SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.39 número2Wittgenstein y el carácter normativo de la percepción visualDavidson después de Davidson. El estado actual de su “sistema”: Acerca de Mente y lenguaje: La filosofía de Davidson, modelo para armar, de Karina Pedace índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

  • Não possue artigos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Análisis filosófico

versão On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.39 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2019

 

ARTICULOS

Delitos de odio y motivos emocionales*

Hate Crimes and Emotional Motivation

María Laura Manrique

CONICET-Universidad de Girona
laura.manrique@conicet.gov.ar


Resumen

En este trabajo, respondo algunas de las críticas tradicionales al modo agravado de reprochar ciertos motivos emocionales. En particular, me centro en si existe alguna justificación para castigar más gravemente los delitos cometidos por ciertos motivos o, si, por el contrario, ese reproche es, en última instancia, solo una manera especial de censurar los “pensamientos malvados” de los agentes. Restrinjo mi análisis a una importante propuesta, formulada por Heidi Hurd y Michael Moore, con la esperanza de que esta discusión crítica sea ilustrativa de los principales problemas y argumentos acerca de los motivos emocionales. Por último, sostengo que el reproche calificado (agravado) en caso de delitos cometidos por motivos emocionales, e.g., odio, está justificado siempre que comprendamos adecuadamente el papel que juegan los motivos como determinantes de la conducta del agente.

PALABRAS CLAVE: Responsabilidad penal; Odio; Motivos.

Abstract

In this paper, I suggest an answer to some well-known critics about how we should blame emotional motives. Particularly, whether if there is any justification to punish more severely crimes that are committed by certain motives or, by contrast, if that punishment is only a way to blame our guilty mind. Although my analysis is tightened to Heidi Hurd and Michael Moore’s arguments, I expect that the discussion would shed light on the main difficulties in evaluating emotional motives. Finally, I claim that the aggravating way of blaming emotional motives is justified when we understand the role played by motives in the determination of human action.

KEY WORDS: Criminal Responsibility; Hate; Motives.

I. Introducción

Los motivos ocupan un lugar destacado en la atribución de responsabilidad moral y jurídica. Una clase especial de motivos son ciertos estados mentales como la ira, el miedo, los celos, etc. En adelante, denominaré “motivos emocionales” a las emociones específicas que determinan una cierta acción. En general, la intuición central es que es más reprochable actuar por ciertos motivos emocionales que por otros. Por ejemplo, usualmente merece un reproche más grave quien actúa por odio que quien lo hace por compasión.1 A diferencia de la compasión, que no se encuentra incorporada en muchos sistemas jurídicos, el odio, como motivo emocional, es considerado en numerosos ordenamientos contemporáneos como una propiedad relevante para atribuir (o agravar) la responsabilidad en ciertos delitos. Así, el artículo 80, inciso 4, del código penal argentino establece que se impondrá prisión perpetua a quien matare a otro por “placer, codicia, odio racial, religioso, de género o a la orientación sexual, identidad de género o su expresión”.2
A pesar de la importancia del tema del odio como motivo emocional y de la gravedad de las consecuencias jurídicas que produce, todavía no hay acuerdo sobre una amplia gama de aspectos conceptuales y normativos que caracterizan a este problema.3 En este trabajo, mi objetivo es analizar si es adecuado tomar en cuenta las motivaciones del agente al momento de atribuir responsabilidad. Es decir, me centro en el problema acerca de la justificación de castigar más gravemente los delitos cometidos por ciertos motivos o, si, por el contrario, ese reproche es, en última instancia, solo una manera especial de censurar los “pensamientos malvados” de los agentes.
Por supuesto, no pretendo agotar todos los argumentos disponibles en la importante literatura especializada sobre los delitos de odio, sino mostrar una estrategia para salvar ciertas objeciones paradigmáticas al reproche básico, contra los motivos emocionales.4 Para ello, restringiré mi análisis a una importante propuesta, formulada por Heidi Hurd y Michael Moore, con la esperanza de que esta discusión crítica sea ilustrativa de los principales problemas y argumentos acerca de los motivos emocionales.5 En particular, afirmo que estos autores están equivocados al sostener que no está justificado reprochar los motivos. Mi argumento se centra en tres ideas: poseen una comprensión muy reducida de la acción humana, se comprometen con una teoría mecanicista de las emociones sin dar razones para ello, y poseen una visión ingenua del papel que ocupan ciertos rasgos del carácter para comprender los sistemas jurídicos. Por último, sostendré que el reproche calificado (agravado) en caso de delitos cometidos por motivos emocionales, e.g., odio, está justificado siempre que comprendamos adecuadamente el papel que juegan los motivos como determinantes de la conducta del agente.

II. La conexión entre acción y motivos

Sin dudas, en numerosas ocasiones, los motivos dan sentido a ciertas conductas. Por ejemplo, preguntamos “¿Por qué Juan dio vuelta la cara cuando vio a Pedro?” y nos responden “No quería saludarlo porque está ofendido con él”. Pero, ¿qué significa actuar por un motivo? Obviamente, existen una notable cantidad de respuestas a este interrogante. En un sentido básico, los motivos son razones para actuar.6 En algunas ocasiones, los motivos se invocan como razones explicativas, es decir, el conjunto de deseos, creencias, intenciones, y emociones que efectivamente determinaron la conducta del agente. Esta conexión entre motivos y razones explicativas puede sofisticarse de diferentes maneras. Por ejemplo, en ocasiones, se habla de motivos como sinónimo o perteneciente a las intenciones del agente. Así, dice Mathis:

El carácter de las intenciones que un agente posee depende a menudo de la naturaleza de los motivos bajo los que el agente opera. Añada la idea de que uno entiende más claramente las acciones intencionales cuando conoce “lo que en ella contará como éxito o fracaso en lo que hace”, y se vuelve incluso más difícil distinguir motivo de intención. (Mathis 2018, p. 6)

Sin embargo, el propósito básico de agrupar a los motivos como razones explicativas es para separarlos cuidadosamente de las “razones guías”, que son aquellas que deberían haber guiado nuestra conducta en una determinada ocasión. A pesar de que las razones explicativas no son justificaciones de la conducta del agente,7 ellas no están desvinculadas completamente de las justificaciones porque el conjunto de razones explicativas es la base que fija la correcta atribución de responsabilidad en el sentido de que solo cuando es verdad que el agente actuó por un motivo X está justificado el reproche por ese motivo. Así, no está justificado agravar un reproche señalando la codicia del agente (e.g. por la esperanza de cobrar un seguro de vida) en caso de que su conducta hubiese estado efectivamente motivada por la compasión ante el sufrimiento insoportable e irremediable de la víctima en una fase terminal de su enfermedad.
No hay espacio aquí para resolver las dificultades que generan los diferentes significados del término o la evidente vaguedad de sus correspondientes conceptos. Sin embargo, vale la pena subrayar que los principales desacuerdos no son definicionales (i.e., acerca de la estipulación del significado de una determinada palabra) o que la elección del significado sea una cuestión completamente arbitraria. Más bien, creo que las principales discrepancias se refieren al modo en que se conectan los motivos emocionales en una cierta red conceptual en el ámbito de la responsabilidad penal. En este sentido, cualquier reconstrucción del odio como motivo emocional tiene que insertarse en un conjunto de ideas más amplio acerca de la acción humana y la explicación de la conducta intencional.8 Al respecto, señalaré —de manera más bien dogmática— ciertos aspectos básicos de este conjunto:

(1) Inferencia práctica y explicación intencional
Al momento de evaluar el reproche jurídico que merece una cierta conducta, es necesario asumir (i) que ha ocurrido un determinado evento X provocado por un cierto agente y (ii) que contamos con una correcta identificación de la relación entre la conducta del agente y el evento X. La manera usual de articular esa relación es mediante una inferencia práctica que muestra retrospectivamente la conexión entre el evento X y los propósitos (objetivos, motivos, creencias, etc.) del agente.
El esquema básico de este tipo de inferencias es el siguiente:
1) El agente X desea obtener P.
2) X cree que no obtendrá P a menos que haga Q.
3) X hace Q.
Existe una abundante literatura sobre este tipo de razonamientos y en qué circunstancias ellos pueden ser válidamente invocados. No es posible abordar aquí esta cuestión, sino que simplemente pretendo destacar que ese esquema proporciona una explicación intencional de la conducta, es decir, un modelo explicativo diferente al utilizado en las ciencias naturales y, por esa razón, apto para captar el sentido de la conducta y sus determinantes específicos.
La explicación intencional tiene la forma de una inferencia práctica invertida. El punto de partida (explanandum) es la conducta del individuo (i.e., “X hace Q”) y las premisas (1) y (2) funcionan como la base explicativa (explanans). Así, la explicación de una conducta, básicamente, muestra por qué ella fue realizada y, sin una respuesta correcta (verdadera) a este interrogante es difícil avanzar sobre otros elementos básicos de la atribución de responsabilidad (von Wright 1984, p. 53).9 Por ejemplo, si fuese imposible encontrar una razón que explique la conducta del individuo, no podríamos determinar que el suceso es obra del agente (i.e., una acción propia) en lugar de algo que ha ocurrido casualmente o por una fuerza externa (e.g., una patología) causalmente relevante.

