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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.38 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2018

 

ARTICULOS

Deliberación moral, creencia y aceptación*

Moral Deliberation, Belief and Acceptance

Mariano Garreta Leclercq

Universidad de Buenos Aires - CONICET - CIF
mgarretaleclercq@yahoo.com


Resumen

La meta del presente artículo es probar que existen contextos de acción en los que tiene lugar una escisión entre el conocimiento moral de los sujetos y la justificación, también moral, de sus acciones. Para que ello ocurra, según sostendremos, deben darse al menos dos condiciones: el costo de actuar sobre la base de creencias falsas debe ser muy elevado para el bienestar de los afectados y la probabilidad de que tal resultado se produzca efectivamente, aunque baja, debe ser significativa o no trivial. Sostendremos que la escisión entre conocimiento y justificación de la acción referida tiene importantes consecuencias para la estructura de la deliberación moral.

PALABRAS CLAVE: Justificación de creencias; Justificación de acciones; Costo del error; Injerencia pragmática; Aceptación.

Abstract

This paper is aimed at proving that in certain contexts of action there may be a cleavage between the moral knowledge of an agent and the moral justification of her actions. I will argue that this is so when two conditions obtain: first, acting on the basis of false beliefs may end-up being very costly in terms of the welfare of those affected; and second, even if low, the probability of such negative upshots are significant or not trivial. I shall claim that this cleavage between knowledge and justification of actions has important consequences for the structure of moral deliberation.

KEY WORDS: Justification of Belief; Justification of Action; Cost of Error; Pragmatic Encroachment; Acceptance.

Introducción

Supongamos que adoptamos una posición cognitivista en ética. Uno de los rasgos definitorios del cognitivismo, al menos en la tradición analítica, consiste en la tesis de que los juicios morales tienen el estatus de creencias.1 Como consecuencia de atribuirles ese estatus, debe admitirse que los juicios morales son aptos para la predicación de verdad o de falsedad. Ello se debe a que, como es frecuente afirmar siguiendo la conocida frase de Bernard Williams, un rasgo definitorio de las creencias es que “apuntan a verdad” y a que esta constituye su criterio de corrección. La idea es simple: no se puede creer que p (por ejemplo, “el apartheid era una política moralmente indefendible”) y, a la vez, pensar que p es una proposición falsa. Creer que p equivale a creer que p es verdadera (Williams 1973). El cognitivismo supone normalmente la tesis adicional de que las creencias morales son susceptibles de una justificación apropiada. Es decir, que pueden aducirse razones genuinas, dotadas de peso epistémico, tanto para afirmar como para negar que determinadas creencias morales son verdaderas.
A la luz de una concepción de estas características, el razonamiento y la deliberación morales aparecen como actividades en las que las creencias justificadas, es decir, creencias que tenemos buenas razones para considerar verdaderas, tendrán siempre un peso decisivo a la hora de decidir cómo debemos actuar. Dichas creencias formarán parte de argumentos que satisfagan los estándares de claridad y de consistencia lógica que normalmente se esperan de un discurso con pretensiones cognitivas. De este modo, el conocimiento resultante de esa actividad permitirá a los sujetos que la lleven adelante escoger el curso de acción correcto cuando se encuentren frente a un problema práctico para el que dicho conocimiento resulte pertinente. En este esquema parece natural suponer que el conocimiento moral será siempre suficiente para justificar, desde una perspectiva moral, la acción de los sujetos.
Ahora bien, ¿podría ocurrir que, bajo ciertas circunstancias, hubiera una escisión o una discontinuidad entre conocimiento moral y justificación moral de la acción? ¿Qué implicaciones tendría esta situación para la estructura del razonamiento moral? ¿Cómo se reflejaría en el razonamiento moral una discontinuidad entre la justificación de creencias morales y la justificación moral de acciones?
En este artículo nos proponemos probar que la respuesta a la primera pregunta es afirmativa y examinar las consecuencias de dicho resultado para la estructura de la deliberación moral. Nuestra hipótesis es que existen contextos en que el conocimiento moral de los sujetos no resulta suficiente para justificar, también desde una perspectiva moral, su decisión de escoger un curso de acción determinado. Para que ello ocurra deben darse al menos dos condiciones. En primer lugar, el costo de cometer un error y, consecuentemente, actuar sobre la base de creencias falsas, debe ser muy elevado para el bienestar de los afectados. En segundo lugar, la probabilidad de que tal resultado se produzca efectivamente –es decir, que el sujeto esté cometiendo un error y actúe sobre la base de creencias falsas–, por pequeña que sea, debe resultar significativa o no trivial. En contextos con estas características puede2 ocurrir que un sujeto no se encuentre moralmente justificado a actuar sobre la base de las creencias que suscribe acerca de cuál es el mejor curso de acción viable, aun cuando disponga de una justificación plausible para afirmar que dichas creencias morales son verdaderas. Dado que dispone de tal justificación, en escenarios semejantes, el hecho de que un sujeto no se encuentre moralmente justificado a actuar sobre la base de sus creencias no implica que deba renunciar a considerar que posee un conocimiento, aunque falible, de que son verdaderas, ni a negar la aptitud de esas creencias para justificar su acción en otros contextos en los que el costo del error sea considerablemente menor o la probabilidad de que el error tenga lugar resulte insignificante.
En la sección I se examina un ejemplo que presenta dos escenarios. En el primer escenario un sujeto concluye que no está justificado a actuar sobre la base de sus creencias morales justificadas en vista del costo que tendría para el bienestar del afectado estar cometiendo un error. En el segundo escenario, el mismo sujeto concluye, por el contrario, que está moralmente justificado a actuar sobre la base de las mismas creencias que no había considerado apropiadas como premisas de su acción en el contexto precedente. La meta del ejemplo es dar apoyo a nuestra hipótesis de que pueden existir contextos en que el conocimiento moral no justifica moralmente la acción que pretende llevar adelante el sujeto involucrado.
En la sección II se analiza una interpretación del caso presentado en la sección I que pretende dar apoyo a la hipótesis contraria a la que defenderemos, es decir, una interpretación del caso en la que conocimiento moral y justificación moral de la acción resultan indiscernibles. Se presenta esta posición como una aplicación al campo moral de la posición conocida en epistemología como “injerencia pragmática” (pragmatic encroachment). Se intenta demostrar que esta interpretación del caso es objeto de una serie de objeciones que la vuelven muy poco atractiva o defendible.
En la sección III se sostiene que la escisión entre conocimiento moral y justificación moral de la acción tiene consecuencias importantes sobre el modo en que debe concebirse la estructura de la deliberación moral. En tal sentido, se defiende la idea de que en el paso de escenarios en los que el costo del error al actuar sobre la base de una creencia es muy alto para el bienestar de terceros a contextos en que dicho costo se reduce radicalmente, debe ser conceptualizado apelando a la noción de aceptación (acceptance) y que, en estos casos, deben reconocerse dos niveles en la deliberación moral de los sujetos. El contenido del primer nivel serán las creencias fácticas y morales que suscriben los sujetos como respuesta al problema práctico que enfrentan. El segundo nivel estará conformado por actos de aceptación o de no aceptación que toman como objeto a las creencias del primer nivel.

