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Apuntes de investigación del CECYP

On-line version ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP vol.23 no.1 Buenos Aires June 2013

 

TEMA CENTRAL: Sexo

Algunos comentarios sobre prácticas sexuales y sus desafíos etnográficos

Comments on sexual practices and their ethnographic challenges

 

Maria Elvira Díaz-Benítez

* Doctora en antropología social. Profesora del Programa de post-graduación en Antropología Social del Museo Nacional de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. Parte de las reflexiones aquí consignadas integran otro artículo que será publicado en una antología organizada por la profesora Gloria Careaga Pérez de la Universidad Nacional Autónoma de México.


Resumen

Este artículo tiene como propósito reflexionar sobre los desafíos de la práctica etnográfica cuando se trata de hacer observación participante, técnica antropológica por excelencia, en situaciones en que individuos o grupos sostienen relaciones sexuales. Para este fin, tomaré como base dos experiencias etnográficas: una que tuvo lugar en sets de grabación de películas pornográficas de carácter heterosexual, gay y travesti, en la ciudad de Sao Paulo y otra en el dark room de una discoteca de hombres que ejercen prácticas homoeróticas, localizada en Rio de Janeiro, en diálogo con investigaciones recientes de otros antropólogos.

Etnografía; relaciones sexuales; observación participante

Abstract

This paper thinks on the challenges of ethnographic practice when it comes to do participant observation, an anthropological method par excellence, in situations where individuals or groups are having sex. This works on the basis of two ethnographic experiences: one that took place in filming sets of pornographic -heterosexual, gay and transvestite-films, in the city of Sao Paulo and another in the dark room of a nightclub in men exercising practices homoerotic, located in Rio de Janeiro, in dialogue with other recent anthropological research.

Ethnography; sexual encounters; participant observation


 

En las tres posiciones de penetración filmadas, el énfasis estuvo puesto en la actriz. El fotógrafo va, paulatinamente, registrando lo que aconteció. Una vez terminada esta etapa, el director anuncia que serán realizadas cuatro posiciones de sexo anal y no tres, como él suele hacer. La actriz se levanta de la cama y entra al baño para refrescarse por el calor. El director continúa impartiendo instrucciones al actor, mientras el maquillador aprovecha para hacer rápidamente un nuevo retoque en el rostro y en el peinado de la actriz. El fotógrafo me pide mi opinión respecto de la escena. Le digo que me parece buena, pero él me dice que, en realidad, está yendo más o menos: - "Está caliente, pero en una escena realmente buena no necesitamos ni dirigir, se graba de una sola vez, eso depende mucho del elenco". Percibo, entonces, que hasta aquel momento de mi trabajo de campo, había observado pocas escenas en las cuales los directores no necesitaran dirigir la performance y, ciertamente en esas, era evidente un mayor grado de excitación por parte del elenco.

El intervalo se prolonga algunos minutos más. El director dice que necesita hacer una llamada rápida a su casa, pero les pide que mantengan la concentración.

Continúo sentada en mi rincón. Siento que todo el clima de calentura desaparece instantáneamente, dando lugar a un ambiente técnico. ¿Qué tipo de sexo es este? Me pregunto. El actor, sin embargo, continúa masturbándose mientras espera que la filmación recomience. El fotógrafo me pregunta qué es lo que yo anoto en mi cuadernito. "Todo", respondo, "lo que hacen los actores, lo que hacen ustedes". Casi nunca hago anotaciones en el momento. Hoy me pareció posible pero necesito evaluar si esto es necesario. Minutos después, el fotógrafo me pregunta si alguna vez yo me había excitado asistiendo las filmaciones. Le respondí: "No", aunque mi respuesta no fuera 100% segura. ¿Y usted? Pregunté. "Al comienzo sí, ahora no, veo esto todos los días", dijo. Recomienza la escena. El director se posiciona nuevamente a un lado de la cama con la cámara en mano. Actor y actriz vuelven a sus lugares.

(Registro de diario de campo, 6 de noviembre de 2006)

En Cuerpo, Parentesco y Poder: perspectivas antropológicas y críticas, Maurice Godelier (2000: 55, 56) se pregunta: ¿Qué es un acto sexual? Y nos ofrece la siguiente respuesta:

Parece que cuando se les pide definir lo que es para ellos un acto sexual, dentro de su campo de experiencia, antropólogos y psicoanalistas se encuentran en una situación distinta, aunque similar en cierta forma. Porque ninguno de ellos suele observar directamente actos sexuales en el ejercicio de su profesión. A primera vista lo que parecerían experimentar es la forma en que la gente habla o no al respecto. Pero es probable que no reciban los mismos discursos, y por lo tanto, que no interpreten las mismas realidades [...]

En el anterior párrafo, Godelier nos ofrece una amplia explicación acerca del trabajo del antropólogo en campo, mencionando que tratándose de investigaciones sobre prácticas sexuales, las herramientas metodológicas usadas dan relevancia a aquello que es hablado frente a la imposibilidad de observar directamente las prácticas que son objeto de nuestra reflexión. Este fue el caso de estudios clásicos de antropología como La vida sexual de los salvajes de Malinowski (1929), y Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, de Margareth Mead (1928). El propio Godelier investigó entre los Baruya, de Papúa Nueva Guinea otro tipo de actos sexuales - aquellos que acontecen en la imaginación y sin manifestaciones corporales visibles, esto es, mitos sobre actos sexuales que operan simbólicamente representando prácticas no realizadas como tal. Michel Bozon (1995) también afirmó que una característica clave de las etnografías sobre sexualidad es que nuestra tarea como investigadores consiste en observar lo inobservable. ¿Cómo observar y cómo participar? O sea, cómo seguir la técnica primordial de la etnografía cuando analizamos objetos que no están necesariamente abiertos a la observación/participación? No es casualidad que el reciente crecimiento de los estudios que intentan desafiar este impase haya surgido en el ámbito de prácticas sexuales que poseen carácter colectivo y público. Pero superar la dificultad del "estar ahí" no oblitera otros desafíos metodológicos (y éticos).

