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Análisis filosófico

versão On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.31 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2011

 

ARTICULOS

Ontología social y derechos humanos en John R. Searle1

 

Ángel Manuel Faerna

Universidad de Castilla-La Mancha
Angel.Faerna@uclm.es

 


Resumen

Este artículo se opone a la tesis recientemente sostenida por John Searle según la cual no existen los derechos humanos positivos. Argumentamos que la existencia de dichos derechos no es contradictoria, como pretende Searle, con las nociones de "derecho" y"derechos humanos" definidas en su ontología social. Por consiguiente, es posible aceptar la ontología social de Searle y afirmar al mismo tiempo que los derechos humanos positivos existen.
En segundo lugar, ofrecemos razones para cuestionar la supuesta prioridad lógica de una ontología social al modo en que Searle la entiende (esto es, como una empresa puramente analítica) sobre los desarrollos más específicos de la filosofía moral, social y política. Al contrario, sugerimos que, por lo que se refiere a la realidad social, los compromisos ontológicos dependen de los presupuestos sustantivos que se adopten en relación con la naturaleza y los fines de la sociedad misma, o bien no pasarán de ser un formalismo vacío sin relevancia heurística alguna.

PALABRAS CLAVE: Derechos humanos; Ontología social; Searle; Relatividad ontológica.

Abstract

This paper challenges the point recently made by John Searle that there are no positive human rights. We contend that the existence of positive human rights is not inconsistent, as Searle argues, with the notions of "right" and "human rights" as defined in his social ontology. Therefore, one could adhere to Searle's social ontology and assert the existence of positive human rights at the same time.
Subsequently, the paper gives reason to question the alleged logical priority of social ontology in Searle's sense (i.e., as a purely analytic endeavour) over the particular developments of moral, social, and political philosophy. We suggest, on the contrary, that concerning social reality ontological commitments are dependent on substantive assumptions about the nature and aims of society itself, or else they amount to an empty formalism with no heuristic relevance.

KEY WORDS: Human rights; Social ontology; Searle; Ontological relativity.


 

El propósito de este artículo es rebatir la tesis, recientemente defendida por John Searle, según la cual no existen los "derechos humanos positivos". Dicha tesis forma parte de un entramado lógicoconceptual, la ontología social, que pretende describir la naturaleza última de los fenómenos sociales y el modo en que estos adquieren su realidad objetiva específica. En primera instancia, nuestro argumento intentará mostrar que la tesis en cuestión no se sigue analíticamente, como Searle sostiene, del significado que reciben en ese entramado lógico-conceptual los conceptos de "derecho" y "derechos humanos"; esto es, puede aceptarse la ontología social que propone Searle y afirmar al mismo tiempo la existencia de "derechos humanos positivos".
Pero esta conclusión, de ser correcta, anima a una reflexión de carácter más general sobre el estatuto mismo de una ontología social así concebida en su relación con la filosofía moral, social y política. Según Searle, hay una prioridad lógica de la ontología social sobre estas últimas disciplinas, ya que en ellas debe darse por sentada la existencia de los fenómenos y entidades descritos por la propia ontología social. Sin embargo, cabe preguntarse si es posible caracterizar tales fenómenos y entidades sin asumir ningún compromiso normativo en el ámbito moral, social y político, y hacer al mismo tiempo que de esa caracterización se sigan consecuencias normativas como la referida a los derechos humanos. El fracaso de Searle en lograrlo sería una razón para pensar que, también en lo que se refiere a la realidad social, la ontología es relativa a nuestras teorías, o bien resulta un mero formalismo vacío que nada añade a nuestro conocimiento de ella.

1. Introducción

En su más reciente libro, Making the Social World (Searle 2010), John Searle elabora una propuesta de ontología social que amplía y depura la ya esbozada en el inmediatamente anterior, La construcción de la realidad social (Searle 1997). La ontología social, tal como la entiende Searle, es parte de una nueva rama de la filosofía, a la que propone denominar "Filosofía de la Sociedad" y que poseería un estatuto análogo al de la filosofía de la mente o la filosofía del lenguaje. Esta Filosofía de la Sociedad se postula como una disciplina cronológicamente más joven, pero lógicamente más fundamental, que la tradicional "filosofía social" en su doble acepción de filosofía de las ciencias sociales y de filosofía social y política (Searle 2010, p. 5).
Según se deduce fácilmente de esta escueta taxonomía, y del propio perfil filosófico de su autor, la Filosofía de la Sociedad -y la ontología social como parte de ella- se define como un ejercicio de análisis lógicolingüístico que comparte métodos y técnicas con las mencionadas filosofía de la mente y del lenguaje. De hecho, el propio Searle considera un "dato chocante de la historia intelectual" (Searle 2010, p. 6) el que los grandes filósofos analíticos del siglo XX no le prestaran prácticamente ninguna atención a este campo, y es esa laguna la que ahora se vendría a cubrir aplicando a la realidad social los instrumentos que ellos acuñaron.
De aquí es fácil inferir también dónde reside la diferencia entre Filosofía de la Sociedad y filosofía social, y por qué la primera reclama para sí prioridad lógica sobre la segunda. Para la ortodoxia analítica, es un truismo que las cuestiones de análisis conceptual son previas a las cuestiones de hecho, y que las consideraciones de definición y de significado preceden a las consideraciones de valor y normativas. Así, preguntas del tipo "¿qué estatuto ontológico tienen las instituciones sociales?", o "¿cómo llega a la existencia el mundo social?", deben -o, al menos, pueden- abordarse antes e independientemente de que nos preguntemos cómo debería ser la sociedad, qué relaciones sociales sería preferible institucionalizar, o qué métodos de investigación son los más adecuados para conocer el funcionamiento de los hechos sociales. Al mismo tiempo, es de esperar que ese ejercicio de clarificación conceptual allane el camino para responder al segundo género de preguntas o, cuando menos, detecte los malentendidos o pseudoproblemas en que ocasionalmente se haya podido incurrir al intentar responderlas.
Conforme a este programa, la propuesta de Searle hace uso del análisis lógico-semántico con el fin de establecer formalmente el estatuto ontológico del mundo social, sin entrar a juzgar en un primer momento las cuestiones de orden normativo y valorativo propias de la filosofía social y política. Sólo en un segundo momento, y una vez establecido el aparato ontológico-formal, se apuntan algunas implicaciones sustantivas que, si bien por su contenido pertenecen al terreno ideológico-político, vendrían lógicamente exigidas por la naturaleza misma de los hechos sociales como realidades objetivas.
Los intentos de deducir principios normativos de la sociedad como si fueran consecuencias necesarias de su naturaleza misma, o de la naturaleza humana, no son precisamente nuevos. La originalidad de la teoría de Searle radica sólo en que la "naturaleza" invocada tiene aquí un estatuto lingüístico. Por lo demás, como trataremos de mostrar, su sino es exactamente el mismo que el de esos otros intentos: una variante actualizada de la falacia naturalista. Dicha falacia, por cierto, no necesariamente nos obliga a aceptar la separación tajante entre hechos y valores. También cabe interpretarla justamente en el sentido inverso: como prueba de la imposibilidad de proporcionar descripciones de los hechos -muy especialmente, de los hechos sociales- que no involucren de antemano tomas de posición valorativas2. Si fuera así, el proyecto mismo de una Filosofía de la Sociedad libre de compromisos ideológicos y lógicamente anterior a la filosofía social y política se descartaría por sí solo. La ontología social, como ya demostrara Quine de la ontología general, resultaría ser relativa a nuestras teorías; en este caso, a las concepciones que elijamos defender sobre el poder, el derecho y demás nociones centrales que empleamos para pensar la sociedad.

Comenzaremos por resumir la ontología social de Searle en sus líneas fundamentales3 para, en la sección siguiente, analizar y criticar sus implicaciones políticas tomando como caso paradigmático el concepto de "derechos humanos".