(2) Motivos e intenciones
La pregunta acerca de los motivos para una cierta acción surge cuando pretendemos entender no solo qué hizo un agente sino también por qué realizó determinada conducta. En este sentido, Christine Sistare (1987, pp. 305-306) define los motivos como “intereses, razones y valoraciones que originan acciones y pueden incluir intenciones”. De este modo, ella identifica los motivos con la pregunta de por qué actuó el agente y, las intenciones se limitarían a responder la pregunta de qué hizo el agente. La mayoría de las acciones pueden ser comprendidas externamente, por un observador, sin mayores dificultades. Por ejemplo, vemos un individuo comprar flores en un negocio. No dudamos acerca de que se trata de una acción propia (e.g., asumimos que no se trata de un episodio de sonambulismo). Ahora, podemos explicar su conducta señalando cosas tales como “tenía el propósito de adornar su casa”, o “tenía un compromiso social y creía que era adecuado llevar flores como regalo” etc. No sería extraño que alguna de estas conjeturas sea, a su vez, una explicación verdadera de la conducta del agente.
Normalmente, en el caso de una explicación verdadera interviene una constelación motivacional, formada por deseos, creencias, valoraciones de instituciones y prácticas sociales, etc., que operan a favor y en contra de una determinada conducta y, finalmente, cristalizan en una cierta acción. Esto significa que numerosos motivos que un agente tiene pueden ser ineficaces en un momento en concreto y, por tanto, aquellas motivaciones que explican lo que ha sucedido pueden no coincidir con la perspectiva o conjetura del observador. Es decir, podría ocurrir que el agente haya comprado flores para adornar su casa, pero eso no priva de su carácter de razón al conocimiento y aceptación de la práctica de cortesía (i.e., llevar flores a un compromiso social). Simplemente, en ese caso, su apego a la cortesía no es relevante para una explicación verdadera de lo que ha ocurrido.

(3) Razones internas y externas
Como he señalado anteriormente, en la explicación intencional de la conducta, es usual mencionar un complejo epistémico-volitivo que ceteris paribus determina la acción. Es decir, en ausencia de razones en contra más importantes, cambio de planes, etc., el individuo actúa a la luz de sus deseos y creencias. Los deseos son necesariamente razones para actuar ya que, ceteris paribus, la medida del deseo de un agente es su compromiso práctico para conseguir su objeto de intención. Aunque nuestros conceptos de agente y acción serían completamente diferentes sin esta conexión interna (conceptual) con las razones, las razones para actuar no son únicamente razones internas, sino que, con enorme frecuencia, la conducta está determinada por la aceptación de ciertas prácticas e instituciones. Comprender y aceptar esas exigencias requiere un punto de vista interno, que no se desarrolla naturalmente, sino que se adquiere mediante participación en diversas instituciones sociales. En este sentido, esas exigencias son razones externas para la acción.10 Estas razones externas desempeñan un papel central para comprender el aspecto social de la conducta humana y, en gran medida, son estímulos simbólicos que resignifican los comportamientos individuales, modelando la vida de los individuos. Sin embargo, a pesar de que estos factores son de indudable relevancia en un abordaje completo de la importancia de los delitos de odio, aquí, salvo indicación en contrario, limitaré mi análisis a las razones internas que ofrecen los motivos emocionales.

(4) Los determinantes de los determinantes
Las motivaciones del agente determinan su acción, pero a la vez, ellas están determinadas por su educación, sus gustos o preferencias, su “sentido del deber” o compromiso con las prácticas sociales, etc. Estos determinantes de segundo grado son los que nos permiten comprender las premisas de la inferencia práctica como algo propio del agente y no como un suceso completamente ajeno a su vida, personalidad o carácter. Este trasfondo motivacional es, en última instancia, el último eslabón de una explicación intencional y ello significa que, normalmente, no tiene sentido “ir más allá” de esos elementos en nuestro intento de comprender y explicar una acción. Así, el hecho de que alguna cosa nos disguste profundamente es una razón para evitarla. Podría decirse que “pertenece a la gramática” de los gustos que nos impulsen a conseguir las cosas que deseamos y nos impulsen a evitar las cosas que aborrecemos.
No hay, en mi opinión, necesidad de asumir una diferencia ontológica entre los determinantes de primer y segundo grado ya que no es infrecuente que ciertos estados de cosas, e.g. el odio, sean tanto razones específicas en la explicación de una acción como también un determinante de segundo grado que se manifiesta en planes, prejuicios y disposiciones del agente. De este modo, los motivos que un agente tiene—que son un conjunto más extenso que las motivaciones por las que efectivamente actúa— muestran los rasgos generales de la personalidad y carácter de un agente. Por eso, en general, hasta que no descubrimos los motivos que tenía un agente no podemos decidir si su conducta lo refleja o no de buena manera y qué podemos esperar de él en el futuro (von Wright 1984, p. 53). En otras palabras, la identificación de los motivos se conecta con la necesidad de explicar de manera más amplia y entender bajo un panorama más complejo las acciones del agente y por qué actúo de cierta manera. En palabras de Nino:

cuando recurrimos a los motivos del agente para realizar esa acción colocamos a esta en un contexto más amplio que el que resulta de la descripción usada para identificarla; vemos a la acción como parte de un proyecto de mayor aliento que la mera intención de realizarla. Esto nos permite detectar a qué plan de vida corresponde esa conducta y, en última instancia, a qué tipo de individuo, lo que hace posible comprender en profundidad la acción y decidir, finalmente, si estamos en condiciones de reprochar al agente por haberla ejecutado. (Nino 1987, p. 82)

(5) Motivos y reproche
Es importante recordar que toda discusión sobre motivos en materia de responsabilidad surge en el ámbito de las acciones intencionales y más aún, en el ámbito de aquellos estados de cosas que intentamos conseguir. En general, tener un motivo para realizar una conducta implica creer que un cierto fin se conseguirá a través de la acción y desear que ese fin sea conseguido (Nino 1987, pp. 79-80). Este rasgo es olvidado por quienes critican el mayor reproche por conductas elaboradas por ciertos motivos, como si las motivaciones fuesen completamente ajenas a la conducta del agente. Pero, incluso si los motivos fuesen algo “externo” a la acción, esta dimensión de la conducta no impide que tenga relevancia penal. Por ejemplo, en el homicidio imprudente una conducta se identifica de tal manera solo cuando se produce la consecuencia dañina. Es decir, ante idénticos comportamientos solo se califica la acción como homicidio imprudente cuando se generó la consecuencia disvaliosa. Más allá de que ese efecto lesivo hubiese sido previsto por el agente, el comportamiento y sus consecuencias se identifican como una acción propia del agente. Sin embargo, la consecuencia (de la muerte) imputada al agente como acción delictiva está más alejada de aquello que el agente intentaba hacer que en aquellos casos en los que reprochamos a un agente por haber intentado matar (o lesionar) a un individuo por odio. En otras palabras, quienes argumentan que los motivos no deberían reprocharse porque no se vinculan con lo que hace el agente, no deberían pasar por alto que, a fin de cuentas, los motivos están vinculados de manera más directa con aquello que el individuo intentó hacer que las consecuencias que su conducta provoca.11
Finalmente, con estas distinciones básicas acerca de la acción podemos ahora dirigirnos más específicamente al tema central de este trabajo que se refiere, en particular, a los delitos de odio. Pretendo mostrar que identificar el odio como motivo relevante para atribuir responsabilidad no lleva, necesariamente, a reprochar solo el carácter de los individuos o sus pensamientos malvados.

III. La crítica al reproche penal de los motivos

En general, las críticas al reproche por los motivos intentan articular una importante intuición moral: la responsabilidad individual depende exclusivamente del comportamiento del agente y las consecuencias que ocasiona. De esta manera, se excluye no solo que un agente pueda ser castigado por acciones ajenas sino también la relevancia de aquellos estados mentales, virtuosos o malvados, que no se manifiestan en las acciones. Dado que el derecho penal contemporáneo pretende justificarse en las razones morales que reconocemos para intervenir en los bienes básicos de los individuos, parece intuitivamente aceptable la idea de que el derecho penal solo debe reprochar conductas.12 En otras palabras, la motivación para cometer un determinado delito no debe ser tenida en cuenta; lo relevante es el delito que cometió un cierto agente.
Hace ya más de una década, Heidi Hurd y Michael Moore (2004), en un influyente ensayo se ocuparon del papel que desempeñan ciertas motivaciones específicas, en especial el odio y el prejuicio, en ciertos delitos. Estos autores niegan que se pueda justificar el reproche agravado de los delitos de odio y ofrecen una sofisticada defensa de las intuiciones clásicas sobre los límites del castigo.
El trabajo de Hurd y Moore ha servido de inspiración para numerosas contribuciones y discusiones contemporáneas, pero sus principales premisas y fundamentos no son indisputables. Por ello, en este trabajo me dedicare, en primer lugar, a reconstruir el argumento conceptual elaborado por Hurd y Moore, que subraya la ausencia de una conexión fuerte entre el odio y las acciones de los agentes y, en segundo lugar, abordaré una suerte de argumento político acerca de la posibilidad de justificar el reproche penal en el carácter (personalidad, etc.) de los agentes más que en sus conductas específicas. Otros argumentos del artículo no serán analizados (e.g., la naturaleza expresiva de los delitos de odio, el mayor daño que esos delitos pueden ocasionar, etc.) ya que ellos no son relevantes para el punto que se desea mostrar aquí.