Este artículo tiene como propósito reflexionar sobre esos desafíos de la práctica etnográfica cuando se trata de hacer observación participante, técnica antropológica por excelencia, en situaciones en que individuos o grupos sostienen relaciones sexuales. Para este fin, tomaré como base dos experiencias etnográficas propias: una que tuvo lugar en sets de grabación de películas pornográficas de carácter heterosexual, gay y travesti, en la ciudad de Sao Paulo (Díaz-Benítez, 2010) y otra en el dark room de una discoteca de hombres que ejercen prácticas homoeróticas, localizada en Rio de Janeiro (Díaz-Benítez, 2007), en diálogo con investigaciones recientes de otros antropólogos.

Placer en público

Fue a partir de Tearoom Trade, de Laud Humpreys (1970) y de Group Sex, de Gilbert Bartell (1971), que se inauguró en la antropología una tradición etnográfica de observación directa de prácticas sexuales. El primero, analizando relaciones de sexo entre hombres en baños públicos, y el segundo, a partir de encuentros orgiásticos entre parejas practicantes de swing. Esta tradición ha ganado fuerza en las últimas décadas en la antropología mundial - ver, por ejemplo, Public Sex, organizado por William Leap (1999) - sumándose a importantes reflexiones sobre la subjetividad del antropólogo en contextos de campo marcados por el erotismo y por la seducción - como la antología Taboo, organizada por Kulick y Wilson (1995) o el artículo ¿Ir de putas? del antropólogo argentino Santiago Morcillo (2010).

En la producción brasilera podemos citar a Néstor Perlongher con "O negócio do miché" (1987), investigación pionera sobre prostitución viril em Sao Paulo; No escurinho do cinema", de Veriano Terto Jr. (1989) que aborda la interacción sexual entre frecuentadores de un cine de películas pornográficas en Rio de Janeiro; "No escurinho do cinema: cenas de um público implícito", de Alexandre Vale (2000), que analiza la prostitución travesti y las prácticas homoeróticas en una sala de cine en la ciudad de Fortaleza; "Sobre cinemas e video-locadoraspornós: Provincias de outros corpos e outros significados" de Alexandre Bier (2004) que describe la oferta diversa en prácticas sexuales ofrecidas por una videotienda porno más allá de la proyección de las películas; "Á meia luz: uma etnografía imprópria sobre clubes de sexo masculinos" de Camilo Braz (2010a), sobre prácticas homoeróticas y fetiche en clubes para hombres en Sao Paulo; "Gestos que pesam" (2006), de Leandro de Oliveira, sobre relaciones entre hombres que practican crossdressing, travestis e jovens de apariencia viril en una discoteca del suburbio carioca; "Territórios Homoeróticos em Belo Horizonte: um estudo sobre interacoes nos espacos da cidade" y "Discursos e representacoes sobre os territórios de 'pegacao' em Belo Horizonte" de Alexandre Eustáquio Teixeira, donde identifica los locales, las interacciones y las identidades sociales de los sujetos que frecuentaban tales territorios en la década de 1990; "Entre árvores ou paredes: subversao e controle nas sociabilidades de adolescentes homossexuais" (2010) de Marcelo Perilo, sobre las vivencias de jóvenes en un parque público y en una discoteca de la ciudad de Goiania y la emergencia allí de culturas juveniles que desafían la norma heterocéntrica; "Cine Santa Maria, rua 24 centro. Em cartaz, para maiores de 18 anos" de Vinicius Kabral Ribeiro (2009), sobre interacciones eróticas en el baño de un cine pornográfico, también en Goiania, "Vamos fazer uma sacanagem gostosa? uma etnografia do desejo e das práticas da prostituicao masculina carioca" de Vitor Hugo de Souza Barreto (2012), cuyo título ya es explicativo, e "Etnografías nas noites de swing: performances de género e sexualidade na troca de casais", de Samella dos Santos Vieira (2013).

En el Brasil existen otras inúmeras investigaciones que analizan prácticas sexuales. La gran mayoría de ellas, a diferencia de las recién mencionadas, toman como base metodológica entrevistas, conversaciones y cuestionarios, examinando los discursos y representaciones sobre las prácticas.

Como salta a la vista, dichas investigaciones tienen como fondo universos de interacción homoerótica, siendo visiblemente menor la atención concedida a "recortes heterosexuales".1 Son etnografías de lo que en Brasil se denomina "pegacao", término empleado para designar una práctica sexual efímera, anónima y consentida entre hombres, realizada en espacios simbólicamente demarcados en las ciudades como clubes de sexo, cines, saunas, parques, playas, baños públicos de shopping centers, discotecas o estaciones de tren.