I

Supongamos que María es designada como miembro del jurado en un juicio. Roberto es acusado de haber asesinado a su esposa. Si Roberto es encontrado culpable por el jurado, el Juez lo condenará a la pena de muerte. Como resultado de la evidencia presentada, María llega a creer que Roberto es culpable. Sin embargo, reconoce que existe una probabilidad pequeña, pero significativa, de que el acusado sea inocente. Hay mucha más evidencia para creer en la culpabilidad de Roberto que en su inocencia, pero esa evidencia no es concluyente y existen algunos indicios que permiten mantener cierto nivel de duda acerca de la cuestión. Dado el altísimo costo de cometer un error —que implicaría la muerte de un inocente— María concluye que no debe votar a favor de declarar culpable al acusado.3
Ahora bien, es necesario presentar el caso de forma más detallada y precisa. La idea es que supongamos que el dilema que enfrenta María no es de orden jurídico sino moral.4 La cuestión no es si existe duda razonable de que Roberto ha cometido el delito. La duda razonable se refiere meramente a un juicio fáctico, al hecho de si Roberto realizó efectivamente las acciones que se le atribuyen. Por otra parte, si hubiera ese tipo de duda, según los estándares de muchos sistemas legales ello sería una razón decisiva para no votar en favor de declarar culpable al acusado con independencia de la gravedad del castigo que resultara de la condena o de cualquier consideración de orden moral. Pero, como dijimos, supongamos que María evalúa el problema desde un punto de vista moral. Desde dicha perspectiva la jurado considera que hay dos razones distintas que apoyarían votar en favor de la condena. La primera es la intuición retributivista según la cual los criminales deben ser castigados por el daño que han producido a otros agentes. La segunda se refiere a la protección que deberían recibir los miembros de la sociedad de agentes que han cometido crímenes y que podrían reiterar sus conductas si son dejados en libertad. Los razonamientos de María a la luz de estos dos tipos de consideraciones podrían formularse esquemáticamente del siguiente modo.

Razonamiento I
Premisa 1. Si el acusado cometió el crimen del que se lo acusa, violó el deber moral fundamental de respetar la vida de sus congéneres y debería recibir el castigo estipulado por la ley.
Premisa 2. Hay mucha evidencia, aunque no plenamente concluyente, de que el acusado cometió el crimen.
Conclusión. El mejor curso de acción desde la perspectiva moral es votar en favor de que el acusado sea condenado.

Razonamiento II (parte A)
Premisa 1. Tenemos un deber moral básico y fundamental de preservar, mientras esté en nuestro poder, la vida, la integridad física y el bienestar de las personas.
Premisa 2. Si el acusado realizó las acciones que se atribuyen es sumamente peligroso para la vida, la integridad física y el bienestar de las personas —podría volver a matar o tener una conducta violenta similar con otros sujetos—, bienes que tenemos, de acuerdo con la premisa 1, el deber básico y fundamental de proteger.
Premisa 3. Hay mucha evidencia, aunque no plenamente concluyente, de que el acusado realizó las acciones que se le atribuyen.
Conclusión: El mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros.

Razonamiento II (parte B)
Premisa 1. El mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto de infligir en el futuro daño a terceros.
Premisa 2. Votar en favor de condenar al acusado tendrá como resultado neutralizar su potencial de daño futuro a terceros.
Conclusión: Debo votar en favor de declarar al acusado culpable dado que el resultado de esa acción será que dicho agente reciba una sanción penal que neutraliza su potencial de daño futuro a terceros.

Aunque podemos imaginar que María toma en consideración las conclusiones de los tres razonamientos referidos a la hora de decidir cómo actuar, vamos a concentrarnos solo en las consideraciones puestas en juego en los razonamientos II A y II B. Dichas consideraciones jugarán un papel importante en el desarrollo posterior del ejemplo y, por otra parte, en caso de que el conocimiento moral del agente justificara siempre su acción desde una perspectiva moral, resultarían por sí mismas suficientes para que la jurado vote la condena del acusado.
Según vimos, como resultado de las deliberaciones resumidas en los razonamientos II A y II B, puede afirmarse que María sabe —aunque faliblemente— cuál es el mejor curso de acción desde una perspectiva moral. Sabe que se debe neutralizar la capacidad de Roberto para producir en el futuro daño a terceros. Sin embargo, como adelantamos, ella decide no obrar sobre la base de ese conocimiento moral. Por el contrario, concluye que, como consecuencia del elevado costo que tendría estar cometiendo un error, no debe votar en favor de declarar culpable al acusado. En este caso y ejemplos similares, parece haber una discontinuidad entre conocimiento moral y justificación moral de la acción. El agente puede considerar, como le ocurre a María, que en razón del elevado costo de estar cometiendo un error al concluir que un curso de acción es la mejor alternativa disponible desde una perspectiva moral, debería abstenerse de actuar sobre la base de ese juicio, es decir, de su conocimiento moral falible.
Supongamos ahora que pasa un tiempo luego del juicio. Roberto ha sido absuelto y María se entera de que dicho sujeto ha comenzado a entablar una relación sentimental con su prima Julia. En este caso, María cree que su obligación moral es alertar a Julia y recomendarle que evite toda relación personal con Roberto. María no votó por la condena en el juicio pero, como dijimos, cree que Roberto asesinó a su esposa y que, por esa razón, puede ser sumamente peligroso para otros individuos que desarrollen con él una relación personal cercana o íntima. María nunca dejó de creer en que la conclusión del razonamiento II A era correcta, ella sabe que el mejor curso de acción desde una perspectiva moral, en un caso de estas características, es neutralizar el potencial de daño futuro a terceros que parece razonable atribuir a Roberto. Por supuesto, podría estar equivocada en ese juicio, aunque haya una fuerte evidencia en su favor; el problema es que en este nuevo escenario el costo del error es incomparablemente más bajo que en el caso del juicio. Si María se equivoca e interfiere exitosamente con el desarrollo de la relación entre Roberto y Julia, no produce al afectado un daño comparable al que hubiera sufrido en caso de ser condenado en el juicio. Dado que el costo del error es bajo en este nuevo contexto, no hay ningún obstáculo, a diferencia de lo que ocurría en el juicio, para que María obre sobre la base de sus creencias acerca de la necesidad de neutralizar el potencial de daño a terceros de Roberto.
Al menos en principio, tanto los juicios sobre la base de los cuales María toma sus decisiones en los dos escenarios mencionados, como las decisiones mismas y las acciones que se siguen de ellas parecen razonables. Resulta perfectamente posible que se den casos con estas características. Es decir, situaciones en las que concluimos que un curso de acción es el mejor desde una perspectiva moral, pero a causa de que existe cierta probabilidad de que dicha conclusión sea errónea y dado que el costo de ese error es muy alto para el bienestar de los afectados, decidimos abstenernos de actuar de acuerdo con nuestras creencias. Si las circunstancias cambian, puede ocurrir que ya no tengamos razones para adoptar esa estrategia y decidamos, como respuesta a dicho cambio de las circunstancias, obrar sobre la base de nuestras creencias y juicios iniciales que fueron, sin embargo, dejados de lado en otro contexto como razones para la acción por el elevado costo del error. Como veremos en la próxima sección, este tipo de casos crean, sin embargo, una serie de interrogantes teóricos.
Antes de considerar estos interrogantes, resulta pertinente hacer algunas breves aclaraciones acerca del caso que acabamos de presentar. Podría objetarse que el tipo de error que estamos considerando en el ejemplo no depende de los juicios morales involucrados en las premisas de los razonamientos de María, sino de errores de orden fáctico y que por lo tanto el caso no es pertinente para nuestros propósitos. Sin embargo, esa conclusión es inadecuada. Como vimos en los dos escenarios examinados, el del juicio y la situación posterior, María evalúa si está o no justificada a actuar sobre la base del mismo conocimiento moral: la conclusión del razonamiento II A. Esto es, la afirmación de que el mejor curso de acción desde una perspectiva moral en la situación en la que se encuentra es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros. Esa conclusión es derivada de una serie de premisas en las que se combinan juicios morales con juicios fácticos.5 Esta combinación de elementos es un rasgo común en la argumentaciónética. Como señala correctamente Douglas Walton, debemos reconocer que las proposiciones fácticas y las evaluativas que expresan proposiciones acerca de cuáles son nuestros deberes, “están generalmente unidas entre sí y [son] dependientes unas de otras en justificaciones éticas” (Walton 2003, p. 94).6 Por otra parte, no parece haber otro camino que recurrir a una combinación entre juicios morales generales y fácticos particulares para que sea posible derivar juicios morales también particulares acerca de cómo debemos actuar en un contexto específico. Esto es justamente lo que ocurre en el razonamiento II A. En casos semejantes, los juicios fácticos permiten conectar los juicios morales generales con el contexto específico en que la decisión acerca de cómo actuar debe ser tomada. El error en un juicio moral particular como el expresado en la conclusión del razonamiento II A puede derivar tanto de la apelación a premisas morales falsas como a premisas fácticas7 falsas. En el caso examinado, María considera las consecuencias de que la premisa 3 del razonamiento II A, una premisa fáctica, fuese falsa. Sin embargo, según vimos, el error cuyo costo tiene en cuenta la agente a la hora de decidir cómo actuar es un error en el juicio moral particular que aparece como conclusión del razonamiento en cuestión. El punto es considerar lo que pasaría en cada uno de los dos escenarios analizados, si su juicio de que “el mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros” fuese falso. Ese no es un juicio fáctico, sino, como dijimos, un juicio moral particular que expresa lo que la agente considera su conocimiento moral falible acerca de cómo debe actuar. Por lo tanto, es pertinente para nuestros propósitos, es decir, examinar la posibilidad de que un mismo conocimiento moral no sea apto para justificar moralmente la acción de un agente en un contexto en que el costo del error es alto y, por el contrario, sí sea apto para justificar moralmente su acción en otros contextos en los que esa variable está ausente.8