III.1. La imposibilidad de controlar los motivos

Para Hurd y Moore, la atribución de responsabilidad en los delitos de odio significa reprochar ciertos estados emocionales o creencias disposicionales en lugar de deseos o intenciones que representan un compromiso práctico con la obtención de determinado estado de cosas. De este modo, esos estados mentales no pueden considerarse como premisas prácticas, determinantes de la acción y, por ello, carecen de un papel relevante en la inferencia práctica que explica la conducta de los individuos. En particular, el odio, más que un estado mental, sería un rasgo de carácter que no podemos controlar y, dado que un derecho penal de acto no puede atribuir responsabilidades por el carácter o personalidad de los agentes, se seguiría que reprochar el carácter no está justificado (Hurd y Moore 2004, p. 1118). Así, señalan:

Si el odio/prejuicio constituye un estado mental en el que un acusado debe actuar para ser responsable por un delito de odio/prejuicio, entonces la mens rea de los delitos de odio y prejuicio es diferente de la mens rea exigida para cualquier otro tipo de delito. El método tradicional de graduar la culpabilidad en el derecho penal ha sido en gran medida indiferente a las consideraciones de los motivos (excepto en la prueba). (Hurd y Moore 2004, p. 1118)

A primera vista, esta afirmación parece sorprendente ya que podría sostenerse que (i) los motivos son importantes en ciertas defensas (e.g., legítima defensa, estado de necesidad, etc.), (ii) los motivos son tomados en cuenta cuando el sujeto delibera o actúa con premeditación, (iii) los actos realizados como resultado de ciertos prejuicios pueden ser muy diferentes que aquellos actos motivados por odio,13 o, (iv) los motivos son tenidos en cuenta en los delitos en los que se requiere un propósito ulterior o una intención específica.14
Sin embargo, Hurd y Moore afirman que el odio es un estado mental emocional en el que un agente actúa y el prejuicio es una disposición a realizar ciertos juicios acerca de otras personas basada en creencias falsas. Si confundimos este lenguaje con el de los motivos, según estos autores, se corre el riesgo de mezclar tres tipos de motivaciones: deseos, pasiones y creencias disposicionales. Los delitos que exigen una intención específica se centran en deseos, los que exigen odio se enfocan en pasiones y los que exigen ciertos prejuicios se centran en creencias disposicionales. Pero, en su opinión, los deseos son los únicos motivacionalmente adecuados para generar razones para la acción. Los deseos son aquellos fines para los cuales las acciones constituyen el medio para lograrlos (Hurd y Moore 2004, p. 1122). Por el contrario, cuando el odio es el impulsor, el mismo constituye estados emocionales en los que el agente se ve impulsado a actuar. Así, el odio se asemejaría a la ira o a los celos y todos ellos serían estados emocionales bajo los cuales el agente actúa. Los autores concluyen el argumento de la siguiente manera:

Si este análisis de la diferencia entre intenciones específicas, odio y prejuicio es correcto, entonces debe admitirse que los delitos de odio/prejuicio castigan a algunos acusados más que otros porque poseían determinadas emociones o creencias mientras actuaban (Hurd y Moore 2004, p. 1123).

Hasta aquí Hurd y Moore pretendían mostrar que deseos, pasiones y creencias son cosas diferentes. La pregunta que deben responder ahora es si estas diferencias conceptuales son moralmente relevantes. Estos autores responden afirmativamente. Las pasiones y las creencias se conectan con el carácter y los deseos con las acciones de los individuos.

Las emociones y creencias a las que se refieren los delitos de odio/prejuicio no son estados mentales efectivos, ellos son, más bien rasgos de carácter poseídos por el acusado a lo largo del tiempo (Hurd y Moore 2004, p. 1127).

Estos rasgos del carácter son perdurables, a diferencia de las intenciones, con las cuales uno puede establecer un objetivo y conformar una acción futura respectiva y tienen una duración acotada en el tiempo. Para Hurd y Moore, la emoción del odio, cuando está dirigido a un grupo de personas, es una disposición del carácter. Este rasgo se refleja en determinadas tendencias a realizar algunas clases de acciones o a poseer ciertos estados mentales. Por ejemplo, si una persona odia a determinado grupo de personas (e.g. latinos), ello genera que cada vez que se encuentra con algún miembro de esta clase sienta repulsión y actúe de manera que le niegue la condición de igual y el lugar que le corresponde en determinada comunidad (Hurd y Moore 2004, pp.1127-1128).
La conclusión del argumento es que, si se castiga al agente por el odio que posee hacia su víctima por pertenecer a determinado grupo, se lo está reprochando solo por el mal carácter. Por supuesto, Hurd y Moore se adelantan a la crítica a este argumento que dice que no se reprocha el mal carácter sino solo las acciones prohibidas realizadas con ese rasgo del carácter. Su respuesta es que el delito subyacente (el homicidio, por ejemplo) y su elemento subjetivo ya está reprochado en el código penal. La pena añadida por el delito de odio/prejuicio no es por el acto ni por el elemento subjetivo sino por el odio añadido que motiva al agente a realizar cierta acción (Hurd y Moore 2004, pp.1128-1129).15
No es posible elaborar aquí una crítica minuciosa a este enfoque. Por ello, ahora solo esbozaré tres líneas de respuesta a los argumentos de Hurd y Moore: (a) la concepción de las emociones, (b) la conexión entre emociones y carácter, (c) acción, carácter y responsabilidad.16

(a) La concepción de las emociones
La caracterización que realizan estos autores de lo que es el odio está vinculada a una teoría mecanicista de las emociones y ellos no justifican por qué esta teoría es la adecuada. Recordemos que para esta teoría las emociones son impulsos que nos suceden y las personas las padecemos/disfrutamos como sujetos pasivos. Hurd y Moore, comprometiéndose con esta tesis, afirman:

explicar la acción, como producto del odio, de un acusado no es en sí mismo atribuirle un deseo de provocar algún estado de cosas futuro. Es, más bien, caracterizar su acción como producto de una pasión particular a la cual estaba sujeto [gripped] en ese momento. Las pasiones se diferencian de aquellos deseos en consideración en los delitos específicos en que ellas son estados emocionales sentidos [felt] antes que fines para los cuales las acciones son el medio. Hablamos de emociones motivando acciones diciendo cosas tales como “atacó con ira”, o “estaba con un ataque de rabia celosa”, “se perdieron con la excitación del momento” o simplemente “perdió el control” (Hurd y Moore 2004, pp. 1122-1123).

En esta familia de teorías las emociones no pueden evaluarse sino más bien solo se puede medir la mayor o menor intensidad con que las padece el sujeto y ellas siempre juegan en contra de la racionalidad de la conducta (González Lagier 2009, p. 49). El problema central de esta teoría, en el ámbito de la responsabilidad, era que no podía explicar acciones como las de Yago que por el odio y los celos que le provoca Otelo decide elaborar un plan para vengarse.17
La otra familia de teorías es la denominada cognitivo evaluativa, representada en la actualidad por autores como Martha Nussbaum y Dan Kahan (Kahan y Nussbaum 1996, pp. 269-374). Para esta teoría las emociones generan razones y pueden evaluarse como buenas o malas, razonables o irrazonables. Uno de los inconvenientes que posee es que las emociones son reducidas a ciertas combinaciones de creencias y deseos dejando de lado cuestiones fenomenológicas como sensaciones.18 Sin embargo, esta familia de teorías posee el atractivo, para cuestiones de responsabilidad, de que las conductas pueden evaluarse.
Es decir, que alguien como Martha Nussbaum podría replicarles a autores como Hurd y Moore que tienen esta concepción porque no entienden de qué manera funcionan las emociones en el razonamiento práctico. Sin embargo, la tesis sostenida por Nussbaum y Kahan tampoco podía explicar ciertas acciones como las provocadas por ira o celos en las que el individuo enceguecido por la furia mata a una persona que le provoca.
Con ello no quiero decir que una teoría cognitivo evaluativa pueda explicar de manera adecuada el papel de las emociones en el razonamiento práctico. Creo que la mejor manera de explicar el impacto de las emociones en la conducta del agente es a través de una teoría dual de las emociones. Esta concepción dualista explica de manera más adecuada las relaciones entre aspectos internos y externos de las emociones (von Wright 1998, pp. 58-60). Al igual que las acciones no pueden identificarse únicamente con fenómenos mentales o conductuales, las emociones son un fenómeno complejo y ellas no pueden reducirse ni a eventos sensoriales o fisiológicos (como hace la teoría mecanicista) ni a estados mentales (como parecen favorecer las teorías evaluativas).
Así como von Wright rechaza el argumento reduccionista de la conexión entre mente y materia para la explicación de la acción, i.e. es reduccionista quien pretende reducir esta conexión ya sea a eventos causales o a actos mentales, y asume cierta carga cartesiana de su argumento. Aquí utilizo la misma estrategia para dar cuenta del aspecto dual de las emociones.
Para evitar el error reduccionista von Wright propone un modo de establecer las interconexiones de tres aspectos centrales vinculados a la acción, e. g. el neuronal, el mental y el conductual. La conexión de estos aspectos se produce de tres diferentes relaciones conceptuales, i.e. epistémica, causal y semántica (von Wright 2003, p. 46). a) La prioridad epistémica. En primer lugar, lo mental es epistémicamente prioritario sobre lo neuronal. En este sentido, para poder conocer el impacto que tiene cierta emoción en el cerebro, o cualquier otro estado mental, primero debemos identificar el fenómeno de un modo independiente. Por ejemplo, no podremos identificar aquello que la ira produce en el cerebro a menos que podamos identificar previamente cuándo un cierto individuo siente (tiene) ira. b) La prioridad causal. En otro nivel, existe una prioridad causal de lo neuronal sobre lo conductual. Parece más allá de discusión que primero se producen ciertos “cambios” a nivel cerebral y fisiológico antes de que la conducta sea realizada. Si fuese posible inspeccionar lo que ocurre en el sistema nervioso de un individuo, entonces veríamos que sus movimientos corporales se producen instantes después de ciertos cambios neuronales y fisiológicos. Así, el movimiento del individuo al abrir una puerta es parte de lo que ocurre luego de que su sistema nervioso procese ciertos estímulos. c) La prioridad semántica. Existe una prioridad semántica de la conducta sobre lo mental. Esto quiere decir, en palabras de von Wright, que las reacciones conductuales causadas por los equivalentes neuronales de los diversos estados mentales constituyen lo que significa decir que el sujeto experimenta esos estados (von Wright 2003, p. 47).
Así como existen teorías reduccionistas en cuanto a la conexión entre mente y materia para la explicación de la acción, creo que tanto las teorías mecanicistas como las cognitivas evaluativas son reduccionistas para comprender las conexiones internas y externas en las emociones. Así, una teoría mecanicista (sobre todo en sus versiones más radicales) reduce las emociones a la conexión causal que existe entre lo neuronal y lo conductual, distorsionando las otras maneras de conectar los aspectos conductual y mental. Al reducir las acciones emocionales a eventos causales, la teoría refleja un aspecto de las emociones pero deja de lado otros elementos relevantes para entender situaciones en las que las emociones funcionan como fundamento de las acciones. Las teorías mecanicistas (en su versión conductista) insisten en la prioridad semántica que posee la conducta sobre lo mental. Estas teorías, sin embargo, olvidan la importancia de las conexiones epistémicas y causales para explicar las emociones. Al examinar determinada conducta asumimos que el sujeto padecía ciertas emociones o intentaba realizar esta conducta por ciertas razones. El problema central, si no se tienen en cuenta las otras relaciones, es que ciertos comportamientos pueden parecer que fueron realizados por cierta razón (temor) pero a pesar de ello fueron ejecutados por otra diferente (odio). Por ejemplo, una persona de gran fortaleza me ataca y reconozco que se trata de un antiguo enemigo o de una persona que por su raza creo que merece morir. Aunque tengo razones para entrar en pánico, supongamos que soy temeraria, a pesar de la seriedad de la amenaza, me mantengo tranquila. Más aún, supongamos que aprovecho una pequeña oportunidad de la lucha para matar a esta persona. Desde una perspectiva externa, el observador del evento puede aceptar que mi conducta es ejecutada por “miedo insuperable”, y, sin embargo, tanto a nivel mental como neuronal ella significó algo diferente.19 Por último, podría sostenerse que las teorías cognitivas al insistir en el aspecto voluntario de las emociones ponen demasiado acento en la prioridad epistémica de lo mental sobre lo neuronal. Sin embargo, estas teorías poseen un aspecto normativo en el que enfatizan también las condiciones para que una emoción cuente como razonable o irrazonable. El aspecto voluntario de la emoción es utilizado como presupuesto. Este aspecto evaluativo podría considerarse más bien como un dato semántico (interpretativo). En otras palabras, ante un desacuerdo entre el punto de vista del agente y lo que significa cierta conducta emocional en un determinado contexto, elegirán la segunda. En breve, estas relaciones nos permiten ver por qué ambas teorías son necesarias para explicar la misma conducta emocional.