Estos espacios de pegagáo entre hombres han sido también el telón de fondo de investigaciones en otros países latinoamericanos, como podemos encontrar en los libros "Locas, Chongos y Gays", de Horacio Sívori (2005), y "Fiestas, baños y exilios", de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli (2001) que abordan la práctica del "yiro" ("levante" o "pegacao") entre hombres en Argentina; En México, Mauricio List Reyes y Alberto Teutlé López publicaron el artículo "Turismo sexual: saunas para varones en la ciudad de Puebla" (2008) donde abordan baños públicos y saunas -itinerarios privilegiados de los viajeros - como espacios de encuentro de hombres que ejercen prácticas homoeróticas en esa ciudad; Alberto Teutlé López había sustentado previamente su tesis en antropología Húmedos placeres: espacios, género y sexualidad en los varones usuarios de dos baños públicos de Puebla (2007); o el artículo "Cuestionamientos a la geografía a partir del cruising entre hombres en Bogotá", de Fernando Ramírez (2011), donde elabora una descripción de esos lugares de sexo público, las interacciones allí presentes y su posición geográfica y discursiva en el ámbito homosexual masculino de la capital colombiana.

Este listado no se pretende un estado del arte. Existen en Latinoamérica otras etnografías - finalizadas o en proceso - que se basan en prácticas sexuales. Eso lo evidenciamos en las diversas exposiciones a ese respecto que se presentan a cada año en diversos seminarios y congresos a lo largo de la región. El boom de los enfoques queer es responsable en gran medida por el aumento del interés académico hacia esas temáticas en las últimas generaciones. El feminismo y el post-feminismo también vienen contribuyendo al incremento de estudios sobre, por ejemplo, pornografía alternativa/feminista, post-pornografía o pornoterrorismo en abordajes que emplean observación directa de prácticas sexuales: bien sea en sets de filmación o en performances artísticas e políticas. Los estudios sobre prostitución también han aportado a este respecto. A eso debemos sumarle la radical consolidación de los estudios de género y sexualidad en las universidades y la apertura en los departamentos de post-graduación para ese tipo de etnografías.

El pudor y el deseo sexual del investigador

Tearoom Trade fue fuertemente criticado en el sector académico con relación a la metodología utilizada por el autor y por la ética de aproximación a los sujetos de estudio. Con el fin de poder entrevistar a los hombres que interactuaban sexualmente en baños y parques y poder abrirse a un análisis mayor que permitiese la caracterización de esos sujetos, Humpreys anotó las placas de los carros estacionados en los alrededores de esos lugares para así, como en un trabajo de detective, hallar a sus propietarios y visitarlos en sus casas para aplicarles cuestionarios y saber, por ejemplo, qué tipo de vida tenían, si eran casados o solteros, etc. Esa metodología oscureció por un buen tiempo el hecho de que Tearoom trade arrojó resultados y argumentos importantes sobre sexualidad y prácticas.

En relación a prácticas sexuales y su observación directa no tenemos en nuestra disciplina una investigación pionera que se haya configurado como un "manual" de campo - al estilo de Los Argonautas del Pacífico Occidental - y creo que ese esfuerzo hubiese sido infructífero. Yo percibí en mi primera experiencia etnográfica con filmación de pornografía que tratándose de sexo ningún "prontuario" es capaz de ofrecer herramientas suficientes. Pude sentir en carne propia cómo el sexo toca con principios morales que están ahí guardados en lo más intimo de nuestro ser, así intentemos dejarlos olvidados en un baúl al momento de ir al trabajo en campo. Pude percibir también, que una investigación como ésta ponía en juego sentimientos como el pudor y el deseo sexual del investigador en interacciones en las que, en nombre del profesionalismo, ambos deben ser reprimidos.

Me explico con las siguientes experiencias. Después de varias visitas a los sets de filmación, me aproximé a un actor y le pedí que me concediera una entrevista, teniendo presente que en los próximos días él haría un viaje a Europa. Él respondió que la entrevista debería realizarse en aquel mismo día y en el propio set, porque más tarde sería muy difícil concederla. Yo esperé tranquilamente mientras el actor se preparaba para comenzar el rodaje de la escena, imaginando que sólo después de que aquello terminase, podríamos tener un momento para conversar. Sin embrago, él resolvió concederme la entrevista en un momento en que, hasta ese justo instante, jamás había imaginado posible: poco antes del rodaje de la escena, cuando su pene ya estaba completamente erecto y él precisaba masturbarse constantemente para no perder la excitación. Yo necesitaba hacer preguntas y mantener una conversación concentrada con un joven desnudo, exuberantemente bello, que se masturbaba frente a mí. Sabía que no podía dirigir mi mirada - ni siquiera sutil y fugazmente - en dirección a su pene, presintiendo que este acto podría cambiar, en la interacción, mi identidad situacional de investigadora seria. Como se trataba de mi primera experiencia, en aquel instante, algunas ideas prejuiciosas pasaron por mi cabeza. Imaginé que aquel joven podría estarme probando o que podría estar intentando seducirme, o incluso, que para él la entrevista no era algo serio. Pero algún tiempo después de iniciada la entrevista, mientras lo escuchaba hablar con una calma y coherencia admirable, comprendí que yo estaba haciendo mi trabajo y que él también estaba haciendo el suyo. Él se masturbaba porque hacía parte de su rutina y yo entrevistaba porque hacia parte de la metodología antropológica. Ambos comportamientos se encuadraban perfectamente en el quehacer de nuestras profesiones.