II

La posición contraria a la que estamos defendiendo parece, al menos en principio, sumamente atractiva desde un punto de vista intuitivo. Resulta muy plausible afirmar que si sabemos cómo debemos actuar en un contexto específico, debemos estar moralmente justificados a actuar a la luz de ese conocimiento. Conocimiento moral y justificación moral de la acción, podría concluirse, deben ser inseparables. Si fuera cierto que el costo del error es una razón adecuada para concluir que no estamos moralmente justificados a actuar, entonces la conclusión que tenemos que sacar es que, en realidad, si no estamos moralmente justificados a actuar de un modo determinado, no poseemos realmente el conocimiento moral que afirma que actuar de ese modo es la mejor alternativa. Si María, al considerar el costo que tendría estar cometiendo un error al juzgar que tiene la obligación de actuar con el objetivo de neutralizar la capacidad de Roberto para producir un daño futuro a otros agentes, concluye que no debe votar en favor de condenarlo por asesinato, entonces ella no sabe realmente que tiene la obligación en cuestión. Esta interpretación del caso, que contradice la que hemos propuesto en la sección anterior, es estructuralmente equivalente a la posición conocida en epistemología como injerencia pragmática (pragmatic encroachment, en adelante IP). Detengámonos un poco en la presentación de los rasgos básicos de esta posición epistemológica.
Los defensores de IP sostienen que las variaciones contextuales del costo del error al actuar sobre la base de la creencia de que p, tienen, en muchos casos, un impacto decisivo sobre el conocimiento del que disponen los agentes involucrados. La idea es que los estándares requeridos para estar justificado a creer que p, o saber que p, se tornan más exigentes cuando un sujeto pasa de un contexto en que el costo de cometer un error al actuar sobre la base de dicha creencia es bajo, a un contexto en que tal costo resulta considerablemente elevado. También se da el caso inverso, por supuesto. Si el costo del error se reduce en un nuevo escenario, los estándares de justificación requeridos para estar justificado a creer que p se volverán menos exigentes. Retomemos el ejemplo de la jurado desde la perspectiva de IP. En el primer contexto, el del juicio, los estándares de justificación requeridos para creer en forma justificada que Roberto debería ser declarado culpable son muy altos, dado que el costo del error es enorme: un inocente podría perder la vida. Como vimos, en el segundo contexto la situación es diferente. Privar al acusado de llegar a tener una relación sentimental con Julia no le ocasionará un daño comparable. Dicho sujeto tiene la opción de buscar otras parejas y, por otra parte, el efecto disuasorio de la advertencia que hace María a Julia no está garantizado. Si María estuviera cometiendo un error, Roberto no sufriría un daño semejante al de ser condenado a muerte por error, de modo que es posible que el nivel de evidencia del que dispone María sea suficiente para justificar, en ese contexto, su creencia de que el sujeto en cuestión debe ser aislado de otros agentes para neutralizar su capacidad de infligirles un daño severo.
IP implica el rechazo de una de las tesis centrales de la epistemología analítica predominante, el evidencialismo —a veces también se la denominado purismo9 o intelectualismo10—. El evidencialismo afirma que la creencia de que p está epistémicamente justificada para S en un momento determinado, t, si y solo si recibe el apoyo de la evidencia que tiene S de que p en t (Conee y Feldman 2005, p. 83). El factor determinante de la justificación de la creencia es, exclusivamente, la calidad de la evidencia de la que se dispone. El costo del error no juega ningún papel epistémico. Otra forma de expresar la idea consiste en sostener que, dados dos sujetos A y B, necesariamente, si A y B disponen de la misma evidencia en favor o en contra de que p, entonces A está justificado en creer que p si y solo si B también lo está (Fantl y McGrath 2002, p. 68). La defensa de IP involucra normalmente la apelación a una versión del principio conocimiento-acción que equivale a la negación del evidencialismo. Dicho principio (en adelante, PCA) estipula que

S está justificado a creer que p, solo si es racional para S actuar como si p (Fantl y McGrath 2002, p. 78).

Si un agente concluye, en un contexto determinado, que no es racional actuar sobre la base de su creencia de que p, debe concluir que no está justificado a mantener esa creencia, aun cuando disponga de evidencia de que p es verdadera, algo que, normalmente, en contextos donde el costo del error es más bajo, le permitiría tanto actuar sobre la base de que p como afirmar que se está justificado a sostener que dicha proposición es verdadera.
Aunque la formulación del Principio Conocimiento-Acción apunta exclusivamente a la relación entre creencias fácticas y acción racional, no hay grandes dificultades en ofrecer una versión de dicho principio apropiada para la evaluación moral de la acción. El Principio Conocimiento-Acción Moral (en adelante, PCAM) podría formularse en los siguientes términos:

S está justificado a creer que p (dicha proposición expresa un juicio moral), solo si S está moralmente justificado a actuar sobre la base de que p.

A la luz de IP y su aplicación al campo moral, la interpretación del ejemplo de la jurado que hemos presentado en la sección anterior es inadecuada. Como queda claro a la luz del razonamiento II A, María cree que hay mucha evidencia, aunque no plenamente concluyente, de que el acusado realizó las acciones que se le atribuyen y concluye que el mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de dicho sujeto para infligir en el futuro daño a terceros. Si María estuviera realmente justificada a afirmar esa premisa fáctica y esa conclusión moral, de acuerdo con PCAM debería estar dispuesta a actuar sobre la base de esas convicciones. Sin embargo, como sabemos, en el contexto del juicio María considera que no está justificada a actuar a la luz de la conclusión del razonamiento II A, ni a tomarla como premisa del razonamiento II B y concluir que debe votar en favor de que se condene a Roberto. De acuerdo con PCAM, dado que María considera que no está moralmente justificada a actuar sobre la base de esas premisas, no puede afirmar que tienen para ella el estatus de creencias justificadas o de conocimiento moral. Por el contrario, en el contexto posterior al juicio, María estaría justificada a afirmar que sabe que el mejor curso de acción sería neutralizar la capacidad de Roberto para infligir daño a terceros, dado que considera que está moralmente justificada a actuar sobre la base de esa premisa e intentar persuadir a Julia de que se abstenga de entablar cualquier clase de relación personal cercana con Roberto. ¿Es plausible esta reinterpretación del caso?
A nuestro juicio la respuesta es negativa. Ello se debe a varias razones. La primera es que el caso de la jurado no parece, en realidad, dar apoyo a una aplicación de IP al campo moral, sino a una objeción contra dicha posición. Uno de los modos más directos de cuestionar IP consiste en construir casos en los que sea plausible afirmar que un sujeto está justificado a afirmar una creencia, porque posee un nivel adecuado de evidencia de que es verdadera y, sin embargo, no está justificado a actuar sobre la base de dicha creencia o conocimiento.
Baron Reed propone el siguiente ejemplo.