2. Ontología social

El enfoque de una ontología social está forzosamente condicionado por los compromisos ontológicos generales que se acepten previamente. En este sentido, Searle impone a su análisis dos "condiciones de adecuación" iniciales (Searle 2010, pp. 3-4). La primera es respetar escrupulosamente la unicidad del mundo: no hay un mundo de hechos físicos y otro de hechos mentales, y quizá un tercero de hechos sociales, sino que todos estos hechos lo son de uno y el mismo mundo. La segunda condición estipula una jerarquía férrea entre los tres tipos de hechos: sólo el primer tipo, el de los hechos físicos, tiene carácter básico y refleja la estructura última del universo, de forma que los hechos mentales y los sociales son derivativos y dependientes de aquéllos4.
En cuanto al universo de fenómenos y propiedades abarcado en la ontología, no se nos proporciona una delimitación precisa. El punto de partida lo constituyen enumeraciones intencionadamente variopintas como la siguiente: "¿qué modo de existencia tienen los estados-nación, el dinero, las empresas, los clubs de esquí, las vacaciones estivales, los cócteles y los partidos de fútbol, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos?" (Searle 2010, p. ix). Serán más bien los propios términos del análisis, una vez formulados, los que definan con la necesaria precisión qué debe entenderse por "realidad social" y los que muestren la homogeneidad ontológica profunda que subyace a todas estas entidades superficialmente heterogéneas.
Pero el objetivo no es sólo suministrar una definición lógicamente satisfactoria de tales entidades en tanto que pertenecientes a uno y el mismo dominio ontológico, sino proporcionar también una explicación de cómo vienen a la existencia y permanecen en ella. En este sentido, cabe decir que la ontología social de Searle es, quizá primordialmente, una teoría de la ontogénesis social. Es aquí donde cobran importancia las dos condiciones de adecuación anteriores: el análisis debe mostrar cómo los hechos sociales se originan única y exclusivamente a partir del suelo de lo físico y lo mental. Más concretamente, debe mostrar cómo la existencia de una realidad social no necesita apelar a otros hechos que los contemplados en la teoría atómica de la materia y en la teoría biológica evolutiva más la intencionalidad (que es el elemento definitorio del dominio ontológico de lo mental)5.
Por tanto, esto aclara también el sentido en que los hechos físicos son básicos: hay una ontogénesis social y hay una ontogénesis mental, sustentadas ambas en los hechos del mundo físico, pero no hay una ontogénesis física. Cabe entender que, para Searle, la pregunta de cómo vienen a la existencia los hechos físicos caería fuera de los límites del análisis lógico y filosófico, en el dudoso caso de que fuera una pregunta inteligible.
El siguiente paso es introducir los conceptos técnicos en cuyos términos vendrá formulada la tesis central de Searle sobre la ontogénesis social. Como veremos, el lenguaje desempeña un papel fundamental en dicha tesis, por lo que una parte de esos conceptos proceden de la filosofía del lenguaje. Esto no quiere decir, empero, que el hecho lingüístico, estando en el origen de la realidad social, deba entenderse, entonces, como preexistente a dicha realidad. Al contrario, Searle afirma taxativamente que, allí donde no hay sociedad, no puede haber lenguaje, y que dondequiera que haya lenguaje, ya hay sociedad6. El hecho lingüístico sería, por así decir, el hecho social por excelencia o, aún mejor, la sustancia última de la que estarían constituidos todos los hechos sociales en general. De ahí, justamente, que la descripción de la ontogénesis social deba ser la descripción de algún tipo de operación lingüística7.
El más primitivo de esos conceptos técnicos es el de regla constitutiva. Las reglas son parte esencial de nuestra comprensión del comportamiento específicamente humano. El comportamiento previsible de un virus al mutar, de una célula al replicarse, de un tigre al saltar, o de un planeta al girar, no sigue reglas sino que se ajusta a algún mecanismo. Pero el comportamiento previsible de un conductor al acercarse a un semáforo en rojo, de un cliente al entrar en un bar, o de un albañil al colocar un ladrillo, sólo se puede interpretar desde algún conjunto de reglas. Ahora bien, hay reglas que no sólo regulan cómo hay que llevar a cabo ciertas acciones (atravesar un cruce de tráfico, conseguir una cerveza, levantar una pared), sino que instituyen ellas mismas las acciones que regulan, de modo que, si no existiera la regla, no podría existir tampoco la acción correspondiente. Por ejemplo, en un país en el que el voto no esté regulado,  sencillamente no hay votos; y si nunca se hubieran inventado las reglas del ajedrez, no podría haber partidas de ajedrez. Este tipo de reglas reciben el nombre de "constitutivas", y su forma general es "X cuenta como Y en el contexto C".
La noción de regla constitutiva permite definir el primer concepto fundamental de la ontología social, a saber, el concepto de institución. Una institución es, según la definición de Searle, un sistema de reglas constitutivas. El ajedrez, la etiqueta social, la familia, la amistad, el comercio, el sistema político, el derecho, son instituciones porque son creados exclusivamente por sistemas de reglas de la forma "X cuenta como Y en el contexto C". Obviamente, las instituciones pueden ser de muy diverso tipo e importancia, pueden contener muchas reglas o pocas, y pueden integrarse entre sí dando lugar a instituciones de complejidad creciente. Pero todas ellas crean automáticamente un cierto tipo de entidad peculiar, los hechos institucionales.
Los hechos institucionales son hechos objetivos como cualquier otro, pero, a diferencia de los hechos brutos (no-institucionales), dependen de una institución para su existencia. Así, que determinado trozo de papel pese un determinado número de centigramos es un hecho bruto, pero que ese mismo trozo de papel sea un billete de 100 euros es un hecho institucional, pues sólo existe en virtud de una institución, el dinero, que contiene la regla constitutiva "los trozos de papel de tales y tales características físicas cuentan como billetes de 100 euros en las transacciones económicas".
¿Qué diferencia existe entre el trozo de papel y el billete de 100 euros? La respuesta es que el billete de 100 euros desempeña una función que no poseería de ser meramente un pedazo de papel con tales y cuales propiedades físicas. Concretamente, posee lo que Searle denomina una función de estatus. En general, las funciones son propiedades que las cosas adquieren relativamente a una intención. Los humanos y otras especies animales tienen la capacidad de imponer funciones a las cosas, por ejemplo, a una rama (para hacer un nido, extraer las hormigas de un hormiguero o encender una hoguera). Pero sólo los seres humanos tienen la capacidad de imponer funciones de estatus, que se caracterizan por dos rasgos diferenciales: 1) la función de estatus es relativamente independiente de la estructura física del objeto que la recibe (el estatus de ser un billete de 100 euros podría haber recaído en un trozo de papel de características totalmente diferentes), y 2) la función de estatus requiere una intencionalidad colectiva; es esta intencionalidad colectiva, y no las propiedades físicas del objeto (sea cosa o persona), lo que le permite a este desempeñar la función.