Otro día, en el set de grabación, dos actrices que se disponían a grabar una escena lesbo, caminaban desnudas. Una de ellas fue hacia el baño para hacer su rutina de higiene íntima, pero las paredes del baño eran de vidrio y todo lo que acontecía del lado de adentro podía ser observado por aquellos que estuvieran del lado de afuera. A pesar de las paredes de vidrio, nadie las observaba. El equipo de grabación era formado por seis hombres heterosexuales, pero en ningún momento en sus miradas se evidenció deseo, malicia o libido alguna. Los únicos comentarios con relación a los cuerpos desnudos tenían que ver con cuestiones de maquillaje o accesorios para ocultar alguna marca en la piel.

Yo me sentía intimidada con la trasparencia de las paredes del baño. Después de algunas horas, comencé a sentir ganas de orinar pero aguanté hasta el límite, pues sentía vergüenza porque me tocaría hacerlo enfrente de todos los que allí estuvieran presentes. Entonces, cuando pude, aproveché un momento en que nadie estaba cerca y entré al baño. Todavía no había terminado cuando apareció el conductor de la van del equipo de grabación que, al verme, tapó sus ojos con las manos, dio media vuelta y salió del lugar pidiendo mil disculpas.

¿Por qué él se sentiría avergonzado al ver una mujer con sus pantalones apenas un poco bajados en un contexto en que las demás mujeres estaban completamente desnudas? Su vergüenza, así como la mía, evidenciaba en aquel contexto, las diferencias de personalidad y de estatus atribuidas a los individuos dentro de una misma red y en una misma situación: las actrices estaban autorizadas a estar desnudas, mientras yo, en aquel momento, estaba autorizada a estar vestida, de la misma forma como se espera que el deseo sexual surja entre el elenco, al momento que otro miembro del equipo de trabajo deberá contenerlo, en caso de que también lo sienta.

Las dos experiencias recién narradas, como muchas otras que tuve a lo largo de este ejercicio etnográfico, me llevaron a comprender que tanto el deseo como la vergüenza eran emociones a partir de las cuales yo podría obtener datos de campo y hacer una interpretación de la realidad que se presentaba ante mí. Un productor me dijo que una escena de sexo estaba bien lograda o realmente "caliente", justamente cuando lograba excitarse durante la grabación. Fue así como también yo, en algunos momentos, pude interpretar la calidad de una performance sexual a partir de mi propia sensación corporal de la misma forma en que las comedias me hacen reír y los dramas, a veces, me hacen llorar.

Esas perturbaciones (Devereux, 1980) ocasionadas por el campo y por nuestra presencia en él, más que sensaciones indeseables, deben ser interpretadas como "parte importante y rica de una interacción recíproca, capaz de ofrecer preciosos insights [...] a angustia que siente el investigador frente a determinados datos puede ser convertida en conocimiento" (Cioccari, 2009: 218).2

Thomas Csordas (1990, 1994), por su parte, localiza estos devenires del campo en el paradigma del embodiment, lo que implica, para el antropólogo, una educación particular de su atención, una especie de intimidad en la experiencia de habitar el mundo de ese otro que, desde esta perspectiva se confunde por momentos con el propio yo. Para este autor, existe embodiment cuando el antropólogo es afectado por aquello que afecta al nativo. El "dejarse afectar" durante décadas reivindicado por la antropología, implica, para el investigador, hacer parte de ese espectáculo de sensaciones a partir de las cuales aquellos que son sujeto de estudio, organizan su experiencia.

Otro tipo de reflexión vino después de las primeras experiencias haciendo etnografía. Durante la filmación de las escenas de sexo, yo me sentaba en un rincón del cuarto, muchas veces en el suelo, donde los actores y actrices no pudieran verme y se olvidaran de que yo estaba allí. Mi propósito era parecer invisible, pues temía que mi presencia en ese lugar pudiera afectar su desempeño durante el rodaje de la escena. De ahí me surgió la siguiente pregunta: ¿cómo hacer observación participante cuando nuestra presencia tiene que ser lo menos participativa posible? Aunque sea correcto que toda observación implica en sí una participación, creo que mi esfuerzo etnográfico se construyó en aquellas primeras experiencias, principalmente, en una observación acompañante.

Sólo con el paso del tiempo, cuando las personas se habituaron a mi presencia en el set de grabación, me pude sentir con más tranquilidad y así no permanecer casi oculta, "invisible", y pude notar además, que algunas veces, la presencia de un investigador podía afectar positivamente un performance, pues algunas personas -especialmente los varones - al enterarse que yo escribiría algo al respecto, intentaban mejorar su desempeño. También fue con el paso del tiempo, que los grupos encargados del rodaje comenzaron a considerarme como una persona "útil", ya fuera para ayudar con la adecuación del set, cargar algunas piezas o equipos, para quedarme cuidando los alimentos proporcionados o, eventualmente, para opinar respecto de la estética o de la dramatización de alguna escena. Fue realmente en aquellos momentos en que sentí que mi observación era, de hecho, participante. Con algunas productoras solo llegué a este nivel de interacción cuando el tiempo destinado a la etnografía estaba por terminar.