(b) La conexión entre emociones y carácter
Hurd y Moore estipulan que lo que determina la acción son los deseos y que cualquier otro rasgo (pasiones y disposiciones) está vinculado con el carácter. En mi opinión, esta es una manera restringida de entender la acción humana. Sin duda alguna, desde Hume en adelante, las acciones humanas han sido analizadas a partir de un complejo epistémico-volitivo. Así, si un agente desea conseguir X y cree que Y es necesario para X, entonces, ceteris paribus, se embarcará en la tarea de lograr Y. En este esquema, los deseos y las creencias son razones internas para actuar ya que la noción misma de acción está determinada por esos elementos, i.e., nos señalan por qué fue inevitable para el agente, a la luz de ciertas circunstancias, embarcarse en un cierto curso de acción. El propósito de este esquema de razonamiento práctico es aislar los elementos necesarios y suficientes para la explicación de una acción. En otras palabras, este esquema restringe a un conjunto mínimo los elementos para dar cuenta de la conducta del agente.
Sin embargo, como señala von Wright:

El esquema característico de la explicación de una acción en términos de motivos y razones es diferente. Aquí, nunca estamos interesados en aislar el contexto, sino algunas veces en expandirlo de tal manera que la explicación de la acción se corresponda, al máximo posible, con el resto de la historia de vida del agente. Normalmente, podemos contentarnos con un contexto más reducido. Puede ser que todo lo que necesitamos para nuestra comprensión del caso es que el agente contemple su acción como necesaria para algo que vislumbraba o consideraba adecuado para cumplir alguna exigencia. En definitiva, solo cuando los objetos de sus intenciones o deseos parecen extraños o “sospechosos”, o sus creencias distorsionadas, o cuando parecen anormales las exigencias que supuestamente su acción cumpliría, es que estamos ansiosos por ampliar el contexto para obtener una representación más coherente del caso. (Von Wright 1984, p. 66)

En otras palabras, cuando se produce un comportamiento anómalo (y hay buenas razones para creer que ese es el caso frente a delitos emocionalmente determinados) normalmente la explicación de la acción de un agente puede expandirse hacia otros elementos que también determinan sus deseos y creencias.
El hecho de asumir que los deseos son motivacionalmente relevantes no implica que perdamos de vista el modo en que estos deseos son construidos. En general, las emociones impactan en los deseos (nuestras intenciones) y ellas se reflejan en nuestras acciones. Así, Yago odiaba a Otelo y por eso elaboró el plan para que este terminase matando a su mujer. Es decir, las emociones se reflejan en nuestras acciones a través de la generación de deseos y en la medida en que las emociones no son puras “fuerzas mecánicas”, externas al agente, ellas tienen que desempeñar un papel en la atribución de responsabilidad.
En síntesis, aunque Hurd y Moore parten de la idea correcta acerca de la relación entre deseos, creencias y acciones, limitan de manera innecesaria el papel que las emociones desempeñan en nuestro comportamiento. Por eso, ellos tratan a los motivos en general, y al odio en particular, como algo independiente de cualquier acción. En mi opinión, los motivos son un elemento intrínsecamente vinculado a nuestra conducta, aunque no se encuentran vinculados al resultado de la acción de la misma manera que los deseos.20 Además, puede decirse que cuando entendemos los motivos por los que actuó el agente tenemos una mejor comprensión de su conducta. Ciertos motivos incluso modifican la conducta del agente. Por eso si el agente quiere defenderse de una agresión entramos en el ámbito de la legitima defensa a diferencia de si quiere deshacerse de su enemigo. Los motivos nos ayudan tanto a identificar diferentes acciones como a evaluarlas de diferente manera (Mathis 2018, p. 8).

(c) Acción, carácter y responsabilidad
En tercer lugar, Hurd y Moore asumen correctamente que un derecho penal liberal puede justificar el castigo solo sobre la base de las conductas de los agentes, ya que solo ellas son las que pueden provocar un daño a otros miembros de la comunidad. Estas acciones no son el eslabón final de una serie de eventos que el sujeto padece, sino que reflejan sus márgenes de libertad, sus decisiones de intervenir en el mundo y transformarlo de una manera que no hubiese ocurrido en caso de que el agente hubiese permanecido inactivo. Esta concepción de la responsabilidad penal se articula, por consiguiente, sobre dos importantes ideas: (i) el control del agente sobre su conducta y (ii) el impacto que ella genera en otros individuos.
Hay algo más que un grano de verdad en esas dos ideas. Sin embargo, su alcance y fundamentos pueden ser fácilmente exagerados, generando así la impresión de que ciertas consecuencias gozan de la misma plausibilidad cuando, en verdad, ellas requieren una defensa específica. En particular, hay dos tesis que merecen examinarse cuidadosamente:
i) Solo pueden reprocharse eventos bajo el control del agente.21
ii) Solo pueden reprocharse acciones lesivas de los agentes (i.e., conductas externas que ocasionan un daño a terceros).
La tesis (i) descarta que se puedan reprochar estados de cosas que el agente no puede controlar y, en la medida en que ciertos rasgos del carácter, la personalidad o las emociones están más allá de lo que el agente puede modificar voluntariamente, ellos no deben ser tenidos en cuenta en la atribución de responsabilidad penal. A su vez, la tesis (ii) excluye que se reprochen las simples creencias y motivaciones de los agentes ya que ellas son causalmente irrelevantes para provocar un resultado disvalioso.
Volveré sobre la primera tesis en la próxima sección. Ahora solo mencionaré que ella no puede excluir completamente las referencias a todos los elementos que conforman el carácter de un individuo. Más bien, parece razonable asumir que no podemos comprender el sentido de un cierto reproche con independencia de ciertos estándares de carácter. En general, es aceptado sin mayor controversia que los estándares de carácter pueden servir para disminuir la responsabilidad.22
En cuanto a la conformación de los delitos, nada impide que la caracterización de una acción se determine en parte con algún estándar de carácter. Por ejemplo, en el derecho inglés, siguiendo un ejemplo de Gardner, ser un ladrón requiere actuar deshonestamente. Este es un estándar del carácter, aquí no solo es relevante la acción que se realiza sino la razón por la cual la acción fue realizada. Solo por hacer algo que una persona deshonesta haría, quitar el dinero del bolsillo, todavía no garantiza que yo haya sido deshonesto ya que puedo haber quitado el dinero por otras razones, e.g. gastarle una broma pesada. Así, Gardner afirma:

entonces quitar el efectivo del bolsillo no fue, siendo las demás cosas iguales, una acción deshonesta de la misma manera que no fue la acción de una persona deshonesta. Puede que haya sido entrometida, o pueril, o presuntuosa, o desconsiderada. pero esas evaluaciones invocan estándares del carácter muy diferentes, que dependen de configuraciones muy diferentes en razón y espíritu, del estándar de deshonestidad especificado para la identificación de un ladrón en el derecho inglés (Gardner 2007/2012, p. 144).