¿Y qué nos obliga a conferirle rango ontológico a esa diferencia que la función de estatus crea entre el trozo de papel como hecho bruto y el billete de 100 euros como hecho institucional? Al fin y al cabo, cuando una rama adquiere una función cualquiera, no por ello modifica su condición ontológica. Los poderes de la rama, por así decir, siguen siendo los mismos. Sin embargo, las funciones de estatus sí confieren unos poderes a los objetos que estos no poseían antes de ser investidos de su función: adquieren lo que Searle denomina poderes deónticos, y es esto lo que los hace ingresar en el reino ontológico de lo social.
Los poderes deónticos son "los derechos, deberes, obligaciones, requisitos, permisos, autorizaciones, privilegios, etc." (Searle 2010, p. 9) que descienden sobre una persona o cosa en el instante mismo en que le es asignada una función de estatus en el marco de una institución. Lo característico de estos poderes, y lo absolutamente singular de ellos, es que proporcionan a los individuos razones para actuar independientes del deseo, motivo por el cual Searle los considera como el único y verdadero cemento de la sociedad (Searle 2010, p. 9). Si pago mi cerveza en el bar con el billete de 100 euros, el camarero y yo quedamos sujetos al efecto de un conjunto de poderes deónticos: él tiene el deber de servirme la consumición, yo tengo derecho a bebérmela, él tiene permiso para quedarse con el billete y obligación de darme el vuelto, yo quedo autorizado a abandonar el local, etc. Nada de esto se explica por nuestros simples deseos respectivos, ni por los hechos brutos que componen la situación, sino porque el bar es un establecimiento comercial, yo soy el cliente, él es el camarero, el billete de 100 euros es propiedad mía y la cerveza cuesta 2 euros, todos los cuales son hechos institucionales.
Finalmente, necesitamos invocar rápidamente algún elemento de la teoría de los actos de habla de Searle. Los diferentes tipos de actos de habla pueden ordenarse respecto de un eje vertical imaginario en cuyo extremo superior se situaría el lenguaje y en cuyo extremo inferior estaría el mundo. Ciertos actos de habla, como las descripciones, tienen la pretensión de representar las cosas mediante palabras; es decir, en ellos el lenguaje intenta ajustarse al mundo. Por tanto, podríamos decir que estos actos de habla se mueven a lo largo del eje vertical en una dirección descendente, o que su dirección de ajuste es lenguaje-mundo. Otros actos de habla, en cambio, siguen la dirección ascendente, ya que en ellos la pretensión es que las cosas se modifiquen para adecuarse a lo que dicen las palabras. Es lo que sucede, por ejemplo, con las promesas o las órdenes: si yo ordeno o prometo algo, mi intención es provocar determinados cambios en el mundo de forma tal que se haga lo que he ordenado o se cumpla lo que he prometido. Por tanto, en estos casos la dirección de ajuste del acto de habla es mundo-lenguaje.
Ahora bien, hay actos de habla que poseen las dos direcciones de ajuste simultáneamente, esto es, que introducen un nuevo estado de cosas a base de afirmar como existente el estado de cosas en cuestión. Es lo que Searle llama  declaraciones, el tipo de acto de habla que normalmente se lleva a cabo mediante el uso de verbos performativos (jurar, perdonar, disculparse…). Si yo digo "te perdono por lo que has hecho", estoy creando un estado de cosas nuevo -el estado de cosas en el que tú quedas exonerado de culpa ante mí- simplemente a base de afirmarlo; y lo mismo si digo "te juro que…", "me disculpo por…", etc.
Es fácil darse cuenta de que existe un vínculo intrínseco entre estos actos de habla y los hechos institucionales, ya que los estados de cosas que las declaraciones pueden introducir en el mundo se circunscriben estrictamente al reino ontológico de lo social. El hecho que verifica la declaración en su dirección de ajuste descendente tiene que ver, siempre e invariablemente, con los poderes deónticos involucrados. Si yo digo "te perdono por…", el nuevo estado de cosas creado difiere del que existía hasta ese momento sólo en "los derechos, deberes, obligaciones, requisitos, permisos, autorizaciones, privilegios, etc." que se generan como consecuencia de mi acto de habla, permaneciendo por lo demás idéntico el estado de cosas físico. En otras palabras, el mundo representado en las declaraciones, a diferencia del representado en las descripciones, es exclusivamente el mundo social. Esta precisión, que Searle curiosamente no explicita, se vuelve poco menos que tautológica a la luz de su análisis ontológico, como enseguida vamos a ver.
Pues, en efecto, una vez introducido todo este vocabulario (regla constitutiva, institución, hecho institucional, función de estatus, intencionalidad colectiva, poder deóntico, razones para la acción independientes del deseo, declaraciones), estamos en condiciones de presentar la tesis básica de la ontología social de Searle, y que, como ya adelantamos, se propone esclarecer la cuestión decisiva de la ontogénesis social. Expresada en su forma más simple, la tesis es la siguiente: toda la realidad institucional no lingüística y, en esa medida, toda la civilización humana, es creada y mantenida en la existencia por medio de representaciones lingüísticas que tienen la forma lógica de lasdeclaraciones (Searle 2010, p. 11).
La expresión "representaciones lingüísticas que tienen la forma de declaraciones" pone sobre aviso de que no se pretende decir que todas las instituciones hayan sido creadas mediante la correspondiente declaración como acto de habla efectivo. De hecho, en buena parte de los casos lo más probable es que tales actos de habla no se hayan producido nunca. Pero lo importante es que, se formule o no la declaración, la institución se origina en una representación de los hablantes que sólo puede ser lingüística y que comparte con los actos de habla declarativos la propiedad única y singularísima de poseer la doble dirección de ajuste. A estas declaraciones (representadas o expresas) las denomina Searle declaraciones de función de estatus. Por así decir, ellas "abren el ser" de lo social; son la herramienta, necesaria y suficiente a la vez, para crear la posibilidad de hechos institucionales; no a partir de la nada, desde luego, pero sí a partir únicamente de los hechos físicos y los intencionales.
Las reglas constitutivas -que, como vimos, están en la base de las instituciones- operan en realidad como declaraciones de función de estatus permanentes. La regla "X cuenta como Y en el contexto C" supone hacer por declaración que la función de estatus Y exista, y crea el hecho institucional de que algo pueda ser un Y. Por ejemplo, los artículos de la Constitución española que regulan la figura del presidente del gobierno hacen por declaración que exista la función de estatus "ser presidente del gobierno español". A partir de ese momento, pasa a ser un hecho institucional (un elemento objetivo de la realidad social) que José Luis Rodríguez Zapatero, el X que a la sazón satisface las condiciones
estipuladas en dicho articulado, es el presidente del gobierno español. Y esto significa que, objetivamente también, dicho X adquiere los poderes deónticos (derechos, deberes, obligaciones, requisitos, permisos, autorizaciones, privilegios, etc.) que definen a esa entidad, lo cual, a su vez, proporciona razones para la acción independientes del deseo al conjunto de participantes en la institución (esto es, a todas las personas cuya intencionalidad colectiva, al reconocer o aceptar tales poderes, da realidad a esa función de estatus). Es así como, en palabras del propio Searle, "usamos la semántica para crear una realidad que va más allá de lo semántico, y para crear poderes que van más allá de los poderes semánticos" (Searle 2010, p. 14).