Estoy tomando parte de un estudio psicológico que analiza los efectos del estrés sobre la memoria. Se me formula la siguiente pregunta:¿Cuándo nació Julio Cesar? Si doy la respuesta correcta, obtengo un caramelo. Si doy una respuesta errónea recibo una horrible descarga eléctrica. No ocurre nada si no respondo. Recuerdo que Julio Cesar nació en 100 AC, pero no estoy tan seguro de ello como para que valga la pena el riesgo de electrocución. Sin embargo, tranquilamente digo para mí mismo, “Sé que nació en 100 AC” (Reed 2014, p. 101).11

Como afirma Reed, en este escenario es perfectamente plausible que mantengamos nuestro conocimiento aun cuando el costo del error sea tan alto como para que no resulte racional actuar sobre la base de tal conocimiento. Parece natural “continuar atribuyéndome conocimiento a mí mismo, aun cuando reconozca que no debería tomarlo como una razón para actuar” (Reed 2014, p. 101). El caso de la jurado posee, como sostuvimos en la sección I, características similares. María puede insistir en que si actuara sobre la base de sus creencias justificadas o de su conocimiento moral debería votar en favor de la condena a Roberto por homicidio. El punto es que no está dispuesta a actuar sobre la base de esas consideraciones porque el costo del error es muy alto y la probabilidad de que este tenga lugar, por baja que sea, resulta significativa. Como ocurría en el ejemplo propuesto por Reed, ella puede afirmar para sí misma, con pleno sentido, que sabe que “el mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros”, y luego no estar dispuesta a votar en favor de la condena como consecuencia de las razones señaladas. El caso de la jurado funciona como una objeción contra el PCAM, de igual modo que el ejemplo de Reed funciona como una objeción contra PCA. PCAM estipula, en última instancia, que el conocimiento moral justifica siempre la acción moral. De acuerdo con dicho principio, si un agente no está moralmente justificado a actuar sobre la base de una creencia moral, esa creencia no puede tener el estatus de una creencia justificada o de un conocimiento moral. Si la interpretación del caso de la jurado que estamos defendiendo es plausible, hay que reconocer, por el contrario, que no siempre el conocimiento moral de un agente justifica moralmente su acción. Ello es equivalente a admitir la tesis que estamos defendiendo, es decir, que existen contextos en los que tiene lugar una escisión entre el conocimiento moral de los sujetos y la justificación, también moral, de sus acciones.
Procedamos a presentar un segundo argumento. Afirmar IP parece involucrar un compromiso con una suerte de circularidad argumental. De acuerdo con PCA y PCAM, si un sujeto no está justificado a actuar sobre la base de que p, debemos concluir que no está justificado a creer que p o que no puede afirmar que sabe que p. Sin embargo, la razón por la que dicho sujeto considera que no está justificado a actuar es la consecuencia de suponer que p es errónea. Solo al hacer esa suposición entra en juego el costo para el bienestar de terceros de actuar sobre la base de la creencia en cuestión. El costo del error solo entra en juego cuando se supone el error, es decir, que p es falsa. De modo que debemos suponer la falsedad de p, para poder inferir que p es falsa, lo cual resulta claramente circular. Debemos concluir que, si bien el hecho de que el costo del error es relevante a la hora de decidir cómo debemos actuar resulta difícilmente disputable tanto desde una perspectiva prudencial como moral, no puede jugar un papel a la hora de decidir si las creencias fácticas o morales que tomamos en consideración a la hora de decidir cómo actuar son verdaderas o falsas.
Volviendo al ejemplo, el hecho de que en el contexto del tribunal el error sea muy costoso no constituye una razón para dejar de creer en forma justificada que la conclusión del razonamiento II A sea verdadera; en todo caso, en ese contexto, el costo del error cobra preeminencia para decidir cómo actuar sobre la base de las razones que introduce la creencia moral involucrada en dicha conclusión. De igual modo, el hecho de que actuar sobre la base de la creencia de que el potencial de daño a terceros de Roberto deba ser neutralizado tenga fuera del tribunal consecuencias más benignas para dicho agente en caso de error no da ningún apoyo adicional a la convicción de que dicha creencia sea verdadera.
Pasemos a un tercer argumento contra la plausibilidad de IP en el plano moral. Una simple variación en el ejemplo de la jurado muestra que PCAM conduce a que los agentes incurran en contradicciones. Supongamos que María debe enfrentar simultáneamente la decisión de votar en el juicio y de advertir a Julia que debe abstenerse de todo contacto con Roberto. Imaginemos que Roberto está libre durante el juicio y María se entera de que está intentando seducir a Julia. La jurado decide actuar del modo que hemos descripto. Aunque cree que el mejor curso de acción desde una perspectiva moral es aquel que produzca como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros, dado el alto costo que tendría hacer tal cosa en el contexto del tribunal, decide abstenerse de votar en favor de condenar a Roberto por homicidio. Sin embargo, simultáneamente, reconoce que tiene la obligación moral de advertir a Julia de la peligrosidad del sujeto en cuestión y lo hace. Si PCAM fuese correcto la decisión, que toma María en el contexto del juicio implicaría que no cree en forma justificada que la conclusión del razonamiento II A sea verdadera, dado que considera que no está moralmente justificada a actuar sobre la base de dicho juicio. Sin embargo, el hecho de que considere, simultáneamente, que está moralmente justificada a actuar sobre la base de ese mismo juicio al decidir advertir a Julia, implica, a la luz de PCAM, que está justificada a creer que, por el contrario, es verdadera. María cree justificadamente, o sabe, que el mismo juicio es verdadero y que es falso. En resumen, PCAM no puede ser un principio correcto dado que puede mostrarse que conduce a la afirmación simultánea de proporciones contradictorias.12

III

Las consideraciones precedentes tienen interesantes consecuencias para el modo en que debería caracterizarse la estructura del razonamiento moral cuando entra en juego el costo del error. Como intentamos demostrar a través de la interpretación del caso de la jurado que defendimos en las secciones I y II, parece altamente plausible sostener que el aumento o la disminución del costo del error al actuar sobre la base de que p no necesariamente afecta cuán exigentes deben ser los estándares de justificación requeridos para afirmar en forma justificada que p. El hecho de que el costo del error de actuar en el contexto del juicio sobre la base de la idea de que el mejor curso de acción es neutralizar el potencial de daño a terceros de Roberto no hace dudar a María que está justificada en afirmar esa creencia. Sin embargo, tomar en cuenta el costo del error sí puede –y en muchos casos, debería– tener impacto sobre los criterios de aceptación de las creencias como premisas de los razonamientos prácticos por medio de los cuales se toman y justifican las decisiones de los agentes. Como ejemplifica el caso de la jurado en nuestra interpretación, un sujeto puede estar justificado sobre la base de buenas razones a creer que p, pero no estar moralmente justificado a actuar sobre la base de esa creencia en un contexto determinado.
Para dar expresión conceptual a esta distinción entre estar justificado a creer que p y a tomar a p, en un contexto determinado, como premisa de un razonamiento práctico que lleva a una decisión determinada, es conveniente introducir el concepto de aceptación (acceptance)13, y compararlo con el de creencia.
Para empezar, presentemos una caracterización estándar del concepto de creencia.14