Por supuesto, podría decirse que esto depende de la manera en que estén incorporados ciertos estándares de carácter en los diferentes sistemas jurídicos. Sin embargo, creo que la idea es más fuerte. No podemos entender ciertas instituciones tanto de las excusas como de atribución de responsabilidad sin acudir a los estándares de carácter. Así, por ejemplo, la construcción de lo que es el hombre razonable o criterios de razonabilidad para determinar si se atribuye o no responsabilidad por negligencia, la determinación de cuán valiente tiene que ser una persona para aplicarle la eximente (en el código penal español) de miedo insuperable, o si la ira bajo la que actuó un sujeto estaba o no justificada, son especificaciones de ciertas características de la persona y no de la acción que realiza.
Actualmente, en la discusión dogmática continental se trata de establecer quién o bajo qué condiciones alguien es un indiferente para entender si actuó o no con dolo. Es decir, al indiferente se le atribuirá la acción como intentada por el desprecio que mostró frente a la posibilidad de que se hiciera efectivo el resultado dañino.23 Todos ellos son estándares de carácter inescapables independientemente del sistema jurídico en el que se encuentren.
Este es un tema de gran calado en la teoría de la responsabilidad. En general el mismo se trata alrededor de la figura de las excusas y es planteado como un problema a todo o nada.24 ¿Responsabilizamos al agente por sus elecciones o lo responsabilizamos por su mal carácter? No puedo responder aquí este interrogante. Sin embargo, como muestran los ejemplos que ofrecí más arriba creo que no es posible dar una respuesta simple.25

III. 2. Los motivos como meros pensamientos

De la concepción del derecho penal liberal defendida por Hurd y Moore se desprende que reprochar por motivos no está justificado porque los motivos —por así decirlo— no “se reflejan en el mundo”. Ellos serían solo pensamientos, y por ello, vincularlos a la responsabilidad penal sería un modo de castigar meros estados mentales. En este sentido, es frecuente encontrar diferentes formulaciones de esta idea en la dogmática penal contemporánea. Por ejemplo, José Peralta sostiene:

Una característica de un Derecho penal de acto es, justamente, que impide que los pensamientos qua pensamiento puedan ser objeto de castigo estatal. La razón de esta restricción no radica en la calidad de esos pensamientos, que bien pueden parecernos más o menos elogiables o censurables, sino en que no es competencia del Estado evaluar aspectos de la vida de las personas que no trasciendan en un daño para terceros. (Peralta 2013, p. 10)

En esta idea pueden distinguirse dos tesis. La primera es que los motivos no se reflejan en la acción y son meros pensamientos. Así se asimilan más a las representaciones oníricas que a otro tipo de estados mentales que generan compromiso práctico. La segunda tesis afirma que un Estado liberal no puede castigar a las personas solo por sus pensamientos. Más allá de la dificultad de articular esta segunda tesis, en mi opinión, el problema central del argumento está en la exageración o deformación que implica sostener que los motivos no se reflejan en la acción.
Al igual que sucedía con Hurd y Moore, creo que afirmar que los motivos emocionales son solo pensamientos es una mala comprensión del papel que poseen los motivos en el razonamiento práctico. Hacemos ciertas cosas porque creemos que tenemos razones para hacerlas. Por ejemplo, voy a visitar a mi abuela enferma no solo porque deseo ver a mi abuela sino porque acepto que se debe cuidar a los enfermos. Este es mi motivo para hacer lo que hice.
Por supuesto, en ocasiones tengo motivos para visitar a mi abuela y no lo hago (por ejemplo, porque me vence la pereza) y el motivo no me impulsó lo suficiente. Sin embargo, en el ámbito del derecho penal, las acciones relevantes son seleccionadas por los sistemas jurídicos y, por ello, se analizan los motivos siempre que ellos se materialicen en una cierta conducta relevante. Una vez que decidí, por ejemplo, matar a una persona, esta decisión ingresa en el ámbito jurídico, y es aquí donde cobran importancia las razones que tenía para hacer lo que hice. En ese contexto, es importante determinar si el agente ha actuado por ira, por miedo, en legítima defensa, por venganza o por odio. Podemos debatir acerca de por qué el derecho ha otorgado relevancia a la ira (en la defensa de provocación o emoción violenta), al odio (en los homicidios calificados) y no, por ejemplo, a otros motivos emocionales como la piedad, pero ella es una discusión normativa de por qué deberían contar ciertos motivos en lugar de otros y no debe confundirse esa cuestión con una discusión conceptual sobre la manera como impactan los motivos en la conducta del agente.
Para insistir en que reprochar los motivos es castigar los meros pensamientos, Peralta, siguiendo a von Liszt26, afirma que todo motivo posee dos características: la fuerza y la calidad moral. Este autor sostiene que cuando se evalúa la culpabilidad solo se puede tener en cuenta la fuerza impulsora del motivo, pero nunca su calidad moral. De otro modo, al tenerlos en cuenta, se abandona el principio de responsabilidad por los hechos y se abriría la puerta a castigar estados mentales (Peralta 2013, pp. 9-10). El problema de una idea como esta es que no parece intuitivo reconocer que un motivo posee dos características y, al mismo tiempo, limitar su relevancia a uno de ellos, o limitarse a señalar que uno de ellos es importante únicamente en la esfera moral, pero carece de relevancia para la responsabilidad penal. En parte, el atractivo del argumento criticado surge de la identificación de los estados mentales con cuestiones pasionales, fenomenológicas que nos suceden como sensaciones de dolor o placer, y no con una idea más amplia de estados mentales que abarcan objetos intensionales. Si se asume que los motivos se asemejan a las sensaciones se debe argumentar específicamente al respecto ya que del hecho de catalogarlos como estados mentales no se sigue que no puedan ser evaluados. Más bien, los deseos, las creencias, las emociones son estados mentales y sin embargo los evaluamos constantemente. En síntesis, para dar cuenta del papel que juegan los motivos en el razonamiento práctico y en la responsabilidad ellos deben evaluarse con el doble baremo: la fuerza (impulso) y la calidad (razón).

III. 3. Las razones políticas para no reprochar los motivos

En la dogmática penal, la discusión sobre el impacto de los motivos en la responsabilidad penal se manifiesta en dos discusiones diferentes. Por una parte, en la especificidad del odio frente a otros motivos emocionales. Así, no resultaría claro qué hay de diferente en acciones realizadas con motivo de odio a otras acciones realizadas, por ejemplo, por envidia que justifique el mayor reproche del primer con respecto a la segunda. En palabras de Kahan: “¿Expresan los delitos de odio evaluaciones más reprochables que aquellas expresadas por otro tipo de delitos violentos?” (Kahan 2001, p. 176). Por otra parte, en la naturaleza incontrolable de las emociones. Aunque ambas discusiones son importantes, dada la prioridad conceptual de la segunda, aquí me ocuparé únicamente de ella.
Al respecto, me centraré en el siguiente argumento:

En la medida que no podemos abandonar nuestras emociones y creencias de la manera que podemos abandonar nuestros planes— en otras palabras simplemente por decisión— la legislación penal que se enfoca en emociones y creencias disposicionales se enfoca en cosas que no están completa o directamente dentro del inmediato control del defendido. Y el Estado no debe castigarnos por cosas que no podemos controlar autónomamente, así, la legislación penal del odio/discriminación es sospechosa de hacer eso (…) Sugerimos que el acusado no debe ser castigado por racismo, sexismo, u homofobia porque él no puede simplemente elegir no ser racista o sexista o un homófobo.27

