperanza de socorro, la certeza de ayuda forman parte, en efecto, de las experiencias fundamentales del ser humano y sin duda también animal… La expectativa de ayuda pertenece a los elementos constitutivos de nuestra psique tanto como la lucha por la existencia. Ten paciencia, dice la madre al niño que gime de dolor, enseguida te llevo el biberón calentito, una taza de té, ¡no te vamos a dejar que sufras! Le receto un medicamento, asegura el médico, que le será de gran ayuda. Incluso en el campo de batalla las ambulancias de la Cruz Roja llegan hasta los heridos. En casi todas las situaciones de la vida el daño físico se experimenta al par que la expectativa de auxilio: la segunda compensa la primera. Con el primer golpe, empero, el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar." (Améry 2001, pp. 91-92). Está claro, por tanto, que la víctima no mira a las terceras personas como meros espectadores, sino como seres de los que espera cierto tipo de respuesta. Sólo si esa respuesta se produce, puede la víctima retener su confianza en el mundo a pesar de que su cuerpo haya sido herido por otro ser humano, de que sus expectativas primarias se hayan visto truncadas.

27 En este punto me hago eco de la distinción que Simone Weil introduce en su artículo 'L'Iliade ou le poème de la force' entre el mundo de los baños calientes y el campo de batalla, que, a su vez, contribuye a iluminar la noción de 'confianza en el mundo' a la que he hecho referencia en una nota anterior: "Más descorazonadora, pues el contraste resulta doloroso, es la evocación repentina, aunque rápidamente desvanecida, de otro mundo, el mundo lejano, precario, pero conmovedor de la paz, de la familia; el mundo en el que cada hombre es para quienes le rodean lo que más importa… Sin duda, estaba lejos de los baños calientes, el desgraciado. No está solo, pues casi toda La Ilíadatranscurre lejos de los baños calientes. Casi toda la vida se pasa lejos de los baños calientes."(Weil 1940-1941, p. 530).

28 La distinción entre conciencia declarativa y conciencia expresiva queda, a mi entender, reforzada por los resultados de algunas investigaciones científicas como los estudios sobre la actitudes implícitas que sesgan nuestro juicio: "Las actitudes implícitas son rastros de experiencias pasadas no identificados (o al menos no identificados con precisión) introspectivamente que interfieren favorable o desfavorablemente en el pensamiento o en la acción dirigida a objetos sociales." (Greenwald y Banaji 1995, p. 8). Las actitudes implícitas se miden mediante métodos que no requieren de una acceso introspectivo (y, por tanto, de una conciencia declarativa) y que tratan de reducir el control consciente sobre la respuesta de los sujetos investigados a los requerimientos del experimento; la relevancia de los métodos (cf. Bargh (2007) que se aplican depende de su habilidad para identificar actitudes que tengan ventajas predictivas sobre lo que se seguiría de la conciencia explícita o declarativa que un sujeto pueda tener respecto a si, por ejemplo, discrimina negativamente a las mujeres o las personas con cierto color de piel. La evidencia empírica parece confirmar la existencia de tales sesgos por más que el sujeto declare enfática y sinceramente lo contrario: "Curiosamente, las actitudes propias acerca de las que informaban los participantes hacia los diferentes grupos en una encuesta tradicional no se correlacionaban con su grado de simpatía; dicho de otro modo, las expresiones de actitudes medidas por el método tradicional no eran tan predictivas de la conducta." (Lane, Knad y Banaji 2007, p. 429). También son de relevancia estudios situacionistas como el de Stanley Milgram (cf. Milgram (2005) en la medida en que uno de los resultados más llamativos es la discrepancia entre los resultados que los expertos esperaban obtener y los resultados que efectivamente se obtuvieron. Milgram explica esa divergencia apelando al hecho de que, en un contexto de autoridad, los sujetos dejan de actuar según su criterio y se limitan a seguir el dictado de la autoridad mientras que, cuando se realizó la encuesta a los expertos, estos respondieron asumiendo que los sujetos actuarían guiados por su criterio moral. Lo que me interesa destacar es que necesitamos una explicación de por qué los expertos ignoraban nuestra tendencia someternos a la autoridad, en detrimento de nuestras convicciones morales, a pesar de que no les falta evidencia al respecto. A mi entender, las reflexiones en torno a la experiencia del soldado que regresa arroja alguna luz acerca del origen y naturaleza de esa ignorancia.

29 "Si un desconocido me pregunta cómo he perdido mi brazo y le digo que estaba borracho y me caí debajo de un tren, responde lleno de comprensión y simpatía. Recientemente, he leído una novela de Valentin Pikul sobre un oficial del Ejército Imperial Ruso [ en la guerra ruso-japonesa ]: … Ni soldados seriamente lisiados despertaban simpatía alguna. Un mendigo sin piernas obtendrá más limosnas si le dice a la gente que perdió sus piernas bajo las ruedas de un tranvía…. que si menciona Mukden o Lyagolyan."(Alexievich 1992, p. 57).