Etnografiar en la seducción y los afectos en el campo

Observar es el método por excelencia de los antropólogos para captar y poder interpretar las realidades que suceden a su alrededor. Pero observar es también el método por excelencia del coqueteo. Observar es, como ya dijera George Simmel (1983), el canal de comunicación que aproxima dos personas desconocidas. ¿Qué acontece cuando en un contexto de seducción la mirada obstinada del antropólogo se confunde con la mirada insistente de los que coquetean? Esta pregunta se la hace Andrea Lacombe (2009) a raíz de su trabajo de campo en una disco de mujeres lésbicas, en Rio de Janeiro, y su participación allí como antropóloga, pero también como mujer lesbiana. Ella muestra como en una pista de baile las personas explicitan su deseo de seducir a través de la mirada. Pero el antropólogo o la antropóloga hace exactamente la misma cosa: camina, mira y si es correspondido comienza una conversación, lo que puede parecer seducción. De la misma manera como los antropólogos a veces intentamos pasar desapercibidos, también precisamos establecer vínculos, hablar, conversar, escuchar. Entonces, dice Lacombe (ibid, 388):

Crear una conexión que no sea interpretada como una actitud de flerte de mi parte constituye para mí una dificultad metodológica: ¿qué les digo a ellas? ¿cómo me aproximo? ¿cuál es el motivo para querer conversar? [.] Así cuando la aproximación es interpretada como flerte, se vuelve complicado lidiar con la explicación de que se trata 'sólo de trabajo', lo cual también despierta la desconfianza o implica situaciones no confortables ante el reclamo sobre el por qué de yo estar conversando. Ensayo respuestas: 'soy antropóloga, estoy haciendo trabajo de campo'; disculpe, pero soy casada'; 'no me tomes a mal pero no estoy con ganas de besar hoy'. Todas ellas son respuestas evasivas que me colocan en la posición de histérica: ¿'está trabajando entonces no puede besar? Valiente excusa'; ¿si estás casada dónde está tu mujer?; 'si ella no está aquí, no ve y no sabe, ¿cuál es el problema?'; 'si no me quieres besar ¿por qué estás aquí bailando y conversando conmigo?'3

La pregunta que está por detrás de la reflexión de Lacombe sería: ¿es posible para mí, como lesbiana, quedar por fuera de la economía de la seducción de un bar de mujeres y sociabilidades lésbicas?, ¿cómo lidiar con la sexualidad del investigador en campo?

Y yo me pregunto: ¿será que los antropólogos podemos colocarnos en campo como seres sin sexualidad? Las relexiones de diversos antropólogos apuntan a que no. No es posible dejar de lado en la etnografía el hecho de que somos personas generificadas, sexualizadas y erotizadas, y que nuestro cuerpo se torna capital simbólico tal vez de forma paradigmática cuando participamos de un contexto de seducción, pero también fuera de él. Para el antropólogo "no sólo no puede existir ningún lugar para esconderse, como quizá no haya motivo para esconderse", opina Fran Markowitz, (1999) en relación a la "asexualidad" del investigador en su estudio con inmigrantes rusos en los Estados Unidos, titulado Sex, sexuality and the anthropologist.

En el trabajo de campo, como opina Devereux (1980) opera una observación recíproca, y gran parte del tiempo de la investigación trabajamos (conscientes o no) en la construcción de una reputación (Cioccari, op. cit, 221) que viabilice nuestra presencia y nuestras interacciones con los sujetos de estudio. Esto se aplica para todos los temas pero me arriesgo a afirmar que, tratándose de sexualidad, los cuidados que llegamos a tener asumen mayores contornos. Eso porque el sexo (la orientación, los deseos, las prácticas) son en nuestra sociedad uno de los principales dispositivos de vigilancia y control - no es por acaso que las principales difamaciones o insultos usen la sexualidad como detonador.

En una investigación sobre sexualidad, la propia sexualidad del investigador es colocada siempre bajo sospecha: sea su orientación o sus reales intenciones en relación a la investigación. A mí en el mundo de la pornografía inúmeras veces me dijeron: "diga la verdad, a usted le gusta la putería" entre otras frases del estilo. Es común que exista para nosotros una expectativa de conversión, una especie de creencia de que algo en nuestro ser (los gustos especialmente) se transformen.

Así, mientras el investigador observa, también es observado y de esa experiencia dupla surgen las perturbaciones de las que habla Devereux, "que tienen el mérito de remitir al antropólogo a la auto-observación y a la consciencia de la complexidad de la interacción" (Cioccari, op. cit, 222).

Nádia Meinerz, antropóloga brasilera que realizó trabajo de campo entre mujeres lesbianas y que, a diferencia de Lacombe, posee una orientación heterosexual, menciona que durante su investigación tuvo una especie de intuición ética que consistía en no aceptar seducciones y en intentar lidiar con esas situaciones de un modo "leve", o sea, sin parecer extrema o moralista. No obstante, percibió que queriendo o no hacía parte de los juegos de seducción entre las mujeres y que eso no debía configurarse necesariamente como un impase epistemológico.