3. Derechos humanos

El análisis de Searle pretende haber identificado el principio unificador subyacente a toda la ontología social. A decir del autor, la declaración de función de estatus desempeñaría en las ciencias sociales un papel análogo al que tiene el átomo en la física, el enlace químico en la química, la célula en la biología, el ADN en la genética o la placa tectónica en la geología (Searle 2010, p. 7). Se trataría de un único mecanismo fundamental (en este caso, un mecanismo lingüístico-formal) que, aplicado a gran escala, es capaz de generar y sostener por sí solo toda la sociedad humana en su vasta complejidad. Dicho análisis se mostraría compatible con los hechos básicos que, de acuerdo con nuestro conocimiento, sustentan la estructura del universo, y respetaría el principio de unicidad del mundo, de tal modo que el camino que va "de los protones a los presidentes, y de los electrones a las elecciones" (Searle 2010, p. 3), pueda recorrerse sin saltos con el único concurso de fenómenos físicos e intencionales.
Una crítica exhaustiva de tan ambicioso análisis excede con mucho las pretensiones de este comentario. Además, el modesto bosquejo ofrecido aquí deja fuera infinidad de argumentos y matices con los que Searle se adelanta a muchas de las objeciones que se podrían suscitar en una primera valoración, como, por ejemplo, si tiene pleno sentido hablar de una "intencionalidad colectiva", o si realmente los "poderes deónticos" poseen la sustancia ontológica que se les atribuye. En definitiva, no es posible enjuiciar en su justa medida la ontología social de Searle sin atender a la riqueza de detalles técnicos de que viene acompañada su presentación.
Tampoco vamos a valorar los presupuestos teóricos y metodológicos que subyacen al análisis mismo. Obviamente, que puedan no ser compartidos por otras tradiciones y escuelas no significa que no sean legítimos en sus propios términos. Pero, para los propósitos de lo que argumentaremos aquí, no necesitamos cuestionar prima facie el escenario diseñado por Searle. Inspirándonos en el sesgo formal de toda su teoría, tomaremos las dos condiciones de adecuación iniciales como si fueran postulados, entenderemos el carácter lingüístico de la ontogénesis social como un axioma, aceptaremos como definiciones los conceptos teóricos recién enumerados, y consideraremos que la tesis sobre el papel crucial que desempeñan las declaraciones de función de estatus constituye su ley fundamental.
Ahora bien, en toda teoría axiomatizada, los logros se miden por los teoremas. Según señalábamos al principio, el esfuerzo analítico de la Filosofía de la Sociedad merecerá la pena si sus virtudes clarificadoras aportan algún elemento al debate sustantivo -como intentan hacer también sus disciplinas hermanas, la filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, en sus respectivas áreas de incumbencia-. Por "debate sustantivo" se entiende aquí la problemática general de la filosofía social, la filosofía política, la filosofía del derecho y demás disciplinas afines, cuyos objetos de conocimiento entran de lleno en el territorio ontológico teorizado por Searle. Ese debate involucra concepciones normativas que, obviamente y como mínimo, deberán tener cabida en las constricciones formales de la ontología social. Los "teoremas interesantes" serán, entonces, aquellos que pongan en evidencia algún error ontológico o categorial de importancia en el que hayan podido incurrir una o varias concepciones normativas manejadas en el debate sustantivo. A estos efectos, uno de los que más interés puede suscitar es, sin duda, el "teorema" referido a los derechos humanos, a cuya discusión nos ceñiremos en lo que resta y que reza literalmente así: "la Declaración Universal de Derechos Humanos es un documento profundamente irresponsable porque sus autores […] confundieron lo que son políticas sociales deseables con derechos humanos básicos y universales" (Searle 2010, p. 185)8.
En el caso de que uno no esté de acuerdo con esta afirmación, puede elegir entre dos estrategias de réplica. La primera, y más expeditiva, es tomar la falsedad material del teorema como prueba de que al menos algún elemento de la teoría no es materialmente adecuado. El inconveniente de esta opción es que la afirmación de tal falsedad es en sí misma una tesis normativa; es decir, estaríamos limitándonos a oponer un argumento ideológico a una teoría que reclama para sí prioridad lógica sobre el discurso normativo. Justamente, el interés de la crítica de Searle a la Declaración Universal de Derechos Humanos reside en invocar razones de índole conceptual para rechazar una parte de su contenido. Como veremos, el reproche dirigido a sus autores no se refiere a las opciones valorativas que adoptaron a la hora de redactar el documento, sino a la eficacia misma de este como declaración susceptible de generar el correspondiente hecho institucional. De ahí que Searle pueda plantearse su pregunta en términos estrictamente ontológicos -¿existen en realidad todos los derechos recogidos en el documento?- y no en términos de un debate normativo sobre lo que es o no deseable que exista como resultado de eventuales decisiones políticas.
La segunda estrategia, que vamos a ensayar aquí, consiste en probar que el teorema resulta formalmente incorrecto, es decir, que no se deduce de la teoría. Es verdad que con ello no refutamos la ontología social propuesta por Searle -lo cual, en cualquier caso, no figura entre los objetivos de este trabajo-, pero sí damos razones para pensar, como apuntábamos en la Introducción, que la Filosofía de la Sociedad que tiene en mente el autor no puede pasarse sin adoptar decisiones normativas propias del ámbito de la filosofía social y política, a no ser que renuncie a decir nada sustantivo.
La noción genérica de "derecho" (en sentido amplio, no exclusivamente jurídico) resulta particularmente fácil de acomodar dentro del entramado conceptual desarrollado por Searle. Un derecho es un poder deóntico asociado a una determinada función de estatus. Por tanto, existe un derecho allí donde la correspondiente declaración (representada o efectiva) hace existir una función de estatus cuyo reconocimiento por una intencionalidad colectiva proporciona razones para la acción independientes del deseo en el sentido de respetar ese derecho.
En consecuencia, y en el caso general, los derechos están vinculados a instituciones, porque poseer una función de estatus viene a ser lo mismo que desempeñar un papel dentro de una institución (ser un X que cuenta como Y en el contexto C). Por poner un ejemplo sencillo: yo tengo el derecho de imponer la lectura del libro de Searle a mis alumnos porque eso forma parte de los poderes deónticos asociados a mi función de estatus como profesor dentro de la institución educativa; ese derecho mío implica automáticamente que mis alumnos tienen una razón para leer el libro de Searle -en caso de que yo lo mande- que es independiente de su deseo de hacerlo (esto es, que si alguien les preguntara "¿por qué leéis ese libro?", la respuesta "porque nos lo ha mandado el profesor" sería más que suficiente en términos de una explicación racional de su conducta).
Pues bien, a partir de esta caracterización general de los derechos en tanto que poderes deónticos, el concepto especial de "derechos humanos" plantea tres problemas a los que Searle se propone dar respuesta. El primero, de tipo formal, es que dicho concepto parece representar una excepción al principio de que todo derecho está vinculado a una institución. Mis derechos como profesor emanan de las reglas constitutivas de la institución educativa; mis derechos como padre, de las de la institución familiar; mis derechos como propietario, de las de la institución de la propiedad; mis derechos como ciudadano, de las de las instituciones políticas de mi país, y así sucesivamente. Pero, ¿de qué institución emanan mis derechos como ser humano?
Estrictamente hablando, la pregunta sólo admite una respuesta negativa: los derechos humanos no se enmarcan dentro de ninguna institución en particular, pues se supone que uno tiene derechos humanos por el mero hecho de ser un humano y al margen de cualquier rango o adscripción social. Sin embargo, Searle no considera que esto los invalide como derechos, ni que haga necesario revisar la caracterización general anterior. La realidad de las instituciones, como vimos, se sustancia en la existencia de un conjunto de reglas constitutivas de la forma "X cuenta como Y en el contexto C", y en la consiguiente existencia de funciones de estatus que ocupan el lugar de la "Y" en esa fórmula. Entonces, el concepto de derechos humanos comporta sencillamente que la propiedad "ser un ser humano" es una función de estatus, y como tal asigna una serie de poderes deónticos a quienes disfrutan de ella. El carácter singular -que no paradójico- de los derechos humanos proviene del hecho de que no se predican de los individuos en tanto que dotados de otras funciones de estatus previamente asignadas (y, por tanto, en el marco de instituciones preexistentes), sino en tanto que dotados de mera existencia biológica. Esto es, la correspondiente regla constitutiva sería "X cuenta como ser humano en el contexto C", donde el criterio para satisfacer "X" es la pertenencia a la especie (Searle 2010, pp. 180-181)9.
Por consiguiente, y respecto de este primer problema, el análisis de Searle no sólo convalida el concepto de "derechos humanos", sino que tiene la virtud añadida de desambiguar el enunciado "X es humano", el cual, dependiendo del contexto de habla, puede tener un significado descriptivo que remite a la ontología física, o bien un significado declarativo que remite a la ontología social.
El segundo problema es de justificación. Una ontología social debe hacer comprensible la realidad institucional desde los propósitos y necesidades de quienes la generan y sustentan. A fin de cuentas, el mundo social es una creación humana, y como tal requiere explicaciones en términos de intencionalidad10. Una institución se explica por relación a algún propósito que ella cumple; y es sólo por referencia a ese propósito como se puede justificar racionalmente la existencia de un derecho o, en general, de cualquier otro poder deóntico emanado de ella11.
