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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.35 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2015

 

ARTICULOS

Legítima defensa y justificación*
Consideraciones sobre la legítima defensa y el liberalismo a partir de algunos textos de Carlos Nino

Legitimate Self-Defence and Justification

Hernán G. Bouvier

Universidad Nacional de Córdoba - CONICET


Resumen

El presente trabajo se ocupa de la teoría general de Carlos Nino sobre la legítima defensa y cómo ella se enmarca, de manera más general, en su concepción sobre el liberalismo en materia penal. Se muestran dos casos problemáticos para teorías así concebidas. Se propone una alternativa para salir de estos casos problemáticos apelando a consideraciones cercanas al ideal de no dominación.

PALABRAS CLAVE: Defensa; Liberalismo; Republicanismo.

Abstract

This paper analyses Carlos Nino’s general theory of legitimate defense and its relation with his conception about liberalism in criminal law. There are at least two problematic cases for his theory of legitimate defense. It is proposed an alternative availabe to avoid those problems which implies to advocate to the notion of non domination.

KEY WORDS: Defense; Liberalism; Republicanism.

1. Introducción

Es usual sostener que el Estado monopoliza el ejercicio de la fuerza. Dependiendo del enfoque político se sostiene o bien que el Estado sustrae esta potestad a los individuos o bien que estos la han delegado/enajenado expresa, tácita o idealmente. Cuando existe un Estado –se sostiene– las personas comunes carecen en circunstancias “normales” de competencia para ejercer la violencia privada. De manera tal que resulta fundamental en cualquier teoría política y del derecho el análisis de la distinción entre violencia autorizada y violencia no autorizada.1 El ejercicio de esta violencia autorizada por parte del Estado puede sujetarse a ciertas condiciones. Se considera que la violencia autorizada debe satisfacer requisitos sustantivos. La mera satisfacción de requisitos formales –como el de estar previsto en una ley– no es suficiente. La discusión sobre los fines y fundamentos de la pena y la coerción estatal se enmarca en este grupo de consideraciones.
En circunstancias llamadas “excepcionales” los sistemas jurídicos autorizan de manera provisoria a los individuos a ejercer violencia sin recurrir a una autoridad estatal competente. La legítima defensa pertenece a este grupo de casos. Uno de los requisitos generalmente asociados a la legítima defensa es que ella resulta justificada si trata de evitar una agresión ilegítima en el sentido de no autorizada por una norma jurídica. Al menos algunos de estos supuestos requieren que la agresión constituya un delito. A su vez, es usual agregar que solo debe ser prohibido penalmente aquello que satisfaga ciertos requisitos sustantivos en términos morales (v.g. generar un daño).
De esto se sigue que hay al menos un sentido (no formal ni positivo, sino sustantivo o moral) en el cual la legítima defensa está justificada si la prohibición penal de la conducta agresiva lo está. En este sentido, la justificación moral de la legítima defensa, para estos casos, depende de que esté justificada moralmente la prohibición penal de la supuesta conducta agresiva en cuestión. Si falta la última, falta la primera. Dicho de otra manera, la justificación de la pena para el delito en cuestión es una condición necesaria de que esté justificado repeler de manera violenta ese tipo de hechos. Este es el grupo de casos que me interesa analizar a la luz de algunos textos del pensamiento liberal en derecho penal y, en especial, de Carlos Nino.
Analizaré dos casos en que las consecuencias que se siguen de la propuesta de Nino son insatisfactorias desde un punto de vista. Los casos son, prima facie, independientes. A pesar de esta independencia entre los casos, espero poder mostrar que la reflexión sobre uno puede echar luz sobre el otro. El punto de conexión, más precisamente, es que permiten revisar la propuesta de Nino, complementarla de manera tal de conservar un grupo importante de sus puntos de partida y conectar dos ámbitos que–según se considera– no están debidamente conectados: el de su teoría moral sobre la pena y el de su teoría política.
En primer lugar repasaré el marco general que propone Nino sobre la legítima defensa (punto 2). En segundo lugar los principios generales que, según Nino, debe satisfacer la punición de las acciones y de la legítima defensa (punto 3). De todos los elementos, el más importante es el de la autonomía y la dignidad humana. En tercer lugar, los casos problemáticos (torturar vs. matar y el caso del colono/zafrero) (punto 4 a 6). En cuarto lugar, mostrar cómo el recurso al “consentimiento” en sufrir un mal (sea mediante la pena, sea mediante la defensa) es insatisfactorio (punto 7). Por último, tratar de indicar cómo podrían analizarse estos casos incorporando otras perspectivas que no adolecerían de los problemas que se señalan.