La investigación sobre la temática de la sexualidad, al contrario de la neutralidad y objetividad de las técnicas de mensuración y codificación en índices estadísticos reivindicada por sexólogos como Kinsey, Masters y Johnson [...] implica siempre, como argumenta Bataille, un cierto carácter de contagio. En ese sentido, la observación de los juegos de seducción entre las mujeres no puede ser observada sin la participación en ellos. O sea, fue exactamente haciendo parte de los juegos de seducción entre las mujeres que pude aprender sobre ellos. Ese tal vez sea uno de los motivos que hace con que la observación participante sea una técnica tan estimada en la antropología, pues ella permite que, partiendo de interacciones y relaciones interpersonales de carácter subjetivo, se produzca (a través de la observación de recurrencias de clasificación y apreciación) elementos objetivos acerca de la configuración estudiada (Meinerz, 2006:109).4

Así, entendemos que investigar en contextos de seducción implica que nuestro "estar ahí", o sea nuestra presencia y corporalidad (generificada y sexualizada) sea definitiva en la construcción del propio campo. ¿Cómo entonces capitalizar en el trabajo etnográfico nuestras corporalidades? Si el propio cuerpo del antropólogo es materializado, entonces nuestra corporalidad puede convertirse en objeto y simultáneamente en metodología de investigación, como aparece de forma evidente en el estudio de Camilo Braz (2010a) en clubes de sexo para hombres en Sao Paulo. Siguiendo las normas y ritos de esos lugares, Braz necesitaba circular desnudo por el espacio. Siendo un hombre joven, atlético y con un aspecto físico codiciado en ese universo, no demoró mucho para percibir cómo allí los cuerpos son interpretados y cómo a partir de sus características se vehiculan las interacciones. El antropólogo dio atención a qué tipo de cuerpos eran ahí los más aceptados y asediados y a cuáles quedaban por fuera de la economía del deseo. Desde ese punto de vista el cuerpo fue objeto de investigación. Pero también el cuerpo del antropólogo fue usado por algunos de los hombres con quien conversaba en los clubes como ejemplo para denotar lo que era deseable o no, y en ese sentido la experiencia corporal de Braz pudo adquirir un estatuto metodológico.

Así, su etnografía inevitablemente fue hecha en medio de piropos, flirteos y constantes cuestionamientos en relación a su real interés por permanecer en ese tipo de lugares:

La incomodidad generada por tales cuestionamientos puede ser, por un lado, bastante productiva, una vez que me llevó al intento de comprender y buscar interpretar las maneras como mi propio cuerpo estaba siendo materializado en los clubes estudiados, una primera aproximación para el entendimiento de la materialización de los cuerpos (in)deseables en esos establecimientos (Braz, 2010b: 145).5

De hecho, no se trata de "volverse nativo" ni de borrar completamente las posibilidades de un distanciamiento, sino de relevar qué de aquello que estamos analizando puede ser embodificado en el propio antropólogo y en los sujetos de su estudio.

La cuestión del distanciamiento merece mayores ponderaciones. Existe de antaño en nuestra disciplina una preocupación por la asexualidad de los antropólogos en campo y una "prohibición" tácita al establecimiento de relaciones sexuales y/o afectivas entre los mismos y los sujetos de sus estudios. Se alude a una transgresión a la ética de investigación, a la posibilidad de que el antropólogo pueda utilizar de forma utilitarista el nexo con su "informante". Peor aún, se cree que ese es un camino veloz para la pérdida de la tan apreciada objetividad antropológica. Es enorme la cantidad de bibliografía apuntando la importancia de que el antropólogo mantenga una distancia física y especialmente emocional con la realidad que observa, porque sólo así puede entender los fenómenos "como ellos son" y no como lo dictan sus afectos. Desde este punto de vista, los antropólogos necesitan aproximarse pero el exceso de aproximación contiene un peligro. ¿Cuáles son o deberían ser los límites de nuestra interacción? Es la pregunta que está por detrás de eso, y los afectos de tipo romántico, pero especialmente el sexo parecería continuar siendo un tema tabú. No el sexo de los "salvajes" que Malinowski ya estudiaba desde comienzos del siglo XX, no el sexo de los "otros", sino el sexo de los propios antropólogos.

Algunos antropólogos se han aventurado a criticar directamente la prohibición a las relaciones afectivas (Rojo, 2003) y sexuales en campo. Fran Markowitz en un artículo titulado Sexualizando al antropólogo: implicaciones para la etnografía, sostiene:

En efecto, yo sugerí un montón de razones por las que un romance con un informante podía ayudarme en mi trabajo. Sin duda podría haber mejorado mis conocimientos de la lengua y abierto puertas sobre las poco conocidas facetas de la cultura (es decir, las prácticas sexuales, ideas sobre el amor, cortejos hombre-mujer y asuntos de higiene) [...] Los antropólogos desean 'intimidad' pero al mismo tiempo es lo que más temen.

El antropólogo Ralph Bolton (1995) también critica las prohibiciones al sexo en el trabajo etnográfico. Investigando en saunas gays de Bélgica, él opina que el haber estado abierto para experiencias sexuales fue fundamental para el desarrollo de su trabajo. Según él, para un hombre gay sería muy difícil hacer trabajo de campo en un lugar repleto de erotismo y no sentirse tentado a rendirse a sus deseos. Bolton cree también que hacer sexo o privarse de ello debe ser una decisión personal de cada investigador siempre y cuando no se utilice de ello como una herramienta para conseguir datos. No obstante, me sumo a la crítica que Braz (2010b: 145) hace a este autor: Bolton "parte de la premisa de que dentro de las llamadas 'comunidades gays' el sexo es algo fundamental para decir que, entre los hombres gays, el sexo permitiría el establecimiento de la intimidad, tan necesaria para la aventura antropológica".6

En suma, no se trata de usar el sexo y el enamoramiento como punto de entrada y contacto per se con las personas que conforman nuestros universos de investigación. Se trata más bien de reconocer que como toda experiencia humana, la etnografía está vulnerable a esas posibilidades. Si en un contexto de seducción y erotismo nuestros cuerpos participan de la construcción del campo y de las relaciones, queda en nosotros intentar dilucidar las maneras como a partir de esa experiencia es posible construir conocimiento, es decir, "una antropología capaz de usar el self de modo epistemológicamente productivo" Kulick (1995: 20).

Dark room: el estudio de prácticas sexuales como ritual

¿Cómo hacer etnografía en un contexto donde las palabras tienen poco valor, en un espacio meramente de hombres, y donde la oscuridad estructura el espacio, determina las interacciones y mal permite observar? Estos fueron los principales desafíos que enfrenté en mi investigación efectuada en el dark room de una discoteca de Rio de Janeiro, conocida como Buraco da Lacraia, dirigida a un público homosexual mayoritariamente masculino.

Como vengo diciendo, la antropología mainstream estableció como principal método etnográfico la observación participante. Pero a mí el carácter del dark room me impidió participar. Ese es un espacio masculino y mi sola presencia ahí ya transgredía las etiquetas del ritual. Ciertamente no se trataba de una transgresión fatal que impidiese que las cosas aconteciesen como solían acontecer, no obstante yo no dejaba de ser una persona no autorizada pensando en los términos de Austin (2003 [1962]). Por tal, en ese lugar - de la misma forma que aconteció con las filmaciones de pornografía - mi esfuerzo etnográfico consistió en una observación acompañante.

La valorización de la observación se coloca como otro inconveniente en un contexto de investigación como este. Si bien, muchos grupos sociales utilizan la visión como manera de conocer y aprehender el mundo, en el dark room la visión es sólo uno de los elementos que componen el ritual de interacción, de hecho es uno de los menos relevantes.

Simultáneamente, existe en el quehacer etnográfico una gran tendencia a valorar el referencial hablado. La antropología mainstream ha venido discutiendo el poder de lo dicho, la importancia de lo que es hablado, el significado de las palabras dentro de un contexto cultural y la fuerza que éstas tienen para transformar sociedades. Pero en el dark room las palabras son comúnmente sustituidas por el lenguaje del cuerpo, ahí el tacto es privilegiado, las cosas que se quieren decir o hacer se explican mediante los gestos, las poses y la localización en el espacio. Si en el resto de la discoteca (bar, pista de danza, sala de karaoke) los códigos de rela-cionamientos permiten el contacto verbal, en el dark room los contactos comienzan con los toques, en el acto de palpar y dejar ser palpado por el otro, en el acto de probar y dejar ser probado por el otro. Permitir ser acariciado o impedir una caricia, es un método más eficaz que las palabras para comenzar o terminar una aproximación. Así, son el silencio, la oscuridad, los gestos y el tacto quienes, por encima de las palabras, llenan el ritual de significados.

Si mi dificultad inicial radicó en ¿cómo hacer una etnografía en y del silencio? y ¿cómo hacer observación donde no se observa? entendí que un campo como este obliga al antropólogo a afinar el uso de los cinco sentidos, desafiando la preeminencia de lo que es hablado y observado en la práctica antropológica. Si por un lado, antropólogos como Malinowski, Leach, Herzfeld, Tambiah e Geertz, entre muchos otros, valorizan el lugar de las palabras para el conocimiento de las sociedades,7 ellos mismos llaman la atención a la necesidad de desafiar lo dicho en la práctica etnográfica. Malinowski nos enseña a 'desconfiar' de las palabras de los nativos: "lenguaje no es sinónimo de pensamiento humano", dice, invitándonos a pensar en cómo se usan los gestos para designar metafóricamente algo. Para Leach, gestos y movimientos también son rituales. Tambiah (1985) por su parte, confronta la institucionalización del lenguaje preguntándose cómo palabras y gestos tienen sentidos que no son obligatoriamente concomitantes a su sentido referencial. En su estudio sobre mantras de exorcismo (Tambiah 1968), llama la atención en la necesidad de entender el significado del mantra no sólo a través del entendimiento de palabra por palabra ni a partir de un análisis de las formas verbales como si fuesen una categoría diferenciada, sino a través de las secuencias en las cuales las palabras son dichas, en su sentido emocional y en relación a su carácter sagrado objetivado en canciones, oraciones o bendiciones. Herzfeld (2003) desafía la referencialidad explicando que pese a que exista una práctica colectiva y un compromiso con el ritual, no necesariamente aquello que está siendo dicho es entendido por sus agentes.

A mi parecer, es en Paul Stoller (1966) donde encuentro cómo ese desafío a la referencialidad es llevado hasta sus últimas consecuencias. Refiriéndose al papel de los Griots en el Sahel y más específicamente a la práctica de praisenaming de los griots entre los Wolof del Senegal, explica que más que las palabras lo que produce transformaciones mágicas en quien las escucha es la emoción que ocasiona el sonido de las palabras. En un contexto sociocultural como Songhay donde el sonido es el transporte de los espíritus, ¿cómo se pregunta Stoller limitar el análisis a la visión?

Mi opción teórico metodológica consistió en unirme a estos antropólogos en su desafío a la valorización de lo hablado y lo observable valiéndome de la teoría de los actos del habla del lingüista J. L. Austin desarrollada en su libro How to do things with words, pero cambiando el with por un without.

Teniendo en cuenta que "la tipología de Austin es aplicable no sólo a cosas dichas en un contexto ritual, sino también a cosas hechas en ellos" (Grimes, 1996: 283) para mi análisis otorgué a los encuentros sexuales ocasionales que se dan en el dark room un estatuto de ritual donde los efectos de gestos, performances y actos permiten entender un tipo específico de sociabilidad que deriva de la realización del deseo.

Explico rápidamente la tipología de los actos del habla de Austin para argumentar mejor mi propuesta: Expresiones performativas, dice Austin (2003 [1962]) son aquellas que mediante su emisión, realizan una acción, y no pueden ser concebidas como el mero decir algo. A su vez, al pronunciar las palabras correspondientes del performativo, es importante como regla básica, que otras cosas salgan bien, o sea, que haya unas circunstancias adecuadas para poder decir que la acción ha sido ejecutada con éxito. Un procedimiento, para ser adecuado, debe incluir la emisión de ciertas palabras, por parte de ciertas personas y en ciertas circunstancias, y además, debe generar un cierto efecto, es decir, precisa que sobrevenga una cierta conducta correspondiente. Si alguna o varias de estas pautas no se cumplen, la expresión performativa será de un u otro modo, infortunada.

El acto del habla, según el autor, está caracterizado por un esquema tripartita: acto locucionario, ilocucionario y perlocucionario. El acto locucionario es la expresión misma que posee significados. Cuando alguien dice algo, es importante distinguir el acto de decirlo que consiste en emitir ciertas palabras con cierta entonación y acentuación y que tiene asignado un cierto sentido de referencia. A esto Austin llama de la dimensión locucionaria del acto lingüístico.

El ilocucionario es el acto que llevamos a cabo al decir algo: prometer, afirmar, advertir, insultar, felicitar, amenazar, etc. Consiste en provocar la comprensión del significado y la fuerza de la locución, es decir, su efecto reside en la fuerza que posee al decir algo. El perlocucionario consiste en lograr efectos por el hecho de decir algo: intimidar, asombrar, convencer, ofender. etc.

A partir de esta tipología, mi propuesta consistió en entender los gestos como actos performativos que además de decir, hacen. Entonces, analicé el ritual del dark room prestando atención a las expresiones performativas contenidas en los gestos y movimientos corporales y a la fuerza de estas expresiones; a los actos ilocucionarios efectuados por medio de muecas, señas, guiños y posturas o posiciones, y las respuestas o efectos que obtiene por medios igualmente no verbales. En pocas palabras, mi premisa fue entender: ¿Qué dicen los gestos?, ¿Cómo se hacen cosas con gestos?, ¿Qué gestos dicen qué cosas?, ¿Cuál es el poder mágico de los gestos?, ¿Cuál la energía que está contenida en ellos de la misma forma que hay energía contenida en las palabras? Así, pude analizar qué significaba en ese contexto y qué respuesta se esperaba de los otros al recostarse en una pared, circular por el espacio, tocarse el propio pene por encima de la ropa, localizarse en las esquinas, colocarse de espaldas, quitarse la camisa, sacar el genital fuera del pantalón, entre otros gestos allí presentes.8

En el ritual de pegagáo del dark room ciertos signos son compartidos y sólo allí recobran sentido. Las personas que participan de ese ritual saben cómo manipular los signos y conocen su poder para expresar deseos y crear acciones. Etnografar gestos implica para el antropólogo una inmersión en ese universo de signos. Demoramos, a veces, para entender esos códigos. Si para los sujetos que participan de la interacción su manipulación es importante porque a partir de ellos se efectiva o no el acto sexual, para el antropólogo su elucidación posibilita el entendimiento de los "secretos" del ritual.

1. Por ejemplo, la investigación titulada Swing, o adulterio consentido, de la antropóloga Olivia Von der Weid (2010) se basó en el discurso de los practicantes de swing sobre esa práctica y no en la observación de las mismas.

2. La traducción es mía.

3. La traducción del portugués es mía.

4. La traducción del portugués es mía.

5. La traducción del portugués es mía.

6. La traducción del portugués es mía.

7. Malinowski (1935) nos enseña que el lenguaje es nuestra principal herramienta, sin él, "el conocimiento de cualquier cultura es incompleta" (Ibid, 21). Para Leach, ritual en comunidades primitivas es un complexo que reúne palabras y acciones, "No es el caso de que palabras son una cosa y rito es otra. La expresión de las palabras en sí misma es un ritual" (1966: 407). Tambiah (1968) habla de "magical utterances", destaca el poder creativo de las palabras, la forma como los objetos ganan vida mediante ellas, como crean efectos porque están relacionadas a la realidad social donde son pronunciadas y las maneras como éstas inciden sobre el mundo, lo que para Malinowski sería la "función pragmática del lenguaje". Herzfeld (2003) llama la atención sobre las intenciones de lo que es dicho, preguntándose si hay completa analogía entre lo que se quiere decir y lo que se dice. Geertz (1989) opina que existen tres características en la descripción etnográfica. Ella es interpretativa, lo que interpreta es el flujo del discurso social, y la interpretación consiste en intentar salvar lo dicho en un discurso de la posibilidad de extinguirse y fijarlo en formas investigables.

8. El artículo completo sobre el Dark room se encuentra disponible en: http://www.clam.org.br/publique/media/Dark%20Room.pdf

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