Ahora bien, dado que la función de estatus "ser un ser humano", y sus poderes deónticos asociados, no se encuadran en institución alguna, ¿de dónde obtener el referente para la justificación de los derechos humanos? El derecho de un profesor a dirigir las lecturas de sus alumnos se puede justificar por relación a los fines de la educación: al menos, puede argüirse razonablemente que los objetivos de la institución educativa no podrían alcanzarse si no se invistiera al docente de un derecho como ese. Pero ¿cuáles son los objetivos que se verían incumplidos en caso de que no se invistiera a todos los miembros de la especie de un conjunto básico de derechos? Aquí parece inevitable poner en juego algún listado de fines vinculados, no a esta o aquella institución, sino a la propia existencia humana como tal. Como señala el propio Searle, "la justificación de los derechos humanos no puede ser éticamente neutral. Involucra más que una mera concepción biológica de la clase de seres que somos; implica también una concepción de lo que hay de valioso, real o potencialmente, en nuestra existencia misma" (Searle 2010, p. 190). Volveremos sobre esto después de presentar el tercer problema.
Ese tercer problema tiene que ver con el contenido de los derechos humanos, es decir, con la pura y simple pregunta: ¿cuáles son exactamente esos derechos? Ahora bien, uno estaría tentado de contestar que esta es justamente la pregunta que el análisis de Searle ha vuelto innecesaria. Dado que la existencia de las funciones de estatus viene instituida por declaraciones, y dado que en el caso de los derechos humanos esa declaración indudablemente existe -y tiene además la forma expresa de un acto de habla fechado y puesto incluso por escrito-, el contenido de los derechos humanos sería sin más el que queda recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero el problema que quiere discutir Searle no es, en realidad, este. Su pregunta alude a qué derechos humanos pueden existir, en el sentido de cuáles son los que podemos racionalmente justificar. Por lo tanto, el tercer problema está conectado de manera intrínseca con el segundo.
Por ello, la respuesta natural parecería ser la que remitiera directamente a esas concepciones éticas del bien y de lo valioso que, según se acaba de reconocer, sustentan cualquier posible justificación de los derechos humanos. Pero es precisamente aquí donde Searle piensa que su bisturí analítico puede prestar un servicio inestimable al debate sustantivo. Pues, por encima de las opciones éticas que se manejen en tal debate, hay constricciones lógicas cuya ignorancia lo ha abocado a un lamentable error categorial: "la Declaración Universal de Derechos Humanos es un documento profundamente irresponsable porque sus autores no reflexionaron sobre la conexión lógica entre derechos universales y obligaciones universales, y confundieron lo que son políticas sociales deseables con derechos humanos básicos y universales" (Searle 2010, p. 185). Que la declaración sea irresponsable significa que con ella producimos unos poderes deónticos que, como va a argumentar Searle, estamos muy lejos de suscribir con nuestra intencionalidad colectiva. Y esto significa, a su vez, que en la práctica no existen tales poderes y que dicha declaración sería, en un sentido importante, un acto de habla fallido.
No obstante, la condena de Searle no se dirige por igual a todos los derechos recogidos en la Declaración. En su opinión, sí se puede encontrar una justificación razonable para los siguientes derechos humanos: "el derecho a la vida, incluyendo el derecho a la seguridad personal, el derecho a la propiedad de bienes personales (como el vestido), el derecho a la libre expresión, el derecho a asociarse libremente con otras personas y a elegir con quién se asocia uno, el derecho a creer lo que uno quiera creer, incluyendo las creencias religiosas y el ateísmo, el derecho a viajar y el derecho a la privacidad" (Searle 2010, p. 185). En cuanto a los derechos humanos que considera no justificados hasta ahora, Searle menciona expresamente el derecho a una vivienda digna, el derecho a un nivel de vida adecuado, el derecho a la atención sanitaria y el derecho a la educación, incluyendo la educación superior.
Un simple vistazo a estas dos listas de derechos basta para percibir sus connotaciones políticas. La primera lista, la de los derechos humanos que Searle aprueba, deriva de la concepción clásica del Estado de derecho liberal; la segunda, la de los derechos humanos para los que no encuentra justificación, pertenece a la tradición del Estado social de derecho; son, en efecto, parte de los llamados "derechos humanos de segunda generación" (económicos, sociales y culturales). Estamos, pues, ante una de las confrontaciones ideológicas centrales en el espacio teórico-normativo de la filosofía política, y no sería pequeño el logro de Searle si efectivamente hubiera llegado a mostrar que puede dirimirse sobre una base estrictamente lógica12. Veamos cuál es su razonamiento.
La primera premisa es semántica: "la forma lógica de los enunciados [que expresan] derechos implica siempre una obligación correlativa por parte de otros […]. La cuestión importante que hay que subrayar aquí es que los derechos lo son siempre contra alguien" (Searle 2010, p. 177). Es decir, derechos y obligaciones están en una relación lógica tal que, si X tiene un derecho, entonces necesariamente existe al menos un Y que tiene una obligación hacia X. Y aquí no basta -puntualiza Searle- con afirmar una obligación difusa, una pura abstracción que no señala a nadie en concreto, porque se violaría la condición de adecuación según la cual todo hecho social debe remitir exhaustivamente a entidades físicas e intencionales efectivas ("la humanidad", o "la sociedad", no pueden tener obligaciones de ninguna clase porque, al no ser personas, no están dotadas de intencionalidad). Así pues, los sujetos de la obligación deben ser tan específicos e identificables como los propios sujetos del derecho.
Por otro lado, el contenido de la obligación emanada de un derecho puede ser de dos tipos: o bien los sujetos vienen obligados a realizar alguna acción específica (como, en el caso de mis alumnos, leer el libro de Searle), o bien su obligación consiste en no interferir en la acción de quien posee el derecho (como, en el caso del camarero, dejarme salir del bar una vez pagada mi consumición). A los derechos que obligan a otros a realizar alguna acción específica, Searle los denomina "derechos positivos"; a los que sólo obligan a no interferir, los llama "derechos negativos"13. Justamente, las dos listas anteriores difieren, desde un punto de vista formal, en que la primera contiene sólo derechos negativos, mientras que los de la segunda son todos positivos.
Sentado todo esto, afirma Searle a continuación que "nunca nos deberíamos permitir hablar de derechos humanos a menos que estemos dispuestos a establecer: (1) contra quiénes es el derecho, (2) cuál es exactamente el contenido de las obligaciones hacia el titular del derecho, y (3) exactamente por qué la persona contra la cual existe el derecho está bajo esas obligaciones" (Searle 2010, p. 185). Ahora bien, el carácter universal de los derechos humanos convierte automáticamente en universales también las obligaciones correlativas, de forma que, en cuanto al primer punto, es necesario establecer que un derecho humano lo es contra todas y cada una de las personas que existen en el mundo. La controversia, por tanto, sólo puede darse sobre los puntos segundo y tercero.
¿Y por qué considera Searle que, teniendo en cuenta lo que demandan esos dos puntos, sólo deberíamos permitirnos hablar de derechos humanos negativos? La respuesta no puede ser más franca: "si todo el mundo tiene derecho a una vivienda adecuada, a un buen nivel de vida, a la educación superior, entonces, por ejemplo, usted y yo estamos en la obligación de pagar para que todos los demás tengan una vivienda, un nivel de vida y una educación adecuadas. Me parece que se requeriría un argumento muy fuerte para establecer semejante afirmación" (Searle 2010, p. 184).
Si quisiéramos ridiculizar a Searle, o descalificarlo moralmente, podríamos ironizar sobre esta forma de supeditar el catálogo de los derechos humanos a sus posibles repercusiones en nuestra cuenta corriente. Pero, por un lado, la acusación no sería del todo justa, ya que Searle no discute que pueda ser deseable atender a esas necesidades de la población mediante políticas públicas que, obviamente, se sufragarían con los impuestos de todos. Y, por otro, ya hemos dicho que lo que está en juego no es una opción moral, sino la posibilidad o no de justificar ciertos supuestos derechos atendiendo a los requisitos formales que se desprenden de su análisis lógico.
Para juzgar sobre ello, veamos primero qué argumento esgrime Searle en defensa de un derecho humano negativo como el derecho a la libertad de expresión. Ese derecho universal a expresarnos libremente, que comporta la obligación igualmente universal de que ninguna persona interfiera o limite nuestra capacidad de expresarnos, sería una"consecuencia natural" (Searle 2010, p. 189) de una doble constatación: que la tendencia a realizar actos de habla es innata en nosotros, y que asignamos a esa capacidad un valor o una importancia especial como medio "para desarrollar todo nuestro potencial como seres humanos" (Searle 2010, p. 190). Como se ve, el argumento es congruente con aquella observación de Searle de que la justificación de los derechos humanos no puede ser éticamente neutral e implica una concepción de lo que hay de valioso en nuestra existencia: en este caso, poder ejercitar de forma autónoma y espontánea nuestra condición de hablantes. Cabe suponer, entonces, que su justificación para los demás derechos humanos negativos iría en la misma línea de convertirlos en consecuencias naturales de características innatas nuestras cuyo ejercicio consideramos vital para nuestro pleno desarrollo como seres humanos14.
En lo que no parece reparar Searle es en que el argumento incurre también en una flagrante petición de principio, a la luz precisamente de sus clarificaciones anteriores. Nuestra tendencia a realizar actos de habla es, efectivamente, una característica innata, un hecho bruto verdadero de todos los seres humanos en el sentido descriptivo-biológico. Pero es obvio que, en expresiones como "desarrollar todo el potencial de los seres humanos", "realizarse como seres humanos", "ser plenamente humanos" y similares, el concepto de "humano" involucrado es el declarativosocial. Nadie puede pensar que una persona es menos humana, biológicamente hablando, porque no esté en condiciones de ejercitar su libertad de expresión (o cualquier otro de sus derechos humanos negativos). Ese desarrollo o esa plenitud se refieren a la función de estatus "ser un ser humano", la cual viene definida -como nos enseña el análisis de Searle- por la posesión de una serie de poderes deónticos, entre los cuales se cuentan unos derechos que, por emanar directamente de dicha función de estatus, denominamos precisamente "derechos humanos".