2. El marco general

Según propone Nino en su libro La legítima defensa, es necesario distinguir entre tres clases de legítima defensa: extrema, útil y punitiva (Nino 1982, p. 78). Las consideraciones acerca de la defensa punitiva abarcan y solucionan el caso de conflicto entre bienes primarios (básicos e intrínsecos) del agresor y el agredido. En tal caso, sin consideraciones ulteriores, y dado que ambos sujetos tienen prima facie el mismo estatus moral, se suscitaría un caso de legítima defensa vs. legítima defensa. Bajo ciertas asunciones esta solución resultaría “contraintuitiva”.
La “intuición” según la cual no pueden permitirse ambas acciones no puede fundamentarse de cualquier forma. Nino rechaza expresamente los argumentos según los cuales se justificaría sacrificar los bienes primarios del agresor por el solo hecho de que ha roto un pacto que lo coloca en posición de extraño o enemigo. Según la propuesta de Nino, en este caso, la “intuición” según la cual hay una diferencia entre la situación del agredido y del agresor (pese a que sus bienes son equivalentes) puede explicarse y justificarse apelando: i) al consentimiento del agresor a renunciar a ciertos bienes básicos (o su consentimiento en ponerlos en peligro) y ii) el valor que la acción defensiva comporta en términos de disuasión general (Nino 1982, pp. 73 y 74).2 Esto vale para conflictos de bienes primarios relativamente semejantes (no para casos de diferencia extrema) y no reparables por otros medios. Un ejemplo en el que tal justificación funciona es el caso de dar muerte al agresor para evitar ser severamente lesionado (Nino 1982, p. 73).
La justificación de la defensa punitiva está supeditada a condiciones ulteriores. En primer lugar, se debe tratar de agresiones ilegítimas en un sentido especial: deben ser ilegítimas en el sentido de prohibidas penalmente (lo cual no es necesario para todo caso de legítima defensa) (Nino 1982, pp. 89, 93, 95). En segundo lugar, no cualquier prohibición penal funciona como condición necesaria del requisito de agresión ilegítima. Nino se refiere expresamente a prohibiciones penales cualificadas. Esto es, si y solo si se han prohibido penalmente acciones que satisfagan su teoría general de la justificación de la pena y de la responsabilidad penal (principio de protección social, principio de asunción de la pena, principio de la intersubjetividad del derecho penal, principio de antijuridicidad). Se debe tratar de un hecho prohibido por las razones morales correctas (según cierto punto de vista). En tercer lugar, la configuración de la legítima defensa está supeditada a tres principios básicos de la concepción liberal de la sociedad: inviolabilidad de la persona humana, autonomía y dignidad (Nino 1982, pp. 57 y ss.). La legítima defensa sería de alguna manera instrumental a estos valores pues impediría que el individuo se sacrifique frente a deseos heterónomos o consideraciones de beneficio colectivo (Nino 1982, p. 59). En cuarto lugar, la legítima defensa en estos casos está supeditada a otras restricciones clásicas que Nino explora y afina: actualidad del peligro, necesidad del medio empleado y proporcionalidad (Nino 1982, pp. 106-117 y ss.). Por último –cap. V– Nino se dedica a analizar las restricciones sobre la conducta de quien pretende defenderse, profundizando los requisitos necesarios para que exista falta de provocación suficiente. En definitiva, para la justificación de la legítima defensa (en especial en su variante “punitiva”) se conjugan principios liberales sobre la organización de la sociedad y principios sobre la justificación de la pena y la responsabilidad penal que constituyen condiciones necesarias, mas no suficientes, para determinar la justificación de la defensa. A su vez, la legítima defensa requiere de justificaciones ulteriores y parcialmente independientes que, de ser satisfechas, son suficientes para tenerla por justificada (Nino 1982, p. 71).

3. Los principios generales acerca de la responsabilidad penal y la legítima defensa como componente esencial de los derechos individuales básicos

Conviene recordar de manera breve en qué consisten los principios a los que alude Nino.3

Principio de la protección social: la práctica punitiva debe prevenir perjuicios para el conjunto social que sean más graves que los perjuicios que la misma práctica genera. En tal balance cuentan los sufrimientos que padecerían los destinatarios de tal práctica. esto es, no puede basarse solo en que otros se benefician.

Principio de asunción de la pena (o relevancia del consentimiento): la atribución de responsabilidad penal solo puede hacerse a quien quiso el acto. Quien quiso el acto y conoce sus consecuencias jurídicas asume esa responsabilidad. El consentimiento es un criterio que permite distribuir la responsabilidad penal. Se pena a quien quiso el acto, pero no porque lo quiso. La razón de la vinculación entre consentimiento y pena no es criticar o desalentar ciertos estados mentales (como propios de un espíritu o personalidad malvada) sino otorgar un criterio de distribución de cargas y beneficios que no instrumentalice a los sancionados. En términos de Nino: “las actitudes subjetivas son relevantes para la distribución de penas, no para definir las situaciones que esas penas buscan prevenir” (Nino 1982, p. 41).

Principio de intersubjetividad del derecho penal: el derecho no puede imponer ideales de excelencia personal. La subjetivad del individuo debe ser considerada a nivel de distribución de la pena y no a nivel de reprochabilidad.

Principio de antijuridicidad o enantiotelidad: ante discordancia entre el alcance de la norma y sus razones subyacentes (en el sentido de que el alcance frustra el fin de la norma) debe estarse a la satisfacción del objetivo subyacente a las reglas. En términos de Nino: “una conducta no es punible si no generó el daño o peligro para terceros que la ley que estipula la pena debe estar destinada a prevenir” (Nino 1982, p. 22).

Los cuatro principios anteriores se conjugan, para la legítima defensa, con los tres principios básicos de una concepción liberal de la sociedad.

Principio de la inviolabilidad de la persona humana de acuerdo con el cual no son válidos argumentos puramente utilitaristas o que traten a la persona como mero medio para un fin heterónomo. Esto vale también para el destinatario de la acción defensiva (Nino 1982, pp. 67 y ss.).

Principio de la autonomía de la persona humana: el Estado debe permanecer neutral respecto de los planes de vida individuales e ideales de excelencia humana.

Principio de dignidad de la persona: las personas deben ser juzgadas por sus acciones y no por su raza, origen social, etc.