Como ya se mencionó anteriormente, Hurd y Moore se comprometen con una teoría mecanicista de las emociones, e.g. ellas son impulsos más o menos intensos que no pueden controlarse ni evaluarse. Sin embargo, ellos no han dado razones para esa opción frente a otras concepciones de las emociones y, por consiguiente, ofrecen una visión reducida del papel que poseen las emociones en nuestras acciones. En este sentido, es necesario subrayar tres argumentos críticos que se desprenden de una concepción cognitivo evaluativa de las emociones.
En primer lugar, ellas son objetos intencionales, e.g. tengo miedo porque creo que estoy en peligro. Es decir, dentro del concepto de emociones hay un componente epistémico que permite valorar la emoción en términos de racional o irracional, i.e., sensible a razones. Por ejemplo, el miedo de un agente a los fantasmas puede ser catalogado de irracional, a diferencia del miedo que puede también provocarle enfrentar a una jauría de rottweileres desconocidos. En este sentido, las emociones pueden ser evaluadas i.e. elogiadas o reprochadas y esta atribución de valor responde a nuestra percepción de que nuestras emociones son “algo más” que cosas que nos ocurren o padecemos.
En segundo lugar, aunque ciertas emociones pueden estar tan arraigadas en nuestra personalidad que nos cuesten despojarnos de ellas, el derecho penal no nos exige semejante desprendimiento. Más bien, nos exige que no expresemos de cierta manera las emociones que tenemos. Por ejemplo, el derecho prohíbe que el nazi mate a una persona por ser judía pero no le impide que piense que los judíos son una raza inferior que debe desaparecer. Más aún, cualquier manifestación del odio que no esté prohibida está, por defecto, permitida por más desagradable que nos parezca. Es decir, el derecho solo nos reprocha por ciertas expresiones de nuestras emociones. Las emociones en general responden a razones y son, en cierta medida, controlables.28 En otras palabras, aunque en ocasiones no podamos elegir las emociones que tenemos, en ocasiones, sí podemos elegir actuar o no en base a esas emociones.29
Por supuesto, ello no quiere decir que cualquier persona que actúa por odio debe ser reprochada de la manera más grave. Es una notable característica de las emociones que ellas, en ciertas circunstancias, se asemejan tanto a pasiones incontrolables como a razones específicas. Por ejemplo, vemos a una persona que grita a otro de manera airada. Si le preguntamos qué ha ocurrido el agente podría responder que se comportó de ese modo para mostrarle al otro individuo su desacuerdo y señalar de ese modo un límite que se debía respetar. En ese caso, su respuesta forma parte de una estrategia destinada a lograr un cierto fin; es decir, el agente “deja escapar” sus pasiones con el fin de lanzar una advertencia a su oponente. Pero también puede ocurrir que el agente responda: “¡No sé qué me sucedió; simplemente exploté!”. En ese caso, su reacción es más un evento causalmente determinado que una acción propia. Si este tipo de eventos sucediese con frecuencia, probablemente pensaríamos que se trata de una personalidad anómala y, en casos extremos, trataríamos de determinar si es en verdad un agente imputable. Esta es una cuestión que se debe decidir en el caso en particular. Es decir, no depende del concepto de motivo en general sino de la fuerza en particular con la que haya actuado el motivo específico.
En tercer lugar, los motivos (que abarcan más estados mentales que las emociones) pueden llegar a determinar qué es lo que estoy haciendo. Se vinculan de manera directa con las intenciones o conforman la intención misma. No solo impactan en la evaluación del agente sino en aquello que el agente realiza efectivamente. En ocasiones, no entendemos la acción si no comprendemos el motivo de su conducta. Por ejemplo, supongamos un soldado con una pinza extrayéndole una muela a otro soldado. El evento podría ser entendido como un acto de tortura, sin embargo, si el soldado le extrae la muela porque desea evitar una infección la valoración del acto también se transforma. En definitiva: si no consideramos sus motivos no solo no podemos entender la conducta, sino que tampoco podríamos elogiarla (o reprocharla).
La moraleja de estos argumentos es que incluso si los motivos emocionales son algo distinto a las intenciones, o no se vinculan con los deseos, ellos todavía juegan un papel relevante en el razonamiento práctico. Los motivos emocionales no se vinculan únicamente con el carácter del agente sino con aquellas cosas que intenta hacer. Los motivos emocionales, y el odio en particular, se vincula en general con aquellas cosas que queremos hacer o con el por qué las queremos hacer. La conducta del agente sigue siendo el centro de la evaluación y no aquellas cosas que el individuo no puede controlar.

IV. Motivos, acciones y personas: Un balance

Al iniciar este trabajo, subrayé que la discusión de los motivos surge en contextos de acciones intencionales. También he sostenido que no hay un único estado mental que se corresponda con los motivos, sino que ellos son un conjunto de estados mentales (emociones, deseos, creencias) que ocupan un determinado lugar en el razonamiento práctico y ayudan a explicar la acción del individuo. Ellos responden a la pregunta de por qué el agente hizo ciertas cosas en determinada ocasión.
El segmento de conducta que pretendemos describir puede ser más o menos amplio y lo que puede contar como un motivo, en un análisis más estrecho, puede transformase en intención. Todo depende del grado de especificidad con que pretendamos explicar la conducta. Así, si escucho el timbre y me levanto a abrir la puerta, mi conducta puede explicarse porque deseo abrir la puerta. Pero, si me preguntan en un contexto más amplio por qué abrí la puerta, podría decir que deseaba dejar pasar a mi amigo, y así sucesivamente.
Sin embargo, a pesar de que ciertos motivos cobren relevancia según la descripción de la acción, ello no quiere decir que solo dependen del modo en que describa la acción un evaluador externo, i.e. aquel que describe la conducta del agente. Para poder explicar correctamente una conducta primero hay que entender qué hizo el agente y para ello debemos identificar qué quería realizar el agente. Esto solo se hace descubriendo (verdaderamente) qué es aquello que quería realizar el agente.30
Con respecto a algunos problemas vinculados a la legitimidad del reproche de ciertos motivos emocionales como agravantes utilicé como guía los inconvenientes marcados por Heidi Hurd y Michael Moore. La tesis principal de estos autores es que los motivos no forman parte de aquello que el agente hace y, por tanto, no pueden controlarse. La respuesta que he desarrollado fue, por una parte, que ellos presuponen una teoría mecanicista de las emociones que no han fundamentado y, por otra parte, que poseen una visión restringida de la acción humana pues si bien consideran adecuadamente que los deseos y las creencias determinan la conducta, se equivocan al no tomar en consideración la manera en que se forman estos deseos y creencias. Por último, sugerí, siguiendo a Gardner, que los estándares de carácter poseen en la estipulación de delitos más impacto que lo que admite una visión como la de Hurd y Moore.
También he intentado responder al argumento de que el reproche por motivos emocionales es una forma de abandonar un derecho penal de acto y que es una forma de reprochar los meros pensamientos. He insistido en el error de asumir que los motivos poseen dos aspectos (su fuerza y su calidad moral), pero otorgarle relevancia solo a uno de ellos, i.e., la fuerza. Esta visión de lo que son y lo que hacen los motivos presupone una tesis excesivamente restringida de los estados mentales.
En cuanto al argumento político, he insistido en que las emociones no son pasiones irrefrenables, sino que, en cierta medida, pueden controlarse y modelarse y que, lo que a fin de cuentas exige el derecho es que evitemos expresar ciertas emociones. Por supuesto, cuando ellas no han podido controlarse no puede reprocharse al agente, pero esta es una cuestión que debe resolverse en el caso particular, es decir, no se resuelve por el mero hecho de que hay un motivo emocional en juego.
Por último, mientras más fina sea la explicación de por qué el agente actuó de determinada manera nos encontramos en mejores condiciones de imponer, en su caso, un castigo más adecuado a la conducta efectivamente realizada. Por ejemplo, si vemos a una persona quitar dinero del bolsillo de otra diremos que es un ladrón y merece un cierto reproche, pero si hablando con el sujeto preguntamos por qué realizó la conducta nuestra evaluación puede cambiar si el sujeto nos dice que tiene que alimentar a sus niños o si nos dice que lo hace porque no quiere trabajar. Por supuesto, el derecho no le otorga relevancia a todos los motivos sino solo a los que considera importantes (para mal o para bien) y al tenerlos en cuenta identificamos mejor cómo castigar.31
Los motivos como el odio hacia alguna raza o algún genero han sido tomados como agravantes de ciertas conductas y parece que reflejan a un autor más culpable que aquel otro que ha realizado la misma conducta, e.g. homicidio, sin haber estado determinado por ese motivo emocional. Pero, ello no tiene que ser necesariamente así. En ocasiones los motivos definen aquello que el agente hace (e.g. tortura, defensa propia, estado de necesidad, etc.) y no hay ninguna necesidad en entender que ellos cumplen una sola función en la descripción de la acción.32

Notas

*Presenté una versión anterior de este trabajo en el encuentro entre la Universidad Pompeu Fabra y Universidad de Gerona y en el seminario permanente de Teoría del Derecho de la Universidad de Alicante. Agradezco a los participantes de ambos eventos sus críticas y comentarios. En particular, agradezco a Jahel Queralt, Diego Dei Vecchi, Hernán Bouvier, Pablo Navarro e Iñigo Ortiz de Urbina la lectura cuidadosa y los comentarios sugerentes. También agradezco las sugerencias de dos evaluadores/as anónimos/as. El artículo es mejor gracias a todos ellos.

1 Tal como afirma un evaluador anónimo, “reproche” es una traducción posible de“blame” y “blame” puede traducirse como “castigo” y como “culpa” o “inculpación”. En este trabajo, en general, utilizo el término “reproche” como sinónimo de castigo. Sin embargo, como el castigo para estar justificado debe seguir el rastro de alguna razón moral, utilizar el término en este sentido no indica que solo sea un problema jurídico. En todo caso, utilizo el término de manera más ligera y menos técnica.

2 En Argentina una muestra sobre el impacto práctico que genera un desacuerdo acerca de la concepción de los delitos de odio puede verse plasmada en la sentencia del Tribunal Oral Criminal y Correccional Federal Nº 4 de la Capital Federal en la causa nro. 62.162/2015 en la que se acusaba a MGD por la muerte de Diana Sacayán. Diana Sacayán era una activista trans que muere a manos de su novio. Uno de los puntos centrales de la sentencia es determinar si la muerte provocada por MGD mostraba odio hacia Diana por ser ella parte de la comunidad trans. Finalmente se condena por odio en mayoría (voto del presidente del tribunal Adolfo Calvete y de Julio Báez) pero posee un voto en disidencia de Ivana Bloch. Coincido con la opinión de la vocal que afirma que si se imputa por el odio este debe probarse en el caso concreto y ello no fue demostrado por la acusación. Me parece importante el esfuerzo de la vocal de resaltar que no alcanza con que la víctima perteneciera a un colectivo altamente vulnerable y que el crimen haya sido violento para que pueda atribuírsele al acusado el delito de homicidio agravado por el odio (artículo 80 inc. 4 del código penal argentino).