1) Las creencias apuntan a la verdad y esta constituye su criterio de corrección.15 Si llegamos a la conclusión de que p no es verdad, y somos agentes cognitivamente razonables, no podemos continuar creyendo que p. Las creencias razonables son conformadas por evidencias relativas a aquello que es creído y concernientes a la verdad de lo que es creído. Una creencia es racional si es respaldada por un grado adecuado de evidencia de su verdad. Es irracional creer en contra de la evidencia de la que se dispone.
2) Las creencias no son objeto de control voluntario por parte del agente, este no decide qué creer. Un agente epistémicamente razonable no puede creer a voluntad, por ejemplo, que su casa se ha incendiado si no tiene evidencia de ello, si, por ejemplo, no ve ni humo ni llamas por ninguna parte y no siente olor a quemado; por el contrario, en caso de que se tope con esos indicios concurrentes no podrá evitar creer que se encuentra frente a un incendio. Ello es una consecuencia, por supuesto, de la idea de que la verdad constituye el estándar de corrección de las creencias y de la tesis de que las creencias razonables son conformadas por evidencia concerniente a su verdad. Dicha evidencia es objetiva y, por lo tanto, independiente de los deseos o de la voluntad del sujeto.
3) Las creencias son, en un sentido importante, independientes del contexto: un sujeto, en un tiempo determinado, o bien cree en algo o bien no lo cree, pero no puede creer que p en un contexto y que no p en otro. Por ejemplo, un agente no puede creer que el candidato a senador X es corrupto cuando habla con su esposa y luego, cuando habla con un compañero de trabajo, creer —sin que haya variado la evidencia de la que dispone— que dicho candidato a senador es honesto. Puede ocurrir que haya razones para mentirle a su compañero de trabajo y decirle, contra sus creencias, que el candidato no es corrupto, pero no puede creer ambas cosas por más que el contexto del diálogo cambie: o cree que el candidato es corrupto o cree que no lo es.16 Si creemos algo, esa creencia debe perdurar a través de varios contextos, a no ser, por supuesto, que la descartemos como resultado de que ha surgido en el proceso evidencia contraria a ella. En ese caso, por supuesto, deberíamos descartarla en todo contexto.
4) Las creencias están sujetas a un ideal de integración o aglomeración. Las personas deberían intentar hacer coherentes y consistentes sus creencias, e integrarlas dentro de un punto de vista global más amplio.
5) Las creencias admiten grados. Los agentes pueden atribuir una probabilidad baja, media o alta a una creencia determinada de acuerdo con el grado de evidencia del que dispongan.

Pasemos ahora a los actos de aceptación. Los actos de aceptación son actitudes o, como dice Jonathan Cohen, “políticas” que los sujetos toman frente a sus creencias. Aceptar que p equivale a tomar la decisión de tratar dicha proposición, en un contexto específico de deliberación, como verdadera, dejando de lado, por el momento y para los fines de la deliberación y subsecuente toma de decisión, la posibilidad de que sea falsa.17 Muy frecuentemente el sujeto aceptará como premisas para sus razonamientos, tanto teóricos como prácticos, proposiciones que, además, cree verdaderas;18 sin embargo, también es posible que acepte proposiciones en cuya verdad no cree.19
Los actos de aceptación presentan los siguientes rasgos, que contrastan punto por punto con los que caracterizan a las creencias.

1) A diferencia de la creencia, la aceptación no apunta a la verdad. Los factores de los que depende que una proposición sea o no aceptada como premisa de nuestras deliberaciones no son de orden epistémico, sino práctico, como el costo para el bienestar del agente o de terceros que tendría actuar sobre la base de una creencia falsa.20
2) Mientras las creencias son adquiridas por el sujeto de forma predominantemente pasiva —dado que son inducidas, más allá de la voluntad del sujeto, por la evidencia con la que este entra en contacto—, la aceptación es el resultado de un acto voluntario y deliberado.
3) A diferencia de las creencias, que son normalmente concebidas como independientes de los contextos de acción, los actos de aceptación tienen una naturaleza contextual.
4) El ideal de integración coherente dentro de un punto de vista más amplio o global que rige en el caso de las creencias no se aplica del mismo modo a los actos de aceptación.
5) Por último, mientras las creencias admiten grados, en el caso de los actos de aceptación, la disyuntiva es todo o nada. O bien aceptamos una aserción como premisa para tomar una decisión y actuamos de modo consecuente o bien no lo hacemos, lo que previsiblemente llevará a escoger otro curso de acción.

El concepto de aceptación hace posible redescribir de modo más claro y preciso qué ocurre en el caso que hemos estado analizando. En el contexto del juicio, María cree con un grado elevado de seguridad que la conclusión del razonamiento II A es verdadera, que se debería neutralizar el potencial de daño a terceros del acusado. Sin embargo, considera que debe abstenerse de aceptar esa creencia como premisa del razonamiento II B, que conduciría, como conclusión, a la decisión de votar en favor de que se condene a Roberto por asesinato. Ahora bien, en el escenario posterior al juicio María considera que sí debe aceptar dichas creencias y, como consecuencia de ello, concluye que debe advertir a Julia acerca de la peligrosidad del acusado. De modo que mientras las creencias morales de María acerca de cómo debería actuar permanecen estables en ambos contextos, los actos de aceptación y las decisiones que se siguen de ellos son contextuales, varían —al menos en parte— como consecuencia de la asimetría en el costo del error que puede constatarse cuando se comparan los dos escenarios analizados. Este carácter contextual explica el hecho de que no rija aquí el desiderátum de aglomeración coherente que se aplica a las creencias. La decisión de María de abstenerse de aceptar la conclusión del razonamiento II A en el contexto del juicio y, por el contrario, de aceptar dicha conclusión como premisa de su deliberación en el contexto posterior al juicio es una respuesta al hecho de que dichos contextos son muy diferentes a la luz de la variable del costo del error para el bienestar del afectado. Si bien resulta claro que María no puede decidir lo que cree acerca de la verdad o falsedad de la conclusión de que el potencial de daño del acusado debe ser neutralizado, las decisiones que toma en relación a cuándo aceptar y cuándo no aceptar esas creencias como premisas de su razonamiento práctico son, claramente, un acto voluntario que no está determinado por el contenido de las creencias que son objeto de tales decisiones. Como vimos, María no puede afirmar la conclusión del razonamiento II A sin afirmar que es una proposición verdadera, la verdad es el criterio de corrección de las creencias y como consecuencia de ello estas no pueden estar sujetas a su voluntad o sus deseos. Sin embargo, como vimos, la verdad no es el criterio de corrección de los actos de aceptación, estos dependen de la voluntad del agente y de factores que no tienen necesariamente relación con consideraciones cognitivas. Lo que explica la diferencia entre el comportamiento de la agente en el contexto del juicio y en el escenario posterior es el costo del error al actuar sobre la base de la conclusión del razonamiento II A, que no cumple ninguna función a la hora de establecer si esa conclusión es verdadera o falsa. Otra de las razones por las que el acto de aceptar o abstenerse de aceptar dicha conclusión como premisa de ulteriores razonamientos es una decisión voluntaria, radica en el hecho de que hay un salto, por así decirlo, entre afirmar dichas creencias con un grado de probabilidad n, menor a 1, es decir, a la certeza, y aceptarlas como premisas de una decisión. Aceptar, en el sentido técnico del término que estamos utilizando, implica tomar como garantizada la verdad de la conclusión en cuestión, actuar excluyendo la posibilidad de que dicha proposición sea falsa. Este paso es una decisión del agente que opta por suspender la revisión crítica de dicha premisa para actuar sobre la base de la aceptación de la misma. Ese paso no está justificado desde una perspectiva epistémica, dado que el agente sabe que sigue siendo falible y que la posibilidad de error que existía previamente persiste. El acto de aceptar la conclusión del razonamiento II A como premisa de una inferencia que concluye en reconocer la obligación de advertir a Julia de la peligrosidad de Roberto no puede entonces ser otra cosa que una decisión, un acto que depende de la voluntad del sujeto y del que es plenamente responsable.
El análisis precedente permite identificar dos niveles en el proceso de deliberación moral cuando dicho proceso es sensible al costo del error. En el primer nivel la preocupación del agente es centralmente cognitiva: intentará determinar qué creencias debería suscribir. María se pregunta si Roberto ha cometido o no el asesinato del que se lo acusa, hace una evaluación moral de esa conducta —sobre su peligrosidad para terceros y su obligación de neutralizar esa peligrosidad, etc.— y reflexiona sobre el curso de acción que debería seguir a la luz de las consideraciones citadas. En el segundo nivel el sujeto intenta responder a una cuestión distinta: la de si está moralmente justificado a actuar sobre la base de las creencias que llegó a suscribir en el primer nivel, es decir, la cuestión de determinar qué creencias está moralmente justificado a aceptar como premisas del razonamiento práctico que conducirá a la decisión y, ulteriormente, a la acción. Aunque los actos de aceptación dependen de la voluntad del sujeto, dado que estamos suponiendo que este pretende que la decisión que tome se encuentre moralmente justificada, sus deliberaciones deben ser guiadas por, al menos, tres tipos de creencias:

a) el reconocimiento del carácter falible de las creencias del primer nivel;21
b) creencias fácticas y morales acerca de cuán alto es el costo del error para el bienestar de los afectados por la acción que planea realizar, es decir, acerca del costo en caso de que se esté cometiendo un error al aceptar las creencias del primer nivel y actuar dando por sentado que son verdaderas;
c) creencias de orden moral acerca de cómo se juzgará o evaluará la acción del sujeto si toma a las creencias del primer nivel como premisas de sus decisiones y estas, por ser erróneas, producen un daño significativo a los afectados.