4. Casos problemáticos

Si se conjugan los principios básicos de una concepción liberal de la sociedad con los fundamentos de la responsabilidad penal y las restricciones para la legítima defensa, surgen dos casos problemáticos. Los dos casos presuponen que la supuesta agresión proviene de una persona capaz y consciente.
El primer caso puede ser planteado de la siguiente manera4: a) Agresti es un supuesto agresor y Diego un supuesto agredido o defensor de bienes propios; b) la amenaza de Agresti a Diego es inminente y pone en riesgo bienes primarios, básicos e intrínsecos de Diego; c) Diego no ha provocado a Agresti; d) Diego tiene solo dos medios disponibles para impedir la consumación de la agresión: o bien tortura a Agresti, o bien lo mata. Por ahora y a los fines que persigo me basta asumir que se considera tortura a la generación de un dolor deliberado con el propósito de obtener una acción por parte del destinatario que de otra manera no prestaría libre y voluntariamente.5
Pueden pensarse ejemplos que instancien de manera más o menos precisa el caso del dilema entre torturar o matar. Por ejemplo, Agresti está dispuesto a fumigar, la fumigación lesionará gravemente a Diego y Diego puede evitar esto únicamente de dos maneras: o bien tortura a Agresti para que le diga dónde está el herbicida o bien lo mata. Otro ejemplo es el caso en que Agresti tiene un código que, de ingresarlo, hará explotar una bomba y dañará severamente a Diego, de manera tal que Diego solo puede impedirlo o bien torturando o bien matando a Agresti.
Si se considera que la tortura es un caso paradigmático de infracción a los principios de inviolabilidad de la persona humana, autonomía y dignidad, entonces se sigue que no está permitida la tortura del agresor, lo cual lleva a que la única acción necesaria y permisible es la muerte del agresor. La situación puede esquematizarse de la siguiente manera: i) o bien torturar o bien quitar la vida; ii) prohibición de tortura; iii) permisión de quitar la vida. Esto puede denominarse en algún sentido “contraintuitivo”, cuanto más no sea porque es definitivo para el agresor (dado que perderá su vida).
Si se considera –por el contrario– que es preferible la tortura al homicidio (por su carácter de no definitiva, ya que deja con vida al agresor, y además eventualmente reparable), se sigue que en tal caso está justificada la tortura –para este caso– en base a consideraciones de legítima defensa.
El segundo caso puede ser planteado de la siguiente manera: a) Agresti es un supuesto agresor y Diego un supuesto agredido o defensor de bienes primarios, básicos e intrínsecos, b) Diego goza de ciertos derechos básicos y Agresti no goza de tales derechos básicos, c) Diego goza de tales derechos básicos en las siguientes circunstancias: c1. Agresti forma parte de la clase de sujetos para los cuales el estado no ha garantizado condiciones mínimas de acceso a bienes primarios (incluidas entre ellas las condiciones mínimas para que sea probable que ejerza sus derechos políticos) c.2 Diego qua ciudadano ha puesto una condición contribuyente a tal situación (supongamos, no paga sus impuestos), c3 Diego se ha beneficiado de alguna asignación institucional de tipo inequitativa por la cual goza de los bienes primarios que A pretende atacar, c4 Diego no ha realizado acto político alguno (institucionalmente articulado o no) para revertir la situación de c2 y c3. En el caso viene supuesto que Agresti (el supuesto agresor) pretende recuperar alguna disponibilidad sobre el terreno de que detentaba antes de la ocupación (acceso al agua, libre circulación, disposición digna del espacio, etc) y que la acción agresiva emprendida es necesaria para recuperar tales derechos.
El caso en cuestión puede ser instanciado, con las estipulaciones hechas, para casos de la zafra, en casos en que los terrenos y las condiciones de trabajo dependen de una asignación político-estatal, pero también para el conocido caso de los colonos en tierras ocupadas. En este caso no puede alegarse la provocación suficiente por parte del hipotético defensor y su defensa está justificada, al menos prima facie, bajo el esquema presentado por Nino. Lo que habría que decir es que Agresti comete un delito (como mínimo usurpación o tentativa de usurpación) y que Diego simplemente tiene derecho a repeler la agresión sin más. Además hay que decir que dado que lo que realiza Agresti es un delito, debería ser procesado y condenado. Sin embargo, al menos en una primera impresión, podría decirse que Agresti está de alguna manera –y en un sentido a especificar– excluido.
Es suficientemente sabido que la obra de Nino no solo ha hecho esfuerzos por articular una robusta teoría moral sobre la justificación de la pena, sino que también se ha preocupado por cuestiones relativas a las condiciones de participación en la vida política democrática (en especial en el ámbito de la deliberación). Lo mínimo que se podría preguntar frente al caso planteado es si una teoría justificatoria moral de la pena como la de Nino no debería ser sensible de alguna manera a la condición de Agresti. En especial si se tiene en cuenta los esfuerzos de Nino por discutir las condiciones normativas de ciertos derechos de participación política. Para una teoría preocupada por los derechos políticos en general, y la inclusión de participantes en la deliberación política, si se generan conflictos o casos problemáticos, se abren dos soluciones: abandonar ciertas ideas políticas y conservar la teoría moral de la pena, o conservar las consideraciones políticas y reformular algunos aspectos de la teoría moral de la pena. Es claro que la obra de nino dejó incompleta esta tarea, aunque la conciliación no es irrealizable en absoluto.6
Una forma de realizar esta conciliación es agregar algunos componentes a la teoría indicada, de manera de ver si puede evitar estos casos difíciles o “contraintuitivos”.
Así, por ejemplo, se puede argumentar que Agresti se encuentra políticamente excluido y que el estado carece de título para reprocharlo moralmente, de manera tal que cae una condición necesaria de la defensa punitiva (que el delito esté prohibido penalmente en base a razones morales del tipo correcto).7 Pero, a su vez, si se acepta este enfoque, no solo el estado pierde su “moral standing” para reprochar sino que cabe preguntarse si quien aparece aquí como defensor y que –de acuerdo a la teoría clásica– no ha provocado de manera suficiente la agresión, puede perder su título a la defensa o no en virtud de los mismos argumentos que socavan la posición moral para el reproche.
Me ocuparé ahora de los dos casos planteados, a los que me referiré como el caso de “torturar o matar” y el caso de “la zafra-colono” respectivamente. Trataré de mostrar una alternativa para que ellos dejen de resultar “contraintuitivos” (si es que se los considera tales). Como se verá, lo que se dirá sobre el segundo caso puede ayudar no solo a conciliar una teoría moral de la pena con una teoría política, sino también a reformular severamente el dilema de “torturar vs. matar”. Si las consideraciones son plausibles, existe una buena razón teórica para tomarlas en cuenta, a saber: la introducción de consideraciones o principios que permiten conservar ciertos puntos de partida, evitando los casos problemáticos. Por supuesto, como cualquier caso de equilibrio reflexivo, se deberá decidir si conservar los aspectos teóricos (y en su caso cuáles) y rechazar los casos; o conservar los casos (y en su caso cuáles) y rechazar los aspectos teóricos.

