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Apuntes de investigación del CECYP

versión On-line ISSN 1851-9814

Apunt. investig. CECYP vol.24 no.1 Buenos Aires jun. 2014

 

OFICIOS Y PRÁCTICAS

Los problemas de las soluciones: Una lectura antropológica de la política en las drogas ilegales*

 

Brígida Renoldi**

* Este artículo está inspirado en un debate del cual participé en mayo de 2013 en la Universidade Federal do Paraná (Brasil), con motivo del evento organizado en la Semana Académica de Ciencias Sociales. Agradezco a Ticiano Miranda, a Pablo Ornelas Rosa y al público presente en aquella mesa redonda, por las ricas discusiones sobre políticas de drogas que me incentivaron a desarrollar estas ideas; a Laura Colabella por el estímulo para proponer este artículo en el número especial de la revista, y a Fernando Lynch por la contribución que trajeron sus observaciones. Mi gratitud es también hacia Miguel Carid por la cuidadosa lectura que me ayudó a explicitar parte de estos argumentos. Finalmente, agradezco el apoyo del Social Science Research Council en cooperación con la Universidad de los Andes, los fondos de Open Society Foundations y el International Development Research Centre (Ottawa, Canadá) que, a través del Programa Drogas, Seguridad y Democracia al que pertenecí durante un año desde julio de 2012, colaboró con el desarrollo de los estudios en que se basan mis argumentos.
** Doctora en Antropología. Investigadora del CONICET-UNaM. Investigadora asociada al NECVU-IFCS-UFRJ.


Resumen

El invento de la "droga", como categoría de clasificación de substancias y efectos, se inscribeen una historia de prohibiciones que condicionó la relación entre el hombre y los mediospor los que alcanzaba determinados estados psicofísicos y espirituales. La centralidadque fue adoptando el individuo, como noción moderna de persona, contribuyó con esteproceso clasificatorio al afirmar una serie de dualismos, como la distinción entre hombrey naturaleza que presupuso el dominio racional del primero sobre la segunda. No se tratósimplemente de distinguir elementos en una escala de nocividad, sino también de asociara ellos formas de conducta derivadas de los efectos, que conservan hasta hoy un clarosentido moral basado en las oposiciones entre salud/enfermedad y legalidad/ilegalidad.Basada en la historia de las prohibiciones, en las características de la políticamundial de drogas y en estudios etnográficos sobre prácticas en ámbitos de atención, deinvestigación judicial y de control policial, procedo a explicitar el trasfondo conceptual quedefine universos morales desde el punto de vista del Estado, así como a un análisis de lasconsecuencias implicadas en algunas iniciativas de cambio que cuestionan parcialmentelos principios que rigen la política actual.

Palabras clave Políticas de drogas; drogas ilegales; ilegalidad; enfermedad


 

Introducción

Hace años vengo trabajando con asuntos derivados de la prohibición legal de algunas substancias y cada vez más me llama la atención que todo aquello que resulta de la clasificación como "drogas" tenga tan diversas consecuencias sociales en términos de políticas públicas de salud y de seguridad, así como en la salud y en la seguridad humanas. Por otro lado, también es intrigante el modo en que estas clasificaciones operan en los análisis de los cientistas sociales, cuando ellas no son atendidas analíticamente en su dimensión conceptual.

Tomando como referencia tres estudios realizados a lo largo de veinte años haré un esfuerzo por articular ciertos problemas que atraviesan y conectan los abordajes particulares de cada investigación. La primera, realizada en una ONG de atención a usuarios de drogas, abrió una serie inquietudes sobre los principios que regían el tratamiento orientado a la "cura" y sobre la noción de persona que guiaba las prácticas (Renoldi 2006). El hecho de que algunos pacientes se encontraran en tratamiento por motivos judiciales me llevó luego a pensar los procedimientos que definían si la persona podía considerarse usuaria o involucrada en el comercio de estupefacientes, y a tratar con el método etnográfico la implementación de los juicios orales por violación de la Ley 23.737, en la Justicia Federal de la provincia de Misiones (Argentina) -donde residí durante mis estudios de posgrado desde 1999 (Renoldi 2008).

La provincia, que se encuentra en frontera con Paraguay y Brasil, evidenciaba estadísticamente números significativos de juicios y condenas relacionados a las drogas ilegales, muchos de ellos referidos al transporte internacional de marihuana proveniente de Paraguay. Al acompañar el trabajo de investigación judicial y los juicios orales observé las formas en que la ley, los eventos y los hechos, se relacionaban a través de procedimientos formales e informales que le daban finalmente legitimidad a las decisiones. Con el trabajo etnográfico constaté que las leyes, tanto del Código Penal como del Procesal Federal, presuponen mundos y relaciones posibles que pautan también los modos de investigación judicial y policial, es decir que responden a una epistemología propia (Renoldi 2014a).

Entendiendo las leyes como conceptos judiciales que engloban valoraciones morales sobre determinadas prácticas, atribuyéndoles categorías bajo la nómina de "tipificación", fui ingresando en las formas específicas en que cada evento era factible de ser definido para poder tratarlo en el marco legal. Los esfuerzos de formalización por parte de los funcionarios y agentes judiciales y de seguridad, propios del trabajo burocrático, se mostraron reveladores de las dificultades que tantas veces la variedad e imprecisión de los eventos presentaban para ser estrictamente encuadrados en términos legales. Al ver cómo estas personas realizaban el trabajo cotidiano fui notando también el papel central de las fuerzas de seguridad y policías, en lo que respecta a la información básica que sostiene las investigaciones judiciales.

Considerando que muchas de las causas se iniciaban en la frontera tripartita de Argentina, con Brasil y Paraguay, referida de manera general como el punto álgido de la "zona caliente de narcotráfico", decidí iniciar un estudio con los miembros de las policías y fuerzas de seguridad que se desempeñan en las tres ciudades que allí convergen: Puerto Iguazú, Foz do Iguacu y Ciudad del Este, buscando entender cómo es el trabajo preventivo, represivo y de investigación, respecto de los delitos asociados a las drogas ilegales, sobre todo qué se entiende por crimen organizado y narcotráfico, y de qué manera ese entendimiento orienta las prácticas (Renoldi 2014b). En síntesis me interesaba saber qué nos dice el trabajo policial acerca de este tipo de prácticas ilegales, y qué nos dicen ellas respecto del trabajo policial. Al poner tales aspectos en relación, varias cuestiones que fueron adquiriendo sentido en los estudios anteriores, sedimentaron, posibilitando reconocer las dimensiones que constituyen un acto aparentemente tan simple como es la prohibición legal de la producción y del comercio, transporte y uso, de determinadas sustancias.