Por consiguiente, afirmar que la libertad de expresión es un derecho humano porque nos permite desarrollarnos plenamente como humanos es afirmar, simplemente, que es un derecho humano porque es un derecho humano; o, dicho menos tautológicamente, que hemos decidido colectivamente incluir entre los poderes deónticos que se ligan a la función de estatus "ser un ser humano" el derecho a expresarse libremente, porque convenimos en que eso forma parte de lo que hay de valioso en nuestra existencia misma.
Por supuesto, el defensor de los derechos humanos positivos desea hacer exactamente lo mismo respecto del derecho a la vivienda, la educación o la salud. El fundamento biológico de estos derechos es, cuando menos, el mismo, y su relevancia a efectos de una plena "realización humana" no tiene por qué ser menor. ¿Acaso no forma parte de lo que hay de valioso en nuestra existencia aquello que sólo puede lograrse cuando se disfruta de salud, educación y un mínimo de comodidades materiales? Muchas personas pensarían que sí, aunque quizá otras muchas opinen que no. Claramente, todo depende de la concepción que vayamos a sostener de lo que hay de valioso en nuestra existencia, pero en esto los derechos humanos negativos no cuentan con ninguna ventaja de partida sobre los positivos. Así pues, desde el punto de vista de su justificación, no hay razones que permitan afirmar la existencia de unos que no sirvieran en principio igualmente para afirmar la existencia de otros.
Hay un segundo defecto serio en el razonamiento de Searle, esta vez en relación directa con su objeción en contra de los derechos humanos positivos. Como vimos, la objeción se reduce a un único punto aplicable indistintamente a todos ellos: cuestan dinero. Searle es consciente de que la garantía de los derechos humanos negativos a veces puede salir también bastante cara (en concreto, menciona el caso real de los enormes costes estatales que supuso proteger a los participantes en una multitudinaria manifestación neonazi en Illinois). Sin embargo, considera esa circunstancia como un accidente externo al contenido del derecho como tal (el de libertad de expresión), en tanto que, "en el caso de los derechos positivos, [… ] es parte de la esencia del propio derecho, parte de su contenido mismo, el que exija esfuerzos costosos de todos los miembros de la humanidad" (Searle 2010, p. 194).
Esta apelación a la esencia abstracta de los derechos es inconsistente con las condiciones de adecuación estipuladas por Searle para su ontología social. En un plano puramente abstracto y formal, quizá se pueda trazar una distinción perfectamente nítida entre hacer algo por acción (las obligaciones vinculadas a derechos positivos) y hacerlo por omisión (las vinculadas a derechos negativos). Pero las condiciones de adecuación exigen que el contenido de derechos y obligaciones reales se analice, como cualquier otro hecho social, por referencia a las realidades particulares del mundo físico e intencional; sólo ahí se pueden identificar los esfuerzos y los costes que verdaderamente llevan aparejados. Dicho de otro modo, el contenido puramente abstracto de un derecho no determina por sí solo -esto es, intrínsecamente y con independencia de todo el entramado de relaciones sociales que regulan el comportamiento de los agentes- los costes de su implementación. Así, por ejemplo, mi derecho a la integridad física es formalmente negativo (porque en abstracto no demanda otra cosa que el que los demás se abstengan de ejercer violencia sobre mí), pero su implementación real es virtualmente inimaginable en cualquier sociedad si no es mediante la creación de instituciones policiales, judiciales, etc., que comportan costes y un gran número de obligaciones positivas. Si reivindicamos su inclusión como derecho humano, no es desde luego porque no haya nada "en su contenido mismo" (esto es, en su esencia abstracta) que requiera un esfuerzo positivo de parte de la comunidad, sino, todo lo contrario, porque consideramos que la comunidad está obligada a cualesquiera esfuerzos concretos que sean necesarios para asegurar su defensa.
Por lo demás, la magnitud de los costes comunitarios asociados a un derecho tampoco se puede determinar por referencia a su contenido abstracto exclusivamente, ya que es relativa al modo particular en que una sociedad asigna sus bienes y recursos y, en general, a eso que Marx llamaba su "modo de producción". Es obvio, por ejemplo, que los costes asociados al derecho universal a la vivienda no serían los mismos en una sociedad en la que el suelo fuera un bien de titularidad pública que en una donde su precio esté sometido a las leyes del mercado15.
En una palabra, Searle atribuye consecuencias a un rasgo abstracto y puramente formal del contenido de los derechos que, en realidad, sólo se producen en conjunción con un marco institucional y socioeconómico particular. Pero los derechos humanos, al no ser dependientes de institución alguna, no deberían estar sometidos en su justificación a este tipo de consideraciones. Más bien al contrario, habría de ser por referencia a ellos como los diferentes marcos institucionales y socioeconómicos deberían hallar su justificación última.
Con todo, el argumento de Searle en contra de los derechos humanos positivos parece anclado en una intuición que podría resultar más fuerte que cualquiera de estas objeciones. Volvamos por un momento a las tres cuestiones sobre las que Searle demandaba un pronunciamiento claro, consciente y responsable: 1) contra quién exactamente es el derecho, 2) cuál es exactamente la obligación en la que sitúa, y 3) exactamente por qué se está en esa obligación. Las respuestas de Searle para el caso de los derechos humanos positivos eran: a) son derechos contra todos y cada uno de los miembros de la humanidad, b) obligan a que todos y cada uno pongamos todos los medios efectivos para implementarlos, y c) no hay ningún argumento que justifique esa obligación. En realidad, es bastante razonable concluir c) a partir de a) y b). Siendo sinceros, no diríamos que nos reconocemos en la obligación precisa y concreta de poner personalmente todos los medios a nuestro alcance para que todo ser humano sobre la tierra tenga una vivienda o una educación adecuadas, como sí nos reconocemos en la obligación precisa y concreta de pagar la cerveza que acabamos de tomar en un bar. Pero, lejos de demostrar la falta de justificación de los derechos humanos positivos, lo que esa intuición podría delatar es un tercer paralogismo en el razonamiento de Searle. Y, en efecto, hay razones más que sobradas para sospechar de a).
¿Es verdad que, como sostiene Searle, todo derecho lo es siempre contra alguien? La afirmación deriva del enunciado supuestamente analítico según el cual, si X tiene un derecho, entonces necesariamente existe al menos un Y que tiene una obligación hacia X. Pero nótese que, al aplicarlo al caso de los derechos humanos positivos, Searle asume que el sujeto de la obligación, Y, debe ser necesariamente el individuo particular (somos "usted y yo" los que tendríamos que pagar a título individual por la educación de toda la humanidad). De esta forma se genera la impresión de que todo derecho debe ser retrotraíble en última instancia a una interacción directa entre individuos tomados de dos en dos, donde la interacción es además semejante a un juego de suma cero, de forma que toda ganancia de una parte significa una pérdida equivalente en la parte contraria. Y es justamente esa impresión la que alimenta la intuición que parece dar su fuerza al argumento de Searle.
Sin embargo, en su discusión del derecho a la libre expresión, Searle admite que el sujeto de la obligación correlativa puede perfectamente ser una institución, y no los individuos como tales: después de citar la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, afirma que, "hablando literalmente, nuestro derecho constitucionalmente garantizado a la libre expresión es un derecho que tenemos contra el Congreso" (Searle 2010, p. 177)16, que no debe dictar leyes que la limiten. Del mismo modo, es de suponer que el derecho a la integridad física no nos sitúa a todos los ciudadanos individualmente considerados bajo la obligación de actuar de guardaespaldas de nuestros vecinos. Si los derechos humanos negativos no necesitan ser retrotraídos a una interacción directa entre individuos tomados de dos en dos, ¿por qué debería ser así en el caso de un derecho universal positivo?
Esto debilita, o al menos matiza, la afirmación de que los derechos lo son siempre contra alguien, o la correlación simple entre derechos y obligaciones de la que deriva17. Es llamativo (y sospechosamente ad hoc) que Searle las introduzca sólo cuando llega el momento de discutir los derechos humanos, mientras que, en su análisis ontológico previo, los poderes deónticos en general (de los cuales los derechos son un caso) aparecían caracterizados más débilmente como aquello que proporciona a los individuos razones para la acción independientes del deseo. Este último concepto bastaría para dotar de significado al contenido de los derechos humanos positivos en su relación con los agentes particulares. El reconocimiento de tales derechos no nos situaría "a usted y a mí", como individuos, bajo una obligación específica ante todos los miembros de la humanidad, pero sí nos proporcionaría razones independientes del deseo para actuar de forma que esos derechos se implementen: por ejemplo, promoviendo instituciones (políticas, jurídicas, económicas) que, ellas sí, quedarían obligadas ante los titulares de los derechos, siendo las encargadas de asegurar su disfrute universal.
Por consiguiente, a la pregunta de Searle: ¿contra quién exactamente es el derecho universal a un nivel de renta mínimo o a una vivienda adecuada?, cabría responder, sin contravenir ningún principio formal del análisis, algo así como: contra instituciones estatales (como los gobiernos y parlamentos) y supranacionales (como la ONU, el Banco Mundial, el FMI, las Cortes internacionales…) con capacidad legislativa, ejecutiva y de control judicial para promover y garantizar su implementación. El argumento para establecer exactamente por qué esas instituciones estarían bajo tales obligaciones no sería tan difícil de hallar como el que nos comprometiera a cada uno individualmente en una acción particular, del mismo modo que sucede con la garantía de los derechos humanos negativos a través de instituciones como la policía o el código penal: sencillamente, se justificaría por la función que colectivamente asignamos a esas instituciones al crearlas. Como ya sugerimos páginas atrás, el hecho de que los derechos humanos no estén enmarcados en institución alguna -un rasgo conceptual que el análisis de Searle tiene la virtud de sacar claramente a la superficie- los convierten en el marco de referencia más plausible respecto del cual evaluar normativamente todo el tejido institucional de la sociedad.