3 Vale la pena aclarar que lo que me interesa resaltar aquí cuando hablo de emociones en general y del odio en particular es el vínculo que existe entre emociones, su capacidad para motivar acciones (no la capacidad que tienen las mismas emociones en otras circunstancias de determinar causalmente las acciones) y el castigo penal. En este trabajo centro mi atención en las emociones que han recogido diversos sistemas jurídicos como relevantes para aumentar el grado de responsabilidad, en particular el odio. Ello deja fuera del análisis una amplia gama de emociones, por ejemplo, emociones secundarias como la culpa o emociones reactivas como el resentimiento, entre muchas otras. Véase, por ejemplo, Strawson (1995, pp. 37-67), Elster (2001, pp. 29-34).

4 En este trabajo centro mi atención en el motivo de odio como agravante establecido, por ejemplo, en el artículo 80 del código penal argentino o el artículo 22.4. del código penal español. No entraré a discutir la legitimidad de la prohibición de la incitación al odio como la establecida en el artículo 510 del código penal español. Según el mismo, serán reprimidos… “Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio”… Creo que este tipo de regulación genera problemas diferentes y, en ocasiones, las dificultades de los tipos penales están en la amplitud y variedad de la descripción de las acciones prohibidas más que en los motivos en particular.
Tampoco me ocuparé aquí de otros temas vinculados a la discusión de “delitos de odio” como el discurso de odio, cuyo problema central es el límite a la libertad de expresión, ni a los llamados “henious crimes” que son aquellos delitos que son considerados horripilantes u odiosos por la comunidad independientemente del motivo por el cual fueron cometidos. Tampoco me ocupo en el modo en que se generan los prejuicios o estereotipos que deshumanizan a las víctimas. La presencia de estos puede ser central para explicar la dinámica de los delitos de odio pero ellos se centran en aspectos diferentes a lo que me interesa resolver aquí. Para un desarrollo de estos aspectos véase, por ejemplo, Díaz López (2013) o los trabajos compilados en Miró Linares (2017).

5 Existe una profunda discusión previa a los problemas que resalto en este trabajo sobre si las motivaciones en general, deseos, intenciones, aspiraciones, etc. deben ser consideradas relevantes para establecer el reproche por ciertas acciones. Esta es una discusión que puede leerse en clave de la oposición entre teorías deontológicas y teorías consecuencialistas. Aunque la adopción de una tesis consecuencialista radical impediría tomar en cuenta ciertos elementos intencionales, se encuentran teorías de base consecuencialista que pretenden fundamentar el reproche de los motivos en, por ejemplo, el mayor daño que generarían las acciones realizadas por odio. Para esta discusión más general y previa, véase, por ejemplo, Tadros (2013), Díaz López (2013, pp. 135-240). Para una fundamentación de los motivos desde las distintas teorías de la pena, véase Peralta (2012, pp. 37-118).

6 Para las similitudes y diferencias entre motivos y razones véase, por ejemplo, Nino (1987, pp. 82 y ss).

7 En este sentido, las razones explicativas se oponen a las razones guías que son aquellas que deberían haber guiado nuestra conducta. Véase Gardner (2007/2012, pp. 130-135), Horder (2004, pp. 49 y ss.), Raz (1978, pp. 2-4). Para una crítica del abuso del vocabulario de las razones para el análisis del derecho penal, véase, por ejemplo, Husak (2005, pp. 287-299).

8 En un sentido similar véase Husak (1989, pp. 5-7). Husak sostiene que no es adecuada la discusión sobre qué son los motivos en los términos planteados por (i) quienes dicen que los motivos son idénticos a las intenciones o (ii) quienes afirman que los motivos son algo completamente diferente de las intenciones. En su opinión, lo correcto es entender los motivos como un híbrido de esas dos teorías. En este sentido, los motivos, a veces, se asemejan a las intenciones y, otras veces, no ocurre de esa manera. Husak (1989, pp. 7-8).

9 En el mismo sentido Mathis (2018, p. 4).

10 Para otro uso de la distinción entre razones internas y externas, véase Williams (1982, pp. 101-113).

11 A pesar de que este desequilibrio en general es pasado por alto, el mismo ha sido tomado en cuenta por Heidi Hurd y Michael Moore. Ambos han sostenido la incorrección del reproche por imprudencia. Al respecto, véase Hurd (2014) y Hurd y Moore (2011).

12 Véanse, por ejemplo, Roxin (1999, p. 176) y Sancinetti (1986, p. 82).

13 En este trabajo hago hincapié en la caracterización del odio y no analizaré la noción de prejuicios, estereotipos o sesgos, aunque estos temas están vinculados, abren otros problemas teóricos que no se pueden tratar aquí. Para una caracterización de sesgos y prejuicios, véanse por ejemplo: Greenwald y Krieger (2006, pp. 945-967) y Allport (1954). Para una reconstrucción de los delitos prejuiciosos en el mundo anglosajón, véase, por ejemplo, Díaz López (2013, pp. 92-133).

14 Para un desarrollo de estos argumentos, véase Hurd y Moore (2004, pp. 1119-1123).

15 En la reconstrucción de los argumentos de este trabajo he sido fiel a la manera en que Hurd y Moore exponen sus ideas pero al mismo tiempo pretendo ganar claridad en la exposición de las tesis y argumentos centrales. Para ello he dejado de lado algunas afirmaciones que no son útiles para lo que los autores pretenden señalar.

16 A pesar de que las tres críticas pueden resultar algo toscas para un lector familiarizado con estos temas, creo que ellas poseen la utilidad de ser claras y directas. Apuntan a los grandes problemas de la acción humana y la teoría de la responsabilidad. Creo que insistir en precisiones conceptuales de los tres grandes temas de mi crítica i.e., emociones, carácter y concepción de la acción haría perder el hilo conceptual de mi trabajo sin beneficios claros para el argumento central.

17 La tragedia de Shakespeare es muy rica y llena de matices. El único objetivo de resaltarla aquí es que en un mismo contexto se ve cómo funcionan las emociones. Por un lado, los celos enceguecedores de Otelo y por otro la maldad, el odio y el resentimiento de Yago para con el personaje central. Para un análisis con un punto de vista jurídico de esta tragedia véase, por ejemplo, Schmill (2010).

18 Para un resumen de estas teorías véase González Lagier (2009a, pp. 49-51) y Manrique (2016).

19 Ello podría ser una explicación plausible de lo que sucedió en el famoso caso Goetz. En este caso el Sr. Goetz estaba en el metro en una zona considerada peligrosa y donde ser blanco podría acarrear algunos riesgos particulares. Un grupo de adolescentes de origen afroamericano se acercó a pedirle 5 dolares. Goetz reaccionó sacando un arma y disparando. El resultado fue varios heridos y uno de los jóvenes paralizado de manera permanente. Aunque dadas las condiciones de seguridad del metro y el modo de pedir dinero de los adolescentes, era asumible que una persona razonable tuviese miedo (el hecho de que tener miedo sea razonable en ciertas circunstancias, incluso si el agente hubiese actuado por esa razón, aún no adelanta opinión sobre si la conducta de disparar estaba justificada), sin embargo, la reacción y el modo de ejecutar la acción parece más compatible con alguien que aprovecha para deshacerse de personas que considera despreciables. Independientemente de la discusión jurídica acerca de qué es necesario para entender que una conducta esté justificada parece plausible pensar que este desacuerdo en cuál de los niveles o registros de la acción emocional es más importante estaba en el trasfondo de los ataques y defensas de la conducta de Goetz. Para un desarrollo del caso véase Fletcher (1992). En particular el problema está señalado en p. 63. Agradezco a uno de los evaluadores anónimos llamarme la atención sobre este caso.

20 En el mismo sentido véase Mathis (2018, pp. 1-20).

21 Una estrategia distinta para rebatir el argumento de Hurd y Moore acerca de la importancia del control y la afirmación de que no podemos ser responsables por nuestros rasgos de carácter es la línea elaborada por Harry Frankfurt y su famosa negativa al principio de las posibilidades alternativas. Además de ello eso puede complementar con el argumento elaborado en Frankfurt (1999) sobre la relevancia de la identificación en los rasgos del carácter antes que el origen o la causa misma de nuestros rasgos. Para ello véanse Frankfurt (1999, pp. 27-45) y Frankfurt (2006, pp. 11-46). No me detengo aquí a elaborar este argumento porque creo que, en primer lugar, hay que resaltar los problemas internos que posee una tesis como la de Hurd y Moore.

22 Véanse, por ejemplo, Roxin (1999, p. 188) y Pérez Barberá (2011, p. 361).

23 Acerca del dolo como indiferencia véanse, por ejemplo, Kindhäuser (2005) y Jakobs (2004).

24 Para un enfoque más específico acerca del problema del carácter, véase, por ejemplo, Robinson (2011). Este autor intenta dar respuesta a si quienes han sido adoctrinados a la fuerza o quienes vienen de entornos sociales extremadamente marginales merecen ser reprochados por lo que hacen cuando lo que hacen y quienes son está determinado por el entorno.