Estas creencias del segundo nivel no afectan o no deberían afectar ni el contenido ni el grado de convicción con el que son afirmadas las creencias del primer nivel. María considera que hay una probabilidad significativa, aunque baja, de que la conclusión del razonamiento II A sea errónea, que el costo del error en ese contexto es extremadamente alto y que sería responsable del daño sufrido por Roberto en caso de error si actuara sobre la base de su convicción original. Sin embargo, como vimos, ninguna de estas creencias del segundo nivel debería tener un impacto sobre la creencia inicial de María de que la conclusión del razonamiento II A es verdadera. Lo que hacen las creencias a), b) y c) es guiar las deliberaciones acerca de qué posición tomar respecto de si se deben aceptar o no las creencias del primer nivel como premisas del razonamiento que conduce a elección de un curso de acción. Según vimos, la decisión de aceptar o de no aceptar una creencia, tampoco afecta el nivel de seguridad con que esta es afirmada. Lo que ocurre en el segundo nivel permite explicar que un agente que suscribe un conjunto estable de creencias fácticas y morales relevantes para escoger un curso de acción se comporte, sin embargo, de forma diferente en distintos contextos. Cuando María considera, luego del juicio, si debe o no advertir a Julia que evite entablar una relación sentimental con Roberto, llega a la conclusión de que está justificada a aceptar sus creencias acerca de la necesidad de neutralizar el potencial de daño a terceros del agente como premisa en su subsecuente deliberación. Este resultado depende, como sabemos, del hecho de que a diferencia de lo que ocurría en el contexto del juicio, la probabilidad de error deja de tener peso, dado que el costo del error para el bienestar de Roberto es incomparablemente menor. Como consecuencia de ello María considera que sus creencias sobre el potencial de daño a terceros de Roberto son suficientes para decidir advertir a Julia que evite todo contacto con él y concluye también que nadie podría reprocharle que haya obrado de ese modo aunque llegara a saberse posteriormente que las creencias sobre las que tomó su decisión eran falsas.
Una pregunta clave que puede hacerse a sí mismo un sujeto para intentar determinar si está moralmente justificado a actuar sobre la base de un conjunto de creencias —lo que presupone, como hemos visto, aceptar esas creencias en el razonamiento que conduce a la decisión y la acción— es si estaría libre de reproche moral por los efectos de dichas acciones en caso de que las creencias referidas fuesen falsas. La pregunta acerca de si alguien está moralmente justificado a obrar guarda cierta semejanza con la pregunta acerca de si alguien fue un buen científico o un buen filósofo. La respuesta a esa pregunta no depende de la verdad o falsedad de las creencias que el científico o el filósofo sostuvieron, sino, por así decirlo, de la calidad de la justificación ofrecida en favor de dichas creencias. No diríamos que Newton era un mal científico porque su teoría resultó errónea a la luz de la teoría de Einstein o que Leibniz fue un mal filósofo porque hoy consideramos su metafísica completamente indefendible. Lo mismo ocurre en el caso de la justificación moral de la acción: el punto clave no es si las creencias que explican el modo en que un sujeto actuó eran verdaderas, sino si las razones por las que decidió obrar sobre la base de esas creencias resultaban razonables y convincentes desde una perspectiva moral en el momento en que tomó la decisión. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esta analogía es limitada. Esperamos que la justificación de las teorías científicas y filosóficas exhiba, fundamentalmente, virtudes epistémicas. Una justificación es apropiada en estos casos cuando aumenta las probabilidades de que la teoría científica o filosófica en cuestión sea verdadera, aunque finalmente resultara falsa. En el caso de la justificación moral de la acción—como hemos intentado demostrar— la situación es más compleja. Esperamos que el agente tome en cuenta, en el segundo nivel de la deliberación, elementos de juicio que no tienen relación directa con la verdad o falsedad de sus creencias del primer nivel para decidir si debe tomarlas como premisas en sus decisiones. Esperamos que el agente haga una evaluación moral plausible del balance entre la probabilidad de error en sus creencias del primer nivel y el costo de ese error para los afectados por la acción. Esta evaluación involucra, por supuesto, creencias morales, pero, como vimos, se trata de creencias cuya verdad o falsedad es independiente de la verdad o falsedad de las creencias del primer nivel. Por otra parte, la meta de la evaluación no es la formación de creencias sino la realización o la abstención de realizar actos de aceptación, que, como sabemos, tienen el estatus de decisiones voluntarias y contextuales del sujeto y son, por lo tanto, un componente volitivo, no cognitivo, del proceso de deliberación. Sin embargo, como vimos, la deliberación del segundo nivel no queda librada a la discrecionalidad del agente, sino que debería ser guiada por un trasfondo de creencias justificadas de orden moral acerca de las implicaciones morales del costo del error y de cómo se juzgará o evaluará la acción del sujeto si toma las creencias del primer nivel como premisas de sus decisiones y estas, por ser erróneas, producen un daño significativo a los afectados. En última instancia, también en el segundo nivel el agente tiene la pretensión de tomar una decisión justificada y, por lo tanto, correcta, aunque no resulte determinada por sus creencias o su conocimiento moral del primer nivel.