4. Conclusión

Creemos haber mostrado que, en contra de lo que pretende Searle, el instrumental analítico desplegado en su estudio de la ontogénesis social no proporciona ningún argumento válido para resolver el debate entre concepciones liberales y sociales de los derechos humanos. Pero esto no debería verse como una crítica al análisis como tal, sino más bien todo lo contrario. Pues, a no ser que suscribamos la muy inverosímil tesis de que dicho debate había estado girando exclusivamente sobre un error categorial y no sobre diferentes concepciones sustantivas de los valores morales, sociales y políticos, el hecho de que el análisis quedara comprometido con una de ellas sería la mejor prueba de su insuficiencia18.
Es más, la discusión nos ha permitido comprobar que, a la luz de las definiciones de Searle, algunos conceptos importantes reciben una clarificación significativa y útil. Es el caso de la distinción entre el sentido descriptivo y el declarativo del predicado "ser un humano", o de la singularidad de la noción de "derechos humanos" en comparación con los derechos asociados a funciones de estatus previamente definidas.
Con todo, la conclusión más destacable quizá sea que, por mucho que la lógica y la semántica ayuden a clarificar nuestros conceptos, es ingenuo pensar que ello nos ahorrará el debate moral y político. En la medida en que ese trabajo de clarificación sea satisfactorio, resultará políticamente inocuo. Pero no, como piensa Searle, porque la Filosofía de la Sociedad tenga un estatuto lógicamente anterior a la filosofía política o la filosofía social. Los postulados, axiomas y definiciones de su teoría entrañan opciones interpretativas -individualismo metodológico, nominalismo en la ontología, funcionalismo en la explicación- que suponen ya un entendimiento particular de la sociedad en términos, justamente, de filosofía social y política. Así que la Filosofía de la Sociedad se limitará a poner en claro las bases de tal entendimiento previamente adquirido.
Queda de manifiesto, en cualquier caso, lo engañoso -y no sólo lo inmodesto- que resulta comparar sus logros con el hallazgo del ADN, el enlace químico o el átomo. Cualquiera de estos hitos científicos supuso dejar de lado un buen número de teorías alternativas que hasta ese momento habían servido para explicar y predecir los fenómenos físicos, químicos o biológicos. Pero no parece que el descubrimiento de las funciones de estatus vaya a hacer avanzar la investigación social en una dirección más bien que en otra. No hay tal "descubrimiento", sólo una traslación de fenómenos ya conocidos a un vocabulario filosófico especial. La ontología social de Searle es otro capítulo más de su filosofía del lenguaje y de su filosofía de la mente. La idea de que esta Filosofía de la Sociedad se sitúa junto a ellas, y no dentro de ellas, es el verdadero error categorial.

Notas

1 Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación "Esfera pública, conflicto de valores y experiencia social: una perspectiva pragmatista", financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (FFI2008-03310/FISO).

2 Irónicamente, en su día fue Searle uno de los filósofos que contribuyeron a relativizar la dicotomía entre enunciados descriptivos y valorativos; véase Searle (1974).