5. Torturar o matar

Los ejemplos que instancian el conflicto entre torturar y matar, como se vio, son dos: en uno Diego pretende evitar que Agresti fumigue y lo dañe severamente y tiene solo dos vías: torturar en el sentido definido o matarlo. El segundo ejemplo es el caso en que Agresti tiene un código que de ingresarlo hará estallar una bomba y solo hay, nuevamente, dos formas de evitar el resultado: torturar a Agresti para que indique cómo desactivar la bomba o eliminarlo para que no ingrese el código. Voy a suponer que en los dos casos Agresti considera que tiene un derecho a ejercer libremente el acto sin interferencias. Ahora bien, las opciones de legítima defensa son al menos tres: i) permitido matar y prohibido torturar; ii) prohibido matar y permitido torturar; iii) permitido matar o permitido torturar indistintamente.

i) Permitido matar y prohibido torturar. No es claro exactamente qué se puede decir en favor de esta solución. Es cierto que algunos actos de tortura son considerados el caso paradigmático de instrumentalización, con lo cual aquí habría que decir que lo que justifica la prohibición de torturar es esta idea. Lo que resulta a todas luces “contraintuitivo” es sostener que matar a alguien lo instrumentaliza menos (u honra más su dignidad o humanidad) que si se lo tortura. Sin embargo, esta justificación podría aceptarse si se aceptan además dos ideas que están de manera más o menos explícitas en Nino. Expresamente sostiene que para el tipo de legítima defensa que estamos analizando debe contarse entre las razones a favor el efecto disuasor de la práctica que se prohíbe o permite.8 De manera tal que aquí, al permitirse matar y prohibirse torturar debería decirse algo como lo siguiente (sujeto a investigación empírica): que sea comúnmente conocido que en tales casos Diego (el defensor) tiene permitido matar pero que no puede torturar, sirve para disuadir a hipotéticos agresores, al mismo tiempo que desalienta la extensión de la creencia generalizada en que es posible la tortura.
De manera tal que las justificaciones para esta solución parecen ser dos: que matar instrumentaliza menos que torturar y que, además, contribuye a un efecto deseable en la medida en que disuade a los agresores (por miedo a la muerte) al mismo tiempo que contribuye a obturar la creencia generalizada en que se puede torturar para este (o cualquier caso).
Dejando de lado cuestiones sobre cómo funciona la disuasión y cómo se difunden o transmiten las creencias sobre lo que se debe hacer y dejar de hacer, parece claro que aunque esta podría ser la defensa más robusta, el agresor está de alguna manera instrumentalizado. Al menos en el sentido de que lo que hace justificable que sea eliminado y no sea torturado, es que si se permitiera la tortura habría efectos indeseables en el grupo social (supongamos, porque fomentaría la creencia de que se puede torturar en cualquier caso, o efectos dominó o de pendiente resbaladiza análogos). Y subsiste la idea muy simple de que no se ve muy bien en qué sentido ser eliminado instrumentalizaría menos que ser torturado.
Se puede sostener, por último, que el agresor consintió la situación en la que se encuentra (en que está permitido matar y prohibido torturar). El recurso al consentimiento tiene varios problemas y surgirán a partir del análisis de la segunda opción. Pasemos entonces a la opción siguiente.

ii) Prohibido matar y permitido torturar. En favor de esta solución se puede sostener, en primer lugar, que instrumentaliza menos (full stop). En su defecto, puede sostenerse que ha habido aquí nuevamente un consentimiento (a ser eventualmente torturado). Sin embargo, el recurso teórico al consentimiento (clásico en las posiciones liberales) es discutible.
El elemento del consentimiento (o de la teoría consensual de la pena) tiene tres problemas: en primer lugar, suponiendo que se ha mostrado que existe un consentimiento hipotético, tácito o ideal a la prohibición del hecho en cuestión (i.e. que la persona consiente la pena) esto no es suficiente para decir que consiente la legítima defensa. Podría decirse que el consentimiento de la pena es el consentimiento a sufrir un mal luego de un proceso por una autoridad imparcial, de modo tal que ese consentimiento no alcanza a la legítima defensa donde no hay un tercero imparcial y tampoco proceso. Consentir en sufrir un mal aplicado de manera institucional no es consentir en sufrir cualquier mal a manos de cualquiera.
En segundo lugar, surge el problema de la transitividad de la implicación. Si p implica q, y q implica r, entonces p implica r. Pero si se consiente p, y suponiendo que p implica q, no se sigue que se ha consentido q (y tampoco r). La forma usual de contestar a esto es sostener que quien quiere un hecho o una razón, quiere las consecuencias lógicas extensionales que se siguen de él, so pena de irracionalidad. Tal argumento es circular porque presupone que algo es racional si y solo si se atiene a la lógica extensional, que es justamente lo que se discute en los casos de contextos opacos o intencionales.
En tercer lugar, en los ordenamientos como el argentino, el alemán y el español, en que no están enumerados ni tabulados los casos de balance de bienes y defensa (como sí sucede en el Model Penal Code en EE.UU. y en varios estados del mismo país) no puede decirse que el individuo, al consentir la pena (o la legítima defensa misma) conoce y consiente los casos en que se considera justificada la defensa.9 Se le aplica aquí a Nino la misma circularidad que Nino achaca a “el derecho no puede tolerar el injusto”.10 Decir que el individuo ha consentido todas las consecuencias permitidas por el derecho solo puede ser argüido si no se está discutiendo cuál es el alcance de esas consecuencias y de su consentimiento. Hay un argumento alternativo que, según entiendo, permitiría sostener la presente opción o reformularla de manera severa. Para eso es necesario ingresar en el segundo ejemplo, el de la zafra o el colono. Dejaré por tanto de lado la opción según la cual está permitido torturar o matar indistintamente.