Como resultado parcial de este proceso en este artículo reúno diferentes situaciones significativas con el objetivo de mapear una serie de problemas que fueron ganando sentido al desarrollar mis investigaciones y al acompañar los debates sobre políticas de drogas y de seguridad, entre ellos la realidad que presuponen los conceptos y categorías legitimadas en el marco del Estado, que a menudo marcan la dirección de las políticas definiendo con sus recortes el universo de lo público. Las políticas públicas, a partir de modos de nombrar, adjetivar y tratar ciertos fenómenos desde el punto de vista del Estado con el fin de normativizar la vida civil y normalizar la sociedad, parecieran alejarse de la idea de lo público como preservación colectiva del derecho a las diferencias. Y quizás este sea el principal adversario de su éxito. En este sentido, los estudios cualitativos, sobre todo los etnográficos, agregan un diferencial, porque describen la multiplicidad de formas que existe tras una realidad pautada por fuertes referenciales normativos: aquellos que dan fundamento al Estado como sistema de administración que se propone como locus también del gobierno. Al desarrollar este artículo trazaré un recorrido en el que me interesa considerar al mismo tiempo:

1) el proceso histórico que hizo de esas substancias un problema en la vida contemporánea, principalmente a partir de la distinción entre legales e ilegales

2) la manera en que la distinción entre lo legal y lo ilegal configura percepciones morales sobre cosas y personas que se ponen en evidencia claramente en la política de guerra a las drogas

3) los caminos que están siendo pensados para redireccionar tal política y, finalmente,

4) las dimensiones ineludibles del placer y del padecimiento implicadas en el uso, y sus consecuencias.

A partir de una mirada antropológica que parte de la necesidad de tomar las relaciones por objeto, plantearé, para concluir, los problemas que se afirman con las actuales políticas de drogas basadas en un modelo de gestión que ya ha mostrado suficientes limitaciones y efectos contraproducentes en materia de salud y seguridad, y los desafíos de las alternativas imaginadas para sobreponerse a ellos, tales como la legalización de algunas sustancias hasta ahora prohibidas. Finalmente me interesa destacar la relevancia de los estudios etnográficos como insumos para la reflexión y la gestión en el ámbito de las políticas públicas, particularmente a partir de los estudios de caso.

Con relación al primer punto, es curioso que el término droga cargue al mismo tiempo con el significado de remedio y de veneno. Diversos estudios han demostrado que lo que hoy es clasificado como drogas ilegales, ya fue de uso extendido en otros tiempos. Esto quiere decir que las políticas de control de las substancias hoy prohibidas están asociadas a un universo más amplio a aquel que define lo que es nocivo para la salud humana. En él podemos reconocer la afirmación a nivel mundial de los Estados nacionales, basados en legislaciones que expresan la moral dominante en determinado momento, moral que se objetiva en las constituciones nacionales y en los códigos penales que regulan el margen legítimo de las acciones sobre las personas y las cosas, principalmente cuando éstas últimas son consideradas propiedades. Esto es válido para el caso de los países como Argentina, que adhieren a la tradición del derecho civil continental europeo. Otro concepto relevante se inscribe también en este universo de valores modernos. Se trata de la noción específica de persona definida por los atributos que concentra el individuo.

La idea moderna de individuo presupone un ser autónomo, un ser racional, con capacidad de elección, guiado por su voluntad y gestor de su propia vida, ya no condicionado por la voluntad divina que prevaleció en la edad media (Dumonti993,Heler 2000,Carneiro 2008). Lo caracterizan, además de la autonomía, la autenticidad y la responsabilidad, aspectos que desarrollará gracias a la condición de originalidad que lo define como ser único, y gracias también a la razón, que se impondrá como un valor fundamental universal y compartido, por medio de la cual establecerá un contrato originario dando lugar a la vida en sociedad.

Esta noción de persona, pautada por ideales que se establecen en términos de valores a partir del siglo XVIII, acompaña una serie de cambios económicos y sociales que producen también una nueva noción de mundo, en la cual la ciencia se yergue como fuente de verdades y autoridades diferentes a las religiosas, proponiendo un tipo de conocimiento incuestionable de base médica, que clasifica lo que es la salud y lo que es la enfermedad, físicas y mentales. Con el desarrollo de la química la farmacología se constituye en una industria creciente que se torna clave para el sistema económico y para la vida modernos. En primer lugar, porque permite sanar enfermedades que producían muertes y con ello la población en general se ve inmediatamente preservada (Foucault 2003). Al mismo tiempo que un conjunto de procedimientos permite curar y aliviar los dolores, como es el caso de los derivados del opio y de la hoja de coca muy importantes como anestésicos y analgésicos, se presenta la necesidad de regular cada fórmula derivada de esos productos y de restringir la producción a un mercado

controlado a través de clasificaciones específicas que distingan remedios de drogas, creando licencias para producir determinados medicamentos (incluidos los psicotrópicos), prescripciones para sus formas de uso, y autoridades legítimas sostenidas en el conocimiento y dominio que la medicina fue creando en torno de ciertas manifestaciones físicas y psíquicas (Davenport-Hines 2003, Escohotado 1994).

Como consecuencia de las clasificaciones legales que crean habilitaciones y prohibiciones, se circunscribió un conjunto de mercaderías que terminaron siendo producidas, comercializadas y utilizadas en circuitos ilegales, de formas variadas y con riesgos diversos. La mayor parte de estos riesgos proviene de las medidas adoptadas para el aumento de la rentabilidad, a partir de la adulteración de las substancias. Pero también deriva de las intervenciones policiales represivas, así como de conflictos desatados por falta de acuerdo entre agentes policiales y personas involucradas en el uso y el comercio. Diferentes realidades a nivel mundial prueban que no necesariamente el comercio y el consumo de drogas ilegales están asociados a prácticas violentas, información que nos lleva a preguntarnos por el carácter "natural" atribuido a la relación entre ilegalidad y violencia, y a indagar en qué circunstancias ambas condiciones convergen.

Alcances de la prohibición

Lo que hoy en día consideramos drogas carga el claro peso de la ilegalidad, pero también de la enfermedad, en contraposición a las drogas controladas que son clasificadas como medios para el bienestar e, inclusive, como caminos para el alivio o la cura de la depresión, de las fobias, de las paranoias, del pánico, todas ellas categorías modernas para clasificar manifestaciones vitales consideradas alteraciones indeseables, insoportables en términos de síntomas y padecimientos. Las características que comportan los cuadros "patológicos" de la conducta o de la psiquis humana, por contraste, pautan modelos de normalidad (Foucault, 2000) y es precisamente allí donde opera la farmacología: en el campo que define la medicalización de la diferencia, intervención no apenas legítima, sino "saludable", en lo que se considera "anormal".

Substancias como la morfina y la heroína, derivadas del opio, que se expandieron con la invención de la jeringa hipodérmica, fueron utilizadas como remedios para calmar estados de extremo dolor, o bien como anestésicos para utilizar en cirugías, generando también consecuencias letales por desconocimiento en cuanto a efectos secundarios y dosificación (Vargas 2008). Poco a poco sus principios activos ingresaron al ámbito de los mercados controlados que establecen formas correctas e incorrectas de suministro en forma de analgésicos, antitusivos, anestesias.

Marihuana, cocaína y otros productos naturales y sintéticos comenzaron a formar parte de una lista de prohibiciones establecida a partir de las tres convenciones internacionales de las Naciones Unidas que marcaron decenios de restricciones fundadas en la punición. En este contexto se diseña la política de guerra a las drogas, que nace en los Estados Unidos en los años 70 a partir de la iniciativa de Richard Nixon, con el objetivo de controlar el tráfico de drogas ilícitas que se consumían de forma preocupante en los Estados Unidos. La propuesta alcanzó notoriedad con George W. Bush en 1988, cuando estimuló una política represiva de alcance internacional que tomó como referencia una importante reforma policial y un riguroso programa de "tolerancia cero", que habían sido ya implementados en Nueva York para reducir los delitos.

Los principios que orientaron estas políticas estuvieron inspirados en la idea de William Bratton, ex jefe de la policía de Nueva York y arquitecto de las medidas policiales ultra represivas, de que el delito no estaba asociado a situaciones de desempleo y condiciones sociales, sino que resultaba directamente del comportamiento moralmente equivocado de los individuos (Wacquant 2000:11).

Con esta visión colocaba el énfasis en la responsabilidad individual de cada acto ilegal. La circunscripción de las conductas a la total responsabilidad individual no solo se manifestaba como un problema de constitución moral, sino que también presuponía que el control de cada individuo daría como resultado una sociedad sin delitos. De este raciocinio se deriva que la elección de usar drogas es un error en la conducta, pues daría inicio a una cadena de acciones ilegales o delictivas.

Este fue el fundamento conceptual que llevó a Reagan y a Bush a declarar el tráfico de drogas como un problema de seguridad nacional que solo podría ser resuelto recurriendo a la intervención militar. Así nació la expresión "guerra a las drogas", una iniciativa con énfasis en la reducción de la oferta a través de la eliminación de cultivos, encarcelamiento de transportistas y comerciantes; pero también en la reducción de la demanda, no a través de la disuasión por medio de campañas y propuestas educativas, y sí por la represión del uso, la penalización del consumo.

Si bien en lento aumento aún son escasas las inversiones en el área de salud, tanto en atención como en prevención, e incontables las realizadas para acciones represivas. Diversos diagnósticos demuestran que la política de guerra no resultó sino en mayores grados de violencia y flagelo, claramente visibles en América Latina.

Frente al fracaso de esta política algunas propuestas alternativas han sido promovidas desde diferentes ámbitos. La creación de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, en 2008, algunos de cuyos miembros forman hoy parte de la Comisión Internacional sobre Drogas y Democracia, explicitó cuáles eran las consecuencias de la política de guerra y propuso una serie de medidas que presuponían un cambio del paradigma interpretativo sobre la problemática de las drogas, que se desplazaba de la noción de guerra a la de salud pública. En la misma dirección diferentes países están pensando cómo dar respuesta al creciente problema del consumo de drogas así como a las configuraciones violentas que manifiesta su mercado.

Distinciones importantes

Actualmente, entre las propuestas más radicales que podrían encuadrarse en estas iniciativas, encontramos la "legalización" de las drogas en general y de la marihuana en particular. Se trata de una vía difícil principalmente por los acuerdos internacionales que pautan los límites decisorios en términos de soberanía sobre esta materia. Algunos estados norteamericanos han optado por la legalización del uso de la marihuana para tratamientos de salud, o evalúan la posibilidad de hacerlo inclusive con fines recreativos. Uruguay recientemente legalizó la producción nacional de marihuana, a pesar de tener que enfrentar severas críticas de los organismos internacionales por poner en riesgo la adhesión a las convenciones de drogas que pautan la política internacional en dirección contraria a la adoptada por el presidente Mujica.

La "descriminalización" del uso es la medida por la que determinada práctica se excluye de la lista que integra dentro de un código en el que se define como crimen. Se habla de descriminalización del uso, lo que significa que el usuario no sería más punido por el hecho de usar, a pesar de obtener las substancias en mercados ilícitos. Es por eso que cuando se piensa en descriminalizar el uso necesariamente se plantea la cuestión de cómo hacer para obtener las drogas sin ingresar en un circuito ilegal para adquirirlas.

Ya en una dirección de reclasificación jurídica, pero aún dentro de la estructura legal en que esas prácticas se inscriben, encontramos la "despenalización". Esto significa que el uso, por ejemplo, saldría de la esfera jurídica penal, para resolverse en otras esferas, como la civil o administrativa. Las multas aplicadas a los usuarios, como ocurre en Canadá, u otras formas de resarcimiento, se incluyen dentro de esta alternativa.

A estas tres formas específicas de reforma legislativa se suma la intención de romper con la idea de que un usuario es un delincuente, sugiriendo entenderlo como un enfermo que pueda ser tratado en consecuencia. Para ello, la necesidad de reforzar los sistemas de atención a la salud de los consumidores se volvería inminente.

Pero también existe el drama del comercio, que avala las medidas en dirección a producir una clara separación entre usuarios y narcotraficantes. La idea de que el comercio estaría contenido en emprendimientos organizados sustenta el apoyo al endurecimiento de las penas para los segundos y de un alivio de las mismas para los primeros. Tal separación enfatiza como delito el narcotráfico, por tratarse de un emprendimiento comercial rentable, mientras que considera el uso como una elección deliberada y de puro interés individual.1 Inclusive, en este esfuerzo por delimitar y diferenciarlos ámbitos del derecho individual y del crimen organizado, tiende a hacerse la distinción entre drogas livianas o blandas, y pesadas o duras, generando una división más, pero ahora dentro del universo de lo ilegal.

Me interesa desarrollar algunas ideas sobre estas formas de pensar la cuestión, a partir de evidencias derivadas de los diferentes estudios etnográficos a los que me referí al inicio. Considero que las ciencias sociales de modo general son llamadas a pensar sobre los dilemas y las controversias que presentan determinadas realidades contemporáneas, y que nuestro trabajo es tomarlas como herramientas para indagaciones que nos puedan llevar más allá de las pasiones que emergen de la simpatía o afinidad que tenemos con terminados objetos, personas o prácticas.

Reconocer la complejidad de los fenómenos, sus propias contradicciones y ambigüedades, y hacerlo más allá de cómo nos gustaría que fuese, no es una contribución despreciable. Pues es a partir de ese difícil proceso de conocimiento, llevado a cabo con ayuda de técnicas y conceptos, que podremos imaginar mundos mejores en dirección a los cuales orientar una política pública, como es el caso, por ejemplo, de la opción por el uso de drogas, sobre todo cuando acarrea algún tipo de padecimiento.

Mirando con antropología

El abordaje antropológico de cuestiones vinculadas a las drogas ilegales (sobre todo cuando se trata de hacer etnografía) involucra algunas dimensiones que pueden presentarse como más o menos problemáticas para el investigador y que suelen ser claves a la hora de interpretar las observaciones.

En primer lugar, al hablar de drogas ilegales el etnógrafo se encuentra con que deberá tratar las dos dimensiones implicadas, tanto la salud o enfermedad, como la ilegalidad. Las aportaciones pueden ser variadas, desde iniciativas que apuntan a la comprensión de los mercados ilegales de las substancias prohibidas, hasta situaciones de uso o inclusive personas en tratamientos de salud. El hecho de que la distinción entre la salud y la enfermedad, así como entre lo legal y lo ilegal, se piensen como universales, naturales y a-históricas, representa siempre un límite para el investigador.

La historización de las drogas más arriba planteada nos pone de frente a procesos más amplios que implican moralidades, tecnologías, economías y formas de gobierno. Es indiscutible que las drogas cargan con el peso moral de la ilegalidad y de la nocividad. Pero quizás pocas veces nos detengamos a pensar que ambas dimensiones son resultado de procesos clasificatorios que parten básicamente de órdenes de Estado. En este sentido podríamos afirmar que no es lo mismo decir que lo ilegal es "malo", a decir que lo malo es "ilegal" (Barbosa y Renoldi 2013). El procedimiento de clasificación legal marca e inscribe con la prohibición el atributo negativo de aquello que pune. Pero este atributo no le pertenece necesariamente a la cosa. Tampoco se trata de entender que las leyes son creadas de forma arbitraria. Ellas responden a panoramas morales de una época que se debaten en sistemas legislativos cuyos resultados no son siempre consensuados.

Al analizar los conceptos y categorías nativos2 accedemos a un universo de sentidos que a veces se opaca tras los términos clasificatorios de las grandes teorías de la salud y del derecho (o de la antropología). Nadie negará que el uso de drogas puede acarrear severos problemas para la salud y que puede volverse difícil de administrar, así como tampoco podrá hacerse caso omiso a la diversidad de formas de uso con las que se consigue evadir la dimensión problemática tanto sanitaria como legal del consumo. En este abanico de posibilidades somos convocados a establecer precisiones, y muchas de ellas estarán fundamentadas a partir del método que nos permita comprender las diferencias.

Nuestro desafío es registrar tales diferencias para poder humanizar el mapa que trazamos, considerando la diversidad observada. Esto no significa colocar al hombre como único y exclusivo centro de interés, sino a abrir el campo interpretativo para poder precisar el lugar que cada cosa ocupa en un universo complejo de relaciones que ha tendido a reducirse a una frase encriptada: "maldita droga". Tal reduccionismo omite las múltiples maneras de usar las substancias, los sentidos variados que las personas les atribuyen cuando lo hacen, y lo que todo eso significa para las substancias. Es claro que ellas hacen cosas con nosotros. Pero nosotros también hacemos cosas con ellas.

Cómo pensar los casos

Hay problemas en la antropología que son muy difíciles de asir si no es siguiendo trayectorias y viendo cómo estas se traman en determinado contexto de sentidos y de acciones. La contribución de Max Gluckman (1978, 1991) al proponer el análisis de caso extendido, aunque descansa en los aportes de Bronislaw Malinowski, rescata una dimensión diacrónica y procesual que escapaba a la mirada funcionalista. Así, su reconocimiento del lugar del conflicto para la constitución social no es apenas reveladora, sino propulsora de una perspectiva posterior enfocada en los procesos rituales, que tendrá un interesante expositor en Víctor Turner (1980, 1988, 1990).

Gluckman era crítico del uso que se hacía de las observaciones antropológicas por considerar que se las trataba como simples ilustraciones o ejemplos. Su idea sobre los estudios de casos fue llevada adelante por sus alumnos, entre quienes Van Velsen (1967) hizo un aporte importante en términos metodológicos. Básicamente se trata del análisis de situaciones sociales que condensen diferentes niveles de significado en un evento. El trabajo del antropólogo, una vez que percibe el alcance del caso, es situarlo en un contexto diacrónico y mayor en el que se explica su emergencia, y describirlo en detalle para comprender su agencia. En este tipo de abordaje la situación es acompañada por el investigador por un periodo de tiempo para poder captar los cambios y las permanencias a partir de la dirección que cada persona toma en el desencadenamiento general de las situaciones críticas en las que se ve involucrada.

A partir de mi experiencia de estudio en instituciones que tratan problemas específicos, por un lado la salud de los usuarios de drogas y por otro los procesos judiciales y policiales que involucran a comerciantes y transportistas de substancias ilegales, consideré que el análisis de casos permitiría precisamente comprender las historias que se inscriben en procesos mayores de normatividad y disidencia. Al aproximarnos a universos tan evidentemente marcados por valores morales que definen series de opuestos, nos vemos obligados a indagar en la naturaleza de las oposiciones, para poder comprender los sentidos que tanto la cura (en el ámbito sanitario) como la corrección (en el ámbito judicial y carcelario) adquieren en un momento particular que resulta de una trama histórica, pero también de muchas historias en las que personas y cosas van quedando enredadas a través de acontecimientos y relatos que los involucran (Schapp, 1992).

En el ámbito clínico y en el judicial también se trabaja con la noción de casos. Sin embargo, lo que los define como tales es un conjunto de rasgos previamente especificados como problemáticos. Sean patológicos o desviantes, siempre es una norma la que pauta la corrección a la que se verán sujetos como casos, y es en función de la distancia que cada uno presenta con relación a ella lo que los hace relevantes. El antropólogo, por el contrario, define el caso por la multiplicidad y la integralidad de aspectos que lo hacen significativo en determinado contexto, dentro del campo de problemas que le interesa explorar. De esta manera, el caso antropológico es susceptible de un análisis procesual en el que la dimensión histórica y la eventual se hacen explícitas en comportamientos, elecciones y acciones concretas de las personas. En él los aspectos conflictivos son constitutivos y no son tomados como objetos de reversión normativa.

Apelé a este método en los estudios realizados en instituciones porque, además de las ventajas expuestas, me permitió producir narrativas que, en secuencia, dejaban entrever las dimensiones subjetiva, histórica y experiencial, que hacían al sentido de las prácticas observadas.

Como no podré desarrollar los casos en su complejidad, me remitiré apenas a algunos de sus aspectos para poder ordenar los problemas que pretendo tratar aquí. En función de ello, voy a resumir brevemente una investigación realizada en Buenos Aires sobre usuarios de drogas en tratamiento sin internación que desarrollé hace algunos años, pero que aún hoy es reveladora.3 La mayoría eran jóvenes entre 16 y 25 años de edad, algunos habían sido llevados por sus familiares, otros derivados por los jueces, por haber cometido algún delito o contravención bajo los efectos del consumo. El "centro de día" marcaba la presencia de los pacientes durante la mañana de la semana y su retorno todos los días a sus domicilios. En las rutinas que incluían reuniones grupales las personas solían hablar de los problemas derivados del uso de drogas.

Algunos decían que en general las consecuencias problemáticas del uso estaban relacionadas a la ilegalidad y al ocultamiento que derivaba de ella, a la falta de espacios seguros para el uso, a la falta de opción a fumar en lugares públicos como la calle o la plaza, quedando así expuestos al riesgo de detención por las policías. Otra de las consecuencias negativas de la ilegalidad que señalaban era el hecho de que muchas veces sentían taquicardia u otros malestares, derivados de la reacción a las dosis o a la calidad de las substancias consumidas, sin poder recurrir a los hospitales o médicos por miedo a ser punidos. También se trataban jóvenes que estaban de paso por la institución sin auténticas intenciones de controlar o revertir sus hábitos de consumo, simplemente para cumplir alguna medida socioeducativa dictada por los juzgados, una vez que habían cometido algún delito y se había comprobado su condición de "dependientes" de las drogas. Se encontraban además en la institución aquellos que padecían los efectos de las drogas y la compulsión a consumirlas de maneras dolorosas, y que aun realizando grandes esfuerzos para dejar de hacerlo no lo conseguían.

El perfil de los pacientes era muy variado. Hacían el tratamiento quienes administraban la cocaína al punto de no sufrir riesgos concretos por el uso y quienes perdían la conciencia fumando marihuana, por ejemplo. Inclusive se encontraban en la institución aquellos que solo conseguían comprar las drogas a través de dinero obtenido de asaltos y aquellos que mezclaban remedios psiquiátricos y anestesias para animales con alcohol, perdiendo completamente la conciencia por días y días.4

Muchos de estos jóvenes tenían familias de estructura nuclear, en las que todos los miembros adultos trabajaban; otros tenían padres alcohólicos, madres depresivas medicadas psiquiátricamente o automedicadas. Había chicos muy pobres y también de familias sin problemas económicos. La variedad de la población que se trataba en aquel centro era notoria, de modo que no podríamos decir que el uso de drogas era siempre problemático, ni que el uso de drogas era siempre controlable, ni siquiera podríamos defender la idea de que la misma droga les hiciese el mismo efecto a todos los que la usaban. Sin embargo, lo que todo esto ponía en evidencia era que el problema con las drogas era un problema de relación: de la persona con la substancia, de la substancia con la ley, de la ley con la política, de la política con la vida, con el deseo, con el cuerpo. La diversidad que encontré en el centro de día me llevó a cuestionar los términos englobantes (drogas pesadas, dependencia, decadencia progresiva, relación substancia-efecto) que tendían más a reproducir estereotipos que a dar cuenta de la complejidad e irregularidad de estos fenómenos.

Partiendo de la base de que aquellas personas eran consideradas enfermas, en la ONG se aplicaban técnicas curativas médico-psicológicas que en principio se orientaban a que asumiesen la realidad de la dependencia, y luego aceptasen romper con esa condición. No obstante, y para mi sorpresa, durante años la institución no evidenció altas terapéuticas en sus registros. ¿Esto podría querer decir que los usuarios no tenían cura? ¿Que los modelos de atención no eran eficaces?

Era evidente que había una distancia entre las necesidades de las personas y lo que la institución ofrecía, recayendo el grueso de la falla en el horizonte de reversión al cual se aspiraba como objetivo de cura. La propuesta de "persona", de cómo ser "gente", que operaba como ideal de la cura, en el sentido de persona sana, responsable, autónoma, razonable, con proyecto de vida, no formaba parte de las aspiraciones de muchos de los pacientes, quienes terminaban desistiendo, o desinteresándose por el tratamiento.

Esta experiencia nos remite en todos sus planos a la importancia de pensar políticas de salud capaces de atender a una variedad de situaciones, entre las cuales, la opción por el uso, o por la condición de usuario, también requiere ser considerada si lo que se pretende es auxiliar a las personas que se encuentran en problemas con las drogas, tanto legales como ilegales. Existen países en que el sistema de salud está preparado para atender a usuarios y estos saben que en caso de necesidad pueden resguardarse en lugares apropiados para aliviar malestares, curar heridas, tratar enfermedades, mitigando así las consecuencias a veces fatales del uso. En este sentido, es importante resaltar que si bien existe un ranking de peligrosidad atribuido a las substancias, no podemos admitir como regla que la marihuana sea en sí misma menos dañina que la cocaína. Proceder a tal diferenciación en función de las iniciativas de legalización de una y no de la otra nos lleva a crear más divisiones con consecuencias políticas: si la marihuana es vista como inofensiva y la cocaína como dañina, el universo de usuarios pasa también a dividirse en sanos y enfermos, en partidarios de las drogas del bien y de las drogas del mal.

Quizás no sea un raciocinio en vano pensar que tal fragmentación va en detrimento de una visión democrática de la salud, por el hecho de producir una ruptura más al interior de un colectivo en el que si bien las prácticas se diferencian, hasta ahora no necesariamente competían entre ellas por la legitimidad.

Los antropólogos tenemos elementos empíricos y teóricos para dimensionar el alcance de ciertas configuraciones de sentido en torno a conjuntos de problemas o eventos en particular. Los primeros, a través de las experiencias concretas que vivimos con los fenómenos que estudiamos. Y los segundos cuando apelamos al diálogo con los elementos teóricos de la propia disciplina, que se reinventan a partir de lo que emerge de cada campo específico. Considero que explicitar las direcciones que determinadas acciones pueden adoptar, sean políticas o de los comportamientos colectivos, es una contribución que somos capaces de hacer, principalmente para quienes deben evaluar regularmente las políticas públicas. Pero para ello es necesario poner en suspenso nuestros propios puntos de partida, preguntándole al universo que observamos cuáles son los trasfondos de sentido que los sostienen y que los interrogan, qué diálogos se establecen en su interior y qué disputas, lo que nos lleva la mayoría de las veces a revisar las formas clasificatorias que legitiman determinados órdenes, sobre todo institucionales.

Algunos riesgos de la reclasificación

Las políticas públicas están sin duda en diálogo con las problemáticas contemporáneas, si bien no siempre la lectura que hacen de éstas contempla la diversidad que las compone. Y tal vez precisamente por este motivo, a menudo suelen ser protagonistas en crear los problemas, desde el momento en que los recortan, los formulan como tales, los definen para ser tratados y de este modo los plantean como cuestiones con alcances determinados. A su vez, diferentes lecturas entran en diálogo con estas formulaciones, proponiendo nuevas formas de mirar los mismos asuntos. Sin embargo, paradojalmente, hay emprendimientos de esta naturaleza que, a pesar de buscar soluciones, también producen efectos problemáticos. En este sentido, el peligro que acarrean a veces ciertas iniciativas políticas es que pueden poner en riesgo grados de estabilidad alcanzados hasta el momento. Observé un claro ejemplo al respecto en una marcha de la marihuana en 2013 en Brasil, promovida con especial interés en la reforma legislativa, en la que un cartel presentaba la siguiente pregunta: "Los traficantes no quieren la legalización, ¿y vos?". El primer interrogante que se le podría formular a tal pregunta es "¿quiénes son los traficantes?", ¿son los transportistas, los vendedores minoristas, los productores, los compradores mayoristas, los que hacen las conexiones en el mercado, los que compran un poco más para repasar parte a los amigos...? ¿Los traficantes son los jóvenes? ¿Los adultos? ¿Los colombianos? ¿Los paraguayos? ¿Los pobres? ¿Los ricos? ¿Los jefes de banda, los punteros del narco, los transa? ¿Son los dueños de los puertos clandestinos en los pasos de frontera? ¿Los agentes del estado que protegen, o participan de, actividades ilegales?

Corroboramos que en muchos países la ley no distingue con precisión entre las figuras de traficante y usuario, y que la clasificación en cada categoría se da por la reunión de varios elementos interpretativos que cabe a los jueces ponderar. La calificación legal está dada así por el contexto, que es interpretado en un primer momento por los agentes policiales que por lo general tienen el primer contacto con situaciones en que las personas se ven implicadas con drogas ilegales. Pero también por los agentes judiciales que sistematizan los relatos sobre el caso. Este margen interpretativo siempre genera el temor de que un usuario pueda ser calificado como traficante, si cargara con cinco gramos de cocaína distribuidos en cinco sobres, por ejemplo, o que un traficante pueda ser calificado como usuario si cargara un kilo de marihuana compacto aduciendo que la compra habría sido realizada para abastecer el uso personal por un año.

El problema de estipular legalmente las cantidades que permitirían clasificar en una u otra categoría el ilícito, crea una separación donde muchas veces ella no existe. Es sabido que, sobre todo en la clase media, la comercialización de substancias se da con mayor frecuencia en población joven muchas veces para costear el propio consumo y otros gastos menores. La combinación del uso con el comercio no es tan excepcional, y esto se evidencia también en los procesos judiciales.

Pensar que definiendo legalmente todas las conductas posibles se haría una justicia mejor es en cierto modo un engaño. Nuestra tradición jurídica que define la moral de la comunidad nacional por escrito y se apoya en la matriz del secreto, propia del sistema inquisitorial, solo se vería reforzada por este tipo de medidas, reduciendo las garantías de los ciudadanos. La ley puede prever parcialmente la gama de posibilidades de acción, pero no puede anticipar los contextos en que se establecen las relaciones que terminan creando un evento. En las prácticas judiciales, los agentes se esfuerzan permanentemente en dirección a definir un hecho jurídico de acuerdo a la combinación de los posibles previstos en la ley (Renoldi, 2014a). Es por eso que vemos algunas decisiones judiciales como arbitrarias y caemos en el error de creer que si las especificidades legales fueran mayores, o hubiera más categorías de clasificación de las conductas, habría menos arbitrariedad. En lugar de ajustar lo infinitamente ajustable (las leyes del código penal), quizás haya que tratar el sistema de justicia como ejercicio de derechos, la formación policial como práctica ciudadana y los derechos individuales como derechos colectivos, de todos, derechos que garantizan la base de lo común, incluso cuando lo común es la "diferencia". Me refiero con esto a salir del lugar que entiende la justicia como punición, la policía como represión y el individuo como ente íntegro y terminado. La multiplicación de las leyes penales crea en cierto modo un cercenamiento a la razonabilidad. Acaso la lucha deba darse en el ámbito de cómo se hace justicia, o sea, en el plano de los códigos de procedimiento que preservan derechos individuales y colectivos, incluyendo la dimensión ética en todas estas prácticas.

En este contexto es importante también notar la autoridad de las palabras que operan como referencia en los universos que estudiamos, considerando que ellas son conceptos que presuponen tipos de fenómenos y formas de acontecimientos. Cuando usamos términos como tráfico, narcotráfico, traficantes de drogas, no podemos perder de vista que se trata de expresiones acusatorias que señalan una diferencia moral con el objeto de las acusaciones. En la radicalización de tal diferencia hablamos de "crimen organizado" como si fuese un monstruo que amenaza al Estado y que el Estado persigue con el objetivo de aniquilarlo. Inclusive lo pensamos como el sistema-hombre al cual el Estado le teme o al cual se asocia. Lo imaginamos entrando por las fronteras y estableciendo conexiones entre los bancos internacionales y los barrios populares o periféricos, corrompiendo las instancias estatales que preservarían los derechos de los ciudadanos que defienden la legislación y se atienen a ella.

En una entrevista sobre el lugar del antropólogo frente al Estado brasileño, y sobre la relación entre la idea de Pierre Clastres de "sociedad contra el Estado" y el perspectivismo amerindio, Eduardo Viveiros de Castro afirma que imaginamos el Estado "como la encarnación de lo absoluto [...], como la posición de un innegociable, como algo que, por definición, nos coloca delante de un Hecho Consumado" (2008:229).5No podemos ser fuera de esta entidad, a la cual nos vemos contrapuestos por aquellos elementos que ella formalmente excluye: subjetividad, afecto, parentesco, relación. Y no podemos precisamente porque el Estado es una forma de acontecer y no una entidad cosificada tal como parece que él mismo se propone al definirse como objetivo. El Estado es imaginado como lo absoluto, en una suerte de adhesión, en última instancia, a cómo se lo define y se lo presenta, a cómo desde su propia lógica pretende ser visto. Imaginamos el Estado como la totalidad y como lo público, lo político, lo que no solo lo coloca del lado del bien y del modelo deseable, sino que también permite que se lo vea como posible víctima de algo que en realidad él mismo ha creado como un dualismo en términos legales: lo permitido (que él engloba) y lo prohibido (que él excluye): lo legal y lo ilegal. En este sentido, las grandes amenazas, también imaginadas, derivan de la propia imagen absoluta. Sin embargo, aquellos que se definen desde el punto de vista del Estado por estar fuera del Estado (residentes clandestinos, contrabandistas, narcotraficantes) están englobados a partir de la categoría "ilegal", que los condena a verse a sí mismos afuera del "todo", a pesar de estar incluidos como eternos objetos de captación y corrección.

Si prestamos atención, todos los estudios empíricos cuando retratan las actividades ilegales muestran fragmentos, secuencias de actividades y personas, algunas continuas otras discontinuas, gente que forma parte de las actividades que constituyen la cadena en su conjunto (actividades llamadas "trabajo" por quienes las desarrollan), una cadena abierta que cambia de forma y en un momento es legal, en otro ilegal... cadena de la cual nosotros también en algún punto y momento también podemos formar parte, sea porque compramos las drogas, porque utilizamos un servicio que alguna empresa usa para el blanqueo de divisas, o cualquier otra expresión de estas actividades que por momentos se hibridizan al borrarse las fronteras tan claras en la ley.

La pregunta que se coloca es ¿dónde comienza y dónde termina el "crimen organizado"? ¿En qué lugar está ese diablo que nos intimida, pero que nadie consigue desestructurar? Detenerse en este término es importante para poder pensar el lugar que ocupa principalmente para la epistemología policial y judicial.

Para traer evidencias sobre estas cuestiones, voy a referirme a la investigación que desarrollo sobre el trabajo policial a la que hice alusión más arriba. En la frontera internacional se incautan grandes cantidades de droga, sobre todo de marihuana en la confluencia de Paraguay con Argentina y Brasil. A partir de entrevistas con investigadores policiales y con presos de las unidades penitenciarias en el lado brasileño, se deduce que muchos conductores de vehículos, grandes o pequeños, son interceptados en las rutas que se dirigen hacia los grandes centros urbanos. Por tratarse de detenciones en actos flagrantes, el ingreso al sistema penal que los llevará a juicio se da con una carga probatoria de peso: la persona conducía un vehículo cargado de drogas ilegales. De manera general, las investigaciones que darán base a las decisiones en juicio solicitan pericias químicas, para probar que se trata de estupefacientes, y al encontrarse reunida la persona con la substancia en un mismo momento y lugar, puede considerarse que se ha configurado un hecho delictivo con suficientes evidencias. Es frecuente que las personas detenidas en estas circunstancias expresen desconocimiento por el contenido ilegal de la carga que llevan, generalmente escondido en el doble fondo de camiones que transportan maderas, arroz, soja, y otras mercaderías legales.

El término nativo "mula", que alude a las personas que llevan la carga, a los transportistas, es utilizado y ampliamente conocido en las regiones de fronteras porque son los lugares por donde las drogas "pasan". En los municipios en límite internacional con Paraguay, tanto del lado argentino como del lado brasileño, es frecuente que los habitantes y los funcionarios públicos afirmen que el desprestigio que adquiere la frontera frente a las grandes ciudades está relacionado con el hecho de que la criminalidad "pasa" por allí, pero no es propia del lugar. En las penitenciarías de la provincia de Misiones, la mayoría de los internos son principalmente argentinos del interior de la provincia o de grandes centros urbanos del país, si bien también hay personas de nacionalidad paraguaya, chilena y uruguaya. En las cárceles de Foz do Iguacu la mayoría es de origen brasileño de ciudades distantes, encontrándose también extranjeros, principalmente paraguayos, bolivianos y argentinos, en menor proporción. En ambos casos se trata de hombres y mujeres de bajos recursos y escasa escolarización, muchos de ellos presos por la ley de estupefacientes, en general por transporte, que tienen entre 20 y 35 años de edad, sin empleos estables, y a menudo son reincidentes en el mismo tipo de delitos por el que cumplen las penas.

Cuando las policías detienen los transportes, algunas veces resultado de operativos ocasionales pero más frecuentemente como consecuencia de investigaciones en curso que indican qué vehículo pasaría con el "modus operandi" esperado, ya se sabe que se trata de "mulas" que cobran un monto determinado de dinero por viaje. Estas personas que constituyen un eslabón crucial en la red de distribución son encarceladas bajo el rótulo general de "traficantes".6 Es el contacto de la persona con las substancias que le da la fuerza a la acusación: es una evidencia material indiscutible. Al mismo tiempo que los policías reconocen que se trata de "mulas", saben que usualmente "caen"7 porque la cadena de protección se quebró en algún punto, como resultado de delaciones, de conflictos entre inversores en el mismo mercado, de confesiones de otros detenidos.

Con estos relatos queda parcialmente expuesta la complejidad de las relaciones y de la conformación de los mercados, complejidad que se da en tramas sutiles que tejen el adentro y el afuera del Estado, interrogando la imagen absoluta que funda la autoridad formal en la que se sostiene la legitimidad de sus acciones.

Pensar la legalización

Hemos visto hasta ahora, a partir de varias reflexiones, algunas limitaciones del paradigma represivo: en lo legislativo, en lo judicial y en la seguridad. Es claro que frente a situaciones de crisis todos somos llamados a pensar soluciones, inclusive cuando las soluciones a los problemas presentes puedan acarrear otro tipo de problemas. Una de las salidas radicales que se imagina es la legalización de las drogas, porque generalmente se piensa que permitiría una fiscalización en la calidad de los productos hasta entonces ilegales. Al conjeturar esta posibilidad colocamos siempre al Estado como regulador del mercado, lo que significa que en algún momento la producción y la distribución quede en manos de laboratorios o semejantes, y que toda la red de comercio trazada hasta el día de hoy desaparezca. De esta manera, el mercado se reconfiguraría al ser retirado de las redes que lo mantuvieron activo cuando la droga era ilegal. La red de producción, distribución y consumo de drogas es muy extensa, e involucra a diversas personas, muchas de las cuales se involucran en ella como forma de sustento que no siempre ni necesariamente les permite enriquecer.

Pensando la legalización en los términos recién planteados inferimos que cuando la droga es ilegal son los pobres y los delincuentes quienes la administran, pero cuando pasa a ser considerada legal es el Estado o las agencias que éste designe, las que lo harán. Es difícil imaginar esta parte del cambio. Los peligros que involucran los criterios para la concesión de las licencias tienen consecuencias que ya fueron observadas en otros momentos de la historia, tal como lo señala Charles Tilly (1985) cuando se refiere al papel que desempeñó el Estado como forma de protección a una economía que se veía permanentemente amenazada por la piratería. Lo hizo a través de leyes y diversos mecanismos de control en que el Estado recibe recursos para proteger, las personas pagan impuestos para tener policía, sistemas de justicia, salud, etc. Cuando esta configuración moderna emerge, la burguesía constituida a partir de la explotación de los mercados ilegales estaba al frente de los cambios, los nuevos ricos se constituyeron en contraposición y desafío a lo que era el orden económico y moral del antiguo régimen.

Hoy en día podemos observar también a los nuevos ricos, nuevos burgueses que se afirman a partir de los mercados ilegales. Un aspecto diferencia a estas figuras emergentes de la burguesía clásica, y es que los mercados ilegales de hoy nunca estuvieron estrictamente al margen del capitalismo. Al vincularse, por ser ilegales, con los mercados de protección que ofrecen las redes que pasan por el Estado, alimentan cadenas de ilegalismos todos sujetos a la prohibición de las substancias y a la clandestinidad mercantil.

En este sentido, si pensáramos la legalización de las substancias y también del mercado tal como ya existe, dejando al Estado el papel de supervisar condiciones productivas, controlar la calidad de los productos y regular los precios, aunque podríamos imaginar que desaparecía el mercado ilegal, tampoco estamos seguros de que no sucedería algo similar a lo que ocurre con el cigarrillo de tabaco, que al ser un producto de consumo popular con un alto gravamen, termina siendo objeto recurrente de evasión fiscal, de "contrabando". Es necesario que al considerar la legalización se tenga en cuenta también la red que está tramando los circuitos de producción, venta y consumo, para evitar que la legalización venga acompañada de lo que podría entenderse como estatalización o reapropiación de los mercados ya existentes. En este punto queda claro el poder que ejerce la oposición entre las categorías "crimen organizado" y "Estado", ya que los atributos inmorales del primero autorizarían al segundo a quedarse de forma legítima con la licencia sobre ese mercado. Si la diferencia entre ambos está en la condición ilegal de ciertas mercaderías y procedimientos, mi pregunta es, una vez legalizados, ¿qué marcaría objetivamente la diferencia entre los dueños de las cocinas de hoy, y los dueños de los laboratorios farmacológicos a los que en hipótesis se les designaría el control de la producción de las substancias hoy ilícitas? Si no puede pensarse en la posibilidad de que una cocina de hoy sea capaz de crear las condiciones sanitarias necesarias para continuar produciendo el día de mañana, es porque el problema es económico y no sanitario.

Finalmente, debemos considerar el hecho de que apoyar la legalización de las drogas no significa admitir que las drogas sean buenas, sino que se verían sometidas a regímenes de control de calidad y quizás de regulación de precios por parte del Estado, que difícilmente se alcanzarían de otro modo.

Frente a la complejidad de este campo los estudios antropológicos permiten al menos apreciar las dimensiones problemáticas, tanto en lo que se refiere a la salud como derecho, como en lo tocante a las consecuencias de las medidas de seguridad pública que se apoyan en paradigma represivo. En función de las evidencias y análisis se podrían estimar prospectivamente los costos de cada medida, y pensar en posibilidades que consideren la reducción de los malestares y daños que desafortunadamente se reproducen a la par de las buenas intenciones.

Notas

1. Véase la discusión en términos jurídicos sobre el usuario de drogas como sujeto de derecho planteada por Antoine Garapon (1994). También Fernando Lynch (2013) busca afinar el debate sobre los principios de la legislación que omiten el derecho individual, a partir de una reflexión sobre las decisiones judiciales para el caso de Buenos Aires, entendidas como expresión de concepciones sobre el uso de drogas que aún no se han plasmado en las leyes.

2. Para romper con la mirada unidireccional y plantear el conocimiento en términos reflexivos, quisiera incluir aquí también los conceptos y categorías nativos para la teoría antropológica, que en términos de Geertz (1999) podrían definirse como "conceptos de experiencia distante", por el grado de abstracción en campos especializados, pero que también pueden ser entendidos como "conceptos de experiencia próxima" dentro de la propia comunidad antropológica. Con esto quiero decir que los conceptos antropológicos son conceptos nativos para los practicantes de la disciplina y pueden reinventarse en la interacción con aquellos conceptos que provienen del campo estudiado. Por enunciar solo algunos consideremos los términos grupo, organización, asociación, relación, red, efecto, eficacia, agencia, que han sido susceptibles de cambios conceptuales en el diálogo establecido con cada universo empírico en el que se propusieron con potencial elucidativo.

3. Una síntesis actualizada de este trabajo fue publicada en 2012.

4. Sobre estos casos véanse los trabajos de María Epele (2013, 2010) en que contextualiza las prácticas de evasión en procesos históricos significativos para el sentido de la vida en la población joven argentina.

5. No podré exponer aquí las diferencias consideradas por el autor en su extensión, pero sí mencionar que su interpretación sugiere que para las sociedades amerindias el Estado se exhibe como espíritu, como alteridad, que constituye el perspectivismo. El autor remite a algunas equivalencias realizadas por los Nambiquara entre el lugar que ocupan los collares para la protección frente a los espíritus y el que ocupan los documentos de identidad para nosotros frente a la policía.

6. Vale la aclaración de que los términos "traficante" y "tráfico" en Argentina no remiten a un tipo penal sino a un conjunto de características y manifestaciones englobadas en el artículo 5 de la Ley de Tenencia y Tráfico de Estupefacientes N°23.737. Son categorías cargadas de sentido que van más allá de lo que estipula la ley, ya que incluyen también valoraciones morales sobre la persona y apreciaciones con relación a las actividades que en principio abarcan.

7. La expresión "caen" presupone la noción de trampa, de caza. El Estado, a través de sus técnicas y agencias, los hace caer, enfatizando el carácter dañino y contra-estatal que poseen.

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