3 El resumen no pretende ser más que una paráfrasis muy abreviada del aparato teórico presentado en el primer capítulo de Making the Social World, desarrollado luego por extenso en el resto del libro. Remitimos, por tanto, a dicho capítulo y, para no multiplicar las referencias, sólo daremos indicación de página cuando nos parezca imprescindible o se trate de una cita textual.

4 Searle rechaza explícitamente para su ontología los términos "monismo" y "reducción". Aunque afirma que los hechos mentales y sociales están en una relación de dependencia respecto de los físicos, que son los únicos básicos, se refiere indistintamente a los tres como "partes de la realidad". Tampoco se muestra conforme con la noción de "superveniencia", que normalmente se usa para salvar el monismo ontológico sin postular una reducción en sentido fuerte de todos los fenómenos a propiedades del nivel básico (es decir, justamente la posición que él parece defender). Aquí dejaremos de lado este aspecto del debate, en el que tampoco Searle profundiza más, y nos limitaremos a aceptar estas dos condiciones de adecuación como postulados de la teoría, según diremos más adelante.

5 Como se sabe, la posición de Searle en filosofía de la mente apunta hacia un "naturalismo biológico" en virtud del cual la propiedad de ser intencional, aun siendo irreductible a los estados físicos del organismo dotado de conciencia, tiene su ontogénesis en los hechos físicos de la neurobiología, conectados a su vez con la teoría atómica a través de los niveles fisiológico, bioquímico y molecular. Véase Searle (1992 y 1996).

6 Así, por ejemplo, afirma: " [los teóricos del Contrato Social ] dan por supuesta nuestra existencia como criaturas que hablan un lenguaje, y luego especulan sobre cómo podríamos habernos reunido en 'un estado de naturaleza' para crear un contrato social. El punto que voy a defender una y otra vez es que, una vez que se tiene un lenguaje compartido, ya se tiene un contrato social; de hecho, se tiene ya sociedad. Si por 'estado de naturaleza' se quiere decir un estado en el que no hay instituciones humanas, entonces, para los animales que hablan un lenguaje no existe tal cosa como un estado de naturaleza" (Searle 2010, p. 62). El subrayado es del original.

7 En este sentido, habría que considerar retrospectivamente la filosofía del lenguaje de Searle -la teoría de los actos de habla (Searle 1986)- como los prolegómenos de su ontología social, donde se describen los mecanismos lógicos elementales que hacen existir a la sociedad desde el nivel físico (ciertos tipos de actos) y mental (dotados de contenido intencional). En la Conclusión rechazaremos, no obstante, que las cosas deban verse realmente así.

8 El último capítulo del libro de Searle está íntegramente dedicado al análisis y crítica del concepto de "derechos humanos". Otro "teorema interesante" sería el que se mencionó de pasada más arriba, en la nota 6, en relación con las teorías del contrato social. Dichas teorías forman parte de un debate sustantivo (en el que se ventilan problemas normativos relacionados, por ejemplo, con el origen, alcance y límites de la legitimidad del poder) en el que la ontología social de Searle resultaría relevante.

9 Otros autores han observado anteriormente que el uso del criterio biológico para identificar el conjunto de "nuestros semejantes" es un hecho de naturaleza histórica y cultural (es decir, social), no una simple tautología; véase, por ejemplo, Rorty (2000). Así, los derechos humanos son indisociables de una intencionalidad colectiva que haga existir la correspondiente regla constitutiva. Antes de que apareciera la moderna "cultura de los derechos humanos", el hecho bruto de la pertenencia biológica a la especie -si es que formaba parte siquiera del conocimiento disponible- era irrelevante a la hora de definir la categoría normativa del "semejante" (asociada más bien a otras líneas divisorias como, por ejemplo, "griego/bárbaro", "creyente/pagano", etc.). Y, en las sociedades modernas, el racista o el sexista es el que se niega a reconocer esa regla constitutiva.

10 Esto, por supuesto, forma parte de los presupuestos metodológicos generales de la teoría de Searle, en cuya discusión ya advertimos que no entraríamos. Seguramente se sigue también de sus compromisos ontológicos previos -en nuestros términos, de los "postulados" de la teoría-, ya que en ellos la realidad social es vicaria de la mental (intencional). En cualquier caso, no debe entenderse que Searle deslice aquí subrepticiamente una apelación normativa. Que una institución satisfaga algún propósito o necesidad de los individuos sencillamente nos hace comprender por qué existe, de manera parecida a como entendemos la morfología de un ser vivo cuando la conectamos con su fisiología y su hábitat. Es decir, la perspectiva de Searle en este punto se relacionaría más con el funcionalismo que con el utilitarismo.

11 "El error típico consiste en suponer que, si algo es relativo a la intencionalidad, entonces es completamente arbitrario, que la adjudicación de derechos es totalmente arbitraria y carente de justificación desde un punto de vista racional" (Searle 2010, p. 181). Ciertamente, en el caso particular de los derechos jurídicos, que están mediados por la reflexión y la decisión consciente, la afirmación de Searle resulta especialmente fácil de compartir.

12 Searle expurga minuciosamente su discurso de conceptos o referencias que pudieran hacer pensar que está debatiendo un problema político o que está comprometiéndose con una opción ideológica determinada.

13 Aunque Searle no lo menciona, es obvio el paralelismo de esta distinción con la ya clásica de Isaiah Berlin entre libertad positiva y negativa.

14 El derecho a la libre expresión es el único para el que Searle desarrolla una argumentación específica, así que, a falta de otros ejemplos, debemos considerarla paradigmática. Por lo demás, como enseguida se verá, lo que pretendemos mostrar es que se pueden construir argumentos formalmente idénticos a este para los derechos humanos positivos, lo cual es más que suficiente para nuestros propósitos.

15 Esta "abstracción" de la que acusamos aquí a Searle en realidad se parece bastante a la que precisamente Marx denunciaba en la economía política clásica: bajo la apariencia de un empirismo y un materialismo estrictos, la teoría gravita sobre sujetos y relaciones que, despojados de toda referencia a su modo de existencia social concreta, devienen simples ficciones.

16 Y, poco después, menciona también el derecho de veto del presidente de Estados Unidos como un derecho "contra el Congreso" (Searle 2010, p. 178).

17 Por lo demás, Searle ignora por completo en su discusión el riquísimo debate que desde hace un siglo vienen manteniendo los filósofos del derecho sobre las relaciones lógicas que se dan entre estas nociones. La referencia clásica a este respecto es el esquema de opuestos y correlativos jurídicos propuesto en 1913 por Hohfeld a partir de una distinción, dentro del concepto amplio de "derecho subjetivo", entre "libertad" ("liberty-right"), "pretensión" ("claim-right"), "potestad" ("power-right") e "inmunidad" ("inmunity-right"), cada una de las cuales llevaría aparejado un tipo formalmente diferente de obligación por parte de otros; véase Hohfeld (1992). Para una muestra del estado actual del debate, véase Hierro (2000) y de Páramo (2004). La idea de que el derecho de una persona pueda reducirse lógicamente a deberes atribuibles a otros sujetos ha sido criticada, por ejemplo, por Francisco Laporta, con el argumento de que en tal caso "el lenguaje de los derechos sería inútil por redundante" (Laporta 1987, p. 25). Habría, así, una prioridad axiológica (y temporal) de los derechos sobre las obligaciones que no quedaría recogida en el análisis semántico de Searle. A la luz de estas complejidades, lo que cabe preguntarse en realidad es si el problema semántico puede separarse de la discusión material o sustantiva. Estoy en deuda con la tesis doctoral inédita de Betzabé Marciani Burgos (2010) por las referencias recién apuntadas al debate iusfilosófico de este problema.

18 Como se recordará, esta línea argumental constituía la primera de las dos estrategias que podrían usarse para rebatir las conclusiones de Searle en torno a los derechos humanos. Al adoptar la segunda, hemos podido establecer que la tesis del error categorial es, no ya inverosímil, sino incorrecta.

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