Quisiera, para terminar, responder una posible objeción. Según vimos, un aspecto importante de nuestro análisis propone una distinción entre dos niveles en la deliberación moral que entran en juego en casos como el de la jurado. En el primer nivel la preocupación del agente es centralmente cognitiva: intentará determinar qué creencias morales y fácticas debería suscribir. En el segundo nivel el sujeto intenta responder a una cuestión distinta, de orden práctico, no cognitivo: la de si está moralmente justificado a actuar sobre la base de las creencias que llegó a suscribir en el primer nivel, es decir, la cuestión de determinar qué creencias está moralmente justificado a aceptar como premisas del razonamiento que conducirá a la decisión y, ulteriormente, a la acción. Por supuesto, esas creencias que debe decidir si aceptar o no, tienen paraél el estatus de un conocimiento falible. Ahora bien, podría sostenerse, contra la interpretación que estamos sosteniendo, que no es el primer nivel de la deliberación moral, sino el segundo, el que realmente refleja el conocimiento moral del agente. Después de todo es en este nivel donde el sujeto decide cómo debe actuar. Solo en el segundo nivel el sujeto llega a saber cómo debe actuar y, podría insistirse, es en saber cómo debemos actuar donde radica el conocimiento moral. Esta objeción pasa por alto, sin embargo, aspectos importantes del análisis del caso que hemos desarrollado en las páginas precedentes. Aunque resulte en cierta forma redundante, volvamos nuevamente al ejemplo para aclarar la cuestión.
¿Qué es lo que sabe María en el primer nivel de la deliberación? La jurado sabe faliblemente que Roberto es culpable del asesinato del que se lo acusa, que debería ser neutralizada su capacidad para producir más daño a terceros y que eso constituye una buena razón –aunque derrotable, como sabemos, si tomamos en consideración lo que ocurre en el segundo nivel de la deliberación– para votar en favor de la condena. De modo que en el primer nivel de la deliberación María dispone de conocimientos fácticos y morales que le permiten saber cómo debería actuar. Por supuesto, esta no es toda la historia, dado que en el segundo nivel de la deliberación aparecen razones para que María concluya que debe decidir no votar por la condena del acusado. Como vimos, en el segundo nivel entra en juego, fundamentalmente, el reconocimiento de que existe una probabilidad pequeña pero significativa de que esté cometiendo un error en sus juicios y de que el costo de ese error resultaría elevadísimo para el bienestar del afectado por su decisión. Estas consideraciones llevan a la jurado a no aceptar su conocimiento factico y moral del primer nivel como una razón suficiente para votar en favor de condenar a Roberto. ¿Pero por qué razón el segundo nivel de la deliberación no tiene un estatus cognitivo?
Si el segundo nivel de la deliberación tuviera un estatus cognitivo, si diera como resultado un conocimiento moral, entonces las consideraciones que conducen a la decisión que toma María en ese contexto, esto es, no votar en favor de condenar al acusado, deberían cancelar o refutar el conocimiento del primer nivel de la deliberación. De lo contrario María incurriría en una contradicción. Ello se debe a que en el primer nivel de la deliberación la jurado tiene razones para votar a favor de la condena del acusado y en el segundo nivel para votar en contra de dicho veredicto. Sin embargo, no hay en este caso ni refutación ni contradicción. Ello se debe a que las razones que conducen a María a la decisión de votar en contra de la condena del acusado en el segundo nivel de la deliberación son perfectamente compatibles con el conocimiento que la agente afirmaba tener en el primer nivel. Ni el reconocimiento de que existe una probabilidad pequeña pero significativa de que su creencia de que Roberto es culpable sea falsa, ni el enorme costo que tendría para el bienestar del afectado que dicha creencia fuese efectivamente falsa resultan incompatibles con el conocimiento que se atribuye la jurado en el primer nivel de la deliberación. Si somos falibilistas debemos admitir que se puede saber que p aun cuando exista cierta probabilidad de que p sea falsa. Lo mismo ocurre en el caso del costo del error. Hemos sostenido que hay buenas razones para rechazar IP y adoptar una posición evidencialista o purista. Si damos ese paso debemos afirmar que el costo del error no tiene ninguna relevancia cognitiva. En el contexto del juicio el costo en caso de error de que María actúe sobre la base de la proposición “el acusado es culpable” resulta muy alto para el bienestar de Roberto. Por el contrario, en el contexto posterior al juicio, si María obra sobre la base de tal proposición el costo en caso de error será mucho menor. Sin embargo, no hay ninguna diferencia desde la perspectiva epistémica entre los dos contextos, el costo del error no juega ningún papel cognitivo, o bien María sabe en ambos casos, como hemos supuesto, que la proposición “el acusado es culpable” es verdadera, o no lo sabe en ninguno. De modo que las consideraciones que conducen a la jurado a decidir no obrar sobre la base de su creencia en la culpabilidad del acusado son perfectamente compatibles con reconocer que la agente sabe que el acusado es culpable y que tiene razones —aunque derrotables— para votar a favor de su culpabilidad.
Por otra parte, no debemos pasar por alto lo que ocurre en el segundo nivel de la deliberación para comprender por qué no puede tener un estatus cognitivo. En el segundo nivel María delibera acerca de si debe o no aceptar un conjunto de creencias –que considera conocimiento falible– como premisas del razonamiento que la conducen a decidir cómo actuar. Aunque sea guiada por otras creencias o conocimientos falibles, dicha deliberación no tiene, como vimos, un estatus cognitivo, es una decisión voluntaria del sujeto o, como dice Cohen, una política del sujeto frente a sus creencias. Pero el conocimiento no puede ser una decisión voluntaria del sujeto ni una política, el sujeto no puede decidir ni lo que cree ni, menos aún, lo que sabe, es decir, cuáles son sus creencias justificadas y verdaderas. Por supuesto, sí puede decidir si debe actuar sobre la base de lo que sabe y parece haber circunstancias, como las que ejemplifica el caso que hemos estado examinando, en que debe decidir, por razones morales, no actuar sobre la base de su conocimiento moral. El segundo nivel de la deliberación no puede tener entonces un estatus cognitivo.

Conclusión

En muchos contextos el costo del error juega un papel relevante a la hora de determinar cómo deberíamos actuar. Si adoptamos la hipótesis de que el cognitivismo moral es una posición plausible, como hemos hecho a lo largo del texto, nos encontramos con dos alternativas. El costo del error de actuar sobre la base de nuestras creencias morales justificadas o nuestro conocimiento moral falible puede ser concebido como una dimensión adicional de esas creencias o de ese conocimiento. Desde esta perspectiva, el costo del error juega un papel cognitivo en nuestra deliberación, se integra a nuestro conocimiento moral acerca de cómo debemos actuar. Si adoptamos este punto de vista mantendremos la tesis de que el conocimiento moral y la justificación moral de la acción son categorías indistinguibles. Si sabemos que un curso de acción es el mejor desde un punto de vista moral en un contexto determinado debemos estar justificados a actuar sobre la base de ese conocimiento. Esto equivale a admitir que hay injerencia pragmática en el campo moral y que PCAM es un principio correcto. Como sabemos, PCAM estipula que S está justificado a creer que p o sabe faliblemente que p solo si S está moralmente justificado a actuar sobre la base de que p. Si el costo de actuar a la luz de lo que creemos el mejor curso de acción en caso de error es muy alto, como ocurre en el ejemplo de la jurado en el contexto del juicio, y no estamos dispuestos actuar sobre la base de esa creencia, debemos concluir, de acuerdo con PCAM, que ese no era realmente el mejor curso de acción y que, por lo tanto, no podíamos presentar esa creencia moral como justificada o como conocimiento. Si María no está dispuesta o no se considera justificada en el contexto del juicio, por el costo que tendría estar cometiendo un error, a actuar sobre la base de la premisa de que el mejor curso de acción desde una perspectiva moral “es aquel que producirá como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros” y, consecuentemente, votar en favor de que se condene al acusado, entonces la premisa en cuestión no puede contar como una creencia justificada o como conocimiento. Sin embargo, según hemos intentado demostrar, esta posición resulta muy poco plausible. La idea que los conceptos de conocimiento moral y de justificación moral para la acción son inseparables, la injerencia pragmática en el campo moral, presenta serios inconvenientes. En primer lugar, es posible encontrar o imaginar casos en que dichos conceptos no coinciden. Eso es lo que ocurre justamente en la interpretación del caso de la jurado que hemos defendido en la sección I del artículo. Lo que ocurre según nuestra interpretación es que aunque la jurado cree tanto en el contexto del juicio como en el contexto posterior que el mejor curso de acción “es aquel que producirá como resultado neutralizar la capacidad de Roberto para infligir en el futuro daño a terceros”, llega a la conclusión de que está justificada a actuar sobre la base de esa premisa solo en el segundo caso. De modo que el ejemplo es un equivalente moral del ejemplo que presenta Reed contra IP en el campo teórico. En segundo lugar, sostuvimos que la idea de que el costo del error pueda integrarse a nuestro conocimiento de cómo debe actuarse es conceptualmente problemática, dado que no puede evadir la circularidad argumental. Si María debiera admitir, durante el juicio, que estaba en un error al creer que p, es decir, que el mejor curso de acción era neutralizar la capacidad de Roberto para dañar a terceros, dado el alto costo que tendría que esa creencia fuese falsa, estaría infiriendo la falsedad de p, de suponer que p es falsa. Ello implica incurrir en un razonamiento circular: un argumento que introduce entre sus premisas lo que pretende demostrar. En tercer lugar, una variación del caso nos permitió concluir que PCAM puede llegar a los sujetos a incurrir en contradicciones. Si María debe decidir simultáneamente abstenerse de votar en favor de la condena y advertir a Julia que no debe desarrollar una relación sentimental con Roberto, dado PCAM, deberíamos concluir que María, simultáneamente, sabe que no p, es decir, que el mejor curso de acción no es neutralizar el potencial de daño a terceros de Roberto, y que p, es decir, que el mejor curso de acción es hacerlo.
Todas estas consideraciones conducen a reconocer que el conocimiento moral y la justificación moral de la acción son conceptos diferentes, y que el costo del error puede tener impacto sobre el segundo concepto sin tener una estatus epistémico. Es decir, que en algunos casos el costo del error es una razón para llegar a la conclusión de que lo que debemos hacer, desde una perspectiva moral, no coincide con lo que creemos justificadamente o sabemos faliblemente que debemos hacer. Esta sorprendente conclusión tiene consecuencias significativas sobre la estructura de los razonamientos morales. Cuando entra en consideración la evaluación del costo del error, las premisas de los razonamientos orientados a decidir cómo debemos actuar no están conformadas solo por creencias sino por actos de aceptación, que difieren en cada uno de sus rasgos de los que caracterizan a las creencias. A diferencia de las creencias, los actos de aceptación expresan decisiones voluntarias y contextuales de los sujetos, no apuntan a la verdad, no están sujetas al desiderátum de integración coherente y no se dan en grados sino en disyuntivas de todo o nada. La introducción de esta noción permite redescribir con más precisión lo que ocurre en casos como el de la jurado al pasar de un contexto en cual el costo del error es muy elevado a un contexto en el que es significativamente bajo. En ciertos contextos puede ocurrir que no estamos dispuestos a aceptar como premisas de una decisión creencias que juzgamos verdaderas y justificadas. Cuando pasamos a un contexto en que el costo de error es bajo, esas mismas creencias pueden comenzar a ser objeto de aceptación y a resultar determinantes en nuestras decisiones. Cuando este mecanismo entra en acción pueden distinguirse dos niveles en el proceso de deliberación moral. Como vimos, en el primer nivel la preocupación del agente es centralmente cognitiva: este intentará determinar qué creencias fácticas y morales debería suscribir. En el segundo nivel el sujeto intenta responder a una cuestión distinta: la de si está moralmente justificado a actuar sobre la base de las creencias que llegó a suscribir en el primer nivel, es decir, la cuestión de determinar qué creencias está moralmente justificado a aceptar como premisas del razonamiento práctico que conducirá a la decisión y, ulteriormente, a la acción. Aunque los actos de aceptación son en última instancia decisiones del sujeto, en tanto su deliberación apunta a lograr una justificación moral de sus acciones, dicho proceso deliberativo debe ser guiado por creencias justificadas desde una perspectiva epistémica: creencias acerca del costo e implicaciones morales de estar cometiendo un error y acerca del modo en que se juzgará la acción del sujeto si obra sobre la base de sus creencias del primer nivel acerca de cómo debe actuar y estas resultan ser erróneas. De modo que la escisión entre conocimiento moral y justificación moral de la acción que surge del análisis propuesto y el modelo de deliberación que deriva de él no parecen implicar un cuestionamiento radical del cognitivismo moral, dado que en dicho modelo la deliberación del segundo nivel debería ser también orientada por la apelación a un trasfondo de creencias morales justificadas, es decir, por la meta de tomar la decisión correcta.