6. El colono y el zafrero

Los casos del colono y el zafrero parecen lejanos (espacial o temporalmente) pero no lo son tanto. Los casos de políticas habitacionales desigualitarias (o políticas de urbanización llamadas “desarrollistas”) pueden ser fácilmente adaptados a tales casos, por no hablar de los casos de desplazamiento de la frontera agropecuaria con consecuente desplazamiento de campesinos o pueblos originarios. Voy a suponer para estos casos que los supuestos agresores están excluidos al menos política material y normativamente en el sentido desarrollado por Duff, esto es, que no se satisfacen las precondiciones de la punición.11
Desde un punto de vista clásico y también para la propuesta de Nino, si existe el riesgo de que Agresti lesione gravemente a Diego (o viole algún otro derecho básico, como su intimidad, invadiendo su propiedad), en la medida en que Diego no ha provocado esta situación, tiene pleno derecho a defenderse echando mano al medio necesario y eficaz para repeler esta situación. Sin embargo, si se considera que al no satisfacerse las precondiciones mínimas de la punición no está justificada la prohibición de la conducta, cae entonces la condición necesaria de la legítima defensa punitiva (que se protejan penalmente bienes por las razones morales correctas). Por supuesto, para que esto funcione, hay que agregar a la teoría de Nino no solo las restricciones morales clásicas del liberalismo que él aborda, sino algunas otras que voy a llamar “republicanas”12. Básicamente, restricciones tendientes a reforzar, fomentar o maximizar el autogobierno, la fraternidad, y la ausencia de dominación.13 “Dominación” es utilizado aquí en sentido estándar de capacidad de interferencia perjudicial sobre bases arbitrarias (Pettit).
De acuerdo a estas consideraciones hay dos formas alternativas de reconstruir el caso del colono/zafra.
La primera, como dije, es sostener que cae la condición necesaria de la legítima defensa punitiva (i.e. que la agresión sea ilegítima en el sentido de delictiva, y que sea delictiva en el sentido de prohibida por las razones morales correctas).
La segunda es sostener que en realidad cabe redescribir los hechos con la teoría clásica y sostener que quien ha provocado suficientemente es Diego y no Agresti. Diego (colono) llevaría adelante una conducta continuada de ocupación y por tanto se comporta de manera ilegítima, lo que permite que Agresti esté justificado en terminar o interrumpir esa conducta.
Dicho de otra manera, o bien no estamos en un caso de legítima defensa punitiva porque Agresti –bajo cierto punto de vista– no está realizando una agresión ilegítima; o bien estamos en un supuesto de agresión ilegítima pero los roles agresor-agredido han cambiado pues se considera que es Agresti quien en realidad ha sido agredido y Diego (colono) es el agresor.
Si se considera que aquí no estamos en un supuesto de agresión ilegítima, y el caso no puede ser tratado como legítima defensa, esto no excluye que quede subsistente otro tipo de análisis, como el de estado de necesidad. Esto es así porque se puede sostener que alguien tiene derecho a emprender acciones para recuperar o proteger sus derechos aun cuando no haya agresión ilegítima. Dicho de otro modo, no toda autorización a ejercer ciertas acciones prima facie violentas presuponen una agresión ilegítima. Por ejemplo, se puede sostener que quien sufre la situación de dominación tiene derecho a no estar en esa situación, pero esto no implica que lo que ha realizado el colono/zafrero valga como agresión ilegítima. En especial, porque de alguna manera el colono/zafrero tiene una relación “indirecta” con la dominación de Agresti. Se la podría denominar indirecta en la medida que ha puesto alguna de las condiciones contribuyentes para que haya situación de dominación pero no ciertamente todas las condiciones para que eso suceda. En el ejemplo, según se lo construye, el colono se beneficia de ciertas políticas que le facilitan aprovecharse de una situación de dominación, pero ciertamente no ha puesto todas las condiciones para que ese sea el caso. Podríamos hablar aquí de “contribución indirecta en la dominación”. Si se supone que algunos casos de contribución indirecta en la dominación como el citado no califican como agresión ilegítima, entonces Agresti no puede alegar una agresión ilegítima por parte de Diego (colono). Sin embargo, esto no excluye, si se lo acepta, que esté autorizado a otras conductas bajo figuras normativas diferentes, como el estado de necesidad. De tal supuesto no puedo ocuparme aquí, aunque vale la pena hacer algunas puntualizaciones porque el enfoque aquí propuesto se conecta con discusiones ulteriores acerca de qué podría hacer un estado pobre frente a los civiles del estado rico que lo ha invadido o –para nuestros fines– dominado.14
Los casos claros de legítima defensa personal, como se ha indicado, son casos en que quien debe tolerar la acción defensiva es aquel que ha realizado la agresión ilegítima. Una óptica posible frente a esto es la siguiente: se considera aquí que el agredido está habilitado a “redireccionar” el mal que está sufriendo o por sufrir a quien ha generado o está por generar ese mal.15 La razón genérica que se puede aducir para la justificación de “redireccionar” el mal es que el agresor se ha puesto en una situación de responsabilidad personal (o “liability”).16 Digamos que en estos casos claros el agresor no es inocente ni ajeno al mal generado y esto justifica en parte que ahora le vuelva un mal a modo de respuesta defensiva. Bajo esta óptica (que en realidad reformula ideas presentes con otros términos en otras teorías) el agresor ha generado sobre sí mismo el mal en cuestión generando la situación defensiva. En el otro extremo de estos supuestos se encuentran los casos en que quien está por sufrir el mal propio de la actitud defensiva no tiene nada que ver con tal mal (clásico ejemplo: alguien rompe una ventana de mi casa en la montaña para evitar morir de frío o irrumpe en mi casa para evitar ser linchado por un grupo de vecinos exaltados). El caso del colono aquí expuesto se encuentra en algún lugar intermedio entre estos dos puntos. El colono tiene algo que ver con el mal que sufre Agresti, al menos en el sentido deque existe una relación causal entre el mal que está sufriendo Agresti y lo que ha realizado el colono.17 Si se considera que esta contribución al mal de Agresti no es suficiente para “redireccionar” todo el mal que generará Agresti contra el colono, todavía se puede decir que estamos en un supuesto en que se considera que se debe “compartir el mal” (bajo el supuesto de que Agresti también tiene derecho a no seguir en la situación de dominación y que el mal sobre el colono es condición necesaria para disminuir el mal que está sufriendo el dominado). Así puestas las cosas, Agresti –qua dominado– no puede hacer frente al colono lo que podría hacer frente al caso en que el colono fuera directamente un agresor ilegítimo. Reconsiderar, bajo las ideas de no dominación, la acción de Agresti (que prima facie parece una agresión ilegítima, pero que en realidad, bien mirada, no sería tal) no implica directamente (y no se lo ha dicho aquí): 1. que Agresti pueda tratar al colono lisa y llanamente como un agresor ilegítimo, 2. que toda persona o colectivo dominado puede tratar a quien contribuye a una situación de dominación como un agresor ilegítimo. Por lo demás, los casos de conflictos bélicos abren un sinnúmero de cuestiones ulteriores, relacionadas con lo dicho, pero que aquí no he intentado tratar.18

El punto que pretendo resaltar aquí es que lo que permite reconstruir de otra manera los hechos es mirarlo a través de las categorías citadas, en especial, el de las precondiciones de la punición y la no dominación. Más importante que este punto me parecen las repercusiones que podría tener en el caso de la tortura tomar en cuenta la situación del colono o la zafra.
Las razones para desaprobar (si se lo hace) la situación del colono/zafra, es que se trata de alguien que o bien domina o bien se aprovecha de la dominación ejercida por otro. Con estos elementos podemos regresar al caso de la tortura.

7. Torturar o matar bajo otra luz

Como se indicó al momento de hablar del consentimiento, los problemas parecen ser tres: en primer lugar, que no son claras las consecuencias que se dan por “consentidas”, en especial si se acepta que quien consiente p no consiente necesariamente todas sus consecuencias extensionales; en segundo lugar, que del hecho que se consienta la pena, no se sigue (sin consideraciones ulteriores) que se consiente la violencia privada autorizada (i.e. la legítima defensa); en tercer lugar, que en sistemas en que no está especificado el balance de bienes (y en nuestro sistema no lo está) no puede decirse que todos conocen cuál es el alcance de lo que está permitido defender y lo que correlativamente hay que tolerar (o soportar); en cuarto lugar (cabe agregar ahora), que la falta de especificación no puede desatenderse alegando que es obvio o intuitivo el alcance de lo que se tiene por justificado hacer o tolerar. Precisamente, lo que hay son desacuerdos profundos sobre lo bueno, pero también sobre lo correcto (v.g. ¿se puede matar para defender la propiedad?). Quien objeta de esta manera formula entonces un reclamo o queja. Supongamos que este es el reclamo o queja de la familia de los Agresti. ¿Cuál es el contenido conceptual de ese reclamo o queja? Básicamente, que en ausencia de límites claros sobre el ejercicio de la violencia autorizada, la situación que se genera es que no se sabe exactamente dónde comienzan y terminan los derechos de cada quien, de manera tal que uno se encuentra en el mundo actual y en los mundos posibles cercanos bajo el arbitrio de quien asume decidir qué cosas están prohibidas y permitidas y cuál es el alcance del ejercicio de la violencia autorizada. La situación en que no es claro el límite de la legítima defensa (porque no es claro el alcance de lo “consentido” o lo que se dice que se ha “consentido”) genera, al menos, una situación de dominación que se podría llamar general. Lo que hay, de manera más precisa, es una situación de incertidumbre que genera dominación. Es posible que se interfiera perjudicialmente sobre bases arbitrarias. Si este fuera el reclamo o queja del agresor o supuestos agresores, entonces es lo que explica de manera satisfactoria por qué consideramos que los supuestos defensores (los Diegos) poseen una legitimación. Mejor dicho, lo que implica es que quien formula tal reclamo o queja contra una teoría basada en el consentimiento ideal aceptaría una legitimación a gozar de ese mismo derecho por quien es agredido o interferido, esto es, a no estar sujeto a intervenciones arbitrarias en su ámbito de libertad. Esto, según creo, tiene mayor poder explicativo que la mera teoría del consentimiento liberal que, en realidad, para sostener que los agresores deben soportar las consecuencias de sus actos, no solo se basa en “quien quiere un acto, quiere la consecuencia de sus actos” sino que se basa en la vieja doctrina romana de acuerdo con la cual nadie puede alegar en su favor su propia torpeza (nemo auditur propriam turpitudinem) y nadie puede beneficiarse de su propio dolo. Como dije, por sí sola, esta idea, no llega a explicar por qué, suponiendo que esté justificado el castigo, está justificada la defensa. En definitiva, del propio reclamo o queja contra la teoría consensual puede extraerse, bajo ciertas asunciones, la legitimación a defenderse. Dicho de otra manera, no puede objetarse al mismo tiempo –so pena de contradicción pragmática– el efecto dominador de un conjunto de normas poco claras sobre los límites de la legítima defensa y rechazar el derecho genérico a poder defenderse. Esto no soluciona directamente el problema de la tortura vs. la muerte, pero cambia los elementos que se asocian al reclamo o queja y no lo hace depender del consentimiento. Lo indicado sobre el colono y la zafra puede arrojar, además, otros beneficios explicativos para la situación y decisión sobre el dilema de la tortura y la muerte. En especial, la “tortura” en esos casos, no solo evita la eliminación definitiva del agresor, sino que en sistemas institucionales bien ordenados dejaría subsistente la posibilidad de que tenga lugar algo que el modelo “republicano” valora especialmente: favorecería la instancia ulterior y necesaria del reproche moral-penal pues permitiría que de manera pública en un proceso, tanto el agresor como quien se defendió, den razones de su actuar. El primero por su delito (tentado) el segundo por su hecho típico (y supuestamente justificado).

8. Redefiniendo la tortura

Cabe preguntarse si con las consideraciones hechas, no es posible redefinir lo que consideramos “tortura” a la luz de los casos paradigmáticos y preguntarnos si el primer caso (tortura vs. matar) es de aquellos que merecen ser llamados tortura. Los casos paradigmáticos de tortura que se consideran intolerables son los realizados durante la dictadura militar en Argentina, en Argelia por el gobierno francés, en Guantánamo y en algunas dependencias policiales actualmente. Lo que aúna a estos casos son los siguientes elementos: a. generación de dolor deliberado, b. el destinatario del dolor, al momento del dolor está en cautiverio y no tiene eficacia decisoria sobre el autor del dolor (es más débil en ese momento), c. no es seguro que sea quien ha cometido el acto que se quiere averiguar mediante el dolor o que es quien domina el acto que supuestamente se quiere evitar interrogándolo, d. no se encuentra suficientemente garantizado (y muchos veces se encuentra precluida fáctica o institucionalmente) la posibilidad de que se realice un proceso en que ambas partes tengan que explicar a sus conciudadanos el alcance de sus acciones. A su vez, en muchos de estos casos, no hay estándares mínimos de objetividad, pues existe “sospecha suficiente” si la autoridad misma que aplica el dolor dice que la hay (o se remite a fuentes de datos anónimos que hacen imposible distinguir entre “fundadas bases para sospechar” y “error o dolo de la autoridad”). Es suficiente aquello que la autoridad dice que es suficiente. Esto es un caso claro de capacidad de interferencia sobre bases arbitrarias. Los elementos antes indicados no están presentes en el caso planteado al inicio, con lo cual las salidas parecen ser dos.
En primer lugar, sostener que no cabe hablar de “tortura” vs. “matar”, porque el caso señalado al inicio de este trabajo no satisface las propiedades de los casos indicados como tortura propiamente dicha, de manera tal que las razones para rechazar la supuesta tortura se basan en una mala comprensión de los elementos que poseen los casos paradigmáticos de tortura y de las razones que tenemos para rechazarlos. Aunque la tendencia es a llamar a todos por igual, no son iguales, y aunque se parecen en algunos aspectos, no se parecen en los aspectos que justifican su rechazo o aceptación.
La segunda opción es indicar que se trata aquí de un mero eufemismo, y que poco importa si le llamamos tortura 1 o tortura 2, todos los casos están injustificados incondicionalmente. De manera tal que la única solución posible es la de permitido matar y prohibido “torturar”. No estoy iluminado, por utilizar una frase de Nino, por semejante “intuición”. Una “intuición” que no es única ni compartida.

9. Intuiciones

Resulta una exageración sostener, como se hace, que nadie niega el ejercicio a la legítima defensa (sea que este lleve a torturar o a matar). Algo semejante sucede cuando se apela a la siempre persuasiva figura de “intuición”. La supuesta intuición según la cual uno tiene siempre derecho a reaccionar frente a una agresión, sea en modalidad de legítima defensa, sea en modalidad de penar al autor de los hechos, atraviesa las intuiciones del pensamiento secular e ilustrado, obtiene apoyo tanto en las ideas de Hobbes como de Locke, y hunde sus raíces en el viejo Testamento. En el Deuteronomio ya existe la idea de “ojo por ojo, diente por diente” que es rescatado por esta tradición como aquello que justifica la necesidad de penar, la proporcionalidad de la pena, y la proporcionalidad misma entre acción agresiva y reacción. Pero resulta una exageración sostener que esto es una intuición compartida e innegable. En el Nuevo Testamento, en el Evangelio según Mateo, también se encuentra la “intuición” de que se debe ofrecer la otra mejilla o, en todo caso, que una injusticia no justifica otra (concediendo que ambas, acción y reacción, lo son).19 Esto no es patrimonio ni tan siquiera del (nuevo) pensamiento cristiano. En el Gorgias de Platón, Sócrates defiende la idea de que una injusticia no justifica necesariamente la otra o, en sus palabras, que es peor causar una injusticia que padecerla. Con estipulaciones adicionales, para evitar circularidades, lo que aquí viene implicado es que frente a la “intuición” de que siempre está justificado reaccionar frente a una injusticia (lo cual es responsable de la creencia de que siempre hay que penar o siempre hay que defenderse), se opone la “intuición” de que no hay justificación alguna ni para la pena ni para la defensa. De modo que hay que sostener que ni la tortura ni la muerte están justificadas. Si se rechaza esta opción “pacifista” entonces hay que aceptar que está justificado matar o está justificado, con las estipulaciones hechas, torturar.

Notas

* Una versión previa de este texto fue presentada en las Jornadas de Filosofía Políticas Carlos Nino, SADAF, Buenos Aires, Diciembre 2013. Agradezco los comentarios que realizaron en tal oportunidad Gustavo Beade, Roberto Gargarella, Ezequiel Monti y Moisés Vaca. En febrero de 2014 presenté una versión ulterior en el Seminario del Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM, México) y en el departamento de Derecho (ITAM, México). Agradezco los comentarios de Moisés Vaca, Juan González Bertomeu, Claudio López Guerra, Rodolfo Vázquez, Xisca Pou, Alberto Puppo y el resto de asistentes a ambos seminarios. Me he beneficiado asimismo de la lectura de Diego Dei Vecchi. Por último, debo agradecer las agudas observaciones realizadas por el referee anónimo de la revista.

1 Sobre la centralidad de la distinción entre violencia autorizada y no autorizada y su posterior análisis político y criminológico puede verse Ruggiero (2009).

2 El rótulo “legítima defensa punitiva” se explica, en consecuencia, porque este tipo de respuestas compartiría con la pena al menos una función o fin: disuadir. Esta idea se encontraba ya presente en Locke (1689/2010) en especial secciones 6, 7, 8, 11, 12, 18.

3 Nino (1980) y (1982).

4 Se utiliza indistintamente a partir de ahora la expresión bienes “primarios”, “básicos” e “intrínsecos”. Como no existe acuerdo sobre si son equivalentes –y Nino parece usarlos como semejantes– indico en el desarrollo de los ejemplos los bienes involucrados (v.g. vida vs. lesión severa). Tomo el caso de matar vs. ser severamente lesionado porque es el ejemplo utilizado por Nino (1982, p. 73) y no pretendo ingresar en la discusión de la ponderación de bienes involucrados. Asumo, por hipótesis, que estos son equivalentes.

5 Sobre este sentido mínimo de tortura y los sentidos más complejos del término puede verse Colb (2009).

6 Sobre estos dos aspectos en Nino (falta de conciliación entre teoría de la pena y teoría política y posibilidad de realizar tal tarea) puede verse Gargarella (2008, pp. 55, 71, 153).

7 Entre otros, Duff (2010) y (2001).

8 Sostiene Nino “No se necesitan profundas investigaciones empíricas para presumir que buena parte de los intentos delictivos no materializados son desalentados o neutralizados, no por la efectiva acción policial o por temor a esta y a la consiguiente pena, sino por temor a una reacción defensiva de la víctima potencial” (Nino 1982, p. 73). En realidad esta idea de Nino es múltiplemente objetable. En primer lugar, parte del presupuesto socioantropológico de que la existencia de legítima defensa regulada disuade. Pero esto puede ser objetado simplemente diciendo que a pesar de que es conocido que existe el derecho a legítima defensa, sigue habiendo agresores, con lo cual parece que la actitud proposicional de los agresores es la opuesta: se ataca a pesar de que se puede estar expuesto a defensa. Como hay agresores a pesar de la existencia conocida del derecho a defenderse –continúa el contraargumento– se cuenta con una prueba en contra del supuesto efecto disuasor. Dicho de otra manera, la mejor manera de interpretar lo que de hecho sucede (i.e. hay agresores a pesar de que conocen que hay legítima defensa) es que se cuenta con que la agresión será efectiva a pesar de que se conoce que la supuesta víctima está autorizada a defenderse. Por supuesto, puede sostenerse que habría más agresores si hubiera un conocimiento generalizado de que no hay defensa autorizada, pero entonces no es irrelevante la investigación empírica sobre de qué sociedad o grupo se trata.

9 Sobre las diferencias entre el sistema estadounidense y el alemán en el aspecto de especificación de balance de bienes puede verse Wösner (2006).

10 Nino expresamente sostiene que la clásica fórmula según la cual “el derecho no debe ceder ante el injusto o la antijuridicidad” resulta vacía si se está discutiendo el alcance de lo antijurídico y, por ende, el alcance o no de la legítima defensa. Sin embargo, con respecto al consentimiento en la legítima defensa, sostiene lo siguiente: “De este modo, se podría plantear la hipótesis de que la realización voluntaria de un acto delictivo con conocimiento de que él genera el privilegio de la víctima de defender sus bienes en peligro implica –al igual que con relación a la pena– el consentimiento del agente a perder protección contra las lesiones a sus bienes que sean necesarias y eficaces para neutralizar la agresión” (Nino 1982, pp. 70 y ss.). Como aquí está en discusión qué es lo que el agente consiente (incluso si ha consentido la pena) no puede utilizarse el elemento del consentimiento para presuponer lo que hay que probar, esto es, si quien consiente la pena consiente o no la legítima defensa. La propuesta de Nino sería entonces vacía si es leída como afirmando “quien quiere un acto ilegítimo quiere sus consecuencias legítimas”. Aquí, al igual que la remanida frase de que el derecho no debe ceder frente a la antijuridicidad, lo que está en discusión es el alcance de legítimo e ilegítimo. Por último, se puede discutir de manera extensa sobre qué entendía Nino por consentimiento y si se refería a consentir el acto, consentir lo que expresa una norma, o consentir el acto y las consecuencias jurídicas que de él se siguen. Nino es bastante claro en decir que está pensando en que quien infringe una norma consiente el acto que tal norma autoriza y sus consecuencias jurídicas. Véase Nino (2008, pp. 119-132).

11 Cf. Duff (2001, pp. 179 y ss.).

12 Identificaré las tesis de lo que se llama aquí “republicanas”. En primer lugar define un conjunto no vacío (i.e. hay autores que defienden tales tesis). En segundo lugar algunos de ellos aluden a tal rótulo. Pero se puede abandonar el rótulo si se lo considera problemático y permanecer con las tesis sin perjuicio para el argumento que desarrollo. Lo importante es si una teoría como la de Nino puede beneficiarse teórica y normativamente de tales tesis, no cómo llamarlas.

13 Puede verse Pettit (1997, caps. I y II, en especial pp. 52 y ss.) y Green (2011), También Gargarella (2008). En especial debe consultarse los capítulos “Mano dura contra el castigo (I). Igualdad y Comunidad”, “Mano dura contra el castigo (II). Autogobierno y comunidad” y “Los desafíos republicanos a la represión penal”.

14 Se intenta responder aquí a una observación del referee anónimo.

15 Sobre este punto relativo a “shifting the harm” puede verse McMahan (1994).

16 Sobre este punto, McMahan (2008).

17 El colono no es “inocente” al menos en el sentido de que contribuye causalmente a la situación. Sobre esta forma de caracterizar los diferentes tipos de agresores, McMahan (1994).

18 Lo mínimo que puede decirse es que, por ejemplo, la población civil de un Estado dominador puede ser tomada en cierto aspecto como agresora ilegítima en la medida en que su incidencia sobre las decisiones de agresión del estado sean directas (v.g. si se decide el ir a la guerra por voto popular, directo y plebiscitario, lo cual no suele ser el caso). Incluso en tal caso –por lo demás infrecuente –tal decisión no puede justificar tratar a todo integrante de la población civil que votó como agresor ilegítimo sin más, porque no hay posibilidad de discriminar entre quienes decidieron la medida y quienes no. Este es justamente el problema de qué hacer en casos de agresión bélica ilegítima con la población civil del país agresor incluso en casos en que esta decidió de alguna manera la agresión ilegítima. Lo que no puede decirse, según creo, es que no hay distinción que hacer entre poblaciones civiles que no inciden en absoluto en la decisión de ir a la guerra (o dominar) y poblaciones que sí lo hacen. En este último caso, los dominados tendrían reclamos legítimos que hacer (v.g. en términos de reparación) frente a la población que decidió mayoritariamente tal medida. No es este el tema de mi trabajo, aunque entiendo por qué es una de las vías que se deben ulteriormente analizar.

19 Sobre la relación entre teorías teológicas y justificación de la pena y la legítima defensa puede verse Whitman (2004, en especial pp. 912-914).

Bibliografía

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3. Duff, A. (2010), “Blame, Moral Standing and the Legitimacy of the Criminal Trial”, Ratio, XXIII(2), pp. 123-140.

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5. Green, S. P. (2011), “Just Deserts in Unjust Societies: A Case-Specific Approach” en Duff y Green (eds.), Philosophical Foundations of Criminal Law, Oxford, Oxford University Press.

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7. McMahan, J. (1994), “Self Defense and The Problem of the Innocent Attacker”, Ethics, 104(2), pp. 252-290.

8. McMahan, J. (2008), “Torture in Principle and in Practice”, Public Affairs Quarterly, 22(2), pp. 91-108.

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10. Nino, C. S. (1982), La legítima defensa, Buenos Aires, Astrea.         [ Links ]

11. Nino, C. S. (2008), Maurino, G. (comp.), Fundamentos de derecho penal, Buenos Aires, Gedisa.         [ Links ]

12. Pettit, P. (1997), Republicanism: A Theory of Freedom and Government, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

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14. Whitman, J. (2004), “Between Self Defense and Vengeance/Between Social Contract and Monopoly Vengeance”, Tulsa Law Review, 39(4), pp. 901-923.

15. Wösner, M. (2006), Die Notwehr und ihre Einschränkungen in Deutschland und in den USA, Berlín, Duncker und Humblot.         [ Links ]

Recibido el 10 de octubre de 2014; aceptado el 14 de diciembre de 2014.

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