30 "No necesitamos nada. Sólo que se nos escuche y se nos intente entender. La sociedad es hábil haciendo cosas, 'dando' ayuda médica, pensiones, pisos. Sin embargo, eso que se dice que se nos da, lo hemos pagado ya en una moneda muy cara. Nuestra sangre. Queremos confesarnos y no olvidéis el secreto de la confesión." (Alexievich 1992, p.36)

31 Cf. Améry (2001 pp .139-166) y Corbí (manuscrito, cap. 2) para una descripción más detallada de las condiciones en las que la víctima puede sentirse reconciliada con el mundo.

32 "Tratas de vivir una vida normal, como vivías antes, pero no puedes. No doy nada ni por mí mismo ni por la vida en general. Siento simplemente que mi vida se ha acabado. … Hoy en día, no sólo odio la guerra. No puedo ni siquiera ver a un par de chicos peleando en el parque. Por favor, no digas que la guerra ya ha pasado. En verano, cuando respiro el aire caliente y polvoriento, o veo una poza con agua estancada, o huelo las flores secas en los campos, es como si me pegaran un golpe en la cabeza. Me perseguirá Afganistán por el resto de mis días." (Alexievich 1992, pp. 26-27). O, de manera aún más contundente: "No puedo más, simplemente no puedo. Llevo muriéndome dos años. No estoy enfermo, pero me estoy muriendo. Mi cuerpo entero está muerto. No me he quemado viva en la Plaza Roja ni mi marido ha roto el carnet del partido y les ha tirado los pedazos a la cara, pero supongo que ya estamos muertos, aunque nadie lo sepa." (Alexievich 1992, p.32).

33 Como ya he indicado en ocasiones, este análisis de la experiencia del soldado ha de ser contrastado con otras experiencias de daño, así como con resultados empíricos como los estudios sobre sesgos implícitos o experimentos situacionales como el de Milgram. Podemos, de este modo, llegar a saber que lo que dice el soldado es verdad, aunque nos resulte harto más difícil adquirir una conciencia expresiva de los hechos cuya existencia declaramos.

34 Ya indiqué en su momento que no todos los soldados que se enfrentan al campo de batalla alcanzan esa mirada, ni siquiera la mayoría, pero sí un número significativo. La relevancia epistémica de la mirada de estos últimos deriva de su capacidad para identificar los mecanismos de distorsión que permitieron a esos otros soldados preservar su antigua visión y que, como vemos, no difieren de los que utilizan para seguir confiando en la autoridad y en quienes les rodean las gentes que permanecieron en casa. Naturalmente, la eficacia de tales mecanismos ha de contrastarse por otros medios y en otros contextos, algunos de los cuales incluirán y subrayarán la asimetría epistémica (y metafísica) entre quienes sufren el daño y quienes siempre se creyeron a resguardo, mientras que otros pueden ser accesibles de un modo más distanciado, como los estudios sobre el sesgo tácito que mencioné en una nota previa.

35 El modo de exposición al que aludo puede ilustrarse con un caso que relata Jonathan Glover y que concierne directamente al distanciamiento del filósofo: "Hace pocos años, un grupo de filósofos británicos visitó Cracovia. Un día nos llevaron en autobús a Auschwitz. Por el camino se dejaba oír el zumbido de la conversación de los filósofos, mezcla de chismorreo y de una actitud que podría expresarse en este pensamiento: "La gente dice esto y aquello, pero ¿es realmente racional?' Durante el regreso permanecimos en silencio. Era difícil encajar emocionalmente lo que habíamos visto. Las refinadas distinciones del análisis ético habrían resultado grotescas en el autobús que regresaba de Cracovia."(Glover 1999, p. 543). Glover considera que el déficit en este tipo de exposición constituye un límite significativo de "la obra sobre ética escrita en inglés": "Cuando nos encontramos, [a Tony Quinton] hacía poco que lo habían elegido Rector de la Universidad de Varsovia, pero el gobierno lo había rechazado por motivos políticos y le había retirado el pasaporte. Mientras él relataba su historia, me conmovió el alcance de la experiencia que él y otros filósofos polacos podían aportar a una reflexión sobre ética, así como la limitación de gran parte de la obra sobre ética escrita en inglés, debido a su relativo aislamiento de los desastres que provocados por el hombre conoció el siglo XX. En los acontecimientos de este siglo de violencia tiene que haber enseñanzas para la ética. Los ingleses de mi generación y de la siguiente hemos tenido la suerte de habernos salvado de la guerra y de otras atrocidades. Solamente un loco lo lamentaría; pero probablemente la reflexión ética nos enriquezca al ilustrarnos en lo posible acerca de las causas de esos acontecimientos por los que hemos tenido la fortuna de no pasar. En parte, la redacción de este libro es una respuesta a ese pensamiento."(Glover 1999, p. 14) Dicho de otro modo, Glover intenta con su libro "dar una dimensión empírica a la ética" (Glover 1999, p. 14), si bien aquí 'empírico' no ha de entenderse en el sentido habitual de reflejar los hechos desnudos ante un ojo neutral, sino acercarse a ciertos datos y testimonios para dejarse afectar la experiencia moral del siglo XX.

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* Nota: los textos citados cuya referencia bibliográfica corresponda a un idioma distinto del español, han sido traducidos por el autor del presente artículo.

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