Notas

* Quiero agradecer los comentarios críticos a versiones previas de este artículo de Julio Montero, Eduardo Rivera López, Ignacio Mastroleo, Francisco García Gibson y Martín Oliveira. Agradezco también las interesantes objeciones formuladas por los evaluadores anónimos de la revista Análisis Filosófico.

1 Véase Campbell (2007, pp. 321-324) y Smith (1994, pp. 3-13).

2 No estamos sosteniendo que siempre, en los contextos en que aparecen estas características, se producirá una escisión entre conocimiento moral y justificación moral para la acción. Lo que afirmamos es que resulta plausible considerar que tal resultado puede darse en algunos contextos con las características referidas.

3 El caso está inspirado en un ejemplo ofrecido por Gerald Gaus en otro contexto de discusión. Véase Gaus (1995, p. 242).

4 Por supuesto enfrenta también un dilema de orden legal, pero dejaremos de lado ese aspecto del caso.

5 La premisa 1 del razonamiento II A es un juicio moral general. La premisa 2 explicita cómo debería obrar un agente que acepta la premisa 1 si se dan ciertas circunstancias específicas. La premisa 3 es un juicio fáctico que estipula que tienen lugar de hecho las circunstancias estipuladas en la premisa 2. La conclusión del razonamiento es un juicio moral particular.

6 Véase también Walton (2003, pp. 112-118).

7 Por supuesto los errores pueden darse, simultáneamente, en ambos tipos de premisas.

8 Por razones de simplicidad y claridad argumentativa nos centraremos en el caso de la jurado. De modo que no examinaremos aquí casos en los que la fuente de la posibilidad de error en el juicio moral particular que juega un papel decisivo en la deliberación práctica de un agente es la premisa moral general de la que deriva dicho juicio. Sin embargo, creemos que no hay grandes dificultades para encontrar ese tipo de casos. De hecho, hemos argumentado en Garreta Leclercq (2012) que algunas políticas estatales perfeccionistas coactivas podrían resultar ejemplos plausibles de este tipo de casos y que hay buenas razones para cuestionarlas aunque estuviesen basadas en creencias morales verdaderas si el costo del error para los afectados resultara muy elevado.

9 Véase Fantl y McGrath (2007, p. 558).

10 Véase Stanley (2005).

11 Para una crítica similar, véase también Brown (2008) y Kvanvig (2011).

12 Reed llega a la misma conclusión respecto de PCA a través de una ampliación del ejemplo del estudio de la memoria en situaciones de estrés qué citamos páginas atrás. Véase Reed (2012, p. 467).

13 La distinción entre creencia y aceptación (acceptance) ha sido propuesta por varios filósofos. Véase Van Fraassen (1980), Stalnaker (1984), Cohen (1992), Bratman (1992), Tuomela (2000) y Velleman (2000).

14 Sigo en esta caracterización a Michael Bratman (1992, pp. 3-4) y a Pascal Engel (1998, pp. 143-144).

15 Véase Shah (2003, pp. 447-482) y Shah y Velleman (2005, pp. 497-534).

16 Engel ofrece un ejemplo similar: “Sería absurdo, o una forma de capricho, decir que los miércoles creo que Hong Kong es una ciudad ruidosa y los domingos no creo tal cosa. Ciertamente puedo tener las dos creencias si ellas responden a dos fragmentos diferentes de evidencia (por ejemplo, hay muchos autos los miércoles, los cuales no vienen a la ciudad los domingos), pero es una cosa extraña decir tal cosa como una verdad general acerca de Hong Kong. O creo que Hong Kong es ruidoso, o creo que no lo es, punto”. (Engel 1998, p. 143).

17 Véase Cohen (1992, pp. 4-5), Bratman (1992, p. 2), Engel (2000, p. 10).

18 Véase Cohen (1992, p. 170).

19 Véase Stalnaker (1984, pp. 79-81).

20 Como afirma Cohen, las razones para aceptar que p pueden ser éticas, profesionales, prudenciales, religiosas, estéticas, y, en general, pragmáticas, en lugar de evidenciales. (Véase Cohen 1992, p. 20).

21 Para el fundamentalista o el agente que piensa que posee un conocimiento fáctico y moral infalible la distinción entre dos niveles que estoy proponiendo no tiene sentido. Sin embargo, voy a suponer que esta posición no puede ser sostenida por agentes razonables. Si las pretensiones de infalibilidad resultan inadecuadas incluso en el caso de conocimientos de orden fáctico significativamente complejos, son mucho más difíciles de sostener cuando este tipo de consideraciones se combinan, como ocurre en el caso que estamos tratando, con juicios morales.

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Recibido el 14 de agosto de 2017; revisado el 20 de diciembre de 2017; aceptado el 23 de febrero de 2018.

 

 

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