25 En el mismo sentido Duff (1993). El derecho penal y procesal penal incorpora como relevantes más rasgos del carácter de lo que, en general, les gusta admitir expresamente a los juristas, e.g. la peligrosidad para conceder ciertos beneficios carcelarios. No creo que ello este siempre injustificado, sin embargo, esta no es una idea que puedo defender aquí. Para una discusión sobre los grandes fundamentos de la responsabilidad, véanse, por ejemplo: Duff (1993), Fletcher (2000, pp. 799-803), Moore (1997, pp. 548-592), Sabini y Silver (1987) y Redmayne (2015).

26 Von Liszt (1905, pp. 170-213). Cita extraída de Peralta (2013, pp. 9-10).

27 Hurd y Moore (2004, p. 1130). Italicas añadidas. Los autores hacen referencia a poder como habilidad general y no como incapacidad en el caso concreto.

28 Véanse, por ejemplo, González Lagier (2009 b, pp. 440 y ss.) y Kahan y Nussbaum (1996, pp. 269-374).

29 En el mismo sentido, Brax (2016, p. 240).

30 Un argumento en contra de reprochar los motivos como estados mentales es el que sostiene que existen mayores dificultades probatorias. No trato aquí esta crítica, sin embargo, en mi opinión, las dificultades son las mismas que las de probar cualquier otro estado mental y si responsabilizamos a los agentes por sus acciones, el Estado debe realizar el esfuerzo de probar efectivamente aquello que el agente quería hacer. Para una muestra del impacto práctico de esta discusión, véase la sentencia del caso “Diana Sacayan” citada anteriormente.

31 La discusión sobre si el Estado eligió bien los motivos que considera relevantes es una discusión política que excede este trabajo. Sin embargo, creo que esta es la discusión más importante que debe darse en el ámbito del reproche de los motivos de odio. La crítica conceptual, que he tratado de mostrar que es equivocada, solo ha servido para ocultar esta discusión.

32 En el mismo sentido Mathis (2018, p. 10). En términos dogmáticos estoy afirmando que los motivos no muestran solo cuán culpable es el agente sino que en ocasiones los motivos impactan en el injusto (el hecho). Ellos definen qué hizo el agente. El hecho de que la teoría del delito no encuentre una categoría clara donde colocar los motivos no es un problema para evaluarlos sino que es algo vinculado a las tipologías que hemos establecido para analizar el delito.

Bibliografía

1. Allport, G. W. (1954), The Nature of Prejudice, Cambridge, Addison-Wesley.         [ Links ]

2. Brax, D. (2016), “Motives, Reasons, and Responsibility in Hate/Bias Crime Legislation”, Criminal Justice Ethics, 35 (3), pp. 230-248.

3. Díaz López, J. A. (2013), El odio discriminatorio como agravante penal: Sentido y alcance del artículo 22.4 del Código Penal, Madrid, Civitas.         [ Links ]

4. Duff, A. (1993), “Choice, Character, and Criminal Liability”, Law and Philosophy, 12 (4), pp. 345-383.

5. Elster, J. (2001), Sobre las pasiones: Emoción, adicción y conducta humana, Barcelona, Paidós.         [ Links ]

6. Fletcher, G. (1992), En defensa propia, Valencia, Tirant lo Blanch.         [ Links ]

7. Fletcher, G. (2000), Rethinking Criminal Law, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

8. Frankfurt, H. (1987), “Identification and Wholeheartedness”, en Schoeman, F. D. (ed.) (1999), Responsibility, Character and the Emotions: New Essays in Moral Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 27-45.

9. Frankfurt, H. (2006), La importancia de lo que nos preocupa, Buenos Aires, Katz.         [ Links ]

10. Gardner, J. (2007/2012), Ofensas y defensas: Ensayos selectos sobre filosofía del derecho penal, Madrid, Marcial Pons.         [ Links ]

11. González Lagier, D. (2009a), Emociones, responsabilidad y Derecho, Barcelona, Marcial Pons.         [ Links ]

12. González Lagier, D. (2009b), “Los presupuestos de la responsabilidad por nuestras emociones”, Doxa, 32, pp. 439-458.

13. Greenwald, A. y Krieger, L. H. (2006), “Implicit Bias: Scientific Foundations”, California Law Review, 94 (4), pp. 945-967.

14. Horder J. (2004), Excusing Crime, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

15. Hurd, H. M. (2014, julio), “The Innocence of Negligence”. Recuperado de SSRN: https://ssrn.com/abstract=2612084.

16. Hurd H. y Moore M. (2004), “Punishing Hatred and Prejudice”, Standford Law Review, 56 (5), pp. 1081-1146.

17. Hurd, H. y Moore, M. (2011), “Punishing the Awkward, the Stupid, the Weak, and the Selfish: The Culpability of Negligence”, Criminal Law and Philosophy, 5 (2), pp. 147-198.

18. Husak, D. (1989), “Motive and Criminal Liability”, Criminal Justice Ethics, 8 (1), pp. 3-14.

19. Husak, D. (2005), “A Liberal Theory of Excuses”, Ohio State Journal of Criminal Law, 3, pp. 287-299.

20. Jakobs, G. (2004), “Indiferencia como dolo indirecto”, en Zugaldía Espinar, J. M. y López Barja de Quiroga, J. (coords.) (2004), Dogmática y ley penal: Libro homenaje a Enrique Bacigalupo, Vol. 1, Madrid, Marcial Pons, pp. 345-358.

21. Kahan, D. (2001), “Two Liberal Fallacies in the Hate Crime Debate”, Law and Philosophy, 20, pp. 175-193.

22. Kahan, D. y Nussbaum, M. (1996), “Two Conceptions of Emotion in Criminal Law”, Columbia Law Review, 96 (2), pp. 269-374.

23. Kindhäuser, U. (2005), “¿Indiferencia como dolo?”, Revista de Derecho, 6 (6), pp. 247-281.

24. Manrique, M. L. (2016), “Impulsos y razones en el derecho penal: Hacia una teoría dualista de las emociones”, Doxa, 39, pp. 289-304.

25. Mathis, S. (2018), “Motive, Action, and Confusions in the Debate over Hate Crime Legislation”, Criminal Justice Ethics, 37 (1), pp. 1-20.

26. Miró Linares, F. (dir.) (2017), Cometer delitos en 140 caracteres: El derecho penal ante el odio y la radicalización en Internet, Madrid, Marcial Pons.         [ Links ]

27. Moore, M. (1997), Placing Blame, Oxford, Clarendon Press.         [ Links ]

28. Nino, C. S. (1987), Introducción a la filosofía de la acción, Buenos Aires, Eudeba.         [ Links ]

29. Peralta, J. M. (2012), Motivos reprochables: Una investigación acerca de la relevancia de las motivaciones individuales para el derecho penal liberal, Madrid, Marcial Pons.         [ Links ]

30. Peralta, J. M. (2013), “Homicidio por odio como delitos de sometimiento”, InDret, 4. Recuperado de http://www.indret.com/pdf/1005.pdf.

31. Pérez Barberá, G. (2011), El dolo eventual: Hacia el abandono de la idea de dolo como estado mental, Buenos Aires, Hammurabi.         [ Links ]

32. Raz, J. (ed.) (1978), Practical Reasoning, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

33. Redmayne, M. (2015), Character in the Criminal Trial, Oxford, Oxford University Press.         [ Links ]

34. Robinson, P. (2011), “Are We Responsible for Who We Are?: The Challenge for Criminal Law Theory in the Defenses of Coercive Indoctrination and ‘Rotten Social Background’”, Alabama Civil Rights & Civil Liberties Law Review, 2, pp. 53-77.

35. Roxin, C. (1999), Derecho Penal: Parte General, Tomo I, Madrid, Civitas.         [ Links ]

36. Sabini, J. y Silver, M. (1987), “Emotions, Responsibility and Character”, en Schoeman, F. D. (ed.) (1987), Responsibility, Character and the Emotions: New Essays in Moral Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 165-178.

37. Sancinetti, M. (1986), Casos de derecho penal, Buenos Aires, Hammurabi.         [ Links ]

38. Schmill, U. (2010), Las implicaturas del resentimiento: La tragedia de Otelo, México D. F., Themis.         [ Links ]

39. Sistare, C. (1987), “Agent Motives and the Criminal Law”, Social Theory and Practice, 13 (3), pp. 305-326.

40. Strawson, P. (1995), Libertad y resentimiento, Barcelona, Paidós.         [ Links ]

41. Tadros, V. (2013), “Wrongdoing and Motivation”, en Duff, R. A. y Green S. (eds.) (2013), Philosophical Foundations of Criminal Law, Oxford, Oxford University Press, pp. 206-227.

42. Von Liszt, F. (1905), “Die psychologischen Grundlagen der Kriminalpolitik”, en Von Liszt, F. (1905), Strafrechtliche Aufsätze und Vorträge, t. II, Berlín, pp. 170-213.

43. Von Wright, G. H. (1984), “Explanation and Understanding of Action”, en von Wright, G. H. (1984), Practical Reason: Philosophical Papers I, Oxford, Blackwell, pp. 53-66.

44. Von Wright, G. H. (1998), In the Shadow of Descartes: Essays in the Philosophy of Mind, Dordrecht, Kluwer Academic.         [ Links ]

45. Von Wright, G. H. (2003), “Valor, norma y acción”, Doxa, 26, pp. 53-79.

46. Williams, B. (1982), “Internal and External Reasons”, en Williams, B. (1982), Moral Luck, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 101-113.

Recibido el 17 de mayo de 2019; revisado el 3 de octubre de 2019; aceptado el 29 de noviembre de 2019.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons